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El desarrollo de la personalidad


  1. Introducción
  2. Elementos de la personalidad
  3. Desarrollo del yo o autoconcepto
  4. Conclusiones
  5. Referencias bibliográficas

Introducción

En la actualidad, uno de los temas que más se están investigando dentro del ámbito de la Psicología de la Personalidad es el relacionado con el desarrollo de la personalidad, con su estabilidad y cambio a lo largo del tiempo.

La cuestión de si la personalidad puede o no cambiar ha sido un tópico constante en nuestra disciplina. En 1890, ya William James llegó a la conclusión de que, alrededor de los 30 años de edad, la personalidad de un individuo se ha hecho tan sólida como una escayola, y ya no volverá a ablandarse jamás. Sin embargo, no todos los psicólogos han estado de acuerdo con la afirmación de James. Por ejemplo, Erikson (1963) consideraba que los adultos maduran y cambian a medida que van pasando por diferentes etapas. Igualmente, los psicólogos clínicos suelen partir del supuesto de que los individuos son capaces de realizar cambios importantes que afectan a muchos aspectos de sus vidas. Incluso algunos, como Mischel (1972), han propuesto que la personalidad puede ser tan maleable que cambie de situación a situación.

Pero, aunque la personalidad parece que cambia a lo largo de toda la vida, hay determinados períodos en los cuales los cambios que se experimentan son mayores y tienen más repercusión en la vida presente y futura de los individuos; me estoy refiriendo concretamente a la infancia, la adolescencia y la adultez temprana.

En este sentido, el hilo conductor del presente trabajo va a ser clarificar, en la medida de lo posible, cuáles son las características personales más destacadas durante dichas etapas, cómo se han desarrollado, cómo influyen en la adaptación a los distintos ámbitos de la vida y qué puede hacerse para cambiarlas si no nos gustan o para aprenderlas si no las hemos adquirido.

Siguiendo una clasificación tradicional dentro de la disciplina, se dividirá este trabajo en dos partes claramente diferenciadas. Una de ellas estará centrada sobre los distintos elementos de la personalidad que se han propuesto habitualmente. La otra versará sobre el desarrollo del sí mismo en sus diferentes acepciones.

Elementos de la personalidad

Elementos estructurales o rasgos

Los elementos estructurales o rasgos han sido definidos como dimensiones de personalidad relativamente descontextualizadas, referidas a la conducta expresiva o al estilo de respuesta y que distinguen a unas personas de otras (Winter y Barembaum, 1999). Aunque con dicho término se ha aludido normalmente a una serie de regularidades observadas en la conducta de las personas en una amplia variedad de situaciones, también se han incluído dentro de este concepto patrones consistentes de pensamientos o sentimientos. Por lo general, se considera que los rasgos son las características que el individuo "tiene". En relación con el desarrollo de estas características, Loehlin (1992) ha demostrado que están bastante influidas por las características genéticas aditivas y el ambiente no compartido al que somos sometidos cada uno de nosotros de modo individual.

A lo largo de la historia de la disciplina se han propuesto diversas clasificaciones de rasgos; no obstante, en los últimos tiempos existe un acuerdo bastante alto entre los distintos investigadores en considerar como objeto de interés fundamental la denominada clasificación de los "Cinco Grandes". De acuerdo con esta clasificación, podemos hablar de cinco rasgos fundamentales (aunque con diversas variaciones en la terminología empleada para designarlos): extraversión, estabilidad emocional, afabilidad, responsabilidad y apertura mental. Se ha considerado que estos factores o dimensiones poseen validez transcultural.

La extraversión y la amabilidad están relacionadas con el comportamiento interpersonal. La extraversión (versus introversión) se refiere a la cantidad e intensidad de las interacciones interpersonales y se asocia con aspectos como por qué los individuos prefieren estar solos o con otras personas. La afabilidad o amabilidad (versus oposicionismo) recoge la cualidad de la interacción social y se asocia con las respuestas características hacia otras personas; es producto de la socialización. La responsabilidad (versus falta de responsabilidad) refleja el grado de organización, persistencia, control y motivación en la conducta dirigida a metas; es decir, hace referencia a la forma en que se realizan las tareas. El neuroticismo (versus estabilidad emocional) está relacionado con la vida emocional de las personas y con su ajuste. Las personas con puntuaciones altas tienden a experimentar emociones negativas. Es una dimensión descriptiva muy importante en las personas que tienen problemas psicológicos. La apertura mental (versus cerrado a la experiencia) tiene que ver con la respuesta de las personas ante las ideas y experiencias nuevas.

Bermúdez (1997) ha realizado una revisión de la literatura sobre los Cinco Grandes, encontrando relaciones entre éstos y aspectos como conducta interpersonal, salud, bienestar y calidad de vida, comportamiento laboral, perfil profesional y rendimiento educativo, entre otros. En el caso concreto de la conducta interpersonal, se ha encontrado que la forma mediante la que una persona se relaciona con los demás se asocia con los rasgos de extraversión, afabilidad y estabilidad emocional. La presencia conjunta de elevada extraversión y baja afabilidad suele estar asociada con un estilo arrogante y calculador en las relaciones con los demás; por el contrario, una elevada puntuación tanto en extraversión como en afabilidad propiciaría modos de relacionarse con los otros caracterizados por optimismo, sociabilidad, cordialidad, cooperación y búsqueda de armonía. La unión de baja extraversión y baja afabilidad favorece el desarrollo de un estilo interpersonal reservado, frío y distante, mientras que una persona muy afable y poco extravertida tendería a relacionarse con los demás desde la ingenuidad, la modestia y la escasez de pretensiones. La presencia al mismo tiempo de estabilidad emocional potenciaría los aspectos positivos presentes en el estilo de conducta interpersonal, mientras que un bajo nivel en este rasgo intensificaría los aspectos negativos. Estas tres dimensiones juegan además un papel importante en el modo de abordar el establecimiento de relaciones estables con otra persona y en la naturaleza de estas relaciones. Así, las personas estables emocionalmente y extravertidas se encuentran cómodas al establecer relaciones íntimas con otra persona y no se preocupan excesivamente ante la posibilidad de estrechar demasiado sus relaciones. Por el contrario, las personas emocionalmente inestables y poco afables suelen mostrar una enorme inseguridad en este tipo de situaciones. A estas personas les cuesta mucho confiar plenamente en los demás, les molesta mantener relaciones estrechas con otra persona y, en caso de establecerlas, crean vínculos muy inestables y están constantemente preocupadas pensando si su pareja les quiere o no (Shaver y Brennan, 1992). En lo que respecta al rendimiento académico parece que se relaciona fundamentalmente con los factores de apertura mental y escrupulosidad (componente de la dimensión de responsabilidad) (Paunonen y Ashton, 2001); en menor medida influyen las dimensiones de extraversión, afabilidad y estabilidad emocional, cuya incidencia afectaría de manera especial a la competencia social, es decir, a la calidad de las relaciones interpersonales que el escolar mantiene con sus compañeros y profesores y a su adaptación general al contexto escolar. Por último, en el área de la salud se han descubierto relaciones entre las puntuaciones de los rasgos de los Cinco Factores y la tendencia a experimentar emociones específicas. Por ejemplo, se ha descubierto una relación entre la puntuación alta en neuroticismo y la tendencia a experimentar sentimientos negativos y malestar psicológico. Del mismo modo, se ha encontrado una asociación entre una puntuación alta en extraversión y la tendencia a experimentar sentimientos positivos y bienestar psicológico (McCrae y Costa, 1991; Watson, 2002).

Pero, ¿los rasgos anteriores pueden cambiar? En la actualidad, los distintos estudios parecen demostrar que pueden fluctuar considerablemente hasta la adultez temprana, y que hay una cierta consistencia y estabilidad de los mismos una vez que ya se han establecido. No obstante lo anterior, conviene señalar que pueden sufrir cambios a lo largo de toda la vida como consecuencia de la experiencia. Por tanto, saber qué rasgos poseemos y en qué medida puede ayudarnos a conocernos y a controlarnos.

Elementos cognitivos y/o motivacionales

En general, el concepto de motivación pretende responder a la pregunta de por qué nos comportamos como lo hacemos. Desde el punto de vista de la Psicología de la Personalidad, este concepto alude a una serie de características internas que pueden desempeñar un papel importante en diversas áreas del funcionamiento de la persona, como la cognición y la acción, para crear metas a corto y largo plazo (Singer, 1995). No se trata de lo que el individuo "tiene", sino de lo que "hace" o "trata de hacer" (McAdams, 1994).

Por último, si los rasgos pretenden aclarar qué características tienen las personas y las motivaciones tienen como objetivo explicar los motivos por los que los individuos se comportan de una determinada manera, los elementos cognitivos son los que traducen los motivos en conducta intencional, los que autorregulan y controlan la acción (Cantor y Zirkel, 1990). Aunque se han propuesto una gran variedad de unidades cognitivas (dentro de las cuales cada vez tienen más cabida los procesos afectivos), los teóricos que trabajan desde esta orientación destacan la naturaleza social del funcionamiento de la personalidad, investigando cuáles son los procesos comunes en relación con las cuales se diferencian las personas en contextos específicos (Maddux, 1999; Pervin, 1998).

Se han propuesto una gran variedad de elementos motivacionales y/o cognitivos de la personalidad. En las líneas siguientes no se hablará de todos ellos, sino que se intentará presentar solamente aquellos que, en mi modesta opinión, están produciendo líneas de investigación más fructíferas para nuestra disciplina en relación con el desarrollo de la personalidad. Me estoy refiriendo concretamente a los aspectos relacionados con la cognición social, las metas y los mecanismos autorregulatorios de las emociones y/o de la conducta.

Ser apropiadamente "social" exige que interactuemos con otras personas. Es más posible que estas interacciones sean armoniosas si sabemos lo que piensan o sienten las personas que están a nuestro alrededor y si podemos pronosticar cómo tienden a comportarse. La cognición social o inteligencia social se refiere, pues, al conocimiento que tenemos sobre el mundo social y las interacciones sociales.

La comprensión del mundo interpersonal y social en el que nos movemos se produce aproximadamente entre los 12-14 años y depende fundamentalmente de tres factores:

  • 1. El desarrollo del sistema cognitivo. La habilidad de pensar en términos dimensionales y ordenar personas a lo largo de un continuo (necesario al hacer comparaciones psicológicas) implica que una persona es capaz de operar con conceptos abstractos, lo que constituye una habilidad operacional-formal que no se adquiere completamente hasta alcanzar las edades mencionadas.

  • 2. El desarrollo de la capacidad para diferenciar entre la perspectiva propia y la de los iguales simultáneamente y de ver las relaciones entre estos puntos de vista potencialmente discrepantes. Cuando los niños adquieren habilidades de adopción de perspectivas, su comprensión del significado y el carácter de las relaciones humanas empieza a cambiar.

  • 3. Las experiencias sociales con el grupo de iguales. Los desacuerdos entre amigos son especialmente importantes porque ayudan a obtener la información que se necesita para entender y valorar los puntos de vista en conflicto, ampliando la comprensión social. Los contactos sociales con los iguales no sólo contribuyen indirectamente al desarrollo de las habilidades de adopción de perspectivas, también constituyen un tipo de experiencia directa mediante la cual los niños pueden aprender cómo son los demás. Cuanta más experiencia con sus iguales tenga un niño más motivado se sentirá para intentar entenderlos y más entrenado estará para captar las causas de su conducta.

Por su parte, las metas son unidades cognitivo-motivacionales que tratan de describir cómo los pensamientos y conductas se traducen en metas específicas para situaciones y momentos concretos (Funder, 2001).

Los adolescentes tienden a construir ya proyectos vitales en los que se representan su propia actividad futura y la sociedad en que viven. Esto es posible probablemente por disponer en ese momento de suficientes capacidades intelectuales como para realizar esquemas, categorizaciones, planes mentales y mecanismos autorregulatorios de la conducta y de las emociones (Delval, 1995).

Centrándonos ya en los mecanismos autorregulatorios, hay que distinguir en primer lugar entre la autorregulación de los impulsos o del comportamiento y la autorregulación de las emociones. Estos dos conceptos constituyen lo que se ha dado en llamar en los últimos tiempos inteligencia emocional (Goleman, 1995). El entusiasmo con respecto a la inteligencia emocional comienza a partir de las investigaciones sobre sus efectos beneficiosos para la crianza y educación de los hijos, aunque poco a poco su aplicabilidad comienza a extenderse a otros ámbitos como el lugar de trabajo y las relaciones sociales. En general, los estudios muestran que las mismas capacidades de inteligencia emocional que dan como resultado que un niño sea considerado como un estudiante entusiasta por su maestra o sea apreciado por sus amigos en el patio de recreo, también lo ayudarán dentro de veinte años en su trabajo o matrimonio. Al parecer, gran parte de la influencia de la inteligencia emocional para predecir el éxito futuro en áreas de diversa índole se relaciona con aspectos como la persistencia, la autorregulación y la tolerancia a la frustración.

La inteligencia emocional comprende dos tipos de inteligencia o habilidad: inteligencia intrapersonal e inteligencia interpersonal. La primera es la habilidad para comprenderse uno mismo, para conocer las emociones y los motivos que nos impulsan y actuar en consecuencia. La segunda es la capacidad para comprender a los demás y actuar en consecuencia.

La inteligencia intrapersonal requiere el dominio de una serie de habilidades concretas. La primera de éstas es reconocer las propias emociones o conciencia de uno mismo. Sólo quien sabe qué siente y por qué puede manejar sus emociones, moderarlas y ordenarlas de manera consciente (conciencia de los sentimientos y de los pensamientos con respecto a ellos). Las personas que tienen una mayor certeza de sus emociones suelen dirigir mejor sus vidas, ya que tienen un conocimiento seguro de cuáles son sus sentimientos reales. La segunda de ellas es saber manejar las propias emociones, tener estrategias para reconducir nuestras emociones de forma adaptativa. Quienes tienen esta capacidad se recuperan mucho más rápido de los reveses y contratiempos de la vida. La tercera habilidad consiste en la capacidad para motivarse a uno mismo y saber demorar las gratificaciones. Los verdaderos buenos resultados requieren cualidades como la perseverancia, disfrutar aprendiendo, tener confianza en uno mismo y ser capaz de sobreponerse a las derrotas.

Respecto a la inteligencia interpersonal, requiere asimismo el dominio de dos tipos de destrezas o habilidades específicas: saber ponerse en el lugar de los demás y ser capaz de relacionarnos adecuadamente con los demás. La primera de estas habilidades es conocida de modo coloquial con el término "empatía", y consiste en ser capaz de admitir las emociones, escuchar con concentración y comprender pensamientos y sentimientos que no se han expresado verbalmente. Las personas que poseen esta habilidad suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que indican qué necesitan o quieren las demás personas. Lógicamente, se requiere un buen autocontrol emocional. Por otra parte, el arte de "controlar" las relaciones sociales depende entre otras cosas de nuestra capacidad para crear, cultivar y mantener las relaciones, reconocer los conflictos y solucionarlos, encontrar el tono adecuado y percibir los estados de ánimo de los demás. Este conjunto de elementos subyacen a la popularidad, el liderazgo y la eficacia interpersonal, influyendo en cualquier tipo de relación que establezcamos a lo largo de nuestra vida.

Si nos centramos específicamente en la regulación de las emociones, hay que distinguir también entre la comprensión y la expresión de las mismas.

La comprensión emocional parece que depende, tanto del desarrollo de los procesos cognitivos, como de las experiencias sociales que tenemos a lo largo de la infancia y la adolescencia. Así, los padres y cuidadores suelen enseñar a los niños ya en edad preescolar a enfrentarse de forma constructiva a las emociones negativas: haciendo que no presten atención a los aspectos más dolorosos de las situaciones desagradables, utilizando estrategias tranquilizadoras y ayudándoles a comprender las situaciones que les producen miedo, frustración o decepción.

Para la expresión emocional, cada sociedad dispone de un conjunto de reglas de expresión que especifican las circunstancias en que las emociones deben o no manifestarse. El aprendizaje de dichas reglas depende en parte de los estilos educativos. En este sentido, parece que cuando los padres no son muy receptivos emocionalmente, son excesivamente autoritarios y critican demasiado a sus hijos se dificulta el aprendizaje. Por otra parte, cuando los padres o cuidadores son cariñosos, sensibles y consistentes, apoyándose en el razonamiento más que en la imposición, el aprendizaje emocional es facilitado. Del mismo modo, cada sociedad enseña a sus miembros una serie de reglas para controlar y regular su comportamiento. El autocontrol depende inicialmente de agentes externos, pero con el tiempo y el aprendizaje se va internalizando, a medida que se adoptan normas o criterios que hacen hincapié en su valor y se adquieren habilidades concretas de autorregulación del comportamiento, tras el desarrollo del lenguaje interno (Shaffer, 2002).

Hay estudios que demuestran que las diferencias interindividuales en la capacidad para dirigir la propia conducta observadas en la infancia sirven para predecir diferencias interindividuales en otros ámbitos del comportamiento autorregulador y adaptativo en etapas posteriores de la vida de los individuos. En este sentido, en un estudio de Shoda, Mischel y Peake (1990) se encontró que los niños que dan pruebas tempranas de autocontrol obtienen resultados más favorables en la vida. Parece que el autocontrol es un atributo bastante estable, ya que los adolescentes que no eran capaces de posponer la gratificación durante mucho tiempo en su infancia eran aquellos a los que los padres tendían a calificar de impacientes e impulsivos. Por su parte, aquellos otros que, en opinión de sus padres, se habían caracterizado durante su infancia por posponer la gratificación durante más tiempo eran descritos por éstos como más competentes desde el punto de vista académico, con mayor número de habilidades sociales, con más seguridad y confianza en sí mismos y con más capacidad para enfrentarse al estrés.

Además de lo anterior, parece que el dominio de las relaciones interpersonales se relaciona también con aspectos positivos como: mejor autoestima, mayores niveles de bienestar subjetivo, mejor capacidad para afrontar situaciones sociales conflictivas, mayores índices de apoyo social, mejor adaptación escolar, más éxito académico, más cantidad y calidad con respecto a las amistades, aceptación y popularidad entre los compañeros y mayor porcentaje de éxito en las citas. Por su parte, parece que el fracaso en el manejo de las relaciones sociales puede llegar a relacionarse con problemas académicos, depresión, consumo de drogas, trastornos de la alimentación y conducta antisocial (Oliva, 1999).

Llegados a este punto, quizá cabría plantearse si los elementos anteriores pueden cambiarse o mejorarse en la adolescencia o la edad adulta, en el caso de que nuestro aprendizaje no haya sido todo lo satisfactorio que sería de esperar. Lógicamente, la respuesta es sí. El único requisito necesario es haber alcanzado un cierto nivel de desarrollo cognitivo. Puesto que la mayor parte del aprendizaje parece depender de la familia y del contexto social, aspectos plenamente ambientales, también es posible crear condiciones de aprendizaje óptimas durante la terapia que permitan a cualquier persona adquirir y/o mejorar estas destrezas que tanta influencia tienen en nuestra adaptación al contexto social en el que vivimos.

Desarrollo del yo o autoconcepto

El sentido de la propia identidad consiste esencialmente en la percepción y vivencia que cada uno tiene de sí mismo, como poseedor de unas determinadas competencias y habilidades, con unas necesidades, intereses y valores concretos, con unos proyectos e ilusiones que desearía lograr y satisfacer (Bermúdez, Pérez García y Sanjuán, 2003). Es el resultado de la integración de los distintos aspectos del yo en una totalidad integrada.

El establecimiento de una identidad personal estable es realmente un hito significativo, que ayuda a preparar el terreno para una adaptación psicológica positiva y para el desarrollo de compromisos emocionales profundos y confiados que posiblemente podrían durar toda la vida. Al menos tres factores influyen en el progreso del adolescente hacia el logro de identidad (Shaffer, 2002):

  • 1. El desarrollo cognitivo. Cuando ya se ha alcanzado un dominio sólido del pensamiento formal y se puede razonar lógicamente acerca de situaciones hipotéticas, existe más capacidad para imaginar y contemplar identidades futuras.

  • 2. La crianza personal. Es difícil que uno establezca su propia identidad sin haber tenido la oportunidad de identificarse con figuras parentales respetadas y de adoptar algunas de sus cualidades deseables. Así, los adolescentes con una mejor identidad parecen tener una base emocional sólida en su casa combinada con una libertad considerable para ser individuos por derecho propio. El mismo estilo parental cariñoso y democrático que ayuda a los niños a lograr un sentido fuerte de autoestima también está asociado con resultados de identidad sanos y adaptativos en la adolescencia. Los padres democráticos, que combinan en la relación con sus hijos la comunicación y el afecto con el control no coercitivo de la conducta y las exigencias de una conducta responsable, son quienes más van a favorecer la adaptación de sus hijos, que mostrarán un funcionamiento social más saludable, una mejor actitud y rendimientos académicos y menos problemas de conducta. Cuando los padres se comportan de manera fría y excesivamente controladora, los hijos se muestran obedientes, sumisos y conformistas a corto plazo, pero se rebelan a largo plazo. Por último, ser excesivamente permisivo también es perjudicial porque, a pesar de mostrar una relación cálida y defectuosa, los hijos suelen presentar déficits en el control de la conducta, falta de esfuerzo, problemas de conducta y consumo de alcohol y drogas. Por último, si los padres son indiferentes, los hijos pueden desarrollar tanto problemas externos, como agresividad y conducta antisocial, como internos, tal es el caso de baja autoestima y malestar psicológico (Inglés Saura, 2003).

  • 3. El contexto sociocultural. Las sociedades occidentales permiten y esperan que los adolescentes planteen cuestiones serias acerca de ellos mismos y que las respondan. Los adolescentes deben elegir una identidad personal después de explorar cuidadosamente muchas opciones.

Los individuos que establecen mejor su identidad se caracterizan por adaptarse mejor a las situaciones sociales, relacionarse mejor con los demás, tener más confianza en sí mismos, tener mejor rendimiento académico y tener menos problemas de conducta (Shaffer, 2002).

Uno de los aspectos más importantes de la identidad es el concepto de autoestima, que se refiere a la evaluación que hacemos acerca de nosotros mismos. Suele ser alta en la infancia y desciende al inicio de la edad escolar; probablemente, porque se recibe información de otras fuentes distintas a la familia con respecto a uno mismo que pueden no ser tan benévolas. Depende por tanto de uno mismo y de los demás (Harter, 1998).

Su desarrollo depende de los padres y de los iguales. Los adolescentes que poseen una elevada autoestima tienden a tener padres que son afectuosos y les prestan apoyo, que establecen normas claras que deben seguir y que les permiten expresar su opinión a la hora de tomar decisiones que les afectan personalmente. Por otra parte, la influencia de los pares en la autoestima resulta especialmente evidente durante la adolescencia. Cuando los adultos jóvenes reflexionan sobre las experiencias que fueron importantes para ellos y que podrían haber influido en su autoestima, mencionan las experiencias con amigos y compañeros sentimentales con mucha mayor frecuencia que con los padres u otros miembros de la familia (Shaffer, 2002).

Los adolescentes suelen mostrar incrementos graduales aunque modestos de la autoestima. Los niveles suelen más altos en los hombres pero más estables en las mujeres. Se considera que estas diferencias podrían ser un reflejo de la mayor presión que el contexto social ejerce sobre las mujeres para que adopten patrones de conducta, expectativas y esquemas valorativos de sí mismas de forma más temprana.

Conclusiones

En el presente trabajo he intentado dar una visión bastante general de aquellas características personales que pueden ayudarnos a tener un buen ajuste a nuestro contexto social, haciendo también hincapié en los factores que las facilitan o las obstaculizan. Sin embargo, no quisiera concluir el capítulo sin exponer, aunque sea brevemente, algunas de las conclusiones a las que creo que puede llegarse en relación con el desarrollo de la personalidad. Son las siguientes:

  • 1. La personalidad no es algo estable y poco sujeto a cambios sino algo que cambia durante toda la vida.

  • 2. La adolescencia y los años posteriores son una etapa clara para mejorar nuestras características y para aprender habilidades interpersonales y emocionales específicas, ya que se produce un avance en aspectos como la cognición social, la empatía, la autoconciencia, las relaciones interpersonales (se amplían y diversifican) y los roles sociales (nos volvemos más activos y participativos).

  • 3. Este aprendizaje puede mejorar nuestra visión de nosotros mismos y nuestra autoestima.

  • 4. Como consecuencia de lo anterior, una de las principales aportaciones que puede hacer la psicología es, por tanto, modificar aquellos comportamientos o aspectos desadaptativos de la personalidad y enseñar aquellos que no se han aprendido.

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Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

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