El Concepto de Justicia en la novela: Los Miserables, de Victor Hugo
Enviado por Humberto R. Méndez B.
- Como si fuera una introducción
- El concepto de justicia en la novela: Los Miserables, de Víctor Hugo
- Conclusión
Como si fuera una introducción
Cuando leí por primera vez la novela: Los Miserables, quedé impresionado con la figura del inspector Javert, cuya figura parece haber sido forjada con el mismo acero con que se hacen las espadas toledanas. Frío, inflexible, sin doblez, puro y rectilíneo. Javert es el modelo a seguir por todo aquel que procure servir a la justicia; por esa razón, su conducta estuvo en mi mente, por lo cual me decía: un día voy a escribir sobre la justicia en esta novela, para darle a Javert el lugar que le corresponde. ¡A llegado la hora de Javert! Es justo que le demos a este servidor público el lugar que le corresponde.
Cuando escribí mis Apuntes para la vida de Sócrates, lo inicié con estas palabras: "Los antiguos griegos llamaban Díkê, a la diosa de la justicia, y es a ella a la que los latinos llamaban Ivstitia. Según Hesíodo, era hija de Zeus y de Temis, y tenía como función, vigilar los actos de los hombres; y eran grandes sus lamentos, cuando un juez cometía una injusticia al momento de tomar una decisión. Se le representaba con una balanza en la mano; fue luego que se le vendó los ojos, y se le colocó una balanza en la mano izquierda, y una espada en la derecha."
Por eso, cuando el amable lector se encuentre en un periódico, revista o libro la palabra justicia, piense en Javert, y le hará un tributo al personaje que antepuso a sus propios intereses, a su propia vida, el servicio a la Ley. El sol tiene sus sombras, los planetas se alinean en formas distintas según el curso de los mismos; el viento cambia de dirección; y hasta las ondas del mar tienen sus flujos y reflujos, pero este personaje, Javert, solo tiene un pensar: hacer cumplir la Ley.
En el libro del Éxodo, segundo libro de la Biblia, encontramos que el Eterno le da estos mandatos a su pueblo por intermediación de Moisés, en el capítulo 23: 1-3 y 8:
"No admitirás falso rumor. No te concertarás con el impío para ser testigo falso. No seguirás a los muchos para hacer mal, ni responderás en litigio inclinándote a los más para hacer agravios; ni al pobre distinguirás en su causa No recibirás presente; porque el presente ciega a los que ven, y pervierte las palabras de los justos."
Como el Deuteronomio es la repetición de la Ley, es por eso que encontramos el mismo concepto, repetido otra vez en Deuteronomio 16: 18-20:
"Jueces y oficiales pondrás en todas tus ciudades que Jehová tu Dios te dará en tus tribus, los cuales juzgarán al pueblo con justo juicio. No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos. La justicia, la justicia seguirás, para que vivas y heredes la tierra que Jehová tu Dios te da."
En el canto XX1V de la Ilíada, canto en el cual se narra la patética petición de Príamo ante Aquiles, y en el cual el anciano troyano suplica al héroe griego que le devuelva el cadáver de su hijo Héctor. Ya para cuando tiene lugar el encuentro, los dioses en el Olimpo han hecho los arreglos, para que el encuentro tenga un final feliz. Hermes, es el dios elegido para que conduzca al padre suplicante y a su lacayo, ante la presencia del hombre de agiles pies y de rubia cabellera.
Como a los dioses no le he permitido mostrar interés en las cosas de los mortales, Hermes se presenta en forma de hombre, y esto es lo que leemos en los versos que van del 405 hasta el 433 del último canto de la Ilíada:
"Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
-Si eres servidor del Pelida Aquiles, ea, dime toda la verdad: ¿mi hijo yace aún cerca de las naves, o Aquiles lo ha desmembrado y entregado a sus perros?
Contestóle el mensajero Argicida:
-¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto a la nave de Aquiles, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en la guerra. Cuando apunta la divinal aurora, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú mismo, si a él te acercaras, lo admirarías de ver cuán fresco está: la sangre le ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió -pues fueron muchos los que le envasaron el bronce- todas se han cerrado. De tal modo los bienaventurados dioses cuidan de tu buen hijo, aun después de muerto, porque era muy caro a su corazón.
Así habló. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:
-¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones, jamás mi hijo, si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la muerte. Mas, ea, recibe de mis manos está linda copa, para que la guardes, y guíame con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida.
Díjole a su vez el mensajero Argicida:
-Quieres tentarme, anciano, porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos a que acepte el regalo sin saberlo Aquiles."
Hermes entiende que aceptar un regalo, es entrar en tentación, es no obrar en forma correcta, haciéndole creer al anciano que él es un servidor de Aquiles.
En libro primero de la República, de Platón, Sócrates tiene una conversación con unos amigos, en torno a lo que es la justicia. En la misma, el maestro de la mayéutica hecha por tierra la idea tan generalizada, de que la justicia consiste a darle a cada cual lo que le corresponde, a la vez que establece lo que es propio del hombre bueno. He aquí lo que estos amigos conversan:
"- Hermosas cosas dices, Céfalo -le contesté-. Pero esto mismo que nos ocupa, esto es, la justicia, ¿diremos acaso que consiste en decir la verdad y en devolver a cada uno lo que de él se ha recibido, o incluso esto mismo se realiza unas veces justamente y otras no? Veamos, por ejemplo: si uno recibe armas de un amigo suyo que se encuentra en posesión de su juicio, y este mismo amigo se las pide luego de haberse vuelto loco, todo el mundo estaría de acuerdo en que no debe devolvérselas, y que no sería un acto justo el obrar así, ni tampoco argumentar tan sólo con verdades cuando el estado del amigo no lo permite.
– Justamente -afirmó.
– Por consiguiente, no podemos señalar como límite de la justicia el decir la verdad y el devolver lo que se ha recibido.
– Sin duda, Sócrates -dijo Polemarco, tomando el uso de la palabra-, si hemos de creer a Simónides.
..
– Ni es propio del bueno hacer mal, sino de su contrario.
– Dices bien.
– ¿Y el hombre justo es bueno?
– Creo que no hay duda de ello.
– No es, por consiguiente, propio del justo, Polemarco, hacer daño al amigo o a algún otro, sino de su contrario, esto es, del injusto.
– Me parece, Sócrates -contestó-, que ahora estás enteramente en lo cierto.
– Así, pues, si alguien dice que es justo dar a cada uno lo que es debido, y piensa, siguiendo esta tesis, que es propio del hombre justo hacer mal a los enemigos y ayudar a los amigos, no habla ciertamente como un sabio, ni afirma verdad alguna, porque de ningún modo parece justo hacer mal a alguien, sea el que sea.
– Estoy de acuerdo -dijo.
– Combatiremos en común tú y yo -añadí-, si se afirma en alguna parte que Simónides, o Biante, o Pítaco, o alguno de los famosos sabios y ejemplares varones, dijo cosa parecida."
En el cuento titulado Ante la Ley, del escrito judío, nacido en Praga, en el Imperio Austro-Húngaro, Franz Kafka, encontramos los deseos de un hombre, el cual procede del campo, y que hace todo lo posible por poder penetrar al salón de la Ley. El relato también aparece en su novela El Proceso, en el capítulo titulado: En la Catedral. Es de esta manera que el genial narrador de la lengua alemana nos cuenta la historia:
"Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo."
Y es que este campesino, al igual que Príamo, y tal como el Eterno le había advertido a los hijos de Israel, el presente, el don, la dadiva, el regalo, corrompe al que lo recibe, en lo tocante a torcer el curso de la Justicia.
Anatole France, el laureado escritor francés, en su novela: Los Dioses tienen sed, nos presenta un planteamiento, que a nosotros nos parece moral y de justicia, cuando en el capítulo X111, nos dice:
"El Tribunal revolucionario hacía triunfar la igualdad al mostrarse igualmente severo con los mozos de cuerda y las sirvientas que con los aristócratas o los financieros. A Gamelin no le cabía en la cabeza que pudiese ser de otro modo bajo un régimen popular. Hubiese considerado insolente, insultante para el pueblo, hacer excepciones. Reservada a los aristócratas, la guillotina le hubiese parecido una especie de privilegio. Gamelin empezaba a hacerse del castigo una idea místico-religiosa, prestándole virtudes, otorgándole méritos propios. Pensaba que los criminales merecen la pena y sería perjudicial para ellos que se les dispensase. Declaró, pues, a la dama Meyrion culpable y merecedora del castigo supremo, lamentando solamente que, los fanáticos que la habían perdido, no estuviesen ahí para compartir su suerte."
Cuando Víctor Hugo escribió Los Trabajadores del Mar, en 1866, en el prefacio de la misma, consigno estas reveladoras palabras:
"L"homme a affaire à l"obstacle sous la forme superstition, sous la forme préjugé, et sous la forme élément. Un triple anankè pèse sur nous, l"anankè des dogmes, l"anankè des lois, l"anankè des choses. Dans Notre-Dame de Paris, l"auteur a dénoncé le premier; dans les Misérables, il a signalé le second; dans ce livre, il indique le troisième.
À ces trois fatalités qui enveloppent l"homme se mêle la fatalité intérieure, l"anankè suprême, le cur humain."
Y es que el paladín de la justicia, el hombre encargado de hacer cumplir la Ley en Los Miserables, es el inspector Javert, quien en el cumplimiento del deber solo tiene uno igual, y este es posiblemente el juez Lawrence Wargrave, de la novela: Los Diez Negritos, de Agatha Christie. El último capítulo de esta novela es un raro documento, del cual copiamos lo siguiente:
"DOCUMENTO MANUSCRITO ENVIADO A SCOTLAND YARD POR EL CAPITÁN DEL BARCO «EHNA JUANA»
Tengo una naturaleza muy compleja y de una imaginación exuberante. Cuando era niño me entusiasmaban las novelas de aventuras y me apasionaba por los relatos marinos en los que un documento muy importante se introducía en una botella y se la confiaba a las olas del océano.
Este procedimiento conserva todavía a mis ojos su romanticismo y es por ello que hoy lo he adoptado. Hay una probabilidad contra ciento de que mi confesión escrita sobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzada al mar esclarezca un día el misterio de los diez cadáveres encontrados en la isla del Negro, y que éste haya permanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedo vanagloriarme?)
Desde mi infancia, me he complacido en ver morir o dar yo mismo la muerte. Yo buscaba a las avispas para destruirlas y toda clase de insectos perjudiciales en el jardín de mis padres. Sentía una cierta alegría sádica por matar…
Por otra parte, sorprendente contradicción, estoy imbuido en un muy elevado sentido de la justicia y me subleva la idea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por mi culpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.
Una mentalidad como la mía debía guiarme para escoger una profesión, y así entré en la Magistratura. Ahí mis deseos de justicia se desarrollaron y me apliqué concienzudamente al castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera y llegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer en ver a un inocente en el banquillo de los acusados. Reconozco que gracias a la habilidad y celo de los policías, la mayor parte de los acusados eran culpables de los crímenes que les imputaban."
Un personaje similar a este es que vamos a conocer a través de este trabajo, el cual nos ayudará en cierto sentido a tener un concepto de lo que es la justicia.
El concepto de justicia en la novela: Los Miserables, de Víctor Hugo
El personaje principal de esta novela, es Jean Valjean, también conocido como el señor alcalde Madeleine, en Saint-Germain de Montreuil-sur-Mer, quien como jardinero de un convento de monjas en París adoptó el nombre de Ultime Fauchelevent. También es llamado Leblanc, por Courfeyrac, amigo de bautizar y poner motes, debido al color blanco de sus cabellos. Pero el personaje que a nosotros nos ha movido a volver de nuevo sobre esta novela, es este personaje, que aparece por primera vez, en el libro quinto, capítulo 5 de la primera parte de Los Miserables:
"Muchas veces, cuando el señor Magdalena pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, un hombre de alta estatura, vestido con una levita gris oscuro, armado de un grueso bastón y con un sombrero de copa achatada en la cabeza, se volvía bruscamente a mirarlo y lo seguía con la vista hasta que desaparecía; entonces cruzaba los brazos, sacudiendo lentamente la cabeza y levantando los labios hasta la nariz, especie de gesto significativo que podía traducirse por: "¿Pero quién es ese hombre? Estoy seguro de haberlo visto en alguna parte. Lo que es a mí no me engaña".
"Este personaje adusto y amenazante era de esos que por rápidamente que se les mire, llaman la atención del observador. Se dice que en toda manada de lobos hay un perro, al que la loba mata, porque si lo deja vivir al crecer devoraría a los demás cachorros. Dad un rostro humano a este perro hijo de loba y tendréis el retrato de aquel hombre.
"Su nombre era Javert, y era inspector de la policía en M.
Javert había nacido en una prisión, hijo de una mujer que leía el futuro en las cartas, cuyo marido estaba también encarcelado. Al crecer pensó que se hallaba fuera de la sociedad y sin esperanzas de entrar en ella nunca. Advirtió que la sociedad mantiene irremisiblemente fuera de sí dos clases de hombres: los que la atacan y los que la guardan; no tenía elección sino entre una de estas dos clases; al mismo tiempo sentía dentro de sí un cierto fondo de rigidez, de respeto a las reglas y de probidad, complicado con un inexplicable odio hacia esa raza de gitanos de que descendía. Entró, pues, en la policía y prosperó. A los cuarenta años era inspector.
Tenía la nariz chata con dos profundas ventanas, hacia las cuales se extendían unas enormes patillas. Cuando Javert se reía, lo cual era poco frecuente y muy terrible, sus labios delgados se separaban y dejaban ver no tan sólo los dientes sino también las encías, y alrededor de su nariz se formaba un pliegue abultado y feroz como sobre el hocico de una fiera carnívora. Javert serio era un perro de presa; cuando se reía era un tigre. Por lo demás, tenía poco cráneo, mucha mandíbula; los cabellos le ocultaban la frente y le caían sobre las cejas; tenía entre los ojos un ceño central permanente, la mirada oscura, la boca fruncida y temible, y un gesto feroz de mando.
Estaba compuesto este hombre de dos sentimientos muy sencillos y relativamente muy buenos, pero que él convertía casi en malos a fuerza de exagerarlos: el respeto a la autoridad y el odio a la rebelión. Javert envolvía en una especie de fe ciega y profunda a todo el que en el Estado desempeñaba una función cualquiera, desde el primer ministro hasta el guarda rural. Cubría de desprecio, de aversión y de disgusto a todo el que una vez había pasado el límite legal del mal.
Era absoluto, y no admitía excepciones.
Era estoico, austero, soñador, humilde y altanero como los fanáticos. Toda su vida se compendiaba en estas dos palabras: velar y vigilar. ¡Desgraciado del que caía en sus manos! Hubiera sido capaz de prender a su padre al escaparse del presidio y denunciar a su madre por no acatar la ley; y lo hubiera hecho con esa especie de satisfacción interior que da la virtud. Añádase que llevaba una vida de privaciones, de aislamiento, de abnegación, de castidad, sin la más mínima distracción "
Este hombre, inflexible cuando se habla de hacer cumplir las leyes, era un Sherlock Holmes al momento de perseguir al delincuente. Este hombre fanático y fundamentalista, rígido como el fiel de una balanza romana; de él dice nuestro autor: "Toda su vida se compendiaba en estas dos palabras: velar y vigilar." Es él, Javert, quien nos ha hecho releer este monumento literario salido de la pluma de Hugo.
Este personaje, según leemos en la parte quinta de la obra, en el libro primero, capítulo 18, en medio de la Revuelta de los días 5 y 6 de Junio de 1832, fue hecho prisionero. Estamos en medio de los aprestos para la toma de la barricada de la calle Chanvrerie, donde se encontraba la taberna Corinto. El prisionero Javert, el cual fue denunciado como espía, en mano de los insurrectos, y sobre su cabeza pesa una condena de muerte. Al darse cuenta de todos van a perecer en la toma de la barricada, Enjolras, el jefe, dice a Javert, al momento de salir de la taberna, ya que se apresta a tener una cita con la muerte:
"-No te olvido.
Y dejando una pistola sobre la mesa añadió:
-El último que salga de aquí, levantará la tapa de los sesos de este espía."
Es ese el momento en que interviene Jean Valjean, quien se había unido al grupo, y pide esa gracia; el favor le fue concedido. En capítulo siguiente, Valjean saca al prisionero para su ejecución, y cuando se encuentran solos, le libera, diciendo estas palabras:
"- Sois libre". Y a pesar de que Valjean piensa que no ha de salir vivo de la refriega, le da al inspector la dirección de su residencia, así como su nuevo nombre, Fauchelevent. Pero el hombre apegado a la justicia, el recto e implacable policía le responde:
"Me fastidiáis. Mejor es que me matéis".
Esto lo dice por ser un hombre tan hecho a lo legal, al derecho; tan a que las cosas se hagan como deben ser, que en el capítulo 3 del tercer libro de esta quinta parte, cuando después de haber sido liberado, y perseguir a Thénardier durante un rato, y este habérsele escapado por la puerta enrejada de una alcantarilla, no usando una llave maestra o una ganzúa, sino una llave, este exclama:
"-¡Esto pasa de la raya! ¡Una llave del Gobierno!"
Ya antes, habíamos notado dos manifestaciones de justicia social; primero, cuando en el libro primero, capítulo 4, de la primera parte, el obispo Bienvenu, dice:
"-Los pecados de las mujeres, de los niños, de los servidores, de los débiles, de los indigentes, de los ignorantes, son los pecados de los maridos, de los padres, de los dueños, de los fuertes, de los ricos, de los sabios.
"Decía también:
"-A los ignorantes, enseñadles cuanto podáis; la sociedad es culpable, por no darle instrucción gratis; ella es responsable de la oscuridad que produce. Si un alma sumida en sombra comete un pecado, el culpable no es el que peca, sino el que no disipa las tinieblas."
En el libro primero, capítulo 5 de la quinta parte, en un discurso dado en las barricadas, el 6 de junio de 1823, Enjolras, tocado por el numen de la inspiración, da un discurso sobre la justicia. He aquí un párrafo que está en armonía con lo dicho por el obispo:
"La igualada, ciudadanos, no significa toda la civilización a nivel; una sociedad de matas grandes y de encinas pequeñas; un conjunto de envidiosos hostilizándose; es, civilmente, el camino abierto por igual a todas las aptitudes; políticamente, el mismo para todos los votos; religiosamente, el mismo derecho para todas las conciencias. La igualdad tiene un órgano, y este órgano es la instrucción gratuita y obligatoria. El derecho al alfabeto; por ahí se debe empezar. La escuela primaria impuesta a todos; la escuela secundaria ofrecida a todos; tal es la ley. De la escuela idéntica, sale la sociedad igual. ¡Sí! ¡Enseñanza! ¡Luz! ¡Luz! De la luz emana todo, y todo vuelve a ella."
Parece que el señor obispo tenía unas ideas socialista, por lo que se acaba de transcribir, ideas semejantes a las de Enjolras y a las del narrador. Hugo, hablando de los socialistas, en la cuarta parte de la obra, en el libro primero, capítulo cuarto nos dice:
"Elevaban las cuestiones materiales, las cuestiones de la agricultura, de la industria, de comercio, casi a la dignidad de una religión. En la civilización, tal como se hace, un poco por Dios, mucho por el hombre, los intereses se combinan, se agregan, se amalgaman de manera capaz de formar una verdadera roca dura, según una ley dinámica pacientemente estudiada por los economistas, esos geólogos de la política.
Estos hombres que agrupaban bajo apelaciones distintas, pero que pueden ser designadas todos bajo el título genérico de socialistas, procuraban agujerear dicha roca y hacer brotar de ella las aguas de vivas de la felicidad humana.
Desde la cuestión del cadalso hasta la cuestión de la guerra, sus trabajos lo abarcaban todo. Al derecho del hombre, proclamado por la Revolución francesa, añadían el derecho de la mujer y el derecho del niño.
No nos sorprenderemos de que, por diversas razones, no tratamos aquí a fondo, desde el punto de vista teórico, las cuestiones promovidas por el socialismo. Nos limitamos a señalarlas.
Todos los problemas que se proponían los socialistas, las visiones cosmogónicas, dejados aparte el ensueño y el misticismo, pueden ser elevadas a dos problemas principales.
Primer problema: producir riqueza.
Segundo problema: repartirla.
El primer problema contiene la cuestión del trabajo.
El segundo contiene la cuestión del salario.
El primer problema se trata del empleo de las fuerzas.
El segundo de la distribución de los goces.
Del buen empleo de las fuerzas resulta la felicidad individual.
Por buena distribución es preciso entender no distribución igual sino distribución equitativa. La primera igualdad es la equidad.
De estas dos cosas combinadas, poder público por fuera, y felicidad individual por dentro, resulta la prosperidad social.
Prosperidad social significa el hombre feliz, el ciudadano libre, la nación grande."
No todos los filósofos del derecho, los apologistas del socialismo, y los predicadores de la igualdad entre los hombres, han hecho una descripción tan ideal de lo que es el socialismo como forjador de la felicidad del hombre.
En el capítulo 10, primera parte, en el libro primero, tiene el señor obispo una conversación con un antiguo convencional. Este hombre, anciano no había votado a favor de la ejecución del rey Luis XV1, por esa razón no había sido desterrado; pero vivía solo, como una fiera en su cubil, solo asistido por un niño. Este ermitaño medio ateo dice:
"-En cuanto a Luis XV1, yo dije no. No me creo con derecho para matar a un hombre; pero me siento con el deber de exterminar el mal. He votado el fin del tirano. Es decir, el fin de la prostitución de la mujer, el fin de la esclavitud del hombre, el fin de la ignorancia del niño. Al votar por la república, voté todo esto. ¡He votado la fraternidad, la concordia, la aurora! He ayudado a la caída de los prejuicios y de los errores. El hundimiento de los unos y de los otros produce luz. Hemos hecho caer el viejo mundo; y el viejo mundo, vaso de miseria, al volcarse sobre el género humano, se ha convertido en una urna de alegría.
"El derecho tiene su cólera, señor obispo, y la cólera del derecho e un elemento de progreso. De todos modos, y dígase lo que se quiera, la Revolución francesa es el paso más grande dado por el género humano, desde el advenimiento de Cristo. Progreso incompleto, sea, pero sublime. Ha despejado todas las incógnitas sociales. Ha dulcificado los ánimos; ha calmado, tranquilizado, ilustrado; ha hecho correr sobre la tierra torrentes de civilización. Ha sido buena. La Revolución francesa es la consagración de la Humanidad."
En la cuarta parte de la obra, en el capítulo primero, el cual es una reflexión del autor, éste nos dice al final del capítulo:
"La Revolución de julio es el triunfo del derecho derribando el hecho. La cosa llena de esplendor.
El derecho derriba el hecho. De ahí el estallido de la Revolución de 1830, de ahí también su mansedumbre. El derecho que triunfa no tiene necesidad alguna de ser violento.
El derecho es lo justo y lo verdadero.
Lo propio del derecho es permanecer eternamente hermoso y puro. El hecho, incluso el más necesario en apariencia, incluso el mejor aceptado por los contemporáneos, si no existe más que como hecho, si no contiene más que un poco de derecho, o no lo contiene en absoluto. Está infaliblemente destinado a convertirse, con el tiempo, en deforme, inmundo, tal vez monstruoso. Si una vez se quiere comprobar hasta qué grado de fealdad puede llegar el hecho, visto a la distancia de los siglos, que se mira a Maquiavelo. Maquiavelo no es un genio malvado, ni un demonio, ni un escritor cobarde y miserable; no es nada más que hecho. Y no es solamente el hecho italiano, es el hecho europeo, el hecho del siglo XV1. Parece odioso, y lo es, en presencia de la idea moral del siglo X1X.
Esta lucha del derecho y del hecho dura desde el origen de las sociedades. Terminar el duelo, amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho, y el hecho en el derecho, éste es el trabajo del sabio."
Feuilly, un miembro de la sociedad llamada de Los Amigos ABC, y que se encuentra en la parte cuarta, en el libro cuarto, capítulo primero hace también unas consideraciones sobre la justicia. Este personaje, extraño al grupo de Amigos, ya que era un huérfano de padre y madre, obrero, autodidacto, que tiene una preocupación: liberar al mundo. Veamos como Hugo lo presenta, en la tercera parte, libro primero, capítulo primero:
"En aquel joven cenáculo de utopistas, preocupados especialmente por Francia, él representaba el exterior; su manía era Grecia, Polonia, Hungría, Rumania e Italia. Pronunciaba estos nombres sin cesar, viniera o no a cuento, con la tenacidad del derecho. Turquía sobre Creta y Tesalia, Rusia sobre Varsovia, Austria sobre Venecia: todas estas violaciones le exasperaban. Entre todas, la gran violencia la de 1772 le sublevaba. No hay elocuencia más soberana que la verdad de la indignación; y él era elocuente con esta elocuencia. No se agotaba nunca su tema al tratar de la fecha infame de 1772, y del noble valiente pueblo suprimido por traición, aquel crimen de tres criminales, de aquella monstruosa acechanza, prototipo y patrón de todas las horribles supresiones de estados que, desde entonces, han venido a caer sobre nobles naciones, y que han raspado, por decirlo así, su partida de bautismo. Todos los atentados sociales contemporáneos derriban de la repartición de Polonia. La repartición de Polonia es un teorema cuyos corolarios son los actuales crímenes políticos. No hay un déspota ni un traidor, desde hace un siglo, que no haya visado, aprobado, firmado u rubricado, ne varietur, la repartición de Polonia. Cuando se examina el legajo de las traiciones modernas, ésta es la primera que aparece. El Congreso de Viene ha consultado este crimen antes de consumar el suyo. 1772 es el grito del cazador, y 1815 es la comida que se da a los perros. Tal era el texto habitual de Feuilly. Este pobre obrero se había erigido en tutor de la justicia, y ella le recompensaba haciéndole grande. Porque hay, efectivamente, algo de eternidad en el derecho. Varsovia no puede ser tártara, así como Venecia no puede ser tudesca. Los reyes pierden el tiempo y el honor en esta empresa. Tarde o temprano, la patria sumergida flota en la superficie, y reaparece. Grecia vuelve a ser Grecia, Italia vuelve a ser Italia. La potestad del derecho contra el hecho persiste siempre. El robo de un pueblo no se prescribe. Estas grandes estafas no tienen porvenir. No se borra la marca una nación como la de un pañuelo."
En el mismo libro, capítulo 4, en medio de una disputa bizantina, Courfeyrac le dice a Combeferre:
"¡No! No alumbremos nunca al pueblo con luz falsa. Los principios se debilitan y palidecen en vuestra bodega constitucional. Fuera bastardías. Fuera compromisos. Fuera concesiones del rey al pueblo. En estas concesiones, hay siempre un artículo 14. Al lado de la mano que da, está la garra que quita. Rechazo vuestra carta. Una carta es una máscara; bajo ella está la mentira. Un pueblo que acepta una carta, abdica. El derecho debe ser completo; si no es derecho. ¡No! ¡Fuera la Carta!"
Marius era parte del cenáculo, de los jóvenes que lucharon en las barricadas de Paris, en Junio de 1832. Este joven abogado, un soñador e idealista, tiene sus propias ideas en cuanto a las clases sociales. Después que Jean Valjean, el hombre que crio a Cosette, después que éste le confiesa que estuvo en las galeras por robo, que luego robó y se escapó de la prisión, esta es la idea que Marius tiene de la justicia, según leemos en la quinta parte, libro séptimo, capítulo 2:
"Sin embargo, por más atenuantes que buscase siempre acababa en lo mismo: era un presidiario; es decir, el ser que no tiene un lugar en la escala social, al estar por debajo del último peldaño. Después del último de los hombres, viene el presidiario. El presidiario ya no es, por decirlo así, el semejante de los seres vivientes. La ley le ha despojado de toda la cantidad de humanidad que puede quitar a un hombre. Marius, en la cuestiones penales, admitía, aunque demócrata, el sistema inexorable, y tenía cerca de los que la ley hiere todas las idea de la ley. No había hecho aún, preciso es decirlo, todos los progresos. No era aún capaz de distinguir entre lo que está escrito por el hombre y lo que está escrito por Dios, entre la ley y el derecho. No había aún examinado y pesado el derecho que se arroga el hombre de disponer de lo irrevocable y de lo irreparable. No le irritaba la palabra vindicta. Encontraba natural que ciertas infracciones de la ley escrita fuesen seguidas de penas eternas, y aceptaba que más adelante dejase de avanzar infaliblemente, pues su naturaleza era buena, y en el fondo estaba compuesta de un progreso latente."
En el libro 5, capítulo 13, de la primera parte encontramos este título: Solución de algunas cuestiones de policía municipal. En éste capítulo, Barmatabois, un patán de poca o ninguna monta, después de insultar a Fantine, a quien la desgracia ha llevado a la prostitución, se ve agredido por ésta. Aparece el impla de Javert. La mujerzuela es llevada a la oficina de policía, donde el inspector, convertido en juez, la condena a seis meses de prisión. La mujer grita, suplica, se desespera, apela a la piedad, piensa en su hija.
En ese momento aparece el alcalde Madeleine, y ordena la libertad de Fantine, la cual en un estado de desesperación y demencia, insulta a su antiguo patrón, y lo que es más, le escupe el rostro. Para la mujer, el alcalde, su antiguo empleador, es la causa de su desgracia, de su declive moral, de no poder pagar a los que cuidan a su hija. El que se haya dedicado a consumir alcohol, de su miseria, la cual procura olvida con la bebida.
Pero el señor alcalde, el señor Madeleine, que no es otro que el presidiario Jean Valjean, no se inmuta, la pobre mujer no debe ser condenada. Una cosa es la justicia y otra la caridad; la justicia condena según lo estipulado por la Ley, la caridad absuelve, porque el amor perdona.
Al Javert no comprender como una infractora de la Ley quede en libertad, entra en contradicción con su superior. La mentalidad inflexible y psicorígida del sabueso; éste no asimila una falta a la Ley, pero mucho menos a la persona de la autoridad, ya que es faltar a la justicia misma. Javert argumenta, al ver que la mujer puede quedar libre, y cuando la infractora:
"Puso la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.
Javert hasta ese momento había permanecido de pie, inmóvil, con la vista fija en el suelo. El ruido del picaporte lo hizo despertar, por decirlo así. Levantó la cabeza con una expresión de autoridad soberana; expresión tanto más terrible cuanto más baja es la autoridad, feroz en la bestia salvaje, atroz en el hombre que no es nada.
-Sargento -exclamó-, ¿no veis que esa descarada se escapa? ¿Quién os ha dicho que la dejéis salir?
Yo -dijo Madeleine.
Fantine, al oír la voz de Javert tembló y soltó el picaporte, como suelta un ladrón sorprendido el objeto robado. A la voz de Madeleine se volvió, y sin pronunciar una palabra, sin respirar siquiera, su mirada pasó de Madeleine a Javert, de Javert a Madeleine, según hablaba uno a otro.
-Señor alcalde, eso no es posible -dijo Javert con la vista baja pero la voz firme.
-¡Cómo! -dijo Madeleine.
-Esta maldita ha insultado a un ciudadano.
-Inspector Javert -contestó el señor Madeleine, con voz conciliadora y tranquila-, escuchad.
Sois un hombre razonable y os explicaré lo que hago. Pasaba yo por la plaza cuando traíais a esta mujer; había algunos grupos; me he informado y lo sé todo: el ciudadano es el que ha faltado y el que debía haber sido arrestado.
Javert respondió;
-Esta miserable acaba de insultaros.
-Eso es problema mío -dijo Madeleine-. Mi injuria es mía, y puedo hacer de ella lo que quiera.
-Perdonad, señor alcalde, pero la injuria no se ha hecho a vos sino a la justicia.
-Inspector Javert -contestó el señor Madeleine-, la primera justicia es la conciencia. He oído a esta mujer y sé lo que hago.
Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.
-Entonces, limitaos a obedecer.
-Obedezco a mi deber; y mi deber me manda que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel.
Madeleine respondió con dulzura:
-Pues escuchad. No estará en la cárcel ni un solo día. Este es un hecho de policía municipal de la que soy juez. Ordeno, pues, que esta mujer quede en libertad.
Javert hizo el último esfuerzo:
-Pero, señor alcalde…
-Ni una palabra, salid de aquí -dijo Madeleine.
Javert saludó profundamente al alcalde y salió."
Así como Javert no tolera que se le falte a la Ley y a la Autoridad, él se presenta ante el señor alcalde Madeleine, con el extraño pedido de que éste le aplique la Ley a él, con el siguiente argumento:
"Por fin el alcalde dejó sus papeles y se volvió hacia él.
-Y bien, ¿qué hay, Javert?
Javert siguió silencioso por un momento, como si se recogiera en sí mismo, y luego dijo con triste solemnidad:
-Hay, señor alcalde, que se ha cometido un delito.
-¿Qué delito?
-Un policía inferior ha faltado gravemente el respeto a un magistrado. Y vengo, cumpliendo con mi deber, a poner este hecho en vuestro conocimiento.
-¿Quién es ese policía? -preguntó el señor Madeleine.
-Yo -dijo Javert.
-¿Y quién es el magistrado agraviado?
-Vos, señor alcalde.
Magdalena se levantó de su sillón. Javert continuó, siempre con los ojos bajos:
-Señor alcalde, vengo a pediros que propongáis a la autoridad mi destitución.
Madeleine, estupefacto, abrió la boca, pero Javert lo interrumpió:
-Diréis que podría presentar mi dimisión, pero eso no basta. Dimitir es un acto honorable. Yo he faltado, merezco un castigo y debo ser destituido. -Después de una pausa, agrego
-: Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo injustamente; sedlo hoy con justicia.
-Pero, ¿por qué? -exclamó el señor Madeleine-. ¿Qué embrollo es éste? ¿Cuál es ese delito que habéis cometido contra mí? ¿Qué me habéis hecho? Os acusáis y queréis ser reemplazado…
-Destituido -dijo Javert.
-Destituido, sea; pero igual no os entiendo.
-Vais a comprenderlo.
Javert suspiró profundamente, y prosiguió con la misma frialdad y tristeza:
-Señor alcalde, hace seis semanas, a consecuencias de la discusión por aquella joven, me encolericé y os denuncié a la prefectura de París.
Madeleine, que no era más dado que Javert a la risa, se echó a reír.
-¿Como alcalde que ha usurpado las atribuciones de la policía? -dijo.
-Como antiguo presidiario -respondió Javert.
El alcalde se puso lívido.
Javert, que no había levantado los ojos, continuó:
-Así lo creí. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Una semejanza, indagaciones que habéis practicado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra destreza en el tiro, vuestra pierna que cojea un poco… ¡qué sé yo! ¡Tonterías! Pero lo cierto es que os tomé por un tal Jean Valjean.
-¿Quién, decís?
-Jean Valjean. Un presidiario a quien vi hace veinte años en Tolón. Al salir de presidio parece que robó a un obispo y después cometió otro robo a mano armada y en despoblado contra un niño saboyano. Hace ocho años que se oculta no se sabe cómo, y se le persigue. Yo me figuré… En fin, lo hice. La cólera me impulsó, y os denuncié a la prefectura.
Madeleine, que había vuelto a coger el legajo de papeles, dijo con perfecta indiferencia:
-¿Y qué os han respondido?
-Que estaba loco.
-¿Y entonces?
-Bueno, tienen razón.
.
"Madeleine había vuelto a su sillón y a sus papeles y los hojeaba tranquilamente, como un hombre muy ocupado. -Basta, Javert -dijo-. Todos estos detalles me interesan muy poco. Estamos perdiendo el tiempo y tenemos muchos asuntos que atender. No quiero recargaros de trabajo, porque entiendo que vais a estar ausente. ¿Me habéis dicho que iréis a Arras en unos ocho o diez días más?
-Mucho antes, señor alcalde.
-¿Cuándo, entonces?
-Creí que le había dicho al señor alcalde que el caso se ve mañana y que yo parto en la diligencia esta noche.
-¿Cuánto tiempo durará el caso?
-Un día a lo más. La sentencia se pronunciará a más tardar mañana por la noche, pero yo no esperaré la sentencia. En cuanto dé mi declaración, me volveré.
-Está bien -dijo Magdalena.
Y despidió a Javert con un gesto de su mano.
Javert no se movió.
-Perdonad, señor alcalde -dijo-. Tengo que recordaros algo.
-¿Qué cosa?
-Que debo ser destituido.
Madeleine se levantó.
-Javert, sois un hombre de honor, y yo os aprecio. Exageráis vuestra falta. Por otra parte, ésta es una ofensa que me concierne sólo a mí. Merecéis ascender, no bajar. Prefiero que conservéis vuestro cargo.
-Señor alcalde, no puedo aceptar. He sido siempre severo en mi vida con los demás. Ahora es justo que lo sea conmigo mismo. Señor alcalde, no quiero que me tratéis con bondad, vuestra bondad me ha producido demasiada rabia cuando la ejercitáis con otros, no la quiero para mí. La bondad que le da la razón a una prostituta contra un ciudadano, a un policía contra un alcalde, al que está abajo contra el que está arriba, es lo que yo llamo una mala bondad. Con ella se desorganiza la sociedad. Señor alcalde, yo debo tratarme tal como trataría a otro cualquiera. Cometí una falta, mala suerte, quedo despedido, expulsado. Tengo buenos brazos, trabajaré la tierra, no me importa. Por el bien del servicio, señor alcalde, os pido la destitución del inspector Javert.
Todo fue dicho con acento humilde, orgulloso, desesperado y convencido, que le daba cierta singular grandeza a ese hombre extraño y honorable.
-Ya veremos -dijo Madeleine.
Y le tendió la mano. Javert retrocedió.
-Perdón, señor alcalde, pero un alcalde no da la mano a un delator. -Y añadió entré dientes-: Delator, sí, puesto que abusé de mi cargo, no soy más que un delator.
Hizo un respetuoso saludo y se dirigió a la puerta. Allí se volvió y con la vista siempre baja, dijo:
-Continuaré en el servicio hasta que sea reemplazado.
Salió. El señor Madeleine quedó pensativo, escuchando esos pasos firmes y seguros que se alejaban por el corredor." Libro sexto, capítulo segundo de la primera parte.
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