Toda nuestra esperanza
Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro.
Esto no lo escribió algún disidente resentido y nostálgico o exiliado intelectual pequeñoburgués asalariado del imperio (como suele descalificar la propaganda oficial del gobierno de La Habana y sus seguidores), dentro o fuera de la Isla. Pertenece al famoso alegato de defensa de Fidel Castro ante el tribunal que lo juzgaba hace 57 años por dirigir el sangriento asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953. Un documento que tituló La Historia me Absolverá, que puede consultarse en internet y que ha sido ampliamente divulgado desde entonces, pero evidentemente poco leído a la luz del contexto cubano actual. Esa república que describía Castro entonces había dejado de existir y nunca más volvería. Muchos en ese pueblo que "estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada", la hemos visto aplastada sin misericordia y desandamos desde hace medio siglo, dentro y fuera de nuestra Patria, perdida ya la esperanza de recuperarla.
El 1 de enero de 1959, mientras veíamos pasar derrotados y desmoralizados a los soldados del ejército de Batista en largas filas a la entrada de Santiago de Cuba, entregando cascos, balas y fusiles sin oponer ninguna resistencia a la población que contemplaba y celebraba su humillación, teníamos la seguridad de que, por fin, aquella república que alguna vez tuvimos, y por la que se había luchado durante tres largos y sangrientos años, sería una realidad. Los muchachos de mi barrio, compañeros de colegio, con nuestros doce o quince años de edad, desde luego que no pensábamos en ello, sino en la fiesta que para todos era el fin de aquella guerra civil que obligó a nuestras familias a desarrollar una cultura del miedo muy arraigada y que nos hizo vivir a muchos santiagueros en una suerte de gueto.
El 6 de enero de ese año, ya instaurado el régimen revolucionario, las calles del centro comercial de la ciudad estaban desbordadas de familias enteras, de todas las clases sociales. Era un Día de Reyes diferente, en el que encontraron una vía de desfogue sentimientos y deseos por mucho tiempo contenidos. En medio de tanto bullicio, mi madre y yo vimos algunos hechos que arrojaron sombras a tanta alegría colectiva. Aquí y allá, de momento un grupo se arrojaba sobre alguien y había gritos de repudio e insultos gruesos, y a la persona en cuestión se la llevaban en medio de golpes y gritos. Se decía que eran colaboradores y miembros connotados del régimen de Batista, tal vez asesinos o torturadores. Pero la sensación de plenitud que entonces experimentábamos, aquella irresponsable borrachera de júbilo, no nos permitía ver más lejos.
Pronto los medios de comunicación comenzaron a dar a conocer lo que sucedía. Muchas de esas personas, capturadas por el pueblo y las improvisadas milicias revolucionarias, luego de juicios sumarísimos cuya legitimidad dejaba mucho que desear, fueron en el mejor de los casos a expiar largas condenas de cárcel o terminar sus vidas frente a un pelotón de fusilamiento. El 10 de enero de 1959, 72 oficiales y soldados del Cuartel Moncada en Santiago de Cuba fueron fusilados por orden de Raúl Castro. El tribunal que los condenó a muerte estuvo presidido por el comandante Manuel Piñeiro, el famoso "Barba Roja", quien por muchos años fue el enlace del régimen castrista con los movimientos armados que recibieron su apoyo y que proliferaron por todo el continente, y cuyos rezagos letales aún hoy sobreviven en Colombia.
El 26 de enero la revista Time daba cuenta de que hasta esa fecha en la ciudad de Camagüey fueron fusilados 19, en Santa Clara 30, en Cienfuegos ocho y en La Habana esperaban sentencia unos ochocientos detenidos. El propio Fidel Castro, según la revista norteamericana, calculaba que pasaron por las armas hasta entonces 450 individuos vinculados de una u otra forma a la dictadura batistiana. Su hermano Raúl consideraba que eran alrededor de mil. Se sabe que en fortaleza habanera de La Cabaña, por ejemplo, el comandante Ernesto Guevara dispuso la ejecución de 55 personas. En la televisión, quienes entonces éramos niños, vimos en vivo o filmados con crueldad muchos de esos fusilamientos, lo que constituyó una suerte de atroz aprendizaje de la crueldad humana.
Andando el tiempo, conocí en mis tareas de reportero para el diario Sierra Maestra, al teniente Pepincito Quiala, quien dirigió el pelotón de fusilamiento en Santiago de Cuba ese 10 de enero. Estos hechos ocurrieron en el llamado Campo de Tiro de la ciudad, otrora un sitio para practicar el tiro deportivo. Íbamos en un jeep soviético y le pregunté al teniente Quiala dónde estaba el paredón de fusilamiento. Mientras me daba pormenores de cómo procedían con los condenados a muerte, aquel hombre se fue transformando y de momento comenzó a pronunciar a voz en cuello un discurso dirigido a sus muertos de aquel día, diciéndoles que si volvían a nacer él los volvería a matar. Quiala me dejó la impresión de que se sentía tan culpable como aquellos a los que dio el tiro de gracia en la nuca. No sé si estará vivo aún, pero sí sé que nunca ha hablado a la prensa cubana oficialista y ésta tampoco se ha preocupado por obtener y divulgar su testimonio.
Hasta hoy los investigadores no se ponen de acuerdo sobre las cifras exactas de fusilados en esos primeros días. José Duarte Oropesa en su Historiología Cubana habla de fusilamientos masivos y de ola de fusilamientos. El inglés Hugh Thomas afirma en Historia contemporánea de Cuba que más de 200 personas fueron fusiladas entre el 1 y el 20 de enero. Juan Clark, profesor de sociología del Miami-Dade Community College, cita 485 fusilados durante 1959 y otros 146 más condenados a muerte pero no ejecutados. El cubano Samuel Farber alude a varios centenares. Rafael Fermoselle y Enrique Encinosa dicen que en las primeras tres semanas de enero se llevaron a cabo no menos de 288 fusilamientos. Un solo fiscal, Carlos Amat, fue responsable de la ejecución de unas 100 personas. En esas primeras semanas de revolución a muchos los enterraron en forma colectiva en zanjas abiertas con buldóceres.
La revista Bohemia, la más popular y de mayor circulación en Cuba por entonces, que en plena dictadura de Fulgencio Batista apoyó la revolución encabezada por Fidel Castro, el 11 de enero de 1959 publicó una edición especial, con una tirada de un millón de ejemplares, que se agotó en pocas horas, sobre lo que había sido la lucha contra aquella dictadura. Y dedicó grandes reportajes a estos hechos, y a los juicios que se les hacían a los acusados en los llamados "tribunales revolucionarios", formados por oficiales del Ejército Rebelde. En los archivos de Bohemia, al pasar a manos del gobierno de Castro en 1961, se encontraron unas setecientas fotos de los fusilamientos de aquel período. Años después, a quien quisiera repasar o consultar aquellos ejemplares de la revista, se le exigía una carta de autorización del Departamento de Historia del Partido Comunista de Cuba.
En la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 11 de diciembre de 1964 el comandante Che Guevara declaró: "Fusilamientos, sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte". En un informe presentado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA hace ocho años, se denunciaba que en Cuba en cuarenta años el régimen castrista fusiló a 44.700 cubanos y cubanas, lo que arroja un promedio de 1.118 por año.
Los procesos criminales que conducían a la ejecución carecían de garantía alguna de imparcialidad. No la había en la naturaleza misma del órgano encargado de decidir sobre la vida o muerte del inculpado. Esos órganos fueron primero los tribunales militares o revolucionarios, incapacitados por su propia índole para juzgar con objetividad, y más tarde los tribunales populares, dependientes del Consejo de Estado y la Asamblea Nacional, y renuentes por ello a apartarse de las instrucciones tácitas o explícitas que recibían. […] Tampoco eran adecuados los procedimientos que se seguían. Los acusados de delitos contrarrevolucionarios no tenían derecho al recurso de habeas corpus ni podían invocar las otras garantías procesales que se reconocen en otros países. Los juicios se tramitaban en forma sumaria o sumarísima y las apelaciones se hacían al principio ante el mismo tribunal que dictaba la condena. En la mayor parte de los casos las sentencias se basaban exclusivamente en los alegatos del fiscal o en los informes que posteriormente rendían los órganos de la Seguridad del Estado. Todavía hoy la Constitución reformada en 1992 permite que las leyes penales tengan efecto retroactivo "cuando así lo dispongan por razón de interés social o utilidad pública".
Recoge Carlos Franqui en su libro Vida, aventuras y desastres de un hombre llamado Fidel Castro (Barcelona, 1988) que en La Cabaña, prisión militar habanera que por entonces estaba al mando del comandante Che Guevara, el siguiente testimonio:
Las noches de fusilamiento estaban cargadas de un creciente clima de terror. Alrededor de las 11 de la noche encendían un potente reflector que iluminaba el palo enterrado en que amarraban a los condenados a muerte. Media hora después comenzaban a llegar los espectadores que se regaban por los alrededores. No se podía dormir en las galeras donde reinaba la tensión. Pocos minutos antes del fusilamiento se oía perfectamente el ruido del motor del carro celular que iba a buscar a los condenados a las capillas que estaban al otro lado de la prisión. Se escuchaban luego los ruidos de la puerta trasera por donde sacaban al condenado; la sensación de impotencia y desesperación era verdaderamente insoportable. No hay nada más desgarrador que la profunda sensación de horror que producían los fusilamientos en La Cabaña. La descarga mortal y el tiro o los tiros de gracia eran como un alivio para todos. Los gritos de "¡Viva Cuba libre!" y "¡Viva Cristo Rey!" que lanzaban los condenados aumentaban la tensión colectiva acumulada en las galeras. Y como casi siempre había varios fusilamientos programados pronto empezaba de nuevo el siniestro rito.
En la década de los años sesenta del siglo pasado hubo otros hechos que pasaron inadvertidos para la opinión pública internacional y asombrosamente para los intelectuales de izquierda que tenía a Cuba como La Meca a la que era necesario hacer un viaje ritual, si era posible cada año. Así vimos pasar por La Habana a Ezequiel Martínez Estrada, José Bianco, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Pablo Neruda, Roberto Matta, Benjamín Carrión, Jorge Enrique Adoum, David Alfaro Siqueiros, Luis Cardoza y Aragón, Mario Benedetti, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Juan José Arreola, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, Ángel Rama, David Viñas y otros muchos, sin contar los norteamericanos y europeos, empezando por Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir o Allen Ginsberg. Ninguno se dio por enterado de lo que sucedía en este sentido, y en honor a la verdad creo que el gobierno cubano hizo hasta lo imposible porque no conocieran de estos hechos, tildados de propaganda enemiga o una campaña sucia del imperialismo yanqui, o de fuerzas oscuras de la reacción internacional. Veamos lo que dice el historiador Efrén Córdova:
Los encarcelamientos fueron aumentando a medida que se hacía patente la orientación totalitaria del régimen castrista y se tomaba conciencia de la traición que representaba con respecto al movimiento de liberación democrática que había derrocado a Batista. Pronto comenzaron a hacinarse las cárceles de presos políticos que el gobierno invariablemente calificaba de gusanos y contrarrevolucionarios. Ya no bastaban las viejas cárceles de Isla de Pinos, La Cabaña y El Príncipe; hubo necesidad de construir 200 nuevas prisiones que puntearon la geografía de la isla de un extremo al otro. No tardaron en adquirir triste notoriedad los nombres de Boniato, Combinado del Este, Combinado del Sur, Kilómetro 7, Kilómetro 5½ y Manto Negro, esta última destinada sólo para mujeres como era antes la de Guanajay. En algunas cárceles se construyeron calabozos subterráneos o tapiados como fueron los del tenebroso Rectángulo de la Muerte en el Combinado del Este. […] En 1967 cuando se cerró el antes llamado Presidio Modelo de Isla de Pinos sus registros indicaban que desde 1959 más de 13,000 cubanos habían estado recluidos allí. En La Cabaña, en cuyos patios resonaba el eco de las descargas que segaron tantas vidas, la cifra se elevaba por esa época a 3,000 y otros tantos fueron internados en El Príncipe. Todavía en los años 80 la población penal de la prisión de Ariza en Cienfuegos oscilaba entre 2,000 y 2,500. A fines del decenio de 1960 la cifra de los prisioneros políticos pasó a 60,000 reclusos.26 La Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional calculaba que la población carcelaria total del país se elevaba en 1991 a 100.000 personas.
El 12 de agosto de 1969, Miguel Ángel Quevedo, quien fuera director y propietario de la revista Bohemia y un defensor apasionado de la Revolución en sus inicios, antes de suicidarse en Miami escribió una carta que algunos de sus allegados consideran su "Testamento político". De ella, y por su actualidad, vale la pena citar el siguiente párrafo:
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de dio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
De alguna manera el suicidio de Quevedo fue un símbolo de la inmolación de toda una clase social y de unos medios de comunicación que no supieron, no quisieron o no pudieron ayudar a reconstruirse y afianzarse en la opinión pública para la que trabajaban. Desde 1961 la libertad de expresión y de información dejó de existir; desde entonces los canales de televisión, las emisoras de radio, revistas y periódicos pasaron a manos del régimen, lo que tuvo graves consecuencias para el propio pueblo cubano.
Recientemente el veterano periodista cubano Roberto Álvarez Quiñones rompió su silencio de muchos años en el exilio e hizo una caracterización de lo ocurrido: "La afectación es de tal magnitud que no creo que haya en todo el hemisferio occidental una sociedad más desinformada que la cubana, con la particularidad de que esa desinformación incluye a los propios periodistas". Álvarez Quiñones, quien trabajara por muchos años para el periódico Granma, órgano del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, cita a Jean-Jacques Rousseau que en su Contrato Social, escribió: "El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser el amo, si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber". Dice este periodista que "muy lejos estaba el célebre filósofo francés de imaginar que su obra, que elaboró para explicar la convivencia y la conducta humanas en la sociedad y sus relaciones con el Estado en la Francia del siglo XVIII, serviría para que un dictador en el Caribe convirtiera la obediencia a su persona en un deber y para formular un "Contrato de la Desinformación", sustentado en el axioma de que la salud de todo régimen totalitario es directamente proporcional al grado de desinformación de la población". Y añade:
Lo curioso de este contrato castrista es que no se trata de falta de información propiamente. A diferencia de los campesinos de Burundi, Bostwana, Nepal, Bután, de las estepas de Bulgán en Mongolia, o la isla de Tonga, que en pleno siglo XXI parecieran vivir en la Edad de Piedra y no reciben información de nada, ni tienen electricidad para conectarse a la Internet, los cubanos reciben un torrente de información que cubre todos los rincones de la isla y pueden tener computadoras. El problema es que es toda [la información es] oficial o manipulada, sobre todo mucha propaganda política e ideológica, al tiempo que se les prohíbe el libre acceso a la Internet.
Cuenta Álvarez Quiñones, además, que fue en el exilio, trabajando en un medio de comunicación cuando se enteró que en el trabajo de reportería había que consultar varias fuentes. Y que cuando hacía un texto periodístico lo entregaba a los ministros o funcionarios del régimen para que se lo revisaran y dieron su aprobación, para poderlos publicar. Que las fuentes para que los periodistas se enteraran de lo que sucedía en el país y el mundo, eran sólo la Agencia Nacional de Información (AIN) y la Agencia Prensa Latina, respectivamente. "Lo cierto es que los periodistas cubanos no cuentan con información confiable para trabajar, y si la obtienen, no la pueden usar", precisa Álvarez Quiñones. Y relata a continuación su experiencia en la Isla como profesional:
Una de las primeras cosas que aprendí cuando llegué a California en 1995 y comencé a trabajar como editor en el diario La Opinión fue algo que durante mis 27 años de ejercicio del periodismo en Cuba nunca me preocupó demasiado: no se puede dar una noticia que refleje una sola cara de la moneda. Ni cuando era estudiante de Periodismo, ni cuando por varios años fui profesor de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, ni como reportero, redactor y columnista […], recuerdo haber tocado siquiera el tema. Al principio me costó trabajo metabolizar esta regla de oro universal del periodismo, tan obvia y natural para mis colegas latinoamericanos, que nunca me atreví a comentárselo en privado a ninguno para no hacer el ridículo. Descubrí que el redactor sólo puede dar su opinión en un espacio que el lector debe identificar como eso: de opinión. […] En cuanto a cómo se manipula, te pongo un ejemplo. Tú llegas a la sala de redacción de Prensa Latina (PL) […] y es como si entraras en una gran lavandería. Allí te encuentras a 25 ó 30 redactores que subdivididos en las áreas geográficas del planeta están "lavando" las impurezas ideológicas y políticas de las notas cablegráficas que reciben de las agencias occidentales. O sea, les suprimen lo que no le es útil a Castro […] y le agregan propaganda ideológica. Ya disfrazada, la agencia le pone PL y lanza la nota a toda Cuba y el mundo como si fuera propia. […] En Granma se hace lo mismo, pero en menor escala, pues la mayoría de los cables que se publican son de PL y ya vienen lavados. […] El colmo es que en la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana había […] una asignatura llamada "Cable Internacional", en la que se enseñaba a los alumnos a "lavar". En el examen el profesor daba a cada alumno dos o tres cables de EFE, AFP o AP, etc., y le decía que lo redactara "correctamente". En la medida en que el estudiante lo limpiara mejor del "veneno capitalista" y le añadiera con más ingenio la propaganda, obtenía una mejor o peor calificación.
En el régimen instaurado luego de que en 1961 los medios de comunicación pasaran a manos de gobierno cubano, se creó una manera muy singular de manejarlos. Álvarez Quiñones nos describe el método fidelista de control, censura y autocensura:
Aunque suena raro, en Cuba no hay censores de cuerpo presente como los había en la Alemania nazi, o la España de Franco, e incluso más veladamente en los ex países comunistas de Europa. Sí hay oficiales visibles de la Contrainteligencia del MININT que controlan los movimientos y cualquier actitud no "ortodoxa" de los periodistas y de todo el personal en cada medio de prensa, sobre todo en las relaciones con extranjeros […]. Todo comunicador cubano tiene trazada en el piso una raya imaginaria que no puede pasar nunca, si quiere seguir en la profesión. Lo que sí hay en abundancia son funcionarios del Partido que se encargan de que esa autocensura funcione. El aparato a cargo de esta tarea y de diseñar las alabanzas al régimen y al socialismo es el Departamento Ideológico del Partido (DI), por mucho tiempo conocido como DOR, siglas de Departamento de Orientación Revolucionaria. Allí hay secciones de prensa escrita, radio y TV, etc., que vigilan que la raya no sea cruzada. En el mundo normal, los directores son los máximos responsables de lo que se publica. En Cuba no. Ninguno de los 200 directores de medios del país tiene autoridad para tomar decisiones importantes. Hace años sí había censores directos. En un tiempo, cuando en Granma yo escribía una columna sobre temas internacionales, ésta era enviada al departamento partidista mencionado y allí un funcionario la aprobaba o no. También las notas y reportajes de temas nacionales debían ser enviados a los ministros o directores de ramas para que los aprobasen.
Comparto con Roberto Álvarez Quiñones la convicción de que algún día el periodismo cubano "volverá a la senda que trazaron Félix Varela, José Martí, Juan Gualberto Gómez, Manuel Márquez Sterling, Jorge Mañach, Miguel Coyula, Nicolás y Pepín Rivero, Ramón Vasconcelos, Sergio Carbó, Manuel Valdés Rodríguez, Jess Losada, Eladio Secades, Gastón Baquero, Miguel Ángel Quevedo, Francisco Ichaso, Fernando Campoamor, Vicente Cubillas, Luis Gómez Wanguemert, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Franqui, Fausto Miranda, José Zacarías Tallet, Rodolfo Santovenia, Felo Ramírez, José Pardo Llada y Luis Conte Agüero". Sin embargo, ese "algún día" se aleja cada vez más, en tanto la libertad que el Fidel Castro de 1954 anhelaba no vuelva a ser parte de la vida cotidiana de mi país.
Hace treinta años, en una húmeda, angosta y ruidosa casa de un típico barrio habanero, con su letra menuda y sus tristezas, sentado en su gran mecedora, con su tablilla de trabajo al frente y tal vez entre las volutas del humo perfumado de un Montecristi o un cigarro más humilde, pues su paladar transitaba todas las escalas del refinamiento, José Lezama Lima escribía una de sus últimas cartas a su amiga de siempre, la filósofa española María Zambrano. No sabía que la muerte estaba apenas a unos meses de entrar definitivamente en su cuerpo, y las nostalgias, sin que pudiera explicarse por qué, guiaban su mano. Recordaba los años compartidos con la autora de La palabra perdida: "Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la desesperación", le decía. Y allí dejó una frase para mí inspiradora y que me sostiene en este ya largo exilio de mi patria: "usted estaba y penetraba en la Cuba secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá con formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada".
Por lo pronto, permítanme hacer una paráfrasis del párrafo de La historia me absolverá de Fidel Castro, que cité al principio de esta charla:
Os voy a referir una historia. Quizás algún día volvamos a tener en Cuba una república con su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso y tribunales donde todo el mundo pueda reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. Y que si el gobierno no nos satisface, podamos cambiarlo mediante elecciones libres y transparentes. Una república donde exista una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo se discutan libremente. Una república donde haya partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpite el entusiasmo. Ese pueblo que ha sufrido mucho y que desea ser feliz, porque a ello tiene derecho. Un pueblo al que han engañado muchas veces y mira el pasado con verdadero terror. Un pueblo orgulloso de su amor a la libertad que viva engreído de que la libertad (su libertad) será respetada como cosa sagrada. En fin, un pueblo que esté seguro de que nadie se atreverá a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Toda nuestra esperanza está cifrada en esa posibilidad.
Autor:
Alejandro Querejeta Barceló
Quito, 6 de octubre de 2009.