Descargar

Los frágiles cimientos del presente (página 2)


Partes: 1, 2

 

La corrupción y la degradación que es para Nietzsche la enfermedad es lo posibilitante del extrañamiento del pensador respecto a la normalidad constituida en su época, es lo que posibilita que el filósofo pueda ser, tal como sostiene Nietzsche, la mala conciencia de su tiempo. Ahora bien, el filósofo puede ser la mala conciencia de su época en tanto que su mirada apunta a un futuro que el presente obstruye y niega: «el filósofo, en cuanto es un hombre necesario del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy.» Este abocamiento cuasi-utópico del filósofo al futuro es referido por Nietzsche mediante fórmulas ciertamente memorables. Se refiere a sí mismo y al tipo de pensadores por los que aboga como: «Nosotros los nuevos, los que no tienen nombre, los difíciles de entender, nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía». Los filósofos son de ese tipo de hombres «que saben que reflejan el futuro en su rostro».

¿Qué tipo de trabajo intelectual caracteriza al filósofo en el planteamiento de Nietzsche, un ser abocado a un futuro que ya despunta como una aurora inminente? A primera vista, y de una manera aparentemente paradójica, Nietzsche atribuye al intelectual contrario a su tiempo un trabajo subterráneo. Efectivamente, Nietzsche se refiere a sí mismo como alguien que ha «nacido para una existencia subterránea y combativa». Pero, ¿qué hace el filósofo en el subsuelo?, ¿en qué sentido es combativo su trabajo allá abajo? El magnífico texto con el que se abre el prólogo a Aurora, y que merece ser citado por entero, puede aclararnos algo acerca de esta cuestión: «Este libro es obra de un hombre subterráneo, de un hombre que taladra, que socava, que roe. Quien tenga los ojos acostumbrados a estas actividades subterráneas podrá ver con qué delicada inflexibilidad va avanzando lentamente el autor, sin que parezca afectarle el inconveniente que supone estar largo tiempo privado de aire y de luz. Hasta se podría pensar que le satisface este oscuro trabajo suyo. Cualquiera diría que le guía una determinada fe, que un cierto consuelo le compensa de su labor. Pero, ¿no será que quiere rodearse de una densa oscuridad que sea suya y nada más que suya, que trata de adueñarse de cosas incomprensibles, ocultas y enigmáticas, con la conciencia de que de ello surgirá su mañana, su propia redención, su propia aurora? Por supuesto que volverá a la superficie; no le preguntéis qué es lo que busca allá abajo; él mismo os lo dirá cuando vuelva a ser hombre ese Trofonio, ese sujeto de aspecto subterráneo. Y es que quienes, como él, han vivido a solas mucho tiempo llevando una existencia de topo, no pueden permanecer en silencio.» El pensador por tanto es un perforador, un cavador, un socavador; avanza lenta, serenamente, con suave determinación. Su trabajo es metódico, perseverante. Es un trabajo de topo. Pero, ¿cuál es el objetivo de su trabajo? «En suma, la obra que yo emprendí no es apta para todos. Descendí a lo profundo, y una vez allí me puse a horadar el suelo, y empecé a examinar y a socavar una vieja fe sobre la que, durante milenios, nuestros filósofos han tratado de edificar una y otra vez como si se tratara del más sólido de los terrenos, pese a que sus edificios se han ido viniendo abajo inexorablemente. Me puse a socavar, ¿comprendéis?, nuestra fe en la moral

El filósofo pretende socavar los cimientos aparentemente establecidos de manera firme sobre los que se sustenta el presente; en este caso, pretende socavar la fe en la moral platónico-cristiana como cemento universal incuestionado de una configuración histórica que más allá de una aparente pluralidad vive en un horizonte homogéneo fosilizado. La labor de topo del intelectual persigue la desfundamentación de lo aparentemente firme, la socavación de los cimientos sobre los que se asienta con una pretensión de absoluta seguridad la coyuntura actual. Ahora bien, ¿cómo practica esta desfundamentación de lo vigente?, ¿qué halla enterrado bajo estratos sedimentados desde antiguo?, ¿qué es aquello con lo que se encuentra y tiene el poder de movilizar y disolver la apariencia pétrea del presente?

II

Considero que el trabajo lento, metódico, de desfundamentación que Nietzsche atribuye al intelectual está vinculado al tipo de intervención epistémico-política que es la genealogía. Para comprender esto debe clarificarse evidentemente esta caracterización de la genealogía. Se trata de una intervención en tanto que el genealogista afronta la historia desde una determinada problemática, desde un determinado diagnóstico del presente que le impulsa a una aproximación a lo ocurrido interesada, nunca neutral. Su diagnóstico de la propia época actúa como horizonte constituyente de su perspectiva sobre el pasado y hace de su trabajo, por una parte, una aproximación activa sobre lo sucedido y, por otra, un movimiento de ida y vuelta: la aproximación sobre el pasado sólo tiene sentido en tanto que se consiga un efecto práctico sobre el presente.

Puede sostenerse que la genealogía es una intervención epistémica en tanto que responde expresamente a una exigencia planteada por Nietzsche, a saber: «necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquellos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron». La genealogía de la moral no es otra cosa que esto: una Entstehungsgeschichte (historia de la génesis) de los valores morales que por el hecho de mostrar esto, su historia, echa por tierra la concepción tradicional de los valores, a saber la consideración del «valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda», como algo que recibe consistencia e incuestionabilidad de su arraigo en un origen (Ursprung) metafísico fundamentador. En tanto que Entstehungsgeschichte la genealogía es historia de la génesis, del surgimiento, de la emergencia de algo. Es la historia de ese proceso de nacimiento por el que algo comienza a ser derivándose de algo distinto. En este sentido puede sostener Foucault que la emergencia [Entstehung] es «un no lugar, una pura distancia», pues lo que encuentra la genealogía al comienzo no es un fundamento firme, un substrato que sirve de sustento seguro (el origen metafísico) sino lo no venerable, lo que es incapaz de servir de base y legitimación. En la base de la genealogía estaría la tesis de que «todo origen de la moral, desde el momento en que no es venerable (…) se convierte en crítica». Por lo tanto, la genealogía es conocimiento de la génesis e historia de los valores, un conocimiento que disuelve el valor atribuido hasta ahora a los valores morales, es decir, la concepción de los valores como algo dado, real y efectivo. En la genealogía se alcanza una llamativa implicación mutua de conocimiento y praxis, pues el conocimiento genealógico conduce a la historización de lo que en el presente aparece como natural. Lo propio de la genealogía es un «espíritu histórico», un «instinto histórico» capaz de historizar lo que se presenta como incuestionable.

La genealogía, de esta forma, sería en el Nietzsche maduro la pervivencia en el plano histórico-social del proyecto del Nietzsche ilustrado de una disciplina cognoscitiva crítica que problematizara la forma común de experiencia apelando para ello a la historia. En Humano, demasiado humano se abogaba por un tipo de conocimiento crítico que, poniendo de manifiesto el carácter devenido del modo de experiencia humana en el marco del proceso histórico-evolutivo de antropogénesis, pusiera de relieve el carácter relativo a las necesidades prácticas de la especie de la experiencia de lo real según cosas estables e idénticas reguladas según leyes subsistentes. Relativizando de esta manera su validez, posibilitaba el ahondamiento, gracias a su metodología rigurosa, en la esencia dinámica de lo real, transcendiendo con ello el horizonte de error común a la forma natural e irreflexiva de experiencia colectiva de la especie. Ahora, en La genealogía de la moral, la forma de experiencia coagulada, fruto del encandilamiento ante un presente histórico que, en un supremo acto de dominio, reclama para sí la abolición de las categorías temporales, es disuelta precisamente sacando a la luz el velado contenido histórico de la objetividad social, que aniquila su pretensión de substantividad. La pretensión de la genealogía, como sostiene P. Veine, es disolver los «objetos naturales» en favor de las prácticas y relaciones que los constituyen y cuyo olvido los decanta como realidades cosificadas. Este poder historizador de la genealogía ha sido defendido como uno de los pilares importantes para la orientación crítica de las ciencias sociales. Las siguientes palabras de P. Bourdieu permiten reflexionar en qué medida Nietzsche alcanzó a establecer algunas de las condiciones del desarrollo de una ciencia social crítica: «La ciencia social, que está condenada a la ruptura crítica con las evidencias primeras, no dispone de mejor arma para llevar a cabo esa ruptura que la historización que permite neutralizar, en el orden de la teoría, por lo menos, los efectos de la naturalización y, en particular, la amnesia de la génesis individual y colectiva de un dato que se presenta con todas las apariencias de la naturaleza y exige ser aceptado sin discusiones (…). Sólo la crítica histórica, arma capital de la introspección, puede liberar al pensamiento de las imposiciones que se ejercen sobre él cuando, dejándose llevar por las rutinas del autómata, trata como si fueran cosas unas construcciones históricas cosificadas.»

III

La genealogía se presenta como un conocimiento que pretende ser metódico, por ello su color es «el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana». La genealogía está abocada de esta manera a la «efectiva historia de la moral». En coherencia con esto Nietzsche estrecha la ubicación de la genealogía en relación a las ciencias, sobre todo, llamativamente, a las ciencias naturales. Afirma explícitamente que el tipo de análisis crítico de la moral que pretende realizar la genealogía requiere de una mirada plural y rigurosa que sólo determinadas ciencias particulares pueden proporcionar. Si en Humano, demasiado humano la filosofía histórica no podía pensarse «separada de la ciencia natural», pues su trabajo se realiza a partir del «nivel actual de las ciencias particulares», en La genealogía de la moral se propone en relación a la cuestión del valor de la moral y la historia de la misma una aproximación pluridisciplinar, pues la complejidad y amplitud de tal cuestión «debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas». En concreto, es necesaria la aportación de «filólogos e historiadores», de «fisiólogos y médicos» y asimismo de los «filósofos de oficio», que deben mediar la relación «entre filosofía, fisiología y medicina». La genealogía se apoyaría en los resultados de esta aproximación pluridisciplinar desde diferentes ciencias a la moral considerada como problema. Por lo tanto, desde un primer momento puede reconocerse la voluntad de la genealogía por presentarse como conocimiento riguroso, cuyo objeto de conocimiento es lo realmente acaecido en la historia de la moral, lo comprobable y públicamente analizable. Un conocimiento que se presenta como analítica crítica que alcanza un elevado nivel de reflexividad sobre los resultados que una aproximación pluridisciplinar aporta sobre el problemático objeto denominable como «moral».

Esta apoyatura consciente en las ciencias particulares se corresponde con la pretensión de la genealogía de hacer uso de una «metodología más adecuada» que la que estructuraba las genealogías de la moral características de los psicólogos ingleses y que era compartida por el viejo compañero de trabajo teórico de Nietzsche que fue Paul Rée. Pues según Nietzsche a éstos les falta el «espíritu histórico (…) todos ellos piensan de una manera esencialmente a-histórica». La prueba de ello es que sostenían una continuidad esencial entre la causa, el origen de una valoración, una conducta o un código morales, y su finalidad. Así para Rée «la finalidad intimidatoria» es esencial, originaria a la pena, cuando lo cierto, según Nietzsche, es que «esa finalidad le fue agregada (…) más tarde, en determinadas circunstancias, y siempre como algo accesorio, algo sobreañadido». Nietzsche cuestiona así la idea de una continuidad esencial en la historia de los valores y defiende una concepción abiertamente discontinuista que se explicita en la idea de que el origen y la forma actual de algo, su causa y su finalidad son heterogéneos, lo cual se traduce en la distinción, fundamental para la genealogía, entre la materialidad de una práctica, de un hábito, y su sentido. Concretamente habla Nietzsche acerca de: «Dos tipos de causas que se confunden. –Me parece que uno de mis pasos y progresos más esenciales ha sido aprender a distinguir entre la causa de la acción y la causa de que la acción sea de tal o cual manera, de que apunte en una dirección o hacia un fin determinados.» Si la primera de estas causas es una fuerza largamente acumulada que se descarga en una acción, la segunda es en relación a aquélla una fuerza «completamente insignificante, un pequeño azar». Las finalidades, los objetivos de las acciones son «arbitrarios, casi indiferentes», sin embargo «se está habituado a ver en el fin la fuerza impulsora conforme a un antiquísimo error, cuando es sólo la fuerza directiva».

Ya se ha mencionado que uno de los reproches que Nietzsche efectúa sobre Rée es no haber distinguido entre procedencia [Herkunft] y la finalidad de la pena. En mitad del segundo tratado de La genealogía de la moral Nietzsche vuelve sobre esta cuestión. En un parágrafo importantísimo desde un punto de vista teórico, Nietzsche se refiere a la cuestión del «origen [Ursprung] y la finalidad de la pena –dos problemas que son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los confunde.» Y han caído ingenuamente en esta confusión los genealogistas de la moral existentes hasta el momento que «descubren en la pena una «finalidad» cualquiera, por ejemplo, la venganza o la intimidación, después colocan despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como causa fiendi [causa productiva] de la pena y –ya han acabado.» Sin embargo, para Nietzsche, la Entstehungsgeschichte que es la genealogía debe renunciar a tal papel explicativo concedido a la finalidad, pues se sostiene en una «metódica histórica» cuyo «punto de vista capital», el cual es el «principio más importante para toda especie de ciencia histórica», sostiene que «la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto coelo [totalmente] separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finalidad» anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados.»

La causa no se imprime sobre lo generado de manera indeleble determinando su forma y sentido permanentemente, no es algo que va desplegando su sentido plasmándose y madurando en la historia de la práctica o de una cosa en general. La historia de una cosa no remite a una identidad esencial que marca su nacimiento y su desarrollo hasta su forma actual. Desde la perspectiva de Nietzsche debe abandonarse tal concepción continuista de la historia. El conocimiento histórico propuesto por él según esta metódica atiende a las discontinuidades de la historia de la cosa, en concreto a la serie sucesiva de apropiaciones violentas de la misma por poderes diversos que han llevado a cabo sobre ella una reubicación en un marco distinto otorgándole una utilidad, una finalidad y un sentido diferentes: «todas las finalidades, todas las utilidades son sólo indicios de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se relevan de un modo meramente causal.» Se trata por tanto de un proceso de reinterpretación constante que implica que las interpretaciones pasadas, los sentidos anteriormente conferidos queden encubiertos, invisibles, bajo los estratos recientemente añadidos. Esto, como decimos, introduce un momento de discontinuidad esencial en la historia y nihiliza la noción clásica de progreso como desarrollo lógico hacia una meta: «El «desarrollo» [Entwicklung] de una cosa, de un uso, de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y brevísimo, conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes, -sino la sucesión de procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de reacción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el «sentido» lo es todavía más…»

Este «punto de vista capital de la metódica histórica» es antagónico de toda concepción teleológica de la historia. La historia no es sino «la sucesión de procesos de avasallamiento» sobre una cosa junto con «las resistencias» que se han puesto en juego contra tales violentaciones. Ningún sentido, ningún telos se plasma en la historia. La única causalidad histórica es la constituida por la diferente correlación de fuerzas entre los grupos enfrentados en el escenario social y que determina, en la realización efectiva de la confrontación, quién impone su régimen de dominio y se apropia de las prácticas socialmente vigentes imprimiéndoles un sentido funcional a tal régimen. Además de esa distinción entre causa y finalidad de una cosa, de una práctica, de una prescripción, Nietzsche distingue en la pena, como prototipo de las prácticas de tipo moral, «dos cosas: por un lado, lo relativamente duradero en la pena, el uso, el acto, el «drama», una cierta secuencia rigurosa de procedimientos; por otro lado, lo fluido en ella, el sentido, la finalidad, la expectativa vinculados a la ejecución de tales procedimientos.» Lo relativamente permanente en la práctica es el acto material mismo, el protocolo, la sucesión medida de acciones determinadas y codificadas. El «elemento fluido» es «su sentido», aquello aportado por cada régimen de poder que hace suya, que se asimila la práctica concreta. La tesis de Nietzsche es, «de acuerdo con el punto de vista capital de la metódica histórica que acabamos de exponer, que el procedimiento mismo será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización para la pena, que ésta última ha sido introducida posteriormente en la interpretación de aquél». El sentido es añadido a posteriori y de una manera completamente externa a la práctica, respecto a la cual es plenamente contingente. Nietzsche se esfuerza en «dar al menos una idea de cuán inseguro, cuán sobreañadido, cuán accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un mismo e idéntico procedimiento se puede utilizar, interpretar, reajustar para propósitos radicalmente distintos». Nietzsche, de esta forma, posibilita una distinción crítica entre la materialidad de una práctica y su sentido, el cual está vinculado a quién, qué perspectiva, qué tipo de fuerza, se ha asimilado la práctica en cuestión poniéndola a su servicio en un determinado contexto y en una problemática específica. El sentido de una práctica remite a quién la hace suya en una determinada situación, a qué finalidad la somete. Esto le permite a Nietzsche en principio sustentar una posición capaz de rescatar determinadas prácticas del uso que de ellas se ha realizado en la tradición platónico-cristiana emancipándolas del monopolio interpretativo que aquélla se atribuyó. Pero, de un modo más esencial, este sustento metodológico permite a Nietzsche reforzar una perspectiva analítica histórica capaz de percibir las profundas discontinuidades que marcan el decurso histórico aboliendo la idea de un progreso continuista. Se trata de una analítica apta para comprender en qué medida regímenes y dispositivos de poder han intervenido en la constitución de lo histórico y han conferido el carácter de evidencia a nuestro presente.

Este sustento metodológico posibilita que la genealogía, en su empeño en historizar lo indiscutible, acceda a su verdad reprimida, a una verdad que al ser rescatada provoca todo un «ruido endiablado», una verdad que respecto a lo sacralizado en el presente es una blasfemia. Esta verdad no es sino su historia. Gracias a su capacidad historizadora, conferida por su soporte metodológico, la genealogía ahonda realmente en verdades veladas que para el presente constituyen un escándalo. Efectivamente, Nietzsche desea que los genealogistas de la moral «sean en el fondo animales valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar todos sus deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral… Pues existen verdades tales.» El contenido de esta verdad obscena es la historia de los valores (y, en definitiva, la historia del presente) cuya sustancia consiste en el conflicto, en el desnudo antagonismo entre determinados grupos humanos que, al no estar decidido su resultado de antemano, confiere a la historia una discontinuidad esencial. De esta forma, los valores son reconocidos como materia dúctil al servicio de grupos humanos concretos en su confrontación con otros grupos en el marco de un proceso histórico constituido por la guerra, la explotación, las relaciones de dominio, la voluntad de poder, es decir, por una irracionalidad esencial que disuelve el carácter de realidades en sí atribuido a los valores morales. Esta irracionalidad constitutiva de la historia es la verdad sacada a la luz por la genealogía. Para Nietzsche, efectivamente, «en la Historia (…) la regla es la irracionalidad del azar».

IV

También he sostenido que la genealogía es una intervención epistémico-política. Ya se ha expuesto cuál es el punto de partida problemático de Nietzsche: los valores morales han sido concebidos por la moral platónico-cristiana como realidades objetivas, subsistentes, con existencia independiente de los individuos y, por tanto, como algo incuestionable. La sociedad moderna, heredera en lo esencial de la sociedad y cultura platónico-cristiana, pretende asentarse, utilizando tales valores como cimientos firmes, con una legitimidad absoluta, problematizando completamente la idea de un posible transcendimiento de sí misma. Afianzada en unos valores considerados eternos la sociedad moderna pretende ser la culminación intranscendible de una historia que conduciría inevitablemente a ella. Asentada sobre tales cimientos, la sociedad burguesa, fin en los dos sentidos de la historia, podría reconstruir todo el proceso histórico como conducente a su realización y por lo tanto como un proceso racional que en tanto que culmina en la sociedad vigente hace de ésta la identidad efectiva de realidad y razón. Es decir, marco hermético, intranscendible, en tanto que efectiva realización de toda posibilidad históricamente pensable.

En relación a esto el efecto de la genealogía es fundamentalmente político. Pues la verdad sacada a la luz por la genealogía, la irracionalidad constitutiva de la historia, desfundamenta de principio la pretensión del mundo burgués de ser identidad efectiva de realidad y racionalidad y hace de la historia un proceso carente de teleología, un proceso impulsado por el conflicto en relación al cual el presente es la realización de uno de los posibles que tal proceso contenía, realización efectuada en virtud de la particular correlación de fuerzas existente en un determinado momento histórico. La verdad rescatada por la genealogía tiene como efecto una desfundamentación radical de la sociedad moderna. Disuelve su carácter petrificado, su carácter cerrado. El efecto de la verdad de la genealogía es por tanto fluidificar, historizar el presente permitiendo la apertura de nuevas posibilidades transcendentes al mismo: abre el horizonte de posibles al pensar y actuar humanos. Este es el interés político esencial del genealogista que hace de su trabajo una auténtica intervención que aspira a tener un efecto práctico sobre los agentes abocados a una praxis aquí y ahora.

La verdad de la historia salvada por la genealogía abre una brecha en esa identidad entre realidad y racionalidad con la que el último Hegel había elevado al Estado burgués a encarnación de Dios en la tierra. Efectivamente, vuelve a abrir una cesura en la conciliación efectiva de lo real y lo racional con la que Hegel petrificó la dialéctica. Esa cesura, esa brecha, permite problematizar las posiciones apologistas respecto al presente y posibilita una percepción fluida del mismo, sensible a los factores dinámicos, las luchas no clausuradas, que lo constituyen. La irracionalidad constitutiva de la historia disuelve la falsa sustantividad del presente mostrándolo como frágil configuración sometida a un indomeñable devenir. Ciertamente, un devenir sin dirección prefijada, sin lógica predefinida. Pero la sustancia irracional sobre la que el mundo cristiano-burgués se sostiene como un durmiente «pendiente en sus sueños del lomo de un tigre», desborda, sobrepasa, como una desmesura incontrolable e inasimilable, tal marco, definido presuntamente de una vez por todas, que pretendía delimitar con la efectividad de un bisturí qué posibilidades históricas nos son siquiera imaginables. En la exhumación de tal verdad, el filósofo, en su labor de genealogista, alcanza un máximo antagonismo en relación a su época. El trabajo subterráneo de topo está, de esta forma, encauzado a la apertura de porvenir. Este escarbar bajo la acumulación de estratos que dan consistencia a nuestro hoy es una labor preñada de futuro. Efectivamente, este peculiar topo, como quería Nietzsche, refleja el futuro en su rostro.

V

Esta tesis, a saber, que la sociedad vigente se sustenta problemáticamente en un sustrato de irracionalidad que es incapaz de asimilar o eliminar y que nihiliza toda pretensión de sustantividad por su parte, constituye el momento, en el planteamiento de Nietzsche, de máxima crítica respecto al mundo moderno. En tanto que apunta al fundamento-desfundamentador de la sociedad moderna se autopercibe como una crítica radical. Pero, sin embargo, en esta misma pretensión de radicalidad reside el límite y la ambigüedad del posicionamiento crítico nietzscheano respecto a la sociedad existente. Pues, para Nietzsche, el hecho de que la verdad de la historia sea la irracionalidad de la voluntad de poder significa que la guerra, la explotación, las relaciones de dominio son la esencia inmodificable de la historia. En Más allá del bien y del mal podemos leer: «la vida es cabalmente voluntad de poder. En ningún otro punto, sin embargo, se resiste más que aquí a ser enseñada la consciencia de los europeos: hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales «el carácter explotador» desaparecerá: a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La «explotación» no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. -Suponiendo que como teoría esto sea una innovación, -como realidad es el hecho primordial de toda historia». En esta discusión, que apunta casi explícitamente contra el planteamiento de Marx, emerge lo que parece una clara inconsistencia de la posición de Nietzsche. Pues su estrategia en tanto que genealogista es historizar el presente y desfundamentar su pretensión de intranscendibilidad, es decir, de ser un marco eterno, permanente. De ahí que arremeta contra lo que servía de sustento a su cristalización: la existencia de unos valores eternos, inmutables, auténticos pilares, en sentido literal, de la tradición occidental y de la sociedad existente. Pero a lo que asistimos es que en tal historización del presente, tras la fluidificación de los valores, las formas institucionales, culturales y políticas, paradójicamente retorna como mismidad insuperable, como fondo parmenídeo, el hecho bruto y primordial de la explotación, la violencia, el dominio. Podría sostenerse que al devenir nietzscheano está íntimamente vinculado una insuficiente tematización de la historia, pues la afirmación de un devenir y un fluir históricos contra toda falsa sustantivación del presente es conjugado con una devaluación de lo histórico en tanto que éste aparece radicalmente limitado ante un fondo primordial no historizable: una violencia e irracionalidad originarias que el eterno devenir de formas no hace más que reproducir incesantemente. Efectivamente, para Nietzsche la voluntad de poder, en tanto que «carácter inteligible» del mundo, es la esencia profunda e inmodificable de la historia, y asume en su pensamiento ético y político una posición normativa. La genealogía estaría sometida así a un movimiento paradójico. Aplica una mirada historizadora sobre los valores morales que permite que dejen de ser percibidos como realidades consistentes y puedan ser constatados como productos históricos generados a partir del ámbito de los conflictos que estructuran las relaciones entre los grupos humanos antagónicos. Pero como substrato de todo este proceso que denominamos historia remite a una esencia de tipo metafísico que «se despliega en todo acontecer», hace inteligible lo histórico y constituye el acontecer originario de toda historia posible. La historia resulta así concebible como un proceso natural, un proceso sometido a la misma legalidad que impera en el mundo animal e inerte, a saber: «todo poder saca en cada instante su última consecuencia». Lo que podría ser entendido como constatación crítica de que la historia humana es, a pesar de las pretensiones de los legitimistas del presente, todavía mera prehistoria o una forma de historia natural, resulta en cambio en manos de Nietzsche una tesis apologista respecto a la irracionalidad existente. Pues tal caracterización de la historia humana como ámbito de despliegue de una voluntad de poder esencial sirve de base normativa para descalificar toda fórmula política democrática y aspirante a la generación de grados más altos de justicia social como nihilista, como contraria a la esencia de la vida y de lo real en su totalidad. «Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la explotación: (…) tan pronto como se quisiera extender ese principio e incluso considerarlo, en lo posible, como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría en seguida como lo que es: como voluntad de negación de la vida. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación».

Puede parecer problemático que se atribuya a Nietzsche la inconsistente posición de afianzar un fondo inmodificable, no historizable, como esencia de lo histórico, pues podría responderse que el pensador alemán concibe como esencia de la historia la voluntad de poder, es decir, algo esencialmente dinámico, que el mismo Nietzsche define como incesante tendencia a la autosuperación, a la creación de «unidades mayores de poder». Efectivamente, podría resultar llamativo que se critique a Nietzsche el postular como esencia inmodificable de lo real histórico su ser dinámico. La cuestión es más compleja que esta simple constatación, pues la esencia de lo histórico no es caracterizada por Nietzsche como mero devenir. Como se ha visto, la voluntad de poder posee en el planteamiento nietzscheano un contenido muy concreto: «en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no puede ser naturalmente «injusto» desde el momento en que la vida actúa esencialmente, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter.» Es este contenido no justificado atribuido a la voluntad de poder lo que constituye el núcleo natural, no historizable de la realidad histórica. Es lo que como una maldición retorna eternamente en lo histórico, lo que hace necesariamente de la historia en tanto que tal proceso natural, para una perspectiva que Nietzsche evidentemente no podría compartir, algo análogo a un infierno.

La voluntad de poder parece incluir en el planteamiento de Nietzsche dos momentos en principio antitéticos: por un lado, le es esencial, como se ha apuntado, la tendencia incesante a la autosuperación, a la generación de plasmaciones de sí cada vez más poderosas. Es propio de ella la actividad, el crecimiento, la expansión, el sobrepasamiento de cualquier obstáculo, de cualquier consolidación, que pueda suponer un encorsetamiento de su tendencia a devenir más poder. De manera que la mera conservación, la mera adaptación es contraria a la esencia de la voluntad de poder. Por otra parte, sin embargo, es constitutiva de la voluntad de poder (es su «función orgánica fundamental») el violentar, el despojar, el aniquilar y el hecho de la explotación. Todo ello aparece como lo permanente, como factor estático que se mantiene imperturbable frente a todo dinamismo. De esta incongruencia sólo podría librar al pensamiento de Nietzsche un intérprete versado en las artes interpretativas de la tradición hegeliana que fuera capaz de vislumbrar en esta contradicción el momento de verdad que posee un planteamiento que no sería sino la expresión del contenido esencial de la época (la de Nietzsche, la nuestra) de la que es fruto y a la que en definitiva piensa.

VI

La concepción esencializada de la voluntad de poder, substrato de la historia y del presente, es la raíz de la problemática ubicación política de Nietzsche y el sustento de la compatibilidad de algunas de sus propuestas con posiciones políticas calificables como salvajes. En esta cuestión Nietzsche no está a la altura de sus propias reflexiones anteriores. El último Nietzsche lamentablemente no se atuvo a la tesis con la que abría Humano, demasiado humano: «todo ha devenido; no hay datos eternos, lo mismo que no hay verdades absolutas. Por eso de ahora en adelante es necesario el filosofar histórico y con éste la virtud de la modestia.» De esta forma, la tarea de pensar con Nietzsche y hacer su pensamiento productivo para nuestro horizonte práctico pasa necesariamente por un inexorable trabajo de pensar contra Nietzsche volviendo contra él incluso resultados de su propia reflexión. Sostuvo Adorno que puede concebirse como la tarea esencial y más propia de la Ilustración la disolución de todo encantamiento, de todo fetichismo, que encadena a las conciencias a la fuerza mágica conferida bien a poderes externos al ser humano, o autonomizados de él, o bien a las propias relaciones sociales que sostienen una estructura social que somete a la mayoría de los seres humanos a una situación de indignidad material, intelectual y moral. Si se acepta esto, el trabajo crítico de Nietzsche contra la metafísica, la religión y la moral tradicional puede ser considerado como ejemplarmente ilustrado. Sin embargo, el pensamiento de Nietzsche cae en un postrero fetichismo: la instauración de la voluntad de poder como esencia originaria de la historia, la cual es en sus manos una instancia normativa antagónica respecto a toda categoría de universalidad que incluya también a los menos capacitados para la lucha por la autosuperación (o que simplemente renuncian a ella) como miembros de una comunidad regulada por criterios de justicia. Al dejar incólume ese núcleo mistificado de la historia que es la voluntad de poder, acaba frustrándose la historización del carácter hermético del presente y la apertura del horizonte de posibilidades que la genealogía pretendía. Con esta fetichización, el trabajo ilustrado nietzscheano, como diría Adorno, «comete sabotaje contra sí mismo».

El Nietzsche maduro no fue quizás enteramente desleal a la tarea de la filosofía propugnada por él en la cuarta Intempestiva (1876): «La cuestión más importante para toda filosofía me parece ser averiguar hasta qué punto las cosas tienen una forma y un carácter inmutable, para poder luego, cuando esta cuestión haya sido resuelta, perseguir con ardor a toda prueba el mejoramiento de lo que en este mundo es concebido como susceptible de cambio». Pero es muy posible que él mismo introdujera en el carácter inmutable de las cosas, en la esencia de la vida y del mundo, factores que poseen, según la irónica expresión del propio Nietzsche, un origen humano, demasiado humano.

 

José Manuel Romero Cuevas

Partes: 1, 2
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente