La conclusión que yo saco de estos dos principios, unida a la influencia de la comparación antes mencionada, es muy breve y decisiva. Todo objeto va acompañado de una emoción proporcionada a él: un objeto grande, de una gran emoción; un objeto pequeño, con una pequeña emoción. Un objeto grande siguiendo a un objeto pequeño produce una emoción grande siguiendo a una pequeña. Ahora bien: una gran emoción sucediendo a una pequeña llega a ser aún más grande y crece más allá de su ordinaria proporción. Como existe un cierto grado de emoción que generalmente acompaña a una dada magnitud del objeto, cuando la emoción crece, naturalmente imaginamos que el objeto ha crecido igualmente. El efecto lleva nuestra atención hacia su causa usual; un cierto grado de emoción, hacia una cierta magnitud del objeto, y no comprendemos que la emoción pueda cambiar por la comparación sin cambiar algo en el objeto. Aquellos que conocen la parte metafisica de la óptica y saben cómo transferimos los juicios y conclusiones del entendimiento a los sentidos concebirán fácilmente esta operación en su totalidad.
Pero dejando a un lado el nuevo descubrimiento de una impresión que acompaña secretamente a toda idea, debemos por lo menos aceptar el principio del que ha surgido el descubrimiento: que cuando el elemento surge los objetos aparecen más o menos grandes por su comparación con otros. Tenemos tantos ejemplos de esto, que es imposible poner en cuestión su veracidad. Precisamente de este principio derivo yo las pasiones de la malicia y la envidia.
Es evidente que debemos experimentar una satisfacción mayor o menor al reflexionar sobre nuestra condición y circunstancias, según que aparezcan más o menos afortunadas o felices y según los grados de riqueza, poder y mérito de que pen samos ser poseedores. Ahora bien: como rara vez juzgamos de los objetos por su valor intrínseco, sino que nos formamos nuestras nociones de ellos por comparación con otros objetos, resulta que según observemos mayor o menor cantidad de felicidad o desgracia en los otros estimaremos en más o en menos la que nos pertenece y sentiremos, en consecuencia, dolor o placer. La desgracia de los otros nos proporciona una idea más vivaz de nuestra felicidad, y su felicidad, una más vivaz de nuestra miseria. La primera, por consiguiente, produce placer, y la última, dolor.
Aquí existe, pues, una especie de piedad invertida o de sensaciones contrarias, que surgen en el espectador de las que son experimentadas por la persona que él tiene en cuenta. En general podemos observar que en todo género de comparación un objeto nos hace obtener de otro con el que es comparado una sensación contraria a la que surge de él mismo en su consideración directa e inmediata. Un objeto pequeño hace que uno grande aparezca aún más grande. Un objeto grande hace que uno más pequeño aparezca aún más pequeño. La fealdad por sí misma produce desagrado; pero nos proporciona un nuevo placer por su contraste con un objeto bello cuya belleza se aumenta por ella, lo mismo que, por otra parte, la belleza, que por sí misma produce placer, nos hace recibir un nuevo dolor por el contraste con algo feo cuya fealdad aumenta. Por consiguiente, debe suceder lo mismo con la felicidad y desgracia. La consideración directa del placer de otra persona nos produce, naturalmente, placer, y en consecuencia produce dolor cuando se le compara con el nuestro. El dolor de otro es en sí doloroso para nosotros; pero aumentando la idea de nuestra felicidad nos proporciona placer.
No parecerá extraño que experimentemos una sensación invertida frente a la felicidad y desgracia de los otros, puesto que hallamos que la misma comparación puede suscitar en nosotros una especie de malicia con respecto a nosotros mismos y hacer que nos alegremos de nuestras penas y nos entristezcamos por nuestros placeres. Así, la consideración de nuestros dolores pasados es agradable si nos hallamos satisfechos con nuestra condición presente, del mismo modo que, por otra parte, nuestros placeres pasados nos producen pena cuando no gozamos en el presente nada igual a ellos. La comparación, siendo la misma que cuando reflexionamos sobre los sentimientos de los otros, debe producir los mismos efectos.
Es más aún, una persona puede extender esta malicia hacia sí hasta su presente fortuna y llevarla tan lejos que busque a designio aflicción y aumente sus dolores y tristezas. Esto puede suceder en dos ocasiones. Primero: con motivo de la desgracia y desventura de un amigo o persona querida. Segundo: con motivo de los remordimientos por un crimen del que se es culpable. Del principio de la comparación es de donde surgen estos dos deseos del mal. Una persona que se concede un placer mientras su amigo se halla presa de la aflicción experimenta el dolor reflejado por su amigo más sensiblemente por la comparación con el placer originario de que él goza. Este contraste, de hecho puede también vivificar el placer presente. Sin embargo, cuando se supone que la pena es la pasión dominante, toda adición cae de este lado y se resuelve en ella, sin actuar lo más mínimo sobre la afección contraria. Lo mismo acontece con las penalidades que un hombre se inflige a sí mismo por sus pecados y faltas pasadas. Cuando un criminal reflexiona sobre las penalidades que merece, la idea de éstas es aumentada por la comparación con su presente comodidad y satisfacción, de modo que le fuerza en cierto modo a buscar el dolor para evitar un contraste tan desfavorable.
Este razonamiento explicará el origen de la envidia lo mismo que el de la malicia. La única diferencia entre estas pasiones está en que la envidia es despertada por un goce presente de otra persona, que por comparación disminuye la idea del nuestro propio, mientras que la malicia es el deseo no provocado de producir mal a otro para obtener un placer por comparación. El goce que es objeto de la envidia es comúnmente superior al nuestro. Una superioridad parece obscurecernos y presenta una comparación desagradable. Sin embargo, aun en el caso de inferioridad por parte de los otros deseamos una mayor diferencia para aumentar más la idea de nosotros mismos. Cuando esta diferencia disminuye, la comparación es menos ventajosa para nosotros, y, por consecuencia, nos proporciona menos placer y hasta es desagradable. De aquí surge la especie de envidia que los hombres sienten cuando ven que sus inferiores los alcanzan o superan en la persecución de la gloria y felicidad. En esta envidia podemos ver los efectos de la comparación reduplicados. Un hombre que se compara con su inferior obtiene un placer de esta comparación, y cuando la inferioridad disminuye por la elevación del inferior, lo que sería sólo una disminución de placer, se convierte en un dolor real por una nueva comparación con su condición precedente.
Es digno de hacer observar, en lo que concierne a la envidia que surge de la superioridad de los demás, que no es la desproporción entre nosotros y los otros la que la produce, sino, por el contrario, nuestra proximidad. Un soldado raso no siente una envidia de este género con respecto a su general como con respecto al sargento o el cabo, y un escritor eminente no siente tantos celos de un mal escritor asalariado como de un autor que se halla más próximo en mérito a él. De hecho podría pensarse que cuanto más grande es la desproporción más grande debe ser el dolor producido por la comparación; pero podemos considerar, por otra parte, que una gran desproporción suprime la relación, y o nos impide compararnos con lo que es remoto a nosotros o disminuye los efectos de la comparación. La semejanza y la proximidad producen siempre una relación de ideas, y cuando destruimos estos enlaces, aunque otros accidentes puedan unir las ideas, como no poseen entonces un lazo o cualidad que las una en la imaginación, es imposible que permanezcan largo tiempo enlazadas o tengan una influencia recíproca considerable.
Para confirmar esto podemos hacer observar que la proximidad en el grado del mérito no es sólo suficiente para hacer surgir la envidia, sino que tiene que estar auxiliada por otras relaciones. Un poeta no se siente inclinado a envidiar a un filósofo o a un poeta de diferente género o de diferente edad. Todas estas diferencias evitan o debilitan la comparación y, por consiguiente, la pasión.
Esta es también la razón de por qué todos los objetos aparecen grandes o pequeños meramente por comparación con los de la misma clase. Una montaña jamás aumenta o disminuye a nuestros ojos a mi caballo; pero cuando vemos juntos un caballo flamenco y otro galés, uno de ellos parece más grande o más pequeño que visto solo.
Por el mismo principio podemos explicar la indicación de los historiadores de que en una guerra civil cada uno de los partidos prefiere siempre llamar a un enemigo extranjero cuando se halla en peligro que someterse a sus conciudadanos. Guieciardini aplica esta indicación a las guerras de Italia, donde las relaciones entre los Estados no son, por decirlo así, más que de nombre, lengua y contigüidad. Estas relaciones, cuando van unidas a una superioridad, haciendo la comparación más natural, la hacen más gravosa y llevan a los hombres a buscar alguna otra superioridad que no vaya acompañada de relación y que de este modo pueda tener una influencia menos sensible en la imaginación. El espíritu percibe rápidamente sus ventajas y desventajas, y al hallar que su situación es más molesta cuando va unida con otras relaciones busca el modo de librarse de ellas lo más posible por la separación y rompiendo la asociación de ideas que hacen la comparación mucho más natural y eficaz. Cuando no puede romper la asociación siente un deseo más fuerte de suprimir la superioridad, y ésta es la razón de por qué los viajeros son tan pródigos en sus alabanzas de chinos o persas y al mismo tiempo desprecian las naciones vecinas que se hallan sobre un pie de rivalidad con su tierra nativa.
Los ejemplos tomados de la Historia y la experiencia común son abundantes y curiosos; pero podemos hallar otros análogos en las artes y que no son menos notables. Si un autor compusiese un tratado con una parte seria y profunda y otra fácil y humorística, todo el mundo condenaría tan extraña mezcla y lo acusaría de olvidar todas las reglas del arte y de la estética. Estas reglas del arte se hallan fundadas en la naturaleza humana, y la cualidad de la naturaleza humana, que requiere consistencia en toda producción, es la que hace al espíritu incapaz de pasar en un momento de una pasión y disposición a otra completamente diferente. Esto no nos hace censurar a Mr. Prior por unir su Alma y su Salomón en el mismo volumen, aun cuando este admirable poeta ha tenido un perfecto éxito tanto en la alegría de la una como en la melancolía del otro. Aun suponiendo que el lector recorra estas dos composiciones sin un intervalo no hallará dificultad en el cambio de las pasiones. ¿Por qué? Porque considera estas producciones como enteramente diferentes, y por esta separación de las ideas interrumpe el progreso de las afecciones e impide que la una sea influida o contradicha por la otra.
Un designio heroico y otro burlesco unidos en la pintura serían monstruosos, y sin embargo colocamos dos pinturas de caracteres tan opuestos en la misma habitación, y hasta una junto a otra, sin el menor escrúpulo o dificultad.
En una palabra: las ideas no pueden afectarse las unas a las otras ni por comparación ni por las pasiones que produzcan separadamente, a menos que no estén unidas por alguna relación que pueda producir una fácil transición de ideas y, por con siguiente, de emociones o impresiones que acompañen a las ideas y puedan asegurar el paso de la imaginación al objeto de la otra. Este principio es verdaderamente notable, porque es análogo al que hemos observado como relativo a la vez al entendimiento y a las pasiones. Supongamos dos objetos que me son presentados y que no están enlazados por ningún género de relación. Supongamos que cada uno de estos objetos separadamente produce una pasión y que estas pasiones son en sí mismas contrarias: hallamos por experiencia que la falta de relación en los objetos o ideas impide la natural contrariedad de las pasiones y que la interrupción en la transición del pensamiento aparta las afecciones entre sí y evita su oposición. Sucede lo mismo con la comparación, y de estos dos fenómenos podemos, sin peligro de error, concluir que la relación de ideas debe favorecer la transición de las impresiones, pues su ausencia sola es capaz de evitarla y de separar lo que naturalmente se habría influido recíprocamente. Cuando la ausencia de un objeto o cualidad suprime un efecto usual o natural debemos concluir que su presencia contribuye a la producción del efecto.
Sección IX
De la mezcla de benevolencia y cólera con compasión y malicia.
Hemos intentado explicar la piedad y la malicia. Estas afecciones surgen de la imaginación, según la situación en que coloca sus objetos. Cuando nuestra fantasía considera directamente los sentimientos de los otros y participa profundamente de ellos nos hace sensibles a las pasiones que considera, pero en particular a las de tristeza y pena. Por el contrario, cuando comparamos los sentimientos de los demás con los nuestros propios experimentamos una sensación totalmente opuesta a la original, a saber: alegría por el dolor de los otros y pena por la alegría de los otros. Esto es el único fundamento de las afecciones de piedad y malicia. Otras pasiones se funden después con ellas. Existe siempre una mezcla de amor o cariño con la piedad y de odio o cólera con la malicia. Sin embargo, debe confesarse que esta mezcla parece a primera vista contradictoria con mi sistema; pues como la piedad es un dolor y la malicia un placer que surge de la desgracia de los otros, la piedad debe producir en todos los casos odio y la malicia amor. Intentaré suprimir esta contradicción de la siguiente manera:
Para producir una transición de las pasiones se requiere una doble relación de impresiones e ideas, pues no es sólo suficiente una relación para producir este efecto; pero para que entendamos la fuerza total de esta doble relación debemos considerar que no es sola la presente sensación de dolor momentáneo la que determina el carácter de una pasión, sino su inclinación o tendencia entera desde el comienzo hasta el fin. Una impresión puede ser puesta en relación con otra no sólo cuando sus sensaciones son semejantes, como hemos expuesto en los precedentes casos, sino también cuando sus impulsos o direcciones son similares y correspondientes. Esto no puede tener lugar con respecto al orgullo y la humildad, porque éstas son sensaciones puras sin una dirección o tendencia a la acción. Por consiguiente, podemos hallar ejemplos de esta relación peculiar de impresiones en las afecciones que van acompañadas de cierto apetito o deseo, como el amor y el odio.
La benevolencia o el apetito que acompaña al amor es un deseo de felicidad para la persona amada y una aversión de su desgracia, lo mismo que la cólera o el apetito que acompaña al odio es un deseo de la desgracia para la persona odiada y una aversión de su felicidad. Por consiguiente, un deseo de la felicidad de otro y una aversión de su desgracia son idénticos con la benevolencia, y un deseo de su miseria y una aversión de su felicidad corresponden a la cólera. Ahora bien: la piedad es el deseo de la felicidad de otra persona y la aversión de su miseria, lo mismo que la malicia es el deseo contrario. La piedad, pues, se halla relacionada con la benevolencia y la malicia con la cólera, y así como la benevolencia la hemos hallado siempre unida con el amor por una cualidad natura y original y la cólera con el odio, se hallan enlazadas por esta cadena las pasiones de piedad y malicia con el amor y el odio.
Esta hipótesis se halla fundada en una experiencia suficiente. Un hombre que ha tomado la resolución, por algún motivo, de realizar una acción tiende naturalmente a toda consideración o motivo que pueda fortificar esta resolución y concederle autoridad e influencia sobre el espíritu. Para confirmarnos en un designio buscamos motivos que nazcan del interés, del honor, del deber. ¿Es, pues, extraordinario que la piedad y la benevolencia, la malicia y la cólera, siendo los mismos deseos surgiendo de diferentes principios, se mezclen tan completamente que lleguen a ser indistinguibles? Como la conexión entre benevolencia y amor, cólera y odio es original y primaria, no existe dificultad alguna.
Podemos añadir a este experimento otro, a saber: que la benevolencia y la cólera y, por consiguiente, el amor y el odio surgen cuando nuestra felicidad o desgracia dependen de la felicidad y desgracia de otra persona, sin ninguna relación ulterior. No dudo de que este experimento parezca tan singular que nos excuse de detenernos un momento para considerarlo.
Supongamos que dos personas del mismo oficio buscan empleo en una ciudad que no es capaz de mantener a los dos, de modo que el éxito del uno es completamente incompatible con el del otro y que todo lo que es de interés para el uno es contrario para su rival, y viceversa. Supongamos, por otra parte, que dos comerciantes, aunque viviendo en diferentes partes del mundo, constituyen sociedad y que las ganancias o pérdidas de un socio son inmediatamente ganancias o pérdidas del otro socio, acompañando a ambos la misma fortuna. Es evidente que en el primer caso el odio se sigue siempre de la contrariedad de intereses y que en el segundo el amor surge de la unión. Veamos a qué principios podemos atribuir estas pasiones.
Es claro que no surgen de la doble relación de impresiones e ideas, si consideramos sólo la sensación presente; pues, considerando el primer caso de rivalidad, aunque el placer y ventajas de un concurrente causen necesariamente mi dolor y mi pérdida, por el contrario, su pena y pérdida producen, como compensación, mi placer y ventajas, y suponiendo que tiene éxito, puedo obtener de él por este medio un grado superior de satisfacción. De la misma manera el éxito de un asociado me alegra, mientras que su mala fortuna me aflige en igual proporción, y es fácil imaginar que el último sentimiento puede predominar en ciertos casos. Sin embargo, tenga buena o mala fortuna un asociado o un concurrente, amo siempre al primero y odio siempre al segundo.
El amor del asociado no puede proceder de la relación o conexión entre él y nosotros, del mismo modo que el amor de un hermano o un compatriota. Un rival tiene así una relación tan estrecha conmigo como un asociado, pues como el placer del último causa mi placer y su dolor mi dolor, el placer del primero produce mi dolor y su dolor mi placer. La conexión, por consiguiente, de causa y efecto es la misma en ambos casos, y si en un caso la causa y el efecto tienen una ulterior relación de semejanza, poseen en el otro la de oposición, que siendo una especie de semejanza hace que el hecho sea en el fondo igual.
La única explicación que podemos dar a este fenómeno se deriva del principio de la dirección paralela antes mencionado. Nuestra preocupación por los intereses propios nos causa un placer en el placer y dolor en el dolor de nuestro asociado, del mismo modo que, por simpatía, experimentamos una sensación correspondiente a la que aparece en la persona que nos está presente. Por otra parte, el mismo interés propio nos hace sentir dolor por el placer y placer por el dolor de nuestro rival; en breve, la misma contrariedad de sentimientos que surge de la comparación y malicia. Y puesto que una dirección paralela de las afecciones que proceden del interés puede producirnos benevolencia o cólera, no es de extrañar que la misma dirección paralela derivada de la simpatía y de la comparación pueda tener el mismo efecto.
En general, podemos observar que es imposible hacer bien a los otros, por cualquier motivo que sea, sin sentir algún afecto de cariño o buena voluntad por ellos, del mismo modo que la injuria no sólo causa odio en la persona que la sufre, sino también en nosotros mismos. Estos fenómenos, de hecho pueden ser explicados en parte por otros principios.
Sin embargo, aquí se presenta una objeción considerable, que será necesario examinar antes de proseguir más adelante. He intentado probar que el poder y las riquezas o la pobreza y debilidad, que dan lugar al amor y al odio, sin producir un placer o dolor originarios, actúan sobre nosotros por medio de una sensación secundaria derivada de una simpatía con la pena o satisfacción que ellos producen en la persona que los posee. De una simpatía con su placer surge el amor; de una simpatía con su dolor, odio. Pero existe una máxima, que precisamente he establecido ahora y que es absolutamente necesaria para la explicación de los fenómenos de piedad y malicia: «Que no es la sensación presente o el dolor y el placer del momento el que determina el carácter de la pasión, sino la dirección general o tendencia de aquélla desde el principio hasta el fin.» Por esta razón la piedad o una simpatía con el dolor produce amor, y esto porque nos hace interesarnos en la buena o mala fortuna de los otros y nos produce una sensación secundaria correspondiente a la primaria, por la que tiene la misma influencia que el amor y la benevolencia. Puesto que esta regla es buena en un caso, ¿por qué no prevalece siempre y por qué la simpatía con el dolor produce una pasión además de la buena voluntad o cariño? ¿Es ser filósofo alterar este método de razonamiento y pasar de un principio a su contrario, según el fenómeno particular que se quiera explicar?
He mencionado dos diferentes causas de las que puede surgir la transición de una pasión, a saber: la doble relación de ideas e impresiones y, lo que es semejante a ella, la conformidad en la tendencia y dirección de dos deseos que nacen de diferentes principios. Ahora yo afirmo que cuando una simpatía con el dolor es débil produce odio o desprecio, por la primera causa; cuando es fuerte produce amor o cariño, por la última. Esta es la solución de la precedente dificultad, que parecía tan difícil, y éste es un principio fundado en tales argumentos evidentes que lo hubiéramos podido establecer aun cuando no fuese necesario para la explicación de ningún fenómeno.
Es cierto que la simpatía no se halla siempre limitada al momento presente, sino que frecuentemente sentimos, por comunicación, los placeres y dolores que no existen de los otros, y que solamente anticipamos mediante la fuerza de la imaginación. Pues suponiendo que yo veo una persona que me es perfectamente conocida, que, dormida sobre un campo, se halla en peligro de ser pisada por los cascos de unos caballos, correré inmediatamente en su ayuda, y en esto seré influido por el mismo principio de simpatía que me hace preocuparme por los cuidados presentes de un extraño. La mera mención de esto es suficiente. No siendo la simpatía mas que una idea vivaz convertida en una impresión, es evidente que al considerar la condición futura posible o probable de una persona podemos participar de ésta con tan vívida concepción que se convierta en nuestro propio interés, y ser por este medio sensibles a los dolores o placeres que ni nos atañen a nosotros mismos ni tienen una existencia real en el presente instante.
Sin embargo, aunque podemos mirar hacia el futuro, al simpatizar con una persona la extensión de nuestra simpatía depende en gran medida de nuestra estimación de su condición presente. Constituye un gran esfuerzo de la imaginación el formar ideas vivaces de los sentimientos presentes de los otros, así como el sentir estos sentimientos; pero es imposible que podamos extender esta simpatía al futuro sin ser ayudados por alguna circunstancia del presente que actúa sobre nosotros de una manera intensa. Cuando la miseria presente de otro tiene una gran influencia sobre mí, la vivacidad de la concepción no se confina meramente a este objeto, sino que difunde su influencia sobre todas las ideas relacionadas y me da una noción vivaz de todas las circunstancias de esta persona, ya pasadas, ya presentes o futuras, posibles, probables o ciertas. Mediante esta vivaz noción me siento interesado por ella, comunico con ella y siento una emoción simpática en mi pecho que concuerda con lo que yo imagino que ella experimenta. Si yo disminuyo la vivacidad de la primera concepción disminuyo la de las ideas relacionadas, del mismo modo que los caños no pueden dar más agua que la que sale de la fuente. Por esta disminución destruyo la visión del futuro, que es necesaria para interesarme totalmente en la fortuna de los otros. Puedo experimentar la impresión presente, pero no llevo mi simpatía más lejos, y jamás traslado la fuerza de la primera concepción a mis ideas de los objetos relacionados. Si es la miseria de otro la que se presenta de esta manera débil, la recibo por comunicación y soy afectado con todas las pasiones que se relacionan con ella; pero no me hallo hasta tal punto interesado que me preocupe por su mala o buena fortuna, y jamás siento esta simpatía extensiva ni las pasiones que se refieren a ella.
Ahora, para conocer qué pasiones se refieren a estos diferentes géneros de simpatía debemos considerar que la benevolencia es un placer original que surge del placer de la persona amada y un dolor que surge del dolor de aquella corresponden cia de impresiones de la que nace un deseo de su placer o una aversión de su pena. Para hacer que una pasión transcurra paralela a la benevolencia se requiere que sintamos estas impresiones dobles correspondientes a las de la persona que consideramos, y no es una de ellas suficiente para este propósito. Cuando simpatizamos sólo con una impresión y ésta es dolorosa, la simpatía se relaciona con la cólera u odio por el dolor que nos proporciona. Pero como la simpatía, extensiva o limitada, depende de la intensidad de la primera simpatía, se sigue que la pasión del amor o el odio depende del mismo principio. Una impresión intensa, cuando es comunicada produce una doble tendencia en las pasiones, que se pone en relación con la benevolencia y el amor por una semejanza de dirección, aunque la primera impresión haya sido penosa. Una impresión débil que es dolorosa se relaciona con la cólera y el odio por la semejanza de las impresiones. La benevolencia, por consiguiente, surge de un gran grado de miseria o de un grado con el cual simpatizamos intensamente, lo que constituye el principio que yo intentaba probar y explicar.
No sólo nuestra razón garantiza este principio, sino también la experiencia. Un cierto grado de pobreza produce desprecio; pero un grado que va más allá causa compasión y buena voluntad. Podemos tener en poco a un aldeano o a un criado; pero cuando la miseria de un mendigo aparece ser muy grande o nos es pintada con colores muy vivos, simpatizamos con él en todas sus aflicciones y sentimos en nuestro corazón emociones evidentes de piedad y benevolencia. El mismo objeto causa pasiones contrarias, según sus diferentes grados. La pasión, por consiguiente, debe depender de los principios que actúan en tales grados, según mi hipótesis. El aumento de la simpatía tiene evidentemente el mismo efecto que el aumento de la miseria.
Una estéril y desolada comarca parece siempre fea y desagradable e inspira comúnmente desprecio por sus habitantes. Esta fealdad, sin embargo, procede en gran medida de una simpatía con los habitantes, como ya se hizo observar antes, pero es sólo una simpatía débil y no llega más que a la inmediata sensación, que es desagradable. La contemplación de una ciudad en cenizas sugiere sentimientos de benevolencia porque aquí participamos tan profundamente con los intereses de los miserables habitantes, que deseamos su prosperidad y lamentamos su fortuna adversa.
Sin embargo, aunque la fuerza de la impresión produce generalmente benevolencia y piedad, es cierto que llevada demasiado lejos cesa de causar este efecto. Esto quizá merecerá nuestra atención. Cuando el dolor es o pequeño en sí mismo o remoto a nosotros, no excita la imaginación ni es capaz de suscitar una preocupación igual por el bien futuro y contingente que por el mal presente y real. Cuando adquiere mayor fuerza nos sentimos tan interesados en las preocupaciones de otra persona que somos sensibles a su mala y buena fortuna, y de esta simpatía completa surgen piedad y benevolencia. Puede, sin embargo, imaginarse fácilmente que cuando el mal presente nos hiere con una fuerza mayor que la acostumbrada puede ocupar enteramente nuestra atención y evitar así la doble simpatía antes mencionada. Así hallamos que, aunque algunas personas, especialmente las mujeres, son inclinadas a sentir piedad por los criminales que van al cadalso y fácilmente imaginan que son hermosos y bien formados, si se hallan presentes a la cruel ejecución del tormento no sienten estas emociones afectuosas, sino que se hallan dominadas por el horror y no tienen tiempo de templar esta sensación dolorosa por una simpatía opuesta.
Pero el ejemplo más claro para mi hipótesis es aquel en el que por un cambio en los objetos separamos la doble simpatía, aun de un mediano grado, de la pasión, en cuyo caso hallamos que la piedad, en lugar de producir amor y cariño, como es usual, da lugar siempre a la afección contraria. Cuando hallamos una persona en la desgracia somos afectados con piedad y amor; pero el autor de esta desgracia se convierte en el objeto de nuestro más intenso odio y es detestado en proporción con el grado de nuestra compasión. Ahora, ¿por qué razón debe la misma pasión de piedad producir amor para la persona que sufre la desgracia y odio para la persona que lo produce sino porque en el último caso el autor muestra una relación solamente con la desgracia, mientras que cuando consideramos al que sufre dirigimos nuestra atención a todos los aspectos y deseamos su prosperidad lo mismo que somos sensibles a su aflicción?
Precisamente observaré, antes de abandonar el presente problema, que este fenómeno de la doble simpatía y su tendencia a causar amor puede contribuir a la producción del cariño que naturalmente abrigamos por nuestras relaciones y próximos. El hábito y la relación nos hacen penetrar profundamente en los sentimientos de los otros, y sea la que sea la fortuna que supongamos los acompaña, ésta nos es presentada por la imaginación y actúa como si fuera originariamente la nuestra propia. Nos alegramos en sus placeres y nos entristecemos en sus penas tan sólo por la fuerza de la simpatía. Nada de lo que les atañe nos es indiferente, y como esta correspondencia de sentimientos es el acompañante natural del amor, produce realmente esta afección.
Sección X
Del respeto y el desprecio.
Quedan ahora tan sólo por explicar las pasiones de respeto y desprecio, juntamente con la afección amorosa, para llegar a conocer todas las pasiones que tienen un elemento de amor y odio. Comencemos con el respeto y el desprecio.
Al considerar las cualidades y circunstancias de los otros podemos o considerarlas como ellas son realmente en sí mismas, o podemos hacer una comparación entre ellas y nuestras propias cualidades o circunstancias, o aun podemos unir estos dos modos de consideración. Las buenas cualidades de los otros, desde el primer punto de vista, producen amor; desde el segundo, humildad, y desde el tercero, respeto, que es una mezcla de estas dos pasiones. Las malas cualidades, del mismo modo, causan u odio, u orgullo o desprecio, según el punto de vista desde que las consideramos.
Que existe un elemento de orgullo en el desprecio y de humildad en el respeto es, a mi ver, demasiado evidente, ya por su sentimiento directo o apariencia para requerir una prueba especial. Que este elemento surge de una comparación tácita con la persona despreciada o respetada, con nosotros mismos, es no menos evidente. Un mismo hombre puede causar amor o desprecio por su condición y talentos, según la persona que lo considera se convierta de su inferior en su igual o superior. Cambiando el punto de vista, aunque el objeto pueda permanecer el mismo, se altera su relación con nosotros, lo que es la causa de la alteración de las pasiones. Estas pasiones, por consiguiente, surgen al apreciar esta relación, o sea de una comparación.
He observado siempre que el espíritu posee una tendencia mucho más fuerte al orgullo que a la humildad, y he tratado, partiendo de los principios de la naturaleza humana, de buscar una causa para este fenómeno. Se admita o no mi razonamiento, el fenómeno es indiscutible y aparece en muchos casos. Entre otras cosas, es ésta la razón de por qué hay un mayor elemento de orgullo en el desprecio que de humildad en el respeto y de por qué nos sentimos más engrandecidos al considerar a uno que está por bajo de nosotros que mortificados con la presencia de uno que nos es superior. El desprecio y el desdén tienen un tan marcado matiz de orgullo, que difícilmente se puede discernir en ellos otra pasión, mientras que en la estima o respeto el amor es un elemento más importante que la humildad. La pasión de la vanidad es tan pronta, que surge con la más mínima ocasión, mientras que la humildad requiere un impulso más fuerte para desarrollarse.
Sin embargo, puede aquí preguntarse razonablemente por qué esta mezcla tiene lugar sólo en algunos casos y no aparece en toda ocasión. Todos los objetos que causan amor cuando se hallan en otra persona son causas de orgullo cuando se transfieren a nosotros mismos, y, por consecuente, pueden ser causas tanto de humildad como de amor mientras que se refieran a los otros y se comparen a las que nosotros poseemos. De igual modo toda cualidad que al ser directamente considerada produce odio puede siempre dar lugar al orgullo; por comparación y por una mezcla de las pasiones de odio y orgullo puede suscitar desprecio o desdén. La dificultad, pues, consiste en por qué un objeto produce siempre puro amor u odio y no suscita siempre las pasiones mixtas de respeto y desprecio.
He supuesto en todo lo anterior que las pasiones de amor y orgullo y las de la humildad y odio son similares en su sensación y que las dos primeras son siempre agradables y las dos últimas penosas. Pero aunque esto sea universalmente cierto, se puede observar que las dos pasiones agradables, como las dos penosas, tienen algunas diferencias, y aun notas contrarias, que las distinguen. Nada vigoriza y exalta al espíritu como el orgullo o vanidad, aunque al mismo tiempo el amor o cariño vemos que más bien nos debilita y ablanda. La misma diferencia es observable entre las pasiones penosas. Cólera y odio conceden una nueva fuerza a nuestros pensamientos y acciones, mientras que la humildad y vergüenza nos deprimen y desaniman. Será necesario formar una idea clara de estas cualidades de las pasiones. Recordemos que el orgullo y el odio vigorizan el alma y el amor y la humildad la debilitan.
De esto se sigue que, aunque la conformidad entre el amor y el odio, con respecto a lo agradable de sus sensaciones, hace que sean suscitadas por los mismos objetos, su restante oposición es el motivo de por qué son producidos en muy diferentes grados. Genio y saber son objetos agradables y magníficos y, por estas dos circunstancias, apropiados al orgullo y vanidad; pero están en relación con el amor sólo por su placer. La ignorancia y la simplicidad son desagradables y mezquinas, lo que del mismo modo les proporciona una doble relación con la humildad y una sola con el odio. Podemos, pues, considerar como cierto que aunque el mismo objeto produce siempre amor y orgullo y humildad y odio, según sus diferentes situaciones, es raro que produzca o las dos primeras o las dos últimas pasiones en la misma proporción.
Aquí debemos buscar una solución para la dificultad antes mencionada: de por qué un objeto excita puro amor u odio y no produce siempre respeto o desprecio por la mezcla con humildad u orgullo. Ninguna cualidad de otro sujeto produce humildad por comparación más que si produjese orgullo cuando fuere poseída por nosotros mismos, y viceversa, ningún objeto suscita orgullo que no produzca humildad en su consideración directa. Es evidente que los objetos producen por comparación una sensación completamente contraria a la originaria. Supongamos, por consiguiente, que se presenta un objeto que es particularmente apropiado para producir amor, pero imperfectamente adecuado para causar orgullo: este objeto, cuando se refiere a otro sujeto, da lugar directamente a un alto grado de amor, pero a un grado pequeño de humildad por comparación, y, por consiguiente, la última pasión es escasamente experimentada en la emoción compuesta y no es capaz de convertirse en respeto. Esto es lo que sucede con el buen natural, buen humor, facilidad, generosidad, belleza y muchas otras cualidades. Estas, cuando pertenecen a los otros sujetos poseen una particular aptitud para producir amor, pero no una tendencia tan grande a excitar el orgullo en nosotros, razón por la cual su consideración como pertenecientes a otra persona produce puro amor con una pequeña mezcla de humildad o respeto. Es fácil extender el mismo razonamiento a las pasiones opuestas.
Antes de que dejemos este asunto no será inoportuno que expliquemos un curioso fenómeno, a saber: por qué comúnmente nos distanciamos de los que desdeñamos y no permitimos a nuestros inferiores que se nos aproximen, aun en lugar y situación. Se ha hecho observar ya que casi todo género de ideas va acompañado con alguna emoción, y esto hasta las ideas de número y extensión, siéndolo tanto más las de aquellos objetos que estimamos importantes y fijan nuestra atención. No podemos considerar con indiferencia total un hombre rico o un pobre, sino que debemos sentir alguna pequeña emoción, por lo menos, de respeto en el primer caso, de desprecio en el segundo. Estas pasiones son contrarias entre sí; pero para que esta contrariedad sea sentida los objetos deben hallarse relacionados de algún modo; de otra manera las emociones quedarán completamente separadas y no se encontrarán jamás. La relación tiene lugar siempre que las personas se hallan contiguas, lo que es una razón general de por qué nos molesta ver en esta situación dos objetos tan desproporcionados como un hombre rico y uno pobre, un noble y un portero.
Este malestar, que es común a todo espectador, debe ser más sensible para el superior, y esto porque su aproximación mayor al inferior se considera como una señal de mala crianza y muestra que no es sensible a la desproporción y no se siente impresionado por ella. Un sentido de superioridad en otro sujeto ocasiona en todos los hombres una inclinación a situarse a distancia de él y los lleva a redoblar sus muestras de respeto y reverencia cuando están obligados a aproximársele, y cuando no observan esta conducta es prueba que no son sensibles a su superioridad. De aquí se sigue que una gran diferencia en los grados y cualidades se llame una distancia, con una metáfora común que, aunque pueda aparecer muy trivial, se halla fundada en los principios naturales de la imaginación. Una gran diferencia nos lleva a producir una distancia. Las ideas de distancia y diferencia se hallan por consecuencia enlazadas entre sí. Las ideas enlazadas entre sí pueden tomarse las unas por las otras, y esto es, en general, la fuente de la metáfora, como tendremos ocasión de observarlo más adelante.
Sección XI
De la pasión amorosa o el amor sexual.
De todas las pasiones compuestas que proceden de una combinación del amor y el odio con otras afecciones, ninguna merece más nuestra atención que la del amor que surge entre los dos sexos, y esto tanto por su fuerza y violencia como por los curiosos principios de filosofia, para los cuales aporta un indiscutible argumento. Es claro que esta afección, en su forma más natural, se deriva del enlace de tres diferentes pasiones o impresiones, a saber: la sensación agradable que nace de la hermosura, el apetito corporal de la generación y el cariño generoso o buena voluntad. El origen del cariño en la belleza puede ser explicado mediante el razonamiento precedente. La cuestión es saber cómo el apetito corporal es excitado por ella.
El apetito de la generación, cuando se halla confinado a un cierto grado, pertenece evidentemente al género agradable y tiene una marcada conexión con las emociones agradables. La alegría, el júbilo, la vanidad, el cariño, son incentivos para este deseo, lo mismo que la música, la danza, el vino y la buena comida. Por otra parte, la tristeza, la melancolía, la pobreza, la humildad, lo destruyen. Por esta propiedad es fácil de concebir el porqué debe hallarse unido con el sentido de la belleza.
Existe aún otro principio que contribuye al mismo efecto. He hecho observar que la dirección paralela de los deseos es una pasión real, y del mismo modo que una semejanza de su sensación, produce un enlace entre ellos. Para poder comprender plenamente la importancia de esta relación debemos considerar que un deseo principal puede ir acompañado de otros secundarios que se hallan enlazados con él, y que si otros deseos son paralelos a éstos, se encuentran los últimos relacionados a su vez con el principal. Así, el hambre puede ser frecuentemente considerada como una inclinación primaria del alma y el deseo de buscar la comida como secundario, puesto que lo último es absolutamente necesario para la satisfacción del apetito. Si un objeto, por consiguiente, por una cualidad particular, nos inclina a buscar el alimento, naturalmente aumenta nuestro apetito, del mismo modo que, por el contrario, todo lo que nos inclina a alejar de nosotros el alimento es contradictorio con el hambre y disminuye nuestra inclinación a ella. Ahora bien: es claro que la belleza tiene el primer efecto y la fealdad el segundo, razón por la que el primero nos produce un apetito más vehemente para nuestros alimentos y el último es suficiente para hacernos desagradable el más sabroso manjar que la cocina haya inventado. Todo esto es fácilmente aplicable al apetito de la generación.
De estas dos relaciones, a saber, semejanza y deseo paralelo, surge una conexión tal entre el sentido de la belleza, el apetito corporal y la benevolencia, que se hacen inseparables, y hallamos por experiencia que es indiferente cuál de ellos se presenta primero, pues es casi seguro que cualquiera de ellos puede ir acompañado por las afecciones relacionadas. Una persona que se halla inflamada de deseo siente por lo menos un cariño momentáneo y estima momentánea por el ingenio y mérito de quien es objeto de aquél, y al mismo tiempo se lo imagina más hermoso que de ordinario, del mismo modo que existen muchos que comienzan con ternura y estima por el ingenio y mérito de una persona y pasan de aquí a las otras pasiones. Pero la especie más común del amor es el que nace primero de la belleza y después se convierte en cariño y apetito corporal. Cariño o estima y apetito de generación son demasiado distintos para unirse fácilmente entre sí. El primero es quizá la pasión más refinada del alma; el segundo, la más grosera y vulgar. El amor de la belleza constituye el justo medio entre los dos y participa de las dos naturalezas, de donde procede que sea tan particularmente adecuado para producir a ambos.
Esta explicación del amor no es peculiar de mi sistema, sino que es inevitable con cualquier hipótesis. Las tres pasiones que componen esta pasión son evidentemente distintas y tiene cada una de ellas su diferente objeto. Es, por consiguiente, cierto que sólo por su relación se producen las unas a las otras. Pero la relación de las pasiones no es por sí sola suficiente. Es igualmente necesario que exista una relación de ideas. La belleza de una persona jamás nos inspira amor por otra. Esto es, pues, una prueba clara de la doble relación de impresiones e ideas. Partiendo de un caso tan evidente como éste, podemos juzgar del resto.
Lo que acabamos de decir puede servir, en otro respecto, para ilustrar aquello sobre lo que yo he insistido con respecto al origen del orgullo y la humildad y del amor y el odio. He hecho observar que aunque el yo es el sujeto del primer par de pasiones y alguna otra persona el objeto del segundo, no pueden ser estos objetos por sí solos las causas de las pasiones, por tener cada uno de ellos una relación con dos pasiones contrarias, lo que las destruiría desde el primer momento. Aquí, pues, la situación del espíritu es tal como la he descrito ya. Posee ciertos órganos adecuados para producir una pasión; esta pasión, cuando se produce, se refiere a un determinado objeto. Mas no siendo suficiente esto para producir la pasión, se requiere alguna otra emoción que por una doble relación de impresiones e ideas ponga estos principios en acción y les conceda su primer impulso. Esta situación es aún más notable con respecto al apetito de la generación. El sexo no es sólo el objeto, sino también la causa del apetito. No sólo dirigimos nuestra atención a él cuando nos hallamos afectados por el apetito, sino que el reflexionar sobre él basta para excitar el apetito. Pero como esta causa pierde su fuerza por su gran frecuencia, es preciso que sea vivificada por un nuevo impulso, y este impulso hallamos que surge de la belleza de la persona, es decir, de una doble relación de impresiones e ideas. Puesto que esta doble relación es necesaria cuando una afección tiene una causa y un objeto diferentes, ¡cuánto más no lo será cuando sólo posee un objeto diferente sin una determinada causa!
Sección XII
Del amor y el odio en los animales.
Para pasar de las pasiones de amor y odio y de sus mezclas y combinaciones tal como aparecen en el hombre, a las mismas afecciones tal como se desarrollan en los animales, debemos observar que no sólo el amor y el odio son comunes a los seres sensibles, sino que igualmente sus causas, antes expuestas, son de naturaleza tan simple, que puede fácilmente suponerse que actúan sobre los animales: no se requiere para ello ninguna capacidad de reflexión o penetración. Todo se halla guiado por móviles y principios que no son peculiares del hombre o de una especie de animales. La conclusión de esto es claramente favorable al precedente sistema.
El amor en los animales no tiene sólo como objeto propio animales de la misma especie, sino que se extiende más lejos y comprende casi todo ser sensible y pensante. Un perro, naturalmente, ama al hombre más que a sus congéneres y muy frecuentemente encuentra una afección recíproca.
Como los animales son poco susceptibles de los placeres o dolores de la imaginación, pueden juzgar de los objetos sólo por el bien o mal sensible que producen, y por éste se regulan sus afecciones con respecto de ellos. De acuerdo con esto hallamos que por beneficios o injurias adquirimos su amor u odio, y que alimentando y cuidando a un animal adquirimos rápidamente su afección, del mismo modo que golpeándolo y molestándolo no dejaremos de atraernos su enemistad y mala voluntad.
El amor en los animales no se produce tanto por relaciones como en la especie humana, y esto porque sus pensamientos no son tan activos que puedan seguir las relaciones, salvo ciertos casos muy manifiestos. Es fácil, sin embargo, notar que en algunas ocasiones tienen una influencia considerable sobre ellos. Así, el trato, que tiene el mismo efecto que las relaciones, produce siempre amor en los animales, ya sea hacia el hombre, ya hacia otros animales. Por la misma razón, la semejanza entre ellos es fuente de afección. Un buey confinado en un parque con caballos se unirá naturalmente a ellos, si me es permitido expresarme así; pero siempre echa de menos la compañía de los de su propia especie, que es la que prefiere.
La afección de los padres por la prole procede de un instinto peculiar, en los animales como en nuestra especie.
Es evidente que la simpatía o la comunicación de las pasiones no tiene menos lugar entre los animales que entre los hombres. Miedo, cólera, valor y otras afecciones son comunicadas frecuentemente de un animal a otro sin conocimiento de la causa que produjo la pasión originaria. La pena también la sienten por simpatía, y produce casi todas las mismas consecuencias y excita las mismas emociones que en nuestra especie. Los aullidos y lamentaciones de un perro producen un sensible interés en sus congéneres, y es notable que, aunque casi todos los animales usan en el juego los mismos miembros y aproximadamente la misma acción que en la lucha -un león, un tigre, un gato, sus garras; un buey, sus cuernos; un perro, sus dientes; un caballo, sus cascos-, evitan cuidadosamente el herir a su compañero, aun cuando no tienen que temer su resentimiento, lo que es una prueba evidente de la experiencia que los animales tienen del dolor o placer de los otros.
Todo el mundo ha observado cuánto más se animan los perros cuando cazan juntos que cuando persiguen la caza separados, lo que evidentemente no puede proceder sino de la simpatía. Es también muy conocido de los cazadores que este efecto tiene lugar en un mayor grado, y aun en un grado demasiado alto, cuando se juntan dos jaurías que son extrañas entre sí. Quizá no podríamos explicar estos fenómenos si no tuviéramos experiencias de otros similares en nosotros mismos.
La envidia y la malicia son pasiones muy notables en los animales. Son quizá más corrientes que la piedad, por requerir menos esfuerzo de pensamiento e imaginación.
Parte Tercera
De la voluntad y las pasiones directas
Sección Primera
De la libertad y la necesidad.
Nos dirigimos ahora a explicar las pasiones directas o las impresiones que surgen inmediatamente del bien o del mal, del dolor o del placer. De este género son el deseo y la aversión, la pena y la alegría, la esperanza y el temor.
De todos los efectos inmediatos del dolor y el placer ninguno es más notable que la voluntad, y aunque, propiamente hablando, no puede ser comprendido entre las pasiones, siendo la plena inteligencia de su naturaleza y propiedades necesaria para la explicación de aquéllas, debemos investigarla aquí. Deseo que se observe que por voluntad no entiendo más que la impresión interna que sentimos y de que somos conscientes cuando a sabiendas hacemos que se produzca un nuevo movimiento de nuestro cuerpo o una nueva percepción de nuestro espíritu. Esta impresión, lo mismo que las precedentes, del orgullo y humildad, amor y odio, es imposible de definir y no necesita ser descrita más ampliamente; razón por la cual prescindimos de aquellas definiciones y distinciones con las que los filósofos acostumbran más a confundir que a aclarar la cuestión, y entrando de lleno en el asunto, examinaremos la cuestión, tan largo tiempo debatida, referente a la libertad y la necesidad, que se presenta de un modo tan natural al tratar de la voluntad.
Por todos se reconoce que las acciones de los cuerpos externos son necesarias y que en la comunicación de su movimiento, en su atracción y mutua conexión no existen ni los más pequeños rastros de indiferencia o libertad. Cada objeto se halla determinado de un modo absoluto en el grado y dirección de su movimiento, y es tan incapaz de apartarse de la línea precisa en que se mueve como de convertirse por si mismo en un ángel, un espíritu o una substancia superior. Por consiguiente, las acciones de la materia pueden ser consideradas como ejemplos de acciones necesarias, y todo lo que en este respecto sea análogo a la materia debe ser reconocido como necesario. Para saber si sucede esto con las acciones del espíritu debemos comenzar examinando la materia y considerando sobre qué se funda la idea de la necesidad de sus operaciones y por qué concluimos que un cuerpo o acción es la causa infalible de otro.
Ha sido ya indicado que en ningún caso la conexión última de los objetos puede descubrirse ni por nuestros sentidos ni por nuestra razón, y que jamás podemos penetrar tan íntimamente en la esencia y construcción de los cuerpos que percibamos el principio del cual depende su mutua influencia. Sólo conocemos su unión constante, y s de esta constante unión de la que surge su necesidad. Si los objetos no tuviesen un enlace uniforme y regular entre sí, jamás llegaríamos a la idea de causa y efecto. En resumen: la necesidad, que forma parte de esta idea, no es mas que la determinación del espíritu para pasar de un objeto a su usual acompañante e inferir la existencia del uno de la del otro. Dos notas que debemos considerar son esenciales a la necesidad, a saber: la unión constante y la inferencia del espíritu, y siempre que las descubramos debemos reconocer la existencia de la necesidad. Dado que las acciones de la materia no poseen más necesidad que la que se deriva de estas circunstancias, y no es por una visión de la esencia de las cosas por lo que descubrimos su conexión, la ausencia de esta visión, si la unión e inferencia permanecen, no podrá en ningún caso suprimir la necesidad. La observación de la unión es la que produce la inferencia: de modo que será suficiente probar la constante unión de las acciones en el espíritu para establecer la inferencia y la necesidad de estas acciones. Sin embargo, a fin de conceder una mayor fuerza a mi razonamiento debo examinar estas notas por separado, y probaré primero, por experiencia, que nuestras acciones tienen una unión constante con sus motivos, temperamentos y circunstancias, antes de que considere las inferencias que de ello obtenemos.
Para este fin, una ojeada ligera y general del curso corriente de la vida humana será suficiente. No hay respecto en que podamos considerarla que no confirme este principio. Si consideramos el género humano según la diferencia de sexos, de edad, de gobierno, de condición o de métodos de educación, podremos discernir la misma acción regular de los principios naturales. Iguales causas producen siempre iguales efectos, de la misma manera que en la acción mutua de los elementos y fuerzas de la naturaleza.
Existen diferentes árboles que con regularidad producen frutos cuyo sabor es diferente del de los otros, y esta regularidad será admitida como un ejemplo de la necesidad y de las causas en los cuerpos externos. Pero ¿son los productos de la Guyena y de la Champaña más regularmente diferentes que los sentimientos, acciones y pasiones de los dos sexos, de los cuales el uno se caracteriza por su fuerza y madurez y el otro por su delicadeza y suavidad? ¿Son quizá los cambios de nuestro cuerpo, desde la infancia hasta la vejez, más regulares y ciertos que los de nuestro espíritu y conducta? ¿Y será más ridículo quien espere que un niño a los cuatro años alcance el peso de trescientas libras que el que espere de un ser humano de esta edad un razonamiento filosófico o una acción prudente y bien concertada?
Debemos conceder ciertamente que la cohesión de las partes de la materia surge de principios naturales y necesarios, sea la que quiera la dificultad que podamos hallar para explicarlos, y por la misma razón debemos conceder que la sociedad humana se funda en principios semejantes, y nuestra razón en el último caso es aún más sólida que en el primero, porque no sólo observamos que los hombres buscan siempre la sociedad, sino que podemos explicar los principios sobre los que esta inclinación universal se funda. ¿Pues es más cierto que dos piezas de mármol se acoplarán que dos salvajes jóvenes de diferente sexo se unirán en el coito? ¿Surgirán los hijos más naturalmente de este coito que cuidarán los padres de su salud y seguridad? Y después de haber llegado a los años de libertad por el cuidado de sus padres, ¿son los inconvenientes que acompañan a su separación más ciertos que su previsión de estos inconvenientes y su cuidado para evitarlos por una estrecha unión y confederación?
La piel, poros, músculos y nervios de un jornalero son diferentes de los de un hombre de cualidad, y lo mismo acaece con sus sentimientos, acciones y maneras. Las diferentes condiciones de la vida influyen en la estructura total externa e interna, y estas diferentes condiciones surgen necesariamente, es decir, uniformemente, de los principios uniformes y necesarios de la naturaleza humana. Los hombres no pueden vivir sin sociedad y no pueden asociarse sin un gobierno. El gobierno realiza la diferencia en la propiedad y establece los diferentes rangos de los hombres. Esto produce la industria, el tráfico, las manufacturas, el derecho, las guerras, ligas, alianzas, viajes, navegaciones, ciudades, flotas, puertos y todos aquellos objetos y aquellas acciones que producen una tal diversidad y al mismo tiempo mantienen una tal uniformidad en la vida humana.
Si un viajero, regresando de una remota comarca, nos narra que ha visto un clima en los cincuenta grados de latitud Norte en el que todos los frutos maduran y llegan a su perfección en invierno y no existen en verano, del mismo modo que en Inglaterra se producen y no existen en las estaciones contrarias, hallará pocos crédulos que le presten fe. Creo que un viajero encontraría algún crédito si no nos hablase de un pueblo exactamente del mismo carácter que el de la República de Platón, por un lado, o del Leviatán de Hobbes, por otro. Existe un curso general de la naturaleza en las acciones humanas lo mismo que en las actividades del Sol y del clima. Existe, pues, un carácter peculiar a las diferentes naciones y a las personas particulares, y del mismo modo un carácter común al género humano. El conocimiento de estos caracteres está fundado en la observación de una uniformidad de las acciones que nacen de ellos, y esta uniformidad constituye la verdadera esencia de la necesidad.
Puedo imaginar tan sólo un modo de eludir este argumento, que es negar la uniformidad en las acciones humanas, sobre la que se funda. En tanto que las acciones presenten una unión y conexión constante con la condición y el temperamento del agente, aunque de palabra rehusemos el reconocer esta necesidad, realmente la concedemos. Ahora bien: algunos pueden hallar quizá un pretexto para negar esta unión y conexión según regla. ¿Pues qué hay más caprichoso que las acciones humanas? ¿Qué más inconstante que los deseos del hombre? ¿Y qué criatura se separa más ampliamente, no sólo de la recta razón, sino de su propio carácter y disposición? Una hora, un momento, es suficiente para hacerle pasar de un extremo a otro y derribar lo que cuesta gran trabajo y pena establecer. La necesidad es regular y cierta. La conducta humana es irregular e incierta. Por consiguiente, la una no procede de la otra.
A esto replico que al juzgar acerca de las acciones de los hombres debemos proceder basándonos en las mismas máximas que cuando razonamos acerca de los objetos externos. Cuando algunos fenómenos se hallan unidos constante e invariablemente entre sí adquieren una tal conexión en la imaginación, que ésta pasa de uno a otro sin la menor duda o vacilación. Sin embargo, existen varios grados inferiores de evidencia y probabilidad, y no destruye nuestro razonamiento una sola contrariedad en la experiencia. El espíritu considera los experimentos contrarios; descontando el inferior del superior, procede con el grado de seguridad o evidencia que queda. Aun cuando los experimentos contrarios son iguales en número a los otros, no omitimos la noción de causas y necesidad, sino que suponiendo que la contrariedad usual procede de la acción de causas contrarias y ocultas, concluimos que el azar o indiferencia reside tan sólo en nuestro juicio por nuestro conocimiento imperfecto, no en las cosas mismas, que son en todo caso igualmente necesarias, aunque en apariencia no igualmente constantes o ciertas. Ninguna unión puede ser más constante y cierta que la de algunas acciones con algunos motivos y caracteres, y si en otros casos la unión es incierta, no es esto más que lo que sucede en las actividades de los cuerpos, y nada podemos concluir de una irregularidad que no se siga igualmente de la otra.
Se concede comúnmente que los dementes no son libres. Sin embargo, si juzgamos por sus acciones, éstas presentan menos regularidad y constancia que las de un hombre cuerdo, y, por consiguiente, se hallan más distanciadas de la necesidad. Nuestra manera de pensar en este particular, por consiguiente, carece en absoluto de consistencia, y es una consecuencia natural de estas ideas confusas y términos indefinidos que usamos comúnmente en nuestros razonamientos, especialmente en el presente asunto.
Debemos mostrar ahora que puesto que la unión entre motivos y acciones tiene la misma constancia que en una actividad natural su influencia sobre el entendimiento es, pues, la misma, determinándole a inferir la existencia de las unas de la de los otros. Si esto es así, no habrá circunstancia conocida que integre la conexión y producción de las acciones de la materia que no se halle en todas las operaciones del espíritu, y, por consiguiente, no podemos, sin un absurdo manifiesto, atribuir a la una necesidad y negársela a la otra.
No existe filósofo alguno cuyo juicio sea tan inclinado a este fantástico sistema de libertad que no admita la fuerza de la evidencia moral y que tanto en la especulación como en la práctica no proceda basándose en ella como sobre un fundamento razonable. Ahora bien: la evidencia moral no es más que una conclusión concerniente a las acciones de los hombres derivada de la consideración de sus motivos, temperamentos y situación. Así, cuando yo veo ciertas figuras o caracteres trazados sobre un papel infiero que la persona que los ha producido quiso afirmar hechos tales como la muerte de César, los triunfos de Augusto o la crueldad de Nerón; y recordando otros muchos testimonios concurrentes concluimos que estos hechos existieron realmente en otro tiempo y que tantos hombres, sin ningún interés por ello, no pueden aspirar a engañarnos, pues especialmente, al intentarlo, se expondrían a las burlas de sus contemporáneos, ya que entonces estos hechos eran recientes y universalmente conocidos. El mismo género de razonamiento se emplea en la política, la guerra, el comercio, la economía, y de hecho se entreteje de tal modo con la vida humana, que es imposible obrar o subsistir un momento sin recurrir a él. Un príncipe que impone una contribución a sus súbditos espera que será pagada. Un general que conduce un ejército cuenta con un cierto grado de valor. Un comerciante confía en la fidelidad y pericia de su factor o sobrecargo. Un hombre que da órdenes para una comida no duda de la obediencia de sus criados. En resumen: como nada nos atañe más inmediatamente que nuestras propias acciones y las de los otros, la mayor parte de nuestro razonamiento se emplea en razonamientos concernientes a ellas. Ahora yo afirmo que siempre que razonamos de esta manera debemos creer ipso facto que las acciones de la voluntad surgen de la necesidad y que el que lo niega no se da cuenta exacta de lo que rechaza.
Todos estos objetos, de los que al uno llamamos causa y al otro efecto, considerados en sí mismos son diferentes y separados el uno del otro como dos cosas en la Naturaleza, y no podemos, ni con la más exacta indagación de ellos, inferir la existencia del uno de la del otro. Tan sólo por experiencia y observación de su unión constante somos capaces de realizar esta inferencia, y aun, después de todo, la inferencia no es más que el efecto del hábito sobre la imaginación. Debemos no contentarnos aquí diciendo que la idea de causa y efecto surge de objetos constantemente unidos, sino que se debe afirmar que es idéntica con la idea de estos objetos y que la conexión necesaria no es descubierta por una conclusión del entendimiento, sino que es meramente una percepción del espíritu. Siempre que, por consiguiente, observamos la misma unión, y siempre que la unión actúa de la misma manera sobre la creencia y la opinión, tenemos la idea de causa y necesidad, aunque quizá evitaremos estas expresiones. El movimiento de un cuerpo es seguido, en todos los casos pasados que han caído bajo nuestra observación, mediante el choque de movimiento en otro. Es imposible para el espíritu ir más lejos. De esta unión constante forma la idea de causa y efecto y por su influencia siente la necesidad. Es excusado ya preguntar si existe la misma constancia y la misma influencia en lo que llamamos evidencia moral. Lo que queda sólo puede ser una disputa de palabras.
De hecho, si consideramos cuán adecuadamente se fundamentan de un modo recíproco la evidencia natural y la moral, y que sólo existe entre ellas una cadena de argumentos, no debemos experimentar ningún escrúpulo para conceder que son de la misma naturaleza y se derivan de los mismos principios. Un prisionero que no posee ni dinero ni influjo descubre la imposibilidad de su huida tanto por la obstinación del carcelero como por los muros y rejas que le rodean, y en sus intentos de huida escoge más bien el romper la piedra y el hierro de aquéllos que el torcer la inflexible voluntad de aquél. El mismo prisionero, al ser conducido al cadalso prevé su muerte como cierta por la constancia y fidelidad de sus guardianes y por la operación del hacha o de la rueda. Su espíritu sigue una cierta serie de ideas: los soldados que rehúsan consentir su huida, la acción del ejecutor, la separación de la cabeza del cuerpo, hemorragia, movimientos convulsivos y muerte. Aquí se halla una cadena de causas naturales y voluntarias; pero el espíritu no halla diferencia entre ellas al pasar de un eslabón a otro ni está menos cierto del suceso futuro que si todo ello se hallase enlazado con las presentes impresiones de la memoria y sentidos por una serie de causas enlazadas por lo que acostumbramos a llamar necesidad fisica. La misma unión experimentada tiene el mismo efecto sobre el espíritu, ya sean los objetos enlazados motivos, voliciones y acciones o figuras y movimientos. Podemos cambiar los nombres de las cosas; pero su naturaleza y su acción sobre el entendimiento jamás cambian.
Yo me atrevo a afirmar que nadie intentará refutar estos razonamientos más que alterando mis definiciones y asignando un diferente sentido a los términos de causa y electo, necesidad, libertad y azar. Según mis definiciones, la necesidad es un elemento esencial de la causalidad, y, por consiguiente, la libertad, suprimiendo la necesidad, suprime las causas y es lo mismo que el azar. Como el azar se considera comúnmente que implica una contradicción, y en último término es contrario a la experiencia, existen los mismos argumentos contra la libertad y el libre albedrío. Si alguno altera las definiciones no puede pretender discutir con él mientras no conozca el sentido que asigna a estos términos.
Sección II
Continuación del mismo asunto.
Creo que se pueden indicar las tres siguientes razones del predominio de la doctrina de la libertad, aunque absurda en un sentido e ininteligible en el otro:
Primero: después de haber realizado una acción, aunque confesemos haber sido influidos por particulares consideraciones y motivos, es difícil que nos persuadamos de que nos hallamos gobernados por la necesidad y que haya sido en absoluto imposible para nosotros haber obrado de otro modo, pareciendo implicar la idea de la necesidad algo de fuerza, violencia e imposición, de la que no somos conscientes. Pocos son capaces de distinguir entre libertad de espontaneidad, como se la llama en las escuelas, y libertad de indiferencia, a saber: entre lo que se opone a la violencia y lo que designa una negación de la necesidad y las causas. La primera es el sentido más corriente de la palabra, y como ésta es la única especie de libertad que nos interesa conservar, nuestro pensamiento se ha dirigido principalmente a ella y la hemos confundido casi universalmente con la otra.
Segundo: existe una falsa sensación o experiencia aun de la libertad de indiferencia, que se considera como un argumento para su existencia real. La necesidad de una acción, ya sea de la materia, ya del espíritu, no es, hablando propiamente, una cualidad del agente, sino de un ser pensante o inteligente que puede representarse la acción, y consiste en la determinación de su pensamiento a inferir la existencia de aquélla de la de otro objeto precedente, lo mismo que la libertad o el azar no es más que la falta de esta determinación y un cierto desligamiento que sentimos al pasar o no pasar de la idea del uno a la del otro. Ahora bien: podemos observar que, aunque al reflexionar sobre las acciones humanas rara vez experimentamos este desligamiento o indiferencia, sucede muy comúnmente que al realizar nosotros mismos las acciones somos sensibles de algo semejante a ello, y como todos los objetos relacionados o semejantes son fácilmente tomados los unos por los otros, este hecho ha sido empleado como una prueba demostrativa, o aun intuitiva, de la libertad humana. Experimentamos que nuestras acciones se hallan sometidas a la voluntad en muchas ocasiones, e imaginamos que experimentamos que la voluntad no se halla sometida a nada, porque cuando, por una negación de ello, somos llevados a someterlo a prueba experimentamos que aquélla se mueve fácilmente en toda dirección y produce una imagen de sí misma aun en el sentido en que no actúa. Esta imagen o movimiento débil, nos decimos a nosotros mismos, pudo ser realizada en la cosa misma, porque si esto se negase hallaríamos en un segundo ensayo que puede hacerse. Sin embargo, todos estos esfuerzos son vanos, y por muy caprichosas e irregulares que sean las acciones que podamos realizar, como el deseo de mostrar nuestra libertad es el único motivo de nuestras acciones, no podemos libertarnos nunca de los lazos de la necesidad. Nosotros podemos imaginar que experimentamos la libertad en nosotros mismos; pero un espectador puede comúnmente inferir nuestras acciones de nuestros motivos y carácter, y aun cuando él no pueda hacerlo, concluye en general que le sería posible si conociese perfectamente las circunstancias de nuestra situación y temperamento y los más secretos principios de nuestra constitución y disposición. Ahora bien: ésta es la verdadera esencia de la necesidad según la precedente doctrina.
Una tercera razón de por qué la doctrina de la libertad ha sido generalmente mejor recibida en el mundo que su contraria procede de la religión, que innecesariamente se ha sentido muy interesada en esta cuestión. No hay método de razonar más común ni más censurable que intentar refutar en las discusiones filosóficas una hipótesis bajo pretexto de sus peligrosas consecuencias para la religión y la moral. Cuando una opinión nos lleva a absurdos es ciertamente falsa; pero no es cierto que una opinión sea falsa por sus consecuencias peligrosas. Tales tópicos deben ser, por consiguiente, omitidos como no sirviendo para descubrir la verdad, sino solamente para hacer odiosa la persona de un antagonista. Esto lo observo en general, sin pretender sacar alguna ventaja de ello. Me someto francamente a un examen de este género y me atrevo a afirmar que la doctrina de la necesidad, según mi explicación, es no sólo inocente, sino aun ventajosa para la religión y a la moralidad.
Defino la necesidad de dos modos, de acuerdo con las dos definiciones de causa, de la cual constituye un elemento esencial. La refiero o a la unión y conjunción constante de objetos análogos o a la inferencia en el espíritu del uno al otro. Ahora bien: la necesidad en estos dos sentidos se ha concedido universal, aunque tácitamente, en las escuelas, en el púlpito y en la vida corriente, como perteneciente a la voluntad del hombre, y nadie ha pretendido negar que podemos realizar inferencias referentes a las acciones humanas y que estas inferencias se fundan en una unión experimentada de acciones análogas con análogos motivos y circunstancias. En lo único en que puede disentir alguien de mí es en que quizá rehúsa llamar a esto necesidad -pero si el sentido se entiende espero que la palabra no dañará- o en que sostiene que existe algo más en las actividades de la materia. Ahora bien; que sea así o no, no tiene importancia para la religión, aunque pueda tenerla para la filosofía natural. Yo puedo engañarme afirmando que no tenemos otra idea de la conexión en las acciones de los cuerpos, y ulteriormente me instruiré gustoso acerca de este asunto; pero estoy seguro de que no atribuyo nada a las acciones del espíritu más que lo que les puede ser naturalmente concedido. Que nadie, pues, saque de mis palabras una construcción capciosa diciendo simplemente que yo afirmo la necesidad de las acciones humanas y las coloco en el mismo plano que la materia inerte. No adscribo a la voluntad la necesidad ininteligible que se supone existe en la materia, sino que adscribo a la materia la cualidad inteligible, llámese o no necesidad, que la más rigurosa ortodoxia debe conceder que pertenece a la voluntad. No cambio nada, por consiguiente, en los sistemas admitidos con respecto a la voluntad, sino tan sólo con respecto a los objetos materiales.
Es más: iré más lejos y afirmaré que este género de necesidad es tan esencial a la religión y a la moralidad, que sin él se seguiría una absoluta ruina de ambas, y que todo otro supuesto sería destructor de las leyes divinas y humanas. Es cierto de hecho que como todas las leyes humanas se basan en las recompensas y castigos, se supone como principio fundamental que estos motivos tienen una influencia sobre el espíritu y que ambos producen las acciones buenas y evitan las malas. Podemos dar a esta influencia el nombre que nos agrade; pero como se halla habitualmente enlazada con la acción, el sentido común requiere que sea estimada como una causa y considerada como un caso de esta necesidad que yo he querido establecer.
Este razonamiento es igualmente sólido cuando se aplica a las leyes divinas, en tanto que la divinidad se considera como un legislador y se supone que inflige castigos y concede recompensas con el designio de producir la obediencia. Pero man tengo también que aun cuando no actúa con su capacidad de juez, sino que se la considera como la vengadora de los crímenes, tan sólo por la repugnancia y deformidad de éstos, no sólo es imposible sin la conexión necesaria de causa y efecto de las acciones humanas que pueda ser infligido un castigo con justicia y equidad moral, sino que no puede caber en ninguna inteligencia de un ser racional que sea infligido. El objeto constante y universal del odio o la cólera es una persona o criatura dotada de pensamiento y conciencia, y cuando una acción criminal o injuriosa excita esta pasión, lo hace tan sólo por su relación con la persona o conexión con ella. Sin embargo, según la doctrina de la libertad o del azar, esta conexión se reduce a nada y los hombres no son más responsables de las acciones que han emprendido y premeditado que de las más fortuitas y accidentales. Las acciones son, por su propia naturaleza, temporales y perecederas, y cuando no proceden de alguna causa que radique en el carácter y disposición de la persona que las ha realizado no se relacionan con ella y no pueden redundar ni en su honor, bien, infamia o mal. La acción misma puede ser censurable, puede ser contraria a todas las leyes de la moralidad y la religión, pero la persona no es responsable de ella; y puesto que no procede de nada en ella durable o constante y no deja tras sí nada de esta naturaleza, es imposible que aquélla, por este motivo, se convierta en el objeto del castigo o la venganza. Según la hipótesis de la libertad, por consiguiente, es tan pura y honrada después de haber cometido el más horrible de los crímenes como en el momento de su nacimiento, y su carácter en nada se halla interesado en sus acciones, pues no son derivadas de él y la maldad de las unas no puede ser usada como prueba de la depravación del otro. Tan sólo sobre los principios de la necesidad adquiere una persona mérito o demérito por sus acciones, aunque la opinión común se incline a lo contrario.
Tan inconsecuentes son los hombres consigo mismos que aunque frecuentemente afirman que la necesidad destruye totalmente el mérito y demérito, tanto con respecto al género humano como a los poderes superiores, sin embargo, continúa razonando sobre estos principios de la necesidad en todos sus juicios referentes a este asunto. Los hombres no son censurados por las malas acciones que realizan sin saberlo y casualmente, sean las que sean sus consecuencias. ¿Por qué? Porque las causas de estas acciones son solamente momentáneas y terminan en ellas mismas. Los hombres son menos censurados por las malas acciones que realizan apresurada e impremeditadamente que por las que cometen a sabiendas y con premeditación. ¿Por qué razón? Porque un estado de ánimo apresurado, aunque es causa constante en el espíritu, actúa sólo por intervalos y no daña al carácter total. Además, el arrepentimiento purifica de todo crimen, especialmente si va acompañado de una reforma evidente de la vida y maneras. ¿Cómo ha de explicarse esto sino afirmando que las acciones hacen de una persona un criminal tan sólo en cuanto son pruebas de pasiones de principios criminales en el espíritu, y que por una alteración de estos principios, si cesan de ser pruebas de ello, la persona cesa de ser criminal? Sin embargo, según la doctrina de la libertad o el azar no son aquéllas jamás pruebas, y, por consecuencia, la persona no será nunca criminal.
Aquí me dirijo a mi adversario y le deseo que liberte su propio sistema de estas odiosas consecuencias antes de atribuírselas al sistema de otro, o si prefiere que esta cuestión se decida por argumentos serenos entre los filósofos y no por declamaciones ante el pueblo, que dirija su atención a lo que yo he expuesto para probar que la libertad y el azar son sinónimos y lo relativo a la evidencia natural y moral y la regularidad de las acciones humanas. Después de revisar estos razonamientos no puedo dudar de una completa victoria, y, por consiguiente, habiendo probado que todas las acciones de la voluntad tienen sus causas particulares, paso a explicar qué son estas causas y cómo actúan.
Sección III
De los motivos que influyen la voluntad.
Nada es más usual en la filosofía, y aun en la vida común, que hablar de la lucha entre la pasión y la razón y darle preferencia a la razón y afirmar que los hombres son sólo virtuosos mientras se conforman a sus dictados. Toda criatura racional, se dice, se halla obligada a regular sus acciones por la razón, y si algún otro motivo concurre a la dirección de su conducta debe oponerle aquélla hasta que se halle en absoluto sometido a ella o al menos traído a conformidad con este principio superior. Sobre este modo de pensar parece fundarse la mayor parte de la filosofía moral antigua y moderna, y no hay más ancho campo, lo mismo para los argumentos metafisicos que para las declamaciones populares, como la supuesta preeminencia de la razón sobre la pasión. La eternidad, inmutabilidad y origen divino de la primera han sido desplegados para mayor ventaja; se ha insistido con fuerza sobre la ceguera, inconstancia y falsedad de la última. Para mostrar la falacia de toda esta filosofía intentaré primero probar que la razón por sí sola jamás puede ser motivo de una acción de la voluntad, y segundo, que jamás puede oponerse a la pasión en la dirección de la voluntad.
El entendimiento sigue dos vías distintas, según que juzgue de la demostración o de la probabilidad, considere las relaciones abstractas de las ideas o aquellas relaciones de los objetos acerca de los cuales sólo nos informa la experiencia. Creo que dificilmente se afirmará que la primera especie de razonamiento por sí solo es siempre la causa de una acción. Como su propio dominio es el mundo de las ideas y como la voluntad nos coloca en el de las realidades, la demostración y la volición parecen por esto hallarse totalmente apartadas la una de la otra. Las matemáticas, de hecho son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo es en casi todo arte y profesión; pero no es por sí mismas por lo que tienen influencia. La mecánica es el arte de regular los movimientos de los cuerpos para algún determinado fin o propósito, y la razón de por qué empleamos la aritmética para fijar las proporciones de los números es tan sólo que podemos descubrir las relaciones de su influencia y relación. Un comerciante desea saber la suma total de sus cuentas con una persona. ¿Por qué? Porque puede saber que la suma tendrá los mismos efectos al pagar su deuda e ir al mercado que las partidas particulares juntas. El razonamiento abstracto o demostrativo, por consiguiente, jamás influencia nuestras acciones sino tan sólo en la dirección de nuestro juicio referente a las causas y los efectos, lo que nos conduce a la segunda operación del entendimiento.
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