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R. Descartes, genio y figura… y lacayo fiel de la Secta Católica


Partes: 1, 2, 3

  1. Aspectos personales y sociales que condicionaron la obra de Descartes
  2. Egocentrismo y megalomanía
  3. Otros aspectos de su personalidad

Aspectos personales y sociales que condicionaron la obra de Descartes

Para profundizar en la obra de Descartes tiene especial interés investigar los diversos factores que condicionaron el desarrollo de su personalidad en cuanto la obra de cualquier pensador no deriva exclusivamente de una razón incontaminada sino siempre condicionada por los diversos componentes de su personalidad global –tanto genéticos como ambientales- y en cuanto en el caso del pensador francés los componentes ambientales repercutieron de modo especialmente negativo en su obra. Si resulta fácil comprobar mediante el estudio de sus obras el nivel de rigor intelectual de un pensador dedicado a la Lógica o a las Matemáticas, en las que el principio de contradicción es un criterio suficiente para verificar la verdad o la falsedad de los resultados a los que haya podido llegar, es mucho más difícil apreciarlo en el terreno de la Filosofía, en cuanto en ella no existe un procedimiento sencillo para verificar las teorías defendidas por los diversos pensadores, y en cuanto la complejidad de los matices conceptuales y lingüísticos que se pretende expresar determina que resulte muy difícil alcanzar resultados claros, objetivos y compartidos por todos ellos. Un simple examen de la Historia de la Filosofía, con su diversidad de puntos de vista tan variados y contradictorios, parece suficiente para constatar la verdad de esta consideración.

Como ya se ha dicho, Descartes tuvo cualidades intelectuales muy brillantes que le hicieron destacar de manera especial en el terreno de las Matemáticas. Sin embargo, cuando se dedicó a la Filosofía y a las ciencias empíricas, cometió errores tan graves que suscitan la curiosidad por comprender las causas que pudieron propiciar una diferencia tan abismal entre los resultados que obtuvo como matemático y los que obtuvo como filósofo y como investigador empírico. Por ello, en este apartado no se va a hablar de las virtudes que propiciaron sus éxitos en las diversas áreas del pensamiento, incluida la filosófica, sino de los aspectos más peculiares de su personalidad que ocasionaron una parte considerable de sus errores y fracasos en estos terrenos.

Por lo que se refiere a los factores iniciales que moldearon su personalidad hay que mencionar su infancia enfermiza, pero, además y de manera especial, hay que hacer referencia a la considerable privación afectiva que padeció, la cual a su vez debió propiciar la formación de los de rasgos de su carácter que de alguna manera influyeron negativamente en su producción intelectual.

Ya en el apartado anterior se ha hablado de sus importantes carencias afectivas a lo largo de su infancia y de su juventud, las cuales debieron de repercutir en el correspondiente endurecimiento de su carácter que le condujo a mantenerse reservado con respecto a quienes le rodeaban, a pesar de sus amistades aparentes de las que en diversas ocasiones se sirvió como de medios para la consecución de sus propios intereses.

Muchas peculiaridades de su personalidad podrían entenderse como una consecuencia de aquel vacío afectivo y de su lucha inconsciente por demostrar a la sociedad su propia valía a fin de recibir de ella, si no el afecto que había necesitado durante la infancia, sí el reconocimiento de su valor, sirviéndose para ello tanto del uso adecuado de su capacidad intelectual, como sucedió en el terreno de las Matemáticas, como del uso inadecuado de dicha capacidad en cuanto otros fines menos ligados al de la búsqueda de la verdad y más ligados a la búsqueda del triunfo social pudieron cegarle hasta el punto de llevarle a defender doctrinas absurdas a las que no habría llegado si no hubiese tenido otras motivaciones que la de la búsqueda sincera del conocimiento.

Parece que las únicas excepciones por lo que se refiere a esta frialdad afectiva fueron básicamente la del matemático Beeckman, a quien profesó en los primeros tiempos una mezcla de admiración y de amor –lo cual no le impidió posteriormente insultarle y tratarle con el mayor desprecio-, las de Helena Jans y de su hija Francine, durante el escaso tiempo en que pudo dedicarle su cariño, la de la princesa Elisabeth de Bohemia, de quien se enamoró apasionadamente y sólo hasta cierto punto la del padre Mersenne, quien fue su confidente durante muchos años y, en apariencia, su mejor amigo, aunque su grado de afecto correspondiente no fue suficiente como para animarle a visitarle cuando estuvo gravemente enfermo ni a que asistiese a su entierro al morir unos días después en el año 1648. En líneas generales su relación con las demás personas que se cruzaron en su vida fue básicamente interesada y en diversas ocasiones conflictiva y despectiva.

Conviene hacer referencia igualmente a otras peculiaridades de su personalidad que en parte pudieron desarrollarse como consecuencia de esa inicial carencia afectiva y en parte pudieron ser consecuencia de otra serie de causas, tanto genéticas como ambientales, pero que, en cualquier caso, fueron rasgos de su personalidad que en muchos casos repercutieron de forma negativa en su producción intelectual. La investigación de estas causas podría ser objeto de un estudio particular, y, por ello, aunque el presente trabajo se centra de manera especial en el análisis y en la exposición crítica de las sorprendentes incoherencias y contradicciones científicas y filosóficas en que incurrió el pensador francés, a lo largo de esta parte se hablará de algunos aspectos de su personalidad que de alguna manera parecen haber sido mecanismos de compensación frente a la frustración provocada por la carencia afectiva que rodeó su infancia y que se manifestaron en lo esencial como un intenso egocentrismo que a su vez se expresó de manera especial como megalomanía, de la cual emergieron otros aspectos de su personalidad.

En cualquier caso conviene aclarar que este análisis tiene más el carácter de un intento de aproximación al estudio de la personalidad del pensador francés que el de una tesis perfectamente confirmada. En cualquier caso y como ya se ha dicho, el conocimiento de su personalidad, al margen de su importancia biográfica, puede servir para explicar, al menos parcialmente, algunos de los errores de su obra, derivados de la dificultad del pensador francés para servirse adecuadamente de su capacidad intelectual cuando la aplicaba a cuestiones de carácter filosófico, teológico o incluso científico.

Egocentrismo y megalomanía

El egocentrismo de Descartes puede haber sido la raíz de la que surgieron el tronco de su megalomanía y las ramas de diversos aspectos de su personalidad de que se hablará después. Su megalomanía subyace en diversos aspectos de su carácter y puede advertirse haciendo referencia a hechos como los siguientes:

a) Según escribe R. Watson, ya a sus veinticuatro años presumía de haber llegado en el terreno de la Geometría "todo lo lejos que podía ir la mente humana"[1]. Igualmente, mucho más adelante en una carta a Mersenne se jactaba de manera innece-saria y vanidosa respecto a la importancia de estos conocimientos diciendo:

"Mi geometría es a la geometría común lo que la Retórica de Cicerón es al abecé del niño"[2].

Afirmaciones como ésta se correspondían ciertamente con un genio matemático muy brillante, pero parece que también con un endiosamiento exagerado.

b) En las Meditaciones Metafísicas se envanecía proclamando haber demostrado la existencia de Dios y la inmaterialidad e inmortalidad del alma, y decía que, con la ayuda de los doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París,

"después que las razones por las que pruebo que hay un Dios y que el alma humana difiere del cuerpo hayan sido llevadas hasta ese punto de claridad y de evidencia, a que estoy seguro que se las puede conducir, de modo que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones, no dudo que queráis declarar esto y testimoniarlo públicamente; no me cabe duda, digo, que, si se hace esto, todos los errores y falsas opiniones que han existido siempre respecto de estas dos cuestiones se borrarán pronto del espíritu de los hombres"[3];

c) En relación con la medicina, a pesar del breve tiempo en que se dedicó a ella, pretendió estar ocupado en una investigación crucial para la curación de todas las enfermedades, para la preservación de la vida y de la raza humana o para lograr que la longevidad de la vida humana alcanzase hasta más allá de los cien años.

Estas pretensiones eran producto a un tiempo de su megalomanía y de su frivolidad, que le llevaron a creerse capaz de comprender la enorme complejidad del cuerpo humano, las causas y remedios de las enfermedades así como las del progresivo deterioro físico de los seres vivos, incluido el ser humano.

d) Al dirigirse a la princesa Elisabeth, le manifestó su admiración diciéndole:

"nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfectamente los escritos que he publicado"[4],

para añadir poco después:

"me resulta imposible no dejarme arrebatar por un sentimiento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas […] se halle en una princesa"[5].

Evidentemente, con la referencia a ese "conocimiento tan variado y tan perfecto de todas las cosas", Descartes aludía, al menos en parte, al conocimiento de su propia filosofía, adquirido por la princesa.

e) En los Principios de la Filosofía, a pesar de que incomprensiblemente los críticos no suelen hacer referencia a este hecho, Descartes se atrevió a escribir, con la mayor osadía del mundo:

"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado"

y también:

"he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado"[6].

Afirmaciones como ésta resultan tan sorprendentes que al leerlas uno puede llegar a pensar que ha leído mal o que el autor ha querido decir algo distinto de lo que dice, pero la verdad es que, por absurdo que pueda ser, eso es lo que dice, como puede confirmarse teniendo en cuenta que estas pretensiones, expresión inequívoca de su megalomanía, aparecen de nuevo y con la misma naturalidad en una carta a Mersenne, en la que en relación con su obra Los meteoros, le dice que no estará terminado en más de un año, porque, al hacer el plan,

"resolví explicar todos los fenómenos de la naturaleza, es decir, toda la física"[7].

En relación con la Astronomía, según escribe Rodis-Levis, el 10 de mayo de 1632 "se aventura ahora a buscar la causa de la situación de cada estrella fija"[8], y, como si esta pretensión fuera lo más sencillo del mundo, indica más adelante: "siempre seguro de sus principios, Descartes trabajó sin cesar, para intentar comprender mejor toda la naturaleza"[9], de manera que la pretensión cartesiana resulta casi tan absurda e ilusa como la naturalidad con que su biógrafa, desde un chovinismo especial-mente devoto hacia la figura de su paisano, habla de la empresa de abarcar el estudio de "toda la naturaleza" como si se tratase de un objetivo perfectamente asequible para su admirado compatriota.

f) Con una enorme frivolidad, derivada de esta megalomanía, que le conducía a confiar excesivamente en sus posibilidades, Descartes creyó que convencería a los jesuitas para que utilizasen su propia filosofía, plasmada finalmente en los Principios de la Filosofía, como libro de texto que sustituyese los utilizados hasta ese momento, basados en la filosofía escolástica. En este sentido, agradeció a Picot su traducción de la tercera parte de los Principios, y le habló de las cartas de Charlet, Dinet, Bourdin y otros dos jesuitas, "que me dejan creer que la Compañía [jesuita] quiere estar de mi parte"[10]. El mismo día, en una larga carta al padre Charlet le agradece todo lo que ha recibido de él en su juventud en el colegio de La Flèche, y le insiste en el interés que tendría sustituir la filosofía de Aristóteles por la suya. Descartes no duda que "con el tiempo será generalmente aceptada y aprobada" pudiéndose acortar mucho este tiempo con el apoyo de los jesuitas[11]

g) Finalmente y por no alargar la serie de aspectos biográficos que muestran este núcleo esencialmente egocéntrico de su personalidad, hay que hacer referencia a los Principios de la Filosofía, de los que escribe que

"podrán pasar varios siglos antes de que se hayan deducido de estos principios todas las verdades que de ellos se pueden deducir"[12].

Resulta ridícula, por cierto, la forma mediante la cual Rodis-Lewis se refiere a este texto cuando dice que Descartes "reconoce" que "podrán pasar varios siglos", dando como un hecho que la afirmación cartesiana respondía a un plan perfectamente realizable. Una vez más Rodis-Lewis se muestra como digna sucesora de A. Baillet, primer "hagiógrafo" devoto de Descartes.

Otros aspectos de su personalidad

A continuación se analizan con mayor detalle una serie de características de su personalidad considerando que, si a partir de la "raíz" de su egocentrismo surgió el "tronco" de su megalomanía, a partir de ésta surgen en una medida importante las "ramas" o el conjunto de los diversos aspectos de su carácter de que se va a hablar a continuación.

3.1. Arrogancia, dogmatismo y osadía

La megalomanía del pensador francés se manifestó, como se ha podido ver, en afirmaciones y en planes absurdos para alcanzar objetivos científicos y filosóficos francamente imposibles. Pero igualmente se manifestó en otras características de su personalidad, como la de su arrogancia frente a los filósofos y científicos que manifestaban su desacuerdo con alguna de sus doctrinas, o como la de su irascibilidad, que en muchas ocasio-nes le llevó a enfrentarse con matemáticos como Roberval y Beaugrand, con científicos y filósofos como Hobbes y Gassendi, y con teólogos protestantes como Voetius y Trigland, de un modo muy alejado de la racionalidad y ecuanimidad que hubiera debido presidir su actividad como filósofo y como científico.

Este rasgo de su carácter se puso también de manifiesto en la serie de ocasiones en que discutió con sus oponentes sin concederles que pudieran tener razón en alguna de sus críticas y considerando en último término que no habían sido capaces de entenderle, en lugar de asumir que pudiera haber sido él mismo quien había errado en la defensa sus teorías. Así sucede en muchas ocasiones, pero de manera especial en las respuestas a las objeciones presentadas por Gassendi, a quien contestó de modo insultante en muy diversos momentos, como cuando le dijo:

-"Todas las cuestiones que luego me proponéis […] son tan vanas e inútiles que no merecen respuesta"[13].

-"No será necesario que responda a todas y cada una de vuestras preguntas, pues tendría que repetir cien veces las mismas cosas que ya he escrito. Responderé, pues, en pocas palabras, a las que me merezcan la atención de los lectores no del todo ineptos"[14].

-"No me asombra que juzguéis que mi demostración de todo eso no es clara, pues no he visto hasta ahora que entendáis una sola de mis razones"[15].

-"Me ha complacido, sobre todo, que un hombre de su mérito […] no haya dado ninguna razón que venza a las mías, y que nada haya opuesto contra mis conclusiones que no tuviera fácil respuesta"[16].

-"Esto es, señor, todo lo que he creído tener que responder al grueso volumen de réplicas. Pues si bien acaso daría mayor satisfacción a los amigos del autor si las refutara todas, una tras otra, creo que no se la daría a mis amigos, los cuales tendrían motivos para reprenderme por haber gastado tiempo en algo tan poco necesario, haciendo así dueños de mi tiempo a todos los que quisieran perder el suyo proponiéndome cuestiones inútiles"[17].

Su desprecio por Gassendi como consecuencia de sus objeciones fue tal que, según indica Rodis-Lewis, en cierto momento Descartes pensó que en caso de una reedición latina de las Medi-taciones Metafísicas, suprimiría "todo lo que es de Gassendi" con una nota que dijera: "Objeciones inútiles rechazadas"[18]. Descartes demostraba de este modo, como en muchas otras ocasiones, su peculiar capacidad para aceptar críticas.

Por lo que se refiere a las terceras objeciones, presentadas por Hobbes, Descartes no se atrevió a ser tan directamente despectivo en sus respuestas, pero sí a responder de manera muy desdeñosa, minimizando la importancia de las objeciones del filósofo inglés con excusas como la de que "no es preciso explicarlo con más amplitud"[19] o la de que "no podría insistir aquí sin causar fastidio a los lectores"[20] o que lo que dice Hobbes "ha sido ya suficientemente refutado con anterioridad"[21].

Como consecuencia de la radical diferencia entre sus respectivos planteamientos filosóficos, no es de extrañar que Descartes sintiera una antipatía especial por este gran filósofo, llegando a juzgarle como despreciable, y considerando de manera suspicaz que Hobbes había presentado sus Objeciones con la finalidad de aumentar su propia fama. Por su parte Hobbes era consciente de este desprecio y, por ello, en relación con la publicación de su obra De cive en el año 1642 llegó a escribir en una carta a Sorbière: "si el señor Descartes llegara a notar o sospechar los preparativos para la publicación de mi obra (ésta u otra), estoy seguro que maniobrará lo que pueda; créamelo usted, porque lo sé"[22]. Y, efectivamente, según escribe Rodis-Lewis, la opinión de Descartes acerca "del inglés" no era precisamente amistosa, según le comentó a su amigo el padre Mersenne, de manera que prefería no tener

"más comercio con él […]. No podríamos conversar juntos sin convertirnos en enemigos […] No creo tener que responder nunca más a lo que pudiera enviarme este hombre, que creo tener que despreciar al máximo"[23].

Por otra parte, en el Discurso del Método el propio Descartes reconoce al menos tener una personalidad orgullosa, que de modo positivo le impulsa a trabajar por mantener la reputación que ha ido adquiriendo:

"Pero como tengo un corazón bastante orgulloso como para querer que me tomen por otro del que soy, pensé que era preciso tratar por todo los medios de hacerme digno de la reputación que me daban"[24].

Sin embargo, como se ha podido comprobar, fueron mu-chas las ocasiones en que la búsqueda de acciones que pudieran servirle para sentirse orgulloso de sí mismo no fue noble sino que estuvo acompañada del desprecio y del insulto a quienes discrepaban de sus ideas. En definitiva, una consecuencia de esta arrogancia era que en sus relaciones espontáneas con sus iguales –pero no con aquellos que podían representar una ayuda o una amenaza para sus propios objetivos- era incapaz de aceptar la menor crítica a sus puntos de vista y, por ello, como indica Watson, "se mostraba dogmático en cuanto a sus propios puntos de vista y acusaba a quienes disentían de interpretarlo mal o de ser imbéciles. Era suspicaz, rápido para ofenderse y encolerizarse, lento para aplacarse. Proclamaba que no le afectaban los ataques personales, pero jamás olvidaba un insulto, un desaire o una injuria"[25].

Por este mismo motivo, pidió a Mersenne que no le enviara cartas de otro de sus críticos, Jean de Beaugrand, "porque aquí ya tenemos bastante papel higiénico"[26], o, refiriéndose a Roberval, un importante rival como matemático, comentó con ingeniosa ironía al mismo Mersenne: "Me asombra que este hombre [= Roberval] pueda hacerse pasar por un animal racional"[27].

Respecto a las Matemáticas llevó su arrogancia al extremo de afirmar que nunca se descubriría nada que no hubiera podido descubrir él, si se hubiera tomado la molestia de buscarlo[28]

Por otra parte, las discusiones y los insultos que expresaban la altivez dogmática de Descartes, no se limitaron a las relacionadas con los matemáticos mencionados y con los teólogos Voetius y Trigland, sino que fueron mucho más numerosas, extendiéndose a su amigo Beeckman, a quien llegó a calificar como jactancioso, estúpido, ignorante y loco. Finalmente, hay que señalar que su megalomanía se manifestó en forma de osadía, la cual le impulsó a defender de forma obcecada y como si se tratase de verdades absolutas diversas teorías para las que no tenía más base que la de su propia fantasía.

3.2. Admiración por la "nobleza de sangre"

Por otra parte, la pertenencia de Descartes a la nobleza, aunque baja nobleza, y su necesidad de encontrar en dicha pertenencia un motivo más de satisfacción para su megalomanía propiciaron que a lo largo de su vida se mostrase llamativamente servil con quienes consideraba superiores, como la princesa Elisabeth de Bohemia, la reina Cristina de Suecia o las altas jerarquías de la iglesia católica, cuyas buenas relaciones pretendió mantener a toda costa, y a mostrarse altivo con quienes consideraba inferiores, como fue el caso de diversos matemáticos, teólogos y filósofos cuyas críticas despreciaba, sin reba-jarse a analizarlas, tal como ya se ha comentado.

a) La megalomanía de Descartes tuvo una proyección especial en su ridícula admiración por la nobleza, a la que se sentía orgulloso de pertenecer, a pesar de que en su caso sólo llegó a heredar de su madre el título de "Señor de Perron", que vendió para conseguir el dinero que tan fácilmente derrochaba. Como se ha indicado antes, conviene matizar lo dicho teniendo en cuenta que, a pesar de la venta de su título nobiliario, Descartes siguió considerándose como "Señor de Perron", pensando al parecer que la nobleza se llevaba en la sangre y que no podía ser objeto de compra ni de venta, y, posiblemente por ese motivo, con ese título siguió apareciendo en uno de sus retratos, realizado en el año 1646.

b) Su mismo interés por asistir en Frankfurt a la coronación del emperador Fernando II en el año 1619, cuando todavía no había surgido su interés por la Filosofía y parecía inclinarse hacia la profesión militar, no parece sino otra muestra de su orgullo de clase[29]y de su deseo de triunfar en ella, de manera que tal cualidad debió de influir de forma decisiva en su determinación inicial de seguir la profesión típica de la nobleza, alistándose en 1618 en el ejército de Mauricio de Nassau y un año después en el de Maximiliano de Baviera, en lugar de intentar ejercer algún cargo relacionado con sus estudios jurídicos, como había hecho su padre.

c) Su relación posterior con la princesa Elisabeth de Bohemia vino impulsada por el deslumbrante resplandor de la princesa desde el punto de vista de su juventud, de su belleza y de su capacidad intelectual, pero también, en una importante medida, por su "nobleza de sangre", hasta el punto de que Descartes parece haber estado convencido de que el hecho de pertenecer a dicha clase social implicaba la posesión de una serie de valores que difícilmente podían estar al alcance de un plebeyo. En este sentido y de manera explícita en una carta a la princesa le comentó:

"no sentía extrañeza por lo que [el embajador Chanut] me contaba [acerca de las excelentes cualidades de la reina Cristina] porque, al caberme el honor de conocer a Vuestra Alteza, sabía hasta qué punto las personas de alta alcurnia podían ser superiores a los demás"[30].

Y en una carta al embajador Chanut, le dice en este mismo sentido

"no es preciso que las personas de alta cuna, sean del sexo que sean, tengan muchos años para poder superar cumplidamente en erudición y en méritos a los demás hombres"[31].

Por otra parte, las palabras de Descartes son tan absurdas que inducen a pensar que pudieron estar inspiradas no tanto por su alta valoración de la nobleza como especialmente por su interés calculado en mostrarse especialmente halagador con aquellas personas, que, por su "nobleza de sangre", podía convenirle tenerlas de su parte en cualquier circunstancia. En este caso concreto y dada su infravaloración intelectual de la mujer –de que más adelante se hablará-, la expresión introducida en este último párrafo, "sean del sexo que sean", es una forma calculada de excluir de ese grupo de mujeres infradotadas tanto a la princesa Elisabeth como a la reina Cristina, a quien de manera indirecta iba también dirigida esa carta.

d) Asimismo, el hecho de que en el año 1649 decidiese aceptar la invitación de acudir a la corte de la reina Cristina, previa y sutilmente solicitada por él a través de los buenos oficios del embajador Chanut, hay que relacionarlo no sólo con los motivos económicos y con su necesidad de escapar a las tensiones tan fuertes a que estaba sometido por las duras discusiones con los teólogos protestantes holandeses[32]sino también con su especial debilidad por relacionarse con la nobleza. Por ello, cuando se plantean las causas de su decisión de marchar a la corte sueca, hay que tener en cuenta esta incierta pero también atractiva aventura consistente en la satisfacción de su vanidad y de su amor propio, ya que representaba una forma arrogante de alejarse de aquellos teólogos holandeses para relacionarse con la nobleza, más capaz, al parecer, de valorar su filosofía.

e) Otra muestra de su arrogante sentimiento de clase puede verse en su ataque a Voetius, cuando le descalificó mediante una larga serie de insultos y de frases con las que pretendía marcar las distancias entre ellos diciéndole despectivamente:

"ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con mayor inepcia que usted"[33].

f) Finalmente, su misma utilización continuada de aquel título que vendió, el de "Señor de Perron", y el hecho de que desde que emigró a Holanda siempre tuviera a su servicio un criado son una manifestación más de ese ridículo orgullo de clase, relacionado con su pertenencia a "la nobleza".

g) Esa misma megalomanía le condujo igualmente a desarrollar un espíritu dogmático, que le cegó a la hora de ser capaz de replantearse sus puntos de vista, en cuanto su seguridad de encontrarse en posesión de la verdad le impedía revisar cualquier doctrina que hubiera asumido previamente como válida, siendo muy raras las ocasiones en que rectificó respecto a cualquier punto de vista, una vez que lo había asumido como verdadero, a no ser que las críticas provinieran de la alta jerarquía católica, como sucedió en el caso de su defensa del heliocentrismo, que decidió rechazar en 1633 al enterarse de que la jerarquía católica de Roma había condenado a Galileo por haberlo defendido. En su lugar defendió posteriormente la extraña teoría de los torbellinos, calculando quizá que tal doctrina podía ayudar a que la jerarquía católica aceptase de algún modo el movimiento de la Tierra sin que tal aprobación apareciese como una concesión a la teoría copernicana, contraria a las doctrinas católicas, y calculando tal vez que dicha jerarquía le pagaría ese favor otorgándole ayuda y patrocinio para su obra filosófica.

Por todos estos motivos Revius llegó a la conclusión de que "quizá sea cierto que Descartes intenta liberarse de todos los prejuicios, pero hay uno al que Descartes permanece apegado en especial, la convicción de que está absolutamente acertado en todo"[34].

3.3. Servilismo

En aparente paradoja con su orgullo y arrogancia, Descartes adoptó igualmente una actitud servil con las personas pertenecientes al alto clero y con las de una "nobleza de sangre" claramente superior a la suya, como la princesa Elisabeth y, sobre todo, la reina Cristina de Suecia. Este servilismo estaba en sintonía con su misma personalidad calculadora, en cuanto iba dirigido a la obtención de favores especiales de aquellos cuya posición social y política podía servirle de ayuda en cualquier momento.

En efecto, por lo que se refiere a esta característica de su personalidad tiene interés mencionar sus cartas a la princesa Elisabeth, en las que le tributa las más galantes y exageradas adulaciones que, aunque hayan podido verse acertadamente como manifestaciones de su enamoramiento y de una auténtica admiración por ella, parecen igualmente derivadas, al menos en sus inicios, de intereses de otro orden, como el de contar con el favor de una persona de su alcurnia, en cuanto podría influir en el aumento de su prestigio, así como el de conseguir una ayuda de los gobiernos de Francia, Holanda, Suecia o de la propia familia de la princesa, que le sirvieran para mantener su despreocupado tren de vida o, al menos, la continuidad de su comodidad económica.

Como puede comprobarse mediante la lectura de su correspondencia, las palabras dirigidas a la princesa Elisabeth llaman la atención por su exagerada afectación, al margen de que las cualidades de la princesa fueran realmente excelentes y aceptando que las costumbres epistolares de aquellos tiempos fueran ritualmente galantes. En este sentido, en una carta dirigida a la princesa, cuando ésta tenía sólo veinticinco años, le dice:

"El favor con que Vuestra Alteza me ha honrado, haciéndome recibir sus órdenes por escrito es mayor de lo que jamás me hubiera atrevido a esperar; compensa mejor mis defectos que el favor que hubiera deseado con pasión, esto es, el de recibirlas de vuestros propios labios si hubiese tenido el honor de saludaros y ofreceros mis muy humildes servicios cuando estuve últimamente en La Haya. Pues hubiera tenido demasiadas maravillas que admirar al mismo tiempo; y viendo salir discursos más que humanos de un cuerpo tan semejante a los que los pintores dan a los ángeles, hubiera sentido un arrebato como el que sin duda deben de experimentar aquellos que acaban de llegar al cielo tras la terrenal estancia"[35].

Posteriormente, su dedicatoria de los Principios de la Filosofía a la princesa fue llamativamente apasionada, pero en este caso Descartes no se estaba dejando guiar por otro interés que el de manifestarle abiertamente su admiración y su adoración, ligeramente encubiertas por la referencia que hizo a sus extraordinarias cualidades intelectuales:

"he podido apreciar tales cualidades en Vuestra Alteza que creo de interés para el género humano proponerlas como ejemplo a la posteridad […] Por lo demás, la máxima agudeza de vuestro espíritu incomparable se conoce en que habéis indagado todas las profundidades de estas ciencias y las habéis aprendido cuidadosamente en muy poco tiempo […] Nunca encontré a nadie que haya entendido tan perfectamente los escritos que he publicado […] Me resulta imposible no dejarme arrebatar por un sentimiento de enorme admiración cuando considero que un conocimiento tan vario y tan perfecto de todas las cosas no se halle en un viejo sabio que ha empleado muchos años para instruirse, sino en una princesa, joven aún, cuya belleza y edad se parece más a la que los poetas atribuyen a las Gracias que a la de las Musas o de la sabia Minerva […] Y esta sabiduría tan perfecta que advierto en Vuestra Majestad me ha subyugado tanto que no sólo pienso que debo consagrarle este libro de filosofía […] sino que no tengo más deseo de filosofar que el de ser, Señora, de Vuestra Alteza, el más humilde, el más obediente y el más devoto servidor"[36].

Este "espíritu incomparable" de la princesa, que podía determinar que sus cualidades excepcionales fueran de interés para el género humano, no fue al parecer tan "excepcional", pues en una carta posterior dirigida a la reina Cristina, meses antes de su viaje a Suecia, le había expresado otra serie de galanterías en un estilo muy similar, refiriéndose igualmente a la importancia de sus obras para el "bien general de toda la tierra" y expresándole su disposición para cumplir cualquier cosa que le quisiera ordenar:

"Si sucediera que me enviaran una carta desde los cielos, y si la viera bajar de las nubes, no podría sentir sorpresa mayor ni recibirla con mayor respeto y veneración que los que he sentido al recibir la que Vuestra Majestad se ha dignado escribirme […] una princesa a la que tan alto ha colocado Dios, a la que agobian tan importantes asuntos de gobierno, de los que se ocupa en persona, y cuyas obras más nimias pueden tanto por el bien general de toda la tierra que cuantos amen la virtud tienen forzosamente que considerarse dichosísimos si se les brinda alguna ocasión de servirla […] Me atrevo a asegurar con vehemencia a Vuestra Majestad que haré siempre cuanto esté en mi mano por cumplir cualquier cosa que quiera mandarme y ninguna me parecerá excesivamente dificultosa"[37].

Igualmente y en relación con las altas jerarquías de la iglesia católica, tan poderosa y peligrosa en aquel tiempo, el pensador francés tuvo la actitud de un lacayo sumiso, como puede comprobarse en múltiples ocasiones, como en una carta al padre Mersenne en la que se declara "servidor" del cardenal Bagni y le comunica que siente un inmenso respeto por todos los adalides de la iglesia católica:

"Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar mi filosofía excepto la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides"[38].

Frases tan atentas y humildes y tan llenas de admiración hacia quienes consideraba como personas de especial rango aristocrático, muy superior al suyo, tanto en el ámbito de la nobleza como en el del clero católico, contrastan llamativamente con el tratamiento que dio a Voetius, profesor de Teología protestante y rector de la Universidad de Utrecht, con quien había mantenido una fuerte discusión acerca del libre albedrío y de la predestinación humana. Voetius, por medio de un amigo, le había acusado de ateísmo, y Descartes le respondió de manera especialmente insultante y arrogante, de forma que, haciendo alusión al supuesto origen plebeyo de su crítico, le dijo:

"Después objeta [usted] cosas tan estúpidas que no son dignas de mención, pues sólo prueban que ningún plebeyo puede hablar acerca de estas cosas con mayor ineptitud que usted […] Las restantes observaciones que mezcla usted con éstas se apartan tanto del tema que parecen reproducir palabras incoherentes de loro más que razonamientos de filósofos"[39].

3.4. Tendencia al derroche

Su megalomanía se manifestó igualmente como tendencia al derroche con el dinero heredado de sus padres, que le llevó a vivir despreocupado de su economía hasta los últimos años de su vida. El derroche iba tradicional y naturalmente unido a la nobleza, en cuanto, junto con el alto clero, era la clase social que se encontraba en posesión de las mayores riquezas. Por ello, con su actitud derrochadora Descartes parecía querer mostrar a sus "amigos" su propia "nobleza", viéndola tal vez como una manifestación de la virtud aristotélica de la magnificencia (megaloprepéia).

Nobleza de sangre y vida humilde no encajaban demasiado y, por ello, aunque el derroche por sí mismo no fuera una debilidad en él, era el tributo que debía pagar para poner de manifiesto su esplendidez aristocrática. Y ése fue uno de los motivos que le llevaron a gastar alegremente la herencia materna recibida en 1621, viviendo de rentas y sin preocuparse por encontrar trabajo alguno como medio de vida, y que le llevaron a derrochar posteriormente la herencia de su padre hasta quedar arruinado en 1649, poco antes de acudir a la corte sueca.

Todo ese capital lo fue derrochando no precisamente por "su desprecio al dinero", como escribió Rodis-Lewis, sino porque, entre otros caprichos, pocos meses después de la muerte de su padre se permitió el de alquilar el castillo de Endegeest, con servicio de criados incluido, a lo largo de más de dos años, desde marzo de 1641 hasta mayo de 1643[40]en lugar de conformarse con una casa más sencilla donde vivir con mayor austeridad, teniendo en cuenta que en aquellos años sus ingresos eran exclusivamente los derivados de aquella herencia. Descartes alquiló ese castillo porque quería que sus amigos se enterasen de que pertenecía a la nobleza, de que era una persona ilustre, de que le sobraba el dinero y de que podía gastarlo como quisiera –y, quizá también, de que su tarea era tan importante que para realizarla necesitaba vivir al menos en un castillo-.

Su despreocupación por el control de su economía le condujo finalmente a agotar la herencia paterna y a tomar conciencia de la necesidad de buscar otra fuente de ingresos, la cual consiguió en principio solicitando una pensión del estado francés, que al parecer consiguió durante el año 1647 muy posiblemente por la mediación de "su amigo" J. Silhon ante el cardenal Mazarino. Más adelante se interesó por conseguir un cargo en París sin llegar a obtenerlo, así que finalmente trató de encontrar un cargo en la corte de la reina de Suecia que le proporcionase nuevos recursos económicos cuando ya estaba arruinado y lleno de deudas, pues, según señala Watson, aunque el dinero no fuera el único motivo, "Descartes tomó la decisión de ir a Suecia porque su situación económica era precaria"[41].

Quizá, por lo que se refiere al trabajo, Descartes, de acuerdo con la tradición de la nobleza, consideraba que el las tareas físicas no eran precisamente dignas de un noble sino propias de la clase plebeya, y que, en consecuencia, este tipo de trabajos era humillante para su dignidad. Por todo ello, resultan nuevamente sorprendentemente ridículas y absurdas las palabras de Rodis-Lewis cuando habla del "desprecio" de Descartes por el dinero diciendo: "Lo acompañaba siempre un criado, seguramente venido de Francia, con el que piensa quedarse cuando quiere ir a Alemania. Descartes, que al alistarse no había recibido nada más que una moneda simbólica, cosa que debía de satisfacer su desprecio por la riqueza, proveía para los dos"[42].

Realmente es difícil de comprender esa adoración de Rodis-Lewis por Descartes, muy similar, por cierto, a la de su compatriota Baillet, que le lleva a ser incapaz de una mínima objetividad. Dice Rodis-Lewis con la mayor ingenuidad del mundo que Descartes despreciaba la riqueza, como si no se hubiera preocupado por recoger su herencia materna cuando alcanzó la mayoría de edad ni la paterna cuando murió su padre, ni de reclamarle a su hermano un aumento en su asignación, ni se hubiera preocupado por buscar una pensión o por acudir a la corte sueca para resolver sus problemas económicos. Parece considerar que el hecho de que Descartes fuera un derrochador equivalía a que no le importase el dinero. Lo que sí podría haber dicho esta biógrafa es que Descartes no apreciaba el dinero hasta el punto de ponerse a trabajar por conseguirlo, porque, por suerte para él, siempre lo tuvo y lo derrochó mientras pudo. Además, también necesitaba el dinero para pagar los servicios de su criado y también aquí Rodis-Lewis parece admirarse igualmente de la actitud "caritativa" de Descartes al reflejar que éste "proveía para los dos", como si la actitud de Descartes fuera realmente admirable por el hecho de pagar la manutención de su criado.

Por otra parte, cuando Rodis-Lewis hace referencia a la moneda que cobró Descartes por su alistamiento en el ejército, debería haber tenido en cuenta que eso era lo que cobraba un soldado voluntario en aquellos momentos en los que el carácter de voluntario le permitía estar libre de la obligación de participar en las batallas en que lo hiciera el ejército al que perteneciera. También podría haber reflexionado acerca de qué edad y qué necesidades tenía Descartes cuando se alistó y qué objetivos eran los que realmente le interesaban en aquellos momentos. Pero parece que a Rodis-Lewis le resultó más atractiva la idea de que Descartes era una persona altruista y desprendida, que "despreciaba el dinero".

3.5. Frivolidad intelectual

Partes: 1, 2, 3
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