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El Gólem

Enviado por gabrieleira


     

    Indice1. El Gólem 2. Estado(s) 3. Del igualitarismo a la Cleptocracia 4. El orden disciplinario

    1. El Gólem

    En los tiempos de Rodolfo II de Habsburgo (1576-1612), y por efecto de su influencia, Praga se encontraba sometida a la jerarquización de las disciplinas iniciáticas, entre las que destacaban la alquimia y la magia. Amigo de las Artes y de las Ciencias, concebidas al modo de su época, el emperador se caracterizó por un mecenazgo radical que compensaba su mediocridad en otros asuntos de Estado. Dentro del castillo, en un espacio conocido popularmente como la callejuela dorada, habitaban -bajo su protección- magos, alquimistas y cabalistas provenientes de toda Europa. El Imperio Alemán había capturar, entre otros, a figuras tales como John Dee y Edward Kelley , que desplegaban sus estudios y discusiones desde el ágora y los laboratorios que a tales afectos habían sido dispuestos en la residencia oficial. Entre los personajes de la callejuela dorada destacaba quien, por aquel entonces, era considerado uno de los cabalistas más respetados: el mítico e inquietante rabí Lew. Los judíos de Praga contaban una curiosa historia sobre él. Según ellos, el rabino había logrado crear, gracias a sus conocimientos sobre la Cábala, un autómata de barro al que dio vida colocando sobre su frente un pergamino con la palabra hebrea emeth (verdad). Cada viernes Lew borraba la primera letra de la palabra para que en el pergamino se leyera meth (muerte), de este modo el ser perdía sus propiedades vitales y volvía a transformarse en una masa de barro. Pero un viernes Rabí Lew olvidó borrar la letra del pergamino. Dicen que éste se encontraba en la sinagoga leyendo el salmo 92 cuando un griterío proveniente del exterior lo alertó sobre los desastres que su criatura estaba haciendo en la judería. El ser se había liberado de sus ataduras y había comenzado a sacudir violentamente los cimientos de las casas. Luego de una breve lucha, el cabalista logró trasformar la emeth en meth para que el peligro deviniera nuevamente en un inofensivo muñeco de barro. Sin inquietarse demasiado, y atendiendo a que la lectura del salmo 92 se había interrumpido, ordenó que el mismo se leyera por segunda vez. A partir de esta historia se explica que aún hoy -y cada viernes-, en la sinagoga Alt-Neu de la judería de Praga, la lectura del salmo 92 (tópico corriente en la liturgia hebrea) se repite dos veces de forma intencional. De acuerdo a esta tradición, los restos de la criatura fueron ocultados en el desván de la sinagoga. Se dice que varios años después el rabino Ezequiel Landau subió al desván para ver sus restos. Cuando bajó de allí prohibió que nadie, en el futuro, volviera a entrar en la habitación. De todos modos, y siempre de acuerdo a la leyenda, cada 33 años el autómata se deja ver, fugazmente por las calles de Praga. La tradición del gólem (así es llamada la criatura) no es patrimonio de Praga. Historias similares se han contado en las juderías de toda Europa. La traducción más literal del vocablo vendría a ser "sin forma". El proceso para crear este autómata imitaría los primeros pasos de la creación, aunque sin llegar a terminarla. De acuerdo al Talmud, las primeras doce horas del primer día de Adán habrían transcurrido de la siguiente forma: "en la primera hora la tierra fue aglutinada; en la segunda se transformó él en un gólem, una masa todavía informe; en la tercera fueron estirados sus miembros; en la cuarta se inspiró el alma; en la quinta se puso en pie; en la sexta dio nombre (a todos los vivientes) ( …) ". En función de su cualidad de obra inacabada e imperfecta, el gólem carece de alma. El cabalista sólo puede inspirar en él un nephesh (una suerte de hálito vital), pero es incapaz de dotarlo de espíritu. Así, el gólem no podría acceder más que a un mínimo entendimiento, el necesario para que pudiera realizar tareas sencillas y recibir órdenes, de ahí su cualidad de autómata. Ahora bien, hay otra historia sobre el gólem que me gustaría rescatar, ya que ella nos proporciona la utilidad más específica, en tanto metáfora, a los efectos de este trabajo. Decíamos que tales criaturas no son patrimonio exclusivo de las tradiciones judías de Praga. El gólem aparece en casi toda Europa, aunque cobra particular protagonismo en el misticismo jassídico de Europa oriental, fundamentalmente en Polonia. En 1808 y en una nota para su periódico comunitario, Jakob Grimm rescata una tradición judeo-polaca que se despliega a partir de otra figura mítica: el rabí Chelm. La historia parece ser la de otro rabino descuidado. Esta vez el hombre dejó que su criatura creciera tanto que llegó a sobrepasarlo en altura, de manera tal que no llegaba a su frente para borrar la e de emeth. Asustado por lo que podría llegar a pasar, Chelm decidió inventar una estrategia para deshacerse de su gigante. Le ordenó que quitara las botas como excusa para que el autómata dejara accesible su frente. Este obedeció y así el rabino logró borrar la letra de su frente; pero el gólem se había vuelto tan grande que cuando la mole de barro cayó ésta terminó aplastando al respetable rabino. Suficiente, por el momento minimizemos esta ventana y pasemos a otro tema, dejando este asunto del gólem archivado en la memoria inmediata.

    2. Estado(s)

    El Estado (estado, del latín statu), literalmente, no remite a otra cosa que al congelamiento del ser o, dicho de otra manera, a una situación específica del estar. En otras palabras: cada uno de los sucesivos modos de estar siendo (o, simplemente, ser, para las lenguas de raíz latina) es fotografiado tras esta palabra. Dado un proceso determinado, el objeto del proceso delimita, en un lapso concreto, un modo particular de ser que le confiere cualidades que hacen posible su discriminación de aquellos lapsos que le anteceden y aquellos que le suceden. Así, cada estado se estructura en una suerte de situación que lo consolida como tal, o sea, como cosa sujeta a influencias y cambios de condición que inauguran dominios particulares de exterioridad e interioridad. En este sentido, el estado pasa a denominar un orden que se ha establecido como tal. Este establecimiento consolida un estado de cosas (status quo) que, gracias a la magia monumentalizadora (es decir, acción de con-memorar, de traer a la memoria) del enunciado detiene el tiempo en un formato delimitado que le confiere propiedades de cuerpo (corpus; aquello que hiere los sentidos o, en términos foucaultianos, todo aquello que puede afectar o ser afectado). El estado (o más, precisamente, lo estado) se estructura como lo que es, y precisamente por ello deviene en, o a partir de, un cuerpo. Así, tenemos estado de salud, de gracia, y de pecado, nominando estares que refieren a un patrón codificador que se constituye como cuerpo (la salud, la virtud, la infracción). Tenemos estado civil (referido a un cuerpo jurídico) y tenemos estados de la materia (que refieren a cuerpos físicos): sólido, líquido o gaseoso. Todo estado, entonces, remite a uno de esos precisos modos de estar que se inscriben en una sucesión de estados posibles. Hasta aquí, el estado y el estadio podrían concuvinarse en una sinonimia. Sin embargo hay un estado que trasciende la naturaleza del estadio. De forma tal que conjuga la expresión más concreta del animal sedentario. Y es tanto así que consigue un nombre propio significado por el uso de la mayúscula: el Estado, máximo monumento erigido en memoria de la sedentaridad y las tecnologías que le son propias. Tenemos, entonces, un modo de estar de las sociedades (el Estado) que trasciende el corte cronológico para instituirse en una organización societaria -axiomáticamente lícita e inapelablemente pragmática- que por efecto del despliegue de sucesivas épicas legitimadoras, pretende universalizarse a partir del divorcio de los procesos históricos que le han dado sentido. De esta manera, el Estado se erige antes como el modo de ser de nuestras sociedades que como uno de los tantos modos de estar posibles. El estado (o lo que ha devenido estado, ha estado y -por ello- continúa estando) se configura en lo que tal vez sea la figura más paradigmática del pensamiento sedentario. Una suerte de procedimiento lingüístico dispuesto para exorcizar el destino caótico de todo sistema ordenado (¿aquello a lo que la segunda ley de la termodinámica denomina entropía?). Pero vale recordar esta objeción: en última instancia, el Estado no refiere a nada más (ni a nada menos) que a un Estado de cosas (status quo), a un orden establecido, y no a una naturalidad ontológica. A partir de estos procedimientos, el Estado abandona su procedencia procesual para devenir en un cuerpo político de carácter estructural. El "cuerpo político de una nación" o, en forma más precisa (ya que Estado Nacional es sólo una de las formas posibles del Estado, consolidada a partir del nacionalismo del siglo XIX), la "denominación las entidades políticas soberanas sobre un determinado territorio, su conjunto de organizaciones de gobierno y, por extensión, su propia extensión territorial". Es así como el Estado no adjetiva el modo de estar de un cuerpo sino que deviene en un cuerpo gubernativo. La sinonimia se establece, ahora, entre el Estado y un Cuerpo Político específico. Dispongamos, nuevamente, de un enlace con la Encarta: "La característica distintiva del Estado moderno es la soberanía, reconocida tanto dentro del propio Estado como por parte de los demás de que su autoridad guvernativa es suprema." Así, el Estado se instituye como soberano, como última autoridad en un orden territorial determinado. Y esta autoridad suprema se legitima, en la Modernidad, a partir de una fábula fundante proveniente del Siglo de las Luces: el Contrato Social. De allí que el formato jurídico que se ha dado para definir "nuestro" Estado no pueda evadir cierta connotación rousseauniana: "la asociación política de todos sus habitantes". Pero el mito de Rousseau no es, no ha sido, la única épica legitimadora del Estado en tanto Cuerpo Político, sino tan sólo una más. Tal vez la que ha consolidado un mayor coeficiente de credibilidad en las sociedades post-renacentistas, pero no siempre ha sido así y todo parece indicar que no lo seguirá siendo por mucho tiempo (aunque éste es otro tema). Lo que resulta indiscutible es la necesidad de una épica que lo legitime, una suerte de mítica racionalizadora que produzca la necesidad de gobernar y de ser gobernado, ya que su naturaleza reside precisamente allí. El Estado, entonces, se configura como la tecnología política paradigmática del ser (o self) sedentario. Pasemos, ahora, a otra ventana.

    3. Del igualitarismo a la Cleptocracia

    A la hora de localizar una posible procedencia del Estado o, más precisamente, una lógica de sentido que explicara porqué ciertas sociedades pasaron a aceptar ser gobernadas desde esta forma política, Marvis Harris recurre a la Antropología Cultural. Es así como se remite a las llamadas "sociedades primitivas" que han logrado sobrevivir hasta el siglo XX para estudiar cómo estas se las arreglaban ante el surgimiento de sujetos que buscaban imponer sus designios sobre la comunidad (la referencia más concreta es la de los grupos de Papúa-Nueva Guinea). La respuesta resultó ser muy simple: cuando aparecía alguno de estos señores, y en la medida en que el territorio así lo posibilitaba, la comunidad se limitaba a recoger sus cosas e irse hacia otra parte, dejándolo en soledad (o con aquellos que quisieran acompañarlo, los cuales no eran demasiados) para administrar el territorio sobre el cual quería imponer su autoridad. Es desde allí que establece una serie de pasos sucesivos, relacionados con la limitación territorial, la amenaza externa y los excedentes de alimentos, que terminan con el establecimiento de los proto-estados y las castas gubernativas que les son inherentes. Así, habría un primer estadio constituído a partir de lazos de reciprocidad sin especialización de funciones, caracterizado por poblaciones de tamaño reducido (decenas), de territorialidad nómada, cuya organización política podría tipificarse como horda, y sin una estructura de liderazgo que vaya más allá de la autoridad moral (sin poder de decisión sobre el colectivo). Un segundo estadio comprendería poblaciones algo mayores (centenas), mayoritariamente asentadas (aunque no necesariamente y, en el caso de que así sea, en no más de una aldea), con una estructura de liderazgo sostenida en la figura del cabecilla o gran hombre (el cual no poseería otra autoridad que el prestigio personal, debiendo apelar al consenso y a su capacidad de seducción a hora de tomar decisiones), sin especialización de funciones y con una organización política a la que se tipifica como tribu. El tercer estadio se constituye con poblaciones numerosas (miles), predominantemente sedentarias (una o más aldeas), con una estructura de liderazgo centralizada en torno a la figura del gran jefe (de autoridad relativamente indiscutible, sostenida en lazos de sangre), con cierta especialización de funciones (aunque relativa) y con una organización política tipificada como jefatura. El cuarto estadio comprendería al Estado propiamente dicho e implicaría grandes poblaciones sedentarizadas (desde decenas de miles), con una clara estructura jerárquica, una clase gubernativa de carácter piramidal y, ineludiblemente, una mítica épica legitimadora cuya figura paradigmática podría ser un modo de religión institucionalizada y funcional a las instituciones del Estado. El pasaje entre cada uno de estos estadios ha sido trabajo extensamente en la obra de Harris, y excede el espacio disponible para este trabajo. De todos modos, es recomendable remitirse al texto del antropólogo materialista norteamericano para profundizar en ello. Para terminar con Harris, es bueno citar dos condiciones que el autor establece como necesarias para que el estadio-Estado se haga posible: "La población no sólo tenía que ser numerosa (de unas 10 000 a 30 000 personas), sino que también tenía que estar circunscrita, esto es, estar confrontada a una falta de tierras no utilizadas a las que pudiera huir la gente que no estaba dispuesta a soportar impuestos, reclutamientos y órdenes. La circunscripción no estaba sólo en función de la cantidad de territorio disponible, sino que también dependía de la calidad de los suelos y de los recursos naturales y de si los grupos de refugiados podían mantenerse con un nivel de vida no inferior, básicamente, del que cupiera esperar bajo sus jefes opresores. Si las únicas salidas para una facción disidente eran altas montañas, desiertos, selvas tropicales u otros hábitats indeseables, ésta tendría pocos incentivos para emigrar. La segunda condición estaba relacionada con la naturaleza de los alimentos con los que había que contribuir al almacén central de redistribución. Cuando el depósito del jefe estaba lleno de tubérculos perecederos como ñame o batatas, su potencial coercitivo era mucho menor que si lo estaba de arroz, trigo, maíz u otros cereales domésticos que se podían conservar sin problemas de una cosecha a otra. Las jefaturas no circunscriptas o que carecían de reservas alimenticias almacenables a menudo estuvieron a punto de convertirse en reinos, para luego desintegrarse como consecuencia de éxodos masivos o sublevaciones de plebeyos desafectos". Ovbio es decir que todo intento de definir estadios de cualquier desarrollo es necesariamente arbitrario. No obedece más que a una necesidad operativa. Como ya lo hemos dicho, la propia noción de estado (en tanto estadio) no puede evitar desplegarse como una arbitrariedad. ¿Cómo establecer la frontera entre uno u otro? Por otro lado, todas secuencias posibles se desarrollan en un devenir saturado de variables (variaciones y discontinuidades) que hacen de la propia secuencia una abstracción teorética, un ficcionar -al decir de Deleuze-. Hecha esta advertencia vale, no obstante, rescatar este ficcionar como un orden metodológico para abordar el problema, orden que sólo puede llegar a tener cierto grado de validez en la medida en que se atienda a esta advertencia. La naturaleza del Estado introduce un orden dilemático que la empiria inmediata no puede eludir. La constitución de este orden, que inaugura sociedades no igualitarias y sometidas a una elite burocratizada (es decir un grupo que se especializa y se apropia de la administración) impone la búsqueda de aquellos procedimientos que hacen viable tal diagrama. En el mejor de los casos, algunos de los efectos resultantes se relacionan con la prestación de servicios cuyos altos costos los tornan imposibles para colectivos reducidos. Pero en el peor de los casos (sobre los cuales ningún Estado puede pregonar inocencia) funcionan como cleptocracias (gobierno de ladrones) transfiriendo riqueza de la comunidad hacia los sectores que se han apropiado de la administración. El interrogante no debe orbitar sobre cómo las castas que se benefician de dicho estado de cosas se consolidan en tal lugar, sino -y fundamentalmente- en torno ¿cómo es que la masa de trabajadores tolera este orden de cosas? Desde los post-socráticos a Foucault (pasando por Marx, Nietzsche, Prudhon y Compte) esta pregunta ha inquietado a todos aquellos que se han dedicado a pensar las sociedades. Jered Diamond, etno-socio-biólogo de la UCLA, sostiene que todas las cleptocracias han recurrido a una mezcla de cuatro soluciones: "1. Desarmar al pueblo y armar a la élite.Esto es mucho más fácil en nuestros días de armamento y alta tecnología -producido únicamente en plantas industriales y monopolizado fácilmente por una élite- que en épocas antiguas de lanzas y palos que podían hacerse fácilmente en casa. 2. Hacer felices a las masas mediante redistribución de gran parte de los tributos recibidos, de maneras populares. Este principio fue tan válido para los jefes" de los proto-estados "hawaianos como lo es para los políticos estadounidenses" (y los nuestros) "de nuestros días. 3. Utilizar el monopolio de la fuerza para promover la felicidad, manteniendo el orden público y reprimiendo la violencia. Se trata potencialmente de una ventaja grande y subestimada de las sociedades centralizadas sobre las no centralizadas. 4. Construir una ideología" (la cual no es más que una religión secular) "o religión que justifiquen la cleptocracia. (…)Además de justificar la transferencia de riqueza a los cleptócratas, la religión institucionalizada reporta otros dos importantes beneficios a las sociedades centralizadas. En primer lugar, la ideología o religión compartida ayuda a resolver el problema de cómo han de vivir juntos los individuos no emparentados sin matarse unos a otros; proporcionándoles un vínculo no basado en el parentesco. En segundo lugar, da a la gente una motivación, distinta del interés genético, para sacrificar su vida en nombre de otros. A costa de algunos miembros de la sociedad que mueren en la batalla en su condición de soldados, la sociedad en su conjunto se hace mucho más eficaz para conquistar otras sociedades o resistir los ataques." Y también se hace más eficaz a la hora de sostener al status quo. La pregunta ¿cómo es que la masa de trabajadores tolera este orden de cosas? es radicalizada por este último punto: ¿cómo es que la masa de trabajadores no sólo tolera este orden de cosas sino que, además, puede llegar a hacerse matar para sostenerlo?. El planteo de Diamond es atendible, pero no suficiente. El asunto es mucho más complejo, y se complejiza aún más en la medida en que los Estados (o cleptocracias, como él los llama) se tornan más complejos. Al breve lapso de la Modernidad le ha tocado asistir a una sucesión de religiones seculares emergentes que han proporcionado múltiples épicas legitimadoras al aparato de Estado: desde el humanismo de la Ilustración al nacionalismo, desde el socialismo marxiano al liberalismo burqués, desde el fascismo a la tecnocracia, desde el indigenismo al apartheid … Pero el sistema sobrecodificador de las religiones (seculares o no), no ha sido suficiente, al menos no en nuestros Estados contemporáneos. La especialización de funciones (cada vez más compleja en la medida en que las sociedades también lo son) genera, además de una fragmentación que produce, racionaliza y -por ello- sostiene la emergencia de intereses corporativos (asociados a ciertos beneficios hacia los titulares de la especialidad) compulsivamente embanderados con un territorio propio, una trama de profesionalidades que -en función de una particular lógica de sentido, una fuerte impronta disciplinaria, y su propia matriz corporativa- se traduce en un ejercicio técnico funcional al orden del cual dan cuenta. El profesional, o más acertadamente, el ejercicio profesional no puede abstraerse del territorio en el cual, y para el cual, fue constituido. No atender esta dimensión implica olvidar los efectos políticos de toda intervención técnica y devenir, por ello, en agente cómplice del estado de cosas que se está obviando. Minimizemos esta ventana y pasemos a otra. No sin antes desplegar una tabla elaborada por Diamond que, de alguna manera, sirve para ilustrar aquello de lo que venimos hablando.

    4. El orden disciplinario

    Cuando Bleger ensaya la construcción de una "metapsicología", intenta despegarse de la parcialidad disciplinaria de lo "psi" a partir de su Psicología Institucional, introduciendo esquema sobre "ámbitos" de la psicología. Puede interpretarse la intención del psicoanalista argentino como la búsqueda de una camino que lo libere de la dictadura de los objetos discretos. Pero allí queda. La ampliación del espacio territorial no elimina la frontera, sólo la expande. En el mejor de los casos, integra nuevos objetos, pero el tránsito continúa derivando en el interior del territorio disciplinario de lo "psi" (aunque el mismo extienda en una superficie mayor). Así, la metapsicología corre el peligro de sedentarizarse en un nuevo territorio tras la bandera de un nuevo objeto naturalizado. Morin y Piatelli-Palmarini propondrán una "bioantroposociología" como metadisciplina, en un sentido multidisciplinario, entendiendo que la interdisciplinariedad no puede más que establecer buenas relaciones diplomáticas entre los diversos territorios disciplinarios. Esta propuesta se inclina claramente hacia construcción disciplinaria a partir del objeto (en este caso: el sistema homo) pero con una salvedad; los autores reconocen la inexistencia de una esencia humana, es decir, descartan la validez del Hombre, al menos tal cual lo postula el humanismo. De todos modos, parten de una invariante absoluta: invariantes genéticas (y por tanto anatómicas y fisiológicas), pero también comportamentales y sociales que se desprenden de las mismas. Reconocerán, sin embargo, que dichos "universales" no darán más que una visión parcializada y transformada del objeto. Por ello afirmarán que la característica fundamental de este objeto radica precisamente en la variedad: "La idea de los universales sólo tiene sentido e interés cuando la invariabilidad está asociada a la variabilidad en una relación de tipo generativo/fenoménico o competencia/actuación, y va unida a la idea de sistema/organización". Es claro que no logran (tampoco lo buscan) abandonar la preeminencia del objeto discrteo, aunque propongan abordarlo desde la diversidad. "DISCIPLINA: f. Doctrina, instrucción de una persona // Arte, facultad o ciencia // Observancia de las leyes y ordenamientos de una profesión o institución. U.m. hablando de la milicia y de los estados eclesiásticos secular y regular // Instrumento, hecho ordinariamente de cáñamo (!!!), con varios ramales que sirve para azotar U.m. en pl. // Acción de disciplinar o disciplinarse." La disciplina no trata de imponer férreas fronteras, de escindir lo prohibido de lo permitido. El arte de la disciplina trata más bien de encauzar accionares en el instante mismo de su nacimiento, generando para ello los ordenes del sí y el no. Porque la disciplina no limita su ejercicio a la enunciación de la norma, su potencialidad radica en una estrategia mucho más efectiva que la simple interdicción; antes que constituirse en una aduana entre los territorios de lo legal y lo ilegal, la disciplina diagrama a dichos territorios, genera legalismos tanto como ilegalismos: nada mas ni nada menos que una técnica específica de administración del Poder. Foucault la describe como una suerte de "ortopedia social" destinada a encauzar los desarrollos en un patrón específico de discursos y acontecimientos. El dispositivo disciplinario se abocará a la tarea de prevenir los desvíos antes de que éstos se constituyan en tales. Pero al hacerlo construirá la propia posibilidad del desvío. Porque al generar el patrón de lo aceptable generará también el lugar de lo inaceptable, proporcionando dos territorios sobre los que transitar. Es la lógica binaria la que captura; o se transita por un lado, o se lo hace por el otro. En todo caso, la tercera opción será caminar por la cuerda floja de la frontera pero, de última, la referencia será el orden binario diagramado por las técnicas de la disciplina. Aquellas formaciones a las que denominamos disciplinas científicas no dejan de ser otra cosa que la materialización de esta lógica en las tecnologías del conocimiento: la disciplina discrimina, heterogeiniza, taxonomiza, para aplicar técnicas adecuadas a cada situación en particular y -de este modo- obtener efectos funcionales al orden disciplinario en juego. La función de la academia será la de disciplinar (de allí esta parcialización) el devenir del conocimiento, diagramar la producción de verdades, y encauzar la deriva de sus miembros: "mapear", "estriar", la ruta de lo disciplinado. El saber, así, se despliega como la más poderosa máquina de consensos. Esta enorme y compleja factoría de los acuerdos colectivos encuentra su legitimidad en la naturaleza de aquello que produce, con un alto coeficiente de efectividad que se muestra capaz de asimilar el disenso a partir de su racionalidad disciplinaria. En el binomio Saber-Poder no hay exterioridad, porque la propia resistencia contribuye eficazmente a la delimitación del territorio. En el orden de lo binario, tanto lo erróneo como lo acertado son producto de la misma lógica. Porque el carozo del asunto se encuentra en el proceso de producción de las verdades y las falsedades, antes que en el contenido final de estos procedimientos. La génesis de la parcelación disciplinaria del Saber en saberes locales y específicos obedece, ante todo, a una necesidad política. Es el resultado de una preocupación por la delimitación de un espacio territorial: la búsqueda del cómo administrar los dominios. Se clasifica para gobernar, la máxima cesareana (divide y reinarás) no obedece tanto a la voluntad de generar antagonismos entre los gobernados como a la oportunidad de producir categorías ("provincias") definidas, que permitan administrar eficazmente las relaciones entre las mismas, así como controlar los aconteceres en el interior de los territorios así constituidos. En la territorialidad del Saber, hemos aprendido a definir parcelas específicas a las disciplinas que les dan sentido, con el fin prioritario de hacerlas inteligibles a cierto orden de racionalidad y -de este modo- poder administrar los conocimientos que allí se constituyen. Desde Aristóteles en adelante (la propia taxonomía y la discriminación entre el objeto y el sujeto) esta tecnología ha ido abandonado el sentido de la instrumentalidad para materializarse en un credo epistémico que parte de la naturalización (y por tanto axiomática) de sus productos.

    En este orden, la validez de una producción teórica se constituía en función de su coincidencia con la praxis. El binomio teoría-práctica instituyó no solo una frontera entre sus términos sino que diagramó además el segmento que los relaciona: debería haber una continuidad de sentido entre teoría y práctica para que ambas accedieran al estatuto de la legitimidad. Esto se despliega a partir de la creencia en un Real ontológico (la preeminencia de un mundo material-concreto) pasible de ser interpretado literal y certeramente por los hermeneutas del mundo científico: el universo se limita a estar y ser, ordenado en un Cosmos con objetos claramente definidos, y a la espera de la luz del conocimiento que le haga develar sus secretos. Así, se parte de una ficción ontológica: los objetos son y su ser es producto de su propia materialidad, por lo que pre-existen a las tecnologías destinadas a descubrirlos (en este caso, las disciplinas). Sin embargo, el propio devenir del conocimiento ha venido poniendo en cuestión esta perspectiva, y ha sido Foucault quien ha propuesto el estallido del binomio a partir de una inversión del segmento que lo constituía; no se trataría de buscar continuidades entre teoría y práctica sino de enfrentar a ambas en una lucha instrumental que las integre; la teoría debe servir para poner en cuestión a la práctica, la praxis debe servir para poner en cuestión la teoría. Y es así precisamente que se accede al objeto en tanto constructo. El objeto no pre-existe a la disciplina sino que, por el contrario, es el propio arsenal tecnológico de la disciplina el que lo delimita a partir de sus lógicas de sentido y, por tanto, el que lo constituye. Fundamentalmente a partir de las últimas décadas, hemos asistido al estrellato de diversas teorizaciones en torno a comunicaciones extra e inter territoriales de las disciplinas. Es así como se han difundido numerosas, exhaustivas y detalladas discusiones (y discriminaciones) en torno a lo multi, inter y trans-disciplinario, así como a la constitución de equipos que se despliegan a partir de dicho diagrama. Se ha buscado, con esto, atender a las limitaciones que la parcialidad disciplinaria imponía ante las demandas de la propia vida (aunque, o tal vez precisamente por ello, sin escapar de la diagramación disciplinaria). De todos modos (o tal vez también precisamente por ello), la mayor parte de estas discusiones no han podido escapar de la preeminencia del mundo material-concreto, lo cual se manifiesta en la creencia en objetos discretos de naturaleza pre-disciplinaria. Unos pretenden abordar a los objetos desde los puntos de vista de diversas disciplinas (sin percibir que cada una de ellas construye sus propios objetos y que, por lo tanto, se refiere a cosas diferentes), y otros pretenden construir la batería disciplinaria desde los objetos (sin percibir que son las propias disciplinas las que los construyen). Más allá de las jerarquías y los estatutos territoriales que gobiernan las relaciones entre las disciplinas, estas búsquedas se han encontrado con serias dificultades a la hora de establecer líneas de fuga (es decir, líneas que posibiliten la fuga de los segmentos binarios o las líneas de segmentaridad dura) que pongan en cuestión la dictadura del objeto en tanto real-ontológico. Es que las tecnologías del conocimiento, en las que se inscriben las disciplinas académicas, se inscriben -a su vez- en un dominio de saberes obsesivamente (el adjetivo viene al caso) sedentarios. Lo cual no es más que un diagrama Políticamente Correcto para las necesidades del aparato de Estado (del mismo modo que el Estado lo es para la sedentaridad). La épica que legitima un estado de cosas debe sostenerse en la épica de lo real-ontológico, para que dicha épica legitimadora sea -a su vez- real-ontológica ella misma (y, por tanto, trascendente e inapelable). Así el pensamiento sedentario (y su correlato político-administrativo: el Estado) busca perpetuarse a partir de un régimen trascendente: trascender las condiciones de producción que le dan sentido para erigirse más allá de ellas. La funcionalidad de las disciplinas académicas (y/o científicas) al staus quo se sostiene sobre dos pilares fundamentales: el propio carácter disciplinario (a partir del cual construyen y se construyen) que las nomina, y las serias dificultades con las que se encuentran a la hora de operar desde un registro no trascendente. Ello impone formaciones subjetivas para las cuales la certeza se constituye en un requisito indispensable de la existencia, certeza más relacionada con una metafísica trascendente (deber ser o, sencillamente, Ser), que con el plano inmanente de las condiciones en las que se es (estar siendo o, en otros términos, devenir). Ventana cerrada, pasemos a enlaces (o links). Enlaces e hipervínculos / Profesionalidad, Disciplina, Estado … / El Gólem, su autonomización, su caída, y la suerte del rabino Chelm. La Profesión (del latín professione) es el "Empleo, facultad y oficio que cada uno tiene y ejerce públicamente", pero también remite al "acto de profesar". Y es en el verbo profesar que se despliegan más claramente los sentidos en juego. La procedencia etimológica es latina (professus; participio de profiteri, declarar) y su abanico de significados puede ser particularizado en el siguiente esquema dual: 1-. Un orden de generalidad que lo identifica con la acción pura, y que remite a un patrón desde el cual se actúa (aunque acentuando la acción por sobre la matriz de procedencia): "Ejercer (una ciencia arte u oficio) " 2-. Un orden de especificidad que lo relaciona directamente con el dominio disciplinario. Ya sea a partir de la acción de disciplinar ("Enseñar en la cátedra -una ciencia o arte- / Cultivar -una inclinación, sentimiento o creencia- / Obligarse en una orden religiosa a cumplir los votos propios de su instituto"), o bien en lo que podría ser tipificado como efecto del disciplinamiento ("Hablando -de principios, doctrina, etc.-, adherirse a ellos / Creer, confesar -algo-"). Es así como la el ejercicio profesional se relaciona con un hacer bien-encauzado y bien-encauzador, un hacer disciplinado y disciplinador; la Profesión, por tanto, emerge desde una profesión de fé. En la primera de las acepciones atendemos a un ejercicio que se sostiene fundamentalmente en la propia acción pero, si atendemos al orden disciplinario que se despliega en la acción de profesar, veremos que ésta se sostiene sobre la adhesión a un sistema de creencias (el patrón desde el cual se despliega dicho ejercicio). Ejercer una Profesión implica, necesariamente, adherir al sistema de creencias que le da sentido: ejercer la Profesión médica implica profesar (predicar y creer en) la Medicina. La profesionalidad implica un orden instituido que reconoce el diagrama en el cual las profesiones se incluyen (y por lo cual son reconocidas), y éste no puede ser menos que funcional al Cuerpo Político (el Estado) en el que se inscribe. Así, el ejercicio profesional es predominantemente (en tanto busque ser tipificado como tal) instituido -al menos en lo referente

     

     

     

     

    Autor:

    Gabriel Eira