Sobre la distancia que se ha establecido entre una buena parte de la población y los principales partidos políticos abundan las observaciones empíricas y los denominados estudios de opinión. Las interpretaciones de las razones por las que el fenómeno se ha producido suelen mezclar argumentos morales, consideraciones sobre la eficiencia administrativa de quienes gobernaron, críticas a las prácticas de las dirigencias altas y medias de los partidos, reproches al exceso de gastos públicos y a la distribución de los presupuestos, etc. Los argumentos más precisos remiten a problemas puntuales vinculados con las consecuencias de las políticas económicas neoliberales.
La crítica de la sociedad a la clase política, trátese de las conducciones y miembros de los partidos o de las instituciones representativas, es, en sentido estricto, un fenómeno que no constituye una particularidad argentina y que no cabe analizarlo sin tener presente que lo mismo sucede en numerosos países contemporáneos. La pregunta que cabe formular es: ¿Cuáles son los aspectos presentes simultáneamente en muchos países occidentales que conocen parecidos procesos de cuestionamiento de los partidos políticos y de las instituciones representativas? En tanto que en cada caso nacional existen trayectorias específicas de los actores y de los sistemas, es obvio que los elementos generales no agotan la explicación pero ofrecen un marco de referencias conceptuales para su abordaje.
En los países que participan de la matriz de desarrollo económico, político y cultural propia del capitalismo occidental, se puede considerar, siguiendo la interpretación de Peter Berger y Thomas Luckmann en Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La conciencia del hombre moderno (Barcelona, Paidós, 1997), que actualmente existe una situación que puede caracterizarse con el concepto de crisis de sentido. De acuerdo con dichos autores, las sociedades y los individuos se encuentran frente a las consecuencias de la complejidad pluralista de la vida social y al debilitamiento de las instituciones religiosas y estatales que anteriormente habían sido productoras y proveedoras de significados para pensarse a sí mismos e interpretar el mundo circundante, visiones que fueron muy importantes para las generaciones precedentes. Sería imposible en estas breves notas remitir a todos los autores clásicos que previeron con conceptos diferentes la crisis de las sociedades y de las orientaciones de los sujetos pensando desde ópticas teóricas no coincidentes: el colapso del capitalismo anunciado por la teoría marxiana, la caída de los valores y la jaula de hierro weberiana, la tendencia creciente a la anomia y las patologías sociales durkheimnianas, fueron en la época fundacional de la sociología algunas de las referencias centrales, luego olvidadas con la profesionalización de las ciencias sociales y opacadas por las expectativas de los predicadores del progreso constante, ya sea en su versión revolucionaria o reformista.
En el último cuarto del siglo XX se tematizó con singular persistencia la cuestión de la crisis de los grandes relatos sociales que habían sido movilizadores de los imaginarios históricos de construcción del Estado–nación y de la democracia parlamentaria, es decir, del marco político que acompañó o cuestionó el crecimiento y apogeo del capitalismo industrial y de la sociedad salarial. Tampoco estuvieron ausentes en los países que conocieron el gran disloque de aquellas matrices de interpretación y conformación de la vida social quienes desde las más disímiles tribunas ideológicas predicaron la defensa de las cosmovisiones en retroceso. Pero poco a poco se aceptaron nuevas realidades, festejadas por unos y lamentadas por otros. Aquí sólo nos interesa señalar un conjunto de transformaciones políticas y sociales relacionadas con los cambios de las relaciones entre la sociedad y las instituciones representativas.
Ronald Inglehart en su investigación Modernización y posmodernización. El cambio cultural, económico y político en 43 sociedades (España, CIS – Siglo XXI, 1998) , entre los que incluye a la Argentina, resume sus conclusiones en los temas directamente relacionados con las cuestiones que convocan nuestra atención diciendo: "Estamos alcanzando los límites del desarrollo de las organizaciones burocráticas jerárquicas que en buena medida crearon la sociedad moderna. El Estado burocrático, el partido político disciplinado y oligárquico, la cadena de montaje en la producción, el sindicato de vieja línea y la corporación jerárquica hicieron posibles la Revolución Industrial y el Estado Moderno. Pero la tendencia hacia la burocratización, la centralización y la propiedad y el control estatal se están invirtiendo, en parte, debido a que está alcanzando los límites de su eficacia y, en parte, por el cambio de prioridades entre los públicos de las sociedades industriales avanzadas. La confianza pública en estas instituciones se está erosionando en todas las sociedades industriales avanzadas" ( p. 427).
Sobre la confianza de la sociedad en las instituciones políticas y la vocación participativa de la población en las cuestiones públicas se pueden conectar las conclusiones de Inglehart con las reflexiones de Beck cuando sostiene: "No cabe duda de que estamos viviendo una época antijerárquica. El paso de la sociedad tradicional a la industrial conlleva el abandono de jerarquías tradicionales (con base religiosa) en aras de unas autoridades políticas de corte racional-burocrático. En la mayor parte de las sociedades occidentales, esto significa básicamente que se sustituyó la autoridad religiosa por la autoridad política. Pero en el cambio de valores que estamos viviendo actualmente, y no sólo en las sociedades de Occidente, conceptos como ‘autoridad’, ‘centralización’ y ‘grandeza’ se suelen tomar con bastante prevención. De hecho, cada vez son menos aceptados. En todos los países de fuerte tradición industrial, los caudillos en política están conociendo un gran desprestigio (sin parangón en la historia de las democracias occidentales). Esto difícilmente se puede explicar alegando que los jefes de los partidos políticos, o de los gobiernos, sean hoy menos competentes que los de generaciones precedentes. En esta decadencia de la adhesión política se percibe un cambio fundamental en cuanto a actitudes y percepción de valores. Es el nuevo enfoque del desarrollo y de la responsabilidad personal el que ha desprestigiado toda forma de jerarquía y de sus representantes, independientemente de sus prestaciones personales" (Beck, Ullrich, Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización, Barcelona, Paidós, 2000, pp. 163-164).
La combinación entre el creciente deseo de autonomía de los individuos, la destradicionalización de los modos de vida, el rechazo a las jerarquías, la búsqueda de nuevos valores y el proceso de declinación del Estado-nación creó, naturalmente, una creciente dificultad para la subsistencia del formato de partidos políticos propios de las democracias de épocas anteriores. Representar se hace enormemente difícil para los partidos en virtud de la mayor complejidad y diferenciación de las sociedades modernas en las que se debilitó la materialidad de los tejidos sociales que anteriormente unificaban y organizaban dimensiones clave de la vida de las personas. La estructura laboral del capitalismo industrial, digamos preinformatizado y preflexibilizado, fue la matriz de inserciones que sujetó a los sujetos tanto en el sentido material como simbólico, dándoles identidades, adversarios y deseos. Con el fin de aquella tendencia a la homogeneización creció la heterogeneidad en los más diversos planos, la fragmentación del mundo del trabajo tuvo efectos sobre las aspiraciones individuales, y sin ser el único factor en presencia contribuyó al resquebrajamiento de las antiguas unidades sociales, políticas, étnicas, religiosas, etc. Por otra parte, la globalización cultural multiplica los gustos, los modelos y las preferencias de quienes reciben, en la amplitud del planeta, los mismos mensajes que, objetivamente, los liberan de los agentes vernáculos de la dominación simbólica al hacerlos, por cierto, súbditos de sistemas mundiales de ideas, gustos e inclinaciones estéticas, cuyas variedades de opciones dotan de códigos y diversifican, en especial, a las generaciones más jóvenes. No ignoramos la pertinente discusión sobre las características de la libertad o la autonomía (real o ilusoria) que se abre para los sectores más pobres en los límites del padecimiento de necesidades económicas apremiantes, que participan, sin embargo, de un sistema nuevo de interacciones sociales e internacionales. Tampoco cabe perder de vista las dimensiones contradictorias asociadas a la declinación de lo que en el pasado fue la ideología del Estado-nación, que condujo a la formación de instituciones sociales de "bienestar" y a guerras de protección o ampliación de los intereses económicos de las clases dominantes "patrióticas" e imperialistas.
¿Es sorprendente que con la declinación del Estado-nación decaiga la convocatoria de los partidos que disputaban por la dirección de los aparatos estatales y, claro está, por los privilegios materiales y simbólicos a ellos ligados? Los discursos sobre la ciudadanía y la representación democrática resistieron durante mucho tiempo el desgaste de las contrastaciones casi cotidianas que mostraban que la política era una profesión y que los dirigentes de las instituciones y de los partidos se preocupaban predominantemente por sus propios intereses. Poco a poco la sociedad o el pueblo electoral se hizo más reflexivo y exigente, en buena medida por la modernización de las más diversas esferas de la vida, se volvió más heterogéneo y más individual en sus aspiraciones y, por lo tanto, más difícil de manipular, de interpelar y de "representar". Por otra parte, los Estados-nación vieron por doquier mermar su poder frente a los capitales internacionales, y allí donde se consolidaron pactos de intereses regionales, la Unión Europea por ejemplo, lo hicieron deponiendo tradiciones y esferas de participación ciudadana. Los límites evidentes de las capacidades de acción de los aparatos estatales hicieron necesariamente menos doctrinarios y más "realistas" a los gobiernos y, lógicamente, a los partidos. La llamada crisis del militantismo se vio acompañada por la profesionalización de las tareas anteriormente vocacionales, y los intercambios económicos o prebendarios pasaron a asegurar las lealtades partidarias de los afiliados rentados y con pasiones de baja intensidad. La televisión, con su estructura narrativa artificial, se convirtió en el vínculo privilegiado de una comunicación política que debía decir poco o nada para tratar de llegar a muchos que se interesaban, igualmente, poco o nada en la palabra y en las escuetas definiciones de los partidos.
En síntesis, cerremos estas referencias a la manifestación occidental del proceso que nos ocupa subrayando que las sociedades se convirtieron en más heterogéneas y fragmentadas y con ello menos representables, que aumentaron las exigencias de las personas y de los segmentos diferenciados de la individuación reflexiva, en tanto que, para complejizar aún más el problema, disminuyeron las capacidades de los Estados para implementar políticas de modo relativamente autónomo frente a las imposiciones emergentes de los procesos de globalización. De este modo, con el declive de las pasiones ciudadanas los partidos se profesionalizaron y las concentraciones casi religiosas de antaño fueron sustituidas por las propagandas televisivas autoadministradas por los sujetos a voluntad con su control remoto. Las condiciones y transformaciones aludidas, que muestran las líneas principales de tendencia de la época, se han presentado simultáneamente con –o han provocado como reacción– movimientos progresistas y humanistas de defensa de las identidades nacionales o regionales; suscitaron neofascismos en algunos países centrales y periféricos; y no faltaron los desesperados de las identidades en declinación que desataron guerras civiles y "limpiezas étnicas" criminales. Más pacíficos, no son pocos los predicadores de los grandes relatos y de las filosofías de la historia que han mantenido sus creencias.
La primera constatación que cabe hacer es que el malestar respecto a la clase política no constituye una novedad en la Argentina, si bien se expresa de un modo más activo y con más adherentes que en otras épocas. Puede afirmarse que dicho malestar creció lentamente después de pasados los primeros años de la vuelta al régimen democrático. En varios análisis de casos nacionales de transiciones a la democracia ha sido común referirse al "desencanto" que suele acompañar a casi cualquier proceso de cambio social y político como fruto de las distancias entre las expectativas iniciales de quienes creen en ellos y los resultados realmente alcanzados. Ese sentimiento se registró, sin duda, en una parte de la población argentina y, probablemente, se focalizó en temas económicos, militares y políticos durante la gestión 1983-89 en la que se frustraron muchas expectativas de las personas con más sensibilidad democrática. Con el gobierno siguiente, el rechazo a las prácticas de corrupción suscitó objeciones contra los dirigentes menemistas que no se hicieron extensivas, en principio, a las otras fuerzas partidarias. Las ilusiones que despertó la Alianza UCR-FREPASO en una parte de la ciudadanía, fundamentalmente la situada entre los estratos con más escolaridad y por lo tanto propensos a sentirse autorizados para formular opiniones sobre la vida pública, desembocaron en el mayor fracaso político civil registrado en el accidentado siglo XX argentino. La Alianza se había centrado casi exclusivamente en su propuesta electoral en el restablecimiento de la moral y la eficiencia administrativa, y por esa vía ofreció a la reflexividad social los elementos evaluativos que sirvieron para que se observara críticamente lo que fue su propia gestión con equipos de gobierno conformados por "hombres de negocios" acompañados por sus parientes. En el período aliancista el rechazo a la clase política pasó a enunciarse sin distinguir entre los diferentes partidos y todo terminó con la más completa repulsa popular realizada por la movilización espontánea de una sociedad modernizada que exigió la salida de los dirigentes gubernamentales y sus parentelas al mismo tiempo que denunciaba sus vínculos con los grandes intereses económicos.
En lo estrictamente relacionado con las dimensiones cognitivas de los individuos y sus actitudes hacia los partidos políticos y las instituciones representativas, entendemos que es necesario vincular los cambios con la creciente autonomía reflexiva personal y social alcanzada en las dos últimas décadas. Desde 1983, la vigencia continua de las instituciones democráticas, más allá del desencanto y de las críticas de una parte de la población, dio como consecuencia la modernización de las creencias y de las visiones sobre las cuestiones públicas. El fin de la alternancia cívico-militar que infantilizaba las expectativas hacia la política, fue, sin duda, la cuestión más importante. Pero sin pretender otro objetivo que la mera ejemplificación, señalemos que en los veinte años de democracia se combinaron los aportes ligados a lo institucional con otros que tuvieron diferentes fuentes:
1) El pleno imperio de las libertades públicas y la desaparición de la censura en los debates mejoraron extraordinariamente las condiciones de reflexión social e individual sobre la política y los partidos.
2) La modernización de los sistemas educativos y los nuevos medios de comunicación y en especial el acceso a nuevas fuentes de información nacionales e internacionales estimularon la mirada crítica sobre las prácticas de los dirigentes políticos y gubernamentales.
3) Se modernizaron las regulaciones sobre la familia y se legisló preservando nuevos derechos civiles, políticos y sociales, y en ese sentido la Constitución de 1994 fue un gran avance.
4) En el orden económico, más allá del carácter excluyente de la modernización impulsada por el neoliberalismo de la década menemista continuada por la Alianza, se operó un proceso de apertura a una realidad mundial que llegó con una rapidez extraordinaria al levantarse las barreras proteccionistas, incentivando las aspiraciones y el consumo de la mitad de la población con más ingresos e influyendo sobre los deseos de aquellos que carecían de recursos suficientes como para mejorar su participación en la adquisición de bienes y servicios. Sin ironía, con la modernización de esos años llegó… el teléfono.
Con la libertad política de la democracia y la apertura económica del neoliberalismo surgieron estímulos que favorecieron el desarrollo de conductas reflexivas y críticas en el conjunto de la sociedad. Sin reproducir todas las características detalladas en el apartado anterior, en la Argentina de nuestros días encontramos muchas de ellas. La fragmentación social, la declinación simbólica y operativa del Estado-nación, la pérdida de referencia a la actividad laboral en tanto eje ordenador de la vida cotidiana de una parte de la población, el debilitamiento de las identidades colectivas, la modernización de la familia y la innovación en sus regulaciones. En síntesis, un proceso de individuación que produce y se expresa en la mayor autonomía de las personas con respecto a las tradiciones políticas, culturales y religiosas. El aumento de las conductas reflexivas y egocentradas, lo que no significa egoístas, se pone de manifiesto, entre otros ejemplos, sin que el orden de presentación suponga jerarquías, en:
1) quienes optan por migrar internacionalmente en busca de horizontes más auspiciosos;
2) los que deciden emprender acciones de protesta y movilización contra las autoridades de un modo libre e independiente de cualquier tipo de organización que oferta recetas políticas o filosóficas a la antigua;
3) aquellos que abandonan sus viejas identificaciones partidarias o sindicales, desilusionados por los jefes y pequeños jefes, y los que en un pasado muy reciente dieron su aval episódico a los fracasados constructores de renovaciones políticas y éticas;
4) los que declaran públicamente su desinterés por los actos electorales;
5) los numerosos individuos que cambian de religión o se desentienden de las religiones familiares;
6) el alejamiento o desapego por los símbolos y rituales patrióticos; y, por cierto, la lista podría extenderse e incluir más ámbitos de prácticas individuales y sociales.
Las ciencias sociales tienen siempre dificultades para pensar las transformaciones de las sociedades ya que se convierten en relativamente inadecuados muchos de los conceptos que habían sido de utilidad en momentos previos a los cambios. Generalmente los nuevos problemas y situaciones se presentan en principio con la referencia a la crisis de lo que existía, por eso es habitual que los temas abordados en estas notas se enuncien como crisis de representación. Esas perspectivas parecen decir que todo es igual pero que apareció un accidente circunstancial, y que cabe esperar el retorno a su cauce normal. Lo que hemos expuesto se sitúa exactamente contra esa visión. La representación de los partidos podrá reconstruirse pero distará de ser la misma y deberá encontrar la forma de conectarse con una sociedad que es mucho más moderna y reflexiva que la de las épocas en que se creía en líderes carismáticos, se rezaba el preámbulo en los actos públicos, se confundía la ética con la política, o se aceptaban fácilmente las interpelaciones manipulatorias de los que decían ser la voz de los sin voz, etc.
Entender la relación de distancia entre buena parte de la población y las fuerzas políticas que hasta no hace mucho monopolizaban las expectativas de los electores y, más en general, de sectores sociales que se identificaban con ellos requiere investigaciones que aún no se han hecho. Pero si algo resulta claro es que esas explicaciones necesitan de una nueva definición de los temas y elaborar y precisar conceptos que eviten confundir lo nuevo con el festejo o que lloren el eclipse de lo viejo.
- Berger, Peter y Luckmann, Thomas (1997) Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La conciencia del hombre modern, Barcelona: Paidós.
- Inglehart, Ronald (1998) Modernización y posmodernización. El cambio cultural, económico y político en 43 sociedades. Madrid: CIS/ Siglo XXI.
- Beck, Ullrich (2000) Un nuevo mundo feliz. La precariedad del trabajo en la era de la globalización. Barcelona: Paidós.
*Publicado en http://www.argumentos.fsoc.uba.ar/n01/articulos/
** Ricardo Sidicaro: Doctorado en sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales de Paris. Profesor de "Análisis de la sociedad argentina", de la Facultad de Ciencias Sociales. Dirige actualmente la serie Estudios Durkheimnianos, que se edita en España. Área de interés: Crisis del Estado y poder político y socioeconómico.
Ricardo Sidicaro**