- La invasión alemana de la Unión Soviética
- El impacto de la noticia
- España: la División Azul
- Conclusiones
- Notas
- Bibliografía
Muchas veces ha habido encuestas y concursos en torno a cuál haya sido la mayor noticia del siglo XX, y ha habido opiniones para todos los gustos. Sin embargo, hubo una que por su carácter inesperado, y las implicaciones que comportó para las relaciones internacionales a nivel mundial, debe ser considerada, al menos, como una de las más importantes. Se trata de la invasión alemana de la Unión Soviética, mantenida en secreto hasta el momento mismo de producirse, siendo sólo conocida por los servicios secretos de las principales potencias del momento. Esta noticia marcó un vuelco diplomático y bélico fundamental en la segunda guerra mundial, que fue probablemente el mayor conflicto del siglo XX, y que marcó de manera indeleble, por sus consecuencias de alcance mundial, infinitud de aspectos de la vida y la opinión pública mundiales hasta la década de 1990. En el presente artículo hacemos una radiografía breve y concisa del momento en que tal noticia se produjo, deteniéndonos finalmente en las particulares consecuencias que desencadenó en la España del momento.
La invasión alemana de la Unión Soviética
El lanzamiento de la invasión alemana de la Unión Soviética, por un capricho de la Historia, como señalaría un preocupado Joseph Göbbels (considerado actualmente como el más nazi de los ministros de Hitler, el único que quiso compartir el destino final de éste, la muerte, en 1945) coincidió con la invasión de Rusia por Napoleón en el siglo XIX: se inició el 22 de junio de 1941. Justo 129 años antes, en 1812, las tropas francesas y de países aliados de Francia integradas en la Grande Armée habían cruzado el Río Nemunas con destino a Moscú. [1] Algunos oficiales alemanes se entretenía en aquella primavera de 1941 leyendo las memorias del general Caulaincourt, a quien Napoleón Bonaparte había dicho antes de iniciar la que sería su fatal campaña en Rusia: "Antes de dos meses, Rusia me pedirá la paz". [2] Al iniciar su guerra de invasión, Bonaparte comentó que "Rusia es como la mítica Hidra", monstruo de muchas cabezas al que, cada vez que se le cortaba una, le nacía otra para reemplazarla. [3] En 1941, los alemanes se darían cuenta de lo acertado que podía llegar a ser tal comparación. Hacía justo un año que Francia había firmado el armisticio de Compiègne, pidiendo la capitulación incondicional a Alemania. [4] Aquel 22 de junio de 1941, siete ejércitos alemanes estaban situados a lo largo de la frontera germano-soviética en el centro de Polonia —invadida y repartida por los dictadores Hitler y Stalin en septiembre de 1939—. Las unidades panzer —acorazadas, en alemán— cuya presencia en aquella zona sería causa de alarma por ser la punta de lanza de cualquier ofensiva de invasión alemana contra el territorio soviético, fueron las últimas en llegar a sus puestos en el despliegue ofensivo. Las órdenes que tenían eran estrictas: cualquier movimiento debía realizarse de noche. Hitler atacó la Unión Soviética sin declaración de guerra previa, por sorpresa y a traición, a las 03:00 horas del 22 de junio de 1941, domingo.
Por toda la divisoria germano-soviética, grupos de reconocimiento alemanes disfrazados de civiles polacos habían estado observando las posiciones del adversario. Numerosos soldados alemanes esperaban desde hacía tres días ocultos en las zonas boscosas de la región, junto a sus camiones y sus vehículos militares. Otros llegaban a las posiciones designadas por el plan secreto de invasión, denominado en clave "Fall Barbarossa" (Operación Barbarroja), finalizando agotadoras marchas de aproximación en plena noche, realizadas por diversas carreteras de Polonia. En las horas de luz diurna, las órdenes eran de silencio total para todas las unidades. Cuatro ejércitos panzer y tres flotas aéreas de la Luftwaffe estaban preparadas para el ataque. Casi 4.000.000 de hombres encuadrados en 180 divisiones, 600.000 vehículos a motor, 750.000 caballos, 3.850 carros de combate y cañones autopropulsados, 7.184 piezas de artillería y 1.400 aviones ultimaban sus preparativos, formando la mayor fuerza de invasión de la Historia militar, antes y después de aquel momento. El esfuerzo de desplegar semejante número de tropas en la reciente frontera inter-polaca había requerido, entre julio de 1940 y marzo de 1941, el empleo de 2.500 trenes de mercancías. En las siguientes diez semanas habían sido dedicados a la operación otros 17.000 trenes más. Ningún plan del alcance del Fall Barbarossa se había desarrollado hasta ese momento, porque hasta entonces no se había dispuesto de técnicas y herramientas de organización, transporte y comunicaciones modernas aplicables a tan colosal escala. [5]
A las 03:15 horas, más de dos mil cañones alemanes abrieron fuego a todo lo largo del frente: sin pérdida de tiempo, las vanguardias panzer alemanas iniciaron un ataque masivo contra las posiciones defensivas de los soviéticos situadas detrás de la demarcación fronteriza. Comandos alemanes del Sonderverband Brandenburg —Unidad Especial Brandeburgo, en alemán— habían cruzado las líneas fronterizas soviéticas para cortar líneas telefónicas, capturar puentes y puntos de paso estratégicos y neutralizar puntos fuertes con golpes de mano por sorpresa. [6] En el aire, el 60% de todos los aviones de guerra que poseía la Alemania nazi —1.400 de un total de 1.945 aparatos en condiciones de prestar servicio activo— se puso en movimiento para asestar un golpe demoledor contra la VVS, la fuerza aérea soviética. Los aviones alemanes cruzaron la frontera a gran altura para no alertar a la defensa contra aeronaves soviética. [7] En el cuartel general del IV Ejército soviético, el ruido de los motores de semejante masa de aviones despertó a un oficial, que reconoció el sonido característico de los motores alemanes por haberlos oído en España, donde había servido como parte de la fuerza soviética de apoyo al gobierno socialista de Juan Negrín entre 1936 y 1939. [8]
Los objetivos de la aviación alemana eran los aeródromos avanzados de la VVS, que aviones de reconocimiento espías habían fotografiado desde gran altura en las semanas anteriores. A los pilotos alemanes les alegró descubrir que los aeródromos militarizados por los rusos se parecían mucho a las fotografías que habían estudiado antes de la ofensiva. Las bombas de fragmentación alemanas devastaron las bases aéreas. Obsoletos cazas soviéticos intentaron despegar sólo para ser abatidos inmediatamente por los más modernos y capaces cazas alemanes. Los bombarderos pesados soviéticos que despegaron sin escolta, en un desesperado intento por rechazar la invasión y bombardear las concentraciones alemanas, fueron derribados rápidamente en gran número. En las primeras horas del 22 de junio de 1941, la Luftwaffe había destruido 528 aviones rusos en tierra y 210 en el aire. Al finalizar el día siguiente, la VVS ya había perdido 1.200 aviones, el 25% de sus aparatos disponibles en primera línea. El alto mando de la Luftwaffe contabilizó la destrucción de 1.800 aviones rusos el 24 de junio; 800 más, el día 25; 352, el día 26; y 300 más, el día 27 de junio. [9] Los recuentos alemanes señalaron que, durante la primera semana de la invasión, fueron destruidos 4.018 aviones soviéticos. [10]
Stalin ordenó que se organizaran ataques de represalia contra Bucarest, Varsovia, Danzig —act. Gdansk, por aquel entonces incorporada a Alemania— y los campos petrolíferos de Ploesti, en Rumanía, la mayor reserva de carburante a disposición de los alemanes en aquel momento. Pero debido a que los bombarderos rusos volvaban sin escolta de cazas, consiguieron muy poco al precio de elevadísimas pérdidas. [11] El 5 de octubre de 1941, la VVS reconoció haber perdido 5.316 aviones. [12] Todas las ciudades importantes de Ucrania, Bielorrusia y el oeste de Rusia fueron duramente bombardeadas por la Luftwaffe. Algunas como Minsk, la capital bielorrusa, vieron reducidos a escombros sus centros urbanos. [13] El domingo 22 de junio de 1941 amaneció como un día de sol, típico del tórrido verano de la Europa oriental. No lejos de Moscú, Stalin dormía en su dacha —chalet, casa de campo, en ruso— de Kuntzevo. A las 10 de la mañana del sábado 21 de junio, una fuerte tormenta de viento y lluvia se había desatado sobre la capital soviética, como anticipando la guerra que se iniciaría la noche siguiente. Sin embargo, fue bien recibida por los habitantes de la ciudad, pues les ofreció un poco de aire fresco tras varios días de sofocante calor.
Mientras tanto, el jefe del estado mayor supremo alemán, el coronel general Franz Halder, había querido sobrevolar discretamente la línea de partida de la invasión. En vez de observar con satisfacción el éxito de todas las medidas de camuflaje adoptadas para ocultar el inminente ataque, regresó del vuelo sobrecogido por la inmensidad de lo que había visto. Uno de los más brillantes generales de fuerzas panzer, el teniente general Erich von Manstein, por aquel entonces al mando de un cuerpo de ejército integrado en las fuerzas de invasión, pasó la noche del 21 de junio en casa de unos amigos en Prusia Oriental: meditaba en la terraza de aquella hacienda con la sensación de que el ejército alemán se estaba metiendo en una aventura de tal magnitud que acabaría por llevarlo al desastre. No podía saber hasta qué punto sus graves premoniciones, coincidentes con las de su superior Halder, acabarían siendo proféticas.
El impacto de la noticia
A las 04:00 horas de la madrugada del domingo 22 de junio de 1941, el Foreign Office, el ministerio de asuntos exteriores de Gran Bretaña, recibió la noticia mientras el primer ministro británico Winston Churchill dormía en su residencia oficial del número 10 de la calle Downing de Londres. Posteriormente, el secretario personal de Churchill, John Colville, comentaría sobre aquel momento: "Fui despertado a las cuatro de la madrugada por una llamada telefónica del Foreign Office, anunciándome que Alemania había atacado a Rusia. El primer ministro nos tenía dicho que no debíamos despertarlo en mitad de la noche por ningún motivo, salvo si se trataba de la invasión del sur de Inglaterra por los alemanes. No me decidí a despertarlo, pese a que la noticia era casi igual de importante. A las ocho de la mañana, cuando le comuniqué el suceso, sólo tuvo una breve reacción: "Diga a la BBC que hablaré a la nación esta noche a las nueve en punto." Empezó a preparar su discurso a media mañana y le dedicó todo el día; el texto que pronunciaría ante los micrófonos no lo dio por definitivo hasta veinte minutos antes de salir "a las ondas" por la BBC." [14]
El ataque a la Unión Soviética provocó inmediatamente una oferta de apoyo de Churchill a la URSS, a pesar del odio confeso que el viejo conservador británico profesaba al comunismo en general, y al soviético en particular. Paseando por el centro de Londres, el primer ministro le comentó a su secretario Colville: "Si Hitler invade el infierno, haré como mínimo un informe en pro de una defensa pública del diablo en la Cámara de los Comunes. Hitler quiere destruir Rusia para poder acabar con esta Isla, a la que él tiene que vencer, si no quiere pagar el precio de sus crímenes. Su invasión de Rusia no es más que el preludio de la invasión de Inglaterra […] El peligro que amenaza a Rusia es el mismo peligro que nos amenaza a nosotros […]". [15] Cuatro días después del lanzamiento de Barbarossa, Churchill pronunció un segundo discurso radiofónico, tachando a Hitler de "vil monstruo, insaciable en su ansia de sangre y destrucción". [16] Naturalmente, las condenas morales del político británico se debían en no pequeña parte a su necesidad de presentar positivamente a la URSS ante la opinión pública británica y, sobre todo, frente a los políticos norteamericanos, que conocían sobradamente las décadas de crímenes políticos, sociales y bélicos perpetrados por los bolcheviques desde su ascenso al poder, en noviembre de 1917. [17]
En el gobierno británico no estaban nada entusiasmados con la necesidad predicada por Churchill de contar con la URSS como aliado. Churchill pidió al presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt que cooperase con él en la ayuda a los soviéticos. El Department of State norteamericano reaccionó en buena lógica con frialdad a la petición: según George Kennan, dar la bienvenida a la Unión Soviética "como socio en la defensa de la democracia" identificaría diplomáticamente a los Estados Unidos con un régimen para cuya opinión pública era "muy temido y detestado en todo el mundo". [17] Para el papa Pío XII, la guerra de la Alemania nazi y sus aliados contra la URSS —Italia y España sobre todo, que eran más países católicos que estados totalitarios en la práctica, al margen de su discurso oficial— colocó al Vaticano en una encrucijada. Antes de ser elegido papa, Eugenio Pacelli había sido nuncio en Múnich durante bastantes años, desde los tiempos de la Gran Guerra de 1914-1918 hasta la década de 1930, asistiendo como espectador de primera fila al auge del nazismo. Astuto diplomático acostumbrado —a su pesar— a la proximidad de la sombra proyectada por el totalitarismo —en Alemania pudo haber muerto a manos de los comunistas primero, y de los nazis más tarde— sabía que en cuanto la Iglesia católica tomara parte por la causa de los Aliados, Hitler descargaría su despecho masacrando a los católicos más prominentes de Alemania, y enviando a los de menor rango a campos de concentración —sin contar con las represalias masivas que podría tomarse, aprovechando la coyuntura, en civiles exaltados de algunos países católicos ocupados, como Polonia o Francia—.
En Alemania, Hitler se había ya bañado en la sangre de otros opositores mucho menos decididos contra su régimen que ciertos prelados y clérigos católicos, que llevaban amenazados de muerte más de una década por el NSDAP, pero aún vivían por el respeto popular que despertaban sus sotanas y pectorales. Pío XII escogió la difícil opción de condenar los actos sin definirse por los actores; nunca condenó a Alemania ni bendijo la causa aliada, hasta que Hitler estuvo neutralizado por la derrota en 1945; y los historiadores le han tachado de filonazismo, en el pasado y en el presente. Y ése es precisamente el papel que quiso jugar: prefirió pasar por filonazi durante la guerra y después de ella, antes que condenar a los católicos a sufrir la persecución de los nazis o los soviéticos. A cambio, su neutralidad fue una ventana abierta y un último recurso para muchos perseguidos en la Europa ocupada por el Eje de 1940 a 1944; sólo Pacelli y los que conocieron su biografía de primera mano supieron cuál fue la verdadera actitud de Pío XII y sus motivaciones frente a Hitler y Mussolini. [18] A partir de 1941, la cuerda del papa funámbulo Pacelli se tensó más, aunque también comenzó a transmitir por primera vez tentativas de paz que no venían de los enemigos de Alemania. Las actas de las mediaciones diplomáticas vaticanas revelan claramente el vuelco que dio la segunda guerra mundial a partir de Barbarossa. Cuando Alemania parecía derrotada, comenzó a mediar en favor de los alemanes y los que se habían alegrado de sus primeras victorias, sobre todo en los países ocupados por la URSS. Para los millones de civiles que no podían ponerse a cubierto bajo el "paraguas" humanitario de los Aliados occidentales, la neutralidad vaticana fue el último refugio frente a la persecución totalitaria, como le ocurrió a la comunidad judía de Roma en 1943. [19]
Doce horas antes de la primera alocución radiofónica de Churchill, a las 12:00 horas del mediodía en Moscú, aquel 22 de junio, el encargado de negocios británico insistió en ser recibido por el segundo de Molotov, el viceministro de exteriores Vishinsky. Le dijo que aún no había recibido ninguna instrucción formal de su gobierno, pero estaba seguro de que la cooperación material y militar entre el Reino Unido y la Unión Soviética era un hecho inminente. La embajada británica en Moscú había enviado ya a las familias de su personal de camino a la frontera ruso-británica de Irán —país sometido a protectorado británico en aquellas fechas— vía Bakú. Señaló que había escuchado por la BBC que el gobierno soviético también se estaba preparando para evacuar Moscú, y expresó su deseo de que el personal diplomático británico no fuese dejado atrás. Vishinsky, fingiendo indignación, desmintió los rumores sobre la evacuación de Moscú y no quiso llegar a ningún compromiso concreto en relación con la colaboración ofrecida un poco ingenuamente por los británicos. Simplemente prometió que se haría un atento seguimiento del tren de las familias británicas de los diplomáticos y dejó cualquier otra cuestión para más adelante. [20]
Al mediodía del 22 de junio, hora de Berlín, el embajador italiano ante Hitler, Dino Alfieri, fue instado a presentarse al ministro de exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop, para ser informado de la invasión por los cauces diplomáticos oficiales. Al recibir a Alfieri a primera hora de la tarde, Ribbentrop le recitó la versión oficial alemana sobre las causas del ataque: "Tengo el honor de comunicarle que esta mañana a las tres, las tropas alemanas han atravesado la frontera rusa. Alemania no podía permanecer por más tiempo indiferente y pasiva ante la concentración de tropas rusas en la frontera alemana. Esto constituía para nosotros un serio peligro, una permanente amenaza y una grave provocación. Le ruego transmita esta comunicación al ministro Ciano, para que la haga llegar enseguida al Duce en nombre del Führer." Al despedirse del embajador, Ribbentrop aún se vio con ánimos de decirle: "Hoy es un día histórico para la Alemania nacional-socialista. Al mando del Führer, las tropas del III Reich aniquilarán en poco tiempo al ejército soviético y conseguirán una victoria total." [21] Hay quien dice que Alfieri quedó más preocupado que satisfecho con estas palabras.
A medida que las grandes potencias iban anunciando su postura ante la invasión alemana de la URSS, los países más próximos al acontecimiento fueron también definiendo la suya. Hungría rompió inmediatamente sus relaciones diplomáticas con Moscú. Bulgaria, más discretamente, se comprometió formalmente a respaldar los intereses alemanes en su territorio y en aquellas zonas que estuvieran a su alcance, haciendo referencia a las costas del Mar Negro. El gobierno español se congratuló sin titubeos por la invasión, y dejó entreve la posibilidad de sumarse —de forma más moral que efectiva— a la aventura alemana, sin descartar el envío de tropas. En Suecia se vivieron horas de gran aprensión: el consejo de ministros fue convocado de urgencia y a puerta cerrada; el ejército fue puesto en estado de máxima alerta; y la armada recibió órdenes de replegarse inmediatamente a aguas jurisdiccionales suecas. Por último, Turquía proclamó discretamente su neutralidad, dando por buenas las previsiones más sensatas dentro y fuera de sus fronteras.
En los Estados Unidos, el gobierno hizo pública una nota oficial en la que condenaba el ataque de Alemania a un estado que no le había agredido y con el que estaba en paz desde la firma del Tratado Ribbentrop-Molotov de 1939, y declaró que toda coalición de fuerzas que hiciera frente al nazismo y su agresiva política expansionista sería considerada como "ventajosa para la defensa y seguridad de los Estados Unidos de América." Con diverso grado de simpatía por la URSS y Gran Bretaña, los países latinoamericanos fueron haciendo pública su adhesión a la postura estadounidense, excepción hecha de Chile, donde existía un fuerte partido pronazi que trató de desmarcar a su país de la postura dominante; hubo alguna que otra voz más a favor de Alemania, aunque sin mucho respaldo. Los partidarios de la postura proalemana buscaron apoyo en las declaraciones anticomunistas de algunos republicanos estadounidenses como el senador Taft, autor de una frase muy comentada en aquel momento: "¿Cómo puede alguien aceptar la idea de que Rusia lucha por los principios democráticos? ¿Vamos a aliarnos con el dictador más despiadado del mundo en nombre de la democracia?" [22] En Japón, la llamada Comisión de Enlace entre el gobierno y las fuerzas armadas se reunió de urgencia para analizar la nueva situación producida en Europa por la invasión alemana de la URSS.
El embajador alemán en Moscú, el general conde Karl von der Schulenburg, se presentó en el despacho del ministro soviético de exteriores Vyacheslav Molotov para leerle el mensaje que acababa de recibir de Berlín: "Los informes que en los últimos días ha recibido el gobierno del Reich no dejan subsistir duda alguna en cuanto al carácter agresivo de las concentraciones de las tropas soviéticas […] El gobierno del Reich declara que, violando los compromisos contraídos, el gobierno soviético se hace culpable de: 1º. Haber concentrado en la frontera alemana todos sus ejércitos en pie de guerra. 2º. Prepararse con toda evidencia para una violación del pacto de no-agresión germano-soviético. 3º. Atacar a Alemania. Por consiguiente, el Führer ha ordenado a los ejércitos del Reich prevenir cualquier amenaza, utilizando todos los medios a su alcance." El jefe de la diplomacia soviética escuchó con cara de rabia e impotencia el comunicado, y luego apostilló: "La guerra. […] Esto es la guerra. ¿Cree Usted, Sr. Embajador, que nos hemos merecido esto?" Tras despedir a un avergonzado Schulenburg, Molotov fue a ver a Stalin al Kremlin, al que saludó con la noticia: "El gobierno alemán nos ha declarado la guerra." Stalin, que hacía un gran esfuerzo por no exteriorizar su bochorno, se limitó a replicar: "Hitler nos ha engañado." [23] Más o menos a esa misma hora, Italia y Rumanía declararon a su vez la guerra a la Unión Soviética; la nueva Eslovaquia independiente, patrocinada por Alemania tras la anexión de Checoslovaquia en 1938, lo hizo el 23 de junio; Finlandia, a regañadientes y desconfiando de Alemania, acabó sumándose a la guerra el día 26. [24]
En Washington, un nervioso y confundido embajador soviético se entrevistaba con el secretario de estado —ministro de exteriores— norteamericano Sumner Welles. Éste le dijo que el gobierno de los Estados Unidos estaba considerando la posibilidad de prestar asistencia material a la Unión Soviética. En Moscú, Pravda informó sobre el encuentro, pero el Kremlin no emitió ningún comunicado oficial al respecto. La cooperación soviética con británicos y norteamericanos todavía le parecía a Stalin una posibilidad con más riesgos que ventajas. No estaba seguro de que los ofrecimientos de ayuda no fueran una trampa dispuesta para castigarle a continuación, por haber traicionado a las democracias anglosajonas dos años antes, cuando se alió secretamente con Hitler. Decidió no apresurarse a firmar ningún tratado con Londres o Washington, con la tranquilidad de que no había mucho que los británicos y los estadounidenses pudieran hacer para frenar la invasión alemana de su país. [25]
A pesar de los indicios que hablan de que Stalin quedó paralizado por la sorpresa y el fracaso durante los primeros días de la invasión, su libro de visitas demuestra que recibió a un gran número de representantes oficiales y asesores en su despacho del Kremlin: 29 visitas el 22 de junio, desde las primeras horas del ataque alemán hasta las 16:45 horas. Al dia siguiente comenzó su agenda oficial a las 03:00 horas de la madrugada, que continuó sin apenas pausas hasta las 02:00 horas de la noche. Los tres días siguientes mantuvo reuniones hasta la media noche. Según Richard Overy, historiador británico especialista en la guerra germano-soviética, la apariencia cansada del dictador comunista no era el resultado de un colapso psicológico, sino del frenético ritmo de trabajo que siguió en los primeros días de la guerra. El Politburó, el órgano supremo del PCUS, sorprendido por los acontecimientos de la madrugada del 22 de junio y deseando evitar todavía la guerra, emitió a las 07:15 horas de aquel día una Directiva ordenando al Ejército Rojo que se mantuviera alejado de las fronteras con Alemania, restringiendo el tráfico aéreo a un límite de 150 km dentro de territorio enemigo. Mientras tanto, mantenía abierta la comunicación por radio con el ministerio de asuntos exteriores alemán y pidió infructuosamente la mediación del Japón para evitar el conflicto. El distanciamiento del gobierno soviético de sus unidades militares en la frontera resulta evidente al analizar su Directiva nº 3 del propio 22 de junio de 1941, emitida a las 09:15 horas. En ella se ordenaba a todas las unidades que rechazasen la ofensiva alemana con un feroz contraataque. Para las unidades del frente, luchando desesperadamente por mantener algo de su cohesión, aquello era pedir un imposible.
La población civil en las ciudades de Bielorrusia y Ucrania esperaba ansiosamente oír la voz de Stalin por la radio. Sin embargo fue el ministro de exteriores Vyacheslav Molotov el que se dirigió a la nación, en muchos lugares sobre el telón de fondo de las bombas alemanas o del fragor de los cañones. Molotov tenía tendencia a tartamudear cuando se hallaba bajo presión, y por ello evitaba hablar en público todo lo posible. [26] Habló con dificultad, su voz se oyó vacilante, casi tartamudeando, y finalizó con unas palabras redactadas por Stalin: "Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La victoria será nuestra." Las frases fueron pronunciadas con un tono monocorde y carente de convicción. Stalin, que tampoco era un buen orador, escuchó la alocución de Molotov por la radio, y en su siguiente encuentro trató de infundir ánimos a su ministro: "Parecías nervioso; sin embargo, hablaste bien." Molotov, embargado por la gravedad de la situación, replicó con su habitual dureza: "No lo creo." En Berlín el 22 de junio fue un día soleado, lo mismo que en Moscú y en el escenario mismo de la invasión; la gente de la calle recibió la noticia con temor resignado, esperando que la guerra con la URSS fuese definitivamente la última que tuvieran que sufrir. En el Olympiastadion de la capital alemana, el Schalke 04 y el Rapid de Viena jugaban la final de la copa de Alemania (y sus países anexionados); aunque el favorito era el Schalke, vencieron los vieneses; más de uno se lo tomó como un signo de mal augurio.
España: la División Azul
En España, el ataque alemán fue recibido con euforia por una parte del estamento militar, que en su exaltación ideológica consideraba que los comunistas y la URSS habían sido responsables del mantenimiento del gobierno socialista frente al golpe militar de 1936, sin cuya ayuda habría caído rápidamente. Los más ingenuos consumidores de propaganda daban por destruido ya al Ejército Rojo, y entre ellos destacaban los cuadros más jóvenes del partido Falange Española, en el que se apoyaba el gobierno militar del general Franco, muchos de los cuales no habían podido participar en la guerra civil española por ser adolescentes. Entre este sector, el furor fue histérico, alimentado por algunos de sus dirigentes, que durante los tres años de contienda habían pasado apuros muy graves, huyendo de la policía política en Madrid. La noticia de la invasión alemana de la URSS se extendió con rapidez por todas las capitales de provincia a través de la radio y los periódicos de Madrid. La propaganda nazi presentó la invasión como una cruzada contra el bolchevismo, convirtiendo a sus soldados en defensores de la civilización europea frente a la barbarie asiática. Y hubo muchos exaltados que se lo tragaron, pues corrieron a enrolarse como voluntarios cerca de un millar de franceses, daneses, belgas, holandeses, e incluso suecos y suizos; el anticomunismo era más amplio que la ideología de ultraderecha, tanto dentro como fuera de Alemania.
En Madrid se produjeron reuniones del consejo de ministros con Franco en su palacio de El Pardo, los días 23 y 24 de junio. Los asesores militares presentaron informes y se discutió el cambio de la escena internacional y sus posibles implicaciones para la postura de neutralidad de España en la segunda guerra mundial. Los falangistas exaltados se manifestaron para exigir que España se sumase a la cruzada contra el comunismo, haciendo mucho ruido en la calle y frente a las embajadas del Reino Unido y Alemania. Sin embargo, Hitler era escéptico ante dichas manifestaciones, y sabía que Franco no estaba nada entusiasmado por ellas ni se dejaría arrastrar por el júbilo de sus partidarios; en una carta que le envió a Mussolini por aquellos días decía: "España está indecisa y, me temo, sólo tomará partido cuando la guerra esté ya decidida." Lo que Mussolini quizá percibió fue que Hitler le estaba haciendo un reproche dirigido a él por haber tomado justo esa actitud, pues Italia no había entrado en guerra al lado de Alemania hasta que Francia fue derrotada en junio de 1940, es decir, cuando en Europa occidental la guerra ya estaba ganada por los alemanes.
Los falangistas se congregaron ante la sede de su partido en Madrid, y el ministro de exteriores español y jefe efectivo de Falange, Ramón Serrano Súñer, aprovechó la concentración para asomarse al balcón y gritar soflamas anticomunistas, repitiendo como un lema: "¡Rusia es culpable!" Se refería por una parte a la resistencia izquierdista que se prolongó en guerra civil apoyada por la URSS entre 1936 y 1939, y por otra, a las palabras del comunicado oficial del ministerio de exteriores alemán, el mismo que Schulenburg había leído ante Molotov en Moscú. Serrano era el número dos del régimen de Franco, cuñado del dictador, y era un hombre muy ambicioso, además de haber perdido a parte de su familia a manos de las milicias izquierdistas en la guerra civil. Por lo tanto, dio alas a los que exigían que se enviasen voluntarios españoles a luchar al lado de Alemania en suelo ruso. Él mismo pensaba capitalizar la iniciativa, aumentando así su poder personal y el reducido papel de su partido en las decisiones de gobierno, que Franco se reservaba para sí y sus colegas de mayor confianza dentro y fuera del ejército. Serrano apoyó su iniciativa en tres puntos: satisfacer las demandas de Hitler para que España entrara en guerra contra los Aliados; pagar las deudas contraídas con los alemanes por el apoyo prestado al bando nacional de Franco entre 1936 y 1939; y vengar el apoyo que los soviéticos prestaron a los izquierdistas españoles.
Franco y sus ministros añadieron un cuarto argumento a los aportados por Serrano: quitarse de encima a unos falangistas violentos y rebeldes, descontentos con el nuevo orden social y político instaurado en España, que no tenía nada que ver con su ideología de cuño fascista; de esto, Serrano no estaba al tanto, lógicamente. Enseguida surgió la duda sobre si no sería mejor enviar una división regular del ejército, lo que equivaldría de forma inmediata a una declaración de guerra o, por el contrario, organizar militarmente a los voluntarios falangistas que se apiñaban a las puertas de las improvisadas oficinas de reclutamiento abiertas por su partido sin contar con el respaldo oficial. Fue el propio Serrano, que tenía trato continuo con Franco, el que indicó que eso sería ir demasiado lejos, haciendo un guiño a la prudencia metódica del dictador. Se descartó la declaración de guerra formal a la URSS debido al temor de un bloqueo aliado que agravase las ya difíciles condiciones de supervivencia de la población española, aquejada de una posguerra civil en medio de un mundo en guerra. Finalmente se decidió formar una división falangista con los voluntarios, aunque sometida a una plana mayor divisionaria —cuadro de oficiales y mandos— formada por militares profesionales, lo que permitió que el clima ideológico dentro de la unidad se mantuviera bajo la supervisión de los militares. El envío de los voluntarios exaltados tenía dos ventajas: por un lado, la responsabilidad y el coste económico de armar, equipar y alimentar a los hombres recaía en el ejército alemán; por otro, un ejército de voluntarios podía ser desligado de la posición diplomática del gobierno nacional, aunque entre los aliados no hubo nunca duda alguna sobre sus bendiciones. Sin embargo, la reacción aliada fue cauta: nuevamente, Londres jugó la "carta oculta" del anticomunismo, y mantuvo su apoyo material a Franco. De hecho, Londres controlaba totalmente el flujo de suministros de petróleo y carburante a España, que llegaban de varias compañías norteamericanas y británicas a través de sus puertos. Al frente de la llamada "división azul" —llamada así por el color del uniforme paramilitar de los falangistas— fue nombrado el general Agustín Muñoz Grandes, militar fiel a Franco que se había distinguido como un duro conductor de tropas de combate en los años de la guerra civil. Hitler llegó a tenerle cierta admiración, pues era un general próximo a sus soldados y con un marcado liderazgo: "en cualquier caso, hemos de promover tanto como podamos la popularidad del general Muñoz Grandes, que es un hombre enérgico, y por el ello el más adecuado para dominar la situación" —Hitler observaba la posibilidad de imponer un gobierno títere a España—. "Me alegra mucho que en el último momento se hayan frustrado las intrigas de Serrano Súñer y su camarilla para destituir del mando de la 'División Azul' a este general; pues la 'División Azul' bien puede volver a tener un papel decisivo, cuando llegue la hora de derribar a ese régimen dirigido por curas." [27]
Los que se enrolaron en la División Azul, ilusionados voluntarios en su mayoría, viajaron en tren por Francia y Alemania hacia su punto de concentración y entrenamiento, un campamento militar alemán situado en la localidad de Grafenwöhr. Cegados por la propaganda, los avances alemanes les parecían tan rápidos y decisivos que temían llegar tarde a la victoria, dada la confianza que existía en España sobre el poderío miliar alemán; sin embargo, pronto descubrirían que tal confianza era exagerada. [28] La realidad fue muy distinta: primero, tuvieron que renunciar a sus insignias nacionales y vestir el uniforme alemán; luego, prestar juramento de lealtad personal a Adolf Hitler, cuestión que muchos aceptaron sólo a regañadientes. Engañados por las imágenes de la propaganda, se imaginaron a sí mismos entrando en Rusia a bordo de moderno tanques y camiones; en su lugar, emprendieron la interminable marcha a pie y con carros de caballos que hicieron la mayor parte de las tropas alemanas en el frente del este. Sólo una pequeña parte del ejército alemán estaba motorizado, y muchos de los vehículos empleados por Alemania para la invasión de la URSS habían sido capturados en los países derrotados entre 1939 y 1941. La División Azul fue destinada, como 250ª División de Infantería, al grupo de ejércitos norte, alejado de las grandes acciones relámpago realizadas en el centro y el sur del frente alemán. La guerra que les esperaba era dura, estática, en un medio natural excepcionalmente frío, con muchos meses de invierno y nieve. Sin embargo, los españoles se desempeñaron bien en sus poco destacadas misiones de cobertura y apoyo a las divisiones alemanas en cuyo frente fueron desplegados. Formando parte del dispositivo de asedio alemán a la ciudad de Leningrado (act. San Petersburgo) fueron reconocidos como socios fiables y resistentes por los alemanes con los que compartieron las fatigas de la lucha frente a los soviéticos. [29] La División Azul rindió los frutos políticos, militares e ideológicos que se esperaban de ella; cuando el general Franco advirtió que la guerra comenzaba a decidirse en contra de Alemania y a favor de los Aliados, ordenó la disolución de la unidad y su repatriación. En sus algo más de dos años de existencia pasaron por ella unos 40.000 voluntarios españoles; tuvo unos 4.000 muertos y cerca de 8.500 heridos. De la experiencia directa del criminal dominio alemán sobre la población báltica y rusa, muchos españoles volvieron sabiendo cosas que no habían sospechado. La experiencia les sirvió para desencantarse de las promesas alemanas, y para recelar de un totalitarismo mucho más inhumano de lo que habían creído.
Hitler, que a partir de la invasión de Rusia se mostró más locuaz de lo habitual sobre sus propias opiniones y juicios, mostrando abiertamente sus curiosos aciertos y ridículos errores sobre la realidad de la guerra, no dejó de aportar su propia versión sobre los voluntarios españoles en una conversación mantenida con el general de las SS Joseph "Sepp" Dietrich en enero de 1942: "Considerados como tropa, los españoles son una banda de andrajosos. Para ellos el fusil es un instrumento que no necesita limpiarse. Entre los españoles, los centinelas no existen más que en teoría. Descuidan la vigilancia, no se les encuentra en sus puestos; y si los ocupan, se quedan dormidos en ellos. Si los atacan los rusos, son sus ayudantes indígenas los que tienen que despertarlos y dar la alarma. Pero los españoles no han cedido nunca una pulgada de terreno. No conozco soldados más impávidos y resistentes en la defensa. Apenas se protegen. Desafían a la muerte a pie firme. […] Extraordinariamente valientes, resisten todo tipo de privaciones sin quejas, pero son ferozmente indisciplinados […]". [30] Como en otras muchas cuestiones, Hitler fantaseaba y adaptaba la información que poseía a su particular visión de las cosas, teñida de prejuicios. En general, los españoles fueron bien valorados como combatientes por los generales alemanes, tendentes a menospreciar a las fuerzas de los países aliados que combatían con ellos en el frente ruso. Sus críticas, tan frecuentes como injustas, denigraron sistemáticamente a húngaros, rumanos e italianos; sin embargo, eslovacos, finlandeses y españoles merecieron su respeto.
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