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Los pies del tiempo. Diez poemas cubanos (página 2)


Partes: 1, 2, 3

(1803-1839)

Nacido en Santiago de Cuba, con Heredia se inaugura una historia literaria de reconocidos méritos.

Considerado como nuestro Primer Poeta nacional y como uno de los iniciadores de la escuela romántica en América, el Cantor del Niágara, sufrió en carne propia las vejaciones del colonialismo español que lo llevaron al destierro, donde se extinguió su frágil corazón cuando sólo tenía 36 años de edad.

Autor de Poesías (1825), de numerosas traducciones y de obras teatrales, según Cintio Vitier en Heredia "el paisaje […] es una cierta unidad estética y sentimental creada por el alma [y en él] la palma, doncella de los campos […] cuajó como cifra de la isla".

NIAGARA

Templad mi lira, dádmela, que siento

En mi alma estremecida y agitada

Arder la inspiración. ¡Oh! ¡Cuánto tiempo

En tinieblas pasó, sin que mi frente

Brillase con su luz…! Niágara undoso,

Tu sublime terror sólo podría

Tornarse el don divino, que ensañada

Me robó del dolor la mano impía.

Torrente prodigioso, calma, calla

Tu trueno aterrador: disipa un tanto

Las tinieblas que en torno te circundan;

Déjame contemplar tu faz serena,

Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.

Yo digno soy de contemplarte: siempre

Lo común y mezquino desdeñando,

Ansié por lo pacífico y sublime.

Al despeñarse el huracán furioso,

Al retumbar sobre mi frente el rayo,

Palpitando gocé: vi al Oceano

Azotado por austro proceloso,

Combatir mi bajel, y ante mis plantas

Vórtice hirviendo abrir, y amé el peligro.

Más del mar la fiereza

En mi alma no produjo

La profunda impresión que tu grandeza.

Sereno corres, majestuoso; y luego

En ásperos peñascos quebrantado,

Te abalanzas violento, arrebatado,

Como el destino irresistible y ciego.

¿Qué voz humana describir podría

De la sirte rugiente

La aterradora faz? El alma mía

En vago pensamiento se confunde

Al mirar esa férvida corriente,

Que en vano quiere la turbada vista

En su vuelo seguir al borde oscuro

Del precipicio altísimo: mil olas,

Cual pensamiento rápidas pasando,

Chocan, y se enfurecen

Y otras mil y oras mil ya las alcanzan,

Y entre espuma y fragor desaparecen.

¡Ved! ¡Llegan, saltan! El abismo horrendo

Devora los torrentes despeñados:

Crúzanse en él mil iris, y asordados

Vuelven los bosques el fragor tremendo.

En las rígidas peñas

Rómpese el agua: vaporosa nube

Con clásica fuerza

Llena el abismo en torbellino sube,

Gira en torno, y al éter

Luminosa pirámide levanta,

Y por sobe los montes que le cercan

Al solitario cazador espanta.

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista

Con inútil afán? ¿Por qué no miro

Alrededor de tu caverna inmensa

Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,

Que en las llanuras de mi ardiente paria

Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,

Y al soplo de las brisas del Océano,

Bajo un cielo purísimo se mecen?

Este recuerdo a mi pesar me viene….

Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino

Ni otra corona que el agreste pino

A tu terrible majestad conviene.

La palma, y mirto, y delicada rosa,

Muelle placer inspiren y ocio blando

En frívolo jardín: a ti la suerte

Guardó más digno objeto, más sublime.

El alma libre, generosa, fuerte,

Viene, te ve, se asombra,

El mezquino deleite menosprecia,

Y aun se siente elevar cuando te nombra.

¡Omnipotente Dios! En otros climas

Vi monstruos execrables,

Blasfemando tu nombre sacrosanto,

Sembrar error y fanatismo impío,

Los campos inundar en sangre y llanto,

de hermanos atizar la infanda guerra,

Y desolar frenéticos la tierra.

Vilos, y el pecho se inflamó a su vista

En grave indignación. Por otra parte

Vi mentidos filósofos, que osaban

Escrutar tus misterios, ultrajarte,

Y de impiedad al lamentable abismo

A los míseros hombres arrastraban.

Por eso te buscó mi débil mente

En la sublime soledad: ahora

Entera se abre a ti; tu mano siente

En esta inmensidad que me circunda,

Y tu profunda voz hiere mi seno

De este raudal en el eterno trueno.

¡Asombroso torrente!

¡Cómo tu vista el ánimo enajena,

Y de terror y admiración me llena!

¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza

Por tantos siglos tu inexhausta fuente?

¿Qué poderosa mano

Hace que al recibirte

No rebose en la tierra el Océano?

Abrió el Señor su mano omnipotente;

Cubrió tu faz de nubes agitadas,

Dio su voz a tus aguas despeñadas,

Y ornó con su arco tu terrible frente.

¡Ciego, profundo, infatigable corres,

Como el torrente oscuro de los siglos

En insondable eternidad…! ¡Al hombre

Huyen así las ilusiones gratas,

Los florecientes días,

Y despierta al dolor…! ¡Ay! agostada

Yace mi juventud; mi faz, marchita;

Y la profunda pena que me agita

Ruga mi frente, de dolor nublada.

Nunca tanto sentí como este día

Mi soledad y mísero abandono

Y lamentable desamor…¿Podría

En edad borrascosa

Sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa

Mi cariño fijase,

Y de este abismo al borde turbulento

Mi vago pensamiento

Y ardiente admiración acompañase!

¡Cómo gozara, viéndola cubrirse

De leve palidez, y ser más bella

En su dulce terror, y sonreírse

Al sostenerla mis amantes brazos…!

¡Delirios de virtud…! ¡Ay! ¡Desterrado,

Sin patria, sin amores,

Sólo miro ante mí llanto y dolores!

¡Niágara poderoso!

¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años

Ya devorado hará al tumba fría

A tu débil cantor. ¡Duren mis versos

Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso

Viéndote algún viajero,

Dar un suspiro a la memoria mía!

Y al abismarse Febo en occidente,

Feliz yo vuele do el Señor me llama,

Y al escuchar los ecos de mi fama,

Alce en las nubes la radiosa frente.

Junio de 1824.

José Martí Pérez

(La Habana, 1853-Dos Ríos, 1895)

En Martí se resumen las mayores aspiraciones de la Isla del siglo XIX.

Poeta excepcional, novelista, dramaturgo, orador por naturaleza, perio-dista, pensador; el Delegado del Partido Revolucionario Cubano concibió una obra impresionante que lo sitúa entre los creadores más trascen-dentales de las letras hispanoamericanas.

Entrañable conocedor del continente, padeció desde la adolescencia la tortura del presidio por oponerse a la metrópoli, y dedicó su vida a or-ganizar la Revolución que, en 1895 sufriría el golpe de su muerte.

Considerado como el gran precursor del modernismo en nuestras tierras, Martí revolucionó el pensamiento de su época y mostró un sinnúmero de posibilidades para el futuro americano.

Publicó: El presidio político en Cuba (1871) Ismaelillo (1882); Versos sencillos (1891), entre otros.

CANTO DE OTOÑO

Bien; ¡ya lo sé! La Muerte está sentada

A mis umbrales: cautelosa viene,

Porque sus llantos y su amor no apronten

En mi defensa, cuando lejos viven

Padres e hijo. Al retornar ceñudo

De mi estéril labor, triste y oscura,

Con que a mi casa del invierno abrigo,

De pie sobre las hojas amarillas,

En la mano fatal la flor del sueño,

La negra toca en alas rematada,

Ávido el rostro, trémulo la miro

Cada tarde aguardándome a mi puerta.

¡En mi hijo pienso, y de la dama oscura

Huyo sin fuerzas, devorado el pecho

De un frenético amor! ¡Mujer más bella

No hay que la Muerte! ¡Por un beso suyo

Bosques espesos de laureles varios,

Y las adelfas del amor, y el gozo

De remembrarme mis niñeces diera!

… Pienso en aquel a quien mi amor culpable

Trajo a vivir, y, sollozando, esquivo

De mi amada los brazos; mas ya gozo

De la aurora perenne el bien seguro.

¡Oh, vida, adiós! Quien va a morir, va muerto.

¡Oh, duelos con la sombra! ¡Oh, pobladores

Ocultos del espacio! ¡Oh, formidables

Gigantes que a los vivos azorados

Mueven, dirigen, postran, precipitan!

¡Oh, cónclave de jueces, blandos sólo

A la virtud, que en nube tenebrosa,

En grueso manto de oro recogidos,

Y duros como peña, aguardan torvos

A que al volver de la batalla rindan

-Como el frutal sus frutos—

De sus obras de paz los hombres cuentan,

De sus divinas alas!… ¡De los nuevos

Árboles que sembraron, de las tristes

Lágrimas que enjugaron, de las fosas

Que a los tigres y víboras abrieron,

Y de las fortalezas eminentes

Que al amor de los hombres levantaron!

¡Ésta es la dama, el rey, la patria, el premio

Apetecido, la arrogante mora

Que a su brusco señor cautiva espera

Llorando en la desierta barbacana!

Éste el santo Salem, éste el Sepulcro

De los hombres modernos. ¡No se vierta

Más sangre que la propia! ¡No se bata

Sino al que odie al amor! ¡Únjanse presto

Soldados del amor los hombres todos!

¡La tierra entera marcha a la conquista

De este rey y señor, que guarda el cielo!

… ¡Viles! El que es traidor a sus deberes,

Muere como un traidor, del golpe propio

De su arma ociosa el pecho atravesado!

¡Ved que no acaba el drama de la vida

En esta parte oscura! ¡Ved que luego

Tras la losa de mármol o la blanda

Cortina de humo y césped se reanuda

El drama portentoso! ¡y ved, oh viles,

Que los buenos, los tristes, los burlados,

Serán en la otra parte burladores!

Otros de lirio y sangre se alimenten:

¡Yo no! i yo no! Los lóbregos espacios

Rasgué desde mi infancia con los tristes

Penetradores ojos: el misterio

En una hora feliz de sueño acaso

De los jueces así, y amé la vida

Porque del doloroso mal me salva

De volverla a vivir. Alegremente

El peso eché del infortunio al hombro:

Porque el que en huelga y regocijo vive

Y huye el dolor, y esquiva las sabrosas

Penas de la virtud, irá confuso

Del frío y torvo juez a la sentencia,

Cual soldado cobarde que en herrumbre

Dejó las nobles armas; iy los jueces

No en su dosel lo ampararán, no en brazos

Lo encumbrarán, mas lo echarán altivos

A odiar, a amar y batallar de nuevo

En la fogosa sofocante arena!

¡Oh! ¿qué mortal que se asomó a la vida

Vivir de nuevo quiere?

Puede ansiosa

La Muerte, pues, de pie en las hojas secas,

Esperarme a mi umbral con cada turbia

Tarde de Otoño, y silenciosa puede

Irme tejiendo con helados copos

Mi manto funeral.

No di al olvido

Las armas del amor: no de otra púrpura

Vestí que de mi sangre. Abre los brazos,

Listo estoy, madre Muerte: ¡al juez me lleva!

¡Hijo!… ¿Qué imagen miro? ¡qué llorosa

Visión rompe la sombra, y blandamente

Como con luz de estrella la ilumina?

¡Hijo!… ¡qué me demandan tus abiertos

Brazos? ¿A qué descubres tu afligido

Pecho? ¿Por qué me muestras tus desnudos

Pies, aún no heridos, y las blancas manos

Vuelves a mí, tristísimo gimiendo?…

¡Cesa! ¡calla! ¡reposa! ¡vive! ¡El padre

No ha de morir hasta que a la ardua lucha

Rico de todas armas lance al hijo!

iVen, oh mi hijuelo, y que tus alas blancas

De los abrazos de la Muerte oscura

Y de su manto funeral me libren!

Nueva York, 1882

Julián del Casal

(LA HABANA, 1863-1893)

Como una sombra terriblemente apresurada y triste, transcurrió la vida de autor de Hojas al viento (1890) y Nieve (1892), la voz más alta del modernismo en Cuba, un habanero frágil que entabló amistad con aquel nicaragüense precoz y luminoso que se llamó Rubén Darío.

La poesía de Casal, espíritu vibrante y abatido, trascendió las ninfas, vírgenes y princesas mallarmeanas o las cuitadas y malévolas flores de Baudelaire, con su alma nihilista pero dueña irrevocable de la posteridad.

De él escribió Lezama, en su famosa "Oda a Julián del Casal" que "su tos alegre sigue ordenando el ritmo de nuestra crecida vegetal/ al extenderse dormido" y José Martí: "¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y sincero. Las mujeres lo lloran."

NIHILISMO

Voz inefable que a mi estancia llega

en medio de las sombras de la noche,

por arrastrarme hacia la vida brega

con las dulces cadencias del reproche.

Yo la escucho vibrar en mis oídos,

como al pie de olorosa enredadera

los gorjeos que salen de los nidos

indiferente escucha herida fiera.

¿A qué llamarme al campo del combate

con la promesa de futuros bienes,

si ya mi corazón por nada late

ni oigo la idea martillar mis sienes?

Reservad los laureles de la fama

para aquellos que fueron mis hermanos;

yo, cual fruto caído de la rama,

aguardo los famélicos gusanos.

Nadie extrañe mis ásperas querellas:

mi vida, atormentada de rigores,

es un cielo que nunca tuvo estrellas,

es un árbol que nunca tuvo flores.

De todo lo que he amado en este mundo

guardo, como perenne recompensa,

dentro del corazón, tedio profundo,

dentro del pensamiento, sombra densa.

Amor, patria, familia, gloria, rango,

sueños de calurosa fantasía,

cual nelumbios abiertos entre el fango

sólo vivisteis en mi alma un día.

Hacia país desconocido abordo

por el embozo del desdén cubierto:

para todo gemido estoy ya sordo,

para toda sonrisa estoy ya muerto.

Siempre el destino mi labor humilla

o en males deja mi ambición trocada:

donde arroja mi mano una semilla

brota luego una flor emponzoñada.

Ni en retornar la vista hacia el pasado

goce encuentra mi espíritu abatido:

yo no quiero gozar como he gozado,

yo no quiero sufrir como he sufrido.

Nada del porvenir a mi alma asombra

y nada del presente juzgo bueno;

si miro al horizonte, todo es sombra,

si me inclina a la tierra, todo es cieno.

Y nunca alcanzaré en mi desventura

lo que un día mi alma ansiosa quiso:

después de atravesar la selva oscura

Beatriz no ha de mostrarme el Paraíso.

Ansias de aniquilarme sólo siento

o de vivir en mi eternal pobreza

con mi fiel compañero, el descontento,

y mi pálida novia, la tristeza.

Publicado en 1893.

Emilio Ballagas

(Camagüey, l908—La Habana, l954)

Escasos poetas nuestros han concebido una obra tan sincera como el camagüeyano Emilio Ballagas.

A pesar de que hoy advertimos en su poesía vericuetos frágiles vinculados con la evolución de su pensamiento –que no fue del todo coherente en relación con sus inclinaciones temáticas-, nadie puede excluir de las antologías de poesía "moderna" del siglo XX, al autor de Sabor eterno (1939).

Incansable buscador de perfecciones, hasta en sus versos amatorios emergen la tristeza y el pesimismo de quien estaba condenado a a la ebriedad de un sueño del que no podría evadirse jamás.

Dueño de una sustancial bibliografía en la que se incluyen: Júbilo y fuga (1931); Blancolvido (1932); Cuaderno de poesía negra (1934); Nuestra Señora del Mar (1943), Cielo en rehenes (1951), entre otros; Ballagas conoció y dominó las estrofas tradicionales y publicó numerosos artículos y ensayos en revistas cubanas y extranjeras.

NOCTURNO Y ELEGÍA

Si pregunta por mí, traza en el suelo

una cruz de silencio y de ceniza

sobre el impuro nombre que padezco.

Si pegunta por mí, di que me he muerto

y que me pudro bajo las hormigas.

Dile que soy la rama de un naranjo,

la sencilla veleta de una torre.

No le digas que lloro todavía

acariciando el hueco de su ausencia

donde su ciega estatua quedó impresa

siempre al acecho de que el cuerpo vuelva.

La carne es un laurel que canta y sufre

y yo en vano esperé bajo su sombra.

Ya es tarde. Soy un mudo pececillo.

Si pregunta por mí dale estos ojos,

estas grises palabras, estos dedos;

y la gota de sangre en el pañuelo.

Dile que me he perdido, que me he vuelto

una oscura perdiz, un falso anillo

a una orilla de juncos olvidados:

dile que voy del azafrán al lirio.

Dile que quise perpetuar sus labios,

habitar el palacio de su frente.

Navegar una noche en sus cabellos.

Aprender el color de sus pupilas

y apagarse en su pecho suavemente,

nocturnamente hundido, aletargado

en un rumor de venas y sordina.

Ahora no puedo ver aunque suplique

el cuerpo que vestí de mi cariño.

Me he vuelto una rosada caracola,

me quedé fijo, roto, desprendido.

Y si dudáis de mí creed al viento,

mirad al norte, preguntad al cielo.

Y os dirán si os espero o si anochezco.

¡Ah! Si pregunta dile lo que sabes.

De mí hablarán un día los olivos

cuando yo sea el ojo de la luna,

impar sobre la frente de la noche,

adivinando conchas de la arena,

el ruiseñor suspenso de un lucero

y el hipnótico amor de las mareas.

Es verdad que estoy triste, pero tengo

sembrada una sonrisa en el tomillo,

otra sonrisa la escondí en Saturno

y he perdido la otra no sé dónde.

Mejor será que espere a medianoche,

al extraviado olor de los jazmines,

y a la vigilia del tejado, fría.

No me recuerdes su entregada sangre

ni que yo puse espinas y gusanos

a morder su amistad de nube y brisa.

No soy el ogro que escupió en agua

ni el que un cansado amor paga en monedas.

¡No soy el que frecuenta aquella casa

presidida por una sanguijuela!

(Allí se va con un ramo de lirios

a que lo estruje un ángel de alas turbias.)

No soy el que traiciona a las palomas,

a los niños, a las constelaciones…

Soy una verde voz desamparada

que su inocencia busca y solicita

con dulce silbo de pastor herido.

Soy un árbol, la punta de una aguja,

un alto gesto ecuestre en equilibrio;

la golondrina en cruz, el aceitado

vuelo de un búho, el susto de una ardilla.

Soy todo, menos eso que dibuja

un índice con cieno en las paredes

de los burdeles y los cementerios.

Todo, menos aquello que se oculta

bajo una seca máscara de esparto.

Todo, menos la carne que procura

voluptuosos anillos de serpiente

ciñendo en espiral viscosa y lenta.

Soy lo que me destines, lo que inventes

para enterrar mi llanto en la neblina.

Si pregunta por mí, dile que habito

en la hoja del acanto y de la acacia.

O dile, si prefieres, que me he muerto.

Dale el suspiro mío, mi pañuelo;

mi fantasma en la nave del espejo.

Tal vez me llore en el laurel o busque

mi recuerdo en la forma de una estrella.

José Lezama Lima

(La Habana, 1910-Id., 1976)

Entre las de los intelectuales cubanos del siglo XX la obra de Leza-ma es la que mejor recoge los aportes de la cultura universal.

Según palabras del ensayista Jorge Luis Arcos, el poeta "comprende a la poesía como una unidad superior, según su estética trascen-dentalista, y según la capacidad religadota –analógica y anagógica- de la imagen poética". Creó un sistema poético del mundo para, de este modo, "acceder a una comprensión unitaria, totalizadora, del uni-verso, que aunara lo mismo lo conocido y lo desconocido, lo inma-nente y lo intrascendente, el fenómeno y la esencia".

Entre los libros más importantes que publicó Lezama se encuentran:

Muerte de Narciso (1937); (Enemigo rumor (1941); Dador (1960); Paradiso (1966) y La cantidad hechizada (1970).

MUERTE DE NARCISO

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,

envolviendo los labios que pasaban

entre labios y vuelos desligados.

la mano o el labio o el pájaro nevaban.

Era el círculo en nieve que se abría.

Mano era sin sangre la seda que borraba

la perfección que muere de rodillas

y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba

la frente que se abría en loto húmedo.

En chillido sin fin se abría la floresta

al airado redoble en flecha y muerte.

¿No se apresura tal vez su fría mirada

sobre la garza real y el frío tan débil

del poniente, grito que ayuda la fuga

del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.

El espejo se olvidas del sonido y de la noche

y su puerta al cambiante pontífice entreabre.

Máscara y río, grito de los sueños.

Frío muerto y cabellera desterrada del aire

que la crea, del aire que le miente son

de vida arrastrada a la nube y a la abierta

boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho solo blanda,

olvidada por un aliento que olvida y desentraña.

Olvidado papel, fresco agujero al corazón

saltante se apresura y la sonrisa al caracol.

La mano que por el aire líneas impulsaba,

seca, sonrisas caminando por la nieve.

Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol

enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,

aguardan la señal de una mustia hoja de oro,

alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.

Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas

islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.

El río en la suma de sus ojos anunciaba

lo que pesa la luna e sus espaldas y el aliento que en

halo convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,

arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.

Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.

Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado:

los dedos en inmóvil calendario y el hastío e su tronco cejijunto.

Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira

por espaldas que nunca me preguntan, en veneno

que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla

y como la fresa respira hilando su cristal,

así el otoño en que su labio muere, así el granizo

en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,

que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago

le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.

La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa

extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.

¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles;

que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?

¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?

ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,

los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo, y la doncella.

Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,

forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona

sumergida.

Triste recorre –curva ceñida en ceniciento airón-

el espacio que manos desalojan, timbre ausente

y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.

Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas

batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.

Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.

Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso

atlas.

Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago

en sus venas.

Ahogadas cintas mudo al labio las ofrece.

Orientales cestillos cuelan agua de luna.

Los más dormidos son los que más se apresuran,

se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre

frentes y garfios.

Estirado mármol como un río que curva o aprisiona

los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.

Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma

y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.

Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.

Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube

que es espejo.

Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas

en su cárcel sin sed se destacan los brazos,

no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos

confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran

al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan

los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.

Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente

a su sonido

en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados.

Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.

Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno

tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,

despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,

guiados por la paloma que sin ojos chilla,

que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.

Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido

el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.

Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica

destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.

La nieve que en los sistros no penetra, arguye

en hojas, recta destroza vidrio en el oído,

nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,

huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados.

Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,

donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea.

Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado

que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado

son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.

Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles,

labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas.

Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo

de palomas

ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.

Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,

espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto

no ofreciendo.

Chillidos frustrados en la nieve, el secreto en geranio convertido.

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,

abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen

a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.

Húmedos labios no e la concha que busca recto hilo,

esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden

al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,

busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.

Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa

en su costado.

Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,

que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.

Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas .

Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.

así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.

1937

Virgilio Piñera

(Cárdenas, 1912-La Habana, 1979)

Dramaturgo, narrador, poeta; Virgilio Piñera fue una de las figuras principales del Grupo Orígenes.

Nacido en Matanzas, se estableció en La Habana en 1938 y fundó, en 1942, la revista Poeta.

Viajó por América del Sur, Estados Unidos y Europa.

Su obra, incisiva e irónica como su carácter, recoge títulos como: Las furias (1941); El conflicto (1942); Poesía y prosa (1944); La carne de René (1952); Cuentos fríos (1956); Aire frío (1959); Teatro completo (1960), entre otros.

En 1968 obtuvo el Premio Casa de las Américas con su pieza teatral Dos viejos pánicos.

Es considerado como el padre de los dramaturgos cubanos. "Creador de talla universal, con una peculiar concepción del hombre y su mundo, en posesión de una cultura vasta, de portentosa imaginación y aguzado sentido del humor", según Cintio Vitier.

El sujeto lírico de Virgilio Piñera ofrece una profunda visión de lo cu-bano.

LA ISLA EN PESO

La maldita circunstancia del agua por todas partes

me obliga a sentarme en la mesa del café.

Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer

hubiera podido dormir a pierna suelta.

Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar

doce personas morían en un cuarto por comprensión.

Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua

en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,

me acostumbro al hedor del puerto,

me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,

noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de

los peces

Una taza de café no puede alejar mi idea fija,

en otro tiempo yo vivía adánicamente.

¿Qué trajo la metamorfosis?

La eterna miseria que es el acto de recordar.

Si tú pudieras formar de nuevo aquellas combinaciones,

devolviéndome el país sin el agua,

me la bebería toda para escupir al cielo.

Pero he visto la música detenida en las caderas,

he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus cabezas.

Hay que saltar del lecho con la firme convicción

de que tus dientes han crecido,

de que tu corazón te saldrá por la boca.

Aún flota en los arrecifes el uniforme del marinero ahogado.

Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar para desangrarlo.

Me he puesto a pescar esponjas frenéticamente,

esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la última gota de

agua

y vivir secamente.

Esta noche he llorado al conocer a una anciana

que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua por todas partes.

Hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.

El perfume de la piña puede detener un pájaro.

Los once mulatos se disputaban el fruto,

los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.

He dado las últimas instrucciones.

Todos nos hemos desnudado.

Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la virgen bárbara,

cuando regaban ron por el suelo y los pies parecían lanzas,

justamente cuando un cuerpo en el lecho podría parecer impúdico,

justamente en el momento en que nadie cree en Dios.

Los primeros acordes y la antigüedad de este mundo:

hieráticamente una negra y una blanca y el líquido al saltar.

Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos.

Es en este país donde no hay animales salvajes.

Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo las yeguas,

Pienso en el desconocido son del areíto

desaparecido para toda la eternidad,

ciertamente debo esforzarme a fin de poner en claro

el primer contacto carnal en este país, y el primer muerto.

Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.

Solamente el europeo leía las meditaciones cartesianas.

El baile y la isla rodeada de agua por todas partes:

plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de albahaca, semillas

de aguacate.

La nueva solemnidad de esta isla.

¡País mío, tan joven, no sabes definir!

¿Quién puede reír sobre esta roca fúnebre de los sacrificios de gallos?

Los dulces ñáñigos bajan sus puñales acompasadamente.

Como una guanábana un corazón puede ser traspasado sin cometer

crimen,

sin embargo el bello aire se aleja de los palmares.

Una mano en el tres puede traer todo el siniestro color de los caimitos

más lustrosos que un espejo en el relente,

sin embargo el bello aire se aleja de los palmares,

si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la música.

Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba embarazada.

¿Quién puede reír sobre esta roca de los sacrificios de gallos?

¿Quién se tiene a sí mismo cuando las claves chocan?

¿Quién desdeña ahogarse en la indefinible llamarada del flamboyán?

La sangre adolescente bebemos en las pulidas jícaras.

Ahora no pasa un tigre sino su descripción.

Las blancas dentaduras perforando la noche,

y también los famélicos dientes de los chinos esperando el desayuno

después de la doctrina cristiana.

Todavía puede esta gente salvarse del cielo,

pues al compás de los himnos las doncellas agitan diestramente

los falos de los hombres.

La impetuosa ola invade el extenso salón de las genuflexiones.

Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en agradecer,

testimoniar.

La santidad se desinfla en una carcajada.

Sean los caóticos símbolos del amor los primeros que palpe,

afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la caricia francesa,

desconocemos el perfecto gozador y la mujer pulpo,

desconocemos los espejos estratégicos,

no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne,

desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas mortales

elegancias.

Los cuerpos en la misteriosa llovizna tropical,

en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en la llovizna,

los cuerpos abriendo sus millones de ojos,

los cuerpos, dominados por la luz, se repliegan

ante el asesinato de la piel,

los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como girasoles

de fuego

encima de las aguas estáticas,

los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados derivan hacia

mar.

Es la confusión, es el terror, es la abundancia,

es la virginidad que comienza a perderse.

Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón,

y escalo el árbol más alto para caer como un fruto.

Nada podría detener este cuerpo destinado a los cascos

de los caballos

turbadoramente cogido entre la poesía y el sol.

Escolto bravamente el corazón traspasado,

clavo el estilete más agudo en la nuca de los durmientes.

El trópico salta y su chorro invade mi cabeza

pegada duramente contra la costra de la noche.

La piedad original de las auríferas arenas

ahoga sonoramente las yeguas españolas,

la tromba desordena las crines más oblicuas.

No puedo mirar con estos ojos dilatados.

Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un cuerpo.

Es la espantosa confusión de una mano en lo verde,

los estranguladores viajando en la franja del iris.

No sabría poblar de miradas el solitario curso del amor.

Me detengo en ciertas palabras tradicionales:

el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,

con cierto ademán, apenas si onomatopéyicamente,

titánicamente paso por encima de su música,

y digo: el agua, el mediodía, el azúcar, el humo.

Yo combino:

el aguacero pega en el lomo de los caballos,

la siesta atada a la cola de un caballo,

el cañaveral devorando a los caballos,

los caballos perdiéndose sigilosamente

en la peligrosa emanación del tabaco,

el último gesto de los siboneyes mientras el humo pasa por la horquilla

como la carreta de la muerte,

el último ademán de los siboneyes,

y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y hacerme una historia.

Los pueblos y sus historias en boca de todo el pueblo.

De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la boca

de uno de los narradores,

y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el bongó.

La vieja tristeza de Cadmo y su perdido prestigio:

en una isla tropical los últimos glóbulos rojos de un dragón

tiñen con imperial dignidad el manto de una decadencia.

Las historias eternas frente a la historia de una vez del sol,

las eternas historias de estas tierras paridoras de bufones y cotorras,

las eternas historias de los negros que fueron,

y de los blancos que no fueron,

o al revés o como os parezca mejor,

las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas, azules,

—toda la gama cromática reventando encima de mi cabeza

en llamas—

la eterna historia de la cínica sonrisa del europeo

llegado para apretar las tetas de mi madre.

El horroroso paseo circular,

el tenebroso juego de los pies sobre la arena circular,

el envenado movimiento del talón que rehuye el abanico del erizo,

los siniestros manglares, como un cinturón canceroso,

dan vuelta a la isla,

los manglares y la fétida arena

aprietan los riñones de los moradores de la isla.

Sólo se eleva un flamenco absolutamente.

¡Nadie puede salir, nadie puede salir!

La vida del embudo y encima la nata de la rabia.

Nadie puede salir:

el tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto.

Nadie puede salir:

una uva caleta cae en la frente de la criolla

que se abanica lánguidamente en una mecedora,

y "nadie puede salir" termina espantosamente en el choque

de las claves.

Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,

cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento

nutridor,

cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,

cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol

se acostumbra,

cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua

del mar, pero como el caballo del barón de Munchausen,

la arroja patéticamente por su cuarto trasero,

cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar

los bordes de la isla más bella del mundo,

cada hombre tratando de echar a andar a la bestia cruzada

de cocuyos.

Pero la bestia es perezosa como un bello macho

y terca como una hembra primitiva.

Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro momentos

caóticos,

los cuatro momentos en que se la puede contemplar

—con la cabeza metida entre sus patas— escrutando el horizonte

con su ojo atroz,

los cuatro momentos en que se abre el cáncer:

madrugada, mediodía, crepúsculo y noche.

Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean su espalda

hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas pulsadas

diestramente.

En este momento, como una sábana o como un pabellón de tregua,

podría

desplegarse un agradable misterio,

pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados sones,

y la monotonía invade el envolvente túnel de las hojas.

El rastro luminoso de un sueño mal parido,

un carnaval que empieza con el canto del gallo,

la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo de la sabana,

cada palma derramándose insolentemente en un verde juego

de aguas,

perforan, con un triángulo incandescente, el pecho de los primeros

aguadores,

y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida

por un gallo.

Es la hora terrible.

Los devoradores de neblina se evaporan

hacia la parte más baja de la ciénaga,

y un caimán los pasa dulcemente a ojo.

Es la hora terrible.

La última salida de la luz de Yara

empuja a los caballos contra el fango.

Es la hora terrible.

Como un bólido la espantosa gallina cae,

y todo el mundo toma su café.

¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan triste?

Las faenas del día se enroscan al cuello de los hombres

mientras la leche cae desesperadamente.

¿Qué puede el sol en un pueblo tan triste?

Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros en el monte,

la tristísimo iguana salta barrocamente en un caño de sangre,

los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se van

ensombreciendo

hasta adquirir el tinte de un subterráneo egipcio.

¿Quién puede esperar clemencia en esta hora?

Confusamente un pueblo escapa de su propia piel

adormeciéndose con la claridad,

la fulminante droga que puede iniciar un sueño mortal

en los bellos ojos de hombres y mujeres,

en los inmensos y tenebrosos ojos de estas gentes

por los cuales la piel entra a no sé qué extraños ritos.

La piel, en esta hora, se extiende como un arrecife

y muerde su propia limitación,

la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca cebada,

la piel trata de tapar su claridad con pencas de palma,

con yaguas traídas distraídamente por el viento,

la piel se tapa furiosamente con cotorras y pitahayas,

absurdamente se tapa con sombrías hojas de tabaco

y con restos de leyendas tenebrosas,

y cuando la piel no es sino una bola oscura,

la espantosa gallina pone un huevo blanquísimo.

¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!

Pero la claridad avanza, invade

perversamente, oblicuamente, perpendicularmente,

la claridad es una enorme ventosa que chupa la sombra,

y las manos van lentamente hacia los ojos.

Los secretos más inconfesables son dichos:

la claridad mueve las lenguas,

la claridad mueve los brazos,

la claridad se precipita sobre un frutero de guayabas,

la claridad se precipita sobre los negros y los blancos,

la claridad se golpea a sí misma,

va de uno a otro lado convulsivamente,

empieza a estallar, a reventar, a rajarse,

la claridad empieza a parir claridad.

Son las doce del día.

Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste.

Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles,

y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre

aguas metálicas.

En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido,

ni levantar una mano para acariciar un seno;

en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas

preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos

o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla.

Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba,

los oídos obturados por el tapón de la somnolencia,

los poros tapiados por la cera de un fastidio elegante

y la mortal deglución de las glorias pasadas.

¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno

cuyo estampido raje, de arriba abajo, el tímpano de los durmientes?

¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno

el tímpano de los durmientes?

Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles.

¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar!

Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar!

Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro.

De pronto el mediodía se pone en marcha,

se pone en marcha dentro de sí mismo,

el mediodía estático se mueve, se balancea,

el mediodía empieza a elevarse flatulentamente,

sus costuras amenazan reventar,

el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin tragedia,

el mediodía orinando hacia arriba,

orinando en sentido inverso a la gran orinada

de Gargantúa en las torres de Notre Dame,

y todas esas historias, leídas por un isleño que no sabe

lo que es un cosmos resuelto.

Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo y el mundo se perfila.

Al la luz del crepúsculo una hoja de yagruma ordena su terciopelo,

su color plateado del envés es el primer espejo.

La bestia lo mira con su ojo atroz.

En este trance la pupila se dilata, se extiende, como mundo se perfila,

hasta aprehender la hoja.

Entonces la bestia recorre con su ojo las formas sembradas en su lomo

y los hombres tirados contra su pecho.

Es la hora única para mirar la realidad en esta tierra.

No una mujer y un hombre frente a frente,

sino el contorno de una mujer y un hombre frente a frente,

entran ingrávidos en el amor,

de tal modo que Newton huye avergonzado.

Una guinea chilla para indicar el ángelus:

abrus precatorius, anona myristica, anona palustris.

Una letanía vegetal sin trasmundo se eleva

frente a los arcos floridos del amor:

Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia plicatula.

El paraíso y el infierno estallan y sólo queda la tierra:

Picus religiosa, ficus nitida, ficus suffocans.

La tierra produciendo por los siglos de los siglos:

panicum colonum, panicum sanguinale, panicum maximum.

El recuerdo de una poesía natural, no codificada, me viene a los labios:

Árbol del poeta, árbol del amor, árbol del seso.

Una poesía exclusivamente de la boca como la saliva:

Flor de calentura, flor de cera, flor de la Y.

Una poesía microscópica:

Lágrimas de Job, lágrimas de Júpiter, lágrimas de amor.

Pero la noche se cierra sobre la poesía y las formas se esfuman.

En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:

Todas las aletas de todas las narices azotan el aire

buscando una flor invisible;

la noche se pone a moler millares de pétalos,

la noche se cruza de paralelos y meridianos de olor,

los cuerpos se encuentran en el olor,

se reconocen en este olor único que nuestra noche sabe provocar;

el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la noche,

el olor entra en el baile, se aprieta contra el güiro,

el olor sale por la boca de los instrumentos musicales,

se posa en el pie de los bailadores,

el corro de los presentes devora cantidades de olor,

abre la puerta y las parejas se suman a la noche.

La noche es un mango, es una piña, es un jazmín,

la noche es un árbol frente a otro sin mover sus ramas,

la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la bestia;

una noche esterilizada, una noche sin almas en pena,

sin memoria, sin historia, una noche antillana;

una noche interrumpida por el europeo,

el inevitable personaje de paso que deja su cagada ilustre,

a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el rodar de la noche

antillana,

una excrecencia vencida por el olor de la noche antillana.

No importa que sea una procesión, una conga,

una comparsa, un desfile.

La noche invade con su olor y todos quieren copular.

El olor sabe arrancar las máscaras de la civilización,

sabe que el hombre y la mujer se encontrarán sin falta en el platanal.

¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!

No hay que ganar el cielo para gozarlo,

dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera pareja,

la odiosa pareja que sirvió para marcar la separación.

¡Musa paradisíaca, ampara a los amantes!

No queremos potencias celestiales sino presencias terrestres,

que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo,

felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre,

sólo sentimos su realidad física

por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas.

Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,

un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:

un velorio, un guateque, una mano, un crimen,

revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,

haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones,

un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,

sintiendo como el agua lo rodea por todas partes,

más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;

un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,

aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,

siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla,

el peso de una isla en el amor de un pueblo.

l943

Gastón Baquero

(Banes, l916—Madrid, l997)

Nació en Banes, antigua provincia de Oriente.

Participó junto a Lezama, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Virgilio Piñera, entre otros, en uno de los más trascendentales momentos poéticos que conoció la literatura del siglo XX: el protagonizado por el Grupo Orígenes (1944-1956).

Autor de Poemas (1942); Saúl sobre su espada (1942); Poemas escritos en España (1960); Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984) y Poemas invisibles (1991). Poco antes de su muerte Baquero fue calificado como "el mejor poeta vivo en España", país en el que se radicó en 1959.

Su poesía lo acredita como un conocedor de la cultura universal y de la mejor tradición poética de la lengua española, a loa que ha entregado textos memorables como el conocido poema que incluimos en esta antología. Falleció el 11 de mayo de 1997.

PALABRAS ESCRITAS EN LA ARENA POR UN INOCENTE

I

Yo no sé escribir y soy un inocente.

Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente.

No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva.

Va y viene entre los hombres respirando y existiendo.

Voy y vengo entre los hombres y represento seriamente el papel que

ellos quieren:

Ignorante, orador, astrónomo, jardinero.

E ignoran que en verdad soy solamente un niño.

Un fragmento de polvo llevado y traído hacia la tierra por el peso de

su corazón.

El niño olvidado por su padre en el parque.

De quien ignoran que ríe con todo su corazón, pero jamás con los ojos.

Mis ojos piensan y hablan y andan por su cuenta.

Pero yo represento seriamente mi papel y digo:

Buenos días doctor, el mundo está a sus órdenes, la medida exacta de

la tierra es hoy de seis pies y una pulgada, ¿no es ésta la medida

exacta de su cuerpo?

Pero el doctor me dice:

Yo no me llamo Protágoras, pero me llamo Anselmo.

Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y útil.

Un niño que ignora totalmente el arte de escribir.

Vuelva a dormirse

II

Yo soy un inocente y he venido a la orilla del mar.

Del sueño, al sueño, a la verdad, vacío, navegando el sueño.

Un inocente, apenas, inocente de ser inocente, despertando inocente.

Yo no sé escribir, no tengo nociones de lengua persa.

¿Y quién que no sepa el persa puede saber nada?

Sí, señor, flor, amor, puede acaso que sepa historia de la antigüedad.

En la antigüedad está parado Julio César con Cleopatra en los brazos.

Y César está en los brazos de Alejandro.

Y Alejandro está en los brazos de Aristóteles.

Y Aristóteles está en los brazos de Filipo.

Y Filipo está en los brazos de Ciro.

Y Ciro está en los brazos de Darío.

Y Darío está en los brazos del Helesponto.

Y el Helesponto está en los brazos del Nilo.

Y el Nilo está en la cuna del inocente David.

Y David sonríe y canta en los brazos de las hijas del Rey.

Yo soy un inocente, ciego, de nube en nube, de sombra a sombra

levantado

Veo debajo del cabello a una mujer y debajo de la mujer a una rosa y

debajo de la rosa a un insecto.

Voy de alucinación en alucinación como llevado por los pies del tiempo.

Asomado a un espejo está Absalom desnudo y me adelanto

a estrecharle la mano.

Estoy muerto en este balcón desde hace cinco minutos llenos

de dardos.

Estoy cercado de piedras colgado de un árbol oyendo a David.

Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom!

Nunca comprendo nada y ahora comprendo menos que nunca.

Pero tengo la arena del mar, sueño, para escribir el sueño

de los dedos.

Y soy tan sólo el niño olvidado inocente durmiéndose en la arena.

III

Yo soy el más feliz de los infelices.

El que lleva puesto sombrero y nadie lo ve.

El que pronuncia el nombre de Dios y la gente oye:

Vamos al campo a comer golosinas con las aves del campo.

Y vamos al campo aves afuera a burlarnos del tiempo con la más bella

bufonada.

Pintando en la arena del campo orillas de un mar dentro del bosque.

Incorporando las biografías de hombres submarinos renacidos

en árboles.

Atalía interrumpe todo esfuerzo gritando hacia los cielos traición,

traición.

Nos encogemos de hombros y hablamos con los delfines sobre

este grave asunto.

Contestan que se limitan a ser navíos inesperados y tálamos

de ruiseñores.

Que los dejen vivir en todo el mar y todo el bosque.

Escalando los delfines los árboles y las anémonas.

Comprendo y sigo garabateando en la arena.

Como un niño inocente que hace lo que le dictan desde el cielo.

IV

Bajo la costa atlántica.

A lo largo de la costa atlántica escribo con el sueño índice:

Yo no sé.

Llega el sueño del mar, el niño duerme garabateando en la arena,

escucha, tú velarás, tú estarás, tu serás!

Sí, es Agamenón, es tu rey quien te despierta.

Reconoce la voz que golpea en tus oídos.

¿Porqué vas a despertarle rey de las medusas?

¿Qué vigilas cuando todos duermen y no estás oyendo?

Las cúpulas despiertas. Las interminables escaleras de la memoria.

Oye lo que canta la profunda medianoche:

Reflexiona y tírate en el río.

De la mano del rey tírate en el río.

Nada como un amigo para ser destruido.

Prepárate a morir. Invoca al mar. Mírame partir.

Yo soy tu amigo.

No! Si yo soy tan sólo un niño inocente.

Uno a quien han disfrazado de persona impura.

Uno que ha crecido de súbito a espaldas de su madre.

Pero nada comprendo ni sé, me muevo y hablo

Porque los otros vienen a buscarme, sólo quisiera

Saber con certidumbre lo que pasó en Egipto

Cuando surgió la esfinge de la arena.

De esta arena en que escribo como un niño

Epitafios, responsos, los nombres más prohibidos.

Escribiendo su nombre y borrándolo luego.

Para que nadie lea, y los peces prosigan inocentes

Y los niños corran por la playa sin conocer el nombre que me muere

V

¿Qué soy después de todo sino un niño,

Complacido con el sonido de mi propio nombre,

Repitiéndolo sin cesar,

Apartándome de los otros para oírlo,

Sin que me canse nunca?

Escribo en la arena la palabra horizonte

y unas mujeres altas vienen a reposar en ella.

Dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.

Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene, ellas van por mis brazos

Buscando el camino tormentoso de mi corazón.

El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas,

Las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.

Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.

Pero los dejo irse temblando por el camino de los brazos,

Sangre adentro, centellas silenciosas,

Ahora los escucho platicar por las venas,

Fieles, suntuosamente humildes, vencidos de antemano.

Hablan de las antiguas ciudades, hablan de mujeres esfumadas,

gritan y corren apresurados.

Esta mano de un rey me pertenece.

Esta iglesia es mi casa. Son mis ojos

Quienes la hacen alta y luminosa. Aquel torso

Que sirve de refugio a un bienamado pueblo de palomas

Escapado ha de mí. Han escrito una letra de mi nombre

En las tibias espaldas de aquel árbol. ¿Quién es esta mujer?

La oigo mis verdades. Ella conoce el preciado alimento.

Va inscribiendo mi nombre sobre sepulcros olvidados.

Ella conoce la destreza de amor con que se yergue

Dentro de mí un cuerpo esplendoroso. Ella vive por mí.

¿Cómo responde cuando soy llamado? ¿Cómo alcanza

A su terrible boca el alimento que deparado fuera a mis entrañas?

Ahora comprendo que su cuerpo es mío.

Yo no termino en mí, en mi comienzo.

También ella soy yo, también se extiende,

Oh muerte, oh muerte, mujer, alma encontrada,

¿Qué vigilas cuando todos duermen?

Oh muerte, feliz inicio, campo de batalla,

Donde las almas solas, puras almas, ya no se mueren nunca,

También se extiende hacia su extraña playa de deseos

Esta frente que en mí es destruida por ardientes deseos de otra frente.

Bajo ese murmullo de guerreros por dentro de las venas

Pienso en los tristes rostros de los niños.

Pienso en sus conversaciones infantiles y en que van a morirse.

Y pienso en la injusticia de que sean niños eternamente.

Y una voz me contesta:

Eres el más inocente de los inocentes.

Apresúrate a morir. Apresúrate a existir. Mañana sabrás todo.

A su oído infantil, a su inercia, a su ensueño,

Bufón, rojo anciano, sabio dominante, le dirás la verdad.

Diciendo tus verdades, bufón, anciano dominante, sabio de Dios,

alerta.

Mañana sabrás todo. Mañana. Duerme, niño inocente, duerme hasta

mañana.

Le mostrarás el polvoriento camino de la muerte, anciano dominante,

Bufón de Dios, poeta.

To-morrow, and to-morrow, and to-morrow,

Creeps in this petty pace from day to day,

To the last syllable of recorded time;

And all our yesterdays have lighted fools

The way to dusty death.Out, out, brief candle!

Bufón de Dios, arrójate a las llamas, que el tiempo es el maestro

de la muerte.

Y tú no estás, ya nadie te recuerda el cuerpo ni la sombra.

Hoy eres el bufón, que se levanta y ríe, padre de sus ficciones, sabio

dominado.

Levántate sobre la última sílaba del tiempo que recordamos, levántate,

terrible y seguro, imponiendo tu sombra a la luz de la vida.

Life"s but a walking shadow, a poor player

That struts and frets hour upon the stage,

And then is heard no more; it is a tale

Told by an idiot, full of sound and fury,

Signifying nathing.

Mañana sabrás todo.

Vuelve a dormirte.

La vida no es sino una sombra errante.

Un pobre actor que se pavonea y malgasta su hora sobre la escena,

Y al que luego no se le escucha más, la vida es

Un cuento narrado por un idiota, un cuento lleno de furia y de sonido,

Significando nada.

Vuelve a dormirte.

VI

Estoy soñando en la arena las palabras que garabateo en la arena

con el sueño índice:

Amplísimo amor de inencontrable ninfa caritativo muslo de sirena.

Estas son las playas de Burma, con los minaretes de Burma,

y las selvas de Burma.

El marabú, la flor, el heliógrafo del corazón.

Los dragones andando de puntillas porque duerme San Jorge.

Soñar y dormir en el sueño de muerte los sueños de la muerte.

Danos tiempo para eso. Danos tiempo. Tú eres quien sueña

solamente.

No, yo no sueño la vida,

es la vida la que me sueña a mí,

y si el sueño me olvida

he de olvidarme al cabo que viví.

VII

Andan caminando por las seis de la mañana.

¿Querría usted hacer un poco de silencio?

La tierra se encuentra cansada de existir.

Día a día moliendo estérilmente con su eje.

Día a día oyendo a los dioses burlarse de los hombres.

Usted no sabe escucharla, ella rueda y gime.

Usted cree que escucha las campanas y es la tierra quien gime.

Recoja sus manos de inocente sobre la playa.

No escriba. No exista. No piense.

Ame usted si lo desea, ¿a quién le importa nada?

Partes: 1, 2, 3
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