Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 9)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Todos en la familia habían admirado el valor con que Matilde sobrellevó el peso del golpe que había destruido tan rápida como inopinadamente su realidad. Algunas palabras de ella, dichas a Leonor, explicaban la entereza que nadie había esperado en la débil y tímida criatura, a quien el menor sentimiento hasta entonces abatía.
-Si hubiese conservado aprecio por Rafael, nada me habría consolado; pero, perdonándole su engaño, no lloro su pérdida, sino mi amor que se muere.
Llevaba, en efecto, en su corazón un luto de su amor y el perdón del que lo había desgarrado.
-Martín -decía otras veces a Leonor- tiene un corazón recto que aborrece el engaño: él mismo condena la conducta de Rafael. Si alguna vez te dice que te ama, puedes creerle más que el juramento de cualquier otro.
Con la llegada del verano se hacían los preparativos para salir al campo en casa de don Dámaso. Habíase convenido que Matilde acompañaría a su prima durante la permanencia de la familia de Leonor en una hacienda de su padre, vecina a una costa bastante visitada por la gente de Santiago en la estación de baños.
Esto daba ocasión para que Martín escribiese a San Luis una larga carta, hablándole de sus alegres expectativas, con motivo de este paseo.
Habrá una pieza para nuestros trabajos, me ha dicho don Dámaso –le escribía-, y en las horas restantes podré verla. Tal vez recorreremos juntos algunos lugares que, si no son pintorescos, yo tengo en mi imaginación con qué engalanarlos. Y, luego, mi querido amigo, en esos días de confianza y de tranquilidad, cuando Leonor, entregada a sí misma, tenga esos arranques de locura infantil que tuvo en nuestro paseo al Campo de Marte, ¿no crees que pueda presentarse una ocasión de decirle cuánto la amo, de hablarle del culto que le profeso desde tanto tiempo? Todo esto me desvanece, y apenas puedo contener los latidos del corazón, al que con tanto ahínco he querido, pero en vano, enseñar a dominarse: ella lo manda y mis lecciones se pierden en el ruido de su pasión.
El destino, sin embargo, reservaba muy duras pruebas al que tan alegres proyectos se entretenía en formar.
Dijimos que el día prefijado por doña Bernarda para el casamiento de Edelmira con Ricardo Castaños era el 15 de diciembre.
El 14 resolvió Edelmira acudir a todo su valor, y se arrojó a los pies de su madre, pidiéndole, en nombre del cielo, que no la obligase a dar su mano a quien no podía amar.
-¡Miren si será lesa! -exclamó doña Bernarda, levantando las manos al cielo-; allá quisieran todas tu suerte. ¡No te digo, pues! Vean qué desgracia ¡la quieren casar con un capitán de policía, y a la señora le parece poco! Haremos, pues, que enviude algún comandante para que te lo traigan.
-Pero, mamita, yo no puedo ser feliz con ese hombre -dijo la angustiada niña.
-Sí, pues, como eres adivina, sabes que no vas a ser feliz; quieres saber más que tu madre. Si no lo quieres, lo has de querer después; para eso será tu marido. Yo no he de salir a la calle a buscar con quien casarte, ni has de estar toda la vida viviendo a mis costillas, que algún alivio le han de dar a una sus hijas. Yo tampoco quería al difunto Molina cuando nos casamos, y harto que lo quise después, y no quiero que me hables más de esto, y yo mando aquí.
En vano buscó Edelmira el apoyo de Amador, porque éste se negó en interceder en su favor.
-Mi madre lo quiere -le respondió- y no hay santo que le apee de lo que se le mete en la cabeza. Déjate de lesuras; ¿qué más quieres que un capitán?
La terquedad de los de su familia hizo de nuevo pensar a Edelmira en el único sostén con que podía contar. Volvió la vista hacia Rivas.
"Si todos me abandonan -pensó, tomando una pluma-, él me salvará."
Era presa Edelmira, en aquel momento, de los agitados vaivenes de la desesperación: parecíale verse ya conducida al altar por Ricardo bajo la mirada imperiosa de doña Bernarda y diciendo adiós para siempre a la paz del alma y a su casto amor por Martín. Ese cuadro había sido su pesadilla durante cerca de dos meses, pero ahora tomaba ya las formas de la realidad, y nadie se ofrecía para poder huir de los que la ataban a su horrible destino.
Bajo estas impresiones escribió a Martín, refiriéndole las inútiles súplicas que había hecho a su madre y a su hermano. Le pintaba su desesperación con la elocuencia de la verdad y, recordando sus repetidas ofertas de servirla, le pedía su apoyo para poner en ejecución un plan que había imaginado y que era el único que podía salvarla. Su plan se reducía a huir de la casa materna y asilarse en la de la tía de Renca, que había hospedado a su hermana cuando había tenido que ocultar sus amores a doña Bernarda:
Esa tía –continuaba la carta de Edelmira- tiene gran poder con mi madre, y le ha prestado muchos servicios, sobre todo de dinero, porque tiene en Renca una chacra bastante grande, asies que mi madre no le niega nada. Hubiera podido pedir a mi tía que viniese a Santiago, pero, además que no quiere venir nunca, porque enviudó aquí y quería mucho a su marido, mi madre le habría hablado, mientras que, viendo la resolución que tomo y el paso que doy, ella me defenderá. Como es mucho más joven que mi madre, se ha criado con nosotras como hermana, y nos quiere mucho, estoy segura que me recibirá muy bien.
A estas explicaciones agregaba Edelmira las protestas de una resolución irrevocable, y pedía a Martín que le proporcionase un carruaje para el día siguiente, a las siete de la mañana, hora en que, so pretexto de confesarse, iría a la iglesia de Santa Ana con la criada de su casa.
Recibió Martín esta carta al día siguiente de haber escrito a San Luis, hablándole de sus proyectos de viaje al campo con la familia de don Dámaso. Después de suplicar a Edelmira que pesase bien la resolución que le anunciaba, le decía en su contestación:
Si usted persiste, mañana el carruaje estará pronto a la hora y en el lugar que usted me indica. Permítame, entonces, que no la dejé a usted abandonada a merced de un cochero y que la acompañe a casa de su tía. Será para mi una felicidad el prestarle este servicio. Usted puede salir de la iglesia a la hora convenida y me encontrará allí; tome usted para esto las precauciones que crea convenientes y, sobre todo, no me prive de la satisfacción de acompañarla.
Edelmira besó esta carta, cuando estuvo sola en la noche, y se guardó de comunicar a nadie sus designios. A fin de hacer con más libertad sus preparativos de viaje, esperó que Adelaida y todos los de su casa estuviesen entregados al sueño. En esos preparativos, su primer cuidado fue el de arreglar en un paquete, atado con una cinta, las cartas de Rivas, que formaban su tesoro.
Después se acostó a meditar en su suerte y esperar la hora del siguiente día, en que debía dirigirse a la iglesia.
49
A las seis y media de la mañana del siguiente día salió Edelmira de su casa, con la criada, y llegó poco después a Santa Ana.
En la plazuela de esta iglesia se veía un coche de posta, a cuyas varas había un caballo que tenía por la rienda un postillón montado en otro de la conocida raza de Cuyo, a que también pertenecía el de varas.
El postillón, haciendo, de cuando en cuando, sonar su rebenque, entonaba, sotto voce, una tonada popular con voz nasal y monótona.
Edelmira sintió un temblor involuntario al ver el carruaje en que debía efectuar su fuga, y sin advertirlo se detuvo un momento a contemplarlo.
Parece que al aspecto de Edelmira y de su criada despertó el humor galante del postillón, que interrumpió su tonada para decirles:
-¿Qué buscan esos luceros? Aquí me tienen para servirlas.
–Pa qué se apura si naide lo necesita -le contestó la criada.
Edelmira salió de su contemplación con aquellas palabras y dirigió sus pasos hacia la puerta del templo.
-Adiós -exclamó el postillón, viéndolas marcharse-; se van y me dejan a oscuras, ¡tanto rigor con tan bonitos ojillos!
-Y él, tan fresco que lo han de ver -replicóle la criada, mientras que Edelmira, asustada con aquel diálogo, apretaba el paso.
Pocos pasos faltaban a la niña y su criada para llegar a las gradas de losa delante del frente de la iglesia, cuando se presentó Rivas, que, sin duda, desde algún punto vecino espiaba la llegada de Edelmira.
Esta se puso pálida al divisarle tan cerca, y se detuvo turbada.
Martín aparentó sorpresa de aquel encuentro, para evitar sospechas de la criada, y exclamó:
-¿Usted por aquí, señorita, a estas horas?
Edelmira respondió con voz balbuciente y apartándose de la criada, a quien parecían no haber disgustado las galanterías del postillón, hacia el cual volvía la vista con frecuencia.
-¡Ya ve usted que soy puntual! -dijo Martín a Edelmira, en voz baja-.
-¿Está usted resuelta?
-Muy resuelta -le contestó.
Edelmira miraba a su interlocutor como si hubiese olvidado en aquel instante el miedo que tenía y los pesares que habían enflaquecido su rostro.
-¿Y me permite usted que la acompañe?
-¿Por qué va usted a incomodarse por mí? -le preguntó ella, con acento triste.
-Eso corre de mi cuenta -replicó Martín-, y, como le dije en mi carta, no consentiré en dejarla a merced del cochero, a quien no conozco.
Esta observación sobre el cochero hizo gran fuerza en el ánimo de Edelmira, asustada ya con las galanterías que el postillón acababa de dirigirle.
-Además -añadió Rivas-, usted me ha dado derechos de amistad que me tomará ahora la confianza de hacer efectivos: lejos de ser para mí una incomodidad, el acompañarla es un placer.
Edelmira oía con arrobamiento las cariñosas palabras del joven, en quien casi únicamente había pensado durante el último tiempo.
-¿No tiene usted bastante confianza en mí? -preguntó Rivas.
-¡Oh! -dijo ella- en usted más que en nadie.
-Entonces voy a esperarla en el coche. Como usted ve, puedo perfectamente estar allí sin ser visto.
-Yo trataré de salir lo más pronto que pueda -contestó la niña, dirigiéndose a la iglesia.
La criada no vio aquel movimiento de su ama, porque contestaba con bizarría al fuego de ojeadas del galante postillón.
Al ver pasar a Martín, siguió no muy contenta a Edelmira, que había entrado ya en la iglesia.
-Espéreme aquí -le dijo ésta, señalándole un punto-, yo voy a buscar al confesor, vuelvo luego.
Martín, entretanto, había entrado al coche y esperaba.
Edelmira tendió su alfombra delante de un altar y se puso de rodillas en oración.
Después de pedir al cielo, en ferviente plegaria, su protección y su amparo; después de pedirle valor para el paso decisivo que iba a dar, se levantó, recogió la alfombra y fue a colocarse junto a un confesionario, desde el cual podía ver a la criada que había quedado esperándola.
La criada se entretenía mirando los santos de los altares, y ocupada como lo está generalmente la gente de nuestro pueblo bajo, en no pensar en nada.
Aprovechóse entonces Edelmira de la distracción de la criada para dejar el confesionario y dirigirse a la puerta de la iglesia, observándola siempre.
Las devotas, que principiaban a llegar, vestidas todas de basquiña y mantón, como Edelmira, favorecieron su salida, con su movimiento de idas y venidas a través del templo, que miran la mayor parte de ellas como su casa.
Edelmira se halló en la plazuela, con el corazón palpitante y el cuerpo tembloroso. Como la mirasen con curiosidad los que pasaban y los que entraban a la iglesia, juzgó que era más prudente obrar con resolución y se encaminó directamente al coche.
Abrióse la puerta de éste, subió Edelmira, y Rivas dijo al postillón:
-En marcha.
Los caballos, oyendo sonar el rebenque, partieron a trote largo.
La criada de Edelmira, cansada ya de mirar los altares, miraba en ese momento al lego que andaba encendiendo algunas luces y pensaba que el postillón era más buen mozo que el lego.
Y parece que el postillón, que tan pronto había cautivado la preferencia de la criada, ayudado de la instintiva malicia de la gente de nuestro pueblo, hacía caritativas suposiciones sobre la pareja que conducía, porque improvisando una variante a una conocida canción, entonaba acompañándose con el rebenque:
Me voy, pero voy contigo, Te llevo en mi corazón;Si quieres otro lugar,Aquí en el coche cabimos dos.
Edelmira había ocultado el rostro entre las manos y pugnaba por contener los sollozos que se agolpaban a su garganta.
Martín esperó que pasase un tanto aquella explosión de un dolor que respetaba, y habló sólo cuando vio más tranquila a su compañera de viaje.
-Todavía es tiempo de volver -le dijo-, ordene usted, Edelmira, yo estoy a su disposición.
-No crea usted que me arrepiento -contestó la niña, enjugando las lágrimas de sus ojos-; lloro de verme obligada a salir de mi casa.
Si usted tiene confianza en su tía -repuso Martín-, espero que todo se arreglará como usted lo desea.
-Como yo lo deseo, no -dijo Edelmira, fijando sus ojos en Rivas, con singular expresión-; pero me libraré del casamiento.
-Lo demás puede venir después.
-¡Quién sabe!
Esta exclamación de desconsuelo fue acompañada de un suspiro.
-De manera que usted ama con pasión -dijo Rivas, vivamente interesado en el amor de Edelmira, al que, como dijimos, hallaba analogía con el suyo.
El rostro de Edelmira se cubrió de encarnado.
-¿No se lo dije en mi carta, pues? -contestó bajando la vista.
-¿Y sin esperanza? -preguntó Martín.
-Sin esperanza -dijo la niña suspirando.
En ese momento se oía más acentuada y clara la voz del postillón, que repetía, haciendo sonar el rebenque:
Si quieres otro lugar,Aquí en el coche cabimos dos.Cabimos dos, guayayay…
Y su voz se confundía con la de los frutilleros que a esas horas entraban en la capital a vender las muy celebradas frutillas de Renca.
Edelmira y Martín se habían quedado en silencio, oyendo la voz del alegre postillón.
-¿Se acuerda de haber oído esa canción? -preguntó la niña.
-A su hermano, la noche que tuve el gusto de conocer a usted -respondió Martín-; pero Amador no la engalanaba con ese último verso.
-Vaya, tiene usted muy buena memoria.
-¿Que usted había olvidado esta circunstancia?
-¡Oh!, no, me acuerdo mucho de esa noche. Más todavía, me acuerdo de todo lo que hablé con usted.
-Tal vez porque él estaría -dijo sonriéndose Martín.
-¿Quién?
-El de quien estábamos hablando.
-¡Ah!, no. Entonces no quería a nadie.
A pesar de la naturalidad de esta exclamación, había tal tristeza en la voz de Edelmira, que Rivas le dijo:
-Hasta ahora usted ha tenido confianza en mi, ¿se arrepiente usted de ello?
-¡Yo arrepentirme! No.
-Le dirijo esta pregunta porque querría poder servirla en todo.
-¿Qué más quiere hacer por mí? Bastante se ha incomodado ya.
-Más podría hacer, tal vez, si usted me nombrara al que ama.
-¡No, no -exclamó con viveza la niña-, nunca!
-¿Cree usted que le hago esta pregunta por curiosidad?
-No, pero…
-Vaya, no insistiré; pero créame que no ha sido curiosidad, sino la esperanza de poder servirla.
-Se lo creo, Martín. Dispénseme si no le contesto; pero es imposible ahora dijo con sentido acento Edelmira; y luego añadió, dando a su voz ese tono de afabilidad que empleamos con una persona a quien tememos haber ofendido: Se lo diré después, ¿no?
-Dígamelo sólo si cree que puede serle útil que yo lo sepa…
-Bueno.
-Pero podemos hablar de él sin nombrarle -repuso Martín, pensando que no podría haber ninguna conversación más agradable que aquello para Edelmira.
-Eso sí -contestó ella con una sonrisa.
Hablaron entonces alegremente. Con los recuerdos de su amor, Edelmira parecía olvidada de la situación en que se hallaba, y pintó con sencilla elocuencia el nacimiento de esa pasión, sin explicar las causas, que ella misma ignoraba. Martín era buen juez para apreciar el mérito del cuadro que la niña le trazaba y encontró rasgos de admirable verdad, que le pusieron frente con sus numerosos recuerdos de soledad y de amor.
Así llegaron a casa de la tía, que, después de oír las explicaciones que le hizo Edelmira, prodigó a Martín delicadas atenciones.
-Si usted quiere hacer penitencia -le dijo-, quédese a almorzar con nosotras.
Rivas se prestó de buena gana y almorzó alegremente con Edelmira y su tía. En los platos que le presentaron; en la gran canasta de frutillas que esparcía su aromático olor por toda la pieza; en los muebles que la adornaban, en todo halló el joven un aspecto agreste que ensancho su corazón. En esa disposición de animo acepto la oferta que le hizo la viuda, de un caballo ensillado para dar un paseo, en el que Martín empleó dos horas, galopando a veces, deteniéndose otras, para mirar un cercado, cualquier paisaje en el que con la imaginación colocaba a Leonor, y él, a sus pies, olvidado del mundo, le hablaba de su amor estrechando sus lindas manos.
Al despedirse para volver a Santiago, Edelmira le acompañó hasta el coche.
-Mientras usted andaba a caballo, he cumplido mi promesa -le dijo, dándole una carta-; aquí va el nombre que usted me preguntó en el camino.
Rivas tomó la carta y se despidió, sin advertir la turbación con que Edelmira se la había entregado.
-No, no la abra hasta que esté lejos -le dijo la niña cuando el coche iba a ponerse en marcha.
Rivas le hizo un nuevo saludo de despedida, y partió.
El paseo que acababa de hacer a caballo y la satisfacción de haber prestado un servicio a Edelmira pusieron a Martín de muy buen humor. Reclinado en el coche, que caminaba con bastante rapidez, se entregó durante largo rato a las ideas que el proyectado viaje al campo con la familia de don Dámaso le ofrecía, y sólo pensó en abrir la carta de Edelmira cuando se encontraba bastante lejos de la casa en que la había dejado.
Esta carta decía lo siguiente:
Martín:
Ya conoce usted la historia de mi amor, pues nada le he ocultado, y verá por qué no me atreví en el camino a decirle el nombre del que amo cuando sepa que es el que he puesto al principiar esta carta.
EDELMIRA MOLINA
-¡Yo! -exclamó Rivas con admiración.
Luego, después de leer la carta por segunda vez, dijo con verdadero sentimiento:
-¡Pobre Edelmira!
Ya en lo restante del camino sólo pudo pensar en la revelación del papel que tenía entre las manos, y llegó a Santiago lleno de tristeza por haber sido, aunque involuntariamente, la causa de la difícil posición en que se encontraba Edelmira.
Dejó el coche en la Plaza de Armas y se encaminó a pie a casa de don Dámaso Encina.
Al tiempo de subir a su habitación, sintió la voz de Agustín que le llamaba desde su cuarto.
-Hombre -le dijo con viveza-, ¿de dónde vienes?
-He estado fuera de Santiago, ¿por qué me lo preguntas? -contestó Rivas con inquietud.
Agustín cerró la puerta de su cuarto, que daba al otro patio que comunicaba con las habitaciones interiores, y después, acercándose a Martín, le dijo con gran misterio:
-Voy a contarte lo que ha pasado.
50
Para comprender lo que Agustín dijo entonces a Rivas, debemos averiguar lo que había sucedido durante la ausencia de éste.
La criada con quien Edelmira llegó la mañana de ese día a Santa Ana, se había quedado haciendo comparaciones entre el lego que prendía las velas de un altar y el galante postillón que tan finos requiebros había dirigido a Edelmira o a ella.
La criada se inclinaba a creer que era ella la que había cautivado al galante postillón, y ya dijimos que le hallaba mucho más interesante que el lego que encendía las luces. Pero como a poco rato se retiró éste, la criada no tuvo ya con quién establecer comparaciones, y se entretuvo contando los altares y luego las velas que cada uno tenía; y como al cabo de tres cuartos de hora notó que no había rezado, dijo algunas Salves y algunos Padrenuestros.
Pasada una hora, se puso a pensar que no podía ser muy pequeño el número de pecados de Edelmira, cuando empleaba tanto tiempo en confesarse, y cansada de pensar en esto, dejó de pensar y se quedó dormida.
Una beata la despertó media hora después, para preguntarle si había pasado el Evangelio de una misa que se estaba diciendo a la sazón.
La criada se contentó con responder:
-No lo hey visto, no ha pasado por aquí.
La beata se retiró diciéndole: "Dios te guarde", y la criada dio varios bostezos.
Cansada de esperar, recorrió todos los confesionarios y después la iglesia en todas las direcciones, mirando a la cara de las devotas que la ocultaban debajo del mantón.
No hallando a Edelmira en la iglesia, salió a la plazuela. Allí vio que Edelmira no estaba tampoco, y notó con sentimiento la ausencia del amable postillón.
Volvió entonces más de prisa a entrar a la iglesia y a mirar a las devotas, que la calificaron de "china curiosa", y salió nuevamente a la plazuela llena de inquietud.
Lo primero que se ve en cualquier plazuela de Santiago es algún individuo del cuerpo de policía. La criada se dirigió a uno que con su pito tocaba variaciones terribles contra el oído de los transeúntes.
-¿Qué hora serán? -le preguntó.
-Cuando dejarán de ser las diez pues -contestó el policial.
-¡Las diez, buen dar! -exclamó la criada, echando a andar con gran prisa camino de la casa.
Eran como las diez y cuarto cuando llegó a ésta, en donde doña Bernarda pedía con exigencia el almuerzo.
-¿Y Edelmira? -preguntó al ver entrar a la criada.
-¿Que no llegó, pues? -dijo ésta.
Se buscó en vano a Edelmira por toda la casa, y después de esto se reunió la familia para averiguar en dónde podría encontrarse.
Después de mil suposiciones, se esperó una hora; transcurrida esta hora, la familia se sentó a almorzar: tras el almuerzo se esperaron dos horas, sin entrar en sospechas de que Edelmira hubiese podido fugarse.
Mas, como Edelmira no llegaba, doña Bernarda llamó a la criada y la hizo referir el viaje a la iglesia, en cuya narración la criada se manifestó turbada al omitir el encuentro de Edelmira con Martín. Esta turbación despertó vagas sospechas en el espíritu de Amador, quien las comunicó a su madre, la que propuso el medio de las amenazas, y aun de la violencia, para arrancar a la criada el secreto de aquella ausencia, si acaso existía tal secreto.
-Estas chinas son hechas por mal -dijo sentenciosamente doña Bernarda-, y así es preciso tratarlas.
En consecuencia, la criada compareció de nuevo ante el tribunal de la familia y a poco rato se halló envuelta en las redes que con bastante destreza le tendió Amador. Las amenazas acabaron esta obra, pues antes de media hora la criada había referido todas las circunstancias de la excursión de la mañana.
-Madre -dijo Amador cuando estuvo solo con doña Bernarda-, no será mucho que ésta se haya arrancado con Martín.
-¡Dios la libre! -contestó, apretando los puños, la señora-, porque la mando derechita a la corrución.
Por este nombre designaba ella la Casa de Corrección de Mujeres.
En estas circunstancias llegó Ricardo Castaños, el que, impuesto del suceso, fue de opinión de dirigirse a casa de don Dámaso, opinión aceptada por unanimidad de sufragios.
Amador y Ricardo llegaron a las tres y media de la tarde a casa del huésped de Martín.
El criado les dijo que Rivas había salido antes de las siete de la mañana.
La hora era sospechosa, por lo cual los dos mozos se miraron.
-¿Volveremos? -preguntó el oficial de policía.
-Mejor será que entremos donde el caballero y le contemos la cosa.
Este parecer prevaleció, después de un ligero debate, en el que Amador sostuvo su opinión con la esperanza de molestar a Martín para vengarse de su participación en los asuntos de Adelaida.
-Si él no anda en esto -dijo, ¿qué andaba haciendo tan temprano por la iglesia? ¡Qué casualidad también que llegase al mismo tiempo que Edelmira!
Esta reflexión despertó los celos de Ricardo, que, como si mandase cargar a su compañía contra el enemigo, dijo con resolución:
-Adelante.
-Métale no más -le contestó Amador, tomando la delantera.
Don Dámaso Encina estaba en su escritorio, leyendo un artículo de un periódico de oposición.
Amador y el oficial le saludaron con gran cortesía, y el hijo de doña Bernarda tomó la palabra para decir el objeto de aquella visita.
-No creo que Martín sea capaz de tal cosa -dijo don Dámaso, cuando Amador anunció sus sospechas al terminar su relato.
-No lo conoce usted, señor -replicó Amador-; parece que no fuera capaz de quebrar un huevo, pero es todo lo contrario.
Don Dámaso llamó a su hijo para averiguar lo que supiese, delante de los dos mozos.
Agustín oyó la relación del hecho, y dijo:
-¡Es una indignidad! Yo no lo creo.
-¿Y a qué ha salido tan temprano Martín? -replicó Amador.
-Se puede salir de buena hora, sin ir por esto a robarse las muchachas -contestó Agustín, aprovechando la ocasión de burlarse del que le había hecho sufrir, poco tiempo hacía, los padecimientos del fingido casamiento.
-No venimos aquí para que usted se ría -le dijo Ricardo Castaños, amostazado.
-Digo lo que pienso -repuso Agustín-, y si es cierto que Rivas les ha quitado la niña, lo mejor será que ustedes la busquen por otra parte.
Don Dámaso interpuso su autoridad y declaró que si Martín tenía parte en aquella fuga, se haría justicia por el honor de la casa.
Con esto se retiraron Amador y el oficial.
-Papá, éstos quieren sacarle plata -dijo Agustín.
-Sea lo que quiera -contestó don Dámaso, el hecho es que no deja de haber motivos para sospechar de Martín, y si fuese verdad, yo no permitiría que habitase en mi casa un joven que da tan mal ejemplo.
Retiróse Agustín, dejando muy satisfecho a su padre de haber manifestado entereza en aquel asunto, y entró al cuarto de Leonor.
-Hermanita -le dijo-, ¿no sabes lo que pasa?
-No.
-Vienen a acusar a Martín de que se ha robado a Edelmira Molina, ex cuñada.
Leonor dejó caer un libro que estaba leyendo, y se levantó pálida como un cadáver.
Agustín le refirió lo que acababa de oír en presencia de su padre.
-Y tú, ¿qué piensas de esto? -le preguntó Leonor con afanosa inquietud.
-A fe mía, no sé demasiado qué pensar -respondió Agustín, que, como hemos visto, creía hubiese amores entre Martín y Edelmira.
Leonor tuvo un violento deseo de llorar, pero tuvo fuerzas para dominarse;
-Pero Martín me ha negado siempre que tenga amores con esa muchacha –exclamó, dando un fuerte acento de desprecio a la palabra que subrayamos.
-Qué quieres, mi bella, cada uno tiene sus pequeños secretos en este bajo mundo.
-Esa es una hipocresía imperdonable -volvió a exclamar Leonor con mal reprimida cólera.
-Hipocresía, hermanita, tanto que tú quieras; pero es preciso pensar que el pobre muchacho es hombre, después de todo.
-¿Y por qué niega entonces los amores que tiene?
-¿Por qué? ¡El bello asunto! No todas las verdades son para dichas bella hermanita.
Leonor se dejó caer sobre el sofá en que la había encontrado Agustín.
-Observo -añadió éste- que no eres indulgente con ese pobre Martín, que nos ha rendido buenos servicios: eso no es bueno, hermanita; así no se podrá hacer un proverbio que sería bonito: "El corazón de la mujer es todo generosidad".
-¡Y qué digo yo! -exclamó Leonor, impaciente.
-No sé; pero veo que tratas este asunto tan seriosamente…
–Te equivocas, Agustín -repuso la niña, con serenidad bien fingida-; ¡qué me importa a mí todo eso! Esos servicios de que hablas tú son los que me hacen sentir lo que pasa, porque papá y mamá no pueden mirar esto con indiferencia.
-¡Ah!, así me gusta oírte: hablas como un libro. Te iba a castigar fumando aquí un prensado, pero te perdono.
Y salió Agustín del cuarto de Leonor, encendiendo un gran cigarro puro al entrar en su habitación.
Pocos momentos después llegó Rivas, a quien Agustín llamó, como vimos antes.
-Voy a contarte lo que ha pasado -le había dicho, después de cerrar con aire de misterio, las dos puertas de su habitación.
-A ver -dijo Rivas, sentándose.
-Amador y el amoroso de Edelmira vienen de salir de casa.
-¿Sí? -preguntó Martín, cambiando ligeramente de color.
-Han venido a quejarse a papá de que tú les has robado la niña.
-¡Miserables! -exclamó Rivas, entre dientes.
-Lo mismo he dicho yo; es preciso confesar que la queja es plaisante. Pero te he defendido con calor, por ese lado no te inquietes, y te aseguro que se fueron furiosos. Lo que resta que hacer es quitar toda sospecha a papá.
-¿Y para qué? -preguntó Martín, con sangre fría.
Agustín lo miró abismado.
-Por ejemplo -exclamó-, es un poco fuerte lo que dice.
-No veo por qué.
-¿No ves por qué? ¡Cáspita! No basta que no sea cierto, es preciso que papá se convenza de tu inocencia.
-Hay un inconveniente para que crea lo que dices.
-¿Qué inconveniente?
-Que lo que dice Amador es cierto a medias.
-¡Cierto! ¡Te has llevado a Edelmira!
-La he acompañado.
-¿A dónde?
-A Renca.
Agustín se levantó, púsose el sombrero, y haciendo a Rivas un saludo:
-Me inclino ante tu talento -le dijo-. ¡Mira que si yo hubiese hecho otro tanto con Adelaida, no se habrían reído de mí! Eres un hombre de fuerza, amigo, me inclino, eres mi maestro.
-¿Por qué? -le preguntó Martín, riéndose de la cómica gravedad de su amigo.
-¡Cómo! ¿Te parece poco robarse una chica gentil como una flor? Eres difícil, amigo mío, y muy modesto.
-Yo no la he robado, la he acompañado.
-Lo mismo da Chana que Juana, suele decir papá.
-No me comprendes -replicó Martín.
-Demasiado te comprendo, al contrario, feliz mortal!
Explicó Rivas entonces todos los antecedentes, pero sin hablar del amor de Edelmira.
Agustín encendió su cigarro, que se había apagado.
-La cosa cambia de aspecto -dijo-: es decir, que te has sacrificado a la amistad.
-No veo en qué consiste el sacrificio.
-Vaya, las mujeres que pretenden ser tan maliciosas se equivocan también; figúrate que Leonor se puso furiosa.
-¡Ah! -dijo Rivas turbado-, ¿lo sabe también?
-Todo, y cree lo que yo creía, aunque traté de disculparte.
En ese momento llamaron a comer.
-Pero ¿vas a negarlo todo a papá? -le dijo a Agustín.
-No he cometido ningún crimen para ocultar mis acciones -contestó Rivas, con dignidad.
–Libre a ti de hacer lo que te plazca -díjole Agustín, abriendo la puerta- yo te digo mi opinión.
Caminaron hacia el comedor.
Agustín iba inquieto, porque tenía por Rivas un verdadero cariño.
Rivas caminaba resuelto, aunque palpitándole con violencia el corazón: todo su temor era el desprecio de Leonor.
Cuando entraron, la familia se hallaba sentada a la mesa.
51
Reinaba en el comedor un gran silencio cuando los dos jóvenes se sentaron.
Don Dámaso saboreaba la sopa con aire de gravedad afectado, y doña Engracia partía un pedazo de cocido para Diamela.
Leonor fijaba la vista en una de las ventanas de la pieza, de la que pendía una vasta cortina de reps sobre otra blanca de finísimo tejido.
Martín buscó en vano esa mirada, y creyó leer su sentencia en la frente de la niña, que se levantaba con singular altanería.
Sin embargo, aquel silencio era demasiado embarazoso para que pudiese durar mucho tiempo, y necesariamente debía interrumpirlo el más débil de carácter.
Don Dámaso dejó, poco a poco, la gravedad con que había contestado al saludo de Rivas, y se decidió al fin a dirigirle la palabra, ya que nadie rompía un silencio que le incomodaba.
-¿Ha estado usted de paseo? -le preguntó.
-Sí, señor -contestó Martín.
Ninguna otra pregunta se le ocurrió a don Dámaso, y volvió el silencio. Pero Agustín no era de los que podían estarse callados mucho rato, y le pareció que debía seguir el ejemplo de su padre.
-Aquí no hay lugares a propósito para partidas de campaña, como en París -dijo.
Y se engolfó en una descripción del lago de Enghien del parque Saint-Cloud y de varios puntos de los alrededores de París. Como los demás se encontraban poco dispuestos a interrumpirle, pudo continuar su disertación durante casi toda la comida, lanzando un nutrido fuego de galicismos y frases afrancesadas, con las que creía dar el colorido local a su descripción.
-Allí sí que puede uno divertirse -exclamó con entusiasmo al terminar-, y no aquí donde los environes de Santiago son tan feos, sin parques, sin castillos y sin nada.
La comida concluyó sin que Leonor hubiese parecido notar la presencia de Martín en la mesa.
Al salir, doña Engracia dijo a su marido:
-Espero, pues, hijo, que hables con Martín, porque esto no puede quedar así.
-Hay tiempo, hablaré esta noche -contestó don Dámaso, que, teniendo grandes miramientos por su digestión, se prevalía de este pretexto para no tener una seria explicación con Rivas acerca del asunto de Edelmira.
-Bueno, pues, pero no dejes de hacerlo; esta casa no es para escándalos -repuso doña Engracia, dando un apretón a Diamela, como para hacerla testigo de su recato.
La perrita contestó con un gruñido, y se retiraron de la antesala, adonde habían llegado.
Tras de sus padres venían Leonor y Agustín. Rivas salió el último del comedor, y se retiró pronto a su habitación.
-¿Sabes que hay algo de cierto en lo de Martín? -dijo Agustín a Leonor, cuando estuvieron solos.
-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó la niña, que interiormente se lisonjeaba con que Martín desbarataría las acusaciones que pesaban sobre él.
-El mismo Martín contestó el elegante.
-¡No ves!. ¡ni se atreve a negarlo! -exclamó Leonor, con una expresión de encono que por sí sola parecía hablar de venganza.
-Pero lo ha hecho de puro bueno.
-Sí, ¿no? -dijo la niña, con sardónica sonrisa.
-Figúrate que la vieja quería casar a esa pobre niña contra su voluntad.
-Y Martín, de puro bueno, como tú dices, se declaró su defensor, ¿no es esto? Muy mal inventada me parece la disculpa; ya pasó el tiempo de don Quijote.
-¡Peste, hermanita! -exclamó Agustín, que había heredado de su padre la facilidad para cambiar de opinión en cualquier asunto-; ¿sabes que me das que pensar? Bien puedes tener razón.
-¡Y tú le habías creído! -añadió Leonor, con expresión de rabia mal contenida-. ¡Vaya!, tienes una facilidad admirable para creerlo todo. A ver, ¿qué habrías hecho tú en su lugar?, habrías confesado una falta; porque ésa es una falta muy grave, ¡qué importa que la muchacha sea pobre, cuando es virtuosa!
-Todo lo que dices me parece verdadero como el Evangelio, mi bella, y yo no soy más que un inocente; Martín me ha hecho comulgar con una rueda de molino.
-Y muy grande.
-Enorme, ¡y yo que me la tragué sin hacer un solo gesto!
Agustín se retiró dando exclamaciones, y Leonor entró a su cuarto.
No quería confesarse que estaba furiosa, y para distraerse se puso a probarse un sombrero que había comprado para el campo. Mientras se miraba al espejo, dos grandes lágrimas corrían por sus frescas mejillas, encendidas por el despecho.
En la noche, viendo don Dámaso que Martín no asistía al salón, e instigado por su mujer, le mandó llamar, y mientras todos conversaban en esa pieza, se quedó Rivas en la antesala.
Al ver los semblantes de ambos, se hubiera creído que don Dámaso era el acusado, tal era la dificultad que parecía tener para dar principio al diálogo. Martín, sereno, sin afectación, esperaba que don Dámaso rompiese el silencio. Viendo, al cabo de algún intervalo, que esperaba en vano y que don Dámaso buscaba mil maneras de disimular su turbación, se decidió a sacarle de aquel apuro.
-He hablado, señor, con Agustín -le dijo, y sé por él la acusación que me han hecho ante usted.
-¡Ah, ah!, ya sabe usted; pues, hombre, me alegro; figúrese usted que se me presentan esos dos mozos y me dicen lo que usted sabrá; por supuesto que yo no he creído en tal cosa, pero aquí la señora…
-Antes que usted prosiga, señor -díjole Martín en una pausa, en que parecía buscar alguna palabra-, debo decirle que esa acusación no es del todo infundada.
-¿Cómo dice? -preguntó don Dámaso, creyendo que había oído mal.
-Digo, señor, que la acusación que usted ha oído contra mí no es enteramente infundada; tiene algo de cierto, aunque es natural que mis acusadores se equivoquen en mucho.
-Me deja usted perplejo -le dijo don Dámaso.
Martín le refirió lo mismo que antes de comer había contado a Agustín.
-Por mi parte -repuso don Dámaso-, bien se figurará usted que le disculpo; pero ya ve usted lo que es una casa donde hay familia. Aquí la señora es tan rígida, hombre, de todo se escandaliza; yo no, y, sobre todo.
-Mucho le agradezco, señor, su indulgencia -contestó Martín-; mi conciencia está tranquila que casi no la necesito. Por lo poco que usted me dice, creo entender que la señora está alarmada, y no seré yo, que tantas atenciones y favores debo a usted, el que destruya la tranquilidad de su familia: comprendo lo que debo hacer, y mañana me permitirá usted dejar su casa para que el ánimo de la señora pueda tranquilizarse.
-¡Hombre, no se trata de eso! -exclamó don Dámaso-; pero usted comprende mi embarazo, ¿no?… La señora dirá que no es cierto, y luego…
-Jamás he dado motivo para que se ponga en duda mi veracidad -dijo el joven, con dignidad.
-Por supuesto, y nadie duda…; mas…, hombre, ya conoce usted a la señora y…
Martín insistió en lo que había dicho, y don Dámaso se enredó en sus propias disculpas, sin decir nada de decisivo.
"Si se va, me hará mucha falta", pensaba, mientras Martín dejaba su asiento y entraba en el salón, donde se encontraba reunida la tertulia ordinaria de la casa.
Leonor conversaba con Matilde, que venía desde poco tiempo a casa de su tío, después que se había roto su matrimonio.
Cuando Rivas entró en el salón, se notaba en su fisonomía muy diversa expresión de la que ordinariamente tenía en presencia de Leonor. El aspecto del joven indicaba una resolución firme e invariable, porque, sin vacilar ni turbarse, se dirigió al lugar que ocupaban las dos niñas, y su mirada era segura como su ademán.
Leonor se puso muy pálida al verle acercarse con ese aire de resolución y le rigió una mirada glacial.
Pero esa mirada no intimidó a Rivas, que parecía dominado por una idea fija.
Esa idea se encerraba en una reflexión que, al separarse de don Dámaso, había formulando interiormente así: "Si ella no me cree, qué haremos; pero yo le hablaré."
Con tan firme designio se sentó al lado de Leonor, haciéndolo, empero, de manera que los demás no viesen nada de premeditado en aquel paso.
Leonor volvió la cabeza hacia su prima con insultante afectación; pero Martín no se desalentó con esto.
-Señorita -le dijo con voz segura-, deseo hablar con usted.
-¡Conmigo! -exclamó Leonor, en cuyo acento se notó, pero apenas, un ligero temblor-. ¿No habló usted ya con mi papá? -añadió, dando a su rostro la majestuosa arrogancia que tanto intimidaba a Martín.
-Por lo mismo que he hablado con él -replicó éste-, deseo ahora que usted me haga el favor de oírme.
-De veras que el tono en que usted me habla me asusta -díjole la joven, aparentando una admiración llena de indiferencia, a la par que de desprecio.
-Tal vez estoy afectado, dispénseme usted; lo que me sucede ahora es tan trascendental para mi porvenir, que no es extraño me impresione.
-¿Qué le sucede? -preguntó Leonor, con una sonrisa que contrastaba con la seriedad del joven.
-Usted lo sabe, señorita.
-¡Ah, lo de la señorita Edelmira! No lo he creído.
-Agustín debe haberle dicho la verdad que me oyó hace poco.
-Sí, Agustín me refirió algo de un servicio que usted había querido hacer a esa señorita; una mala disculpa, invención de Agustín, al cabo!
-Señorita, eso que usted llama disculpa es la verdad.
-¿De veras? Dispénseme, creía que era una historia inventada por Agustín para hacerme reír.
-¿Cree usted entonces que no haya hombre capaz de hacer un servicio como ese?
-De todos modos, ya hay uno, y ese es usted, porque ahora que usted lo dice, debo creerlo.
-Me habla usted con un tono que desmiente sus palabras.
-¿Cree usted que me estoy tomando el trabajo de fingir? -le dijo Leonor, levantando con orgullo su bellísima frente.
-No creo que usted tenga necesidad de tomarse ése ni ningún otro trabajo conmigo -contestóle Rivas, con entera dignidad-; pero querría divisar más seriedad en sus palabras, porque aprecio su juicio y la opinión que usted pueda tener de mí.
-Teniendo en tal aprecio mi opinión, debió usted haberme consultado para su rapto o su fuga, llámelo usted como quiera, y yo tal vez habría ingeniado un plan menos fácil de adivinar que el suyo.
Había tanto sarcasmo en la voz de Leonor, que Martín sintió los colores subírseles a las mejillas.
-Usted es cruel conmigo, señorita -le dijo con cierta aspereza-, me humilla demasiado; si, como su mamá, cree usted que haciendo un servicio, que volvería a hacer si fuese preciso, he faltado a los miramientos que debo a la familia, ya que vengo a justificarme, podía usted emplear más indulgencia.
Estas palabras produjeron alguna impresión en el ánimo de Leonor, que había contado con que Rivas se defendería por medio de triviales descargos.
El joven continuó:
-Su mamá se ha limitado a darme a entender, por medio del señor don Dámaso, que debo salir de su casa. Cierto que no necesitaba de esta insinuación para hacerlo: me habría bastado haber incurrido en el desagrado de usted. Mas, como mi resolución está hecha ya sobre esto, no he querido alejarme sin referir a usted la verdad del hecho y justificarme en su opinión. Ahora usted me recibe con sarcasmo, ¿por qué no me deja usted llevar la idea que siempre he tenido de su corazón? Me será más consolador recordarla con agradecimiento que con pesar, porque de todos modos tendré que recordarla toda la vida.
Leonor le miró conmovida; la melancólica voz del joven la impresionaba a su pesar.
-Mi papá se habrá explicado mal -le dijo, con voz en que se traslucía más timidez que orgullo.
-No sé, ni lo averiguaré ya -repuso Martín-; mi deseo principal es el de justificarme a los ojos de usted.
-Ha hecho usted muy bien -le dijo ella-, esa niña era su amada y fue muy justo que usted la sirviese.
No pudo saber Martín si esas palabras eran o no sinceras, y vio que Leonor parecía dar con ellas por terminada la conversación.
-Tal vez algún día -le dijo- el tiempo me justifique.
-Y lo que deja usted al tiempo, ¿no puede hacerlo usted mismo? -preguntóle Leonor, mirándole fijamente.
-No puedo, señorita, tengo un secreto ajeno que respetar.
Todas sus sospechas acudieron entonces al espíritu de la niña, y creyó que aquélla era sólo una farsa representada por Martín.
-Secreto siempre de la amiga, ¿no es esto? Qué hacer, esperaremos la justificación del tiempo.
Había vuelto el sarcasmo a su voz, y el orgullo brillaba en su mirada
-Yo me lisonjeaba con la idea de que usted me creería bajo mi palabra -le dijo.
-Así lo haré -contestó ella, secamente.
"¿Cómo insistir? ¡Ella me desprecia!", fue lo que pensó Martín al oír aquella respuesta.
Además, Leonor, como para cortar la conversación, dirigió la palabra a Matilde, que en aquel momento hablaba con Agustín.
Hubiera querido arrojarse a los pies de Leonor y expira allí, pidiendo al cielo que le justificase, sin necesidad de tener que manchar su honor, sirviéndose de las cartas de Edelmira, que podían salvarle en parte.
Entretanto, Leonor seguía hablando con Matilde, y Rivas tuvo que decidirse a dejar su asiento.
Salió del salón, y al encontrarse solo en su cuarto, se dejó caer sobre una silla, llorando como un niño. Al cabo de un cuarto de hora, recordó la carta de Edelmira, que sacó del bolsillo.
-¡Pobre niña! -dijo volviendo a la comparación que siempre hacía entre su suerte y la de ella.
Al mismo tiempo recordó también que poco antes había pensado que las cartas de Edelmira podrían desvanecer las sospechas de Leonor, y, sacándolas todas de un cajón de la mesa en que se había apoyado, las quemó a la luz de la vela, junto con la que había recibido aquel día.
Al verlas consumirse, sintió una dulce satisfacción en su pecho diciéndose: "Así me hallaré libre de tentaciones".
Y fijó la vista en la luz con la expresión de un hombre cuyo cerebro está turbado por uno de esos golpes morales que paralizan hasta el llanto, quitando casi del todo la conciencia de lo que se padece.
La noche aquella fue para Martín una noche de martirio. Para distraer su pesar empleó algún tiempo en el arreglo de su equipaje, que, no siendo muy voluminoso, estuvo luego preparado para la marcha. Concluidos los aprestos, pasó un largo rato apoyada la frente en los vidrios de una ventana que daba sobre el patio. Desde allí, ya que con la vista no podía divisar a Leonor, recorrió con la memoria los incidentes de su vida desde que, pobre, pero descuidado y lleno de esperanzas, había atravesado aquel patio. En esa alegría que casi todos hemos entonado a la esperanzas perdidas, se despidió Rivas de los dorados sueños con que el amor regala los años floridos de la juventud; pero, dotado por la naturaleza de sólida energía, lejos de abatirse con la perspectiva de su triste porvenir, encontró en su propio sufrimiento la fuerza que a muchos les falta en estos casos. Pensó en su madre y en su hermana, y recordó que les debía la consagración de sus fuerzas. Fortalecido con este recuerdo, se sentó a la mesa y escribió a don Dámaso una carta, dándole las gracia por la generosidad con que le había hospedado, y otra a Rafael San Luis, en la que le refirió lo acaecido, y su determinación de irse al lado de su familia hasta que se abriera nuevamente el Instituto Nacional, donde vendría a continuar sus estudios al año siguiente.
Después de escribir estas cartas le quedaba aún que contestar la de Edelmira. Largo rato reflexionó sobre esta contestación, porque si bien le parecía duro decirle la verdad, la rectitud de su alma le mandaba no fomentar una pasión a la que no podía corresponder. Por fin triunfó esa rectitud y escribió a Edelmira, participándole el estado de su corazón desde su llegada a Santiago. Aunque en esa carta no nombraba a Leonor, ese nombre podía adivinarse en cada una de sus páginas. Terminaba Rivas su carta a Edelmira sin hacer la menor alusión a los sucesos de aquel día, participándole su proyecto de ausentarse por dos meses de la capital.
A las seis de la mañana del día siguiente transportó Martín su equipaje a la posada en que al llegar a Santiago se había hospedado.
En seguida encargó al criado de don Dámaso la remisión de las cartas que durante la noche había escrito, remunerándole con generosidad a costa de sus economías, para asegurarse su puntualidad.
Buscó después y encontró luego un birlocho, que ya tenía ocupado un asiento, y a las diez de la mañana se puso en marcha para Valparaíso.
52
A principios de enero del año siguiente, la familia de don Dámaso se encontraba en la hacienda de éste.
Como estaba convenido, Matilde había formado parte de la comitiva y ocupaba con Leonor un cuarto cuyas ventanas daban sobre un huerto de la casa.
Agustín y su padre salían diariamente a caballo por la mañana y se reunían con la familia a la hora de almorzar, después de lo cual se tocaba el piano, y Agustín, no encontrando nada mejor en que ocupar el tiempo, hacía la corte a su prima.
Doña Engracia veía con satisfacción las atenciones que su hijo dirigía a Matilde, a quien todos en la casa profesaban un verdadero cariño, y con no menos satisfacción aseguraba la señora que el temperamento del campo había sentado muy bien a Diamela.
Don Dámaso por su parte, leía los periódicos que llegaban de Santiago, inclinándose ya al ministerio, ya a la oposición, según la impresión que cada artículo le producía, y al despachar su correspondencia hacía continuos recuerdos de Martín que con tanta expedición sabía interpretar sus pensamientos y ahorrarle este trabajo.
La soledad y monotonía de aquella vida de campo, en la que transcurrían las semanas sin incidente alguno digno de apuntarse, habían obrado de diverso modo en el alma de las dos primas, que, aunque viviendo en la mayor intimidad, guardaban cada cual sus secretos pensamientos.
Matilde había llorado su desengaño, como hemos visto ya, pero ese desengaño había destruido su aprecio a Rafael San Luis y, con la falta de estimación, el amor se había apagado en su pecho.
El tiempo y la ausencia de los lugares que habían presenciado su felicidad cicatrizaron poco a poco la herida de su alma, dejándole sólo esa melancolía que precede al completo consuelo de los pesares. En tal estado, las atenciones de Agustín, a quien abonaban su juventud su alegría y su elegancia, hicieron que Matilde olvidase primero sus antiguos amores, se consolase después del violento golpe que a las puertas de la felicidad la había arrojado a la desdicha, y concluyese, por último, por cobrar gusto y afición a las animadas conversaciones con que su primo la entretenía.
El estado de ánimo de Leonor era completamente distinto. La que al principio parecía certidumbre acerca de la existencia de amores entre Martín y Edelmira, transformóse poco a poco en duda con el continuo meditar a que la soledad la condenaba. Volvieron entonces a la memoria los recuerdos de las pasadas conversaciones, de las miradas con que Martín le decía su amor, ya que de palabra no había osado hacerlo, y estos recuerdos dieron verosimilitud a los descargos con que el joven había explicado su conducta. Ingenioso como es siempre el espíritu en buscar razones en apoyo de lo que el corazón desea, el de Leonor apeló a la franqueza con que Martín había confesado su participación en la fuga de Edelmira, para concluir de allí en favor de su causa, alegando que el que ha delinquido se parapeta para mayor seguridad en la compleja negativa. De estas reflexiones nació, como era lógico, en Leonor, el sentimiento de haberle tratado con tanta aspereza y contestado con amargos sarcasmos a la sinceridad de Martín. En la distancia todas estas ideas revistieron la memoria del joven con ventajosos colores, de modo que poco antes del regreso de la familia a Santiago, que tuvo lugar a fines de febrero, Martín, sin defenderse, había vuelto a conquistar su puesto en el corazón de Leonor, con la ventaja para él de que la niña acusaba entonces de necio al orgullo con que siempre había hecho helarse en los labios de Martín las palabras de amor que parecían próximas a desprenderse de ellos.
Víctimas de esta gradual reacción en favor de Rivas fueron varios de los galanes de Leonor, incluso Emilio Mendoza y Clemente Valencia, que en aquella época llegaron de visita a la hacienda de don Dámaso. Hubiérase dicho que Leonor ponía empeño en conservar al amante ausente una escrupulosa fidelidad, que se alarmaba con declaraciones que antes recibía con risa desdeñosa, porque huía con esmero las ocasiones de encontrarse sola con cualquiera de esos jóvenes, y con frecuencia, cuando la alegría y la confianza reinaban en el salón, ella, retirada bajo los árboles del huerto, recorría con la memoria los días pasados en Santiago, y creía sentir presentimiento de que las escenas de entonces se renovarían.
Por aquel tiempo, Rafael San Luis escribía a Martín:
Querido amigo:
Después de dos meses de soledad y silencio, de meditación y lágrimas, soy lo mismo que antes: amo como siempre. He pedido al cielo que borre de mi pecho este amor; a las místicas contemplaciones, su olvido; a los bellos ejemplos de virtud que he presenciado, la fuerza de alma que mata al corazón; nada ha tenido la virtud que la fábula daba a la aguas del Leteo; no he podido olvidar. No diré como los fatalistas: "Así estaba escrito", pero siempre me preguntaré con el alma sobrecogida de terror: "¿Es un castigo de Dios?" Porque llevo en mi memoria, como el silicio de los penitentes, el recuerdo de los días de dicha desvanecida y a todas horas su imagen, enamorada a veces para mi martirio, y repitiéndome en otras las crueles palabras con que me condenaba en su carta. En este estado, ¿qué hacer?
La soledad del claustro, lejos de calmar el ardor de mi pecho, le ha dado pábulo; ni la oración ni el estudio han tenido para mí el bálsamo con que consuela los pesares de otros; en esta atmósfera de hielo arde siempre con calor mi frente; este aire no basta a la ansiedad de mi pecho, y mi juventud y el dolor porfiado de mi alma me piden más espacio, más luz, más aire, otra vida, en fin, que agotando las fuerzas del cuerpo acabe también con la tesonera vigilancia de mí espíritu.
Así como al entrar aquí no quise formar ninguna resolución violenta, así no he querido tampoco dejarme llevar del estado moral que te describo para abandonar mi retiro. Pienso ahora como pensaba al cabo sólo de un mes de reclusión, y sólo después de este segundo mes de prueba he determinado ya volver al lado de mi pobre tía, que, con la mejor buena fe del mundo, me creía ya lanzado en el camino de la religión.
Saldré, pues, mañana de aquí y me ocuparé como pueda. Hay por ahora cierta ocupación que se aviene mejor con mi carácter y que tal vez será más eficaz para mitigar la intensidad de mi mal. Cuando volvamos a reunirnos, acaso tú también busques en ella un alivio a tus pesares que supongo te afligen. Vente, pues, y tal vez me sigas en la vía en que voy a lanzarme; si como antes lo hacíamos no sembramos esperanzas en el campo del porvenir, troncharemos para consuelo las flores secas que nos ha dejado esa semilla. Para mí el sol de la felicidad principió a brillar con demasiado fulgor y agostó esas pobres flores; pero no olvides que no siempre debemos llorar; yo te mostraré una empresa a la que podemos consagrar el vigor de nuestras almas.
RAFAEL SAN LUIS
Casi al mismo tiempo que esta carta, había llegado a manos de Rivas otra de Edelmira Molina, que decía lo siguiente.
Querido amigo:
No le ocultaré el pesar que me causó la carta en que usted me decía que amaba a otra sin nombrármela. Cualquiera que sea, le aseguro que ruego al cielo por que le pague con el amor que usted merece, y aunque he llorado mi desgracia, no me quejo, porque le debo a usted demasiado para que pueda tener en mira otra cosa que su felicidad. Lo que también pido a Dios es que me proporcione algún día la ocasión de probarle el desinterés de mi afecto, y poder hacerle algún servicio en cambio de los que usted me ha hecho con tanta delicadeza.
Le escribo ésta desde la casa de mi tía, en donde usted me dejó, y voy a contarle cómo es que no he vuelto a la de mi mamita. Dos días después que usted me trajo llegó Amador a buscarme, pero se opuso mi tía a que me fuese, y escribió a mi mamita diciendo que sólo volvería yo cuando ella prometiese que me dejaría en libertad de casarme o no, según yo quisiese, y aunque mi mamita le ha contestado que se hará como lo pide mi tía, ésta me ha dejado aquí para que la acompañe algún tiempo más.
Me despido deseándole la más completa felicidad y diciéndole que siempre tendrá una amiga reconocida en su afectísima,
EDELMIRA MOLINA
Estas dos cartas y las explicaciones que las preceden, bastan para dar a conocer la situación de los principales personajes de esta historia en la época del regreso de Martín Rivas a la capital, a principios de marzo de 1851.
53
La narración de los sucesos acaecidos en la vida privada nos ha tenido apartados durante largo espacio de tiempo de la escena pública, cuya animación recuerdan todavía los que habitaban en la capital de Chile a fines de l 850 y a principios de 1851.
Ligeramente bosquejamos en los primeros capítulos el espíritu político que por entonces traía divididas a todas las clases sociales de la familia chilena, y especialmente a los habitantes de Santiago, foco de la activa propaganda liberal que principió a levantar su voz en la Sociedad de la Igualdad.
Sin avanzarnos en el dominio de la historia, debemos dar una rápida ojeada a la situación política en que se preparaba un grande acontecimiento público, de gran trascendencia para algunos de los personajes de que nos hemos ocupado.
La efervescencia de los ánimos, mantenida por las lides sangrientas que la prensa de ambos partidos hacía presenciar al público, llegó a su colmo con la noticia del motín popular que estalló en la capital de Aconcagua el 5 de noviembre de 1850. Temblaron los espíritus previsores con lo que debían considerar como el precursor de nuevos y más sangrientos disturbios, apercibiéronse para la lucha los exaltados, y aumentó su vigilancia el Gobierno con aquel tan significativo aviso. Desde entonces creció también el furor de la prensa, alimentando la encarnizada enemiga de los bandos, y los rencores de partido echaron en los pechos las profundas raíces que retoñan, al presente, diez años después, con el vigor de los primeros días de la lucha. La prensa liberal, defendiendo el derecho de insurrección, y la voz pública que recoge las opiniones aisladas, condensándolas en una sola que tiene muchas veces el don de la profecía, habían arrojado en los espíritus la creencia de que el movimiento de San Felipe tendría en Santiago una terrible repercusión. Hablase, ya en febrero, de la proximidad de una revolución en la que se contaba como beligerantes contra la autoridad a casi todas las fuerzas de línea que guarnecían entonces la capital; contábase con masas inmensas de pueblo que acudiría a la primera voz de ciertos jefes, y esperábase al mismo tiempo que la fuerza cívica fraternizaría, según la expresión de entonces, con sus hermanos del pueblo, en la cruzada contra el poder.
Tal era, en resumen, la situación de Santiago a principios de marzo de 1851, cuando Martín Rivas llegaba a la posada de que dos meses antes había salido para su viaje a Coquimbo.
Vistióse a la ligera, y saliendo de la posada tomó el camino de la casa de Rafael San Luis. Un cuarto de hora después, los dos amigos se daban un largo y cariñoso abrazo. Al sentarse buscó cada cual en la fisonomía del otro el rastro que suponían debía haber dejado el dolor durante el tiempo que habían estado separados.
San Luis halló en el rostro de Martín la expresión juvenil y reflexiva a un tiempo que siempre le había conocido; la misma pureza del color trigueño que realzaba la profunda penetración de su mirada, la misma nobleza en la frente; era imposible leer en aquel rostro sereno la revelación de ningún secreto pesar.
Rivas, por su parte, halló que la mirada de Rafael, sus pálidas mejillas, la contracción de las cejas, algo de indefinible en la expresión del conjunto hablaban de los combates del corazón en que aquel joven había vivido tanto tiempo.
En ambos, aquella involuntaria inspección duró un corto momento.
-En fin, ¿cómo te ha ido? -preguntó Rafael.
-Te lo puedes figurar -contestó Rivas-; pasado el placer de abrazar a mi madre y a mi hermana, todo lo demás fue tristeza.
-¿No la has olvidado?
-¡No! -contestó Rivas.
-Pobre Martín -dijo San Luis, tomándole las manos-, ¿recuerdas mis pronósticos, recién nos conocimos?
-Mucho, pero entonces ya era tarde.
-¿Recibiste allá una carta mía?
-Sí, y supuse por ella que habrías a la fecha terminado tu vida de anacoreta.
-En esa carta te hablé de una ocupación que pensaba tomar.
-Sí, ¿cuál es?
-Una nueva querida -dijo San Luis, con una sonrisa melancólica.
-¿Por la que has olvidado a Matilde? -preguntó Rivas.
San Luis se acercó a su amigo.
-Mira -le dijo, mostrándole su negro cabello, ¿no ves algunas canas?
-Es cierto.
Rafael exhaló un prolongado suspiro, pero sin afectación ninguna de sentimentalismo.
-Mi nueva querida -dijo- es la política.
-¡Ah!, recuerdo que cuando te conocí te ocupabas mucho de ella.
-Nos hemos vuelto a encontrar; he aquí cómo: pocos días después de que te escribí al Norte, recibí una carta de dos amigos con quienes me había ligado en la Sociedad de la Igualdad. Aquí la tienes -añadió, leyendo:
Esperamos que tu fiebre amorosa se haya calmado; la patria no te engañará, y el momento de probar que no la has olvidado se halla próximo; ¿le dejarás creer que tu corazón es indigno del culto que antes le profesabas? Te esperamos en el lugar que tú conoces.
-Esto -continuó Rafael- acabó de decidirme y vencer la repugnancia con que, a pesar de mi horror por el aislamiento, pensaba en volver a mi antigua vida. Al salir, mi primera visita fue para los que así me ofrecían un nuevo campo, en el que me quedaba la probabilidad, si no de olvidar mis recuerdos, a lo menos de quitarles su punzante amargura. Dos causas, como siempre, presentaban sus combatientes en la arena política; la vieja y gastada de la resistencia, del exclusivismo y de la fuerza, por una parte; la que pide reformas y garantías, por la otra. Creo que el que sienta en su pecho algo de lo que tantos afectan tener con el nombre de patriotismo, no puede vacilar en su elección; yo abrace la última, y estoy dispuesto a sacrificarme por ella.
Entró entonces en una minuciosa pintura del estado político de Santiago, que nosotros bosquejamos ya muy a la ligera, y desarrolló sus teorías sobre el liberalismo con el calor de un alma apasionada y llena de fe en el porvenir. El fuego de su convicción despertó pronto en el alma de Rivas el germen de las nobles dotes que constituían su organización moral.
-Tienes razón -dijo a San Luis-; en vez de llorar desengañados como mujeres, podemos consagrarnos a una causa digna de hombres.
-Esta noche -dijo Rafael- te presentaré en nuestra reunión y te impondrás en nuestros trabajos; por mi parte, estoy persuadido de que el tiempo de las manifestaciones pacíficas ha pasado ya; el presente es la lucha, y no veo en qué piensan los que nos dirigen. En mi puesto de soldado, me resigno a esperar, pero con impaciencia.
Durante esta conversación había desaparecido completamente todo vestigio de abatimiento del semblante de Rafael, sus pálidas mejillas se habían coloreado y sus grandes ojos brillaban de entusiasmo.
Después de hablar aún durante largo rato, los dos amigos se separaron, dándose cita para la noche.
Martín fue puntual a la cita; quería desechar los pensamientos que la vista de las calles de Santiago había despertado con sus recuerdos, y tuvo necesidad de una gran entereza de voluntad para no pasar por la casa de don Dámaso, que se paró a mirar algunos instantes desde una esquina.
En la reunión a que le condujo San Luis, oyó Martín calurosos discursos contra la política del Gobierno, y los cargos que contra él venía formulando desde tiempo atrás la oposición.
Allí vio jóvenes entusiastas, dandies convertidos en tribunos, deseosos de consagrar sus fuerzas a la patria y llamando la hora del peligro para ofrecerle sus vidas. En el estado de su ánimo, Rivas encontró algún consuelo, sintiendo latir su corazón con la idea de contribuir también a la realización de las bellas teorías políticas y sociales que aquellos jóvenes profesaban y pedían para la patria. Al salir de la reunión, a las once de la noche, Rafael le tomó del brazo.
-Te voy a pedir un favor -le dijo.
-¿Cuál?
-Desde que te conocí -prosiguió San Luis- me inspiraste un cariño sincero; después hemos vivido en íntima confianza; pero, a pesar de mis deseos de estar siempre contigo, no me atrevía antes a proponerte que viviésemos juntos, porque sabía que nada valía para ti como la casa donde podías ver a Leonor con tanta frecuencia. Ahora estás solo; ¿por qué no te vienes a casa? Tú conoces a mi tía; es una santa, y te quiere porque eres mi amigo; estarás como en tu casa, y te cuidaremos como a un niño regalón.
La sinceridad de aquella oferta decidió al instante a Martín, que dio con efusión las gracias a su amigo.
-Bueno -dijo Rafael con alegría-, principia desde esta noche; te cedo mi cama, y mañana enviamos por tu equipaje.
-Tengo proyectado un paseo para mañana -contestó Martín-, y prefiero, para hallar más fácilmente un carruaje temprano, no venirme hasta mañana por la tarde.
-Como te parezca; ¿adónde vas?
-A Renca, a ver a Edelmira.
Diéronse las buenas noches y se separaron.
A las diez de la mañana del día siguiente recorría Martín el camino de Renca, cuyos incidentes le trazaban el cuadro de las esperanzas con que por primera vez los había visto. Entonces encontraba en los paisajes que se ofrecían a sus ojos las promesas de alegres días pasados en el campo al lado de Leonor; ahora, menos la imagen de la niña amante, todo había desaparecido de hecho, condenado al luto antes de haber conocido la alegría. Al divisar la casa en que había dejado a Edelmira, disipóse en tanto esta preocupación, que vino a reemplazar la de la suerte de aquella niña, a la cual profesaba una sincera amistad.
Se bajó en el patio y se dirigió a la casa; Edelmira le había visto desde la ventana de la pieza en que se hallaba, y salió corriendo a recibirle.
El sincero cariño con que Martín la saludó, hizo desaparecer del rostro de Edelmira el tinte de rubor con que, al verse cerca del joven, se había cubierto. Y ambos entablaron una conversación en la que se trató primero de la vida que habían llevado durante los últimos dos meses.
-Aunque deseo mucho volver al lado de mi mamita -dijo Edelmira, después de esto-, quiero que pase algún tiempo más todavía, para estar segura de que Ricardo se ha retirado de casa para siempre.
Ninguna palabra que hiciese alusión a la última carta de Edelmira fue pronunciada en aquella entrevista, en la que la tía de la niña tomó parte, rodeando de atenciones a Martín. Dos horas después, cuando Rivas se despedía, Edelmira se levantó, con la expresión de una persona que ha tomado una resolución después de vacilar algún tiempo.
-Tengo que preguntarle algo -dijo a Martín, aprovechándose de un instante en que la tía acababa de salir.
-Estoy a sus órdenes -contestó el joven.
-Para que usted me conteste como lo deseo -repuso Edelmira poniéndose encarnada-, le recordaré lo franca que he sido con usted.
-Lo recuerdo muy bien, y le juro a usted…
-No me jure nada; pero respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿no es Leonor a quien usted ama?
-Sí.
-Así lo he pensado siempre, y como mi hermano me contó hace poco la visita que le hizo con Ricardo al padre de la señorita, he visto que el servicio que usted me hizo le debe haber perjudicado.
-Algo hay de eso -dijo Martín, tratando de sonreírse.
Entró la tía de Edelmira, y el joven se despidió de ambas.
Edelmira salió a acompañarle como lo había hecho la primera vez y se detuvo largo rato a contemplar el carruaje en que marchaba Rivas. Cuando éste se perdió de vista en un recodo del camino. Edelmira entró en la pieza y dijo a su tía:
-¿No le decía yo? Martín ha perdido por mí su felicidad, pero yo haré cuanto pueda para devolvérsela; así tal vez logre pagarle su generosidad.
54
El 15 de abril entró Matilde en casa de Leonor, acompañada de su madre. Esta y la hija iban vestidas de basquiña y mantón. Venían de la iglesia, y eran las nueve de la mañana. Doña Francisca entró en el cuarto de su hermano, y Matilde, en el de Leonor.
-¿Qué haces? -preguntó a la hija de don Dámaso, que con un libro en la mano miraba a una ventana, en vez de leer.
-Nada; estaba leyendo.
-¿Sabes por qué he venido a verte a estas horas?
-No sé.
-Al salir de San Francisco he tenido un encuentro.
-¿Con quién?
-Adivina.
Leonor tuvo el nombre de Rivas en los labios, pero contestó:
-No se me ocurre.
-Con Martín -dijo Matilde-; me conoció al momento, y me saludó. Leonor no trató de disimular la turbación que se pintó en su semblante.
-¡Esta aquí -exclamó-, y mi papá que lo ha hecho buscar, suponiendo que hubiese llegado! ¿Cómo viene?
-Buen mozo; me ha parecido mejor que antes.
-¿Iba solo? -preguntó con malicia Leonor.
-Solo, y aun cuando hubiese ido con Rafael, te aseguro que poco me hubiera importado; tú sabes que eso se acabó.
Pocos momentos después vino doña Francisca a buscar a su hija y se despidieron de Leonor.
Quedó ésta reflexionando sobre la noticia que su prima acababa de traerle. Sabía que anunciando la llegada de Rivas a don Dámaso, éste haría todo lo posible por llevarle de nuevo a su casa, pero la alegría que le dio la idea de ver a Martín como antes, en la intimidad de la vida privada, le disipó muy luego el recuerdo de los motivos porque el joven había salido de su casa.
"¿Cómo sé yo si me ama?", se dijo con humildad la altiva belleza, a quien los más distinguidos galanes de la capital continuaban tributando rendido homenaje.
El amor, durante aquel tiempo, había hecho en su orgullo la obra de una gota de agua que cae constantemente sobre una piedra: había vencido su altanera resistencia. Su vigorosa organización moral cedía ante el imperio de la pasión, porque era mujer antes de ser la hija mimada de sus padres y de la sociedad elegante en que había cultivado los gérmenes de altanería de su carácter. Aquella soberbia hermosura, que había jugado con el corazón de varios admiradores sumisos, aceptaba francamente ahora el papel de amante desdeñada, y experimentaba un placer irresistible en consagrar su corazón al que al principio consideraba como un ser insignificante. Bajo el imperio de la transformación gradual operada en todo su ser, las pálidas flores del sentimentalismo habían alcanzado sus melancólicas corolas en el alma que poco tiempo antes se reía del vasallaje que el amor, tarde o temprano, debe imponer a los corazones bien dotados por el cielo.
Después de almorzar, evocó Leonor los recuerdos de sus conversaciones con Martín, de esos incidentes triviales que componen un mundo para los enamorados, tocando en el piano las piezas que esos días tocaba con más frecuencia.
En esta ocupación la encontró una criada, que se acercó a ella, y le dijo:
-Una señorita está en el patio, y pregunta por su merced.
Leonor entreabrió las cortinas de una ventana y miró al patio. Vio allí a una niña, vestida de basquiña y mantón, cuyo rostro juvenil y hermoso sugirió a Leonor esta pregunta: "¿Dónde he visto a esta niña?".
El mantón cubría una parte de la frente de la desconocida, y daba de este modo a sus facciones una expresión que muy bien explicaba la dificultad de Leonor para conocerla.
-Pregunta cómo se llama -dijo a la criada.
Desempeñó ésta el encargo y oyó la contestación siguiente:
-Dígale que soy Edelmira Molina, y que necesito mucho hablar a solas con ella.
-¡Edelmira! – exclamó Leonor cuando la criada le dijo este nombre.
Pareció reflexionar algunos momentos, y luego, levantando la vista:
-Hazla entrar en mi cuarto -dijo.
Cuando la criada salió de nuevo al patio, Leonor echó una mirada a uno de los espejos del salón en que se hallaba, y, sin pensar tal vez en lo que hacía, arregló sus cabellos divididos en dos largas y gruesas trenzas. Hecho esto, se dirigió a su cuarto, al que también acababa de entrar Edelmira.
Leonor contestó con ademán de reina al humilde saludo de la que creía su rival.
-Señorita -dijo ésta, con algún embarazo, vengo aquí a cumplir con un deber.
-Siéntese -dijo Leonor, que conoció los esfuerzos que hacía Edelmira para vencer su turbación.
Edelmira tomó la silla que le señalaba y volvió a decir:
-Debo un gran servicio a un joven que vivía en esta casa el año pasado y como hace pocos días que he sabido la causa por qué salió de aquí, sólo ahora he podido venir. Mi hermano -añadió- me ha traído aquí y me espera en la puerta.
-¿Y qué puedo hacer yo en este asunto? -preguntó Leonor con voz seca.
-Yo me dirijo a usted -repuso Edelmira-, porque no me había atrevido a hablar con su mamá, y veía que de todos modos debía dar este paso para justificar a Martín.
El nombre del joven por quien el corazón de aquellas dos niñas latía resonó durante algunos segundos en la pieza.
-He sabido -prosiguió Edelmira- que aquí han creído que Martín me había sacado de mi casa. Así lo hicieron creer a su padre de usted mi hermano y otro joven que estuvieron aquí con él el mismo día que yo me fui de Santiago a Renca, en donde he vivido hasta ahora.
-¿Se fue usted sola? -preguntó Leonor con cierta ironía mezclada de inquietud.
-No; Martín tuvo la generosidad de acompañarme -contestó Edelmira con sencillez-. Por eso creyeron que él tenia amores conmigo y me robaba de mi casa; pero esto no es lo cierto; yo me fui a Renca, porque querían que me casase con el joven que ese día vino aquí con mi hermano, Martín tuvo la bondad de acompañarme, y sin el sería ahora desgraciada.
-Muy generoso y desinteresado ha sido el señor Rivas, en efecto -dijo Leonor-, puesto que sin que usted le amase se exponía de ese modo.
-Yo no he dicho que no le amo -dijo con viveza y energía Edelmira.
-¡Ah! -exclamó Leonor, en cuyos ojos brillaron rayos de despecho.
Aquella mirada hizo suspirar a la otra niña, porque con ello le bastaba para convencerse de que Martín era correspondido por Leonor.
-No veo, entonces -dijo con altanería Leonor-, lo que tengo que hacer yo en todo esto; si usted ama a Martín, será mejor decírselo a él mismo.
-Sí, señorita, le amo -repuso con humilde, pero apasionado acento Edelmira-; pero él no me ama ni me ha amado nunca.
-No sé si debo alabar su franqueza más que su modestia -dijo Leonor con voz sarcástica-, y siento que Martín no esté aquí para interceder con él en favor de usted.
-No he venido a pedir servicio ninguno -replicó Edelmira con altivez-; he venido a justificar a Martín, porque he sido tal vez la causa de su desgracia.
-¡Ah!, ¿es desgraciado?
-Sí, lo sé por él mismo; me lo ha dicho hace dos días.
-¿Dónde le ha visto usted? -preguntó Leonor, olvidándose de su papel de indiferente.
-Fue a verme a Renca.
-Es mucha fineza -dijo Leonor con amargo tono de burla-. ¡Cómo dice usted que no corresponde a su amor!
-Ha sido porque es noble y me ha prometido su amistad.
-No desmaye usted; de la amistad al amor no hay mucha distancia.
-No, señorita; es sólo un amigo, y tengo pruebas que justifican lo que digo.
-¿Pruebas?
-Sí, tengo pruebas y las traigo, porque, como dije hace poco rato, mi deber es el de justificar a quien me ha servido con generosidad.
Sacó Edelmira todas las cartas que conservaba de Martín y las presentó a Leonor.
-Si usted se toma la molestia de leer estas cartas -le dijo-, verá que es la verdad cuanto acabo de referir.
Leonor abrió la primera carta que le pasó Edelmira, y principió a leerla con una sonrisa de desprecio.
-Pero ésta parece una contestación -exclamó cuando había recorrido algunas líneas.
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