Roland Barthes dijo: "Nada tranquiliza más que una rebelión nombrada".[1] De modo que nada perturba más que una rebelión anónima, o peor, "desnombrada", descanonizada. El presente análisis fue concebido a la sombra de la exposición Andén 10: Heterónimos. Los otros de uno mismo, comisariada por Magaly Espinosa y Tamara Campo, en el Espai Cultural Caja Madrid, en Barcelona entre septiembre y octubre del 2005. Esta muestra está dedicada a esa rebelión de identidades, que calladamente suscita la cultura contemporánea. Diez artistas hispanoamericanos abordan diversas perspectivas, en relación con las condicionantes que hacen, que el individuo se vea hoy obligado a replantear, escamotear, o reinventar sus signos de identidad, frente a determinados cambios en su entorno social, político y cultural. Se trata tanto de entornos cambiantes, como de sujetos que cambian de entorno; estaciones cambiantes y cambiables. En tal sentido, estas prácticas de "de-nombramiento" resultan tranquilizadoras y protectoras en unos casos, y perturbadoras o desestabilizadoras en otros.
Esta exposición plantea dichas tensiones, desde un concepto literario que progresivamente se afianza en la esfera de lo visual. La heteronimia como ejercicio de escritura, tiene una historia tan extensa como la propia literatura y referencias tan antiguas como el Quijote, tal y como apuntase recientemente el profesor Javier Vilaltella.[2] Sin embargo, dentro de las artes visuales, este recurso suele asociare con el momento en que el arte se consagra a su autoconciencia, e incluye la conceptualización de sus mecanismos comunicacionales dentro de su universo ficcional. Este es el momento en que el artista, se ve necesitado de hablar desde otros agentes culturales, que le permitan guardar la distancia analítica necesaria para dicha tarea. Es de este modo, que el par Marcel Duchamp/ Richard Mutt se convierte en una referencia fundacional. Este par marca a su vez una doble extensión, dentro de este tipo de practica: la disociación del nombre propio y la del nombre común o genérico.
La disociación del nombre propio, la responsabilidad de Duchamp transferida a Mutt, trajo como consecuencia una amplia gama de recursos relacionados con el arte intertextual y citatorio. La conmutación del nombre propio provoca la atracción de un capital de autoridad ajeno –"si lo dijo aquel entonces es cierto"–, y al mismo tiempo expulsa la responsabilidad propia –"no lo he dicho yo". En relación con este tipo de ejercicio, el heterónimo clásico, pessoano, Andén 10… incluyó la obra de Fernando Rodríguez y su heterónimo Francisco de la Cal.
En 1993, la exposición Metáforas del Templo, colocó en el contexto artístico habanero, una nueva hornada de creadores que respondían a los diversos ángulos de un escenario sociocultural radicalmente cambiado. En dicha muestra, el par Fernando Rodríguez / Francisco de la Cal se convirtió en el epítome de un tipo de arte, que intentaba expandir los límites de la permisividad institucional, a través de recursos de ventrilocuismo. Estas nuevas poéticas fueron en su momento definidas por Tamara Díaz Bringas, desde el concepto de "repliegue autoral". Esta crítico de arte y curadora interpretaba este concepto como una especie de ruptura teológica, en la que el padre, que ha creado al hijo a imagen y semejanza, esquiva su paternidad pues tal imagen y semejanza lo delatan, lo ponen en evidencia.[3] Si la obra de arte, entendida "heideggerianamente", instala un mundo, el artista contemporáneo no quiere ser enteramente responsable de él.
Bajo esta circunstancia, surge la biografía de Francisco de la Cal, que el artista concibe como preámbulo para una suerte de novela visual, que por cerca de quince años se ha ramificado y complejizado. Francisco de la Cal, un carbonero oriundo de la Ciénaga de Zapata en Cuba, queda ciego en el año 1961 momento en que están ocurriendo cruciales transformaciones sociales producto de la emergente revolución cubana. En el año noventa, con sesenta y dos años de edad, Francisco, conoce al artista Fernando. Amante de la pintura, Francisco encuentra en Fernando el vehículo para materializar las obras que produce su imaginación. En principio estas obras refieren a la épica de los sesenta, que extrapolada a los noventa –los sesentas al revés, como diría Carlos Garaicoa– crea una narración y una estética hiperbólica, que amplifican a su vez una especie de "hipermetropía" entre realidad y discurso.
En tal sentido, el artista recurre a una ancestral técnica cervantina dentro del ámbito heteronímico, al representarse a sí mismo como un vehículo objetivo e imparcial, desde el cual habla el objeto de su propia ficción. Esta postura introduce un nuevo umbral narrativo, a la tradición del artista espejo y su ventana renacentista. Díaz Bringas define el uso que Rodríguez hace de este recurso, a través de la categoría literaria de "testimonio mediatizado".
De algún modo, esta práctica puede analogarse a lo que en la literatura constituye el testimonio mediatizado, en el cual el letrado traduce y legitima la voz del "otro" del que no tiene acceso a la escritura. Mediación que siempre procurará conservar, o construir, la oralidad del discurso del testimoniante. (…) Fernando funciona aquí como ese intermediario –legitimador y traductor– del ciego. El carácter narrativo y anecdótico de las piezas (…) así como su concepción pictográfica naïve, devienen señales de la rectitud de esa traducción. Representan el equivalente de lo que en el testimonio mediatizado se identifica como "el efecto de oralidad/ verdad". Ello significa aproximadamente lograr la impresión de, al menos una triple garantía: la de la voz del testimoniante; la de la verdad y realidad del testimonio; y la de la neutralidad del mediador.[4]
Este ejercicio pone en precario, una noción de compromiso intelectual anclada en la relación expedita de identificación intencional, entre el sujeto y el objeto de la enunciación. Francisco de la Cal es concebido como una especie de Richard Mutt, que se desplaza de la estética a la política. Ambos personajes actúan como sujetos ingenuos y extemporáneos, que no encuentran profanación en sus actos. Por su parte, Rodríguez aparece en un gesto duchampiano como mero facilitador, aun y cuando esta facilidad se exprese en el plano artesanal que Duchamp evadió. Los héroes populares y sus historias, las utopías colectivas y su exaltación sesentista, entran de un modo llano en la galería, de manos de Fernando pero en boca de Francisco. Sin esta otra voz, al mismo tiempo idealizadora y diáfana, la obra material hubiese resultado impresentable por irreverente.
Este punto en el que la autenticidad y el kitsch parecen reconciliarse, se repite en la obra Copia viva del artista catalán Jordi Mitjà, con ingredientes similares –el héroe popular a contratiempo, la utopía a medio hacer entre lo público y lo individual– pero desde otra forma de ventrilocuismo. Ya no se trata de la auto-ficcionalización del autor, sino del ofrecimiento de una identidad y un espacio propio a un sujeto anónimo y público. Del mismo modo que manifestaciones expresivas públicas y anónimas como el graffiti, han encontrado techo y nombre en museos y galerías de arte, esta pieza de Mitjà parece predecir un destino similar para el caso más representativo del arte urbano actual: los hombres estatuas. Se trata en este caso de uno de los más atractivos mimos de La Rambla de Barcelona. Una estatua de bronce del Che cautiva a los transeúntes del principal paseo peatonal de la ciudad condal. La atracción no se debe sólo al increíble parecido entre el actor y su personaje, sino además, a que esta estatua suele romper su silencio y su quietud fotográfica, para declamar extensos parlamentos guevarianos.
Cuando el paseante deposita la moneda, la estatua le extiende su mano y le pregunta su nombre y lugar de origen. A continuación el propio histrión le corresponde: "Me llamo Rubén y soy argentino". De esta manera, el escenario está planeado para que el errante pase de una posición de anonimato y vago cosmopolitismo, a otra de identificación y re-localización. La estatua rescata al paseante, del mismo modo que Mitjà rescata la estatua. Y ese rescate se materializa en el acto de nombrar, de cohabitar un espacio "nombrante".
Ese espacio es para el paseante el del mito, aquel que le señala entre la multitud y le habla de un sueño colectivo del cual se siente parte. El histrión sabe que la contemporaneidad y sus hedonismos, no han aplacado la mitopoiesis sino todo lo contrario. Esos sueños colectivos aún demandan un nombre propio, una apariencia antropomórfica y un pedestal con cierta garantía de perpetuidad. A diferencia del paseante, la estatua no transcurre en el espacio sino en el tiempo. Una estatua es como un árbol, su valor es el de decir después de mucho tiempo: "heme aquí". Ese efecto es gratificante para el individuo absorto en su velocidad. Eso lo sabe Rubén el argentino y es esa la razón por la que no imita al Che, sino a una estatua del Che. Con ella, le ofrece al paseante un sitio donde eternizar su minuto de silencio, por sus propias utopías insatisfechas.
Por su parte, el espacio "nombrante" es para la estatua, el aura de la galería o del museo. Es ese espacio el que transforma la estatua en escultura. Ya no es un hito de ciudad, que dialoga con observadores accidentales después de haber ganado su espacio entre anuncios publicitarios, fachadas de iglesias, semáforos y toda una iconosfera insaciable e incógnita. En su nuevo sitio, el objeto artístico recibe al espectador como un monarca que acoge a uno de sus fieles en su recámara. El aura de este espacio coloca al objeto en una genealogía estilística, que actúa de modo similar al del linaje de una dinastía. El objeto es nombrado y canonizado en relación con este legado. La neutralidad del "cubo blanco" le coloca en una situación comunicativa privilegiada. En este caso, Mitjà no desplaza la estatua-performance tal cual a la galería, sino que la somete a una nueva transformación morfológica mediante la cual actualiza y multiplica su linaje expresivo, al convertirla en video, fotografía, arte gráfico o "escultura bidimensional".
II
La disociación de nombre común o genérico, no ya Duchamp que se enmascara en Mutt, sino el artista que produce un acontecimiento de naturaleza artística desde la voz de un jurado de admisión, marca la irrupción de un tipo de artefacto artístico que para su concretización, exige que el artista hable desde otras instancias. Este segundo registro, ha adquirido una presencia significativa en el arte más reciente. En este caso, el desdoblamiento y ficcionalización del yo no ocurren debido a una necesidad expresiva, sino instrumental. De modo que no se trata de prácticas esencialmente poéticas sino performáticas.[5] Este momento tuvo su apogeo a través de las diversas vertiente del antiarte de finales de los sesenta y durante los setenta, y se pudiera decir que ha encontrado un nuevo momento en la actualidad, con el acceso de determinados discursos postcoloniales y de posguerra fría a los principales enclaves del arte internacional, sobretodo sancionado por Documenta 11 en Kassel, en 2002.
El artista de la neo-vanguardia, que hablaba desde el curador o el museógrafo, del modo en que lo hiciese Marcel Broodthaers, para revelar los dispositivos de conformación del valor artístico que detenta el museo, reaparece en figuras como Meschac Gaba, quien extiende este legado hacia la puesta en evidencia del trato de dicha institución, con la emergente producción artística africana. El artista que habla desde el arquitecto para visualizar perspectivas ideológicas a través de estructuras arquitectónicas, encontró un escenario renovado de diálogo intergeneracional en dicha mega-exposición. Las utopías situacionistas que visualizara Constant en el entorno del mayo parisino del sesenta y ocho, interactúan con los modelos creados por Carlos Garaicoa desde la Cuba post-soviética. El artista conceptual que hablaba desde el coleccionista o el archivista, Art and Language u On Kawara, para discursar acerca de los resortes memoriales inmanentes al arte, encuentra un campo expandido a partir de artistas como Sanja Ivecovic o Walid Raad, que reorientan este arsenal hacia procesos socio históricos concretos.
Esta zona de escamoteo de la identidad genérica, nos hace preguntarnos; ¿Qué sucede cuando el artista no sólo intenta desdibujar su autoría, su nombre propio con el que se le reconoce individualmente; sino además, su condición misma de artista, su nombre común con el que se le reconoce socialmente? ¿Qué pasa cuando un artista produce un artefacto que no sólo oculta cualquier vestigio de subjetividad, sino además, que encubre los signos vitales de artisticidad?
La pérdida de centralidad del sujeto individual y del sujeto social son solamente concebibles desde un espacio de autonomía.[6] La institución arte es portadora de un discurso suficientemente autónomo, que permite que la pérdida de la autoría no signifique la pérdida de la autoridad. Hablamos del escamoteo o el descentramiento de la identidad, no de su desaparición. Lo que impide tanto la muerte del autor (del nombre propio) como del artista (del nombre genérico) es el discurso institucional del arte, que ha asimilado y asentado la tradición duchampiana. El artista contemporáneo prescinde de la firma dentro de su obra, pero la institución artística se encarga de acodarla fuera de ella.
Las operaciones duchampianas fueron reconocidas como artísticas, solamente después de que el discurso institucional del arte fijó las coordenadas en las cuales, se reconoce que el autor material e intelectual de un objeto artístico podían no ser el mismo, partiendo de la idea de que el arte no está constituido únicamente por su patrimonio objetual. El gran legado duchampiano fue el de expandir los límites de la institución arte, hasta el punto de aceptar y autorizar esa anarquía onomástica, que permite hoy incluir una vasta producción artística relacionada con el tráfico de la autoría.
Sin embargo, no todos los contextos de producción simbólica son respaldados por un discurso legitimador autosuficiente. En esos caso la heteronimia es un lujo. Es éste el punto en el que comenzamos a hablar de las políticas de la heteronimia. La heteronimia es reconocida como artísticamente legítima, si se participa de las reglas del juego de la institución arte. Hay contextos en los que el artista no puede jugar a subvertir su condición de artista, cuando esta está sujeta a duda, cuando su status de artista no esta confirmado.[7]
Retomando la metáfora del "andén" que propone esta exposición, en el contexto artístico actual de idas y vueltas, de entrecruzamientos de acentos y rostros, existen voces obligadas a emblematizar su identidad no importa cuán lejos hayan llegado en sus desplazamientos inter-estacionarios, y cuán atrás hayan quedado sus contextos de origen. En tal sentido, las prácticas relacionadas con la heteronimia como procesos voluntarios de desidentidad, podremos entenderlas en el marco de la llamada cultura global, sólo si las colocamos en una relación tensionante con su opuesto, es decir, con los procesos obligatorios de hiper-identificación.[8]
El arte africano es el caso más evidente dentro de las aún llamadas periferias culturales, en cuanto a las exigencias de sobre exponer su identidad geocultural; lo que Malinowski llamaba "su coeficiente de rareza". Evadir este impuesto de acceso a la mencionada plataforma institucional del arte, suele ser penalizado con acusaciones de occidentalizado, sucedáneo, mimético, etcétera. Sin embargo, en proceso inverso, un artista que participa de las reglas del juego se encuentra libre de amortización, a la hora de usufructuar identidades culturales ajenas. No por eso sería tachado de orientalizado, africanizado, primitivo o naïve. Aparecerán los términos de orden tales como los empleados en presente análisis: intertextualidad, ventrilocuismo, identidades múltiples, y similares.
En este panorama, la producción artística emergida de los enclaves postcoloniales ha asentado cierta tradición, en relación con un tipo de estrategia mediante la cual, el objeto observado se coloca en la posición del sujeto observador. Las nuevas máscaras africanas tienen rostros de curadores, antropólogos, historiadores, naturalistas, etcétera. Si tomamos como referencia la exposición actualmente itinerante Africa Remix, la más abarcadora muestra de arte africano contemporáneo realizada en Europa, nos daremos cuenta de que es casi imposible detectar recursos cercanos a la heteronimia sensu stricto, la transfiguración del nombre propio. Sin embargo, esta muestra pone de relieve una zona significativa relacionada con el juego de identidades genéricas, que manipula concientemente la imagen que el ojo de Occidente tiene de la cultura africana.
Tal es el caso del artista beninés Meschac Gaba, quien desde la diáspora africana en Europa ha venido desarrollado la serie Museo de Arte Contemporáneo Africano.[9] Desde 1997, Gaba ha exhibido en diversas exposiciones, los departamentos y servicios de un supuesto Museo de Arte Africano Contemporáneo: la librería, la tienda, el restaurante, el departamento infantil…; irónicamente, todas las instalaciones periféricas pero nunca la colección misma del museo destinado a un arte asumido como inexistente.
Bajo principios broodthaersianos equipolentes, Andén 10… exhibe la obra Manta Museum de la artista peruana Sandra Gamarra. Esta pieza alude a otro espacio artístico irreal; el LIMAC (Museo de Arte Contemporáneo de Lima). En este caso, un vendedor ambulante exhibe en una alfombra, objetos relacionados con la identidad gráfica y la promoción del virtual museo; los souvenirs de una ilusión. Sin embargo, también introduce una colección de proyectos de obras de artistas peruanos que justificarían el sentido de un museo de esta naturaleza.
Manta Museum recuerda la noción de musée imaginaire desde la que André Malraux hablaba de un museo sin paredes.[10] Esta noción recogía el espíritu de la segunda posguerra, en relación con la democratización del valor artístico. Sin embargo, este valor expandido es orientado hacia otra dirección en la propuesta de Gamarra. Similar a los hombres-estatuas tematizados por Jordi Mitjà, la artista limeña alude en este caso a la economía flotante de la ciudad contemporánea. Es éste un sutil ejercicio desinflacionista, en el cual el valor de uso de las grandes narrativas como la ideología o el arte, es abordado desde su mero valor de cambio y reducidos a la escala del mercado de menudeo de la economía sumergida; "minimalizados" al rango de arte e ideología de contrabando.
La cultura del andén también responde a estas cualidades. La estación es un parque temático y apologético de la ciudad a la que sirve de umbral. Es ésta el mercado donde el paseante puede adquirir una copia o versión facsimilar, de la identidad de la ciudad que no ha alcanzado a ver. Estos objetos por lo general aluden a una identidad ajena, pero carecen de identidad propia. Como señala la autora, el comprador estará a solas con sus deseos, frente a productos que no preservan huellas de su lugar de confección o de sus canales de distribución.[11] No hay certificados de autenticidad pero tampoco aranceles aduanales. Una cartera Gucci o un reloj Rolex, nombres propios, falsos pero fieles, pasan del bolsillo elitista al masificado. De este mismo modo se desplazan los objetos de arte hacia el museo portátil, aeroportuario y duchampiano de Gamarra. Desde la perspectiva del valor de cambio de la identidad genérica, la obra Caminos Cruzados de la artista cubana Tamara Campos, exhibida en Andén 10… aborda un fenómeno relativamente reciente en el escenario artístico cubano: el mercado del arte. Caminos Cruzados habla de personajes económicamente precisados a desdoblar sus vidas. Una artista desarrolla dos tipos de obras y de personalidades artísticas que considera antitéticas. Por su parte, una científica eminente trabaja como comerciante de arte y promueve el lado comercial de la mencionada artista.
La comercialización artística, dentro de un marco general de contactos con la economía de mercado, definieron social y artísticamente a la generación de Campos. Desde inicios de los noventa, el imaginario de héroes y consignas de Francisco de la Cal, tuvo que compartir su espacio con los anuncios comerciales de Philips, Seiko o Freixenet. La toma de conciencia del valor de cambio de la cultura, abarcó tanto el patrimonio artístico como el ideológico. [12]Fue éste un curioso escenario de desplazamientos desde un discurso de identidad onanista a otros de identidad polígama; de lo idiosincrático a lo "ideosincrético". Este escenario de complicidad entre supuestos incompatibles, generó dentro del contexto artístico cierta esquizofrenia, cuando la subjetividad fue confrontada con una doble agenda. En un contexto social de extendida persistencia heteronímica –de cirujanos taxistas, de profesores artesanos y de economistas cantineros– el artista se debate entre la vertiente analítica que caracterizó a sus predecesores y los imperativos estéticos que le permiten abarcar un segmento más amplio de consumidores.[13]
A diferencia del Rubén histrión, el cual declara simpatía por su objeto de representación, Campos se auto condena a realizar un tipo de arte que antagoniza con sus presupuestos de artisticidad. La artista cubana tuvo que desarrollar habilidades instrumentales que rivalizaban con su personalidad artística. O sea, su fábula sobre identidades múltiples, demandó de la propia Campos un arduo ejercicio de transmutación de identidad. Sus pinturas son ante todo performances, que manipulan concientemente los parámetros tradicionales de artisticidad socialmente aceptados, y que aun hoy se consideran dominantes. [14]La llamada "restauración del paradigma estético", enunciado con el que teóricos como Lupe Álvarez definieron la generación de Tamara Campos, no significó la reinserción del artista dentro de la dinámica de rupturas arquetípicas que supone la experiencia estética, sino simplemente, la usurpación de dichos arquetipos. Se trata de la restauración de un canon y no de un espíritu.
III
Ambas formas de disociación de identidades, la individual y la genérica, conducen a un nuevo umbral en el que se erosiona el muro de contención desde el cual la cultura moderna definió su campo, basado en el concepto de autenticidad. La nueva crisis del concepto de autenticidad, no se asocia con procesos inherentes a la evolución de la imagen, como ocurrió con el advenimiento de los neos –barroco, clasicismo, historicismo– en los ochenta. Actualmente el emplazamiento o desplazamiento del concepto de lo auténtico, se genera desde imperativos culturales marcados por la propia dinámica globalizarte. Teniendo en cuenta los casos analizados en Andén 10…, ante una convocatoria curatorial relacionada con la heteronimia, una parte significativa de las respuestas están asociadas con culturas y medios de vida alternativos, en los que ocasionalmente nos introducimos y que multiplican nuestras biografías y nuestro sistema referencial.
Frente a los neos estéticos ochentistas que contaminaron la nomenclatura iconográfica, concluiría el presente análisis mencionando al neoísmo, como intento de disolución de los límites entre la cultura institucional –o nombrable– y las prácticas culturales residuales, "desnombradas" o "subnombradas". [15]Es éste un caso extremo en relación con los modelos culturales alternativos a los que hace alusión Andén 10… Las prácticas neoístas intentan poner en precario el capital fundamental de la institución arte, que es su autoridad nombrante, mediante la quiebra de la relación entre la individualidad artística y el nombre propio. El neoísta, cualquier sujeto, habla desde una serie de identidades ficticias y multiples que responden a nombres como Karen Eliot, Monty Catsin, o Luther Blissett. Cada uno de estos nombres responde a una personalidad especifica inicial, que se desarrolla y ramifica a partir del aporte artístico y discursivo de todo aquel que habla por ellos. O sea, cada cual puede ser uno de estos sujetos pero sólo en el momento del habla. A su vez, convertirse en ellos implica convertirse en todos los sujetos que previamente hablaron desde ellos.
Mediante estas acciones de sociabilidad heteronímica, el concepto de individuum como base de la originalidad, la noción central de la axiología del arte, se sustituye por el de condividuum, entendido como "singularidad múltiple". Esta postura se radicaliza cuando el neoismo manifiesta una apología del plagio. La consagración del plagio como heteronimia radicalizada, supondría el colapso de la cultura y la sociedad contemporánea abaluartada en la llamada "identidad intelectual", el copyright, el trademark. "Desnombramiento" equivale a desmembramiento.[16]
Si el heterónimo pessoano pudiera entenderse como una ficción o como un alter-ego, la multiplicidad de las identidades genéricas, o sea, la alteridad o ficcionalización del agente cultural, expanden el desvelo moderno sobre la autenticidad individual a la autenticidad de los sistemas disciplinares. Ya no se trata de la invasión de sujetos y obras apócrifas sino de campos apócrifos. En el panorama artístico descrito, ambos conflictos conviven: el de la autenticidad expresiva que emerge la desidentificación del autor, junto al de la autenticidad conceptual que emerge de la desidentificación del campo discursivo. En el espacio galerístico se ofrecen indistinguiblemente archivos e imitaciones de archivos, planos arquitectónicos e imitaciones de planos arquitectónicos, incluso proyectos curatoriales e imitaciones de proyectos curatoriales. [17]
En el marco de la teoría literaria, los conflictos de autenticidad autor-texto fueron aplacados bajo la afirmación post-estructuralista, de que todo texto es un ejercicio intertextual que inevitablemente refiere a una secuencia infinita de textos precedentes, que comparten su mismo patrimonio significante. En el marco de la cultura visual, que apunta incluso a la quiebra de la distinción entre el nombre propio y el genérico, pudiéramos igualmente argumentar que cada vez que asociamos un nombre con diversos objetos de arte, estamos ejerciendo la heteronimia, pues si a cada instante ya no somos ni individual ni socialmente el mismo, cada producto debía llevar una firma distinta. El nombre, propio o común, generalmente dice poco o nada del objeto al cual señala. Duchamp, Pessoa, gótico o modernidad son códigos prescindibles o sustituibles. Es precisamente este entorno de plurivocidad que algunos llamaron postmoderno, el que me permite, intercambiando mi voz con la de Díaz Bringas, citar al mismo tiempo y sin protocolos, a voces que responden a registros y cronotopos desiguales como Heráclito, Rimbaud y Borges. Y ellos dirían: "No bajarás dos veces al mismo río, no sólo porque el río es otro sino porque tu yo es también otro". O sea, no habrá un objeto de arte creado dos veces, no sólo porque la unicidad es aún un valor inherente a la propia definición de objeto de arte; sino además, porque la multiplicidad comienza a instalarse en la definición de artista.
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