Debo añadir además que existen varias circunstancias que hacen esta hipótesis mucho más probable con respecto a las virtudes naturales que con respecto a las artificiales. Es cierto que la imaginación es más afectada por lo que es particular que por lo general y que los sentimientos se despiertan siempre con dificultad cuando sus objetos son en cierto grado vagos e indeterminados. Ahora bien: cada acto particular de justicia no es beneficioso para la sociedad, sino todo el esquema o sistema, y no puede quizá ser una persona particular por la cual nos interesamos la que recibe un beneficio de la justicia, sino el todo social. Por el contrario, todo acto particular de generosidad o ayuda del industrioso o del indigente es beneficioso para una persona particular que no es indigna de él. Es más natural, por consecuencia, pensar que las tendencias de la última virtud afectarán nuestros sentimientos y exigirán nuestra aprobación que pensar que lo hagan las primeras, y, por consiguiente, ya que hallamos que la aprobación de las primeras sufre en sus tendencias, podemos adscribir con más razón la misma causa a la aprobación de las últimas. En un número de efectos similares, si una causa es descubierta para uno, podemos extender esta causa a todos los otros efectos que pueden ser explicados por ella; pero podemos hacerlo mucho más aún si estos otros efectos van acompañados con circunstancias peculiares que facilitan la acción de la causa.
Antes de que vaya más lejos debo hacer observar dos notables circunstancias en este asunto que pueden parecer objeciones para el sistema presente. La primera puede ser explicada así: Cuando alguna cualidad o carácter posee una tendencia hacia el bien del género humano, nos agrada y la aprobamos porque presenta la idea vivaz de placer, idea que nos afecta por simpatía y es en sí misma un género de placer; pero como esta simpatía es muy variable y puede pensarse que nuestros sentimientos morales admiten las mismas variaciones, simpatizamos más con personas contiguas a nosotros que con personas que están remotas, con nuestros próximos que con los extraños, con nuestros compatriotas que con los extranjeros. A pesar de esta variación de nuestra simpatía concedemos la misma aprobación a las mismas cualidades morales en China que en Inglaterra; aparecen igualmente virtuosas y exigen igualmente la estima de un espectador juicioso. La simpatía varía sin una variación de nuestra estima. Nuestra estima, por consiguiente, no procede de la simpatía.
A esto respondo que la aprobación de las cualidades morales no se deriva de la razón o de una comparación de ideas, sino que procede enteramente del sentido moral y de ciertos sentimientos de placer o disgusto que surgen ante la contemplación o consideración de cualidades o caracteres particulares. Ahora bien: es evidente que los sentimientos, derívense de donde se quiera, deben variar según la distancia o contigüidad de los objetos y que yo no siento el mismo placer vivaz por las virtudes de una persona que vivió en Grecia hace dos mil años que por las virtudes de un amigo familiar y por la de mis próximos. Yo no digo que estime la una más que la otra, y, por consiguiente, si la variación del sentimiento sin la variación de la estima es una objeción, deben tener igual fuerza contra todo otro sistema que contra el de la simpatía. Sin embargo, si se considera el asunto debidamente, no tiene fuerza alguna y es lo más fácil en el mundo explicarla. Nuestra situación con respecto a las personas y cosas está en fluctuación continua, y un hombre que se halla a distancia nuestra puede en un tiempo breve convertirse en nuestro familiar y próximo. Además, todo hombre particular tiene una posición peculiar con respecto a los otros y es imposible que podamos mantener un trato reciproco en términos razonables si cada uno de nosotros considera los caracteres y las personas sólo como aparecen desde su punto de vista particular. Por consiguiente, para evitar estas continuas contradicciones y llegar a un juicio más estable de las cosas nos fijamos en algunos puntos de vista firmes y generales y siempre nos colocamos en nuestros pensamientos en ellos, cualquiera que sea nuestra situación presente. De igual modo la belleza externa se determina meramente por el placer, y es evidente que un porte hermoso no puede producir tanto placer cuando se ve a la distancia de veinte pasos como cuando se halla más cerca de nosotros. Sin embargo, no decimos que nos parece menos hermoso, porque sabemos qué efecto tendrá en una posición tal y por esta reflexión corregimos su apariencia del momento.
En general, todos los sentimientos son variables según nuestra situación de proximidad o lontananza con respecto a la persona censurada o alabada y según la disposición presente de nuestro espíritu; pero no consideramos estas variaciones en nues tras decisiones generales, sino que aplicamos los términos que expresan nuestro agrado o desagrado del mismo modo que si permaneciésemos en un mismo punto de vista. La experiencia nos enseña pronto este procedimiento para corregir nuestros sentimientos, o al menos para corregir nuestro lenguaje cuando los sentimientos son más tenaces e inalterables. Nuestro servidor, si es diligente y fiel, puede despertar sentimientos más fuertes de amor y ternura que Marco Bruto, tal como nos lo presenta la historia; pero no decimos por esto que el carácter del primero es más laudable que el del último. Sabemos que si nos aproximásemos igualmente al famoso patricio nos produciría un grado mucho mayor de afección y admiración. Tales correcciones son comunes con respecto a todos los sentidos, y de hecho sería imposible que pudiésemos hacer uso del lenguaje o comunicar nuestros sentimientos a los otros si no corrigiésemos la apariencia momentánea de las cosas y superásemos nuestra situación presente.
Por consiguiente, por la influencia del carácter y cualidades sobre aquellos que tienen un trato con otra persona los censuramos o alabamos. No consideramos si las personas afectadas por estas cualidades son nuestros próximos o extraños, compatriotas o extranjeros. Es más: superamos nuestro presente interés en tales juicios y no censuramos a un hombre por oponérsenos a algunas de nuestras pretensiones cuando su propio interés se halla particularmente comprometido en ello. Permitimos un cierto grado de egoísmo en los hombres porque sabemos que es inseparable de la naturaleza humana e inherente a nuestra estructura y constitución. Mediante esta reflexión corregimos los sentimientos de censura que surgen naturalmente de esta oposición.
Sin embargo, aunque el principio general de nuestra censura o alabanza pueda ser corregido por estos principios, es cierto que no son totalmente eficaces ni nuestras pasiones corresponden frecuentemente a la presente teoría. Rara vez los hombres aman de corazón lo que se halla lejos de ellos y lo que no redunda en su particular beneficio, del mismo modo que no es menos raro encontrar personas que puedan perdonar a los otros la oposición que hacen a su propio interés, aunque sea justificable esta oposición por las reglas generales de la moralidad. Aquí nos contentamos diciendo que la razón requiere una conducta tal, imparcial, pero que rara vez podemos someternos a ella y que las pasiones no siguen fácilmente la determinación de nuestro juicio. Este lenguaje será fácilmente entendido si consideramos lo que dijimos primeramente referente a la razón que es capaz de oponerse a las pasiones, y que hallamos que no era más que una determinación general tranquila de las pasiones fundada en alguna consideración distante o reflexión. Cuando pronunciamos nuestros juicios acerca de las personas meramente por la tendencia de su carácter hacia nuestro provecho o hacia el de nuestros amigos hallamos tantas contradicciones con nuestros sentimientos en la sociedad y conversación y tal incertidumbre por los incesantes cambios de nuestra situación, que buscamos algún otro criterio de mérito o demérito que no puede admitir una variación tan grande. Habiéndonos librado así de nuestro primer punto de vista, no podemos fijar la atención después tan cómodamente por ningún medio como por la simpatía con los que tienen algún comercio con la persona que consideramos. Esta se halla lejos de ser tan vivaz como cuando nuestro propio interés o el interés de nuestros amigos se halla en juego y no tiene una influencia análoga sobre nuestro amor y odio, sino que, hallándose de acuerdo con nuestros principios generales y tranquilos, se dice que tiene una autoridad igual sobre nuestra razón y determina nuestro juicio y opinión. Censuramos igualmente una acción mala que leemos en la historia que la realizada en nuestra vecindad un día de éstos; el sentido de esto es que sabemos por reflexión que la primera acción despertaría un sentimiento de desaprobación tan fuerte como la última si se hallase en la misma situación.
Paso ahora a la segunda circunstancia notable que me propongo indagar. Cuando una persona posee un carácter que su tendencia natural es beneficiosa para la sociedad, la estimamos virtuosa, y nos agrada la consideración de este carácter aunque accidentes particulares impidan su actuación y la incapaciten para ser útil a sus amigos y país. La virtud en andrajos es aún virtud, y el amor que produce alcanza al hombre en un calabozo o en el desierto, donde la virtud no puede ejercitarse ya y está perdida para el mundo entero. Ahora bien: esto puede ser estimado como una objeción para el presente sistema. La simpatía nos interesa por el bien del género humano, y si la simpatía fuese el origen de nuestra estima de la virtud, el sentimiento de aprobación sólo podría tener lugar cuando la virtud lograse realmente su fin y fuese beneficiosa para el género humano. Cuando no alcanza este fin es sólo un medio imperfecto y, por consiguiente, jamás adquiere mérito alguno por este fin. La bondad de un fin puede conceder mérito tan sólo a los medios que son perfectos y que producen actualmente el fin.
A esto podemos replicar que cuando un objeto, en todas sus partes, se halla adecuado para alcanzar un fin agradable produce naturalmente placer y es estimado como bello aunque algunas circunstancias externas sean todavía necesarias para hacerlo totalmente efectivo. Es suficiente que todo sea completo en el objeto mismo. Una casa que está imaginada con gran conocimiento para todas las comodidades de la vida nos agrada por esta razón aunque quizá nos damos cuenta de que nadie vivirá en ella. Un suelo fértil y un clima agradable nos deleitan por la reflexión acerca de la felicidad que aportarán a sus habitantes aunque en el presente la comarca esté desierta y deshabitada. Un hombre cuyos miembros y hechura prometen fuerza y actividad se estima como hermoso aunque se halle condenado a una prisión perpetua. La imaginación experimenta una serie de pasiones concernientes a aquellos de que deben depender nuestros sentimientos de belleza. Estas pasiones son producidas por grados de vivacidad y fuerza que son inferiores a la creencia e independientes de la existencia real de sus objetos. Cuando un carácter es en todos respectos adecuado para el bien de la sociedad, la imaginación pasa fácilmente de la causa al efecto sin considerar que existen algunas circunstancias necesarias aún para hacer que la causa sea completa. Las reglas generales crean una especie de probabilidad que a veces influye nuestro juicio y siempre la imaginación.
Es cierto que cuando la causa es completa y una buena disposición va acompañada de buena fortuna que la hace realmente beneficiosa a la sociedad, produce un placer más grande en el espectador y va acompañada de una simpatía más vivaz. Somos más afectados por ella, y sin embargo no decimos que es más virtuosa o que la estimamos más. Nos damos cuenta que una alteración de la fortuna puede convertir la disposición favorable en completamente impotente y, por consiguiente, separamos tanto como es posible la buena fortuna de esta disposición. Es el mismo caso que cuando corregimos los diferentes sentimientos de la virtud que proceden de las diferentes distancias de los objetos con respecto a nosotros. Las pasiones no siguen siempre nuestras correcciones, pero estas correcciones sirven de un modo suficiente para regular nuestras nociones abstractas y se tienen sólo en cuenta cuando nos pronunciamos en general con respecto de los grados del vicio y la virtud.
Se ha observado por los tratadistas de estética que todas las palabras o sentencias que son difíciles para la pronunciación son desagradables al oído. No hay diferencia entre que un hombre las oiga pronunciar o las lea por lo bajo. Cuando paseo mi vista sobre las páginas de un libro imagino que lo oigo todo, y por la fuerza de la imaginación penetro en el desagrado que la lectura del mismo produciría al declamador. El desagrado no es real; pero como una composición de palabras semejante tiene una tendencia natural a producirlo, es esto suficiente para afectar nuestro espíritu con un sentimiento penoso y hacer el discurso duro y desagradable. Es un caso análogo a cuando una cualidad real, por circunstancias accidentales, resulta impotente y se halla privada de su influencia natural en la sociedad.
Basándonos en estos principios podemos fácilmente resolver una contradicción que puede presentarse entre la simpatía extensiva, de la que dependen nuestros sentimientos de virtud, y la generosidad limitada, que he hecho frecuentemente observar era natural al hombre y que suponen la justicia y la propiedad según el razonamiento presente. Mi simpatía con otro sujeto puede producirme el sentimiento de dolor o desaprobación cuando se presenta un objeto que tiene la tendencia a proporcionar a aquél dolor, aunque no me halle dispuesto a sacrificar algo de mi propio interés y a pasar por encima de mis pasiones para su satisfacción. Una casa puede desagradarme por sus malas condiciones para la comodidad del habitante y sin embargo puedo rehusarme el dar ni siquiera un chelín para reconstruirla. Los sentimientos deben llegar al corazón para guiar nuestras pasiones, pero no necesitan extenderse más allá de la imaginación para hacerla influir en nuestro gusto. Cuando una construcción parece torpe y vacilante a la vista es fea y desagradable aunque podamos estar plenamente seguros de la solidez de su estructura. Una especie de miedo causa este sentimiento de desaprobación, pero la pasión no es la misma que la que experimentamos cuando nos hallamos obligados a estar bajo un muro que realmente nos parece vacilante e inseguro. Las tendencias aparentes de los objetos afectan al espíritu, y las emociones que excitan son de igual especie que las que proceden de las consecuencias reales de los objetos, pero su cualidad afectiva es diferente. Es más: estas emociones son tan diferentes en su cualidad afectiva que pueden ser frecuentemente contrarias sin destruirse las unas a las otras, como cuando las fortificaciones de una ciudad perteneciente al enemigo son estimadas hermosas por razón de su fuerza, aunque podamos desear que sean totalmente destruidas. La imaginación se adhiere a las consideraciones generales de las cosas y distingue los sentimientos que surgen de ella de los que produce nuestra situación particular y momentánea.
Si examinamos los panegíricos que comúnmente se hacen de los grandes hombres hallaremos que las más de las cualidades que se les atribuyen pueden ser divididas en dos géneros, a saber: las que les hacen llevar a cabo su parte en la sociedad y las que les hacen útiles a sí mismos y los capacitan para trabajar por su propio interés. Su prudencia, templanza, frugalidad, industria, asiduidad, arresto, destreza, se celebran del mismo modo que su generosidad y humanidad. Si somos indulgentes con alguna cualidad que incapacita al hombre para representar un papel en la vida es ésta la indolencia, que no se supone que le priva de una parte de su capacidad, sino solamente que suspende su ejercicio, y esto sin inconveniente para la persona misma, puesto que es en alguna medida cosa de su propia elección. Sin embargo, la indolencia se concede siempre que es un defecto muy grande, si no extremo, y jamás a un amigo se le reconoce sometido a ella más que para salvar su carácter en otros aspectos más importantes. Se dice: podía hacer un papel si él quisiera aplicarse a ello; su entendimiento es sólido, su concepción rápida y su memoria tenaz, pero odia el trabajo y es indiferente a lo que respecta a su fortuna. Este hombre puede hallarse a veces sujeto a la vanidad, aunque con el aire de confesar su defecto, porque puede pensar que su incapacidad para el trabajo implica cualidades mucho más nobles, como un espíritu filosófico, un gusto fino, un ingenio delicado y un sentido para los placeres de la sociedad. Sin embargo, tomemos otro caso: supongamos una cualidad que, sin ser una indicación de otras cualidades buenas, incapacita a un hombre siempre para el trabajo y es fatal para sus intereses, como un entendimiento desatinado y un juicio absurdo de todo en la vida, inconstancia e irresolución o falta de habilidad en el manejo de los hombres y los negocios; todas éstas se concede que son imperfecciones del carácter, y muchos hombres preferirían tomar sobre sí los más grandes crímenes a ser sospechados de hallarse en algún grado sujetos a ellas.
Es una gran ventaja para nuestras investigaciones filosóficas hallar el mismo fenómeno diversificado por una serie de circunstancias, y descubriendo lo que es común entre los diversos casos podemos asegurarnos mejor de la verdad de una hipótesis de la que podemos hacer uso para explicarlo. Si no fuese estimado como virtud más que lo beneficioso para la sociedad, estoy persuadido que la explicación precedente del sentido moral debía ser también admitida, y esto con evidencia suficiente; pero esta evidencia debe aumentar para nosotros cuando hallemos otros géneros de virtud que no admiten más explicación que nuestra hipótesis. Ved un hombre que no carece de un modo notable de sus cualidades sociales, pero que se recomienda principalmente por su destreza en los negocios, por la que ha salido por sí mismo de las más grandes dificultades y llevado los asuntos más delicados con una habilidad y prudencia singulares. Hallo que una estima hacia él surge inmediatamente en mí; su compañía me es una satisfacción, y antes de tener un trato ulterior con él preferiría prestarle un servicio que hacerlo a otros cuyo carácter es en todo respecto igual, pero es deficiente en este particular. En este caso las cualidades que me agradan son consideradas como útiles para la persona y como teniendo una tendencia a promover su interés y satisfacción. Se las considera tan sólo como medios para un fin y me agradan en proporción con su adecuación para este fin. El fin, por consiguiente, debe serme agradable. Pero ¿qué hace agradable el fin? La persona es extranjera; no me hallo de manera alguna interesado por ella y no me encuentro sometido a ninguna obligación para con ella; su felicidad no me preocupa más que la felicidad de todo ser humano, y de hecho, de toda criatura sensible; esto es, me afecta solamente por simpatía. Mediante este principio, siempre que descubro su felicidad o bien, en sus causas o en sus efectos, penetro tan profundamente en ello que me produce una emoción apreciable. La apariencia de las cualidades que tienen una tendencia a promoverla posee un efecto agradable sobre mi imaginación y despierta mi amor y mi estima.
Esta teoría puede servir para explicar por qué las mismas cualidades, en todos los casos, producen orgullo y amor, humildad y odio, y el mismo hombre es virtuoso o vicioso, perfecto o vil para los otros cuando lo es para sí mismo. Una persona en la que descubrimos una pasión o hábito que originalmente es tan sólo incómodo para ella misma se nos hace siempre desagradable por esta razón, lo mismo que, por otra parte, una persona cuyo carácter es sólo peligroso o desagradable a los otros no puede jamás hallarse satisfecha de sí misma en tanto que se da cuenta de esta desventaja. Esto no sólo puede observarse con respecto a los caracteres y a las maneras, sino que puede ser notado aun en las más pequeñas circunstancias. Una tos violenta en otro nos produce desagrado aunque en sí misma no nos afecta en lo más mínimo. Un hombre se sentirá mortificado si se le dice que tiene un aliento desagradable aunque es evidente que no constituye una molestia para él. Nuestra fantasía cambia fácilmente su situación o contemplándonos tal como aparecemos a los otros o considerando a los otros tal como se experimentan a sí mismos; penetramos por este medio en los sentimientos que de ningún modo nos pertenecen y por los que nada más que la simpatía es capaz de interesarnos. Esta simpatía nos lleva a veces tan lejos que nos sentimos desagradados con una cualidad cómoda para nosotros meramente porque desagrada a los otros, y nos hace desagradables a sus ojos aunque quizá no podemos tener nunca ningún interés en hacernos agradables a ellos.
Han existido muchos sistemas de moralidad, expuestos por los filósofos en todas las edades; pero si se los examina rigurosamente pueden ser reducidos a dos que tan sólo merecen nuestra atención. El bien y el mal moral son distinguidos ciertamente por nuestros sentimientos, no por nuestra razón; pero estos sentimientos pueden surgir o de la mera forma o apariencia de los caracteres y pasiones o de las reflexiones sobre su tendencia hacia la felicidad del género humano y de las personas particulares. Mi opinión es que las dos causas se hallan mezcladas en nuestro juicio o moral del mismo modo que lo están en nuestras decisiones referentes a los más de los géneros de la belleza externa, aunque soy también de la opinión que las reflexiones acerca de las tendencias o de las acciones tienen con mucho la mayor influencia y determinan lo más importante de nuestros deberes. Existen, sin embargo, casos de menos importancia en los que el gusto inmediato o sentimiento produce nuestra aprobación. El ingenio y una conducta fácil y desenvuelta son cualidades inmediatamente agradables a los otros y conquistan su amor y estima. Algunas de estas cualidades producen satisfacción en los otros por principios originales particulares de la naturaleza humana que no pueden ser explicados; otras pueden ser reducidas a principios que son más generales. Esto aparecerá mejor después de una investigación particular.
Del mismo modo que algunas cualidades adquieren su mérito por ser inmediatamente agradables a los otros, sin necesidad de ninguna tendencia hacia el interés público, se denominan algunas virtuosas por ser inmediatamente agradables a la persona misma que las posee. Cada una de las pasiones y actividades del espíritu tiene su peculiar cualidad afectiva, que debe ser agradable o desagradable. La primera es virtuosa; la segunda, viciosa. Esta peculiar cualidad afectiva constituye la naturaleza de las pasiones y, por consiguiente, no necesita ser explicada.
Sin embargo, aunque directamente la distinción de vicio y virtud parezca fluir inmediatamente de los placeres y dolores inmediatos que cualidades particulares nos causan a nosotros y los otros, es fácil observar que dependen también del principio de la simpatía, sobre el que se ha insistido. Nos agrada una persona que posee cualidades inmediatamente agradables a aquellos con quienes tiene relación aunque quizá nosotros mismos jamás obtengamos placer de ella. También nos agrada una persona posee cualidades que son inmediatamente agradables para ella misma aunque ellas no presten servicio alguno a ningún mortal. Para explicar esto debemos recurrir a los precedentes principios.
Resumiendo la hipótesis presente: toda cualidad del espíritu es denominada virtuosa cuando produce placer por la mera contemplación, del mismo modo que toda cualidad que produce dolor se llama viciosa. Este placer y este dolor pueden surgir de cuatro fuentes diferentes, pues logramos placer por la consideración de un carácter que se halla adecuado para ser útil a los otros o a la persona misma o que es agradable a los otros o a la misma persona. Alguien puede quizá mostrarse sorprendido de que entre todos estos intereses y placeres nos olvidemos del nuestro propio, que nos toca tan de cerca en toda otra ocasión; pero nos satisfaremos fácilmente acerca de este asunto si consideramos que siendo diferentes todo placer particular e intereses de una persona, es imposible que los hombres se hallen de acuerdo acerca de sus sentimientos y juicios, a menos que escojan un punto de vista común desde el que puedan contemplar su objeto y que pueda hacer que aparezca idéntico a los demás. Ahora bien: al juzgar de los caracteres, el único interés o placer que aparece el mismo a todo espectador es el de la persona misma cuyo carácter se examina o el de personas que tienen una conexión con él, y aunque tales intereses y placeres nos afectan más débilmente que los nuestros, sin embargo, siendo más constantes y universales, contrarrestan a los últimos siempre en la práctica y son sólo admitidos en la especulación como criterio de virtud y moralidad. Sólo ellos producen esta particular cualidad afectiva o sentimiento del que dependen las distinciones morales.
Igualmente el merecimiento, bueno o malo, de la virtud o el vicio es una consecuencia evidente de los sentimientos de placer y dolor. Estos sentimientos producen amor u odio, y amor u odio, por la constitución original de la pasión humana, van acompañados con benevolencia o cólera, esto es, con un deseo de hacer feliz a la persona que amamos y desgraciada a la que odiamos. Hemos tratado de esto más detalladamente en otra ocasión.
Sección II
De la grandeza de alma.
Será oportuno ilustrar este sistema general de moral aplicándole a casos particulares de virtud y vicio y mostrando cómo el mérito o demérito surgen de los cuatro orígenes aquí explicados. Comenzaremos examinando las pasiones de orgullo y humildad y consideraremos el vicio y la virtud que se halla en su exceso o justa proporción. Un orgullo excesivo o concepto presuntuoso de nosotros mismos se estima siempre como vicioso y es universalmente odiado, del mismo modo que la modestia o un justo sentido de la debilidad se estima como virtuoso y despierta la buena voluntad de todo el mundo. Esto debe ser adscrito a la tercera de las cuatro fuentes de las distinciones morales, a saber: el agrado o desagrado inmediato que una cualidad produce a los otros, sin reflexión acerca de la tendencia de esta cualidad.
Para probar esto debemos recurrir a dos principios que son muy notables en la naturaleza humana. El primero de éstos es la simpatía y comunicación de sentimientos y pasiones, antes mencionadas. Tan estrecha e íntima es la correspondencia de las almas humanas, que apenas se aproxima a una persona a mí difunde sobre mi ser entero todas sus opiniones e influye en mi juicio en un grado mayor o menor. Aunque en muchas ocasiones mi simpatía con ella no vaya tan lejos que cambie totalmente mis sentimientos y mi modo de pensar, en general no es nunca tan débil que no perturbe el fácil curso de mi pensamiento y no conceda una autoridad a la opinión que se me recomienda por su asentimiento y aprobación. No es de ninguna importancia el objeto al que ella y yo apliquemos nuestros pensamientos. Ya juzguemos de una persona indiferente o de una de mi mismo carácter, mi simpatía concede igual fuerza a su decisión, y aun sus sentimientos y su propio mérito me hacen considerarla del mismo modo que ella se considera a sí misma.
El principio de la simpatía es de una naturaleza tan poderosa e insinuante que penetra los más de nuestros sentimientos y pasiones y frecuentemente tiene lugar bajo la apariencia de su contrario, pues es notable que cuando una persona se me opone en algo a lo que yo me inclino marcadamente, y despierta mi pasión por la contradicción, experimento siempre un grado de simpatía con ella, y mi movimiento de ánimo no procede de otro origen. Podemos observar aquí un conflicto evidente o encuentro de dos pasiones y principios opuestos. Por una parte, existe la pasión o sentimiento que me es natural, y puede observarse que cuanto más fuerte una pasión es, más fuerte es la emoción. Debe existir también una pasión o sentimiento contrario, y esta pasión no puede proceder más que de la simpatía. Los sentimientos de los otros sujetos jamás pueden afectarnos más que convirtiéndose en cierto modo en los nuestros, en cuyo caso actúan sobre nosotros oponiéndose a nuestras pasiones y aumentándolas del mismo modo que si se hubiesen derivado originalmente de nuestro temperamento y disposición. Mientras permanecen encerradas en los espíritus de los otros jamás pueden tener alguna influencia sobre nosotros, y aun cuando son conocidas, si no atraen más que a la imaginación o concepción, como esta facultad se halla tan acostumbrada a objetos de todo género, una mera idea, aunque contraria a nuestros sentimientos e inclinaciones, jamás será por sí sola capaz de afectarnos.
El segundo principio que tengo en cuenta es el de comparación o el de la variación de nuestros juicios referentes a objetos según la relación que tienen con aquellos otros con los que los comparamos. Juzgamos más frecuentemente por compara ción de los objetos que por su valor intrínseco, y consideramos todo como insignificante cuando lo ponemos en oposición con lo que es superior dentro del mismo género. Sin embargo, ninguna comparación es más clara que la que se refiere a nosotros mismos, y de aquí que en todas las ocasiones tenga lugar y se mezcle con las más de nuestras pasiones. Este género de comparación es totalmente contrario a la simpatía en su actuación, como ya lo hemos hecho observar al tratar de la compasión y malicia. En todos los géneros de compasión, un objeto nos hace obtener de otro con el que se compara una sensación contraria a la que surge de él mismo en su consideración directa e inmediata. La consideración directa del placer de otro nos produce naturalmente placer, y, por consiguiente, produce dolor cuando lo comparamos con el nuestro propio. Su dolor, considerado en si mismo, es penoso, pero aumenta la idea de nuestra propia felicidad y nos concede placer.
Puesto que los principios de la simpatía y la comparación con nosotros mismos son completamente contrarios, merecerá la pena de detenernos para considerar qué reglas generales pueden crearse, además del temperamento particular de una persona, para que el uno o el otro prevalezcan. Supongamos que yo me hallo ahora en seguridad en tierra y quiero obtener algún placer mediante esta consideración: debo pensar en la miserable condición de los que se hallan en el mar durante una tormenta y debo tratar de hacer esta idea tan fuerte y vivaz como sea posible para hacerme más sensible a mi propia felicidad. Sin embargo, cualesquiera que sean los trabajos que me tome, la comparación jamás tendrá una eficacia igual a la que tendría si me hallase realmente en la orilla (73)
y viese un barco a cierta distancia arrastrado por una tempestad y en peligro constante de perecer sobre una roca o en un banco de arena. Sin embargo, supongo que esta idea llega a ser aún más vivaz. Supongamos que el barco se aproxima a mí, que yo puedo percibir el dolor pintado en los gestos de los marineros y pasajeros, oír sus gritos dolorosos, ver a los amigos más queridos decirse el último adiós o tomar juntos la resolución de perecer los unos en los brazos de los otros; ningún hombre tendrá un corazón tan duro que obtenga un placer de este espectáculo o resista a los movimientos de la más tierna compasión y simpatía. Es evidente, por consiguiente, que existe en este caso un término medio y que si la primera idea era demasiado débil no tenía influencia por la comparación, y si era, por otra parte, demasiado fuerte actuaba sobre nosotros por simpatía, que es lo contrario de la comparación. Siendo la simpatía la conversión de una idea en una impresión, exige una mayor fuerza y vivacidad en la idea que la que se requiere para la comparación.
Todo esto se aplica fácilmente al asunto presente. Descendemos mucho ante nosotros mismos cuando nos hallamos en presencia de un gran hombre o de un genio superior, y esta humildad constituye un ingrediente considerable del respeto que concedemos a nuestros superiores, de acuerdo con nuestro precedente razonamiento acerca de esta pasión. A veces, aun la envidia y el odio surgen de la comparación; pero en la mayor parte de los hombres no se pasa del respeto y la estima. Como la simpatía posee una influencia tan poderosa sobre el espíritu humano, hace que el orgullo tenga en cierto modo el mismo efecto que el mérito, y haciéndonos penetrar en los sentimientos elevados que el hombre orgulloso abriga de sí mismo presenta la comparación, que es tan mortificante y desagradable. Nuestro juicio no acompaña necesariamente el concepto laudatorio que tiene de sí mismo; pero es lo suficientemente sensible para admitir la idea que se le presenta y para que ésta adquiera un influjo sobre las concepciones inconexas de la imaginación.
Un hombre que en un rato de mal humor quisiese formar la noción de una persona poseyendo un mérito muy superior al suyo propio no se sentiría mortificado por esta ficción; pero si un hombre se nos presenta y estamos persuadidos realmente de que le somos inferiores en mérito, y si observamos en él un grado extraordinario de orgullo o de alto concepto de sí mismo, la firme convicción que él tiene de su propio mérito se apodera de la imaginación y nos disminuye ante nuestros ojos de la misma manera que si él se hallase poseído de todas las buenas cualidades que se atribuye a sí mismo tan decididamente. Nuestra idea se encuentra aquí precisamente en el punto medio que se requiere para hacer que actúe sobre nosotros por comparación. Si fuera acompañada de la creencia y la persona pareciese poseer el mismo mérito que ella misma supone, tendría un efecto contrario y actuaría sobre nosotros por la simpatía. La influencia de este principio sería superior a la de la comparación, o sea lo contrario que sucede cuando el mérito de la persona parece ser inferior a sus pretensiones.
La consecuencia necesaria de estos principios es que el orgullo o el concepto presuntuoso de nosotros mismos debe ser vicioso, pues produce dolor en todos los hombres y se presenta a ellos en todo momento acompañado de una comparación desagradable. Es una observación trivial en filosofía, y aun en la vida y conversación corriente, que es nuestro propio orgullo el que hace que nos desagrade tanto el orgullo de las otras personas y que la vanidad nos es insoportable tan sólo porque somos vanos. El de carácter alegre se asocia naturalmente con el que es alegre, y el inclinado al amor, con el amoroso; pero el orgulloso jamás puede sufrir al orgulloso, y busca más bien la compañía de los que se hallan en disposición contraria. Como todos nosotros somos hasta cierto punto vanidosos, el orgullo es censurado y condenado universalmente por todo el género humano por poseer tendencia a causar dolor en los otros sujetos mediante la comparación. Y este efecto debe seguirse tanto más naturalmente cuanto que los que tienen un concepto mal fundado de sí mismos hacen siempre estas comparaciones y no tienen otro modo de mantener su vanidad. Un hombre de buen sentido y mérito se halla satisfecho de sí mismo independientemente de todas las consideraciones de los otros; pero un tonto debe hallar siempre una persona que sea más tonta para hacerle contentarse con sus propias dotes y entendimiento.
Aunque un concepto presuntuoso de nuestro propio mérito sea vicioso y desagradable, nada puede ser más laudable que tener una estima de nosotros mismos cuando realmente apreciamos cualidades que son estimables. La utilidad y ventaja para nosotros mismos de una cualidad es la fuente de la virtud, lo mismo que lo es su agrado para los otros, y es cierto que nada nos es más útil en la conducta de la vida que un justo grado de orgullo, que nos da confianza y seguridad en nuestros proyectos y empresas. Cualquiera que sea la cualidad de que nos hallemos dotados, ésta será completamente inútil si no nos damos cuenta de ella y si no concebimos designios que le sean adecuados. En todas las ocasiones necesitamos conocer nuestra propia fuerza, y si es permitido equivocarse en algún sentido, será más ventajoso equivocarse en favor de nuestro mérito que formarnos ideas acerca de él que estén por bajo de su justo valor.
Añádase a esto que aunque el orgullo o alabanza de sí mismo puede a veces ser desagradable a los otros es siempre agradable para nosotros mismos, del mismo modo que la modestia, aunque proporciona placer a todo el que la observa, produce frecuentemente dolor en la persona que se halla dotada de ella. Ahora bien: ha sido observado que nuestras propias sensaciones determinan el vicio y la virtud de una cualidad lo mismo que las sensaciones que ésta puede suscitar en los otros.
Así, la satisfacción de sí mismo y la vanidad no sólo son permitidas, sino requeridas en un carácter. Sin embargo, es cierto que la buena crianza y decencia requieren que evitemos todos los signos y expresiones que tienden a mostrar directamente esta pasión. Tenemos todos nosotros una parcialidad prodigiosa para con nosotros mismos, y si expresásemos claramente nuestros sentimientos en este particular nos produciríamos mutuamente la más grande indignación los unos a los otros, no sólo por la presencia inmediata de un asunto tan desagradable de comparación, sino también por lo contrario de nuestros juicios. Por consiguiente, del mismo modo que hemos establecido las leyes de la naturaleza para asegurar la propiedad en la sociedad y evitar la oposición del interés egoísta establecemos las reglas de la buena crianza para evitar la oposición del orgullo de los hombres y hacer el trato agradable e inofensivo. Nada es más desagradable que el concepto presuntuoso que un hombre tiene de sí mismo. Todo el mundo tiene casi una tendencia tan fuerte a este vicio. Nadie puede distinguir bien en sí mismo entre vicio y virtud o hallarse cierto de que está bien fundada su estima de su propio mérito; por estas razones todas las expresiones directas de esta pasión se condenan y ni hacemos excepción en esta regla en favor de los hombres de buen sentido y mérito. No se concede que se hagan a sí mismos claramente justicia en sus palabras más que las otras gentes se la hacen, y si muestran reserva y duda secreta con respecto a hacerse a sí mismos justicia en sus propios pensamientos son más aplaudidos. Esta inclinación impertinente y casi universal de los hombres a sobreestimarse a sí mismos nos ha producido un prejuicio tal contra la alabanza propia, que nos sentimos llevados a condenarla, según una regla general, siempre que la descubrimos, y sólo con alguna dificultad la concedemos como un privilegio a los hombres de buen sentido, y esto aun en sus más secretos pensamientos. Al menos debe reconocerse que alguna disimulación en este respecto es absolutamente requerida y que si abrigamos orgullo en nuestros pechos debemos mantener un exterior agradable y mostrar un aspecto de modestia y de deferencia mutua en toda nuestra conducta y vida. Debemos en toda ocasión mostrarnos prestos a preferir a nosotros los otros, a tratarlos con una especie de respeto aun cuando sean nuestros iguales, a parecer siempre los inferiores y últimos en la sociedad cuando no somos muy superiores a los demás, y si observamos estas reglas en nuestra conducta los hombre serán más indulgentes para nuestros sentimientos secretos cuando los revelamos de un modo indirecto.
No creo que nadie que tenga práctica del mundo y pueda penetrar en los sentimientos de los hombres afirmo que la humildad, la buena crianza y la decencia requieran de nosotros ir más allá del aspecto externo o que una absoluta sinceridad en este respecto sea estimada como un elemento de nuestro deber. Por el contrario, podemos observar que un orgullo o estima de sí mismo genuino y cordial, si se halla bien oculto y fundado, es esencial para el carácter de un hombre de honor y que no hay cualidad del espíritu que sea más indispensable requisito para procurar la estima y la aprobación del género humano. Existen ciertas deferencias y sumisiones mutuas que la costumbre exige de los diferentes rangos de los hombres, los unos con respecto de los otros, y todo el que se excede en este particular, si lo hace por interés, es acusado de bajeza; si por ignorancia, de simplicidad. Es necesario, por consiguiente, conocer nuestro rango y situación en el mundo, ya sea fijado por nuestro nacimiento, fortuna, empleo, talento o reputación. Es necesario experimentar el sentimiento y pasión del orgullo en conformidad con ello y regular nuestras acciones de acuerdo con esto. Se dirá que la prudencia puede bastar para regular nuestras acciones en dicho particular sin un orgullo real; responderé que aquí el objeto de la prudencia es conformar nuestras acciones en el general uso y costumbre y que es imposible que el aire oculto de superioridad pueda haber sido establecido y autorizado por la costumbre, a menos que éstos no fuesen habitualmente orgullosos y que esta pasión fuese en general aprobada cuando estuviese bien fundada.
Si pasamos de la vida y conversación corrientes a la historia, el razonamiento anterior adquiere una nueva fuerza al observar que todas las grandes acciones y sentimientos que han llegado a ser la admiración del género humano no se fundaron más que en el orgullo y la estima de sí mismo. «Id -decía Alejandro el Magno a sus soldados cuando no quisieron seguirle a la India-, id a contar a vuestros compatriotas que habéis dejado a Alejandro acabando la conquista del mundo.» Este pasaje fue particularmente admirado por el príncipe de Condé, como sabemos por SaintEvremond. Dice el príncipe: «Alejandro, abandonado por sus soldados, entre bárbaros aún no completamente sometidos, experimentó en sí mismo una dignidad y derecho de mando tal que no pudo creer posible que nadie rehusase el seguirle. Le era indiferente hallarse en Europa, en Asia, entre los griegos y los persas: donde hallaba hombres imaginaba que había hallado súbditos.»
En general, podemos observar que todo lo que llamamos virtud heroica y admiramos por su carácter de grandeza y elevación de alma no es más que un orgullo continuo y bien establecido o participa con mucho de esta pasión. Valor, intrepidez, ambición, amor de la gloria, magnanimidad y las demás brillantes virtudes de este género contienen claramente un importante elemento de estima de sí mismo y derivan una gran parte de su mérito de este origen. De acuerdo con esto hallamos que muchos predicadores religiosos censuran estas virtudes como puramente paganas y naturales y nos presentan las excelencias de la religión cristiana, que coloca la humildad en el rango de las virtudes y corrige el juicio del mundo y aun de los filósofos, que tan generalmente admiran todos los esfuerzos del orgullo y la ambición. No pretenderé determinar si la virtud de la humildad ha sido bien entendida. Me contento con hacer la concesión de que el mundo estima naturalmente un orgullo bien regulado, que determina secretamente nuestra conducta sin manifestarse en expresiones inconvenientes de vanidad que puedan ofender la vanidad de los otros.
El mérito del orgullo o estima de sí mismo se deriva de dos circunstancias, a saber: su utilidad y su agrado para nosotros mismos, por las que nos capacita para nuestros asuntos y al mismo tiempo nos produce una satisfacción inmediata. Cuan do va más allá de los debidos límites pierde la primera ventaja y hasta se hace perjudicial, razón por la que condenamos un orgullo y ambición extravagantes, aunque regulados por el decoro de la buena crianza y cortesía. Sin embargo, como esta pasión es aún agradable y sugiere una sensación elevada y sublime para la persona que se halla afectada por ella, la simpatía con esta satisfacción disminuye considerablemente la censura que naturalmente acompaña a su influencia peligrosa sobre nuestra conducta y vida. De acuerdo con esto podemos observar que un valor excesivo o magnanimidad, sobre todo cuando se desarrolla bajo los reveses de la fortuna, contribuye en gran medida al carácter de un héroe y concederá a una persona la admiración de la posteridad, al mismo tiempo que echa a perder sus asuntos y le lleva a peligros y dificultades que no habría conocido de otro modo.
El heroísmo o gloria militar es muy admirado por la generalidad de los hombres. Lo consideran como el género más sublime de mérito. Los hombres de reflexión fría no se sienten exaltados en sus alabanzas con respecto a él. Las infinitas confusiones y desórdenes que ha causado en el mundo disminuyen mucho su mérito a sus ojos. Cuando quieren oponerse a las ideas populares en este respecto, pintan los males que esta supuesta virtud ha producido para la sociedad humana: la destrucción de imperios, la devastación de regiones, el saqueo de ciudades. Mientras estos males se hallan presentes a nosotros nos sentimos más inclinados a odiar que a admirar la ambición de los héroes; pero cuando fijamos nuestra vista en la persona misma que es el autor de todo este daño, hay algo tan deslumbrador en su carácter, su mera contemplación eleva el alma de tal modo, que no podemos rehusarle nuestra admiración. El dolor que sentimos por su tendencia a perjudicar a la sociedad es dominado por una simpatía más fuerte y más inmediata.
Así, nuestra explicación del mérito o demérito que acompaña a los grados de la estima de sí mismo puede servir como un argumento poderoso en favor de mi precedente hipótesis, mostrando los efectos de los principios antes expuestos en todas las variaciones de nuestros juicios referentes a la pasión. No nos será solamente ventajoso este razonamiento mostrándonos que la distinción de vicio y virtud surge de cuatro principios, la ventaja y el placer de la persona misma y la ventaja y el placer de los otros, sino que también nos proporcionará una prueba rigurosa de algunos elementos secundarios de nuestra hipótesis.
Nadie que considere como es debido este asunto experimentará escrúpulo alguno para conceder que un acto de mala crianza o una expresión de orgullo o altanería nos es desagradable solamente porque tropieza con nuestro propio orgullo y nos lleva por simpatía a la comparación que causa la pasión desagradable de la humildad. Ahora bien: como censuramos una insolencia de tal género aun en una persona que siempre ha sido atenta con nosotros, es más aún, en una persona cuyo nombre sólo nos es conocido por la historia, se sigue que nuestra desaprobación procede de la simpatía con los otros y de la reflexión acerca de que un carácter semejante es altamente desagradable y odioso para todo el que conversa o tiene trato con la persona que los posee. Simpatizamos con estas personas en su desagrado, y como su desagrado procede en parte de la simpatía con la persona que las molesta, podemos observar aquí un doble efecto de la simpatía, lo que constituye un principio muy semejante al que hemos observado en otra ocasión (74).
Sección III
De la bondad y la benevolencia.
Habiendo así explicado el origen de la alabanza y aprobación que acompaña a todo lo que llamamos grande en las afecciones humanas, procedemos ahora a dar una explicación de su bondad y a mostrar de dónde se deriva su mérito.
Una vez que la experiencia nos ha dado un conocimiento sólido de los asuntos humanos y nos ha mostrado la relación que guardan con las pasiones humanas, percibimos que la generosidad de los hombres es muy limitada y que rara vez se extiende más allá de sus amigos y familia, o todo lo más de su tierra natal. Conociendo así la naturaleza del hombre, no esperamos cosas imposibles de él, sino que limitamos nuestra vista al pequeño círculo en que las personas se mueven cuando queremos formular un juicio referente a su carácter moral. Cuando la tendencia natural de estas pasiones las lleva a ser serviciales y útiles en su esfera, aprobamos su carácter y amamos a estas personas por una simpatía con los sentimientos de los que tienen una conexión más particular con ellas. Estamos obligados a olvidar rapidamente nuestros intereses en un juicio de este género, en razón de las contradicciones perpetuas que encontramos en la sociedad y conversación por parte de personas que no se hallan colocadas en la misma situación y no tienen el mismo interés que nosotros. El único punto de vista en el que coinciden nuestros sentimientos con los de los otros es el que se toma cuando consideramos la tendencia de una pasión hacia la ventaja o daño de los que tienen una conexión inmediata o trato con la persona que la experimenta, y aunque esta ventaja o daño sea frecuentemente muy remoto a nosotros mismos, a veces, sin embargo, está muy próximo de nosotros y nos interesa poderosamente por la simpatía. Extendemos esta preocupación fácilmente a otros casos que son semejantes, y cuando éstos son muy remotos, nuestra simpatía es proporcionalmente más débil y nuestra alabanza o censura menos fuerte y más dudosa. Es éste el mismo caso que el de nuestros juicios referentes a los cuerpos externos. Todos los objetos parecen disminuir por la distancia; pero aunque la apariencia de los objetos a nuestros sentidos sea el patrón original por el cual los juzgamos, no podemos decir que disminuyen realmente por la distancia, sino que corrigiendo la apariencia por la reflexión llegamos a un juicio más constante y estable acerca de ellos. De igual modo, aunque la simpatía sea mucho más débil que el interés por nosotros mismos y una simpatía con personas remotas mucho más débil que con personas próximas y contiguas, no tenemos en cuenta estas diferencias en nuestros juicios serenos referentes a los caracteres del hombre. Aparte de que cambiamos nuestra situación frecuentemente en este respecto, encontramos todos los días personas que se hallan en una situación distinta de la nuestra y que no podrían tratar con nosotros en términos razonables si permaneciésemos constantemente en la situación y punto de vista que nos es peculiar.
La comunicación de sentimientos, por consiguiente, en la sociedad y conversación nos hace crear un tipo general e inalterable mediante el que aprobamos o desaprobamos los caracteres y maneras, y aunque el corazón no tome parte siempre en estas nociones generales o regule su amor y odio por ellas, son suficientes para el discurso y sirven para todos nuestros propósitos en sociedad, en el púlpito, en el teatro y en las escuelas.
Mediante estos principios podemos explicar fácilmente el mérito que comúnmente se atribuye a la generosidad, humanidad, compasión, gratitud, amistad, fidelidad, celo, desinterés, liberalidad y todas las restantes cualidades que forman el carácter del bueno y benevolente. Una inclinación a las pasiones afectuosas hace al hombre agradable y útil en todas las ocasiones de la vida y da una justa dirección a todas las demás cualidades, que de otro modo podrían ser perjudiciales a la sociedad. El valor y la ambición, cuando no son regulados por la benevolencia son adecuados tan sólo para hacer un tirano o un bandido. Sucede lo mismo con el juicio y la capacidad y todas las cualidades de este género: son en sí mismas indiferentes para los intereses de la sociedad y tienen una tendencia al bien o al mal del género humano, según como se hallen dirigidas por estas pasiones.
El hecho de que el amor es inmediatamente agradable para la persona que está afectada por él y el odio inmediatamente desagradable puede ser también una razón considerable de por qué alabamos todas las pasiones que participan del primero y censuramos todas las que tienen un elemento considerable del último. Es cierto que somos tan afectados por un sentimiento afectuoso como por uno grande. Las lágrimas asoman naturalmente a nuestros ojos cuando lo concebimos, y no podemos menos de dejar rienda suelta al cariño hacia la persona que lo experimenta. Todo esto me parece una prueba de que nuestra aprobación tiene en estos casos un origen diferente de la consideración de la ventaja y utilidad, ya sea la nuestra o la de los otros. A esto podemos añadir que los hombres aprueban naturalmente y sin reflexión el carácter que es más semejante al suyo. El hombre de disposición suave y afecciones tiernas, al formarse una noción de la virtud más perfecta pone en ella más de benevolencia y humanidad que el hombre de valor y espíritu de empresa, que naturalmente considera una cierta elevación del alma como el carácter más perfecto. Esto debe de proceder evidentemente de una simpatía inmediata que los hombres tienen con un carácter similar al suyo. Penetran con mayor calor en sentimientos análogos y sienten más sensiblemente el placer que surge de ellos.
Es digno de ser notado que nada afecta más a la humanidad que un caso de extraordinaria delicadeza en el amor o amistad, en el que una persona se interesa por las más pequeñas cosas de su amigo y está presta a sacrificar a él sus intereses más considerables. Tales delicadezas tienen poca influencia sobre la sociedad, porque nos hacen considerar las más grandes bagatelas; son tanto más dominadoras cuanto más pequeños son los asuntos y son una prueba del mérito más alto en los que son capaces de ellas. Las pasiones son tan contagiosas que pasan con la mayor facilidad de una persona a otra y producen conmociones correspondientes en todos los pechos humanos. Cuando la amistad aparece en casos muy notables, mi corazón experimenta la misma pasión y está animado por los ardientes sentimientos que tienen lugar ante mí. Tales movimientos del ánimo, agradables, deben procurarme una afección para con todo el que los despierta. Esto es lo que sucede con todo lo que es agradable en una persona. La transición del placer al amor es fácil, pero la transición debe de ser aquí aún más fácil, pues el sentimiento agradable que es despertado por la simpatía es el amor mismo, y no se requiere nada más que un cambio del objeto.
De aquí proviene el mérito peculiar de la benevolencia, en todas sus formas y apariencias. De aquí también que sus debilidades mismas sean virtuosas y amables y que una persona cuya pena por la muerte de un amigo fuese excesiva sea estimada por este motivo. Su ternura concede un mérito, como lo hace un placer, a su melancolía.
Sin embargo, no debemos imaginar que todas las pasiones coléricas son viciosas aunque sean desagradables. Existe una cierta indulgencia, debida a la naturaleza humana, en este respecto. Cólera y odio son pasiones inherentes a nuestra estructura y constitución. La carencia de ellas en alguna ocasión puede ser prueba de blandura o debilidad, y cuando aparecen sólo en un grado moderado no sólo las excusamos porque son naturales, sino que hasta les concedemos nuestro aplauso porque son inferiores a lo que aparece en la mayor parte del género humano.
Cuando estas pasiones coléricas surgen de la crueldad constituyen el más detestado de todos los vicios. Toda la piedad e interés que experimentamos por el desgraciado que sufre este vicio se dirige contra la persona culpable de él y produce un odio más fuerte que el que experimentamos en toda otra ocasión.
Aun cuando el vicio de inhumanidad no alcance este grado extremo, nuestros sentimientos referentes a él se hallan muy influidos por las reflexiones acerca del daño que de él resulta. Es dado observar, en general, que si podemos hallar una cualidad en una persona que la hace molesta a los que viven y tratan con ella, concedemos siempre que constituye una falta o imperfección sin consideración ulterior alguna. Por otra parte, cuando enumeramos las buenas cualidades de una persona mencionamos siempre los elementos de su carácter que le hacen un compañero seguro, un amigo fácil, un señor bondadoso, un marido agradable o un padre indulgente. Le consideramos con todas sus relaciones en la sociedad y le amamos o le odiamos según sus afectos para con aquellos que tienen inmediatamente trato con él. Y es una regla de las más ciertas que si no existiese alguna relación en la vida en que yo no pudiese desear hallarme con respecto a una persona particular, su carácter podía ser considerado perfecto. Si es tan poco defectuosa para sí misma como para los otros, su carácter es enteramente perfecto. Esta es la última prueba del mérito y la virtud.
Sección IV
De las capacidades naturales.
Ninguna distinción es más usual en todos los sistemas de ética que la que se hace entre capacidades naturales y virtudes morales, en la que las primeras se colocan en el mismo plano que las dotes corporales y se supone que no van acompañadas de ningún mérito o valor moral. Todo el que considere con exactitud la cuestión hallará que una discusión acerca de este asunto será una pura discusión en torno de palabras y que aunque estas cualidades no son totalmente del mismo género coinciden, sin embargo, en las circunstancias más importantes. Ambas son cualidades mentales y ambas producen igualmente placer y poseen, por consiguiente, una tendencia igual a despertar el amor y estima de la humanidad. Existen pocos individuos que no sean tan celosos de su carácter con respecto del buen sentido y conocimiento como de su honor y valor, y mucho más aún que con respecto a su templanza y sobriedad. Los hombres temen pasar por estar dotados de una buena naturaleza por temor de que se tome esto por falta de inteligencia, y frecuentemente alardean de más vicios que los que realmente tienen, para darse aires de ardor y espíritu. En breve, el papel que un hombre representa en el mundo, la aceptación que encuentra en la sociedad, la estima que se le concede por su trato, todas estas ventajas dependen casi tanto de su buen sentido y juicio como de otros aspectos de su carácter. Haced que un hombre tenga las mejores intenciones del mundo, que se halle lo más apartado posible de toda injusticia y violencia: jamás será capaz de ser muy considerado sin poseer, por lo menos, algunas dotes naturales e inteligencia. Ya que las capacidades naturales, aunque quizá inferiores, se hallan en el mismo plano, tanto en sus causas como en sus efectos, que las cualidades que llamamos virtudes morales, ¿por qué debemos hacer una distinción entre ellas?
Aunque rehusemos a las capacidades naturales el título de virtudes, debemos conceder que procuran el amor y estima del género humano, que dan un nuevo brillo a las virtudes y que un hombre que las posea tiene más títulos a nuestra buena voluntad y servicios que otro que se halle totalmente privado de ellas. Puede de hecho pretenderse que el sentimiento de aprobación que producen estas cualidades, aparte de ser inferior, es algo diferente del que acompaña a las otras virtudes. Pero esto, según mi entender, no es razón suficiente para excluirlas del catálogo de las virtudes. Cada una de las virtudes, aun la benevolencia, la justicia, la gratitud y la integridad, despierta un sentimiento o cualidad afectiva diferente en el espectador. Los caracteres de César y Catón, tales como los pinta Salustio, son ambos virtuosos, en el sentido estricto de la palabra, pero de un modo diferente, y los sentimientos que surgen de su consideración no son enteramente los mismos. El uno produce amor, el otro estima; el uno es amable, el otro temible; desearíamos encontrar el carácter del primero en un amigo; el segundo ambicionaríamos poseerlo nosotros mismos. De igual modo, la aprobación que acompaña a las capacidades naturales puede ser algo diferente a la cualidad afectiva de la que surge de las otras virtudes, sin convertirse por esto en una especie diferente. De hecho podemos observar que las capacidades naturales, lo mismo que las otras virtudes, no producen todas el mismo género de aprobación. El buen sentido y el genio despiertan estima; el ingenio y humor dan lugar a amor(75).
Los que exponen esta diferencia entre capacidades y las virtudes morales como muy importante pueden decir que las primeras son completamente involuntarias y no tienen ningún mérito que las acompañe, no dependiendo de la libertad y libre albedrío. Pero a esto respondo que, primero, muchas de las cualidades que todos los moralistas, especialmente los antiguos, comprenden bajo el título de virtudes morales, son tan involuntarias y necesarias como las cualidades del juicio y la imaginación. De esta clase son la constancia, fortaleza, magnanimidad y en breve todas las cualidades que constituyen un grande hombre. Puede decirse lo mismo, en algún grado, de las otras, siendo casi imposible para el espíritu cambiar su carácter en un elemento considerable o librarse de un carácter apasionado o bilioso cuando le son naturales. Cuanto mayor es el grado de estas cualidades censurables tanto más viciosas son, y entonces precisamente son aún menos voluntarias. Segundo, pediría que alguno me explicase por qué la virtud y el vicio no pueden ser involuntarios, como la belleza y la fealdad. Las distinciones morales surgen de las distinciones naturales de dolor y placer, y cuando experimentamos estos sentimientos por la consideración general de una cualidad o carácter lo llamamos vicioso o virtuoso. Ahora bien: creo que nadie afirmará que jamás una cualidad puede producir placer o doler a la persona que la considera más que cuando es totalmente voluntaria en la persona que la posee. Tercero, en cuanto al libre albedrío, hemos mostrado ya que no tiene lugar con respecto a las acciones ni a las cualidades de los hombres. No es una consecuencia exacta decir que lo que es voluntario es libre. Nuestras acciones son más voluntarias que nuestros juicios, pero no poseemos más libertad en los unos que en las otras.
Aunque esta distinción entre voluntario e involuntario no es suficiente para justificar la distinción entre capacidades naturales y virtudes morales, sin embargo, la primera distinción nos aportará una razón plausible de por qué los moralistas han inventado la última. Los hombres han observado que aunque las capacidades naturales y morales se hallan en lo capital en el mismo plano, existe, sin embargo, una diferencia entre ellas, a saber: que las primeras son casi invariables por arte o industria, mientras que las últimas, o al menos las acciones que proceden de ellas, pueden cambiarse por motivos que parten de la recompensa y el castigo, alabanza y censura. Por esto los legisladores, teólogos y moralistas se han aplicado principalmente a la regulación de las acciones voluntarias y han tratado de producir motivos adicionales para ser virtuosos en este particular. Saben que el castigar a un hombre por tonto o el exhortarle a ser prudente y sagaz tendría un efecto muy pequeño, aunque los mismos castigos y exhortaciones, con respecto a la justicia o injusticia, pueden tener una influencia considerable; pero como los hombres en la vida común y trato no deben tener presente estos fines, sino alabar o censurar naturalmente todo lo que les agrada o desagrada, no parecen tener muy en cuenta esta distinción, sino considerar que la prudencia posee tanto el carácter de virtud como la benevolencia, y la inteligencia tanto como la justicia. Es más: hallamos que todos los moralistas cuyo juicio no está pervertido por una estricta adhesión a un sistema proceden según el mismo modo de pensar y que los antiguos moralistas, en particular, no se hacían escrúpulo alguno de colocar la prudencia a la cabeza de las virtudes cardinales. Existe un sentimiento de estima y aprobación que puede ser excitado en algún grado por una facultad del espíritu en su estado y condición perfecta, y explicar este sentimiento es el asunto de los filósofos. Pertenece a los gramáticos qué cualidades tienen derecho a llamarse virtudes; hallarán después de examinar la cuestión que no es una tarea tan sencilla como parece a primera vista.
La razón principal de por qué las cualidades naturales se aprecian es por su tendencia a ser útiles a la persona que las posee. Es imposible llevar a cabo algún designio con éxito cuando no está guiado con prudencia y discreción, y no bastará la bondad sola de nuestras intenciones para procurarnos un buen resultado de nuestra empresa. Los hombres son superiores a los animales principalmente por la superioridad de su razón, y son los grados de esta misma facultad los que establecen una diferencia infinita entre unos hombres y otros. Todas las ventajas del arte se deben a la razón humana, y cuando la fortuna no es muy caprichosa, la parte más considerable de estas ventajas debe corresponder a la porción del prudente y sagaz.
Cuando se pregunta: ¿Qué vale más, una aprehensión rápida o lenta? ¿Qué vale más, el que penetra a primera vista en el asunto, pero no puede perfeccionar nada por el estudio, o un carácter contrario, que debe obtener algo mediante la fuerza de la aplicación? ¿Qué vale más, un entendimiento claro o una invención abundante? ¿Un genio profundo o un juicio seguro? En resumen: ¿Qué carácter o entendimiento peculiar es mejor que los otros? Es evidente que no podemos responder a ninguna de estas cuestiones sin considerar cuál de estas cualidades capacita mejor a un hombre para el mundo y le lleva más lejos en todas sus empresas.
Existen muchas otras cualidades del espíritu cuyo mérito se deriva del mismo origen. Industria, perseverancia, paciencia, actividad, vigilancia, aplicación, constancia, con otras virtudes de este género, que sería fácil recordar, se estiman válidas tan sólo por razón de su ventaja en la conducta de la vida. Sucede lo mismo con la templanza, frugalidad, economía y resolución, y, por otra parte, la prodigalidad, lujuria, irresolución, incertidumbre, son viciosas meramente porque nos traen la ruina y nos incapacitan para los negocios y acción.
Del mismo modo que sabiduría y buen sentido se aprecian porque son útiles a la persona que los posee, el ingenio y la elocuencia se estiman porque son inmediatamente agradables a los otros. Por otra parte, el buen humor es amado y estimado porque es inmediatamente agradable a la persona misma. Es evidente que la conversación de un hombre de ingenio produce satisfacción, del mismo modo que un compañero jovial y de buen humor difunde la alegría alrededor suyo mediante la simpatía con su estado de ánimo. Estas cualidades, por consiguiente, siendo agradables, despiertan, naturalmente, amor y estima y corresponden a todos los caracteres de la virtud.
Es difícil decir en muchas ocasiones qué es lo que hace a un hombre tan agradable y entretenido en su conversación y a otro tan insípido y desabrido. Como las conversaciones son una transcripción del espíritu, lo mismo que los libros, las cualidades que hacen válida a las primeras nos hacen estimar a los últimos. Consideraremos esto después. Mientras tanto, puede afirmarse en general que todo el mérito que un hombre puede derivar de su conversación (que no dudo pueda ser muy considerable), no surge más que del placer que produce a los que están presentes.
En este respecto el aseo puede considerarse como una virtud, pues nos hace agradables a los otros y es una fuente considerable de amor y afección. Nadie negará que una negligencia en este particular es una falta, y como las faltas no son más que pequeños vicios y esta falta no puede tener más origen que las sensaciones desagradables que producen los otros, podemos descubrir claramente en este caso, que parece tan trivial, el origen de la distinción moral de vicio y virtud en otros casos.
Además de estas cualidades que hacen a una persona amable o estimable existe también un cierto nosequé de agradable y bello que concurre al mismo efecto. En este caso, tanto como en el del ingenio y la elocuencia, debemos recurrir a un cierto sentido que actúa sin reflexión y no considera las tendencias de las cualidades y caracteres. Algunos moralistas explican todos los sentimientos de virtud por este sentido. Su hipótesis es muy plausible. Nada más que una investigación particular puede dar la preferencia a alguna otra hipótesis. Cuando hallamos que casi todas las virtudes tienen tales tendencias particulares y vemos también que estas tendencias son suficientes por sí solas para proporcionar un fuerte sentimiento de aprobación, no podemos dudar acerca de que las cualidades son aprobadas en proporción con la ventaja que resulta de ellas.
La conveniencia o inconveniencia de una cualidad con respecto a la edad, el carácter o la situación contribuye también a la alabanza o censura. Este decoro depende en gran medida de la experiencia. Es corriente ver que los hombres pierden su ligereza con la edad creciente. Por consiguiente, un grado tal de seriedad y una edad tal se hallan enlazados en nuestros pensamientos. Cuando los observamos separados en el carácter de una persona, impone este hecho una especie de violencia a nuestra imaginación y es desagradable.
La facultad del alma que tiene, entre todas las otras, la menor importancia para el carácter y posee la menor cantidad de vicio o virtud en sus grados diversos, admitiendo al mismo tiempo una gran variedad de grados, es la memoria. A no ser que alcance un grado tan estupendo que nos sorprenda o descienda tan bajo que afecte en algo a nuestro juicio, no nos preocupamos comúnmente de sus variaciones ni la mencionamos para la alabanza o censura de una persona. Se halla tan lejos de ser una virtud el tener buena memoria, que los hombres se quejan generalmente de poseerla mala, y tratando de persuadir a todo el mundo de que lo que dicen es enteramente obra de su propia invención la sacrifican para obtener la alabanza por su genio y juicio. Considerando la materia abstractamente, sería difícil dar una razón de por qué la facultad de reproducir las ideas pasadas con fidelidad y claridad no tiene tanto mérito como la facultad de colocar nuestras ideas en el orden conveniente para formar proposiciones y opiniones verdaderas. La razón de la diferencia debe de estar ciertamente en que la memoria se ejerce sin sensación de placer o dolor y todos sus grados intermedios son igualmente útiles en los trabajos y negocios. Pero las más pequeñas variaciones en el juicio se experimentan sensiblemente en sus consecuencias; además, esta facultad jamás se ejercita en su grado más eminente sin un deleite y satisfacción extraordinarios. La simpatía con esta utilidad y placer concede un mérito al entendimiento y su ausencia nos hace considerar la memoria como una facultad indiferente a la censura y la alabanza.
Antes de que deje el asunto de las capacidades naturales debo observar que quizá una fuente de la estima y afección que las acompaña se deriva de la importancia y peso que conceden a las personas que las posee. Se hacen por ellas de mayor importancia en la vida; sus resoluciones y acciones afectan a un número más grande de sus semejantes. Su amistad y enemistad son importantes y es fácil observar que todo el que se halla elevado de esta manera sobre el género humano debe despertar en nosotros los sentimientos de estima y aprobación. Todo lo que es importante atrae nuestra atención, fija nuestro pensamiento y es contemplado con satisfacción. Las historias de los reinos son más interesantes que las historias domésticas; las historias de los grandes imperios, más que las de las pequeñas ciudades y principados, y las historias de las guerras y revoluciones, más que las de la paz y el orden. Simpatizamos con las personas que sufren en todos los varios sentimientos que corresponden a su fortuna. El espíritu se halla ocupado por la multitud de los objetos y por las acciones violentas que los mismos despiertan. Esta ocupación o agitación del espíritu es corrientemente agradable y divertida. La misma teoría explica la estima y consideración que concedemos a los hombres de dotes y capacidades extraordinarias. El bien y el mal de las muchedumbres está enlazado con sus acciones. Todo lo que emprenden es importante y requiere nuestra atención. Nada debe ser omitido y olvidado de lo que a ellas respecta. Cuando una persona puede despertar estos sentimientos pronto adquiere nuestra estima, a menos que otras circunstancias de su carácter no la hagan odiosa y desagradable.
Sección V
Algunas reflexiones más referentes a las virtudes naturales.
Ha sido observado al tratar de las pasiones que el orgullo y la humildad, el amor y el odio son excitados por las ventajas o desventajas del espíritu, cuerpo o fortuna, y que estas ventajas y desventajas tienen este efecto por producir una impresión separada de dolor o placer. El dolor o placer que surge de la consideración general o contemplación de una acción o cualidad del espíritu constituye su vicio o virtud y da lugar a nuestra aprobación o censura, que no es más que un amor u odio más débil e imperceptible. Hemos asignado cuatro orígenes diferentes a este dolor y placer, y para justificar más plenamente esta hipótesis será oportuno hacer observar aquí que las ventajas o desventajas del cuerpo y de la fortuna producen dolor o placer por los mismos principios. La tendencia de un objeto a ser útil a la persona que lo posee o a los otros, el proporcionar un placer a sí mismo o a los otros, son todas circunstancias que despiertan un placer inmediato en la persona que considera el objeto y obtiene su amor y aprobación.
Para comenzar con las ventajas del cuerpo podemos observar un fenómeno que puede aparecer algo trivial y ridículo, si algo puede ser trivial cuando afirma una conclusión de tanta importancia y ridículo cuando se emplea en un razonamiento filosófico. Es una indicación general que los que llamamos vulgarmente «hombres de mujer», que se han señalado por sus éxitos amorosos o cuya estructura del cuerpo promete un vigor extraordinario de este género, son bien recibidos por el bello sexo y naturalmente se atraen el afecto aun de personas cuya virtud impide todo designio de emplear sus talentos. Es evidente aquí que una capacidad de una persona semejante para producir placer es la fuente real del amor y estima que encuentra entre las mujeres, y al mismo tiempo que las mujeres que le aman y estiman no pueden tener la esperanza de obtener del mismo un goce tal y pueden ser sólo afectadas por su simpatía con una mujer que mantenga con él comercio amoroso. Este caso es singular y merece nuestra atención.
Otro origen del placer que podemos obtener de la consideración de las ventajas corporales es su utilidad con respecto ala persona misma que las posee. Es cierto que un elemento considerable de la belleza de los hombres, lo mismo que de la de los animales, consiste en una conformación de los miembros que por experiencia sabemos va acompañada de fuerza y agilidad y capacita a las criaturas para alguna acción o ejercicio. Anchas espaldas, vientre reducido, articulaciones firmes, miembros esbeltos, son elementos de belleza en nuestra especie por ser signos de fuerza y vigor; siendo ventajas con las que simpatizamos, naturalmente proporcionan al que las considera la misma satisfacción que producen al poseedor.
Esto en cuanto a la utilidad que puede acompañar a una cualidad del cuerpo. En cuanto al placer inmediato, es cierto que un aire de salud, del mismo modo que la fuerza y la agilidad, constituyen un elemento considerable de la belleza y que un aire enfermizo en los otros es siempre desagradable por la idea de dolor y malestar que nos sugiere. Por otra parte, nos agrada la regularidad en nuestras propias formas, aunque no es útil ni a nosotros ni a los otros, y nos es necesario en algún modo situarnos a distancia de nosotros mismos para procurarnos alguna satisfacción. Corrientemente nos consideramos tales como aparecemos ante los ojos de los otros y simpatizamos con los sentimientos ventajosos que experimentan a nuestro respecto.
Podemos explicarnos hasta qué punto las ventajas de la fortuna producen estima y aprobación, según los mismos principios, reflexionando sobre nuestro razonamiento precedente acerca de este asunto. Hemos observado que nuestra aprobación de los que poseen las ventajas de la fortuna puede ser atribuida a tres causas diferentes: Primero, al placer inmediato que un hombre rico nos proporciona por la consideración de sus hermosos trajes, equipajes, jardines o casas que posee. Segundo, a la ventaja que esperamos sacar de él por su generosidad y liberalidad. Tercero, al placer y ventajas que él mismo obtiene de sus posesiones, y que produce una agradable simpatía en nosotros. Ya atribuyamos nuestra estima al rico por una u otra de estas causas, podemos ver las huellas de estos principios que dan lugar al sentido del vicio y la virtud. Creo que las más de las gentes, a primera vista se inclinarán a atribuir nuestra estima por el rico al interés egoísta y la esperanza de una ventaja. Sin embargo, como es cierto que nuestra estima o deferencia se extiende más allá de toda consideración de ventaja egoísta, es evidente que este sentimiento debe de proceder de la simpatía con aquellos que dependen de la persona que estimamos y respetamos y que mantienen con ella una relación inmediata. Consideramos a ésta capaz de contribuir a la felicidad y goce de sus semejantes, cuyos sentimientos con respecto de él abrazamos naturalmente. Esta consideración servirá para justificar mi hipótesis, que consiste en preferir el tercer principio a los otros dos y atribuir nuestra estima por el rico a la simpatía con el placer y ventaja que él mismo tiene en sus posesiones, pues como los otros dos principios no pueden actuar en su debida extensión o explicar todos los fenómenos sin recurrir a la simpatía de un género o de otro, es mucho más natural elegir la simpatía inmediata y directa que la remota e indirecta. A esto debemos añadir que cuando la riqueza y el poder son muy grandes y hacen a la persona considerable e importante en el mundo, la estima que la acompaña puede ser atribuida en parte a otro origen de estos tres, a saber: el interesar al espíritu por la consideración de la multitud e importancia de sus consecuencias, aunque para explicar la actuación de este principio debemos recurrir a la simpatía, del mismo modo que hemos observado en la sección precedente.
No estará fuera de lugar en esta ocasión hacer notar la flexibilidad de nuestros sentimientos y los varios cambios que fácilmente admiten de parte de los objetos con los cuales van unidos. Todos los sentimientos de aprobación que acompañan a una especie particular de objetos tienen una semejanza grande entre sí, aunque se derivan de diferentes fuentes, y, por otra parte, estos sentimientos, cuando se dirigen a diferentes objetos, son diferentes en su cualidad afectiva, aunque se derivan de la misma fuente. Así, la belleza de todos los objetos visibles produce un placer muy semejante, aunque se deriva a veces de la mera especie y apariencia de los objetos y a veces de la simpatía e idea de su utilidad. De igual modo siempre que consideramos las acciones y caracteres de los hombres sin un interés particular por ellas, el placer o dolor que surge de esta consideración es fundamentalmente del mismo género (con pequeñas diferencias), aunque quizá exista una gran diversidad en las causas de que se deriva. Por otra parte, una casa conveniente y un carácter virtuoso no producen el mismo sentimiento de aprobación, aunque el origen de nuestra aprobación sea el mismo y fluya de la simpatía e idea de su utilidad. Existe a veces algo inexplicable en esta variación de nuestros sentimientos; pero esto es lo que hemos notado por experiencia con respecto a todas nuestras pasiones y sentimientos.
Sección VI
Conclusión de este libro.
Así, considerado en conjunto, espero que nada falta para una prueba rigurosa de este sistema de ética. Es cierto que la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana. Es cierto también que tiene una gran influencia sobre nuestro sentido de la belleza, tanto cuando consideramos los objetos externos como cuando juzgamos de la moralidad. Hemos hallado que tiene fuerza suficiente para proporcionarnos los más poderosos sentimientos de aprobación cuando opera por sí sola sin la concurrencia de algún otro principio, como sucede en el caso de la justicia, la obediencia, la castidad y buenas maneras. Podemos observar que todas las circunstancias requeridas para su operación se hallan en las más de las virtudes que poseen en su mayor parte una tendencia hacia el bien de la sociedad o hacia el de la persona que las posee. Si comparamos todas estas circunstancias no dudaremos de que la simpatía es la fuente capital de las distinciones morales, especialmente si consideramos que ninguna objeción puede elevarse contra esta hipótesis en un caso que no se refiera a todos los casos que comprende. La justicia se estima ciertamente tan sólo porque posee una tendencia hacia el bien público, y el bien público nos es indiferente a no ser que la simpatía nos interese en él. Podemos suponer lo mismo con respecto a todas las demás virtudes que poseen una tendencia igual hacia el bien público. Deben derivar todo su mérito de nuestra simpatía con los que logran alguna ventaja de ellas, del mismo modo que las virtudes que poseen una tendencia hacia el bien de la persona que las posee derivan su mérito de nuestra simpatía con ésta.
Muchos concederán fácilmente que las cualidades útiles del espíritu son virtuosas porque son útiles. Este modo de pensar es tan natural y se presenta en tantas ocasiones que pocos se harán un escrúpulo para admítirle. Ahora bien: una vez esto admitido, debe ser reconocida necesariamente la fuerza de la simpatía. La virtud se considera como medio para un fin. Los medios para un fin se estiman en tanto que el fin se estima; pero la felicidad de los que nos son extraños nos afecta por simpatía tan sólo. A este principio debemos adscribir, por consiguiente, el sentimiento de aprobación que surge de la consideración de todas las virtudes que son útiles a la sociedad o a la persona que las posee. Estas constituyen la parte más considerable de la moralidad.
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