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Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 7)


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-Si se anda con muchas -decía-, yo publico por todas partes que está casado con mi hija, y que arda Troya.

Amador trataba de calmarla, asegurándole que él arreglaría el asunto apenas terminasen las fiestas del 18.

En el teatro fue Martín, desde una luneta, testigo de la admiración que la belleza de Leonor suscitaba entre la concurrencia. Casi todos los anteojos se dirigían al palco en que la niña ostentaba su admirable hermosura, ataviada con lujosa elegancia. Las alabanzas de los que le rodeaban, sobre la belleza de Leonor, acariciaban el alma de Rivas infundiéndole una dulce melancolía. Escuchaba, en las melodías de la música y en el murmullo que formaban las conversaciones, cierta voz amiga, hija de su ilusión, que le presagiaba la ventura de ser amado algún día por aquella criatura tan favorecida por la naturaleza. Semejante a los mirajes que por una ilusión óptica ofrecen las grandes planicies a los ojos del viajero, ese presagio de amor desaparecía ante Rivas cuando éste quería darle la forma de la realidad, pues tenía entonces que considerar la distancia que de Leonor le separaba, y, alejándose del presente, iba a dibujarse vago y confuso entre las sombras de un porvenir distante.

Pasada la primera satisfacción del triunfo, Leonor había pensado en Martín. Halló cierta orgullosa satisfacción en la idea que en ese momento le ocurría, de desdeñar la admiración de todos, para ocuparse de un joven pobre y oscuro, al que con su amor podía elevar hasta hacerle envidiar por los más elegantes y presuntuosos de aquella perfumada concurrencia. Esta idea surgió naturalmente de su espíritu caprichoso y amigo de los contrastes. Al abandonarse a ella, buscó Leonor a Martín con la vista y no tardó en encontrarle. Una mirada de fuego respondió a la suya y la hizo ruborizarse. Cada movimiento de su corazón, que le anunciaba que el amor le invadía, era una sorpresa, como lo hemos visto ya, para el orgullo de Leonor. La impresión que la mirada de Rivas acababa de hacerle fue bastante para que alzara con orgullo la frente y mirase con altanería a la concurrencia, como desafiando su crítica y su poder: se creía dueña todavía de su corazón y se dijo en ese momento que ella podía hacer de Martín un hombre más feliz que los que la miraban, sin pensar que esta sola reflexión argüía en contra de su pretendida independencia.

Pasaron el primero y segundo entreacto, mientras que Leonor luchaba sin saberlo, entre su amor y su orgullo. Al bajarse el telón en el segundo acto, volvió a buscar los ojos de Martín y le hizo una señal para que subiese al palco, señal que el joven no se hizo repetir.

Leonor abandonó el primer asiento y ocupó uno en un rincón del palco, dejando otro vacío a su lado, que ofreció a Martín.

-Parece -le dijo- que usted no se divierte mucho esta noche.

-¡Yo, señorita! -exclamó el joven-. ¿Por qué cree usted eso?

-Le he visto pensativo y ¿sabe lo que me he figurado?

-No.

-Que está usted arrepentido del propósito que formó el otro día en mi presencia.

-No recuerdo cuál sea ese propósito.

-El de no volver a casa de las señoritas Molina.

-Siento tener que contradecirla -repuso Martín, tomando el tono de risa con que Leonor había hablado-, pero le aseguro a usted que no había vuelto a recordar tal propósito, lo que prueba que me cuesta muy poco el cumplirlo.

-En la plaza vi a la niña y le alabo el gusto: es bonita.

-Para tan sincera alabanza de la belleza de una niña -dijo Martín- se necesita hallarse en el caso de usted.

-¿Por qué? -preguntó Leonor, sin comprender el sentido de aquellas palabras.

-Porque sólo estando segura de la superioridad puede confesarse la belleza de otra -respondió el joven.

-Veo que va usted aprendiendo el lenguaje de la galantería -le dijo Leonor, con tono serio.

Aquel tono era la voz de su orgullo, que no consentía en que el joven saliese de su esfera de admirador tímido y respetuoso. Ese mismo orgullo le hizo arrojar a Martín su altanera mirada de reina y preguntarle:

-¿Me cree usted rival de esa niña?

El corazón de Rivas se oprimió con dolor al recibir esa mirada, y volvió a su pensamiento de que, bajo el magnífico exterior de belleza, aquella criatura extraña ocultaba un alma cruel y burlona.

-No he tenido tal idea -dijo con melancólica dignidad-, y siento en el alma la interpretación que se ha dado a mis palabras.

Desde la galería del teatro, en donde la familia Molina ocupaba varios asientos, Edelmira había visto entrar a Martín y sentarse al lado de Leonor.

-Estoy seguro de que Martín está enamorado de esa señorita -dijo a Edelmira el oficial de policía, que no la abandonaba un instante.

Y Edelmira ahogó otro suspiro, pensando en que aquella observación de su celoso amante sería tal vez verdadera.

Al mismo tiempo, decía doña Bernarda a su hija mayor:

-Mira, Adelaida, el otro Dieciocho estarás también sentada en palco con tu francés, no se te dé nada.

Después de la sentida contestación de Martín, Leonor se quedó pensativa, y el joven se retiró al cabo de algunos instantes.

"He sido muy severa", pensó Leonor, al verle retirarse, proponiéndose borrar la impresión que sus palabras hubiesen dejado en el ánimo de Rivas, al tomar el té en la casa de vuelta del teatro.

Pero Martín no volvió a su luneta ni le halló Leonor en el salón al llegar a la casa.

-¿Martín no ha llegado? -preguntó a la criada que había llevado la bandeja del té.

-Llegó temprano, señorita -contestó ésta.

Al acostarse, Leonor había olvidado los triunfos del teatro, las lisonjeras palabras con que varios jóvenes habían halagado su vanidad durante la noche, los rendidos galanteos de Emilio Mendoza y la tímida adoración del acaudalado Clemente Valencia, pensaba sólo en la dignidad con que Martín había contestado a su mirada de desprecio.

"He sido muy severa -se repetía-; él ha sufrido; ¡pero no se ha humillado!".

Su orgullosa índole no podía prescindir de la admiración al encontrar más dignidad en el pobre provinciano que en los ricos elegantes de la capital, siempre dispuestos a doblegarse a todos sus caprichos.

37

Tirada por una yunta de bueyes y con colchas de cama puestas a guisa de cortina, caminaba a la diez de la mañana del 19 de septiembre una carreta con toldo de totora, de las que usan ciertas gente para los paseos a la Pampilla.

En esa carreta, sentada sobre almohadas y alfombras, iba la familia Molina en alegre charla con algunos de sus amigos. Doña Bernarda apoyaba su diestra sobre una canasta de fiambres, y en otra con botellas, la izquierda. Sus dos hijas iban al frente de ella y, reclinado junto a Edelmira, el oficial Ricardo Castaños que, por gracia especial de su jefe, había obtenido permiso para faltar a la formación en aquel día. Al lado de Adelaida se hallaba otro galán, y sentado al frente, casi a caballo sobre el pértigo, con ambas piernas colgando y con la guitarra entre los brazos, completaba Amador Molina aquel cuadro característico del 19 de septiembre.

La canción que éste entonaba era a propósito para el caso y terminaba con el verso:

Tira, tira, carretero.

Que en coro repetían los de adentro, imitando con boca y manos el ruido de los voladores y apurando repetidos vasos de ponche preparado ad hoc por las inteligentes manos de Amador.

No seguiremos en su marcha a la familia de doña Bernarda, que a su llegada al Campo de Marte recibió su colocación en una de las calles que forman frente a la cárcel-penitenciaría, compuesta de las numerosas carretas con ventas y familias que llegan al campo en ese día.

En casa de don Dámaso Encina golpeaban el empedrado del patio con sus herrados cascos de hermosos caballos, que a las dos de la tarde montaron Rivas y Agustín.

Los dos jóvenes llegaron a la Alameda por la calle de la Bandera y siguieron la corriente de carruajes y de jinetes en cabalgatas que se dirigen a esa hora principalmente al Campo de Marte.

-Es preciso que te animes -decía Agustín a Martín, haciendo encabritarse su caballo para lucir su gracia a los espectadores que se estacionan en las puertas de calle en las casas de la Alameda.

Esta frase con que Agustín quería comunicar el contento a Rivas no era más que la continuación de las reiteradas instancias con que había vencido la resistencia de su amigo para acompañarle al paseo.

-¿La familia vendrá al llano? -preguntó Martín.

Creo que no -contestó Agustín-; mamá tiene miedo de salir en este día.

Mientras tanto, la familia Molina colocada, como dijimos, en una de las calles de carretas, se entregaba con ardor a las diversiones del día. Las zamacuecas se sucedían las unas a las otras, y con ellas, las abundantes libaciones que aumentaban singularmente el entusiasmo patriótico de los danzantes.

Amador animaba a los demás con el ejemplo; doña Bernarda bebía vaso tras vaso a la salud de los que bailaban; el oficial de policía improvisaba frases galantes en honor de Edelmira, y varios curiosos que habían rodeado la carreta aplaudían cada baile y apuraban el vaso con alegres dichos y descompasadas risas. La animación, en una palabra, se pintaba en todos los rostros, menos en el de Edelmira, que asistía con pesar a una diversión tan contraria a sus delicados y sentimentales instintos.

Mas Ricardo Castaños no se daba por derrotado por la indiferencia con que su querida miraba la general alegría; y como en un rapto de amor, quisiese apoderarse de una mano de Edelmira, doña Bernarda, que le sorprendió al empinar una copa de mistela, exclamó entre risueña y enojada:

-Mira, oficialito, que si te andáis con muchas te mando meter a la plenipotenciaria que está aquí enfrente.

Con grandes aplausos celebraron los circunstantes aquella amenaza, que acompañó doña Bernarda con un ademán con que señalaba la cárcel-penitenciaría, a la que el pueblo da comúnmente el nombre con que la señora la había designado.

Aquel aplauso llamó la atención de Agustín y Rivas, que en ese instante pasaban por delante de la carreta y no habían podido distinguir a la familia Molina entre las personas de a caballo que la rodeaban.

-Aquí parece que se divierten -dijo Agustín, picando su caballo.

Martín le siguió de cerca.

Doña Bernarda vio al momento a los jóvenes y se adelantó hacia ellos, exclamando:

-¡Aquí está el francesito! Señor Rivas, cómo lo pasa. Anoche andaban ustedes muy enterados; no conocían a los amigos.

-¡Es posible, señora! -dijo con fingida admiración el elegante-. ¿Anoche, dice usted? No tuve el honor de verla.

-Sí, sí, hágase el disimulado no más -respondió doña Bernarda.

-Doy a usted mi palabra de honor que…

-No me dé palabra, mire -añadió, presentándole un vaso, y en tono mas bajo-: tomemos un trago por su mujercita. Conque el papá dice que el matrimonio es de por ver, ¿no?

Amador, que se había acercado apenas divisó a los jóvenes, oyó las palabras de su madre, pero no tuvo tiempo de impedir que Agustín le respondiese:

-Yo entiendo que ya todo está arreglado, y papá cree lo mismo.

-¿Arreglado? ¿Cómo es eso? -preguntó doña Bernarda a su hijo.

-Sí, madre -contestó Amador-; después hablaremos de esto; ahora nos estamos divirtiendo.

-Mejor, pues -exclamó doña Bernarda, exaltada ya un tanto por el licor-; tanto mejor, Cuchito es de la familia y es preciso que se baje a divertirse con nosotros.

-Siento en el alma no poder -dijo Agustín, a quien Amador hacía señas de no contradecir a su madre.

-Aquí no hay alma que se tenga -dijo doña Bernarda, apoderándose de las riendas del caballo de Agustín-, ¿Es usted de la familia o no? ¡Qué es esto, pues!

El tono con que doña Bernarda dijo aquellas palabras hizo conocer a Amador que peligraba su secreto y que era preciso calmar a su madre para no tener que explicarle su arreglo con Martín sobre el supuesto enlace en circunstancia tan poco propicia.

-Mi madre no sabe nada todavía -dijo al oído de Agustín-, y si usted no se apea, es capaz que arme aquí un bochinche.

-Yo no puedo descender -contestó Agustín, que temía mostrarse en público en semejante compañía.

Los que rodeaban al grupo de la familia Molina se habían retirado casi todos al ver que el baile había cesado.

Entretanto, doña Bernarda no soltaba las riendas del caballo de Agustín y exigía que se bajase.

-Empéñese usted para que se apee dijo Amador a Martín-; hágame este servicio.

Martín vio que, para calmar a doña Bernarda, era preciso bajarse; y contribuyeron a su decisión estas palabras que Edelmira le dijo al mismo tiempo:

-¿Se avergonzará usted de que le vean aquí?

-Vamos, francesito -exclamaba doña Bernarda-, si no te apeas me enojo.

Martín echó pie a tierra, y Agustín siguió su ejemplo, tomando después el vaso que doña Bernarda le presentaba.

En ese momento Ricardo Castaños quebraba un vaso en el pértigo de la carreta porque Edelmira hablaba con Martín.

-Usted nos ha olvidado -le decía la niña, con una mirada en que se retrataban los progresos que el amor había hecho en su corazón durante la ausencia de Rivas.

-No la he olvidado a usted -respondió éste-; pero para tranquilizar a la familia de Agustín he prometido que no volvería a casa de usted.

-¿De modo que yo voy a sufrir por faltas ajenas? -exclamó con ingenuidad Edelmira.

-¡Usted! ¿Y por qué? -preguntó el joven-, ¿por qué puede sufrir?

-Mas de lo que usted se imagina contestó, ruborizándose, la niña-; en estos días lo he conocido.

Martín no tuvo tiempo de contestar, porque sus ojos se detuvieron con espanto en un carruaje que se acababa de detener frente a ellos.

En ese carruaje se hallaban Leonor y don Dámaso.

Agustín estaba como una grana y no hallaba hacia qué punto dirigir la vista.

Don Dámaso le hizo señas de acercarse:

-¡Tú con esas gentes! -le dijo.

-Papá, voy a explicarle -contestó avergonzado el elegante.

-Monta a caballo y síguenos -repuso don Dámaso.

Leonor se había reclinado en el fondo del coche, después de arrojar una mirada de profundo desprecio.

Al mismo tiempo Edelmira decía a Martín:

-Usted me ha dicho que tendría confianza en mí.

-Es verdad -le contestó Rivas, haciendo heroicos esfuerzos para ocultar su vergüenza y desesperación.

-¿Ama usted a esa señorita? -preguntó Edelmira, fijando en el joven una ardiente mirada y con voz temblorosa de emoción.

-¡Qué pregunta! -exclamó Martín, apelando a una sonrisa-; sería mirar muy alto.

-Vamos, vamos -le dijo entonces Agustín-; papá dice que le sigamos.

Y después de dar enredadas disculpas, montaron a caballo y emprendieron el galope tras el carruaje de don Dámaso.

"Yo he de saber lo que hay", se dijo doña Bernarda.

Edelmira reprimió una lágrima que asomaba a sus ojos, y tomó la guitarra que Amador le presentaba para que cantase una zamacueca.

-¡Viva la patria! -exclamó Amador, para distraer la preocupación de su madre.

-¡Que viva! -respondieron diversas voces de los que rodeaban, a pie y a caballo, la carreta.

Y esa invocación patriótica resonó en medio del fuego graneado de las tropas, entre el ruido de las vecinas chinganas, y alcanzó a llegar como un sarcasmo a los oídos de Martín, que se alejaba al galope, maldiciendo su estrella por la desagradable sorpresa que se le había preparado.

Edelmira, entretanto, con la muerte en el alma, entonó maquinalmente los versos de la zamacueca, a cuyo compás empezó de nuevo la danza y la alegría de los demás. Y siguió el contento y continuaron las libaciones, hasta que la retirada de las tropas señaló a los de las carretas la hora de abandonar aquel teatro de su periódica alegría.

38

La presencia de Leonor en el Campo de Marte sorprendió tanto más a los jóvenes cuanto que, por la mañana, había dicho en el almuerzo que sólo iría a la Alameda.

Tal había sido, en efecto, la intención de Leonor en la mañana de ese día. Después de su conversación con Rivas en el teatro y de reconocer que le había tratado con demasiada severidad, experimentó un deseo de encontrarse sola y de meditar sobre el estado de su corazón, estado propio de la nueva faz en que por grados iba penetrando su alma, esclava hasta entonces de las frívolas ocupaciones de la vida maquinal en que la mayor parte de las mujeres chilenas dejan pasar los más floridos años de su existencia. No creemos aventurada, después de meditarla, la expresión "maquinal" con que hemos calificado el género de vida de nuestras bellas compatriotas. Leonor, como casi todas ellas, sin más ilustración que la adquirida en los colegios, había encontrado que la principal preocupación de las de su sexo versaba sobre las prendas del traje y las estrechas miras de una vida casera y de círculo. Su natural altanería le inspiró, desde luego, el deseo de triunfar en esa arena y brilló por la elegancia como brillaba por su hermosura, fue la reina del buen tono y la heroína de algunas fiestas. Estos triunfos bastan para llenar la vida mientras que el corazón permanece indolente al excitante influjo de su verdadero destino. Pero hemos visto que el hastío había golpeado, aunque suavemente, a su alma, y hemos también seguido paso a paso las metamorfosis de su corazón desde que conoció a Martín. Había llegado Leonor al punto de pensar en el joven por la mañana después de haberlo hecho durante gran parte de la noche. Parecíale ya que su plan de avasallar a Martín era un juego cruel y encontraba capciosos argumentos para crear la necesidad de manifestarle arrepentimiento de sus sarcásticas palabras. En estas meditaciones, en las que el espíritu, como una araña colgada de su hilo, baja y sube repetidas veces, empleó Leonor una hora, después de haber dicho que no iría a la Pampilla.

Todo espíritu vigoroso es generalmente impaciente; Leonor penso que esperar hasta la noche para ver a Martín y calmar su tristeza con alguna mirada o una palabra consoladora sería poner un siglo entre su deseo y la ejecución. En amor, toda dilación se mide por siglos; tan ambicioso es el corazón cuando se encuentra en el verdadero campo de su gloria, que encuentra miserables los términos ordinarios con que apreciamos el tiempo. Entonces, Leonor decidió borrar ese siglo. Su determinación de ir al Campo de Marte fue para don Dámaso una orden, como lo era todo deseo de su hija. He aquí la causa natural por qué Leonor llegó a ver a Martín y a su hermano cuando acababan de bajarse del caballo.

Al ver Leonor a Rivas conversando con Edelmira sintió en su corazón un hielo que jamás había experimentado. Con el firme propósito de despreciarle y de no pensar más en él, no se ocupó de otra cosa durante la vuelta a la Alameda. ¿Por qué Martín le parecía más interesante desde que otra mujer, joven y bonita, le amaba? Leonor no pudo explicarse este enigma, mientras desfilaban ante sus ojos los grupos de senos paseantes que van y vienen por la Alameda en la tarde del diecinueve de septiembre, las engalanadas mujeres con sus vestidos nuevos, las tropas que marchan al compás de música marcial por la calle del medio, y las tristes figuras de los cívicos de Renca y de Nuñoa, con sus raídos y estrafalarios uniformes, por las calles laterales. Sus ideas se confundían como esas masas de seres humanos que pasaban delante de su vista. Sentíase triste por la primera vez de su vida, y regresó a su casa de mal humor.

En esa noche Martín no fue al teatro, y Leonor oyó con disgusto la justificación de su hermano, que explicó a don Dámaso la escena de la carreta. A pesar de una larga conversación que tuvo en el teatro con Matilde y Rafael sobre generalidades de amor, no pudo desterrar de su imaginación la idea de que Rivas, quebrantando su promesa, dejaba el teatro por la casa de doña Bernarda. Al acostarse había reflexionado tanto sobre el mismo asunto, que su orgullo no se rebelaba ante la idea de tener por rival a una muchacha de medio pelo, de modo que al día siguiente, habiendo oído a Agustín que Rivas iba a almorzar con Rafael San Luis, sintió helada la atmósfera del comedor, donde esperaba verle.

Martín había buscado un pretexto para ausentarse, porque no se atrevía a comparecer delante de Leonor después de lo ocurrido en la Pampilla.

-Leonor -dijo Agustín a Rivas cuando éste volvió de casa de Rafael- es la que menos cree en las disculpas que he dado, es preciso que tú la convenzas, porque lo que ella cree, lo cree también papá y todavía está serio conmigo.

En la comida de ese día, Martín tuvo una verdadera sorpresa, que le dejó perplejo sobre lo que debía pensar, durante algunos momentos. Ocasionó esta sorpresa al aire natural de afabilidad con que Leonor le saludó y dirigió varias veces la palabra. Al cabo de sus reflexiones concluyó Rivas por esta triste deducción, propia de un enamorado que no se cree correspondido: "Me mira con demasiado desprecio y no está de humor para burlarse de mí".

-Ahora es la ocasión de que me justifiques -le dijo Agustín, al salir del comedor.

-Apenas me atrevo -contestó Rivas, que deseando hablar con la niña, necesitaba que alguien le alentase a ello.

-Ha me ese favor -replicó el elegante-. Ella te mira bien; mira, esta mañana me preguntó que por qué no habías ido anoche al teatro.

Diciendo esto, Agustín llevó a su amigo al salón, en donde Leonor se había sentado a tocar el piano.

Hemos visto que Martín, a pesar de su timidez de enamorado, sentía despertarse su energía en presencia de las dificultades. En aquella ocasión cobró fuerzas al verse solo con Leonor, pues Agustín le dejó junto al piano y se acercó a hojear un libro a la mesa del medio.

-No le vi a usted anoche en el teatro -le dijo Leonor, con una naturalidad que tranquilizó completamente al joven.

-Quedé algo cansado del paseo -contestó él.

Leonor le miró con malicia:

-Sin embargo -le dijo-, usted se bajó a descansar en la Pampilla y había elegido un buen lugar.

-Me ha dicho Agustín que usted no parece dar mucho crédito a la explicación que hizo de los motivos que nos obligaron a dar ese paso.

-En lo que usted encontrará demasiada malicia, ¿no es verdad?

-O muy mala idea de nosotros.

-No; a usted le hago entera justicia, porque reconozco el mérito de su inventiva.

-¿Cómo así, señorita?

-Porque siendo la explicación dada por Agustín demasiado ingeniosa para que yo pueda atribuírsela, he debido, naturalmente, pensar que es de usted.

-Por más que este juicio sea honroso para mi capacidad, no puedo aceptarlo; Agustín no ha hecho más que referir la verdad de lo acaecido.

-Pero hay algo que yo vi y que él no ha explicado.

-¿Qué cosa?

-Una conversación, con apariencias de muy tierna, que usted tenía con la señorita Edelmira.

-Ya que usted me hace el honor de recordar algo que me concierne, me permitirá contestarle con entera franqueza.

-¿Alguna confidencia? -preguntó Leonor, con un aire indefinible de inquietud reprimida y de disimulada indiferencia.

-No, señorita, una explicación sobre lo que usted vio.

-Sé de antemano que la explicación será satisfactoria, puesto que reconozco su facilidad de inventiva.

-Puede usted calificarla después de oírme.

-A ver.

-Es cierto que hablaba ayer con interés cuando usted me vio al lado de Edelmira.

-¡Vaya, veo que usted va teniendo confianza en mí para contarme sus secretos! -dijo Leonor con extraño acento y sin mirar a Rivas.

Hubiérase dicho que aquellas palabras habían salido de su boca después de luchar con acelerados latidos de su corazón. Un hermoso prendedor de camafeo rodeado de perlas, que sujetaba su cuello de finos encajes, bajaba y subía como esquife que se mece sobre las olas tan visible era lo oprimido y afanoso de su respiración al pronunciar aquella exclamación.

-No es un secreto, señorita; lo que he querido contar a usted es como le he dicho, una sencilla pero franca explicación.

-A ver, pues, ya le escucho.

-El interés que tenía y tendré siempre para hablar con esa niña nace señorita, del aprecio verdadero que he concebido por su carácter.

-¡Cuidado, con mucho calor habla usted de ese aprecio!

-Soy apasionado en mi afectos, señorita.

-Por eso le digo "cuidado"; dicen que ese aprecio se cambia con facilidad en amor.

-No le temo.

-¿Porque lo desea?

-Porque sé que no puedo amarla.

-Es usted muy presuntuoso, Martín -dijo Leonor, con acento grave y mirándole risueña al mismo tiempo.

-¿Por qué, señorita?

-Porque fía demasiado en la fuerza de su voluntad.

-¡Bien quisiera poder contar con ella! -exclamó Rivas con sincero acento de pesar-; viviendo por la voluntad sería más feliz.

Leonor evitó seguir la conversación en ese terreno, como un picaflor que abandona la atractiva belleza de la rosa, de miedo a sus espinas, y se contenta con las más modestas flores que la rodean en un jardín.

-Veamos -le dijo- si usted es tan franco como dice.

-Póngame usted a prueba.

-Esa niña le ama a usted.

A través de la sonrisa con que Leonor acompañó esa frase, había en su mirada un aire de angustia que sólo muy expertos ojos habían adivinado.

-No lo creo, señorita -contestó Martín, con tono resuelto.

-Sea usted sincero, Agustín me lo ha dicho.

-Lo ignoro completamente, y con temor de dar a usted pobre idea de mi modestia, le diré que lo sentiría si así fuera.

-¿Por qué?

-Por lo que usted me ha tachado de presuntuoso; porque no podría amarla.

-Ah, usted aspira más alto y la cree de oscura condición.

-Eso no. Yo me hallo en el caso de abogar por la independencia del corazón. Ante el amor, no deben valer nada las jerarquías sociales.

-Entonces la causa que usted tiene para no amar a esa niña es un misterio.

Volvió Leonor a abandonar por ese lado la conversación, porque le ocurriría la pregunta escabrosa que explicase la causa de que hablaban: "¿Entonces, está usted enamorado de otra?"

Pero ella no preguntó eso, sino que, como lo había hecho un momento antes, hizo lo que podría llamarse una vuelta.

-Anoche -dijo al joven- estuve algo terca con usted.

-Mucho he estudiado, señorita -dijo Rivas, con tristeza-, el modo de no desagradar a usted cuando tengo el honor de hablarla, y confieso que he sido casi siempre desgraciado.

-¡Se ha fijado usted en esto! -dijo con estudiada admiración la niña.

-Son incidentes de mucha importancia para mí, señorita -contestó con voz conmovida Martín.

El prendedor de camafeo volvió a mecerse como el esquife sobre las olas.

Al mismo tiempo, Leonor se turbó en una nota del vals que sabía de memoria y clavó los ojos en el papel de música que tenía a la vista.

-Tiene usted la memoria demasiado feliz -dijo, después de repetir varias veces la nota en que había tropezado.

-No es la memoria, señorita; es el constante temor de desagradarla.

-¡Por Dios!, ¿me cree usted de muy mal genio? -exclamó Leonor, aparentando sorpresa para ocultar su turbación.

-Sólo desconfío de mí, señorita.

-Le repetiré lo que creo haberle dicho antes; no veo motivos para esa desconfianza. Si realmente me hubiese desagradado, ¿no evitaría toda conversación con usted?

Estas palabras fueron acompañadas con los últimos golpes del vals, que Leonor tocó antes que le hubiese llegado su turno. Sus manos temblaban al cerrar el piano y, sin decir nada más, se acercó a la mesa junto a la cual Agustín seguía hojeando el libro.

Más turbado que ella, permanecía Martín en el mismo punto que ocupaba durante la conversación. Parecióle que un rayo de luz había iluminado de súbito su mente para dejarle en la más completa oscuridad después. Al interpretar, en pro de su amor, las sencillas palabras que acababa de oír, su corazón se oprimió espantado como en presencia de su abismo y tuvo vergüenza de su tenacidad. ¡Ella estaba allí, majestuosa y altanera como siempre, hermosa hasta el idealismo, rica, admirada de todos!

"¡Qué locura!", se dijo, con frío en el pecho oprimido por los violentos embates de su corazón.

Agustín se acercó a Leonor.

-Espero que Martín te habrá convencido, hermanita -le dijo, estrechando cariñosamente con ambas manos la cintura de la niña.

-¿De qué? -preguntó Leonor, poniéndose encarnada.

Parece que aquella pregunta coincidía de una manera casual con lo que en ese momento era su mayor preocupación.

-De que fue imposible resistir y tuvimos que descender del caballo -repuso Agustín.

-Ah, sí: enteramente -contestó la niña, saliendo del salón.

-Me alegro -dijo Agustín a Rivas-. Ella convencerá a papá y nos arreglaremos del todo con él.

39

Disipados los vapores del licor en el cerebro de doña Bernarda Cordero, después del paseo al Campo de Marte del día 19, acudiéronle los recuerdos, a la mañana siguiente, sobre las palabras que de boca de Agustín había oído. De ellas se desprendía, con claridad, que existía un arreglo sobre el asunto del casamiento y corroboraban esta deducción las equívocas razones que había empleado Amador en aquella circunstancia. ¿Qué arreglo era aquél?, ¿y por qué se le dejaba ignorar sus cláusulas a ella, madre de la interesada?, fueron preguntas que surgieron de la mente de doña Bernarda, tras larga meditación, avivando, como era consiguiente, su curiosidad y dando origen a un propósito firme de aclarar semejante enigma y de no permitir, como ella decía, "que la hagan a una tonta y quieran meterle el dedo en la boca".

Interrogó al efecto a su hijo, quien, deseoso de aplazar cuanto fuese dable la explicación de lo acaecido, contando con que el enojo de su madre disminuiría en proporción del tiempo que transcurriese, respondió con evasivas explicaciones que, lejos de adormecer sus sospechas, las aumentaron.

Reiteró varias veces doña Bernarda sus preguntas y, firme en sus propósitos, Amador contestó con nuevos subterfugios, tratando, sin embargo, de dejar traslucir con vaguedad la verdadera proporción del hecho. Y como pasasen algunos días sin que doña Bernarda renovase sus indagaciones, el mozo se persuadió de que un sistema de gradual explicación era el más a propósito para enterar a su madre de lo ocurrido, sin que la magnitud del desengaño irritase su mal humor, como temía, con razón, sucediese, revelándole sin rodeos el engaño de que, por realizar su abortado plan, le había hecho víctima.

Pero no era doña Bernarda Cordero de las que podían satisfacer su curiosidad con incompletas explicaciones, de manera que, lejos de contentarse con lo que Amador le contestaba, resolvió dar un golpe, a su entender maestro, que, al par que la impondría de todo, serviría eficazmente para la total conclusión de aquel asunto.

Cubierta con su mantón salió un día de su casa, a principios de octubre, resuelta a tener una entrevista con el padre del que ella reputaba su yerno. Había discurrido sobre aquel paso durante varios días y meditado también con detención acerca de las palabras que emplearía en la entrevista, y de la energía con que se hallaba dispuesta a rechazar toda proposición de avenimiento que no tuviese por base la unión de los esposos reconocida por toda la familia de don Dámaso, que, como rico, debía hospedarlos en su casa y darles, como ella decía, "casa y mesa puesta".

Don Dámaso le ofreció asiento y doña Bernarda entabló pronto la conversación.

-Vengo, pues, señor -dijo-, al asuntito que usted sabe.

-A la verdad, señora -contestó don Dámaso-, no sé de qué asunto me habla usted.

-¡Vaya!, ya no sabe, ¿de qué ha de ser, pues?, del asuntito aquél, pues.

-Tenga usted la bondad de explicarse.

-Dígame, señor, ¿que se le ha olvidado que su hijito está casado con mi hija?

-Señora -dijo con sorpresa don Dámaso; mucho me extraña que venga usted a hablarme de este asunto.

-Y entonces, pues ¿quién quiere que le hable? ¿No soy la madre? ¡Las cosas suyas! Yo no más he de ser, pues.

Como se ve, doña Bernarda desplegaba desde el principio de la conversación la energía y claridad con que tenía resuelto dar término al negocio.

-No estamos ahora en que usted sea la madre; nadie lo niega -replicó don Dámaso, algo incómodo con las preguntas y exclamaciones de su interlocutora-. Me extraña que parezca ignorar que todo está arreglado y que no hay más que hablar sobre la materia.

-¡Y diei, pues! Lo mismo digo yo; si todo está arreglado, que se junten, pues, ¿pa qué estamos embromando?

-¿Quiénes quiere usted que se junten?

-Esos niños. ¡Mire qué gracia! Agustín con mi hija: ¿quiénes han de ser?

-Pero, señora, parece que usted no quiere entender: le repito que todo está arreglado.

-Bueno, pues, lo mismo me dice Amador, pero lo que yo quiero saber es qué clase de arreglo es ése.

-¡Cómo! ¿No lo sabe usted?

-Y si lo supiese, ¿pa qué se lo preguntaba?

-Su hijo de usted, su mismo hijo, ha confesado que el matrimonio había sido una farsa.

-¡Cómo es eso!, y yo ¿que no lo vi? ¡A Dios, pues, al todo también!, ¿qué soy tonta? ¿Y el cura que los casó?

-El cura no era cura: era un amigo de su hijo de usted.

-¿Quién dice eso?

-El mismo Amador.

-¿Que está loco? ¡Yo se lo había de oír!

-El hecho es que él lo ha confesado.

-¿A quién?

-A mí.

Don Dámaso, al contestar, se dirigió a su escritorio y mostró a doña Bernarda la carta de Amador.

-Vea usted -le dijo; aquí tiene usted una carta de su hijo en la que refiere la verdad de lo ocurrido.

-A ver qué dice la carta -respondió doña Bernarda, que, no sabiendo leer, no quería confesarlo.

-Aquí la tiene usted -dijo don Dámaso, mostrando el papel.

Don Dámaso leyó la carta de Amador, desde la fecha hasta la firma.

Aquella súbita revelación dejó aterrada a doña Bernarda. Las confusas respuestas en que distintas ocasiones había recibido de su hijo no le habían dado la menor sospecha de la verdad. Figurábase siempre que el arreglo a que Amador aludía era un convenio ajustado para aplazar el reconocimiento del matrimonio por parte de la familia de Agustín. La cara, cuya lectura acababa de oír, echaba por tierra toda sus esperanzas y descorría ante sus ojos el velo que ocultaba el cuadro de su vergüenza. Su carácter irritable quedó exasperado por aquella ocurrencia y sólo penso en regresar a su casa para descargar sobre sus hijos todo el peso de su cólera.

-Si esto hay -dijo, temblando de indignación-, me la han de pagar.

Despidióse de don Dámaso y con paso ligero se dirigió a su casa.

Durante el tiempo que doña Bernarda empleó en formar la resolución de ver a don Dámaso, que, como hemos visto, ejecutó a principios de octubre, ningún incidente digno de mencionarse había ocurrido entre los demás personajes que figuran en nuestra narración.

Felices y apacibles corrían los días para Matilde y Rafael San Luis, que entregados a los devaneos de un amor que nada contrariaba, esperaban con ánimo tranquilo el día prefijado de la unión. Nuevas seguridades que don Fidel tenía recibidas sobre el segundo arriendo de "El Roble" le hacían aceptar las repetidas visitas del enamorado amante de su hija con la más afectuosa benevolencia, mientras que doña Francisca se entregaba a sus lecturas favoritas y tenía largas y románticas conversaciones con su futuro yerno, quien la acompañaba, con la complacencia del hombre feliz, en las correrías al país de los sueños de que doña Francisca gustaba para descansar de la vida prosaica de la capital.

No respiraban en la grata atmósfera de la felicidad en que se mecían Matilde y su familia, las hijas de doña Bernarda Cordero, a quien hemos visto salir llena de indignación de su entrevista con don Dámaso.

Adelaida gemía en silencio, combatida por el despecho de la noticia que pronto se había difundido en Santiago sobre el casamiento de Rafael San Luis.

Nadie debe extrañarse de que llegase a oídos de Adelaida Molina la nueva del enlace proyectado de su antiguo amante. En nuestra capital, toda especie circula con rapidez asombrosa y pasa de boca en boca recorriendo los diversos círculos y jerarquías de nuestra sociedad. Además, Adelaida pertenecía a una clase social que aspira siempre a las consideraciones de que la clase superior disfruta, y que por esto vive impuesta de sus alteraciones, que se complace en comentar, y de sus debilidades, que critica con placer. No es extraño, pues, que la voz pública, tan sonora en sociedades que se ocupan de intereses pequeños las más veces, como la de Santiago, llevase a los oídos de Adelaida que Rafael San Luis iba a dejar el estado en el que podía ofrecerle una reparación de su falta.

Al lado de Adelaida suspiraba su hermana en la melancolía de su amor solitario.

Poseía Edelmira uno de esos corazones para los cuales la ausencia es un estimulante. En los días que Martín había dejado de visitar su casa, su amor había crecido como las flores de nuestros cerros, que, solitarias, no reciben más riego que el de las aguas del cielo. Lo que fecundaba su amor era sólo su imaginación exaltada por su característico sentimentalismo.

También vino después a darle nuevo pábulo la observación que el oficial había hecho en el teatro. La belleza y majestad de Leonor la habían anonadado. Parecíale imposible que un hombre pudiese verla sin amarla, y Martín vivía en su propia casa. El joven cobraba entonces a sus ojos las proporciones gigantescas del hombre amado por otra mujer: el adagio sobre la fruta del cercado ajeno está realizándose todos los días, aun en los amores más ideales y platónicos.

A los pesares de consumir su fuego en las meditaciones melancólicas del aislamiento, juntábanse en Edelmira los que una pasión que le era odiosa le causaban diariamente.

Ricardo Castaños soportaba sus desdenes con admirable constancia y era apoyado en sus pretensiones por doña Bernarda y por Amador, que le miraban como un excelente partido. Los hombres no podemos tal vez apreciar ese hastío que causa a la mujer la perseverancia de los amantes importunos, porque hay fibras en el corazón de la mujer de cuya sensibilidad carecen las nuestras que pudieran comparárseles en lo moral.

Aquella obstinación del joven Castaños era para Edelmira un suplicio atroz, desde que habían resonado en su alma los conciertos con que el corazón celebra la alborada de sus primeros amores. Para buscar un alivio a sus pesares, Edelmira apeló a un medio que acaso muchas niñas de ardiente imaginación habrán practicado en la soledad de sus corazones. Escribía cartas a Martín, que jamás enviaba, pero que poderosamente contribuían a alimentar su ilusión. En esas cartas brillaban celajes de pasión en medio de las nubes de una fraseología imitada de los folletines más románticos, que habían dejado profundos recuerdos en su imaginación. Todas estas Calipsos, en la ausencia del amante, tienen mil encantadores recursos para sustentarse con recuerdos y fingidas venturas.

Edelmira escribió muchas cartas antes de hallar insípido este amoroso pasatiempo, que no llegó a deja de satisfacerla hasta bastante tiempo después de los primeros días de octubre a que hemos llegado en esta historia.

Muy lejos se hallaba Martín Rivas de figurarse que era el objeto de una pasión semejante. El interés con que Edelmira le reconvino por su ausencia, en su corta conversación con ella en el Campo de Marte, aumentó su aprecio y amistad por aquella niña, sin hacerle sospechar, sino muy vagamente, que bajo esa apariencia de amigable solicitud se ocultaba otro más poderoso sentimiento. Martín no llevó sus reflexiones en este caso más allá de esta suposición: "Si yo le hiciese la corte, tal vez me amaría".

Vivía en exceso preocupado de su propio amor para adivinar el de otra persona a quien poco había visto en los últimos días. La conducta de Leonor influía en que esa preocupación no decayese en el desaliento, porque en las conversaciones subsiguientes a la que oímos en el anterior capítulo le había dejado siempre vislumbrar una esperanza, que a las veces rechazaba Martín como un delirio y que en otras ocasiones revestía de las formas de la realidad.

No obedecía Leonor con tal conducta a las veleidades de la coquetería, ni al propósito estudiado de aumentar con el aguijón de las dudas la pasión de Rivas. Era en sus reticencias, y a veces en sus poco significativas palabras, tan sincera como si hubiese declarado con franqueza su amor. La situación en que se encontraba con respecto a Martín era nueva y excepcional para ella. Acostumbrada a lo que puede llamarse el miramiento social, rodeada de galanes ricos y elegantes, celebrada por su belleza como la más digna de aspira a los más brillantes partidos, Leonor, para declarar en voz alta su amor a Martín, tenía que vencer ideas arraigadas desde la niñez en su espíritu y se hallaba en la necesidad de medir la importancia del hombre que había conquistado su corazón antes de arrastrar las preocupaciones y quebrantar los usos de la sociedad en que vivía. De aquí sus frecuentes conversaciones con Rivas y las vacilaciones con que a veces pronunciaba palabras de esperanza, que ella juzgaba significativas, y que sólo servían para perpetuar las dudas en que el joven vivía desde algún tiempo.

40

Dejamos a doña Bernarda Cordero camino de su casa, después de oír de boca de don Dámaso la revelación del secreto que le ocultaba su hijo.

Durante la marcha, la irritación que esta noticia le había causado se aumentó, como era de figurarse. Destruía aquella revelación tan ambiciosas esperanzas, concebidas por causa de Amador, que, al verlas desvanecerse, su encono contra el que, engañándola, se las hiciera abrigar, crecía en proporción del prestigio que cualquier esperanza adquiere cuando es perdida. Así fue que al entrar en su cuarto arrojó sobre una silla el mantón y llamó a su hija mayor con desabrida voz.

Adelaida se presentó al momento.

-¿Y tu hermano? -le preguntó doña Bernarda.

-En su cuarto estará -contestó la hija.

-Llámalo; tengo que hablar con ustedes.

Pocos instantes después llegaron a la pieza en que doña Bernarda esperaba, Adelaida y Amador.

Doña Bernarda miró a su hijo con expresión de ira reconcentrada.

-Conque me has estado engañando, ¿no? -le dijo, apoyando ambas manos en la cintura y con un singular movimiento de cabeza.

-¡Yo! ¿Por qué, pues? -contestó Amador, que, como todo el que vive con la conciencia vigilante por causa de alguna falta, sospechó al momento el significado de aquella pregunta, que le hizo palidecer.

-¡No sé, pues! estaré tonta que hasta mis hijos me engañan. ¡Era lo que faltaba! Conque Adelaida está bien casada, ¿no?

-Pero, madre, ¿ no le he estado diciendo estos días que ya todo estaba arreglado?

-¡Bonito el arreglo! ¡No hagáis otro y quedarás limpio! Arreglado, quedando nosotros como unos negros. ¿Con qué caras vamos a andar por la calle? Hasta los chiquillos nos señalarán con el dedo.

-¡Las cosas suyas! -dijo Amador, confundido.

Doña Bernarda se exasperó con esta exclamación, que en su estado de irritabilidad creyó poco respetuosa. Esta fue la señal para que, descargando sobre Amador y sobre Adelaida todo el peso de su furor prorrumpiese en desatinadas maldiciones, horrorosos insultos y amenazas terribles, que la decencia nos impide transcribir. Adelaida, más tímida que Amador, creyó libertarse de aquella granizada de improperios que amenazaba degenerar en vías de hecho, dando con temblorosa voz esta disculpa:

-Yo no tuve la culpa, mamita.

A lo que Amador replicó en tono sarcástico.

-Sí, pues; la habré tenido yo. ¡No ve que era yo el que me iba a casar! Bueno, pues; yo no me ando con santos tapados.

-Y, ¿quién es, entonces? -exclamó doña Bernarda-. ¿No fuiste tú quien me vino a hablar del casamiento? ¿Para qué me engañaste? Algún interés tenías.

-¿Qué interés quiere que tuviese? ¡Esto sí que es bonito!

-¿Y cómo ésta dice que no tuvo la culpa? -preguntó doña Bernarda. señalando a su hija.

-Sí, pues: porque ella lo dice ya fue cierto.

-En la carta dices que tú trajiste a un amigo vestido de padre.

-¿En qué carta?

-En la que escribisteis a don Dámaso.

-Así fue; pero no lo hice por mí, sino por Adelaida.

Doña Bernarda se volvió hacia ésta con la vista inflamada de cólera.

-Yo no tengo la culpa -repitió Adelaida, en contestación a esa mirada.

-Eso es, pues: échame la culpa a mí ahora -dijo Amador, picado y respondiendo a otra mirada de su madre.

Luego añadió:

-Si ella no tiene la culpa, pregúntele por qué lo hacía yo.

-A ver, responde, pues -dijo a Adelaida doña Bernarda.

-¿Por qué?… ¿Cómo sé yo? Tú me dijiste que me convenía.

-¡No ves! -exclamó doña Bernarda-, bien lo decía yo; tú solo tienes la culpa.

A su exclamación agregó la señora una nueva granizada de insultos dirigidos a su hijo, que sólo pudo hacerla interrumpirse con estas palabras:

-Averigüe bien primero lo que pasa en su casa y no me insulte sin razón.

Adelaida dirigió una mirada suplicante, que Amador no pudo ver porque sólo pensaba en calmar a su irritada madre.

-¿Qué pasa en mi casa? -preguntó ésta.

-Que le diga Adelaida si no fue por ella que yo lo hice. Nada le cuesta decir que no tiene la culpa; yo no tengo nada que tapar y ella sí que tiene.

Adelaida conoció el peligro en que estaba si su hermano seguía hablando y tomó la palabra para echar sobre ella toda la responsabilidad de lo acaecido, mas aquel recurso era tardío después que las sospechas de algún nuevo misterio entraron en el espíritu de la madre con lo que acababa de oír. En vano Adelaida juró que ella había incitado a su hermano sólo por el deseo de casarse con un caballero; doña Bernarda repetía sólo por contestación esta pregunta:

-Sí; pero algo tienes que tapar cuando éste lo dice.

Hubiéranse calmado las sospechas de doña Bernarda si Amador hubiese confirmado las aseveraciones de su hermana; pero se guardó bien de hacerlo, porque temía ver de nuevo descargarse sobre él la cólera de su madre.

Entretanto, como viese doña Bernarda que Adelaida repetía lo mismo y que Amador callaba, volvióse hacia éste y prorrumpió en amenazas si no le descubría la verdad.

Si no me la confiesas -le dijo, mostrándole los puños y en el mayor estado de exaltación-, te hago sentar plaza de soldado por incorregible; acuérdate que todavía no tienes veinticinco años.

Poco importaba a Amador semejante amenaza, que fácilmente podía burlar abandonando la casa materna. Mas, para mantenerse en cualquier otra parte, era preciso ganar la subsistencia trabajando, y Amador era holgazán inveterado. Parecióle más fácil confesar la verdad, perdiendo a su hermana, que entrar en riña abierta con su madre, la que siempre proveía a sus necesidades y a veces, a fuerza de economía, le sacaba de grandes apuros, pagando sus deudas. La relajación de sus costumbres le había privado de todo sentimiento noble desde temprano, por lo cual no pensó ni un instante en sacrificarse por Adelaida arrostrando solo la indignación de doña Bernarda. Las sugestiones de su egoísmo hablaron únicamente en su pecho, y sin vacilar refirió a su madre la consecuencia de los amores de Adelaida con Rafael San Luis, buscando, al fin, algunas palabra para atenuar el hecho.

Doña Bernarda palideció al oír la terrible revelación de Amador y se arrojó furiosa sobre Adelaida, a quien arrastró por el cuarto, asiéndola de las hermosas trenzas de su pelo y dando gritos descompasados.

Acudieron a sus veces Edelmira y la criada, que, con Amador, interpusieron juntos sus esfuerzos para arrancar a Adelaida de manos de doña Bernarda.

A fin de impedir que los gritos de la madre y de la hija, unidos a los de los demás que por ella intercedían, llegasen a oídos de los que por la calle pasaban, la criada corrió al patio y cerró la puerta de la calle. Mientras tanto, doña Bernarda desplegaba fuerzas extraordinarias para su sexo y edad, no sólo arrastrando a Adelaida, a quien el dolor arrancaba lastimeros quejidos, sino dando fuertes bofetones a Edelmira y Amador, que luchaban por arrancarle su víctima. Un frío espectador de aquel drama doméstico habría, tal vez, desatendido la voz de la compasión por lo grotesco del cuadro, cuyo principal personaje era doña Bernarda repartiendo furiosos manotones con la diestra, mientras que en la mano izquierda se había envuelto las largas trenzas de la infeliz muchacha. Pero como todo en la tierra, aquella escena debía tener un término, como en efecto lo tuvo, pues al enviar doña Bernarda una palmada a Edelmira, que con heroico arrojo le apretaba ambos brazos, la mano izquierda de doña Bernarda se soltó de las trenzas, y el impulso que a su derecha había dado fue tal, que no sólo arrojó sobre una silla a la compasiva Edelmira, sino que, falta de apoyo con la caída de ésta, fue a rodar doña Bernarda al medio de la pieza, quedando, con la exasperación en que se encontraba y el golpe que al caer recibió, sin movimiento ni sentido. Levantáronla sus hijos, ayudando a esta operación la misma Adelaida, y la llevaron a su cama, en donde la criada le frotaba los pies, Amador le echaba agua en la cara y las niñas lloraban sin desconsuelo abrazadas la una de la otra.

Recobró por fin su espíritu la señora, y vertió amargas lágrimas sobre la deshonra de Adelaida. Al exceso de agitación en que se había encontrado, sucedió el abatimiento que en lo físico y en lo moral van en pos de todo esfuerzo extraordinario, y se sintió tan molida al día siguiente, que le fue más grato permanecer en el lecho para recobrarse. Todo el reconocimiento que abrigaba hacia Rafael San Luis por servicios que le debía, se tornó en odio y deseo de venganza con la revelación de su conducta, y empleó el día en descubrir un medio de tomar una justa reparación de su afrenta. Mas, como sus meditaciones no le dieran un resultado satisfactorio, resolvió apelar a las vías de conciliación, que tal vez acarrearían la felicidad y la honra a su familia.

Satisfecha de su nueva resolución, dirigióse, algunos días después de la escena que le daba origen, a casa de Rafael San Luis.

Eran las diez de la mañana, Rafael se encontraba solo en su cuarto. La presencia inesperada de doña Bernarda le llenó de turbación y de funestos presentimientos el alma: sin embargo, trató de dominarse y de recibirla con cariñosa urbanidad.

Parece que la señora ocultaba también por su parte los sentimientos que la ocupaban, para manifestar una tranquilidad que estaba muy lejos de experimentar en aquel momento. Sentóse con rostro risueño en el poltrona que con amable sonrisa le presentó Rafael, y, echando hacia atrás el mantón con que se cubría la cabeza, dijo con acento de reconvención amistosa:

-Ya usted se nos ha perdido de la casa, pues.

-No es por falta de amistad, créamelo, misia Bernarda -contestó el joven.

-Algún motivo tiene. ¿No sabe, pues?, herradura que cascabelea, clavo le falta.

-¿Qué motivos pudo tener? Absolutamente ninguno: usted conoce mi amistad.

-Cómo no, y yo también le he querido harto. Vea: el otro día no más le estuve diciendo a Adelaida: "¿Qué es de don Rafael? ¿Que le han hecho algo que no viene?".

Rafael se fijó al momento en que doña Bernarda nombraba sólo a su hija mayor, y con esto aumentaron sus presentimientos de que aquella visita tenía otro objeto que la simple apariencia de amistad con que se anunciaba.

-Le doy a usted las gracias por su cariño -contestó.

-Bueno, pues, ¿y que no piensa volver a vernos? -preguntó doña Bernarda.

-Casi todas las noches las tengo ocupadas y, a pesar de mi deseo, no sé cuándo pueda ir -respondió Rafael, que quería descubrir cuanto antes el objeto de la visita.

-Sí, pues, así lo decíamos allá en la casa: ¡cuándo ha de volver!; ya tiene otras amistades de gente rica y se avergonzará de venir a casa.

-¡Avergonzarme! Se engaña usted, misia Bernarda.

-La prueba está, pues, en que no quiere volver -replicó la señora, con tono en que se advertía la falta de afabilidad que había empleado al principio.

Rafael notó esa falta y se dejó llevar de su poco paciente carácter.

-No he dicho que no quiero volver -dijo-, sino que no puedo.

-Lo mismo tiene: el caso es que no vuelve y yo sé por qué.

En estas palabras el tono de descontento había aumentado.

-La causa es la que he dicho; no tengo tiempo.

-Por ahí andan diciendo que usted va a casarse.

-¿Lo ha oído usted?

-Ayer no más. ¿Y es cierto?

-Puede ser.

-¡No ve! ¿No se lo decía?

-Es un compromiso muy antiguo; data de antes que tuviese el gusto de conocer a usted.

-Antiguo será, pues, ¿qué le digo yo?; pero se le olvida que también por casa tiene compromiso.

Al pronunciar estas palabras, fijó resueltamente doña Bernarda su mirada en Rafael, mientras que en sus facciones se veía el sello de una resolución premeditada y firme.

El joven palideció al oírlas: aunque la sola presencia de doña Bernarda le daba vehementes sospechas de lo que la llevaba a su casa, no esperaba que tan sin rodeos se atreviese a atacarle.

-No sé a qué cosa se refiere usted -contestó, fingiendo no adivinar el sentido de lo que oía.

-Cómo no ha de saber, y mejor que yo también. Más vale que nos arreglemos como amigos.

-En fin, señora, ¿qué es lo que usted quiere? -exclamó Rafael, con impaciencia.

-Que usted se case con mi hija, que por usted está deshonrada -contestó, con energía, doña Bernarda.

-Imposible -dijo el joven-; estoy comprometido a casarme con una señorita que…

Doña Bernarda le interrumpió furiosa.

-¿Y a nosotros qué nos tiene que sacar? Mi hija también es señorita y usted la engañó con palabra de casamiento; si usted fuese caballero, debía cumplir su palabra.

En vano buscó Rafael argumentos y disculpas para paliar su falta; doña Bernarda replicó siempre con la contestación que acababa de dar.

-En fin -exclamó San Luis, exasperado-, es absolutamente imposible que me case con su hija, y lo mejor que usted puede hacer por ella es aceptar la propuesta que voy a hacer.

-¿Qué propuesta? -preguntó la señora.

-Tengo doce mil pesos que heredé de mi padre; prometo reconocer a mi hijo y dar a Adelaida la mitad de esta suma.

-No es plata lo que yo pido -contestó doña Bernarda.

Y añadió a esto mil recriminaciones que Rafael tuvo que soportar con humildad, concluyendo con esta amenaza:

-No quiere casarse, ¿no? Pues yo me presentaré al juez, y veremos quién pierde; la desgracia de mi hija la saben ya muchos para que yo me pare en ella al presentarme. Usted quiere la guerra; se la daremos, no le dé cuidado.

Y salió de la pieza de Rafael, dejándole entregado a una mortal inquietud.

Rafael San Luis escribió a Martín, citándole para el portal que ahora llamamos portal viejo o Bellavista, para distinguirlo del de Tagle y del pasaje Bulnes.

Una hora después hallábanse los dos amigos reunidos en el lugar designado y tomaron el camino de la Alameda.

-Necesito de tu consejo para un asunto grave -dijo Rafael, apoyándose en el brazo de Rivas.

-¿Qué es lo que hay? -preguntó éste.

-En medio de la calma ha aparecido una nube que presagia tempestad; no te imaginarías nunca a quién he tenido de visita.

-¿A Adelaida Molina?

-¡A doña Bernarda! Lo sabe todo y quiere que me case con su hija.

-Tiene razón -dijo fríamente Martín.

-Ya lo sé -replicó, incómodo, Rafael-, y no te pedía tu opinión sobre eso.

-Adelante.

-No se me ocurre ningún medio de parar este golpe. He ofrecido la mitad de lo que tengo, y la maldita vieja no se contenta con seis mil pesos.

-En ese caso, haz lo que todavía puedes: ofrece los doce mil.

-No admitirá, no quiere oír hablar de nada si no consiento en casarme. Me parece inútil decirte que esto es imposible, pues no habría consentido en ello aun cuando no me hallase en vísperas de mi soñada felicidad.

Martín se quedó silencioso, pensando que aquella frase podría salvar a muchas infelices niñas expuestas a la seducción si pudiesen oírla.

-¿Qué harías tú en mi caso? -preguntó Rafael.

-Discurriendo como acabas de hacerlo y puesto que doña Bernarda no quiere oír hablar más que de matrimonio, le quitaría la ocasión de pensar en ello.

-¿Cómo?

-Casándome pronto.

-Tienes razón; pero siempre queda un peligro.

-¿Cuál?

-Doña Bernarda me amenazó con presentarse al juzgado.

-¿Crees tú que se atreviese a hacerlo?

-Mucho lo temo; es mujer violenta y capaz de abrigar odios irreconciliables. Creo que por vengarse de mí no se arredraría ante la necesidad de propalar la deshonra de su hija.

-Queda un medio, aunque no seguro.

-¿A ver?

-Amador es codicioso.

-Más que un avaro de comedia.

-Le pagaremos unos quinientos pesos por que obtenga de su madre la promesa de desistir de su presentación.

-¿Podrías tú hablar con él?

-Con mucho gusto.

-Me harías con esto un gran servicio -exclamó Rafael, reconocido-. ¡Tú sabes lo que he sufrido antes de verme como ahora a las puertas de la felicidad! ¡La amenaza de doña Bernarda me hace temblar! Si mi conciencia estuviese tranquila, no me sucedería esto; pero, como tú dices, la pobre señora tiene razón y de nada le sirve mi arrepentimiento.

-En fin, haremos lo que se pueda.

-Te debo ya el inmenso servicio de haberme devuelto a Matilde, y si consigues que doña Bernarda se calle, te la deberé de nuevo. ¡Cómo podré pagarte jamás!

-Hablemos de otra cosa. ¿No eres mi amigo?

-Bueno: hablemos de tus amores, ¿cómo siguen?

-Siempre mal -dijo Rivas con una sonrisa que no alcanzó a borra la melancolía de su rostro.

-No creo que tan mal -replicó Rafael.

-¿Por qué? ¿Sabes tú algo? -preguntó con interés Martín.

-Matilde me dice que su prima habla de ti constantemente; éste es un buen presagio.

-Hablará de mí como de tantos otros.

-Ahí está la particularidad: habla sólo de ti. A ver, cuéntame, ¿qué hablas con Leonor? Yo tal vez sea más perspicaz que tú.

Provocado así a una confidencia, refinó Martín todas las conversaciones que bahía tenido con Leonor, especificando las menores ocurrencias y conservando hasta las palabras con la feliz memoria de los enamorados Habló con calor de sus recientes esperanzas y con angustia de su desaliento: éste y aquéllas, merced a la elocuencia de un amor verdadero, aparecieron a Rafael como la luz de la luna, que en un cielo entoldado brilla de repente y desaparece después tras espesos nubarrones.

-Si no hay sobre qué funda una certidumbre -le dijo al fin-, no falta en qué apoya esperanzas; yo, en tu lugar, haría un acto de audacia para realizarlas.

-¿Como?

-Le escribiría.

-¡Nunca!, ¡nunca burlaría así la confianza de los que me dan tan generosa hospitalidad!

-Martín, amigo, no eres de este siglo.

Martín sólo contestó con un suspiro ahogado.

-¿Es decir, que te resuelves a vivir en la duda? -repuso San Luis.

-Sí; además, te lo confieso, la majestad de Leonor me anonada. El valor que a veces he tenido para contestarle con alguna energía me abandona cuando no estoy con ella y mido la inmensa distancia que nos separa. ¡Me veo tan oscuro, tan pequeño al contemplarla!

-En fin, tú eres dueño de hacer lo que te parezca.

Los dos jóvenes se levantaron de un sofá de la Alameda en que se hallaban.

-¿Cuándo te ocuparás de mi asunto? -preguntó Rafael.

-Hoy mismo, si puedo: voy a escribir a Amador. ¿Cuánto puedo ofrecerle?

-Tú arreglarás el asunto como mejor sea posible: yo estoy dispuesto a sacrificar cuanto tengo.

Separáronse frente a la bocacalle del Estado, y se marcharon cada cual a su casa.

A esa hora hallábase en su cuarto Amador Molina con el oficial amante de su hermana Edelmira, que acababa de entrar.

-Amador, vengo a hablar contigo -había dicho, después de saludar, Ricardo Castaños.

-Aquí estoy pues, hijo -contestó Amador-, ¿qué se ofrece?

-Tú sabes que yo quiero a tu hermana.

Algo te tienta amigo; todos somos aficionados, pues.

-Pero creo que ella no me quiere.

-¡Adiós! ¿ Y qué mejor quería?

-A ti, ¿qué te parece?

-¡Qué me ha de parecer! Que te quiere y harto.

-¿Y cómo no lo dice?

-Que no conoces lo que son las mujeres? ¡Vaya, pareces niño! No hay una que no disimule.

-Entonces, ¿tú crees que se casaría conmigo?

-De juro, pues, hombre. Anda, encuentra una que no le guste casarse. No hay más que hablarles de casaca y se les ríe la cara.

-Y a tu madre, Amador, ¿qué le parecerá?

-Le ha de parecer bien no más. ¿A quién no le gusta casar a sus hijas?; hasta a los ricos, pues, hombre.

-¿Entonces tú le puedes hablar por mí?

-Bueno, pues, hijo -contestó Amador, dando un abrazo a Ricardo.

-Yo soy corto de genio para esto -repuso el oficial-, y me acordé de ti: Amador me sacará de apuro dije, y vine, pues.

-Bien hecho, esta noche misma le hablo a mi madre, y pierde cuidado.

Pocos momentos después se separaron ambos, contentos. El oficial, con la esperanza de unirse a la que de todo corazón amaba, y Amador, con la idea de que la misión de que quedaba encargado serviría para obtener el perdón de doña Bernarda, que, desde que había descubierto la verdad de su abortada intriga, sólo le hablaba para reñirle.

Hallábase entregado a estas reflexiones cuando oyó golpear a la puerta del cuarto y salió a ver quién golpeaba.

Un criado le entregó una carta: era de Martín Rivas, que le pedía le esperase a la oración en el óvalo de la Alameda para hablar de un asunto que interesaba a toda la familia de doña Bernarda.

-¿Qué contesta le llevo? -preguntó el criado, cuando vio que Amador había terminado de leer la carta.

Contestó Amador por escrito que se encontraría puntualmente a la hora y en el lugar indicados.

Cuando se halló solo de nuevo y preocupado en adivinar el objeto con que Rivas le citaba, pensó en que era más prudente esperar, para cumplir con el encargo que Ricardo le había dejado, el haberse visto con Martín.

Poco antes de la hora convenida acudió Amador al óvalo de la Alameda, adonde llegó Rivas algunos momentos después.

Sin rodeos habló Martín del objeto con que le llamaba y le ofreció doscientos pesos para que intercediese con doña Bernarda, a fin de hacerla desistir de su amenaza.

-¿Usted dice que Rafael ofreció seis mil pesos para mi hermana, y que mi madre no quiso? -preguntó Amador.

-Sí -contestó Rivas.

-Yo le diré, pues, mi madre es porfiada, y está furiosa conmigo por lo de la carta: con los mil pesos que me dieron no me pagan lo que tengo que aguantar.

-Habrá trescientos pesos para -usted dijo Martín.

-¿Y no ofrecen nada más para Adelaida y su niño?

-Ocho mil pesos; Rafael no puede dar más porque no tiene.

-Veremos, pues.

-¿Cuándo me dará usted la contestación?

-No sé, pues, ¡quién sabe cuándo conteste mi madre!

-Tan pronto como la tenga, me escribirá usted.

-Bueno.

Regresó Amador a su casa después de esta conversación y halló a su madre cosiendo con sus dos hijas.

-Mamita -le dijo al oído-, vaya para su cuarto, que tengo que hablar con usted.

-¿Qué hay? -preguntó doña Bernarda cuando estuvo sola con su hijo en el cuarto de dormir.

Amador principió justificándose de las cosas pasadas y asegurando que todo lo había hecho por el interés de la familia.

-No le había querido volver a hablar de esto -añadió-, hasta no tener alguna otra cosa buena que decirle.

-¿Entonces tienes algo bueno ahora? -preguntó doña Bernarda, algo apaciguada.

-¡Cómo no; dejante que yo ando siempre pensando en la familia y usted todavía enojada conmigo!

-A ver, pues, ¿qué es lo que hay?

-¿No le gustaría casar a una de sus hijas?

-¡Qué pregunta!

-¿Qué tal le parece Ricardo?

-Bueno.

-Quiere casarse con Edelmira.

El semblante de doña Bernarda se llenó de alegría.

-Ricardo tiene buen sueldo y puede ascender -añadió Amador.

-Me parece muy bien – dijo la madre.

-Entonces usted hablará con Edelmira.

-Yo hablaré esta noche.

-Es preciso que se ponga tiesa, mamita, porque Ricardo dice que ella no lo quiere.

-Que venga a hacer la taimada conmigo -dijo en tono de amenaza doña Bernarda.

-Eso es, no dé soga, porque maridos como Ricardo no se ofrecen todos los días.

-Que haga la taimada no más, déjate estar.

-Hay también otra cosa.

-¿Cuál?

Refirióle Amador su reciente conversación con Martín y dijo que ofrecía siete mil pesos para el hijo de Adelaida, con tal que doña Bernarda desistiese de su acusación.

-Ya sé que no me conviene presentarme al juez dijo doña Bernarda-; estuve a verme con un procurador que conozco, amigo del difunto Molina, y me dijo que no sacaría más que alimentos.

-Y, además -repuso Amador-, ¿para qué ir a hacer que esto ande por los tribunales, cuando los siete mil pesos es mejor?

Amador había hablado dos veces de siete mil pesos, en lugar de ocho que Martín le había facultado para ofrecer. Su cálculo era que, ofreciendo la primera cantidad, quedarían mil pesos a beneficio suyo, además de su gratificación de trescientos pesos.

-Reciben ustedes los siete mil pesos -añadió-, y nadie sabe para qué son.

-Poco importa que sepan -dijo doña Bernarda, con tono sombrío: la criada de aquí lo sabe.

-¿Quién se lo dijo?

-Yo se lo pregunté, y ella se lo habrá contado quién sabe a cuántas; lo sabe también la que tiene el niño y lo sabrán todos; ¡maldito futre; le ha de costar caro!

-Pero es mejor mamita, que aseguremos primero la plata.

-Allá, entiéndanse ustedes como puedan -replicó con desabrido acento la señora.

Y se retiró a buscar su costura, jurando entre dientes que Rafael tendría que arrepentirse toda la vida de lo que había hecho.

Amador contestó al día siguiente que su madre se comprometía a no presentarse al juez con tal que se diese a Adelaida la cantidad estipulada, valiéndose, para dar esta respuesta, de lo que doña Bernarda había dicho acerca de su consulta con su amigo el procurador. Grande fue su sorpresa cuando en lugar de entregarle Rafael los ocho mil pesos de los que él esperaba reservarse mil, vio a Martín encargado de extender una escritura de donación a nombre de San Luis y depositar el dinero en una casa de comercio, con cargo de entregar a Adelaida los intereses.

Practicadas estas diligencias, fue Rivas a casa de Rafael a darle cuenta de ellas.

-A pesar de esto -le dijo-, no debes considerarte como libre de un nuevo ataque hasta que no estés casado.

-Así lo creo -contestó Rafael-, y por eso he conseguido con mi tío que obtenga reducción del plazo fijado por don Fidel. Espero estar casado dentro de dos semanas, a más tardar.

41

Doña Bernarda esperó el día siguiente para hablar a Edelmira de las pretensiones de Ricardo Castaños a su mano. Impresionada con la conversación que acababa de tener con Amador y segura de su autoridad con respecto a su familia, no se dio prisa en hablar a una de sus hijas sobre matrimonio cuando tenía que pensar en vengarse del agravio hecho a la otra. Dejó, pues, para el día siguiente el asunto de Ricardo Castaños, y se entregó a reflexionar en los medios de castigar a Rafael San Luis.

Satisfactorio fue, probablemente, el resultado de sus reflexiones, porque al levantarse doña Bernarda parecía más tranquila que en los días anteriores, y su voz, al llamar a Edelmira, perdía la aspereza conque trataba a los de su casa desde su visita a la de don Dámaso Encina.

Edelmira acudió temblorosa al llamado de su madre, porque no se figuraba que pudiese tener que decirle nada de lisonjero, en el estado de irritación en que la había visto durante los últimos días.

-Siéntate aquí -le dijo doña Bernarda, señalando una silla junto a ella-. Se te ofrece una buena suerte -añadió, después de un breve silencio.

Edelmira levantó sobre su madre una mirada de tímida interrogación.

-Ya ves -prosiguió la señora- lo que le ha pasado a tu hermana por tonta. Yo también he tenido la culpa por dejar que entren en casa estos malvados futres. Pero tu has tenido más juicio que la otra y por eso Dios se acuerda ahora de ti.

Doña Bernarda hizo una pausa en su exordio moral, para encender un cigarro, pausa durante la cual el corazón de su hija se colmó de amargos presentimientos.

-Ricardo -prosiguió doña Bernarda- quiere casarse contigo.

Edelmira se puso pálida y tembló sobre su silla.

-Es un buen muchacho -continuó la madre-; tiene buen sueldo y lo han de ascender. Nosotros somos pobres, y cuando se ofrece un partido como éste, no hay que soltarlo.

Esperó en silencio algunos instantes, doña Bernarda, para oír la contestación de su hija. Pero Edelmira nada respondió, miraba a la alfombra con abatida frente y parecía luchar con las lágrimas que asomaban a sus ojos.

-¿Qué te parece, pues, hija? -preguntó la madre.

La niña pareció hacer un esfuerzo y levantó al cielo los ojos cual si invocara su auxilio.

-Mamita… -dijo en tono balbuciente-, yo no quiero a Ricardo.

-¿Cómo es eso? -exclamó doña Bernarda-. ¡Estamos frescos! ¡Miren qué princesa para andarse regodeando! ¿Qué me importa a mí que no lo quieras? ¿De dónde has sacado que es preciso querer? ¿Me lo habrás oído a mí, por acaso? ¡Miren si será lesa ésta! Te buscarán un marqués, a ver si te gusta. ¡Contimás que sois tan bonita! ¡No será mucho que queráis a algún futre también!

-¡Yo no, mamita! -exclamó la niña, que se figuraba que doña Bernarda iba a leer en sus ojos y adivinar su amor a Martín.

-¿Y entonces, pues, qué más quieres? ¡Allá todas tuviesen la misma suerte!

-Yo no deseo casarme, mamita -dijo con humilde voz Edelmira.

-Sí, pues; haces muy bien; para estar viviendo siempre a costillas de la madre. ¡Bonitas hijas! Una…, ya se sabe… ¡Bendito sea Dios! ¡El difunto Molina había de ver esto; bien hizo Dios en llevárselo! ¡Y esta ahora, no quiere casarse! En vez de aliviar a su pobre madre. ¿Quieres no ser tonta, niña?

Concluyó doña Bernarda estas exclamaciones con una risa que infundió más temor a Edelmira que el que le habría dado una amenaza. No pudo sostener tampoco la terrible mirada con que su madre la acompañó y tuvo que inclinarse temblorosa y sumisa, en señal de obediencia.

Doña Bernarda encendió otro cigarro, para serenarse, y se acerco después a su hija.

-¿Qué hay, pues? -le dijo.

-Yo no estaba preparada para esto -respondió Edelmira, dejando rodar las lágrimas que se habían agolpado a sus ojos.

-¿Que te digo yo que te cases mañana, pues? Si no corre tanta prisa. Yo te hablo porque soy tu madre y sé que te conviene.

Estas palabras descubrieron un nuevo horizonte a los ojos de Edelmira. Veía que una resistencia obstinada habría colmado la irritación de su madre, hasta exasperarla, y conoció que lo único que le era permitido en semejante trance era ganar algún tiempo.

-Eso es lo que yo pido, mamita -dijo-; deme siquiera un mes para contestar.

-Eso es…, llévate esperando para que el otro se aburra y se mande a cambiar. Se te figura que dentro de un mes me vas a encontrar muy mansita, ¿no? ¿Quién manda aquí, pues? Ya te digo que no te vas a casar mañana, pero la contestación la has de dar luego.

-Pero, mamita…

-¿Que es esto, pues? ¿Estás pensando que yo he de consentir en que se pierda esta ocasión? ¡Parece que no me conocieras! Date a santo con que te espere algún tiempo.

-Haré lo que usted diga, mamita.

-Así me gusta, eso es hablar como una buena hija.

-Pero me dará usted siquiera unos dos meses para prepararme.

-Sobra con un mes, y no hay más que hablar.

Edelmira bajó la frente con resignación.

-Y no andes con tonteras, pues, en este tiempo -repuso la madre-. Con él, formalita, pero no soberbia, y dejémonos de caras afligidas. Vas a ser más feliz que todas.

Edelmira se retiró a su cuarto después de oír algunas otras amonestaciones que le hizo dona Bernarda, con el tono autoritario que, desde los asuntos de Adelaida, empleaba con los de su familia.

Al encontrarse sola, se arrojó sobre una silla junto a la cabecera de su cama y regó con abundantes lágrimas la almohada, confidente de sus amores solitarios. Despedíase en su llanto de sus largas veladas llenas de ilusiones sentimentales, tanto más queridas cuanto más irrealizables se presentaban; decía un tierno adiós a las informes esperanzas, a las melancólicas alegrías, a las castas aspiraciones de ese amor huérfano e ignorado que se había complacido en alimentar y como un consuelo contra las amarguras de su existencia. Abatida por el primer golpe de tan inesperado dolor, no pensó en resistir ni en buscar los medios de sustraerse a la crueldad de su destino, pensó en llorar tan solo, como lloran los niños, por buscar un desahogo al corazón oprimido.

Doña Bernarda, por su parte, pensó que, asegurado en cierto modo el porvenir de una de sus hijas, le quedaba todavía la misión de vengar la pérdida del porvenir de la otra, idea que no había abandonado un solo instante desde la fatal revelación de los amores de Adelaida. Su encono contra ésta disminuía en razón del que alimentaba contra Rafael, y poco a poco se habituó a considerar a su hija más desgraciada que culpable. La vista de su nieto, que hizo llevar a la casa, lejos de mitigar su sed de venganza, la encendió más activa y tenaz, llegando a constituirse en una necesidad imprescindible. Dominada por esta idea, entabló relaciones con los criados que servían a don Fidel Elías, y se halló instruida de este modo de los preparativos que en la casa se ejecutaban para el casamiento de Matilde, espió los pasos de San Luis, que vivía entregado a su amor, olvidado ya de los temores que le habían inspirado las amenazas de doña Bernarda, y meditó en silencio su venganza, sin hacer a nadie partícipe de sus proyectos.

Mientras tanto, en la situación de Leonor y de Martín no había más variación que las incidencias naturales de un amor con las condiciones del que hemos pintado, en el que el orgullo, vencido a medias, por una parte, y la excesiva delicadeza, por la otra, se hallaban colocados en el resbaladizo terreno que habitan los corazones enamorados. Mediaban ya entre ellos esas miradas vagas con que dos amantes empiezan a comprenderse; esas palabras que, balbucientes, pronuncian los labios aunque se refieran a extraño asunto que el que ocupa los corazones esas reticencias en las cuales se apoyan, en casos semejantes, los espíritus, para lanzarse en la siempre florida región de la esperanza, esa atmósfera especial, tibia, embalsamada, de que los amantes se sienten circundados cuando, en medio de todos, viven solos, y hallan en el silencio elocuentes armonías, en el aire venturosos presagios, en la naturaleza entera una secreta complicidad del inmenso sentimiento que los agita. Y, sin embargo, ellos no eran felices.

Leonor veía desarrollarse ante sus ojos el magnífico panorama del amor y se impacientaba ya de la timidez de Martín. Ella era demasiado orgullosa para dar el primer paso; él, demasiado reverente para subir el pedestal en que colocaba a su ídolo; y ambos suspiraban. Y en esos instantes de abatimiento, en que el corazón divisa la esperanza como un miraje, Leonor, despertando a su antiguo orgullo, juraba olvidar a Martín, y Martín, que tanto no presumía de sus fuerzas, pedía al cielo le arrancase del pecho aquella imagen y, con ella, su amor desventurado. Pero una mirada desbarataba aquel propósito y hacía olvidar aquella súplica: volvían a quemar sus alas en la nueva luz, ¡mariposas que, lejos de su dulce calor, no encontraban ya la atmósfera vital indispensable a sus vidas!

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