Resumen del libro Martin Rivas, por Alberto Blest Gana (página 8)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Habiéndose fijado para el día más cercano el plazo acordado, entre las familias respectivas, al enlace de Matilde con Rafael, notábase ya gran movimiento en casa de don Fidel Elías con motivo de su próxima festividad.
Los parientes de Matilde enviaban sus regalos a la novia.
Doña Francisca, descendiendo a los prosaicos detalles de la vida, preparaba con su hija los moldes a la moda para la confección de los vestidos.
Hacíanse frecuentes viajes a casa de la modista para probarse el vestido nupcial y otros de lujo, encomendados al ingenio de la misma artista.
Se discutía con calor sobre las alhajas, abriendo y cerrando las cajitas forradas en terciopelo que venían de alguna joyería alemana de la calle Ahumada.
Llegaban visitas y se hablaba por lo bajo al principio. Venía poco a poco la conversación de trapos y el tono de las voces iba in crescendo, como en el aria de don Basilio. Se exhibían los regalos, se exaltaba un molde para deprimir otro y se agregaban los comentarios sobre la cruz de brillantes que toda novia tiene, hasta que muchas veces el marido se convierte en otra más pesada de llevar.
Se iban las visitas y, antes de guardar lo que acababan de ver, llegaban otras con las cuales se ponían en tabla los mismos asuntos que los de la recién concluida sesión.
Y así se pasaban los días.
Analizar las múltiples ilusiones que en tales circunstancias mecían el corazón de Matilde, como mecen el de casi todas las que se casan por su voluntad (que de las obedientes y resignadas hay gran suma), sería lo mismo que describir la magnífica salida del sol en un despejado cielo de primavera. Las flores de esa ilusión abrían sus temblorosas hojas a las caricias del amor que llenaba su pecho y embalsamaban el aura que en los oídos de un amante murmura sus divinas promesas. Así, para Matilde, la vida pasada y sus deberes eran sueño; el presente, la dicha, y del porvenir irradiaba tan viva luz que, como la del sol ofuscaba su vista y prefería no mirarla.
-Tú, que no amas -decía, estrechando las manos de Leonor con dulce abandono-, no puedes comprender mi felicidad.
Leonor fijaba en ella una profunda mirada; de esas que pertenecen sólo al cuerpo cuando vaga en algún otro punto del alma.
-Mira -continuaba su prima-, cuando estoy lejos de Rafael me encuentro sin palabras; tal vez un amor como el mío no halle ninguna que lo pinte en toda su extensión. Pero a ti, ¡qué te importa todo esto! -añadía, viendo que Leonor caía poco a poco en una distracción mal disimulada.
-Cómo no -contestaba Leonor, con una suave sonrisa.
-No me comprendes.
-Te comprendo muy bien.
-¡Ah! ¿Estás enamorada?
En la viveza con que esta pregunta fue hecha por Matilde veíase que por un momento la mujer vencía a la amante, la curiosidad al placer de hablar de su amor.
Leonor contestó con igual viveza, pero poniéndose colorada:
-¡Yo! no, hijita.
-Mientes.
-¿Por qué?
-No eres ahora, Leonor, lo que eras antes. ¿Cuándo estabas nunca pensativa como ahora te veo muchas veces? Dime, no seas reservada. Mira que yo a veces soy adivina. ¿Cuál de los dos, Clemente o Emilio?
Leonor no contestó más que avanzando ligeramente el labio inferior con magnífico desdén.
Matilde nombró, entonces, a muchos de los elegantes de la capital, y obtuvo la misma contestación. Por fin añadió en tono de exclamación:
-¿Será Martín?
-¡Oh! ¡Qué locura!
Las mejillas de Leonor se encendieron con vivísimo encarnado.
-¿Y por qué no? -repuso Matilde-: Martín es interesante.
-¿Te parece? -preguntó Leonor, fingiendo la más absoluta indiferencia.
-Yo lo encuentro así, y ¿qué tiene que sea pobre?
-Oh, eso no -exclamó Leonor, levantando la frente con su regia majestad.
-Tiene gran corazón.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Tú misma.
Leonor bajó la frente y fingió haberse picado un dedo con un alfiler. -Me has dicho también que tiene talento -prosiguió Matilde-. ¿Quieres negármelo también?
-Es cierto.
-¿No ves? Tengo buena memoria.
-Pero tú le alabas tanto porque le estás agradecida.
-Bueno, pero repito lo que te oigo.
-También le debemos algunos servicios en casa.
-Que tú le agradeces mucho.
-Es cierto.
-Más que si fuese otro cualquiera, puesto que me hablas siempre de él.
Leonor no dio ninguna contestación.
-¿Sabes que yo tengo derecho de enojarme contigo? -dijo Matilde-. ¿Por qué?
-Porque desconfías de mí, después que por mi parte te he confiado siempre mis secretos.
-¿Qué quieres que te cuente?
-Que amas a Martín. ¿Podrás negarlo?
-Yo misma lo he ignorado por mucho tiempo.
-¡Al fin lo confiesas!
-Es verdad; conozco que no puedo dejar de pensar en él -dijo Leonor levantando con orgullo su linda frente.
-Estoy segura que él te quiere hace tiempo.
-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó con vivo interés Leonor.
-Nadie, pero se conoce a primera vista.
Vencida su natural reserva, Leonor refirió a su prima la historia de su amor, que hemos visto gradualmente desenvolverse y crecer en su pecho. Habló con feliz memoria de todas sus conversaciones con Martín, como éste las había contado a Rafael San Luis, sin omitir ninguna circunstancia, ni aun las impresiones que había sentido al creer a Rivas enamorado de otra.
-¡Ah! ¿también estás celosa?
-Celosa, no; pero si supiese que amaba a otra, tendría bastante fuerza de voluntad para olvidarle.
-Por lo que me cuentas -repuso Matilde-, nunca se ha atrevido él a hablarte de amor.
-Nunca.
-¿Ni tú le has dejado comprender nada?
-No sé, tal vez alguna palabra mía le dé qué pensar; pero puedo volver atrás el día que quiera.
-¡Pobre Martín! -exclamó Matilde, después de un breve instante de silencio-. En tu posición puedes ser más compasiva con él.
-¿Te parece?
-Darle a entender que le quieres, ¿qué te haría perder?
-Te advierto que es orgulloso y tal vez no habla por orgullo.
-O por delicadeza: tú le conoces mejor que yo.
Esta observación dejó a Leonor pensativa. Al cabo de algunos instantes miró el reloj; eran las dos de la tarde.
Satisfecha su curiosidad, Matilde había vuelto de nuevo a su asunto favorito y hablaba de Rafael, cuando entro doña Francisca con un nuevo vestido para su hija.
Dejaremos a Matilde admirar el vestido con su madre, para seguir a Leonor, que se despidió de ellas, subió al elegante coche de su familia, que la esperaba a la puerta, y dio orden de tirar para su casa.
Al bajarse del carruaje vio en el zaguán a una criada de mala catadura, con una carta en la mano, que preguntaba por don Martín.
Leonor entró, sin que aquella criada llamase de un modo particular su atención; mas no sin pensar y decidir que la carta vendría de Rafael San Luis o de otro amigo.
El criado del zaguán llevó la carta a Martín, que se encontraba en el dormitorio de don Dámaso.
Martín abrió la carta y leyó lo que sigue, después de la fecha:
Usted es mi único amigo, y como me lo ha dicho varias veces, confío en su palabra. Por eso me dirijo a usted, cuando los que pudieran aconsejarme me abandonan o me persiguen. En mi pesar, vuelvo los ojos al que tal vez tenga palabras de consuelo con qué secar el llanto que los llena, y por eso quiero confiarle, Martín, lo que me sucede. Mi madre quiere casarme con Ricardo Castaños, que me ha pedido. Estaba tan lejos de pensar en eso, que hasta ahora no sé lo que me pasa. Usted siempre me ha manifestado amistad y me aconsejará en este caso, contando con que siempre se lo agradecerá su amiga.
EDELMIRA MOLINA
Martín leyó dos veces esta carta sin adivinar que la sencilla naturalidad de sus frases, escritas con intenciones que encontrarán más tarde su explicación, encerraban un mundo de tímidas esperanzas.
-¿Quién trajo esta carta? -le preguntó.
-Una niña que dijo que volvería por la contesta –respondió el sirviente, con la casi imperceptible sonrisa que usan los de su clase para manifestar a sus amos que saben bien de lo que se trata.
-Bueno, ahora te daré la contestación -dijo Martín.
El criado salió de la pieza, y Rivas escribió lo siguiente:
Edelmira:
Mucha sorpresa me ha causado su carta, y le agradezco infinito la confianza que usted me manifiesta. Proviene mi sorpresa de las mismas causas que motivan la turbación en que usted parece encontrarse, y me hallaba tan poco preparado para dar mi opinión sobre un asunto de esta naturaleza, que, a la verdad, nada acierto a decirle de un modo terminante y que encuentre satisfactorio.
Me pide usted que la aconseje, sin pensar, tal vez, que es muy delicada la materia sobre que debo hacerlo. Ante todo, confesaré que no puedo ser juez imparcial en el presente caso, porque cuanto pueda decirle se resentirá de la sincera amistad que le profeso. Si se me pidiera formular un voto por el porvenir de usted, al punto lo formularía tan ardiente y verdadero por su felicidad, que dejaría mi ánimo contento por la idea que todos abrigan que puede realizarse un deseo justo, pidiéndolo al cielo con entero fervor del corazón. Pero se trata de aconsejarla sobre un punto que puede decidir para siempre de su suerte, y me falta decisión para hacerlo. Nadie es mejor juez que uno mismo, Edelmira, en asunto como el que a usted la ocupa; consulte su corazón: el corazón habla muy alto en estos casos.
Si, fuera de esto, mis palabras tuviesen algún poder para calmar la aflicción de que usted me habla, o me hallase en la feliz situación de poder prestarle algún servicio, no vacile usted en escribirme, en honrarme con la confianza que me ofrece en su carta y en valerse de mí cuando crea que pueda serle de alguna utilidad.
Su amigo afectísimo,
MARTÍN RIVAS
Cerró Martín esta carta y la dio al criado, con encargo de entregarla a la persona que había de venir por ella.
En la comida se habló del próximo matrimonio que tendría lugar en la familia, y gracias a la verbosidad de Agustín pudo Leonor dirigir vanas veces la palabra a Rivas en el curso de la conversación general.
Al salir de la mesa, Agustín tomó el brazo de su amigo y ambos acompañaron a Leonor hasta el salón, en donde ella, como de costumbre, se sentó al piano, mientras que los jóvenes se mantuvieron de pie al lado de ella.
-Hoy estuve con Matilde -dijo Leonor, como continuando la conversación del comedor-, no pueden ustedes figurarse lo contenta que está.
-Es natural, señorita -dijo Martín.
-Los franceses -añadió Agustín- dicen: l'amour fait rage et l'argent fait mariage; pero aquí el amor hace de los dos: rage et mariage.
–Creo que ahora es la niña más feliz de Santiago -repuso Leonor.
-¿Por qué no la imitas, hermanita? -dijo Agustín-; tú puedes ser tan feliz como ella cuando quieras, ¿no tienes dos elegantes enamorados?
Martín fijó en la niña una mirada profunda y palideció.
-¿Dos no más? -preguntó riéndose, Leonor.
Con estas palabras, la palidez de Martín cambió de repente en vivo encarnado.
-Cuando digo dos -replicó Agustín-, hablo de los que más te visitan, mi toda bella; ya sabemos que puedes elegir entre los más ricos, si quieres.
-¡Qué me importan los ricos! -exclamó con desdeñoso tono Leonor.
-¿Preferirías algún pobre, hermanita?
-Quien sabe.
-No comprendes el siglo, entonces; te compadezco.
-Hay muchas cosas que pueden valer más que la riqueza -dijo la niña.
-Grave error, ma charmante; la riqueza es una gran cosa.
-¿Y usted piensa lo mismo que Agustín? -preguntó Leonor, dirigiéndose a Rivas.
-Pienso que en ciertos casos puede ser una necesidad -contestó Martín.
-¿En qué casos?
-Cuando un hombre, por ejemplo, considera la riqueza como un medio para llegar hasta la que ama.
-Pobre idea tiene usted de la mujeres, Martín -díjole la niña en tono serio, no todas se dejan fascinar por el brillo del oro.
-Sí, pero todas rafolan por el lujo -exclamó Agustín.
-Me he puesto en el caso de un hombre oscuro y que aspire muy alto -repuso Martín con resolución.
-Si ese hombre vale por sí mismo -replicó Leonor-, debe tener confianza en hallar quien le comprenda y aprecie; usted es muy desconfiado.
Estas palabras las dijo Leonor levantándose del piano y en circunstancias que Agustín se acababa de alejar.
-Desconfío -dijo Martín- porque me encuentro tan oscuro como el hombre que he puesto por ejemplo.
-Ya ve usted que para mí -le contestó la niña con voz conmovida- la riqueza no es una recomendación, y hay muchas como yo.
Hubiérase dicho que Leonor tenía miedo de oír la contestación de Martín, porque se alejó al instante de pronunciar estas palabras.
Rivas la vio desaparecer, con el corazón palpitante como el que en sueños ve realizada su felicidad y despierta al asirla. Cuando la niña hubo desaparecido, su imaginación se engolfó buscando el sentido de lo que acababa de oír.
En este momento entraba un criado de casa de don Fidel Elías preguntando por Leonor, a quien entregó un papel que contenía sólo estas palabras:
Ven a verme, necesito de ti. Creo que voy a volverme loca de dolor. Te espero al instante.
Tu prima.
MATILDE
Para conocer los sucesos que dieron origen a esta carta, acaecidos después de la salida de Leonor, debemos volver a casa de don Fidel Elías, en donde dejamos a Matilde con su madre.
43
Poco después que salió Leonor del salón en donde dejaba a doña Francisca y a Matilde, llegaron Rafael, don Fidel Elías y don Pedro San Luis.
Mientras que los dos últimos hablaban con la dueña de casa, Matilde y Rafael se retiraron juntos al piano, al cual se sentó la niña y con distraída mano principió a tocar mientras hablaba con su amante.
En esa conversación habitaron por un momento los castillos en el aire que los amantes dichosos edifican dondequiera que miren; hablaron de ellos, únicamente de ellos, cual cumple a los enamorados, seres los más egoístas de la creación; repitiéronse lo que mil veces se habían jurado ya, y se quedaron, por fin, pensativos, en muda contemplación, absorto el espíritu, enajenada de placer el alma, palpitando a compás los corazones y perdida la imaginación en la felicidad inmensa que sentían.
Ese cielo limpio y sereno del amor feliz, esa atmósfera transparente que los rodeaba, se turbaron de repente. Una criada entró en el salón y se acercó al piano.
-Señorita -dijo en voz baja al oído de Matilde-, una señora desea hablar con usted.
-¡Conmigo! -dijo la niña, despertando del dorado sueño en que se hallaba, mirando a su amante.
-Sí, señorita.
-¿Quién es? Pregúntale qué quiere.
La criada salió.
-¿Quién me tiene que buscar a mí? -dijo Matilde, engolfando otra vez su mirada en los enamorados ojos de Rafael.
La criada regresó poco después que Matilde acababa de pronunciar aquellas palabras.
Matilde y Rafael la vieron venir y se volvieron hacia ella.
-Dice que se llama doña Bernarda Cordero de Molina -fueron las palabras de la criada.
Hubiérase dicho que un rayo había herido de repente a San Luis, porque se puso pálido, mientras Matilde repetía con admiración el nombre que había dicho la criada.
-Yo no conozco a tal señora -dijo, consultando con la vista a Rafael.
Este parecía petrificado sobre la silla. El golpe era tan inesperado y con tal prontitud acudieron a su imaginación todas las consecuencias de la visita anunciada, que la sorpresa y la turbación le embargaban la voz. Mas no embargaron del mismo modo su espíritu, que al instante calculó lo angustiado de la situación en que se veía. Dotado, empero, de un ánimo resuelto, vio que era preciso salir del trance por medio de algún golpe decisivo, y aparentando ese fastidio del que por algún importuno se ve precisado a dejar una ocupación agradable, dijo a Matilde:
-Mándale decir que vuelva otra vez.
-La niña notó la palidez de San Luis y la turbación que pugnaba por disimular.
-¿Qué tiene usted? -le preguntó con amable solicitud.
-¿Yo? Nada absolutamente.
-Pregunta a ésa qué es lo que quiere -dijo Matilde, volviéndose a la criada.
-Si dice, señorita, que tiene que hablar con su merced.
La niña volvió, indecisa, a consultar la vista de Rafael, y éste repitió lo que había dicho.
-Que vuelva otra vez.
-Dile que estoy ocupada, que vuelva después -repitió Matilde a la criada.
Esta salió del salón.
-Cuando menos será alguna viuda vergonzante dijo la niña con una sonrisa.
-Puede ser -contestó el joven, tratando también de sonreírse.
En aquel momento encontrábase Rafael en situación parecida a la de una persona nerviosa que espera la detonación de un arma de fuego: respiraba con dificultad y hacía esfuerzos para apercibir todo ruido que viniese del exterior. Con inmensa inquietud calculaba el tiempo que la criada emplearía para llegar y dar a doña Bernarda la respuesta que llevaba, lo que ésta objetaría y lo que la criada o doña Bernarda tardarían en llegar al salón. Esta última hipótesis nacía en el turbado espíritu del joven del conocimiento que tenía del carácter tenaz y resuelto de doña Bernarda.
Así pasaron cinco minutos de mortal angustia para Rafael y de inexplicable silencio para Matilde, que buscaba en sus ojos la continuación del idilio que, un momento hacía, cantaban con el alma.
Abrióse por fin la puerta del salón y los espantados ojos de Rafael vieron entrar a doña Bernarda, haciendo saludos que a fuerza de rendidos eran grotescos.
Matilde y los demás que allí había la miraron con curiosidad. La niña y su madre no pudieron prescindir de admirarse al ver el traje singular con que la viuda de Molina se presentaba.
Preciso es advertir que doña Bernarda se había ataviado con el propósito de parecer una señora a las personas ante quienes había determinado presentarse. Sobre un vestido de vistosos colores, estrenado en el pasado Dieciocho de Septiembre, caía, dejando desnudos los hombros un pañuelo de espumilla, bordado de colores, comprado a lance a una criada de una señora vieja, que lo había llevado en sus mejores años. Sin sospechar que aquel traje olía de luego a luego a gente de medio pelo, doña Bernarda entró convencida de que le bastaría para dar a los que la viesen una alta idea de su persona. A esto agregaba sus amaneradas cortesías, para que viesen, según pensaba en su interior, que conocía la buena crianza y no era la primera vez que se encontraba entre gente.
-¿Quién será esta señora tan rara? -preguntó en voz baja Matilde a Rafael.
Este se había puesto de pie, y con semblante demudado y pálido dirigía una extraña mirada a doña Bernarda.
-¿Cuál será doña Francisca Encina de Elías? -preguntó ésta.
-Yo, señora -contestó doña Francisca.
-Me alegro del conocerla, señorita, y este caballero será su marido ¿no? Aquella es su hijita, no hay que preguntarlo: pintadita a su madre. ¿Cómo está, don Rafael? A este caballero lo conozco, pues cómo no: hemos sido amigos. Vaya, pues, me sentaré porque no dejo de estar cansada. ¡Los años pues, misiá Panchita, ya van pintando: cómo ha de ser! La demás familia, ¿buena?
-Buena -dijo doña Francisca, mirando con admiración a todos los circunstantes y sin explicarse la aparición de tan extraño personaje.
Los demás la contemplaban de hito en hito con igual admiración a la que en el rostro de la dueña de casa se pintaba.
-¿Que es loca? -preguntó Matilde a Rafael.
Y al dirigirle la vista notó tal angustia en las pálidas facciones del joven, que, instantáneamente, sintió oprimírsele con inexplicable miedo el corazón.
Doña Bernarda, entretanto, viendo que nadie le dirigía la palabra y temiendo dar prueba de mala crianza si permanecía en silencio, lo rompió bien pronto.
-Yo, pues, señora -dijo-, le he de decir a lo que vengo. Para eso hice llamar a su hijita, porque a mí no me gusta meter bulla. Entre gente cortés las cosas se hacen callandito. La niña, pues, me mandó decir con una criada que volviese otro día: eso no era justo, pues ya estaba aquí yo, y como soy vieja y mi casa está lejos, por poco no he echado los bofes. Dejante que he sudado el quilo en el camino, ¿cómo me iba a volver a la casa así no más, con la cola entre las piernas y sin hablar con nadie? ¿Que acaso vengo a pedir limosna? Gracias a Dios no nos falta con qué comer. Conque me dije: ya es tiempo, antes que se casen, y me vine, pues.
Aprovechó una pausa doña Francisca, en la que doña Bernarda tomaba aliento, para preguntarle:
-¿Y a qué debo el honor de esta visita?
-El honor es para mí, señora, para que usted me mande. Señora, lo iba a decir, pues estaba resollando. Me dicen que usted va a casar a su hijita. ¡Pero vean, si es pintada a su madre!
-Así es, señora -contestó doña Francisca.
-Y con ese caballero, ¿no es cierto? -repuso, señalando a Rafael, doña Bernarda.
Rafael hubiera querido hundirse en la tierra con su desesperación y su vergüenza.
-Señora -dijo con acento de despecho a doña Bernarda-, ¿qué pretende hacer usted?
-Aquí a misia Panchita se lo vengo a decir.
-No debía permitir que siga hablando sus locuras esta mujer -dijo Rafael a doña Francisca.
-¿Locuras, no? -exclamó con la vista colérica doña Bernarda-; allá veremos, pues, si son locuras. Vea señora -añadió, volviéndose a doña Francisca-, dígale a la criada que llame a la muchacha que me espera en la puerta con un niñito. Veremos si yo hablo locuras.
-Pero, señora -exclamó don Fidel, tomando un tono y ademán autoritarios-. ¿Qué significa todo esto?
-Está claro, pues, lo que significa -replicó doña Bernarda-. Ustedes van a casar a su niña con un hombre sin palabra. Van a verlo, pues.
Levantóse rápidamente de su asiento y se dirigió a la puerta.
-Peta, Peta -gritó-, ven acá y trae al niño.
Todos se miraron asombrados, menos Rafael, que se apoyaba al piano con los puños crispados y colérico el semblante.
Entró la criada de doña Bernarda trayendo un hermoso niño en los brazos.
-Vaya, pues, aquí está el niño -exclamó doña Bernarda-. Que diga, pues, don Rafael si no es su hijo. ¡Que diga que tiene palabra y que no ha engañado a una pobre niña honrada!
-Pero señora -dijo don Fidel.
-Aquí está la prueba, pues -repuso doña Bernarda-. ¿No dice que yo hablo locuras? Aquí está la prueba. Niegue, pues, que este niño es suyo y que le dio palabra de casamiento a mi hija.
Profundo silencio sucedió a estas palabras. Todos fijaron su vista en San Luis, que se adelantó temblando de ira al medio del salón.
-He pagado con cuanto tengo a su hija -exclamó-, y asegurado como puedo el porvenir de esta criatura: ¿qué más pide?
Matilde se dejó caer sobre un sofá, cubriéndose el rostro con las manos, y volvieron a quedar todos en silencio.
-A ver, pues, señora -dijo doña Bernarda-, yo apelo a usted, a ver si le parece justo que porque una es pobre vengan, así no más, a burlarse de la gente honrada, ¿qué diría usted si, lo que Dios no permita, hicieran otro tanto con su hija? A cualquiera se la doy también.
Aunque pobre, una tiene honor, y si le dio su palabra, ¿por qué no la cumple, pues?
-Nada podemos hacer nosotros en esto, señora -dijo don Fidel, mientras que don Pedro San Luis se acercaba a su sobrino y le decía:
-Me parece más prudente que te vayas; yo arreglaré esto en tu lugar.
Rafael tomó su sombrero y salió, dando una mirada a Matilde, que ahogaba sus sollozos con dificultad.
Don Pedro San Luis se acercó a doña Bernarda.
-Señora -le dijo en voz baja-, yo me encargo del porvenir de este niño y del de su hija; tenga usted la bondad de retirarse y de ir esta noche a casa; usted impondrá las condiciones.
Ora fuese que doña Bernarda diese más precio a la venganza que por espacio de tantos días había calculado, que a la promesa de don Pedro; ora que, posesionada de su papel, quisiese humillar con su orgullo plebeyo el aristocrático estiramiento de los que con promesas de dinero trataban de acallar su voz, miró un instante al que así hablaba y, bajando después la vista, dijo con enternecido acento:
-Yo no he pedido nada a usted, caballero; vengo aquí porque creo que esta señora y esta niña tienen buen corazón, y no han de querer dejar en la vergüenza a una pobre niña que ningún mal les ha hecho y a este angelito de Dios, que quieren dejar guacho, ni más ni menos. Más tarde, don Rafael puede casarse con mi hija, cuando se le pase la rabia y vea que no se ha portado como gente.
-Pero, señora -dijo don Fidel-, me parece que Rafael es libre de hacer lo que le parezca, y usted debía entenderse con él.
-Yo sé bien lo que hago cuando vengo aquí -replicó, con voz más enternecida aún, doña Bernarda-. Lo que yo quiero saber -añadió, dirigiéndose a Matilde y a su madre- es si estas señoritas consentirían en que mi pobre hija se quede deshonrada, cuando ellas tienen honor y plata, no como una pobre, que no tiene más caudal que su honor. ¿Cómo no han de tener conciencia, pues -repuso, después de un prolongado sollozo-, cuando ni una que es pobre haría una cosa así? ¡Ya le van a faltar maridos a esta señorita con lo donosa que es!. Dios es justo, señorita, y los que son buenos, son buenos. ¿Para qué le digo más? Yo se la doy a cualquiera y que meta su mano en la conciencia, ¿se casaría cuando se sabe que por su causa queda en la vergüenza una pobre niña y una criatura como un guachita de los huérfanos?
Doña Bernarda terminó estos raciocinios con la voz cortada por los sollozos, alzando los ojos y las manos al cielo, y sonándose con estrépito, al tiempo que repetía varias veces algunas de las palabras que acababa de decir.
-Vea, señora -le dijo doña Francisca, en cuya romántica imaginación habían producido un favorable efecto las razones alegadas por doña Bernarda-. Usted ve; ahora no es posible decidir un asunto de tanta importancia; veremos a Rafael cuando se haya calmado y mañana o pasado decidiremos.
-Ustedes lo van a ver, pues, señoritas -contestó doña Bernarda-, y, sobre todo, la que se iba a casar, creyendo que su novio era libre, pues. Ya le digo no más, ¿qué hará mi pobre hija, a quien han engañado? Así es la suerte de los pobres, y gracias a Dios que nuestra familia es buena y no tiene don Rafael nada que sacarle; el difunto Molina, mi marido, tenía su comercio y no le debía a nadie ni un Cristo.
-Todo se tendrá presente -dijo doña Francisca.
-Bueno, pues, señorita; en usted confío. Contimás que en esto yo he andado como gente, pues que me dije: mejor es ir a ver a esas señoritas que viven engañadas, que no presentarme al juez y que el asunto ande en boca de todos. ¿Qué culpa tienen ellas, pues, para que tenga que aparecer su nombre en la casa de justicia? Si son señoras, pues que me dije, han de querer arreglarlo todo sin bulla y han de ser cristianas con la gente pobre pero honrada. Más vale tener agradecidos que enemigos; en eso no hay duda, y a una niña bonita y rica, donde le faltó un novio, he le vinieron ciento al tiro, lo que no les pasa a los pobres, a quienes las engañan cada y cuando hay ocasión.
-Bueno, pues, señora, trataremos de arreglar esto.
Volvió doña Bernarda, ya deshecha en llanto, a reproducir sus argumentos, teniendo cuidado de dar una forma más precisa a las amenazas que acababa de insinuar con cierta maestría, y manifestando que se hallaba dispuesta a seguir el asunto hasta en sus últimas consecuencias, con lo cual salió, dejando en la mayor consternación a los que la habían escuchado.
44
Matilde se arrojó en los brazos de su madre con la voz embargada por los sollozos.
-Vamos -dijo don Fidel-, espero que no tomarán ustedes a lo serio los desatinos de la vieja. Que hable cuanto le dé la gana. ¡Cómo podemos nosotros volverle el honor a su hija! ¿No le parece, mi señor don Pedro?
El interés hablaba por boca de don Fidel en aquellas palabras. La idea de romper el ajustado enlace de su hija con Rafael le parecía deplorable, considerando que de tal enlace dependía el arriendo de "El Roble".
-Yo hablaré ahora mismo con la señora y trataré de apaciguarla -contestó a su pregunta don Pedro San Luis.
-Me parece muy bien, y le doy a usted las gracias. ¡Vaya con las ideas de la vieja! Estábamos bien que fuésemos nosotros, con una quijotería a reparar los extravíos de sus hijas. ¿Por qué no las cuida como debe, en vez de venir a quejarse de la seducción? Vean que vestales tan…
-Hijo, basta, por Dios -exclamó doña Francisca, escandalizada de las máximas sociales que empezaba a exponer su marido delante de Matilde.
-¡Qué hay pues! Yo sé lo que digo -replicó don Fidel, que se irritaba de cualquier objeción de su mujer-. ¡Esa vieja es una loca y quién sabe qué más! ¡Como si yo no conociera el mundo!
-Pero, hijo -volvió a decir doña Francisca con elocuente ademán y mirada en que pedía a su marido respetase el dolor de su hija.
Mal juez era don Fidel, preocupado siempre con su arriendo de "El Roble", para conocer lo que hubiera herido el corazón de Matilde.
Sólo pensó en que la aflicción de ésta provenía del temor de perder a su novio, y se acercó a ella, golpeándole cariñosamente un hombro.
-No se te dé nada, hijita -le dijo-. Nadie te quitará tu marido.
Don Pedro San Luis aprovechó aquella interrupción de la disputa matrimonial que acababa de iniciarse para asegurar de nuevo que cooperaría cuanto le fuese posible al arreglo de aquel asunto y despedirse.
Hallándose entonces don Fidel en el seno de los suyos, dio rienda suelta a su verdadera preocupación.
-Ustedes -dijo- dejan irse así no más a don Pedro. Ya se ve; yo soy el que tengo que hacerlo todo en esta casa.
-¿Y qué podíamos hacer nosotras? -preguntó, indignada, doña Francisca.
-¿Qué podían hacer? ¡no es nada! Ser más amables con él. Repetir, como yo, que no haremos caso de esa vieja loca y hacerle toda clase de atenciones. ¡Bien quedábamos si se me escapase el arriendo!
-Yo no estoy para pensar en arriendos -replicó doña Francisca, llevándose a su hija y dejando a don Fidel continuar sus reflexiones especulativas.
Matilde se arrojó de nuevo en brazos de su madre cuando se vio sola con ella. Se habían retirado al cuarto de la niña y allí pudieron ambas dar libre curso a su llanto.
-¡Ah, mamá, quien lo hubiera creído! -dijo Matilde, levantando los ojos anegados en lágrimas.
Un largo silencio siguió a esta dolorosa exclamación, en que el pecho herido de la amante exhalaba el dolor de tan amargo desengaño.
Doña Francisca secó sus ojos y conoció que su deber era el de infundir valor a su hija, cuyo primer abatimiento tomaba las proporciones de la desesperación, a medida que su espíritu salía del anonadamiento causado por lo cruel e inesperado del golpe que acababa de recibir.
-Vamos, hijita -le dijo, prodigándole tiernos cariños-, cálmate, por Dios, todo podrá arreglarse.
-¡Arreglarse mamá! -exclamó Matilde levantándose con una energía de que se la hubiera creído incapaz-, ¡arreglarse!, ¿y cómo? ¿Cree usted, como mi papá, que lloro la pérdida de un marido? ¿Es decir que yo no le amaba? ¿Es decir que puedo amar aún al hombre que me hace creer que he sido siempre su único amor, cuando, cansado tal vez de otro, viene a buscarme para quedar libre de los compromisos contraído en otra parte? ¡Ah, qué me importa un marido si lo que lloro es mi amor! Cuando perdí a Rafael la primera vez, ¿me vio usted desesperarme como ahora? Sufrí el golpe con valor porque le creía digno de un sacrificio. Me separaba de él: pero nadie me hacía despreciarle. Y ahora, ¡qué diferencia!…
Los sollozos ahogaron su voz, que produjo sonidos inarticulados, mientras que la pobre niña llevaba las manos a su corazón, que le oprimía el pecho con violentos latidos.
-No, llores, hijita, cálmate -fueron las únicas palabras que pudo proferir la madre, convencida de que en ese instante no había consuelo alguno para mitigar tan acerbo dolor.
-Aun suponiendo que mi amor resistiese al desengaño con que acaban de herirlo -repuso Matilde, tranquilizándose poco a poco con los afectuosos cariños de su madre-: suponiendo que yo pudiese olvidar lo que acabo de ver, ¿podría vivir tranquila a su lado? ¿Nadie tendría derecho a acusar mi egoísmo, y sería feliz sabiendo que por mí vivía sacrificada una niña infeliz, que no ha cometido más falta que la de engañarse? ¿No me engañaba yo también creyéndole que jamás había amado a otra? Mire, mamá: esto es horrible; cuanto más pienso en ello, veo que es un abismo sin fin. ¡No le amo ya: le aborrezco!
"¿Quién puede asegurarme que no se ha casado con la madre de su hijo por falta de amor, sino tal vez porque era pobre? ¿Quién me hará creer que no me prefería sino por la riqueza de mi papá?".
Esta suposición cruel pareció arrojar un nuevo e inmenso dolor al pecho de la niña, que cesó de hablar, miró con ojos desesperados a su alrededor y prorrumpió de repente en desesperados gemidos. En vano buscó doña Francisca las más cariñosas palabras para templar su desesperación; en vano la estrechó contra su corazón conjurándola, por su amor, a que no se abandonase a ese pensamiento. Matilde no la oía, no sentía sus halagos, no entendía el sentido de las palabras que llegaban a su oído. Conducida por la última idea que había expresado, repasaba en la memoria las horas de su amor, los juramentos, las dulces miradas, y esa idea la guiaba en el florido campo de los recuerdos tronchando con mano impía las ilusiones que lo esmaltaban.
Algunas horas pasaron de este modo. Matilde hablaba, a veces, siguiendo un hilo de sus reflexiones y caía luego en el violento pesar que cada idea nueva arrojaba, como pábulo, al fuego voraz de su creciente dolor. Este, como la felicidad, encuentra pequeño el recinto de un solo corazón amigo al que confiarse; por esto fue que Matilde, pareciéndole que su madre no alcanzaba a comprender lo que sentía, se acercó a la mesa y escribió a Leonor las pocas palabras que recibió ésta, después de dejar caer, como vimos, una esperanza en el alma de Martín.
45
Media hora después de recibir la carta de Matilde, llegó Leonor a casa de ésta, acompañada por su padre.
Leonor entró en la pieza de su prima, de la que acababa de salir doña Francisca, y don Dámaso en la antesala, a donde, al saber su llegada, vinieron don Fidel y su mujer.
En un largo abrazo permanecieron las dos niñas sin proferir una palabra, hasta que Leonor, que no acertaba a explicarse la causa de la aflicción de Matilde, rompió el silencio:
-¿Qué hay?, ¿qué tienes? -preguntó-. Tu carta me ha llenado de sobresalto.
Matilde, entonces, haciendo un esfuerzo para desechar el llanto que, a la vista de su prima, había vuelto a su ojos, le refirió minuciosamente la escena en que doña Bernarda Cordero había sido la principal protagonista.
Leonor se quedó abismada con aquella revelación y, al compadecer a su prima, surgió en su espíritu la idea siguiente, que manifestaba el estado de su corazón: "Tal vez Martín esté en amores con la otra. ¡Es tan amigo de San Luis!"
-¿Qué harías tú en mi lugar? -preguntó Matilde, creyendo que su prima pensaba sólo en su desgracia.
-¿Yo?… De veras, Matilde, que no sé qué decirte.
-Pero ponte en lugar mío: ¿qué harías?
-¿Podrías tú perdonarle? -preguntó Leonor, sin dar a su prima la respuesta que le pedía.
-Podré perdonarle -contestó ésta-; pero ya no podré amarle.
-Es muy difícil aconsejar en estos casos -repuso Leonor.
No te pido un consejo. Quiero saber lo que tú harías en mi caso.
-Le despreciaría.
-Es preciso que sepas que mi papá no quiere por nada romper este matrimonio.
-Entonces lo rompería yo -dijo Leonor con su característica resolución.
-Es lo que yo haré también -dijo Matilde-. Ya no temo nada, y toda la autoridad de mi papá no basta para obligarme a sufrir más de lo que acabo de sufrir.
Quedaron en silencio algunos instantes, y Matilde añadió:
-¿Cómo hacerlo? Mi papá se negará a decirlo; ni a él ni a su tío.
-Escríbele, entonces -dijo Leonor.
-Tienes razón: que todo se acabe de una vez, así nada podrá hacer después mi papá.
Se sentó al lado de la mesa y tomó la pluma.
Al escribir el nombre de su amante, sus ojos se nublaron con lágrimas que fueron a caer sobre el pliego en que había puesto la mano.
-¿Qué le diré? -preguntó a Leonor, con voz apagada.
-No te precipites. Piénsalo bien -respondió ésta.
-No, no -exclamó Matilde, con energía-, estoy perfectamente resuelta, y nadie me hará cambiar sobre esto.
-Creo que con pocas palabras basta.
Matilde se puso a escribir, alentada por la febril agitación en que se encontraba. Al cabo de algunos minutos enderezó el cuerpo y leyó:
Entre usted y yo todo está concluido. Me parece inútil extenderme en explicaciones sobre una resolución que está justificada con tan poderosos motivos en mi conciencia. Le escribo para evitar cualquier otra explicación que no estoy dispuesta a oír ni a leer:
MATILDE ELIAS
-Con eso basta -dijo Leonor.
Matilde llamó a una criada y le recomendó llevar a su destino la carta, sin que en casa sospechasen a qué salía.
Hecho esto, se sentó al lado de su prima.
-Tenía necesidad de verte -le dijo, porque tú me das valor. Ya lo ves: no he vacilado ni temblado.
Con este esfuerzo pareció anonadada, pues ocultó su rostro y sólo se vio su cuerpo agitado por los sollozos.
-Aún es tiempo, si quieres -le dijo Leonor-; la criada no debe haber salido todavía.
-¡Qué! ¿Crees que me arrepiento? No lloro por eso. ¡Todo se ha concluido!
Don Dámaso escuchó también la relación de lo acaecido de boca de su hermana, con la consiguientes interrupciones hechas por don Fidel, que se preciaba de explicar mejor el asunto.
-Bien lo decía yo -exclamó son Dámaso, que no olvidaba el peso de las manos de Rafael-, ese mozo es un tunante.
-Pero, hombre, ¿,quién no ha hecho otro tanto? -replicó don Fidel-. Son niñerías por las que todos han pasado.
-¡Jesús, Fidel, qué principios! -exclamó escandalizada su consorte.
-Mira hija -repuso éste, en sentencioso tono, las mujeres no conocen el mundo como nosotros.
-Pero conocen la moralidad.
-¿Y quieres decir que yo soy inmoral porque tengo filosofía? -preguntó con agrio tono don Fidel-. Yo conozco el mundo más que tú. Que lo diga tu mismo hermano.
Don Dámaso, que era partidario a tejer, valiéndonos de la expresión chilena, no sólo en política, sino en todos los casos, dijo:
-Es cierto que muchos cometen esta clase de faltas. Yo no lo niego.
-¿No ves, no ves? -dijo don Fidel a su mujer-. Cuando yo digo que conozco el mundo, es porque estoy seguro de ello. Lo de Rafael es un pecadillo insignificante, y luego se echará en olvido.
-No sé que lo olvide tan pronto Matilde -contestó doña Francisca.
-Lo olvidará, ¿que no conozco yo a las mujeres? Dentro de dos días ni se acuerda de tal cosa.
-Lo veremos -dijo doña Francisca.
-Lo verás. Yo no me equivoco.
Mientras don Fidel buscaba una caja de fósforos para encender un cigarro, don Dámaso se acercó a su hermana.
-Lo que yo te aseguro -le dijo- es que ese muchacho no es bueno.
-Y Matilde no lo perdonará -respondió doña Francisca.
-Mejor, hija, tanto mejor. Ese hombre no puede hacerla feliz. En tu lugar yo me opondría al casamiento.
-Pero tú debes ayudarme también -le dijo doña Francisca.
-¡Oh!, cuenta conmigo -exclamó don Dámaso.
Volvió don Fidel a donde ellos estaban, y poco rato después don Dámaso hizo llamar a Leonor y se despidió con ella de su hermana y su cuñado.
En la noche refirió Leonor a Martín el suceso en casa de don Fidel.
-La pobre Matilde -le dijo es muy desgraciada, y empiezo a creer que usted tiene fundamento para practicar su teoría de la absoluta indiferencia.
-Desgraciadamente -dijo Rivas-, no siempre puede uno ser dueño de su corazón, y esa teoría se queda casi siempre como tal, sin poderse practicar.
-¡Ah! Usted ha cambiado ya -exclamó Leonor-; mucho poder tiene entonces la señorita Edelmira.
-No es ella, señorita -replicó Martín-, la que ha echado por tierra mi propósito.
Leonor no quiso proseguir la conversación porque la sinceridad con que Martín había hablado destruía la sospecha concebida en casa de Matilde.
Al verla abandonar su asiento, las esperanzas que la conversación de la tarde le había dado abandonaron a Martín.
"Siempre igual -se dijo-. ¿Acaso no amará nunca?"
Pocos después salió del salón y de la casa, encaminándose a la de Rafael: pero Rafael no estaba en su casa.
-Salió hace una hora -le dijo su tía.
-Volveré mañana temprano; tenga usted la bondad de decírselo -dijo Martín, despidiéndose de la señora.
En aquella misma noche, don Fidel fue a casa de don Pedro San Luis.
-Lo que conviene -le dijo después de exponer sus teorías sobre la vida social- es hacer cuanto antes este casamiento.
-Pues yo creo que debemos dejar pasar algún tiempo, a menos que ellos mismos deseen otra cosa. Es preciso ver modo de arreglarnos con esta vieja que puede incomodarnos.
-Yo haré que los muchachos se vean mañana -repuso don Fidel, que en un aplazamiento del matrimonio veía sólo la demora de su arriendo.
En este momento entró Rafael en la pieza. Los dos que conversaban no pudieron reprimir un movimiento de admiración al verle. Su descompuesto semblante, el turbado mirar, la expresión extraña del saludo que les hizo y el aire de acerba melancolía con que se dejó caer sobre una silla, dejaron mudos por algunos segundos a don Pedro y a don Fidel.
Este interrumpió primero el silencio, dirigiendo la palabra a Rafael:
-Cabalmente -le dijo, estábamos aquí con el señor don Pedro diciendo que lo que ahora conviene es apresurar el casamiento, yo hablo por la felicidad de mi hija, ¿qué le parece?
-Es inútil, señor -contestó el joven con voz apagada.
-¡Cómo inútil! -exclamó, levantándose, don Fidel.
Rafael sacó una carta del bolsillo y se la pasó, diciéndole:
-Lea usted y lo verá.
Don Fidel leyó con rapidez la carta de Matilde, que era la que tenía en sus manos. Doblándola, exclamó:
-¡Bah, niñerías! Usted sabe que su amor vale más que estas palabras arrancadas por la sorpresa. Vamos juntos a casa y verá usted lo distinta que está.
-No señor, jamás volveré -dijo, con sombrío acento, Rafael.
-¡Qué ocurrencia! Vea usted, mi señor don Pedro, lo que son los enamorados: como el vidrio, por todo se trizan.
Don Pedro tomó la carta de manos de Fidel y la leyó.
-La carta es seria -dijo.
-No conoce usted a las niñas, mi señor don Pedro -replicó don Fidel-. ¿No ve usted que está claro que quiere que la rueguen? Que venga Rafael conmigo no más, y verá.
-Yo no iré, señor -dijo San Luis-; esa carta, que al parecer ha escrito Matilde sin anuencia de usted, me dice bien claro que todo está concluido.
-No puede ser; yo lo arreglaré todo. ¡Hacerle caso a una muchacha deschavetada! Estoy seguro de que a esta hora está arrepentida de haber escrito.
-Doy a usted las gracias por su interés -díjole Rafael-, pero le suplico que deje a Matilde en completa libertad. Si ella siente haberme escrito esta carta, lo dirá, porque sabe que yo volaría a ponerme a sus pies.
-Lo que yo quiero -dijo don Fidel, consecuente con su idea de arriendo es que ustedes no olviden mi opinión en este asunto y mi deseo de ver a mi hija unida con usted. Si por desgracia esto no sucediese, espero que ustedes sean testigos de mis esfuerzos y buena voluntad.
-¡Oh!, nada tenemos que decir a usted -exclamó don Pedro.
-A mí me gusta la formalidad en los negocios -repuso don Fidel-, y por eso es que, cuando yo contraigo un compromiso, no falto a él ni por la pasión.
-Yo tampoco olvidaré los míos -dijo don Pedro.
Estas palabras dieron a don Fidel un indecible bienestar, después de la inquietud en que la carta de Matilde le había puesto. Pensó que ellas encerraban la formal promesa de llevar adelante lo del arriendo, a pesar de lo ocurrido, y miró todo lo demás como secundario.
Después de arrancar, por medio de protestas enérgicas contra la falta de formalidad en los negocios, nuevas promesas referentes a "El Roble", salió don Fidel de la casa y regresó a la suya, con intención de interponer su autoridad, a fin de asegurar mejor el arriendo por medio de una retractación de Matilde de la carta que él acababa de leer.
Pero Matilde, como vimos, había cobrado energía en su propio abatimiento, y aunque con lágrimas, supo resistir la imperiosa voz de don Fidel, que salió de nuevo de su casa, consolándose con que el arriendo de "El Roble" estaba casi asegurado.
Con la convicción que llevaba de que sería imposible, a menos de una violencia, llevar a cabo el matrimonio, roto de tan extraño y repentino modo, se encaminó a casa de don Dámaso, felicitándose de la previsora idea que acababa de nacer en su espíritu y que era preciso principiar a poner en planta.
"Asegurar el arriendo y casar a Matilde con Agustín -pensaba en el camino- sería un golpe maestro."
Entró en el salón y llamó aparte a don Dámaso.
-Lo que dije hoy delante de mi mujer no es lo que yo pienso -le dijo, pero es preciso hablar así, porque de otro modo se valdrían de eso para meterme en un cuento; a mi pesar y dar gusto a Matilde, que se había encaprichado, contraje compromiso con don Pedro San Luis; pero ahora todo ha cambiado.
-¿Cómo? -preguntó don Dámaso.
Refirióle don Fidel lo de la carta de Matilde y la resolución que su hija manifestaba.
-¡Magnífico! -exclamó don Dámaso.
-Todo mi deseo es que sea la mujer de Agustín -dijo don Fidel-; pero como no quiero contrariarla…
-Puesto que ella misma desiste, la cosa es diferente.
-Es lo que yo pienso; pero será preciso dejar que pasen algunos días.
-Ah, por supuesto.
Don Fidel se retiró aquella noche dando gracias a doña Bernarda por lo que en la mañana calificaba de intempestiva visita.
46
Con grande impaciencia esperó Martín la venida del día siguiente. Su inquietud por la suerte de Rafael le quitó el sueño de aquella noche. A esa inquietud mezclábase también el desconsuelo en que le vimos quedar después de su última conversación con Leonor. Y esas dos preocupaciones dividieron durante largas horas el dominio de su espíritu hasta que, rendido por el sueño, se quedó dormido poco antes de rayar el alba. No obstante su largo insomnio, abandonó el lecho a las siete de la mañana y empleó, como de costumbre, dos horas en sus estudios.
A las nueve fue a casa de Rafael.
Las habitaciones de éste estaban cerradas, y golpeó a una puerta que daba al interior de la casa, ocupada por doña Clara, la tía de Rafael.
A los golpes se presentó la señora, que pocos momentos antes había llegado de la iglesia.
-¿Rafael ha salido tan temprano? -preguntó Martín después de saludar a doña Clara.
-¿Qué no sabe lo que pasa? -contestó la señora, juntando las manos con aire consternado-. ¡Rafael se nos ha ido!
-¿A dónde? -preguntó con ansiedad el joven.
-A la Recoleta Franciscana -respondió la señora, con un ademán en el que a través de la pesadumbre se notaba alguna satisfacción.
-¡A la Recoleta! -repitió Martín-. ¿Cuándo?
-Esta mañana muy temprano.
-¿Y por qué ha tomado tan violenta determinación?
-¿Entonces usted no sabe nada?
-Supe ayer lo ocurrido en casa de don Fidel Elías.
-Bueno, pues; después de eso, Rafael recibió una carta de la niña: le decía que no pensase más en ella y qué sé yo más. ¡Pobrecito! ¡Si lo hubiese visto! Lloró anoche como un niño chico. ¡Qué llorar, por Dios! Me partía el alma.
-¡Pobre Rafael -dijo Rivas, con verdadero pesar.
-El pobrecito me lo contó todo anoche. ¡Jesús, hijito, cómo viven los jóvenes ahora! Por eso, vea, no he sentido tanto que se haya ido a la Recoleta. Si es preciso reconciliarse con Dios. ¡Cómo querer ser feliz también y vivir de ese modo!
La sencilla piedad de la señora impresionó el corazón noble de Martín; pero quiso ante todo defender a su amigo.
-Usted sabe cómo pensaba él ahora y lo arrepentido que vivía de su falta.
-Así es, hijito; pobre Rafael -dijo la señora, en cuyos ojos asomaron las lágrimas.
-Hoy iré a verle -dijo Martín, levantándose de su asiento.
-Me ha dicho que es inútil: no recibirá a nadie.
Luego, como si le viniese un recuerdo, añadió:
-Ah, se me olvidaba: me dejó una carta para usted; aquí la tengo.
Entregó la señora una carta cerrada a Rivas, y éste se despidió de ella para leerla en su casa. Al llegar le entregó el criado otra carta.
-Esa niña del otro día la trajo y va a volver por la contesta –le dijo, con una semisonrisa de inteligencia.
Rivas subió a su habitación y abrió la carta de Rafael San Luis, dejando sobre la mesa la que el criado acababa de entregarle.
La de San Luis decía lo siguiente:
Querido Martín:
Cuando mañana vengas a buscarme, te explicará mi tía la resolución que he tomado. Es de noche, y en el silencio puedo meditar mejor sobre el terrible suceso de este día. ¡La he perdido! ¿Te pintaré mi dolor? No podría hacerlo. Recordarás que un día, leyendo la vida de Martín Lutero, le juzgué pusilánime porque el terror que le causó la muerte de un amigo a quien hirió un rayo al lado suyo, le hizo entrarse de fraile. Ese juicio era la vana jactancia de la juventud que hablaba por mi boca Tú, que le absolvías, comprenderás el trastorno de mi espíritu al recibir el golpe que me anonada. ¡Es un rayo del cielo! Me ha venido a herir en mi amor, en medio del corazón, quemando hasta las raíces de la esperanza, el último de los bienes efímeros con que el hombre atraviesa la vida. Sólo una vez al lado del cadáver de mi padre, que expiró en mis brazos, he sentido en el alma un hielo como siento ahora: es la conciencia del abandono en que quedo; de la orfandad eterna de un corazón sin amor, que sólo con amor se sustentaba: ¡de que nada en el mundo podrá ya consolarme!
Sólo tres líneas, Martín, son las de su carta, pero tres líneas que han corrido como lava ardiente por mi pecho, devastándolo todo, menos mi amor inmenso. En pocas palabras, sin fórmula ninguna que mitigue su aspereza, ella me arroja a la frente su desprecio aterrador. Nada que hable de un pasado de ayer, palpitante todavía, se advierte en esas líneas, nada que haga esperar el perdón que todas las almas nobles, como un destello de Dios, guardan para nuestras miserables flaquezas. Ella, con un corazón de ángel, con el alma bañada de divina pureza, me desprecia, Martín, y me aborrece. ¿Cómo luchar contra esta horrorosa convicción? Hasta hoy creía yo que mi voluntad era capaz de hacer frente a todos los contrastes, y era porque no contaba con éste, porque creía que perder la vida era lo más temible que pudiese amenazarme y contra la muerte me sentía con valor.
Algunas horas he pasado, Martín, reflexionando, como he podido, en lo que debo hacer. Una idea volvía a cada instante a mi espíritu con increíble tenacidad. ¡Es un castigo de Dios! ¿Qué derecho tengo yo, en efecto, de aspirar a la felicidad, cuando he pisoteado sin compasión la de otro ser inocente y débil? Si la justicia del cielo interviene a veces en las faltas del mundo, debo olvidar la moral acomodaticia con que nos acostumbramos a burlarnos, por torpes pasiones, de lo que hay sobre la tierra de respetable, y postrarme de rodillas ante el fallo justiciero de Dios. El peso de esta verdad, que casi maquinalmente repiten en las iglesias desde lo alto del púlpito, hiere el espíritu en la desgracia y aterroriza el alma que, en medio de la dicha, las oyera con descuidado fastidio. Cedo, pues, al peso de esa idea: su fuerza me priva de la mía.
Pero, no creas que, llevado de la impresión de tan tremendo pesar, voy a consagrar mi vida a la penitencia atándome a un claustro con votos indisolubles. Quiero buscar la calma en el silencio, quiero con ejemplos de virtud fortalecerme; quiero ver si es posible borrar su imagen querida de mi pecho; si es posible llorarla como si ella hubiese dejado de existir. Después, cuando el tiempo haya tranquilizado mi ánimo y convertido en llevadera melancolía el atroz dolor que me desgarra, ¡quién sabe lo que haré! He vivido tanto en mi amor, que por lo demás, apenas me reconozco; por esto ni aun puedo prever mi resolución.
No creas tampoco que he dejado de pensar en Adelaida. Ni a ella ni a su madre puedo culpar de mi desgracia: las perdono, y ojalá ellas lo hagan conmigo. Podría, bien lo sé, reparar a los ojos del mundo mi falta y devolverle su honra que he mancillado; pero, tú no lo ignoras Martín: no la amo. Sería una unión monstruosa que no podría tener otro término que un suicidio, y esto también la haría desgraciada. Conozco que podría darle mi vida, pero no la felicidad. En fin, esto tal vez puede pensarse más despacio.
En mi retiro no recibiré a nadie, ¡Ni a ti! Te escribiré cuando sienta necesidad de hacerlo. Mi tía queda encargada de recibir mis cartas y mandarme las que me dirijan. Un padre, amigo antiguo de la familia, me ha facilitado este retiro: él será mi consejero.
Tu amigo,
RAFAEL SAN LUIS
Martín dejó caer sobre la mesa la carta de San Luis, y apoyando la frente en una mano, se entregó a las tristes meditaciones que aquella lectura le sugería.
Le llamaron a almorzar cuando pensaba todavía en la desgracia de Rafael, y había olvidado la otra carta que al llegar había recibido. La tomó antes de salir y bajó al comedor. Al atravesar el patio abrió aquella carta y sólo tuvo tiempo de leer la firma: era de Edelmira Molina.
Para explicarla, antes de hacerla conocer, debemos retroceder al día anterior, en que Edelmira había dirigido a Martín la primera carta que ha visto ya el lector.
Vimos que Edelmira, después de la última conferencia con doña Bernarda en la que por temor a ésta había convenido en casarse con Ricardo Castaños, se despidió de las cartas que se entretenía en escribir a Rivas y que guardaba con el cariño que por la ilusión tienen las almas apasionadas. La perentoria exigencia de su madre despertaba a la niña de aquel sueño de amor en el que, como ella, tantos se mecen forjándose un porvenir venturoso. Pero a fuerza de acariciar esa ilusión, Edelmira había llegado poco a poco a mirarla como una posibilidad. Lo que al principio le parecía una locura, llegó a convertirse en esperanza con la porfiada meditación y con la vehemencia que desplegó su corazón al entregarse al melancólico placer de amar en silencio al que representaba el ideal forjado de antemano en su mente. En este estado de cristalización, valiéndonos de la pintoresca teoría sobre el amor de Stendhal, Edelmira pensó que obligarla a dar su mano a otro era arrancarle violentamente su querida esperanza, sin darle siquiera tiempo para tratar de realizarla. Su voluntad protestó en silencio contra la violencia hecha a su amor, también silencioso. De semejante protesta al deseo de burlar la opresión del poder que la motivaba, no había más que una línea de distancia. De aquí su resolución de escribir a Martín, resolución que nada tiene de irregular, si se piensa en la educación que había recibido Edelmira y en la clase social a que pertenecía. Bien que en esta clase tenga el recato femenil los mismos instintos que en la elevada y culta de la sociedad; los hábitos de vida, de que hemos presenciado algunos cuadros, van, poco a poco, venciendo esta timidez pudorosa que, como un ave asustadiza se despierta en la mujer entregada a sus propios instintos en la vida del corazón. Menos culto entre las gentes de medio pelo, el lenguaje galante debe, naturalmente, vencer por la fuerza del hábito la susceptibilidad del oído y lo mismo también la impresionabilidad del corazón. Los desgreños del picholeo y la cruda fraseología amorosa dan a las mujeres de esta jerarquía social diversas ideas sobre las relaciones del mundo que las que, desde temprano, se desenvuelven en el espíritu de las niñas nacidas en lo que llamamos buenas familias. Por esto fue que Edelmira, aunque más culta que la mayoría de las de su clase, no halló nada de extraño en el medio que se le ocurría para sondear los sentimientos de Rivas. Este paso, por otra parte, se da en todas las clases sociales, aunque con distinta forma, siempre que el corazón es fogoso y alimenta un amor solitario; pues hay momentos en que cualquier mujer tiene fuerza para vencer su timidez y busca en el corazón del hombre a quien ama un eco a la poderosa voz del sentimiento que abrasa el suyo.
Vimos que la primera carta que Edelmira dirigió a Rivas podía sólo considerarse como desahogo que todos buscan en un corazón amigo cuando se encuentra bajo el peso de algún dolor. Al leer la contestación de Martín, vio que había en ella tan sinceras expresiones de amistad, que muy bien podía ser su espíritu, dominado por una idea, interpretar en el sentido de su preocupación. Así fue que, aunque Edelmira no se atrevió a decirse que Rivas velaba la expresión de su amor con palabras de consuelo amigable, lo pensó por lo menos vagamente y recibió con ellas, además un gran consuelo, porque esas palabras le ofrecían un apoyo en caso necesario para llevar adelante su resolución de no obedecer a su madre en aquella circunstancia.
Alentada con el buen éxito del primer paso, se resolvió, por consiguiente, a dar el segundo: escribió a Martín la carta que le vimos abrir a éste cuando se dirigía al comedor, en donde se hallaba la familia de don Dámaso.
En la mesa se habló poco, pues don Dámaso quiso respetar la amistad que Martín tenía a San Luis, en gracia de los servicios que le prestaba Rivas como encargado de sus negocios. Mas, al salir del comedor, Agustín llamó a Rivas, que iba a entrar en el escritorio, mientras que Leonor se sentaba delante de un bastidor en el que había un bordado.
-¿Y qué devendrá Rafael con esto? -preguntó el elegante, encendiendo un cigarro puro y ofreciendo otro a Martín.
-Se ha ido esta mañana muy temprano a la Recoleta -dijo Rivas.
-¡Es romántico eso! Le compadezco de todo mi corazón -exclamó Agustín.
-Me dejó una carta; está desesperado -añadió Martín.
-No comprendo esa desesperación -dijo Leonor-, cuando podía distraerse con otros amores como lo ha hecho ya.
-Hermanita, hay amores y amores -repuso Agustín-, es necesario no confundir.
-¡Ah!, no sabía -replicó Leonor.
-Se puede amar por gusto y por pasión -continuó el elegante.
-Lo que veo -dijo Leonor, mirando fijamente a Rivas- es que no hay hombre capaz de amar.
Rivas protestó con una mirada, mientras que Agustín exclamaba:
-¡Ah! por ejemplo, mi toda bella, estás en un error. Sin hablar de Abelardo, cuya tumba he visto en el Pere Lachaise de París, hay una fula de otros que han pasado la vida a amar.
-Usted que se calla, pensará lo mismo, aunque lo piense en español -dijo Leonor a Rivas.
-Creo, señorita -contestó Martín-, que usted juzga a los hombres con mucha severidad.
-¿Y el ejemplo de su amigo San Luis no justifica mi opinión? -preguntó la niña.
-Pero hay excepciones -replicó Martín.
-¿Cómo no? -dijo Agustín-; excepciones: allí está, como he dicho, Abelardo en el Pére Lachaise sin contar el resto.
-¡Excepciones! -decía al mismo tiempo Leonor, sin cuidarse de su hermano y dirigiéndose a Martín-. ¿En dónde están? ¿Cómo puede uno conocerlas?
-Fíate a mí para eso, hermanita -dijo el elegante-, yo los conozco: Martín es del número.
-¡Ah! ¿Usted se cuenta entre las excepciones? -le preguntó sonriéndose Leonor, mientras que Rivas sentía encendérsele las mejillas.
-Señorita -contestó éste-, hay cosa en que parece que uno puede elogiarse a sí mismo sin sonrojo, y ésta es una de ellas; creo que puedo considerarme entre las excepciones.
-Usted cree; pero no está seguro.
-Muy seguro -contestó Martín, enviando a la niña tan ardiente mirada, que ella tuvo que bajar la vista sobre el bastidor.
-¿Es decir, Martín, que estás enamorado? -le preguntó Agustín-. Veamos, cuéntanos eso, amigo mío.
-¡Vas a obligarle a mentir! -exclamó Leonor, dominando con una sonrisa la turbación con que había dado algunas puntadas en el bordado.
-¿Por qué, señorita? -preguntó Rivas, en el mismo tono de broma.
-No querrá usted comprometer a la que ame -repuso Leonor.
-Desgraciadamente no alcanzo a comprometerla -repuso el joven con resolución-; está colocada tan alto respecto a mí, que mi voz no puede llegar a ella -añadió, aprovechando el momento en que Agustín se había parado para arrojar en el patio su cigarro.
-Hablando fuerte se oye desde lejos -le contestó Leonor, con una sonrisa que disimulaba muy mal su turbación.
-En ese caso -repuso el joven-, cuando usted me pregunte lo mismo que Agustín no mentiré.
Leonor bajó la frente sobre el bordado y Agustín volvió a su asiento. Pocos momentos después, Martín entró al escritorio de don Dámaso, y pasó un largo rato sin acordarse de la carta de Edelmira que tenía en el bolsillo.
47
La respuesta de Leonor acababa de abrirle un nuevo horizonte, en el que paseó Martín su imaginación con la porfiada avidez del que concibe la primera esperanza de encontrar correspondencia a su amor. El cuento de la muchacha que se entretiene en formar castillos en el aire cuando se dirige al pueblo vecino a vender su cántaro de leche pinta perfectamente el fulgor de esas primeras esperanzas del amor, muchas de las cuales se desvanecen como los castillos de la muchacha, que rodaron por el suelo con su cántaro. Felizmente para Rivas no hubo nada en aquella ocasión que nublase el horizonte en que su imaginación bordaba las deliciosas escenas de la dicha realizada. Las palabras de Leonor, la turbación que la había acompañado, la expresión de sus ojos, todo le ayudaba en su venturoso devaneo.
Sólo al cabo de media hora recordó Martín que tenía en su poder una carta que no había leído.
Abrióla y leyó lo que sigue:
Querido amigo:
Mucho me ha consolado su amable carta y le doy por ello las gracias. Usted es mi único confidente, porque los de mi familia no me prestarían ahora ningún apoyo contra lo que me amenaza, de modo que al ofrecerme usted su amistad, ahora que estoy triste, sin amigo, ni hermanos con quienes poder contar, me hace usted un gran servicio. Más se lo habría agradecido si me hubiese dado el consejo que en mi otra carta le pedía. Repasando en la memoria lo que le dije, para ver por qué me da usted ese consejo que tanto necesito, veo que debo ser franca con usted, y como usted es mi amigo, se lo diré todo. Mi repugnancia por el casamiento a que quiere obligarme mi madre no es solo porque no tengo cariño ninguno por Ricardo, sino por otra razón, además que me cuesta decírsela a usted, sobre todo, y es que mi corazón no está libre y no podría nunca ser dichosa sino con el que amo con toda mi alma. Ya con eso podrá usted, Martín, aconsejarme, porque el tiempo se va pasando y cada momento me encuentro más triste con esto, y menos me conformo con tener que casarme con quien no quiero.
Dispénseme si lo incomodo, pero no tengo más amigo que usted, y nunca lo olvidará su afectísima,
EDELMIRA MOLINA
"¡Pobre muchacha!" se dijo Rivas, tomando papel para contestar su carta.
Por su respuesta podrá inferirse el grado de exaltación que sus ideas tenían después de su reciente conversación con Leonor.
Querida amiga:
¿Ama usted y se considera desgraciada? ¿No encuentra usted en su alma bastante energía para resistir? Busque su fuerza en este mismo amor, y la encontrará poderosa. Cuando creí que sólo se trataba de vencer lo que podría tal vez ser sólo un capricho a trueque de asegurarse el bienestar, creí que debía limitarme a ofrecer a usted mi amistad, evitando tener parte en una determinación que iba a influir en su porvenir; pero usted ama a otro, "con toda su alma", y me pregunta si por obedecer a su madre había de abandonar ese amor y dar su mano a quien no puede dar su corazón. Creo, por mi parte, tan exclusivo el amor, tan austero el culto que le debemos cuando es puro, que considero una debilidad el oprimirlo bajo el peso de una obediencia cualquiera. Sus leyes, además, no pueden impunemente burlarse en la vida, y a quien no le guarde su fe, no puede guardarle el porvenir más que lágrimas y desconsuelos. ¿Por qué no se arroja usted a los pies de su madre, y le habla en nombre de su corazón? Ella ha sido joven también y la comprenderá. Si usted no tiene valor para esto, mándeme llamar, y yo hablaré con ella. Mi amistad hacia usted es tan sincera que creo tendría poder para ganar su causa y ablandar un corazón que no aspira tal vez más que a la felicidad de sus hijos.
Por otra parte, Edelmira, un amor como el que creo sea usted capaz de sentir, debe encontrar su fuerza en su inocencia y abandonar el misterio.
El corazón de una madre es el santuario más puro en que pueda usted conservar su reliquia hasta poderla presentar a los ojos de todos. Tenga usted, pues, confianza en ella, y no marchite con lágrimas una pasión que debe formar el orgullo de las almas nobles como la de usted, por no vencer una timidez que, después de atacada, mirará usted como una quimera.
Me pide usted que la dispense. ¿De qué? Yo solicito su confianza, la exijo en nombre de nuestra amistad. ¡Ojalá que el ser depositario de sus secretos me dé algún titulo para servirla como deseo, para contribuir su felicidad como ardientemente lo anhelo!
Disponga siempre de su amigo afectísimo,
MARTÍN RIVAS
Edelmira recibió esta carta en la tarde de manos de la criada de su casa, de quien había tenido que valerse para entablar correspondencia con Martín. Las teorías que en pocas palabras desenvolvió el joven sobre el amor encendieron el alma de Edelmira, haciendo brillar en ella el fuego de una verdadera pasión. Pensó que el corazón de aquel hombre era un tesoro y lo deseó con avidez. Las formas sentimentales de un capricho romántico cobraron en su meditación las proporciones exageradas de un bien que era preciso adquirir a toda costa; con tal convicción, la hipótesis de que las palabras de amistad encubrían la delicada expresión de un amor que buscaba una esperanza, llegó, poco a poco, a convertirse en su espíritu casi en certidumbre.
Engolfada en esa dulce expectativa del que no quiere tocar aún la realidad, aunque espere encontrar en ella la realización de sus deseos Edelmira dejó pasar algunos días sin escribir.
Durante estos días, Leonor no había ofrecido al joven ninguna ocasión de renovar las escenas de reticencias en que algunos enamorados campean por cierto tiempo antes de dar el ataque decisivo. Para consolarse, Martín había trabajado con tesón en los negocios de don Dámaso, que, poco a poco, descansaba en él todo el peso de sus tareas comerciales. También ocupaban gran parte de su tiempo los estudios, que había un tanto descuidado, y siguiendo la práctica de los estudiantes chilenos, tenía que recuperar con grandes esfuerzos de aplicación el tiempo perdido antes del 18 de septiembre, época en que los colegios dan por terminada la holganza voluntaria, para consagrarse a los exámenes del fin de año. Además de estas ocupaciones, Martín hallaba tiempo, en su calidad de enamorado, para hablar de su amor en largas cartas escritas a Rafael San Luis. En ellas repetía el eterno tema de su amor, con la infinita variedad de formas de que la imaginación sabe revestir las impresiones que en una misma causa produce y que el corazón sabe, a su vez, multiplicar con inagotable fecundidad.
Pero los días pasaban sin que Rafael le contestase.
Por fin, al cabo de diez días, el criado le entregó una carta con la sonrisa que indicaba su procedencia. Era de Edelmira.
Su carta –le decía- me ha consolado; pero, a pesar de lo que estimo su consejo, nunca me atreveré a hablar a mi madre como le hablo a usted. Le confesaré que le tengo miedo, y creo también que ella me recibiría mal, pues le gusta que la obedezcan sin responder, sobre todo después de lo que ha pasado con la Adelaida.
Me dice usted que encontraré fuerzas en mi propio amor, y es cierto que las encuentro para decidirme a sufrirlo todo, antes que casarme contra mi gusto; pero no hallo más fuerza que ésa, pues no me atreveré a confesara mi madre que amo a otro. Tal vez me sucede esto por una cosa que no le dije en mi otra carta, y es que amo sin ser correspondida, y no sé si lo seré algún día. Muchos días he dejado pasar sin escribirle, por no molestarlo y porque no me atrevía a hacerle la confesión que le hago ahora. Al fin es preciso que usted lo sepa todo, ya que conoce mi corazón como yo misma.
Espero que usted me ayude siempre con sus consejos. Le aseguro que éste es mi único consuelo, y lo único que me da valor en la aflicción en que me veo; con lo que pasa el tiempo y llega el día en que tendré que contestar a mi madre.
Esta carta de Edelmira, a la que, como las otras, hemos tratado de conservar su forma, purgándolas sólo de ciertas faltas que harían incómoda su lectura, hirió profundamente la sensibilidad de Rivas, porque halló gran analogía entre su situación y la de la niña, con respecto al amor. Ella y él alimentaban, en efecto, una pasión huérfana, y no tenían más placer que engalanarla de esperanzas. Esta analogía le hizo simpatizar más aún con la suerte de Edelmira.
Creía, Edelmira –le contestó-, que la suerte de amar sin esperanzas no podía caber a la que, como usted, es bella y tiene un noble corazón, cuyo amor puede enorgullecer a cualquiera. Después de su confesión, ¿qué puedo decirle? Ni aun me atrevo a preguntar el nombre del que ignora su felicidad, ignorando que usted le ama. Pero estoy seguro de que es un hombre digno de usted, capaz de comprenderla y de abrigar en su pecho un tesoro como el que usted le consagra. ¿Me equivoco? No lo creo, y en esta persuasión sólo puedo aconsejarle que guarde intacto su amor, porque él será la salvaguardia de su pureza. No sé por qué, tengo un presentimiento que el cielo reserva alguna recompensa a los que saben conservar tan hermoso sentimiento sin desalentarse en su virtud.
Entretanto, creo que usted, a pesar de su timidez, debe formar la resolución de confiar este secreto de su corazón a su madre. El día en que usted tenga que decidirse definitivamente no está lejano, y mejor es prevenir los ánimos con tiempo, en vez de causarles una sorpresa que puede ser tan fatal para usted. Para apoyar este consejo le repetiré mis ofertas anteriores: disponga usted de mí, y creo que tendré la satisfacción infinita en hacer algo que contribuya a su dicha.
Edelmira dio un hondo suspiro al leer esta carta. Había recorrido ya en las tres anteriores las fases distintas de su plan y llegado a la necesidad de nombrar al que amaba. Aunque vagamente, como antes lo dijimos, creía que alguna frase de las respuestas de Martín, o algún incidente imprevisto, de aquellos que siempre esperan los enamorados, estos creyentes ciegos en la casualidad, le daría ocasión oportuna de revelar a Martín por entero el secreto que a medias le confiaba. Pero aquellas respuestas habían destruido su ilusión y la casualidad no había realizado tampoco los imposibles que cada cual exige de ella. ¿Qué hacer? Un largo suspiro fue su respuesta a esta triste pregunta. Las cartas que mil veces leía le revelaban que Martín poseía un corazón noble y ardiente. ¡Qué miraje para una niña enamorada! ¿No era esto divisar un pedazo del Paraíso, sin poder tocar ninguna de sus flores? Edelmira las vio lucir sus gallardas corolas, mecerse al soplo de las brisas embalsamadas y enviarle sus perfumes envueltos en sus pliegues fugaces. Esos perfumes le dieron los vértigos ardientes del insomnio, durante el cual esta pregunta, ¿qué hacer?, se presentaba como el ángel con su espada flamígera para arrojarla de ese Paraíso. Su imaginación se estrelló por una parte con su natural recato, y por otra, con su firme resolución de resistir a su madre, de manera que, tras un largo y agitado insomnio, no imaginó otro medio de salvación que el de entregar al tiempo su destino.
Una circunstancia contribuyó entonces para hacerla insistir en esta resolución. Ricardo Castaños propuso a doña Bernarda retrasar el día del casamiento hasta que hubiese obtenido el empleo de capitán que el jefe del cuerpo le había ofrecido; la propuesta se elevaría a fines de noviembre y podía fijarse el enlace para mediados de diciembre.
Edelmira comunicó a Martín esa feliz noticia en una carta a la cual Rivas contestó felicitándola, pero repitiendo su consejo de comunicar a doña Bernarda el secreto de su amor, si Edelmira no desistía de su propósito de resistencia. Pero la niña recibió este consejo con las objeciones de antes, y volvió a confiar al tiempo la solución de aquel problema.
Adormecidos sus temores en tan infundada confianza, despertólos un día el mismo Ricardo, anunciando que la propuesta para su ascenso estaba hecha y sería despachada al cabo de cuatro o seis días. La conversación en que Ricardo había dado esta noticia tuvo lugar el 29 de noviembre: quedaban, por consiguiente, pocos días para los preparativos del matrimonio, fijado para el día 15 del siguiente. Con esto volvieron para Edelmira las angustias de la lucha desesperada entre el amor a su madre y su aversión al joven Castaños, que creía que con tres galones en la bocamanga ofrecía un imperio a su desdeñosa querida. Edelmira vio que había esperado en vano del tiempo y que era preciso abrazar un partido decisivo, so pena de tener que dar su mano y renunciar a la dicha para siempre.
48
Sin considerarse enteramente feliz durante algún tiempo, Rivas había engañado su impaciencia y alentado a veces su energía con su decidida contracción al estudio y a los trabajos del escritorio de don Dámaso. Con gran placer anunció a su familia, a principios de diciembre, el feliz resultado de sus exámenes, que le dejaban libre hasta el año siguiente, anunciando a su madre que, por razones de economía, le era forzoso renunciar el viaje que durante las vacaciones podría emprender para ir a verla.
Pero, además de esta causa, su amor era lo más poderoso que le fijaba en Santiago, pues le parecía que la ausencia le haría perder hasta la posibilidad de ser amado, que Leonor le dejaba entrever de cuando en cuando.
Hemos visto cómo esta niña había ido, poco a poco, acostumbrando su orgullo al amor de un hombre que ocupaba una posición social tan inferior a la de los que, con mayores exigencias cada día, solicitaban su mano. Vencido ese orgullo, quedábale todavía la desconfianza, hija de ese mismo orgullo, que le infundía temores sobre el amor de Martín, de cuya sinceridad dudaba a veces, porque no podía explicarse bien la timidez del joven, a quien veía en todos los demás actos de su vida desplegar serenidad y decisión. De aquí su reserva, que se avenía mal con la franqueza y resolución que la caracterizaban; de aquí también su designio de no avanzar demasiado en la senda por que marchaba, hasta no tener datos irrecusables acerca del amor de Rivas. Sin comprender la delicadeza del joven, que jamás se había aventurado a sacar partido de las diversas ocasiones en que hubiera podido declarársele, Leonor se contentaba con conversaciones como las que conocemos y con hablar continuamente de su amor a Matilde Elías. Matilde recibía las confidencias de la que había sido depositaria de sus esperanzas, y lo era ahora de su desdicha, sin desalentarla jamás con el pesar de su desengaño, queriendo pagar de algún modo a Martín los ligeros servicios que le debía.
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