- Punto de partida
- Sobre la mitología del poder
- El laberinto
- Legitimidad
- El monopolio de la violencia
- A manera de conclusión
- Bibliografía
Punto de partida
El sistema de poder político en cualquier sociedad ha sido y es elitista. Lo que supone que una minoría dirige políticamente a la mayoría de sus integrantes. La cuestión reside en si esa fórmula viene a ser provisional o definitiva y si es válida o no. Traducida a términos jurídicos quiere decirse si la legitimidad del sistema, además de atenerse al sentido de legalidad objetiva, se atiene al de racionalidad. Pese al contractualismo, la propuesta de falta de legitimidad de las elites viene determinada desde el punto de origen del poder, así como por las condiciones de su ejercicio. La parte teórica es que el ejercicio del poder está orientado a garantizar el orden social, como consecuencia de la incompetencia probada de las masas, y esa función ha sido asumida por unos pocos; lo que no conlleva que goce de presunción de racionalidad ni que pueda ser ejercida a perpetuidad. Curiosamente, los distintos argumentos de legitimidad para justificar situaciones de hecho de un poder alienado, perteneciente a las masas y representado por las elites de turno, parecen ser como un castillo de naipes, dispuesto para derrumbarse con un soplido; sin embargo resiste. En cuanto al orden elitista, basado en el monopolio de la violencia, está dirigido fundamentalmente a procurar la estabilidad de los ejercientes del poder, y solamente de manera formal contribuye al proceso de civilización. En el fondo siempre está presente la sospecha de que todas las argumentaciones del detentador del poder y su corte de intelectuales no son nada más que vías de escape para retrasar el turno de las masas en el proceso de toma directa del poder político.
Sobre la mitología del poder
Se viene sosteniendo que el poder, en su sentido general, "significa la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun en contra de toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad" (Weber, 2002; 43). Pero, al objeto de ganar en efectividad, necesita completarse con la exigencia de dominación, entendida como "la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas" (Weber, ibi,). Tomando como referencia el plano social, en el orden político, de un lado, viene caracterizado por el sentido de dominación y, de otro, la praxis ha impuesto un modelo de poder minoritario, cerrándose a la evidencia de que este poder es un hecho colectivo que surge del conjunto social y no de un grupo afectado por una comunidad de intereses. Para justificar que la minoría domine a la mayoría como consecuencia del ejercicio del poder -porque en definitiva a eso a lo que se constriñe la idea de poder-, la teoría elitista clásica – Pareto, Mosca y Michels- sostiene que las masas son incapaces de ejercer ese poder que emana de ellas mismas de forma colectiva, dada su incapacidad natural, frente a las virtudes esgrimidas por las elites; tesis que se mantiene vigente en la actualidad, con ligeros retoques, aunque ahora influida por el auge de la institución. Los argumentos en los que se sostiene la supuesta incapacidad, básicamente coinciden en que la minoría dirigente está dotada de virtudes que no concurren en el individuo común, dispone de elevado nivel de conocimientos y sus miembros están perfectamente sincronizados en la acción como grupo; por contra, las masas están afectadas por la ignorancia, se conducen por el sentimiento, son manipulables e incapaces de organizarse. Así pues, la tesis dominante por tradición es que "la idea de una sociedad de masas sugiere una élite del poder" (Wright Mills, 1987; 300).
Definido el ejercicio del poder político en términos de acción de una minoría dominante, el grupo asume el control total, encargándose de interpretar las facultades asignadas al poder como ente desde la mente colectiva. Con lo que el ejercicio ha ido más allá del poder mismo o cuanto menos ha ampliado sus dimensiones originarias de instrumento de orden social racional. Podría decirse que esa minoría ha pasado a ser el poder, sin embargo carece de poder, ya que en los términos en que se define se reconduce a una práctica sustentada en el efecto atracción de la voluntad ajena manipulada, que implica un grado de reconocimiento unilateral de una facultad distintiva entre las partes, dado que una está dispuesta a regir la voluntad de la otra en un determinado punto o en varios. De manera que se construye como una relación [1]cuya amplitud y efectividad toma una determinada posición de forma permanente en una escala cuantitativamente definida. En este orden, el poder político es el punto superior de esa relación, por cuanto este no encuentra un grado superior en el nivel de dominación. Teóricamente se configura como un ente concebido por el pensamiento colectivo, pero sin trascender a la realidad de su ejercicio, se trata de una simple idea que expresa dominación a la espera de encontrar dominador. Por tanto, el poder existe en cuanto que las masas reconocen su existencia y luego alguien se ocupa de hacerlo presente de forma permanente. Pasa a ser una especie de concierto entre ejerciente y sujeto pasivo. Con lo que viene determinado por la sumisión a la voluntad ajena, sustentada en la creencia de que esta última responde a una condición especial fuera del alcance del sometido. Si el perceptor no cree en esa fuerza, el detentador carece de poder, porque sólo existe en tanto se imagina que su existencia. Para reforzar la creencia debe seguirse de manifestaciones externas de fuerza material. Tales manifestaciones tienen que venir acompañadas de la capacidad de síntesis de las fuerzas ajenas, de la que se sirve la suya propia. De ahí la triple percepción del poder. Por una parte, la capacidad para generar creencia sobre su existencia en un colectivo; por otra, que el ejerciente es la manifestación del poder, y, por otra, la atracción que este último proyecta sobre ese mismo colectivo para que secunde su voluntad de manera permanente.
El mito del personaje representativo del poder responde a un proceso que encubre una realidad de fondo, vigente desde los primeros tiempos de la sociedad, se trata de la voluntad de poder individual; es decir, la tendencia hacia la dominación del individuo directamente o a través de un grupo minoritario sobre el colectivo. Para ganar en efectividad, el proceso se reviste de un sentido prodigioso, a menudo basado en supuestas cualidades excepcionales de sus exponentes, erigiéndose, ya sea por su fuerza, virtud, astucia o sabiduría, valoradas por encima del patrón común, en la expresión de la añoranza de perfección que anima a la individualidad que marcha disuelta en la masa. Desde aquí promueve un principio de adhesión que refuerza la idea en que basa su fuerza natural, pasando a tomarse como válida la consideración de que existen hombres superiores tan pronto se extiende la idea en el pensamiento general. A partir de aquí se entra en la secuencia explicativa de la narración, en cuanto al hecho de la dominación del individuo o de la minoría sobre la mayoría, adornándose de atributos en forma de símbolos –para hacer del hecho derecho-, que permitan estabilizarle y codificarle para mantenerle operativo, sin demostración permanente de su supuesto fundamental: la fuerza. Ya que sin ella, en sus distintas manifestaciones, pierde ese valor que ampara al hecho del ejercicio del poder a la sombra de la idea superior de orden, implícita en toda sociedad. Por lo que se podría hablar de mitología del poder, como conjunto de mitos cohesionados por la idea de orden desde una previsión particularizada.
Hay una parte de leyenda o narración imaginaria que se remite al contrato fundacional de la sociedad, justificando su existencia en la necesidad de colaboración entre los seres humanos, de manera que la tarea común obtenga mayor grado de eficacia que cualquier actividad individual. La lógica del principio es aplastante, pero a la vez sirve de punto de arranque de la creencia, que es un aspecto enfermizo de la racionalidad. Ahí está la pregunta, ¿quién dirige la acción común?. El estado de sociedad preconiza sumisión en interés de la seguridad propia y derivadamente de la ajena. La cuestión es determinar, ¿sumisión a quién?, o ¿quién será el espécimen que conduzca la manada?. La desigualdad no es más que la contrastación política de una realidad que se mueve en la existencia. Pero si bien esta resulta ser una evidencia física incontestable, la otra tiene que inventarse, porque la fuerza de uno nunca puede superar a la de todos en unidad de acción. A tal fin hay que sembrar la disensión, primero, para destruir el aspecto natural y, luego, para que desde el poder pueda recomponerse. Y en este proceso interviene el más avezado sirviendo de punto de atracción de las individualidades dispersas, integrándolas en un grupo al efecto creado por el que asume la dirección operativa.
La acción común como exigencia del comienzo social se ve contaminada por la tendencia a la dispersión. ¿Por qué y cómo surge?. Además de cierta propensión al desorden -la anarquía de las masas-, precisamente respondiendo a la voluntad individual de imponerse sobre los demás, los astutos, conducidos por su voluntad de poder, en el primer momento del proyecto siembran la disensión en la comunidad desde su tendencia a imponer su propia voluntad como guía de todos. Frente a ella surgen oposiciones producto de la racionalidad común o derivadas de la lucha entre voluntades de poder. Con lo que la agrupación en interés general apunta hacia la necesidad de control. Y así emerge el orden desde una visión sesgada, como una necesidad creada por el individuo que ha promovido el desorden con vistas a satisfacer su voluntad de poder. Hace suyo el orden, con lo que deja de ser tarea colectiva, ya que la función reside en la sociedad misma como soporte natural de existencia en términos de totalidad, para particularizarla. Se ha construido el mito del orden irracional, desvirtuando el orden racional.
Otro mito a señalar es el personaje humano, quien aprovechándose de la desigualdad natural crea una desigualdad artificial en la comunidad, promoviendo la diferencia entre individuos. Se trata de confeccionar un segundo mito a la medida para sostener el primero. El hombre superior es el único capacitado para establecer el orden que viene tras el desorden provocado. Su superioridad reside en esa capacidad de atracción que ejerce sobre los demás, dispuestos para poner su fuerza material a su disposición en unidad de conjunto. Junto al anterior, las creencias religiosas, debidamente utilizadas, han sido argumento explotado por esos mismos avispados personajes para consolidar un orden eficiente sin la presencia permanente de la fuerza; de manera que a tal fin pasan a ser intérpretes de una voluntad superior a la sociedad misma, frente a la que no cabe oposición. Las creencias dirigidas se confirman complemento de la fuerza material colectiva para domesticar a la masa. Inocuas aquellas por principio, pero agresivas cuando son manejadas para domar voluntades. Así, mitos y creencias están por todas partes, arropados en la oscuridad de la leyenda, que viene a narrar lo imaginario adaptándolo a los tiempos, dispuestos para ser utilizados por los personajes que escriben la historia.
Durante siglos vienen surgiendo individuos que por unas u otras causas, casi siempre coincidentes con una condición reconocida de fuerza socialmente relevante, que se encargan de realizar la función del orden particularizado. Hasta el extremo de que consiguen que se confunda su modelo de orden personal con el orden natural. La tendencia humana al desarrollo de la imaginación consolida su fuerza directora en forma de poder, porque permite asentar con eficacia la norma en su proyección política, es decir, forzando la sumisión de todos. Así pues, la creencia sostiene el mito de la norma desde el poder del hombre superior, alejándola de la norma del consenso social. El problema que acusan las creencias, pese a ser enérgicas para los afectados, es cierta debilidad intelectual en el plano colectivo. De ahí la necesidad de acogerse a conceptos consistentes que resistan la prueba de la racionalidad, porque inevitablemente la humanidad se mueve amparada en eso que puede entenderse como idea de progreso (Nisbet, 1981; 438). Inevitablemente se está preparando la norma neutra, es decir, liberada del peso metafísico, para descender a la racionalidad real, aunque continúa adecuándose a los intereses de los hombres superiores.
Construida la norma jurídica que busca su asiento en lo racional, se produce el retorno a la idea de contrato. Ahora, la segunda parte de la idea, moviéndose ya en el ámbito de lo fenomenológico, consiste en consolidar el terreno conquistado. Se trata de hacer creíble aquel mito de la superioridad aproximándolo a lo asumible por la mente común. Si bien el pacto social tiene un sentido prejurídico, una vez arraiga la sociedad, la exigencia de gobierno asume plenamente la necesidad de dotarla de un orden jurídico. Este solamente puede garantizarlo el monarca, como superior entre los superiores, tradicionalmente situado a mitad de camino entre los dioses y los hombres -el señor absoluto-. De ahí que Hobbes hable de un contrato suscrito para vivir en sociedad por necesidad, con la consecuencia de ser gobernados por un absolutista (Hobbes, 1983; 267). Puede decirse que, con el contrato, la parte mitológica del poder elitista ha concluido.
Retornando a los primeros tiempos de la organización social, parece ser determinante como factor de cohesión la fuerza física del macho dominante [2]pero, con posterioridad, se inclina por la fuerza intelectual del individuo selecto, quien con su sabiduría y experiencia concentra y canaliza en su totalidad la fuerza colectiva dispersa. A tal fin ha servido de catalizador su propia fuerza material, asociada con dosis de astucia, con lo que ha sido posible la transformación de la fuerza material colectiva en poder. La clave de su construcción reside en la unidad de dirección, pero tiene que completarse con la creencia, ya que sus efectos sólo son apreciables si los sujetos pasivos muestran convicción en cuanto a ser objeto de dominación. Surgido el poder sobre la base de la fuerza, reforzado por la creencia social y animado por la mente de los dominadores, en cuanto idea, hay que representarla para que transcienda a la realidad aparente, reforzada con la simbología, como paso previo para construirse como institución. El objeto de la misma es, de un lado, la trascendencia y, de otro, posicionarse fuera del alcance de los hombres para no verse afectada de la contaminación de lo común; de ahí que haya que situarla en una esfera superior a todos ellos -el mundo de los símbolos-. Pero si bien queda resuelto el problema de la provisionalidad, porque en principio la institución se atiene a un diseño atemporal, resulta ser inviable en sí misma, ya que para trascender de la pura idea necesita no tanto del símbolo como de la representación. Nadie puede tomar en sus manos el poder porque es una idea colectiva, sólo cabe practicarlo, es decir, materializarlo en hombres o instituciones operativas, lo que supone ejercerlo, actuar desde él como si se fuera poder mismo, porque, en definitiva el poder no se tiene, solamente se posee (Foucault, 2001; 31). La institución permite hacerlo perceptible de forma permanente y, ganando en efectividad, se simboliza para que no se olvide. Pero para trascender al plano real hay que personalizarla, porque la institución es un artificio de superioridad y permanencia de una idea ordenadora que se identifica con algo concreto que goza de un principio de poder, esto es de remisión a lo que se reconoce que puede imponerse por la fuerza a un colectivo. Con lo que para ser operativa precisa de individuos que asuman ese poder inherente que la fuerza colectiva ha depositado en la institución como idea proyectada hacia afuera. Consiguientemente, la idea y la institución necesitan tomar forma material desde la personalización, con lo que el individuo pasa a ser imprescindible en la idea de poder.
Tradicionalmente el individuo, lejos de asumir el ejercicio del poder anexo a la institución de forma aséptica, ha impuesto lo personal sobre lo estrictamente institucional. Es a partir de la época moderna cuando puede decirse que la institución presta el poder al individuo, que se limita a ejercerlo, aunque siempre buscando resquicios para dejar constancia de su impronta personal. Mientras la idea fundamental reside en aquella, este sólo se limita a cumplir con el papel de transmisor de la letra de la institución, acudiendo a otro modelo de simbología, para de esta forma llegar a todos, ya sean letrados o iletrados, a fin de que la reconozcan como poder, pero tendiendo a que esto suceda desde su propia persona. Con el reconocimiento de la institución y el aparato simbólico que la acompaña para hacerse perceptible, la fuerza primitiva se ha constituido como poder pleno. El poder político ha completado su andadura, está ahí, ante toda la sociedad para que los más dispuestos lo ejerzan, es decir, gocen de los privilegios que le son inherentes, como reminiscencia del personalismo que siempre le ha acompañado, tolerado por las masas. Si bien en el último acto la fuerza ha sido depurada desde la idea, sigue latiendo la violencia, porque sin ella no cabe efectividad en el poder. Necesita estar presente, ya sea de forma activa como represión o, en forma suave, disfrazada como amenaza.
Disponer la plena vigencia de la violencia, como reminiscencia de la fuerza colectiva, es el último acto del poder. y en su monopolio institucional residen los privilegios que luego aprovecharán los que la personalizan. La lucha por el privilegio domina en las individualidades que se mueven en la masa social, pero se diluye por efecto de la igualdad. Sólo una minoría acaba por superar el efecto atracción y es capaz de situarse fuera de las masas. Inevitablemente el instrumento de la distinción es el poder político. Con lo que desde ese punto se establece el hecho diferencial y con él la confrontación elites vs. masas. En cuanto algún individuo ejerce el poder pierde su condición de individuo de la masa, deja de pertenecer a ella, se coloca sobre los demás y asume el papel de minoría dirigente, integrándose en un grupo. Si sobre este no hay nadie capaz de detentar un poder superior, estaríamos hablando de la elite del poder [3]
El ascenso al control de las claves del poder dirigiendo las instituciones, ha pasado a ser el último momento de lo que irónicamente puede llamarse civilización de los ejercientes del poder -ya que estos solamente se adaptan a los tiempos y nunca se civilizan, porque no puede desprenderse del soporte de violencia sobre el que se sostienen-. Así pues, lo que caracteriza al poder es la lucha entre grupos por detentar el control de las instituciones, puesto que es a partir de aquí desde donde se les reconoce. Se trata de un proceso combativo entre los distintos aspirantes sociales, movido por la voluntad de poder individual, determinado selectivamente entre los grupos que rivalizan a menudo colocados tras la figura del líder del grupo. Al igual que en sus comienzos, el ejercicio del poder se ha reservado al grupo minoritario que asume la función rectora en una sociedad -la elite-. Pero se ha dado un paso más para justificar el alejamiento de las masas del proceso de control, añadiendo obstáculos para que la llegada a la condición de ejerciente sea dificultosa; arguyendo, por ejemplo, que "la razón más abrumadora contra la soberanía de las masas, sin embargo, proviene de la incapacidad y mecánica de su realización" (Michels, 1979 I, 71). En la práctica, de un lado, se reconoce su legitimidad como soporte del poder, pero se desconoce su capacidad de ejercerlo, utilizando a tal fin la democracia representativa para suplirla. De otro, se trata de disgregarlas en grupos, imponiendo la gobernabilidad desde minorías de partido. Con lo que el poder ha quedado definitivamente alejado de las masas, guiado por un proceso generalizado de apariencia [4]En definitiva, la consolidación del elitismo va acompañada de la creación de una suerte de laberinto, para que sólo unos pocos dominen las claves que controlan tanto los poderes menores como el gran poder. Haciendo de él una reserva exclusiva de selectos. Tal vez sirva de referencia el punto de partida de la mitología contractualista del poder, concretamente la afirmación de que "la convivencia de los hombres conforme a la razón, sin un superior común sobre la tierra con autoridad para juzgar entre ellos, es propiamente el estado de naturaleza" (Locke, 1959; 40). Desde esta visión, las masas no hacen sino contaminar la elevada misión del poder en sus distintas manifestaciones, de ahí la exigencia de mantenerlo alejado de ellas.
Aunque se mantiene viva la idea básica elitista de que "la organización implica la tendencia a la oligarquía" (Michels, 1979 I ; 77), hoy el laberinto del poder se despeja. Primero, por la propensión a la devaluación de las elites naturales y, de otro lado, por la revalorización de las masas. Pese a los esfuerzos de las elites, la vulgaridad lo arrasa todo (Ortega, 1955; 55) y el poder de los selectos se ve amenazado por el protagonismo de las masas. Sin duda sería un precio que deberían de pagar las elites en interés del mantenimiento de una sociedad capitalista, que se va transformando desde la redefinición del consumo tradicional como soporte (Douglas e Isherwood, 1990;71-77), avanzando, partiendo del simple consumismo diseñado en provecho de las empresas, al consumo reflexivo (Archer, 2007; 324). Pero sobre todo, porque el proceso de renovación de las elites políticas se ha devaluado considerablemente, al punto de que si la normal circulación de las elites permitía el equilibrio ordenado y cuando cesaba tenía consecuencias (Pareto, 1980; 63), ahora resulta que las elites procedentes de las masas no dudan en mirar hacia las masas, porque son elites provisionales. Se despeja el camino de salida del laberinto, ya que inevitablemente todo está afectado por la marcha del progreso. El monopolio del poder elitista, basado en la calidad de los mejores, tropieza con el mercado de masas que impone sus normas a través del consumo -que no es lo mejor, sino lo que vende- y la democracia representativa abre el camino a unas elites vulgares, resultado de los procesos electivos en los que las masas dan cuenta de su sentido de la vulgaridad.
Todo ejerciente del poder aspira a rodearse de un aura de legitimidad, arropándose con un principio normativo, base de cualquier sistema cuya finalidad sea el establecimiento de un modelo de orden tolerable. De lo que se trata es de acercar el ejercicio del poder a la racionalidad acudiendo a la norma. El orden es una exigencia de la sociedad para hacer viable su existencia que ha sido encomendada al poder. Pero no cualquier sistema de orden es válido. El primer paso de la legitimidad es la pretensión de imponerla como un proceso racional ante la sociedad para obtener provecho de esta característica colectivamente asumida. Acatarlo como tal supone su reconocimiento en el plano teorético, lo que faculta a quien haya asumido la función ordenadora para ser conocido y reconocido como ejerciente del poder. La admisión de un modelo de normatividad supone acatarlo con todas sus consecuencias; no tanto por el dirigente como por el dirigido.
Hay un problema en esta construcción porque se ha particularizado el modelo de orden. Lejos de ser una tarea común, se deja en manos de una minoría, llamada minoría de poder, que se arroga la facultad de ejercerlo en base a un reconocimiento, a menudo impuesto por la fuerza y que se ha mantenido ejerciendo la violencia sistemática o desde la práctica de la manipulación, dirigida por el grupo dominante ayudado por la propaganda. De tal manera que se le tolere el uso de la fuerza colectiva, desde la idea del poder de fondo, con el compromiso de realizar un orden a la medida de sus intereses, y no de los intereses generales. La propuesta encierra en sí misma un componente elitista. Desde el principio, la pretensión de las elites es justificar lo que racionalmente no puede justificarse, la alienación del poder que corresponde a todos y mayoritariamente a las masas en razón al número, adecuándolo a la perspectiva que resulte beneficiosa para la minoría dirigente. Así resulta que la legitimidad es una creación de las minorías, en un intento de justificar en términos racionales ante los gobernados sus méritos para gobernarles, o sea para ejercer el poder. Sin embargo tradicionalmente sería difícil hablar de racionalidad, cuando durante siglos, hasta la llegada de la democracia representativa, tal y como observó a mediados del siglo XVIII Hume, "casi todos los gobiernos que hoy existen, o de los que queda recuerdo en la historia, fueron originariamente fundados sobre la usurpación o la conquista, cuando no sobre ambas, sin ninguna pretensión de libre consentimiento o sujeción por parte del pueblo"(Hume,1987; 100-101).
En un ejercicio de reflexión, el proceso de creación del poder mismo, como vía para canalizar la fuerza social a través de la minoría astuta agrupada en forma de elite, en contraposición al resto de los individuos de la sociedad, es decir, de las masas, requiere dotarlo de consistencia. Si bien el poder se construye partiendo de una idea para suavizar la fuerza bárbara que, arraigada como creencia general, acaba por institucionalizarse al amparo de la presión ejercida por la minoría dirigente dotándola de formalidad simbólica, el proceso de personalización requiere acudir a un instrumento que permita conformidad con el sentido de racionalidad que anida en toda comunidad. La construcción intelectual de la teoría contractualista, al amparo de la necesidad de los ejercientes del poder de adecuarse a la racionalidad común, dada la debilidad de la metafísica en la que se venían sosteniendo los argumentos de legitimación precedentes -caso del derecho divino de los reyes-, pasa necesariamente por acudir a la normatividad coherente propia del Derecho. Atendiendo tanto a su consistencia lógica como a su eficacia, en cuanto instrumento decisivo para garantizar un orden político duradero a través del sentido coactivo de las mayoría de sus normas [5]La justificación del poder, tratando de eludir la evidencia del ejercicio de la fuerza como hecho consumado, viene con la teoría del contrato social. Que si bien Rousseau la diseña desde la voluntad general como poder natural, Hobbes y Locke acuden a a la voluntad particular de la minoría dominante.
Como el ejercicio del poder necesita ser justificado por cualquier medio para tener credibilidad ante los súbditos, evidentemente un sistema de terror no es perpetuamente sostenible. La civilización, pese a los obstáculos, avanza inexorablemente, o al menos así se percibe. Por lo que la necesidad de acudir al sentido común, frente al particularismo, acaba siendo inevitable. No obstante, no hay renuncia total al pasado, ya que se trata de conciliarlo con la realidad de cada momento. Y así, el soporte de la racionalidad no prescinde de la tradición, haciéndose coincidir en la legitimidad -a mitad de camino entre el mito y la ciencia-, porque se acude a ella como elemento de justificación del hecho del poder disolviendo la leyenda en lo jurídico, con la pretensión de transformarla en derecho, a fin de gozar de una eficacia consistente ante todos [6]Previamente hay que diseñar la legalidad a medida. Si por ella se entiende cualquier sistema de normas, la idea de legalidad se resiente. Es preciso que concuerde con el sentido común y es a ello a lo que aspira la ley. Tal como dejó constancia Montesquieu," las leyes en su más amplia significación son las relaciones necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas" (Montesquieu, 1984, I; 33). Los principios en que se ha basado la legitimidad burguesa -básicamente reconducidos al ideal electivo democrático armonizado con el aristocrático hereditario- no aportan grandes novedades, ya no son sino instrumentos que buscan dotar de un sentido de razón de los que se sirve el poderoso para establecer sistemas eficaces de gobierno, pero que no son necesariamente coincidentes con la racionalidad común. A menudo la racionalidad es un elemento accidental que puede estar o no presente, mientras la fuerza siempre está ahí; tal era el caso de los absolutistas, en los que "la incapacidad pasaba a ser genialidad y la ignorancia sabiduría", por la voluntad de quien detentaba el poder (Ferrero, 1992; 32 – 33). En cualquier caso la pretensión de legitimidad sobre bases racionales tiene que entenderse como una muestra de la humanización obligada del poder de la época -puesto que responde a intereses mercantiles-. La tesis de las creencias, defendiendo que la personalización del poder viene directamente de la divinidad como concesión graciosa a determinados privilegiados, a medida que el proceso de civilización avanza ya no es sostenible. Máxime cuando Maquiavelo llamó tiempo atrás al sentido real de la política. De manera que si se aspira a una legitimidad consistente, los nuevos detentadores del poder deben bajar sus argumentaciones del cielo a la tierra. Con lo que se da un primer paso que permite apreciar cierto acercamiento de las elites a las masas buscando el reconocimiento de su condición.
La figura espuria del contrato hobbesiano dirigido por el gobernante de hecho, legitimado en la tradición que viene a respaldar la conquista por la fuerza, no sería más que un abuso contractual, en el supuesto más favorable, ya que realmente sería un contrato radicalmente nulo. Semejante abuso podía verse reflejado en el moderno contrato de adhesión, en el que se releva el principio de igualdad de partes por la desigualdad bajo la apariencia de igualdad; de tal manera que una de ellas ocupa la posición dominante y otra, atendiendo a sus necesidades, acepta las condiciones impuestas por sus circunstancias, sin que pueda darse contrapartida: bastando con que se interprete su situación de adherida en términos de autonomía de la voluntad. Por otro lado, es de apreciar en Locke cierta continuidad, abierta a las nuevas circunstancias de su momento histórico, que vienen a suavizarse en el "Segundo Tratado", pero manteniendo vigente la cuestión de fondo. En oposición, el contrato rousseauniano, aunque también sin superar una parte de su carga mitológica -puesto que es esto lo que en definitiva encierra el contrato-, centra la cuestión en la racionalidad común, dejando sin cabida la tesis de una parte minoritaria dominante, porque el acuerdo tiene lugar en términos de igualdad, respondiendo a razones de conveniencia mutua, desde la mayoría, partiendo de la simple sujeción a la voluntad general. "La soberanía es indivisible por la misma razón de ser inalienable, pues la voluntad es general o no lo es; en el primer caso, la declaración de esa voluntad constituye un acto de soberanía y es la ley; en el segundo no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura; un decreto todo lo más" (Rousseau, 1984; 55).
Si del lado del gobernante la legitimidad ha sido entendida como la capacidad del que ejerce el poder para exigir obediencia sin que precise recurrir a la violencia para expresar la fuerza que le respalda en sus actuaciones, esta quedaría corta en su finalidad de perdurar en el tiempo. El principio de justificación o adecuación a la legalidad -la legalidad del que dispone del poder- es intrínseco al poder. Se justifica a sí mismo por el hecho de detentarlo, y la obligación de obediencia no necesita ser justificada, porque siempre es legal en el marco estrecho del Derecho del poder. En este caso la idea de sanción actúa como soporte de la legalidad del poder, por lo que el "reconocimiento fáctico de un sistema de normas de este tipo no se basa en la creencia de legitimidad que los gobernados alientan, sino en el temor a las sanciones, que constituyen una amenaza indirecta. Sólo cabe la resignación ante ellas, sí como el mero dejar hacer, teniendo en cuenta la impotencia percibida en uno mismo y la carencia de alternativas" (Habermas, 1998; 117-118). Por tanto, toda legalidad consistente debe dar un paso más y someterse a reconocimiento, de tal manera que queden aceptadas ambas posiciones -gobernante y gobernado- a través del consenso mutuo, lo que implica participación en las posiciones del proceso del poder. El viejo tema de la lucha por el reconocimiento [7]históricamente se inicia otorgando derechos a los individuos por aquellos que ejercen el poder. A través de los cuales se trata de superar la condición de siervo para acceder a la de ciudadano. Tales derechos pasan a ser una forma de reconocimiento entre los miembros de la sociedad, puesto que "vivir sin derechos individuales significa, para el miembro de la sociedad, no tener ninguna aptitud para la formación de su autoestima "(Honneth, 1997; 147). El proceso concluye con la democracia, en la que el ciudadano vota a sus representantes y en cierta forma tiene lugar una legitimación inicialmente coherente. Pese a todo, la legitimidad originaria queda en el aire, ya que afecta al sistema de ejercicio del poder, que viene impuesto previamente. Pese a que, como dice Held, "la democracia parece dotar de una "aura de legitimidad" a la vida política moderna: normas, leyes, políticas y decisiones parecen estar justificadas y ser apropiadas si son democráticas"( Held, 1991; 15). La legitimidad del sistema responde al mandato legal, pero no hay reconocimiento por parte de las individualidades. El ahora ciudadano sigue siendo reconocido como gobernado o dominado, pero no como integrante de la esfera del poder, porque el poder real, y no el inventado por las elites, viene de las masas, que solamente son parcialmente reconocidas en su calidad de votantes, mientras que el poder reside en los representantes surgidos del voto. Hay una cuestión básica que no se puede eludir, la legitimidad, aunque provenga de un ejercicio democrático, es cuestionable, puesto que el poder corresponde en su ejercicio a las masas, y ellas no necesitan legitimarse para ejercerlo.
Justificado el derecho a ejercer el poder en virtud de la conformidad con la ley que elabora la minoría dominante, establecida partiendo de una legitimidad forzada, la legalidad que afecta a las partes, se entiende que exige fidelidad a perpetuidad, del lado de los súbditos del legitimado, y falta de compromiso, del otro lado. Sin embargo, la apreciación no es objetiva, ya que no basta la legitimidad impuesta desde arriba -pues en ella no hay reconocimiento, sino acatamiento de las masas ante una situación impuesta por la fuerza- para reforzar las respectivas posiciones de gobernante y gobernado. En ella no se ha superado la condición de situación de hecho supuestamente amparada por una legalidad forzada. Históricamente, tras el absolutismo puede hablarse de principio de reconocimiento con la llegada de los derechos civiles y la democracia, conforme a la tesis de que el hombre debe luchar por su reconocimiento, porque en caso contrario deja de ser hombre (Kojève. 2007; 240). Se trata de un reconocimiento parcial, es decir, como persona a través de los derechos humanos, pero no como ciudadano pleno, ya que su función política está representada por otros. Las masas se ven afectadas desde el conjunto de sus individuos quedando relegadas del ejercicio del poder por incompetentes, ya que precisan de alguien que hable por ellas. Pero si el poder ejercido por minorías puede servir provisionalmente, no es perpetuamente tolerable. La democracia representativa pudiera entenderse como un primer momento, la vía de acceso a la democracia directa, no obstante adolece de un defecto no superado. No se trata de que asistamos al gobierno del pueblo, sino de un método de elección del grupo [8]-partido- que se decanta como favorito en las preferencias de los votantes, a tenor de la ideología que despliega, para alcanzar los objetivos a los que aspira la mayoría de los ciudadanos. "La autoridad reside formalmente en el pueblo, pero el poder de iniciación se encuentra de hecho en pequeños círculos. Por este motivo, la estrategia propia de la manipulación consiste en hacer creer que el pueblo, o siquiera un gran grupo de éste, tomó en realidad la decisión "( Wright Mills, 1987; 274). Cabría hablar de tolerancia, respondiendo a la necesidad de orden, aunque se trate de un orden particular asumido por los detentadores del poder para justificar su posición, mientras que hay que hablar de reconocimiento de la situación de hecho porque ha sido impuesta. Pero el orden social no puede ser entendido en sentido estático, sino en una dinámica de progreso. Este principio pugna con el conservadurismo que caracteriza a cualquier sistema establecido conducido por sus respectivas elites. El segundo contrato de gobierno argumentado por Locke, en tanto se mantenga cierto orden con su correspondiente soporte legal, se pretende hacer pasar por válido aunque prescinda del progreso -no se aprecia cuando se mantiene como fórmula política el elitismo de cualquier naturaleza-, en este sentido la revolución burguesa sólo aporta novedades de forma. Atendiendo a sus intereses, el capitalismo como usuario del poder ha sido consciente de la necesidad de progreso, pero jugando con la ambigüedad lo ha desviado al terreno económico tratando de postergar el progreso político. Ha mantenido estático el ejercicio del poder político, dotándole de adornos democráticos o descargando en la sociedad civil componentes suaves de la acción política para dar a la cuestión aspecto de dinamismo político. En definitiva, con el movimiento burgués, si bien las masas ganan protagonismo, pierden una buena ocasión para autogobernarse.
Como deja claro Habermas, la legitimidad del ejerciente del poder y la tolerancia no son sino consecuencia del temor y la falta de alternativas ciudadanas. El monopolio de la violencia, de la que goza cualquier sistema establecido, excluye toda capacidad de respuesta efectiva de las masas frente a las disposiciones de las elites del poder. Pese a los sucesivos adornos de que se ha venido dotando con el paso del tiempo al poder, la fuerza sigue estando presente como soporte y la violencia como expresión de su realidad permanente. Por lo que cualquier intento de acercarse desde los planteamientos del gobernante a la racionalidad común resulta ser apariencia o simple fantasía. El sistema de orden como represión de individuos y masas, en virtud del uso de la violencia legítima, afecta a los gobernados pero no a la gobernantes. Se ha mostrado tanto interés en publicitar lo efectos nocivos de la violencia general como muestra de retorno a la barbarie [9]que se ha pasado por alto la violencia institucional amparada por las leyes y la política. La tesis de la suavización de la violencia desde el control de los instintos, como fase del proceso de civilización que propone Elias, no responde exclusivamente a la función ordenadora del ejercicio del poder político, aunque juegue su papel en ella, sino que en lo fundamental ha contribuido decisivamente el entramado económico. Por una parte, ha realizado la idea de bienestar desde la perspectiva de la mejora de las condiciones materiales de vida; por otra, ha rendido culto a la propiedad haciéndolo extensivo a las masas. Aunque no puede pasarse por alto el componente lucrativo frente a cualquier propuesta altruista.
Cuando en el ejercicio de la acción de gobierno se acude a la fuerza es porque se ha fracasado como poder, ya que "poder y violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro" (Arenth, 2006; 77). Sin embargo el poder no puede prescindir cuanto menos del soporte simbólico de la violencia. En todo caso, el problema no reside en la violencia de las masas, que casi siempre puede controlarse utilizando los recursos que permite el monopolio de la violencia en una estructura de carácter jurídico a través de los aparatos de represión del Estado, sino en las minorías que la utilizan para tomar el relevo en el ejercicio del poder. La violencia se reconduce a promover cambios de elites, con el fin de imponer intereses minoritarios y, una vez consolidados, perpetuarse invocando su particular propuesta de legitimidad. Todo va dirigido desde una ideología, con soporte más o menos violento, orientada a controlar la violencia oficial, mediante la que aspira a desarrollar su modelo de orden impuesto. En un plano general, ladeando la cuestión de la lucha por el ejercicio del poder atraída por la voluntad de poder particular, la cuestión de la legitimidad arranca como condición previa de un modelo de orden que haga aceptable en cualquier caso el uso de la violencia legítima particularizada, a la que las masas deben someterse. Así pues, el orden se construye desde la violencia legítima. Pero, ¿es posible avanzar en el proceso de civilización desde la violencia oficial?. Aunque resulte paradójico, por cuanto remite a la barbarie, la violencia institucionalizada es el presupuesto de la civilización, porque sirve de muro de contención de la violencia colectiva animada por los aspirantes a elites. Monopolizar la violencia conlleva ordenarla desde unos presupuestos legales, haciendo del modelo de la violencia oficial solución frente a la anarquía. Sin embargo el modelo elitista no pasa de ser sino una fórmula provisional en tanto la verdadera civilización alcanza a las masas. Extraer el ejercicio de la violencia del dominio de las masas para reservarla a unos pocos, no obstante reconociendo su validez, es tanto como pretender acabar con la arbitrariedad y la visión individualista de la justicia para entregarla al grupo, que desde la patente de legitimidad queda al margen de toda responsabilidad, dados los principios del sistema ordenador. En lo esencial, el monopolio de la violencia proyecta reprimir no el desorden común, sino la contestación al orden particular. Si la legitimidad permite extraer de lo común el sentido que ha de darse a la violencia, nos encontramos con una justicia particularizada, en línea con la arbitrariedad, por cuanto resulta conducida por el interés. Como ha perdido la condición de violencia justa, ya que legalidad no presupone justicia, pasa a ser represión de cuanto contraríe a la ideología de la minoría que ha accedido al poder. Pese a todo, desde una legitimidad espuria que ampara una violencia particularizada, lo que se mira es hacia la finalidad, es decir, permite construir un orden eficaz. El problema reside en que se realiza a costa de la libertad individual y la colectiva.
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