Problemas psicosociales durante la adolescencia (página 2)
Enviado por Ing.+ Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
La bulimia nerviosa es otro trastorno de la conducta alimentaria que se caracteriza por la alternancia de atracones de comida y conductas purgativas o compensatorias con las que se pretende evitar la ganancia de peso (vómitos, uso de laxantes, ejercicio físico intenso). En la bulimia nerviosa, hay una excesiva preocupación por la comida y un trastorno en el control de los impulsos, con una gran dificultad para evitar los atracones o acabarlos, consumiendo grandes cantidades de comida en periodos cortos de tiempo. Los chicos y chicas con este trastorno, a diferencia de los anoréxicos, son conscientes de que su comportamiento alimentario no es normal y que su preocupación por su imagen corporal es exagerada, es decir, tienen conciencia de que sufren un trastorno. Por otro lado, no presentan problemas de peso que pongan en peligro sus vidas ya que la mayoría suele mantener un peso normal. Al igual que en el caso se la anorexia, pueden considerarse dos tipos de bulimia, una de tipo purgativo, que incluye vómitos o uso de laxantes y diuréticos, y otra no purgativa, en la que se acude al ayuno o al ejercicio intenso para compensar los atracones.
Prevalencia de los trastornos de la conducta alimentaria.
No puede decirse que estos trastornos sean un problema reciente ya que las primeras descripciones se casos clínicos se remontan varios siglos atrás, no obstante las cifras de prevalencia en la mayoría de los países del mundo occidental han experimentado un notable aumento en las últimas décadas, especialmente entre las chicas de menos de 20 años. En el caso de la anorexia la prevalencia se sitúa algo por debajo del 1%, mientras que la bulimia oscila entre el 1 y 3% (Peláez, Labrador y Raich, 2005). Hay una proporción más elevada de chicas que de chicos que sufren estos trastornos, de forma que por cada chico con anorexia hay 10 chicas con ese problema; en el caso de la bulimia la proporción es de 5 a 1. Teniendo en cuenta esos datos, se puede afirmar que los trastornos de la conducta alimentaria constituyen hoy día la tercera enfermedad crónica entre la población femenina adolescente y juvenil en países occidentales.
En cuanto a la edad de inicio, la anorexia nerviosa comienza muy pronto, generalmente en torno a la adolescencia inicial o media, aunque se observan algunos casos antes de la pubertad (Field et al., 1999). Con frecuencia aparece tras un periodo en que se ha seguido una dieta que ha ido intensificándose en la medida en que la dieta ha tenido éxito y se ha perdido peso. La bulimia suele comenzar algo más tarde, hacia el final de la adolescencia o comienzo de la adultez temprana. Muchas chicas que desarrollan un trastorno bulímico tenían sobrepeso y los primeros atracones aparecieron en un momento en el que estaban siguiendo una dieta de adelgazamiento. Muchas adolescentes con trastornos alimentarios llegan a recuperarse totalmente después de un único episodio, otras presentarán un patrón fluctuante de ganancia de peso seguida de recaídas, mientras que en algunos casos se observa un deterioro progresivo crónico a lo largo de los años, de muy difícil curación.
Consecuencias y factores de riesgo relacionados con los trastornos de la conducta alimentaria.
Tanto la anorexia como la bulimia nerviosas pueden tener consecuencias físicas muy graves, especialmente en el caso de niños y adolescentes. La anorexia puede provocar trastornos digestivos, disminución de la densidad ósea, trastornos hormonales, cambios en neurotransmisores, pérdida de la menstruación y retraso en el crecimiento.
Algunos de estos cambios suelen ser considerados marcadores biológicos de la depresión, lo que sugiere que el estado de ánimo depresivo presente en muchas adolescentes que siguen dietas muy estrictas puede deberse a la reducción de la ingesta de alimentos.
La bulimia también tiene secuelas graves, como los problemas en boca, dentadura y esófago, como consecuencia de la exposición repetida a los ácidos gástricos. Los daños estomacales y las hernias de hiato son también frecuentes. En algunos casos, tanto la anorexia como la bulimia pueden causar la muerte, así algunos estudios encuentran porcentajes comprendidos entre el 3 y el 6% de fallecimientos tras periodos prolongados (de 5 a 12 meses) de anorexia. De esas muertes la mitad corresponden a suicidios, mientras que la otra mitad son debidas a problemas de salud originados por la anorexia (Neumarker, 1997).
De todas las conductas problemáticas presentadas en este capítulo, quizá sean los trastornos en la conducta alimentaria los que hayan generado un mayor número de teorías explicativas sobre su etiología. Los factores de riesgo abarcan desde los modelos culturales hasta los biológicos; entre los primeros se ha destacado la importancia que se otorga en nuestra cultura al atractivo físico y a estar delgado, que lleva a muchas chicas a sentirse muy poco satisfechas con un cuerpo que ha podido ganar peso como consecuencia de la pubertad, lo que explicaría la mayor incidencia de anorexia tras los cambios puberales. Las presiones por estar delgadas pueden venir del entorno familiar por parte de padres que quieren tener hijos e hijas físicamente atractivos o que se muestran preocupados por su propio peso (Attie y Brooks-Gunn, 1989). Muchos chicas anoréxicas provienen de familias de nivel económico y educativo alto que valoran mucho el esfuerzo, la competitividad y los logros. Estas chicas suelen ser perfeccionistas y fijarse unos objetivos muy elevados, y se muestran muy estresadas cuando no son capaces de alcanzarlos. A veces la presión para estar delgada o seguir una dieta viene del grupo de iguales, cuando estos otorgan mucho valor al aspecto físico y rechazan a los chicos y chicas con sobrepeso.
En relación con los factores biológicos, en la actualidad se está estudiando el papel que desempeñan algunos neurotrasmisores que controlan el hambre, el apetito y la digestión, ya que en algunos sujetos que presentan trastornos alimentarios se encuentran desequilibrados, aunque el significado exacto y las implicaciones de estos desequilibrios aún no se conocen con exactitud. La importancia de los factores genéticos se pone de manifiesto en el hecho de que con mucha frecuencia los trastornos de la conducta alimentaria se presentan en varios miembros de una familia.
Intervención sobre los trastornos de la conducta alimentaria.
La mayoría de los programas de prevención primaria que tratan de evitar que surjan trastornos de la conducta alimentaria suelen comenzar en la adolescencia temprana y van dirigidos a compensar los efectos negativos de algunos factores de riesgo. Estos programas preventivos, que suelen formar parte de un currículum más amplio relacionado con la salud, incluyen información sobre dietas saludables y no saludables, análisis del papel que desempeñan los medios de comunicación en el establecimiento de estándares físicos casi imposibles de alcanzar y estrategías encaminadas a aumentar la autoestima y la aceptación del propio cuerpo. Desafortunadamente, existe poca evidencia empírica acerca de la eficacia de estos programas, ya que aunque consiguen aumentar la información acerca de los trastornos alimentarios, no parecen reducir su incidencia. Incluso, en algunos casos se han encontrado efectos contraproducentes, aumentando los trastornos a medio plazo (Carter, Stewart, Dunn y Fairburn, 1997). Otros esfuerzos se dirigen a detectar adolescentes que sufran anorexia o bulimia y derivarlos a servicios de tratamiento.
El tratamiento de estos trastornos requiere un enfoque multidimensional que incluye el aumento de peso y la estabilización de funciones metabólicas, el cambio de los patrones de alimentación, la reducción de las emociones negativas y de los patrones de pensamiento destructivo y la mejora de las relaciones familiares. Algunos terapeutas de familia consideran que el trastorno es el resultado de un funcionamiento familiar conflictivo y que es necesario cambiar dicho funcionamiento para suprimir el trastorno alimentario del chico o chica adolescente (Minuchin, Rosman y Baker, 1978). La hospitalización puede ser necesaria en casos anorexia nerviosa de extrema gravedad, cuando la desnutrición es severa y las complicaciones para la salud son importantes, y también cuando el adolescente presenta una depresión profunda y hay sospechas de que puede realizar alguna tentativa de suicidio.
Cuadro 4: Señales de alerta para la detección de la anorexia nerviosa
1) Preocupación excesiva por el peso y la imagen.
2) Mirarse al espejo y negar que se está delgada
3) Perder mucho peso en muy poco tiempo
4) Tener miedo a engordar
5) Si es chica, no aparece o le falta la regla durante varios meses (amenorrea)
6) Evitar las situaciones sociales en las que tiene que comer
7) Realizar ejercicio físico de forma muy intensa.
6. Conductas de asunción de riesgos.
Aunque algunos autores no establecen diferencias entre conductas de asunción de riesgos y de búsqueda de sensaciones, puede decirse que las primeras son un subconjunto de las segundas. Así, la búsqueda de sensaciones es la necesidad de nuevas experiencias que conllevan una activación fisiológica y una excitación psicológica. Algunas actividades y comportamientos como la escalada, el esquí, el consumo de alcohol, las relaciones sexuales sin protección o el robo en grandes almacenes, pueden considerase conductas de búsqueda de sensaciones, ya que una de las principales razones para implicarse en ellos es la excitación fisiológica derivada de su práctica. Muchas de estas conductas no suelen entrañar demasiado riesgo —esquiar, montar en la montaña rusa—, y podemos considerarlas conductas de búsqueda de sensaciones sin más. Sin embargo, la implicación en otras actividades como conducir bajo los efectos del alcohol, mantener relaciones sexuales sin protección o robar, puede conllevar una alta probabilidad de consecuencias negativas sociales o personales a corto o medio plazo.
Factores relacionados con las conductas de asunción de riesgos durante la adolescencia.
Aunque ambos tipos de comportamientos pueden encontrarse en sujetos de todas las edades, son mucho más frecuentes durante los años de la adolescencia (Arnett, 1992), por lo que su prevención requiere una atención especial en esta etapa evolutiva. Son variadas las razones que distintos autores han propuesto para explicar esta mayor implicación de los adolescentes en conductas de riesgo, y algunas de ellas son de carácter cognitivo. Por ejemplo, la tendencia del adolescente a considerarse invulnerable, y sus limitaciones para el razonamiento probabilístico que le lleva a una infravaloración del peligro derivado de su implicación en conductas arriesgadas. Por otro lado, para el adolescente las consecuencias inmediatas de su comportamiento pesarán más en sus decisiones que los probables resultados a largo plazo (Gardner, 1993). Esta forma de pensar suele verse reforzada por los compañeros que suelen mostrar estilos cognitivos similares, y que van a admirar a aquellos chicos y chicas que asumen más riesgos, por lo que la presión del grupo de iguales va a ejercer en muchos casos una influencia decisiva.
Los modelos explicativos basados en los déficits cognitivos del adolescente, han sido complementados recientemente por algunos estudios realizados el campo de las neurociencias (Steinberg, 2007). Las investigaciones realizadas en este área durante los últimos años han relevado que el córtex prefrontal, que tiene un papel destacado en la planificación de acciones, la toma de decisiones y la autorregulación del comportamiento se encuentra aún inmaduro al comienzo de la adolescencia, ya que hasta final de esa etapa o la adultez temprana no alcanzará su madurez definitiva. Sin embargo, esa inmadurez es aún mayor en años anteriores a la pubertad, cuando las conductas de riesgo muestran una menor incidencia. Por lo tanto, es preciso buscar un elemento adicional que justifique el brusco incremento de las conductas de asunción de riesgos tras la pubertad. El candidato mejor situado es el sistema mesolímbico relacionado con la motivación y la recompensa, que se activa como consecuencia de la implicación del sujeto en actividades recompensantes, como el sexo, y motiva al sujeto a la repetición de dichas actividades. Este sistema muestra una hiper-excitabilidad como consecuencia de los cambios hormonales propios de la pubertad, lo que supone que en la adolescencia, especialmente en sus primeros años, existe un claro desequilibrio entre el sistema mesolímbico de recompensa muy propenso a actuar en situaciones que puedan deparar una recompensa inmediata y un sistema prefrontal autoregulatorio que aún no ha alcanzado todo su potencial, y que tendrá muchas dificultades para imponer su control inhibitorio sobre la conducta impulsiva. En aquellos casos de adolescentes que experimentan la pubertad muy precozmente, los riesgos pueden ser aún mayores puesto que la excitación mesolímbica consecuente a los cambios puberales coincidirá con una menor maduración del sistema cognitivo, ya que el desarrollo del córtex prefrontal es independiente del timing puberal y sólo depende de la edad o de algunas experiencias intelectualmente estimulantes (Oliva, 2007).
El alcohol y otras drogas van a favorecer también de forma clara la implicación en conductas de riesgo y temerarias. Por una parte van a alterar la capacidad del adolescente para evaluar los peligros potenciales de una determinada conducta y centrarse en los beneficios inmediatos (Arnett, 1992). Pero, además, el alcohol es un depresor del sistema nervioso, por lo que el adolescente que se encuentre bajo sus efectos va a necesitar asumir una mayor riesgo para experimentar el mismo nivel de excitación (Apter, 1992).
Por lo general, los hombres se implican en conductas de riesgo más que las mujeres a todas las edades, aunque las diferencias son menores en la adolescencia temprana que en la tardía (Byrnes, Miller y Schafer, 1999). Algunos autores han señalado como causa de estas diferencias el hecho de que en condiciones normales las mujeres tienen niveles más altos de activación fisiológica, por lo que cualquier añadido puede resultar incómodo, y esta activación extra sería percibida más como ansiedad que como excitación. En cambio, en el caso de los varones, sus niveles más bajos de activación les llevarían a buscar experiencias arriesgadas que son vividas de forma positiva (Zuckerman, 1990). Por otra parte, los factores culturales también ejercerán su influencia sobre estas diferencias de género, ya que la socialización ejerce presiones diferentes sobre chicos y chicas: de ellos se espera que sean atrevidos y arriesgados, y de ellas prudentes y cautas.
Las ventajas evolutivas de las conductas de asunción de riesgos.
A pesar de las evidentes consecuencias negativas de estas conductas, también podríamos pensar en los beneficios que podrían derivarse de la asunción de riesgos o retos. Así, nos atrevemos a afirmar que asumir determinados riesgos conlleva ventajas desde el punto de vista evolutivo, y por lo tanto, existirían razones para su mantenimiento. La conceptualización de Erikson de la adolescencia como una etapa de moratoria psicosocial, en la que la experimentación con ideas y conductas —dentro de unos límites— es un requisito para el logro de la identidad y de la autonomía personal, apuntaría en esta dirección. Frente a la concepción de la asunción de riesgos como un problema, especialmente durante la adolescencia, tendríamos que admitir la idea del riesgo como una oportunidad para el desarrollo y el crecimiento personal, y algunas conductas temerarias del adolescente pueden funcionar como indicadores de la transición a un estado más maduro. Para apoyar esta idea no faltan los estudios longitudinales que encuentran que conductas de riesgo, como el consumo moderado de ciertas drogas durante la adolescencia, están relacionadas con un mejor ajuste psicológico en la adultez temprana (Oliva, Parra y Sánchez-Queija, 2008; Shelder y Block, 1990). Es posible que una actitud adolescente conservadora y de evitación de riesgos esté asociada a una menor incidencia de algunos problemas comportamentales y de salud, sin embargo, también es bastante probable que esa actitud tan precavida conlleve un desarrollo deficitario en algunas áreas, como el logro de la identidad personal, la creatividad, la iniciativa personal, la tolerancia ante el estrés o las estrategias de afrontamiento (Oliva, 2004).
Intervención sobre las conductas de asunción de riesgos.
Si tenemos en cuenta que algunos de los factores relacionados con las conductas de riesgo tienen que ver con las características del pensamiento adolescente, es importante hacer conscientes a chicos y chicas de sus procesos de pensamiento y de cómo esos procesos pueden conducirlos a una serie de consecuencias negativas a largo plazo. Por ejemplo, puede ser muy eficaz ayudarlos a analizar algunas de las estrategias publicitarias utilizadas para promover el uso del alcohol o del tabaco. Muchos anuncios dirigidos a los jóvenes contrarrestan el anuncio que las cajetillas deben incluir sobre las consecuencias negativas que el tabaco conlleva para la salud, con una apelación a los beneficios inmediatos de este hábito —prestigio social, excitación derivada de la implicación en una conducta de riesgo—, y una infravaloración del peligro a largo plazo, lo que encaja bien con las características cognitivas de los adolescentes.
Otra estrategia diferente para reducir estas conductas consiste en dar a los adolescentes algunas alternativas más saludables para lograr los mismos objetivos que pueden obtener mediante las conductas temerarias. Así, es posible asumir riesgos de forma menos peligrosa a través de actividades como, por ejemplo, participar en competiciones deportivas, en cursos de escalada o de esquí. Estas actividades deportivas o de ocio, no sólo proporcionan excitación y activación fisiológicas, sino que permiten al adolescente sentirse competente y fomentar su identidad y autonomía.
El consumo de drogas es probablemente una de las conductas de asunción de riesgos más frecuentes durante la adolescencia, y aunque la simple experimentación no tiene por qué suponer una amenaza para la salud y el ajuste psicológico de chicos y chicas, en algunos casos el uso esporádico se convertirá en un consumo habitual o abusivo que interferirá con las obligaciones familiares, escolares o laborales del adolescente. Si tenemos en cuenta que en nuestra sociedad el consumo de sustancias como el alcohol está ampliamente aceptado y forma parte del estilo de vida de la mayoría de adultos, no resulta extraño que su consumo sea considerado por muchos adolescentes como un indicador del acceso a la adultez y sea utilizado para demostrar su madurez y aumentar el prestigio frente al grupo.
Como ocurre con otros problemas propios de la adolescencia, existen muchos estereotipos al respecto que no siempre guardan relación con la realidad. Entre ellos se encuentra la idea generalizada de que los jóvenes actuales consumen sustancias en mayor proporción que los de generaciones anteriores, o que este consumo se debe fundamentalmente a la presión de los iguales, o que es el responsable de la mayoría de los problemas propios de esta etapa. Como vamos a exponer más adelante estas afirmaciones no siempre se corresponden con la realidad, y se basan en creencias generalizadas pero con poco apoyo empírico.
Prevalencia y trayectorias evolutivas del consumo de sustancias.
En la actualidad disponemos en nuestro país de estudios sólidos que nos informan periódicamente del consumo de sustancias entre adolescentes, como el Health Behaviour in School Aged Children (HBSC; Moreno, Muñoz, Pérez y Sánchez-Queija, 2005; Moreno et al., en prensa) o la encuesta del Plan Nacional de Drogas sobre el uso de drogas entre estudiantes de secundaria (Ministerio de Sanidad y Consumo, 2007), que cada 2 y 4 años respectivamente recogen información de adolescentes españoles escolarizados. Estos estudios coinciden en señalar que el tabaco y el alcohol son las drogas legales más consumidas entre los adolescentes. Los datos del Plan Nacional de Drogas indican que más de la mitad de los adolescentes declararon haber consumido alcohol durante el último mes, mientras que en el caso del tabaco el porcentaje ronda el 25%. Entre las drogas ilegales el cannabis es con mucha diferencia la más consumida, ya que aproximadamente la cuarta parte de los adolescentes la han consumido alguna vez. El porcentaje de quienes han consumido cocaína es inferior al 5%, y el de quienes han consumido éxtasis o alucinógenos baja del 2%, aproximadamente. Los datos de consumo en Estados Unidos (Johnston, O"Malley y Bachman, 2003) y en otros países europeos (HBSC, 2001/2002) presentan un panorama semejante en cuanto a cuáles son las sustancias consumidas, aunque el consumo en algunos de estos países es algo más elevado que en España. Los datos también indican que aunque la mayoría de chicos y chicas ha experimentado con alcohol, tabaco y cannabis, y que muchos consumen algunas de estas sustancias de forma más o menos habitual, el consumo de otras sustancias es infrecuente y sólo una proporción muy baja de adolescentes realizan un consumo abusivo. El hecho de que sean el alcohol y el tabaco las drogas más consumidas indica que desde el punto de vista de la salud, los programas de prevención deben centrarse de forma prioritaria en estas sustancias.
Figura 1. Porcentaje de chicos y chicas que han consumido alguna vez cada una de las siguientes sustancias – Fuente: Estudio HBSC-2006 (Moreno et al., en prensa).
En cuanto a la tendencia histórica que ha seguido el consumo de estas sustancias, los datos del Plan Nacional de Drogas, que se inicio en 1994, indican un decremento más o menos continuo del consumo de alcohol, una cierta estabilización en el caso del tabaco, y una tendencia ascendente entre 1994 y 2004, con un descenso en 2006, en el consumo de cannabis. El informe Juventud en España 2004 (Aguinaga et al., 2005) coincide en la disminución del consumo de alcohol y en un adelanto en la edad de iniciación. No existen datos fiables referidos al consumo antes de 1994, por lo que cualquier referencia a un menor consumo en generaciones anteriores se basará necesariamente en apreciaciones subjetivas y poco rigurosas. En países, como Estados Unidos, con registros que se remontan más tiempo atrás, tampoco se observa un aumento claro en el consumo, ya que aunque aumentó hasta mediados de los 70 luego comenzó a descender para volver a aumentar a principios de los 90 y estabilizarse posteriormente. Estas fluctuaciones en la prevalencia de consumo parecen estar relacionadas con los cambios en la percepción que tienen los adolescentes del daño que provocan las drogas, lo que pone de manifiesto la importancia de los mensajes que padres, educadores y medios de comunicación dirigen a la juventud acerca del uso de drogas (Johnston et al., 2003).
En cuanto a las diferencias de género, en España, al igual que en otros países occidentales, el mayor consumo entre varones que se observaba hace años ha ido desapareciendo, de forma que en la actualidad los niveles de consumo de tabaco, alcohol y cannabis son muy parecidos en chicos y chicas, sobre todo en la adolescencia inicial y media. Aunque es ligeramente superior entre ellos el consumo de algunas drogas ilegales, y entre ellas el de tabaco (Moreno et al., en prensa).
Si atendemos a la relación entre consumo de sustancias y la edad, los datos procedentes de investigaciones transversales y longitudinales indican que la iniciación suele tener lugar entre los 11 y los 16 años, aumentando el consumo en frecuencia y cantidad durante los años de la adolescencia hasta tocar techo en torno a los 25 años, momento en que comienza a disminuir, probablemente debido a la asunción de los roles y responsabilidades propias de la adultez (Chassin et al., 2004; Gil y Ballester, 2002). Algunos estudios longitudinales han analizado las diferentes trayectorias evolutivas que sigue el consumo de sustancias, identificando a un grupo un grupo de adolescentes que muestra una iniciación precoz seguida de una escalada pronunciada en el consumo y consecuencias muy negativas a largo plazo. Sin embargo, no coinciden todos los estudios en considerar al grupo de iniciación precoz como el de más riesgo, ya que en algunos casos, son los adolescentes que comienzan algo más tarde, pero cuyo consumo sigue una clara trayectoria ascendente, quienes muestran en la adultez temprana los niveles más altos de abuso y desajuste psicológico. También suele aparecer un grupo de chicos y chicas que muestran un consumo muy bajo o nulo a lo largo de toda la adolescencia (Hill, White, Chung, Hawkins y Catalano, 2000; Oliva, Parra, y Sánchez-Queija, 2008).
Los investigadores también han mostrado interés por la secuencia que sigue el consumo de distintas drogas, que generalmente comienza con el consumo de cerveza, seguido del consumo de alcohol de más alta graduación, tabaco y cannabis. En algunos casos, después se entrará en contacto con drogas como la cocaína o el éxtasis. Aunque esa suele ser las secuencia más común de consumo, ello no quiere decir que el alcohol lleve inevitablemente al cannabis, y después a la cocaína, ya que la gran mayoría de adolescentes no irá más allá del alcohol o la experimentación ocasional con el cannabis. No obstante, es altamente improbable que quien no haya consumido alcohol o cannabis se convierta en consumidor habitual de otras drogas (Chen y Kandel, 1995).
Consecuencias y Factores de riesgo del consumo de sustancias.
Las consecuencias físicas del consumo de sustancias como el tabaco o el alcohol están sólidamente documentadas. Así, si el consumo habitual del tabaco está relacionado con enfermedades tan graves como el cáncer o el enfisema pulmonar, en el caso del alcohol los datos disponibles son igualmente concluyentes. El inicio precoz en el consumo de alcohol es uno de los principales predictores del consumo abusivo posterior (Grant y Dawson, 1997), aunque algunos estudios longitudinales cuestionan esta relación. Por otra parte, cada vez son más los estudios que revelan que el consumo de alcohol y de otras drogas durante la adolescencia puede alterar el desarrollo neurológico normal del cerebro, lo que tendría un importante impacto a nivel psicológico y comportamental (Spear, 2002). En cuanto al cannabis, su consumo abusivo puede generar daños en las vías respiratorias semejantes a los ocasionados por el tabaco (Iversen, 2005).
Si las consecuencias físicas parecen claras, menos consenso existe en relación con las consecuencias psicológicas y comportamentales del consumo de sustancias. Los efectos a corto plazo son evidentes y están relacionados con las intoxicaciones agudas y con la distorsión que ocasionan en los juicios de evaluación de situaciones de riesgo, que pueden llevar a la conducción temeraria o a las conductas sexuales de riesgo (Apter, 1992). Sin embargo, las consecuencias a largo plazo están menos claras, y es necesario diferenciar entre el consumo experimental u ocasional y el consumo abusivo, ya que muchos estudios encuentran que los adolescentes que experimentan moderadamente con algunas sustancias se convierten en adultos con un ajuste psicológico igual o superior al de quienes se abstienen por completo (Shedler y Block, 1990; Oliva, et al., 2008). Aunque este mejor ajuste puede parecer sorprendente, como ya hemos tenido ocasión de comentar, las conductas de experimentación y asunción de riesgos pueden ayudar al adolescente a aumentar su autoestima y a lograr su identidad. Por otra parte, es posible que los adolescentes más ajustados y con más competencia social participen más que los desajustados en actividades sociales en las que el consumo de alcohol y otras sustancias suele ser habitual, por lo que sería la competencia la que llevaría a una vida social más intensa y a un mayor consumo.
En cuanto al consumo abusivo, muchos estudios encuentran que está relacionado con fracaso o abandono escolar, problemas conductuales y actividades delictivas, síntomas depresivos, implicación en conductas sexuales de riesgo y consumo abusivo de alcohol en la adultez temprana (Chassin et al., 2004; Johnson et al., 2000). Además, el alcohol y otras drogas suelen estar asociados con los accidentes de tráfico, que representan la principal causa de mortalidad durante estos años. El hecho de que la mayoría de estudios que encuentran relación entre abuso de sustancias y desajuste psicológico sean transversales hace que sea difícil saber si se trata de consecuencias o de precursores del consumo.
Los factores de riesgo son numerosos y pueden ser psicológicos, familiares y sociales. Entre los primeros se ha encontrado que los adolescentes más impulsivos, con más dificultades académicas, con tendencias depresivas, y que tienen actitudes más tolerantes hacia el uso de drogas muestran un consumo mayor. También algunas capacidades cognitivas, especialmente las que tienen que ver con la función ejecutiva: habilidades de planificación, organización, atención selectiva, toma de decisiones, etc., suelen ser deficitarias en los consumidores abusivos.
Los adolescentes con relaciones familiares distantes, hostiles o conflictivas son más propensos al consumo abusivo que quienes viven en familias cariñosas. Los estilos parentales negligentes o permisivos también aparecen asociados al consumo excesivo, al igual que el consumo por parte de algún familiar, especialmente cuando este consumo interfiere con la relaciones familiares aumentando el estrés en casa y disminuyendo la monitorización parental (Chassin et al., 2004).
Los adolescentes que consumen sustancias suelen tener amigos que también consumen, aunque esta relación se debe tanto al hecho de que chicos y chicas tienden a imitar el comportamiento del grupo de iguales, como a que seleccionan a sus amistades de acuerdo con ciertas similitudes en valores y comportamientos, lo que tiende a crear un círculo vicioso que perpetúa el consumo abusivo (Sánchez-Queija, Moreno, Muñoz y Pérez, 2007). La relación con el nivel socio-económico del vecindario no parece clara ya que los resultados son contradictorios y algunos estudios han encontrado un mayor consumo entre adolescentes residentes en barrios de mayor nivel económico (Leventhal y Brooks-Gunn, 2000). Por último, otros factores sociales y culturales son muy relevantes, como por ejemplo vivir en un contexto social en el que se tiene un fácil acceso a las drogas, o en que se promueve su consumo a través de los medios de comunicación.
Intervención sobre el consumo de sustancias.
Los esfuerzos para prevenir el consumo de sustancias entre adolescentes han utilizado dos tipos de estrategias, las dirigidas a influir sobre algunas características y competencias de los potenciales consumidores y las que pretenden modificar el contexto del adolescente y su acceso a las drogas. Entre las primeras hay que situar los programas escolares de prevención del consumo, que tratan de informar a los adolescentes sobre los riesgos de las drogas y de promover el desarrollo de habilidades sociales y de toma de decisiones. Estos programas se basan en el supuesto de que una mayor conciencia de los riesgos, y una mayor competencia para la toma de decisiones, como, por ejemplo, para oponerse a la presión que ejercen los iguales, conllevará una disminución del consumo. Sin embargo, la evidencia empírica acerca de la eficacia de estos programas no es muy esperanzadora ya que los datos procedentes de Estados Unidos indican que estos programas no consiguen prevenir o reducir el consumo, probablemente porque la educación por sí sola, ya sea a través de la información racional o de técnicas emocionales que pretender asustar al consumidor, no resulta suficiente (West y O"Neal, 2004).
Las estrategias dirigidas al contexto social y cultural del adolescente parecen mostrarse más eficaces (Reyna y Farley, 2006), y suelen incluir medidas legislativas como aumentar las penas relacionadas con el tráfico de drogas ilegales, prohibir la publicidad y el consumo en determinados espacios públicos de tabaco y alcohol, subir la edad para su consumo legal, o aumentar mediante impuestos su precio.
Probablemente, sean más eficaces las intervenciones de carácter multimodal que conllevan medidas legislativas e incluyen programas preventivos, y que implican no sólo al adolescente sino también a sus padres, iguales y educadores. Finalmente, hay que destacar que retrasar la edad de inicio también debe ser un objetivo importante de la prevención, sobre todo si tenemos en cuenta que en la adolescencia temprana el desarrollo cerebral muestra aún una inmadurez que sitúa a chicos y chicas en una situación de mucho riesgo y vulnerabilidad para desarrollar un consumo de carácter adictivo (Oliva, 2007).
Aunque muchos autores utilizan el término de delincuencia juvenil, siguiendo a Rutter, Giller y Hagel (1998) hemos optado por hablar de conducta antisocial para referirnos a uno de los problemas propios de los adolescentes que generan una mayor preocupación social. La delincuencia juvenil es una categoría legal referida a aquellos sujetos de edades comprendidas entre los 14 y 18 años que hayan cometido una o más acciones punibles definidas como tales en el código penal, por tanto, requiere de la comisión de un delito. En cambio, la conducta antisocial comprende las acciones lesivas y dañinas para la sociedad que infringen reglas y expectativas sociales, con independencia de que constituyan un delito, por ejemplo, vandalismo, hurtos, agresiones, etc. Aunque hay un claro solapamiento entre ambos términos, en algunos casos los comportamientos antisociales no constituirán un delito, bien por su baja intensidad, bien porque hayan sido cometidos por un niño o niña de menos de 14 años, que en nuestro país es la edad mínima de imputabilidad, es decir, la edad a partir de la cual se aplican las sanciones penales. No obstante, aunque a partir de los 14 años un menor puede ser imputado, La Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la Responsabilidad Penal de los Menores, establece una normativa sancionadora específica para los menores con edades comprendidas entre los 14 y los 18 años.
También hay que diferenciar la conducta antisocial del concepto utilizado en psicología clínica de trastorno de conducta o trastorno disocial (conduct disorder), descrito en el DMS IV-TR como un patrón repetitivo y persistente de conducta en el que los derechos básicos de otras personas o las principales normas sociales adecuadas a una edad son violadas. De acuerdo con el criterio diagnóstico deben estar presentes 3 o más conductas desviadas y conllevar un deterioro significativo del funcionamiento en casa o en la escuela. Por lo tanto, muchos adolescentes que manifiesten conductas antisociales, por ejemplo que cometan un único acto delictivo, quedarán fuera de esta definición y no podrá atribuírseles un trastorno de conducta (Farrington, 2004).
Prevalencia y trayectorias evolutivas de la conducta antisocial.
Conocer la prevalencia real de comportamientos antisociales o delitos reviste una gran complejidad, y no es fácil llegar a conclusiones fiables al respecto. Las razones de estas dificultades tienen que ver con las diferencias existentes entre las fuentes de información utilizadas. Así, podemos referirnos a cifras oficiales, como los datos procedentes de detenciones policiales o de registros judiciales. Pero, además de esas cifras referidas a la delincuencia oficial, algunos estudios se llevan a cabo preguntando a la población general sobre su experiencia como víctimas de delitos, o aplicando cuestionarios anónimos a la población adolescente en los que se recoge información acerca de su implicación en la comisión de delitos. En estos últimos casos estaríamos hablando de delincuencia sumergida o no detectada, ya que la mayoría de los adolescentes que reconocen haber cometido algún delito, no ha entrado en contacto con los sistemas policial o judicial.
A pesar de esas dificultades, podemos ofrecer algunos datos de prevalencia referidos a distintos países, así Farrington (2004) indica que un 15% de chicos y un 3% de chicas fueron detenidos antes de los 18 años en Inglaterra, mientras que en estados Unidos estas cifras fueron claramente superiores: 33% y 14%. Si se analizan las cifras de delincuencia sumergida basada en auto-informes, la prevalencia es más elevada, situándose en torno al 50% el porcentaje de adolescentes que reconocen haber cometido algún delito, aunque en algunos estudios esta cifra sube hasta el 70-80%. En cuanto al porcentaje de delitos que son cometidos por menores, las cifras oficiales indican que en estos países, entre un cuarto y un tercio de los delitos son cometidos por adolescentes de menos de 18 años. La mayoría de estos delitos están relacionados con robos y hurtos, y sólo un 10% representan delitos violentos (Rutter, et al. 1998).
Las diferencias de género son una constante en todos los países, ya que las estadísticas indican una mayor prevalencia de delitos y comportamientos antisociales en varones, diferencias que son menores al inicio de la adolescencia y que van aumentando con la edad. Además, como señalan Rutter et al. (1998), existen diferencias entre el tipo de delitos cometidos por chicos y chicas, ya que los primeros se implican en delitos más graves y con uso de violencia y suelen reincidir más. No obstante, las diferencias de género son menores si analizamos los datos de delincuencia sumergida. Las diferencias entre las cifras referidas a delincuencia sumergida y delincuencia oficial no se refieren exclusivamente al género, ya que también aparecen en las cifras oficiales más adolescentes procedentes de minorías étnicas y clases más desfavorecidas. Estas discrepancias reflejan un claro sesgo en las estadísticas oficiales, y se deben tanto a la mayor gravedad de los delitos cometidos por varones y por jóvenes de grupos sociales desfavorecidos, como al hecho de que estos adolescentes reciben un trato discriminatorio y más duro por parte de la policía y el sistema judicial (Poe-Yamagata y Jones, 2000).
En cuanto a la tendencia histórica sobre la evolución de la prevalencia de los delitos cometidos por menores, la evidencia indica un claro aumento desde los años 50 hasta los 90 en la mayoría de los países, España entre ellos (Rutter et al. 1998). Sin embargo, desde mediados de los años 90, la tendencia es mucho menos clara ya que parece que se ha frenado la epidemia de violencia juvenil que se había observado en las últimas décadas del pasado siglo, y en muchos países se ha estabilizado o ha descendido la incidencia de la mayoría de delitos (Pleiffer, 2004; Koops y Orobio de Castro, 2006)
En términos generales, la adolescencia es una etapa de mucha incidencia de conductas antisociales y delictivas, y existe un consenso generalizado entre investigadores con respecto a la tendencia que sigue el comportamiento antisocial a lo largo del ciclo vital, y en aceptar lo que se ha denominado la curva de edad del crimen (Tremblay, 2000). Así, si durante la infancia son más frecuentes las conductas agresivas de poca importancia, con la llegada de la adolescencia disminuyen esos comportamientos para dar paso a conductas antisociales de mayor gravedad, que seguirán aumentando hasta tocar techo al final de la adolescencia y descender de forma acusada durante la adultez temprana. No obstante, algunos estudios longitudinales han diferenciado entre dos tipos de trayectorias evolutivas, una de mayor gravedad, aunque mucho menos frecuente, que comienza en la infancia y se extiende a lo largo de todo el ciclo vital, y otra que se limita a la adolescencia, tendiendo a desaparecer en la medida en que el sujeto empieza a asumir las responsabilidades propias de la adultez (Moffitt, 1993; Farrington, 2004). Este segundo tipo es el más habitual.
Factores de riesgo relacionados con la conducta antisocial.
A la hora de analizar las causas del comportamiento antisocial y delictivo habrá que tener en cuenta el tipo de patrón delictivo, ya que los factores relacionados con el patrón más grave y persistente son algo diferentes a los que se asocian con la conducta antisocial limitada a la adolescencia. En el caso de los adolescentes que limitan su actividad delictiva a la adolescencia, algunos de los factores de riesgo son semejantes a los relacionados con las conductas de asunción de riesgos, pues estas conductas antisociales son en muchos casos un tipo de conductas de búsqueda de sensaciones y de asunción de riesgos, y por ello serían más frecuentes durante esta etapa evolutiva. Ciertos factores familiares se relacionan con la conducta antisocial limitada a la adolescencia, en concreto los padres de estos chicos y chicas presentan un estilo parental caracterizado por la falta de control o supervisión (Steinberg, Lamborn, Darling, Mounts y Dornbusch, 1994). El rol que desempeña el grupo de iguales también es muy relevante, y algunos estudios indican que estos comportamientos son más frecuentes en situaciones grupales en las que el adolescente se ve presionado por sus amigos (Rutter et al., 1998).
En cuanto a los adolescentes que muestran el patrón antisocial más severo, el predictor más potente es la existencia en la infancia de agresividad y problemas de conducta durante un periodo prolongado de tiempo, no obstante, hay que hacer referencia a la confluencia de una serie de factores de riesgo, tanto individuales como contextuales, que operando de forma conjunta favorecen el surgimiento de estos comportamientos. Entre las variables individuales, las influencias genéticas sobre la mayoría de conductas antisociales son significativas aunque de moderada magnitud, siendo la agresión especialmente heredable (Plomin y Asbury, 2005). Algunos estudios han encontrado en los menores antisociales una mayor impulsividad, problemas de auto-regulación y dificultades para controlar la ira, y una mayor incidencia de trastornos de hiperactividad y déficit de atención, problemas todos ellos que parecen asociados a una falta de maduración del córtex prefrontal (Patterson, DeGarmo y Knutson, 2000). Las bajas puntuaciones en los tests de CI junto a un rendimiento académico muy bajo es otra constante en estos adolescentes, que además suelen mostrar sesgos cognitivos atribucionales muy hostiles, que le llevan a interpretar de forma amenazante y hostil comportamientos y actitudes neutras de sus compañeros, y a reaccionar de forma agresiva (Lochman, Phillips y Barry, 2003). El consumo de drogas aparece con frecuencia asociado al comportamiento delictivo, probablemente porque comparten factores de riesgo, aunque también porque el consumo provoca desinhibición y distorsiona la valoración de los riesgos derivados del comportamiento delictivo.
Las variables familiares han sido consideradas como claves para el desarrollo de la conducta antisocial severa, ya que según muestran numerosos estudios estos adolescentes provienen de familias muy desorganizadas y conflictivas, con padres que se muestran hostiles o negligentes, y que fracasan a la hora de ofrecer a sus hijos modelos comportamentales apropiados (Patterson et al., 2000). Por otra parte, también es frecuente por parte de estos padres el empleo de estrategias disciplinarias muy coercitivas con la aplicación castigos físicos que en algunos casos se pueden considerar situaciones de maltrato. De hecho el comportamiento antisocial es una de las consecuencias más frecuentes del maltrato infantil y adolescente, probablemente porque el abuso severo, al igual que otras experiencias infantiles traumáticas provoca modificaciones en la estructura y funcionamiento cerebral (Oliva, 2002; 2007). Los factores familiares y los genéticos pueden interactuar de cara a generar un comportamiento desajustado; como se ha puesto de manifiesto en un estudio longitudinal llevado a cabo en Nueva Zelanda por Caspi et al. (2002), aquellos niños que habían experimentado malos tratos se convirtieron en adolescentes y adultos violentos sólo cuando tenían una versión de baja actividad del llamado gen de la Mono Amino Oxidasa A, pero no cuando tenían la versión activa del gen.
Entre los factores sociales de riesgo, s e encuentran la pobreza o las situaciones muy desfavorecidas. No obstante, la relación entre la clase social y el comportamiento antisocial es muy débil e incluso no aparece en algunos estudios recientes, además cuando es significativa, se trata de una influencia indirecta que se ejerce a través de la depresión de los padres y el conflicto familiar. Es decir, las situaciones de pobreza harían más probable tanto la conflictividad marital como la depresión parental, lo que llevaría que los padres mostraran unas estrategias disciplinarias menos eficaces y los menores un comportamiento más desajustado (Buehler et al., 1997). La relación con un grupo de iguales con altas tasas de actividades delictivas es otro claro factor de riesgo, especialmente cuando aparece relacionado con unas malas relaciones familiares, aunque también es cierto que los adolescentes antisociales tienden a elegir como amigos a otros chicos y chicas que también muestran comportamientos desviados.
Intervención sobre la conducta antisocial.
La mayoría de programas preventivos suelen incluir la formación de padres desde la primera infancia para que puedan seguir estilos de crianza más positivos y manejen el comportamiento disruptivo de sus hijos sin utilizar métodos coercitivos. En casos de familias de riesgo también pueden incluir el apoyo a los padres mediante visitas domiciliarias. Estos programas se han mostrado eficaces para reducir la disciplina coercitiva y los malos tratos físicos, que como ya hemos comentado son unos de los principales factores de riesgo de la conducta antisocial (Kazdin, 1997).
Los programas llevados a cabo en los centros educativos para evitar el maltrato y la victimización entre iguales se muestran también eficaces a nivel preventivo, y tratan de formar a los educadores para que puedan detectar e intervenir en situaciones de riesgo. Otros programas también realizados en escuelas persiguen el objetivo de enseñar a niños y adolescentes a resistir la presión de los iguales para implicarse en comportamientos antisociales o delictivos (Farrington, 2004).
En cuanto al tratamiento de adolescentes antisociales, las técnicas centradas en el entrenamiento de habilidades sociales interpersonales se han mostrado eficaces. Se trata de técnicas que intentan modificar el pensamiento egocéntrico e impulsivo de los chicos y chicas antisociales, enseñarles a pensar antes de actuar, a buscar alternativas para solucionar problemas interpersonales, o a considerar el impacto de su comportamiento sobre otras personas (Ross y Ross, 1995).
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Contesta a las siguientes preguntas.
1) ¿Por qué aumentan los trastornos depresivos con la llegada de la adolescencia?
2) Describe los tres tipos de conductas suicidas que existen.
3) ¿En qué se diferencian la anorexia y la bulimia nerviosas?
4) ¿Pueden tener consecuencias positivas para el adolescente algunas conductas de asunción de riesgos, como por ejemplo el consumo de sustancias?
5) Describe los dos tipos de patrones delictivos existentes y su trayectoria evolutiva.
6) Indica cuáles podrían ser las actividades que podrían incluirse en un programa dirigido a la prevención de conductas de riesgo (conducta antisocial, consumo de sustancias).
Respuestas a las actividades.
1. El aumento de los trastornos depresivos con la llegada de la pubertad se debe fundamentalmente a dos factores, los cambios hormonales puberales, que pueden tener una repercusión a nivel emocional, y la acumulación de estresores durante estos años: cambios en la apariencia física, comienzo de la educación secundaria, inicio de las relaciones de pareja, etc. Si a esos cambios normativos se unen algunos acontecimientos vitales estresantes, como el divorcio de los padres, la muerte de un familiar o el rechazo o victimización por parte de los iguales, la probabilidad de desarrollar un trastorno depresivo será mayor.
2. Las tres categorías de conducta suicida son : Las ideas suicidas, o pensamientos frecuentes acerca del suicidio como una forma de huir de una situación de sufrimiento considerada insoportable; las tentativas de suicidio, que son aquellas acciones mediante las que el adolescente intenta acabar con su vida pero que no tienen éxito, y el suicidio consumado, que se refiere a toda muerte que es causada de forma intencional y con pleno conocimiento por el propio sujeto.
3. Aunque tanto la anorexia como la bulimia son trastornos de la conducta alimentaria, en la persona anorexia hay una pérdida importante de peso que puede poner en peligro su vida, algo que no se da en la bulímica. Por otra parte, en la bulimia hay una consciencia de que el comportamiento alimentario no es normal y de que es exagerada la preocupación por la imagen corporal. En ambos tipos de trastornos puede haber atracones y purgas mediante vómitos y laxantes, o una práctica intensiva de ejercicio físico.
4. Aunque estas conductas suponen un riesgo evidente para la salud, algunos estudios encuentran que aquellos adolescentes que se implican en más conductas de asunción de riesgos pueden tener una mayor autoestima, una identidad más lograda y una mayor madurez social y emocional, probablemente porque la experimentación representa un aprendizaje útil y una especie de transición a la adultez.
5. Existen dos patrones delictivos, uno es el más habitual y está limitado a la adolescencia, en el que la actividad antisocial comienza con la adolescencia, aumenta hasta el final de esta etapa y disminuye en la adultez temprana. El otro patrón sería más grave y menos frecuente y comenzaría con problemas de conducta en la infancia que se convertirían en actividades claramente delictivas en la adolescencia, y que se mantendrían a lo largo de la adultez.
6. Un programa preventivo debería ser multimodal e incluir estrategias dirigidas a los distintos factores de riesgo, tanto individuales como familiares y sociales. Así, algunas actividades se podrían incluir en los currículos escolares e ir encaminadas a promover en los adolescentes habilidades sociales y de toma de decisiones e informarles sobre las consecuencias negativas de muchas de estas conductas. Teniendo en cuenta el papel de las familias, también deberían dirigirse actividades a los padres, con el objetivo de promover en ellos un estilo parental más democrático y apoyarles en sus esfuerzos educativos. Otras medidas deberían ser de carácter más general, como, por ejemplo, una legislación más restrictiva con respecto al consumo de sustancias o una mayor oferta de actividades de ocio que puedan satisfacer el deseo de nuevas sensaciones de los adolescentes.
Autor: Alfredo Oliva Delgado
Enviado por:
Ing. Lic. Yunior Andrés Castillo S.
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