Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne (página 2)
Enviado por Enrique Castaños
Como la inmensa mayoría de hombres que creen en la supremacía del reino del Espíritu, Nathaniel Hawthorne no sólo nos muestra un sacrosanto respeto hacia la condición femenina, sino que la considera igual, en lo que a sus potencialidades intelectuales se refiere, al hombre. Pero también sabe que en una sociedad, como en la que le tocó vivir a Hester Prynne, que no permite que la mujer desarrolle esas potencialidades espirituales e intelectuales, si la mujer se entrega a meditaciones especulativas, como era el caso de Hester, podía entristecerla más aún, pues, al fin y al cabo, está abandonándose a una tarea desesperanzadora. El primer paso para que la realización plena de la mujer sea posible, debe ser destruir la sociedad constituida y volverla a edificar. Naturalmente, Hawthorne no está manifestando aquí esas tendencias anarquistas destructivas que se exponen en los textos de Mijaíl Bakunin, para quien el nuevo mundo de su personal utopía ácrata debía levantarse sobre las ruinas completas del antiguo. Hawthorne está aludiendo sólo a la desigualdad existente entre hombres y mujeres, que debe ser corregida sobre la base de destruir, mediante la educación, los viejos e infundados prejuicios sobre la mujer. En ningún momento manifiesta Hawthorne esa ridícula idea de que hombres y mujeres deben ser completamente iguales en todo; por supuesto que deben continuar siendo diferentes en lo que a su naturaleza orgánica y a su vida anímica se refiere. La igualdad, como es lógico, la entiende Hawthorne como una igualdad jurídica y una igualdad de oportunidades. Ambos, hombres y mujeres, son sujetos de plenos derechos individuales, y, en este sentido, no puede haber restricción de ningún tipo en los derechos individuales de la mujer como miembro de la sociedad y de un cuerpo político. No obstante, sí es cierto que en Hawthorne, y especialmente en esta novela, se manifiestan ciertas tendencias vagamente anarquizantes, seguramente por influencia de dos pensadores estadounidenses a los que conoció personalmente y estimó: Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David Thoreau (1817-1862), ambos de Massachusetts, el primero precisamente de Boston y el segundo de Concord. De igual modo que Thomas Jefferson, también Nathaniel Hawthorne estaba persuadido de que los derechos naturales del hombre de que habla el pensador inglés John Locke, tales como el derecho a la libertad, a la vida y a la propiedad, son verdades evidentes por sí mismas, no sujetas a demostración empírica, verdades, como si dijéramos, axiomáticas, tales como lo son las verdades geométricas[22]Muchas de las principales ideas del liberalismo político de John Locke, tal como se manifiestan en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, cuya tercera y última edición en vida del autor es de 1698, pasaron a los Padres Fundadores, como el propio Jefferson, y a los mencionados Emerson y Thoreau. Para ningún historiador del pensamiento político es un secreto que las ideas antiestatalistas de William Godwin (1756-1836) proceden del liberalismo político de Locke, llevado en el caso de Godwin a sus últimas consecuencias, lo que no significa que el gran pensador político inglés no creyese firmemente en el poder político y en el Estado. En el capítulo primero de su Segundo Tratado, puede leerse: «Considero, pues, que el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público»[23]. También en Emerson y en Thoreau, aunque en menor grado que en Godwin, hay una desconfianza hacia el Estado, como de hecho la hubo en el tercer Presidente de los Estados Unidos y principal redactor de la Declaración de Independencia. Pero desconfianza hacia el Estado no significa hostilidad hacia el Estado. Esa hostilidad la veremos muy clara, después de Godwin, en Pierre-Joseph Proudhon, y después en el anarquismo ruso de Bakunin y de Piotr Kropotkin. Pero no es esta la tradición, ni mucho menos, que alimenta a los dos pensadores estadounidenses citados que influyeron en Hawthorne. En el caso de Emerson, sus ideas pueden adscribirse a lo que se ha denominado «Trascendentalismo», y parece evidente que profesaba un difuso panteísmo. En el tercero de un conjunto de cinco ensayos reunidos en castellano bajo el título de Los fundamentos de la sociedad contemporánea, dedicado a la «Política» («Politics», 1844), puede leerse lo siguiente: «Todos los fines públicos presentan un aspecto vago y novelesco al lado de los fines privados. En efecto, a excepción de aquellos que los hombres se imponen a sí mismos, todas las leyes tienen algo que mueve a risa […] Dedúcese de todo esto que a menos gobierno, a menos leyes y a menor delegación de poder, corresponde mayor bienestar. El antídoto de ese abuso del gobierno formal, es la influencia del carácter personal, el desenvolvimiento del individuo, la acción del maestro para sustituir la revuelta del poder, el influjo del sabio con quien, precisa reconocerlo, los gobiernos existentes apenas guardan una ligerísima semejanza […] El Estado existe para educar al sabio; cuando éste aparece, desaparece aquél. La presencia del carácter hace inútil al Estado. El sabio es el Estado»[24].
La idea de la «desobediencia civil» es más nítida aún en Thoreau, al que le costó trabajo independizarse de las concepciones de Emerson, del que sin duda fue su principal discípulo. Thoreau, aún con más ahínco que Emerson, abogaba por una vuelta del hombre al medio natural, a un mayor contacto con la inocencia de la naturaleza, ajena como es a la artificialidad de la civilización. Intentó explicarlo en el más célebre de sus textos, Walden, que comenzó a escribir en 1846, fruto de la experiencia que vivió en la cabaña que él mismo comenzó a construir, en una parcela de su amigo Emerson, en la primavera de 1845, junto a la laguna de Walden, en Concord, adonde se trasladó el 4 de julio de ese año[25]En 1848 pronunció su famosa conferencia acerca de la relación del individuo con el Estado, que terminaría adoptando el título de Desobediencia civil, aunque primero se publicó bajo el de Resistencia al gobierno civil, en 1849[26]En relación con la conciencia de pecado de ambos amantes en La letra escarlata, así como de la posible vinculación de esa convicción de haber pecado con el hecho de haber mantenido contacto carnal, debe prestarse atención a unas cuantas líneas de Thoreau escritas en el capítulo titulado «Leyes superiores» de Walden. En ellas se lee lo siguiente: «Tal vez no haya nadie que no se avergüence a causa de la naturaleza inferior y animal a la que está unido […] La sabiduría y la prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad de la pereza […] Una persona impura es universalmente perezosa […] Si queréis evitar la impureza y todos los pecados, trabajad seriamente, aunque sea limpiando un establo»[27]. Estas palabras están muy próximas a la moral puritana (recordemos la abnegada entrega de Hester al duro trabajo de bordadora después de su condena), y, de otro lado, sería demasiado aventurado pensar que Hester Prynne?en cuanto a Arthur Dimmesdale no tendría fundamento alguno dudarlo?, incluso después de su castigo público, haya abandonado en su fuero interno por completo algunos de los principios esenciales de la moral calvinista, tales como el rechazo a la mentira y la ética del esfuerzo y del trabajo como un bien en sí mismo para el hombre. Lo que Hester rechaza con todas sus fuerzas, además de la hipocresía social, es, sobre todo, el fanatismo, el extremismo a que puede conducir una confesión religiosa intransigente e intolerante, y, por supuesto, que se invada de una manera tan impúdica y tan agresiva su vida privada, habida cuenta que de su acción no se ha derivado ningún mal concreto para la comunidad en la que vive. Naturalmente, sus jueces no lo vieron así, y por eso la condenaron, porque apreciaban en su comportamiento un mal ejemplo, un ejemplo disolvente de la estructura social. Es evidente que la ética protestante en general y la calvinista en particular, al menos en lo que atañe al contacto carnal, aunque esté fundamentado en un amor limpio y auténtico, se inspira más en determinados pasajes del Antiguo Testamento, que toma al pie de la letra, que en la ética que se desprende de los Evangelios. Bastaría con traer aquí a colación el modo de proceder de Jesús con la mujer adúltera. Sólo si hubiesen tenido en cuenta aquellos miembros del tribunal que juzgó a Hester la infinita humanidad y la infinita capacidad de perdón que se desprende de la manera de actuar de Jesús hacia esa mujer pecadora, hubiesen resuelto el caso de un modo completamente distinto, esto es, evangélico. Pero eso era algo completamente utópico, en aquellos tiempos, en el seno de las comunidades puritanas de la costa Este norteamericana.
Continuando con las ideas que vierte Hawthorne en su novela sobre la liberación de la mujer, estima que la naturaleza del hombre, del varón, debe «ser modificada en su esencia antes de que la mujer pueda asumir la que tiene que ser su posición justa y verdadera» (cap. 13). Cuando todas estas dificultades hayan sido vencidas, la propia mujer deberá, a su vez, cambiar completamente. Pero la mujer nunca podrá superar estos problemas por medio del pensamiento. Son problemas sin solución, a no ser que el corazón adquiera la preeminencia en la naturaleza de la mujer (cap. 13). Apreciamos aquí la desconfianza de Hawthorne, como en cierto modo veíamos en Emerson y en Thoreau, hacia la civilización, hacia la cultura libresca, incluso hacia la razón. Aquí se nos muestra, quizás, el Hawthorne más romántico y menos ilustrado. Aunque Hawthorne esté refiriéndose a la condición femenina, su principio podría aplicarse igualmente a la condición masculina, a saber, que el corazón adquiera primacía sobre el intelecto. Semejante alegato antiilustrado, sin embargo, es de dudosa aplicación práctica en la vida social, a no ser que se renuncie al progreso material, o, al menos, se reduzca considerablemente la confortabilidad artificial de la civilización por el bienestar espiritual que produce el contacto íntimo con la naturaleza. Hawthorne, y no conviene endulzar o tergiversar sus palabras en esta delicada cuestión, está demandando un puesto clave en la sociedad al misterioso y problemático territorio del sentimiento, en cuanto que debe ser el corazón de cada ser humano el que guíe preferentemente sus actos. ¿Qué ocurriría entonces con la competitividad salvaje? ¿Y con el ánimo de lucro?
En cuanto a la mentira, la única vez que Hester ha mentido es ocultando al mundo, y sobre todo a Chillingworth, la identidad de su amante. Lo hizo, sin duda, para garantizar el bienestar de Arthur, «pero la mentira?le dice a Arthur al desvelarle la identidad de Chillingworth?nunca está bien, aunque sea con amenaza de muerte» (cap. 17). En la biografía de Kant escrita por uno de sus más tempranos discípulos, Borowski, terminada en octubre de 1792, pero que el filósofo de Königsberg, a pesar de autorizarla después de hechas algunas correcciones, prohibió terminantemente que se publicase mientras él viviera, se nos informa cómo el padre de Kant, que era un humilde guarnicionero, inculcó a su hijo el más firme rechazo a la mentira, de igual modo que fue su madre, una ferviente creyente de religión pietista, la que le enseñó que debía rezar todos los días[28]
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En cuanto a Arthur Dimmesdale, que es un hombre de profundas convicciones religiosas, temeroso de Dios y entregado por entero a su feligresía, el sentimiento de culpa lo atormenta de manera terrible por su acción con Hester, de la que se arrepiente sinceramente, aunque continuará amando apasionadamente en secreto, dentro de sí mismo, a la valerosa joven. Desde el principio del calvario por el que tiene que pasar Hester, le insta a que desvele su nombre, aunque, como hemos dicho ya, con nulo resultado, pues ella quiere evitar a toda costa que finalice su actividad como pastor y que se exponga de manera tan humillante al escarnio público. Pero no vaya a pensarse que Arthur es un cobarde o un despiadado egoísta. Hace todo lo que está en su mano por aliviar el sufrimiento de Hester. Por ejemplo, cuando intercede con valentía e impecable argumentación, en presencia del Gobernador de la colonia, Richard Bellingham[29]y de su superior, el humanitario reverendo John Wilson[30]en favor de que Hester continúe viviendo con su hija Pearl, haciendo una encendida y conmovedora defensa de los «derechos inalienables» que asisten a una madre que ama con total desinterés y dedicación a su hija (cap. 8). Entre madre e hija, alega el ministro, «existe una relación terriblemente sagrada», que se ve acentuada por el hecho de que la misión de Pearl es la de bendecir, «de ser la única bendición en la vida de esta mujer»; más aún: la función de la pequeña Pearl es de carácter expiatorio, y eso explica que el atuendo de la niña recuerde el símbolo que su madre lleva sobre el pecho (cap. 8).
Arthur no es un hombre de ideas liberales; para tener paz espiritual, necesita sentir sobre él la presión de la fe, que lo confinaba en una especie de armazón de hierro (cap. 9). Pero, aunque sinceramente arrepentido, el sentimiento de culpa casi lo conduce a la locura. Ello es así, en parte, por la sutil y demoníaca actuación de Roger Chillingworth, quien, bajo la apariencia de la amabilidad y la amistad, tratará de destruir psicológica y moralmente a un espíritu tan sensible como el de Arthur. Su sensibilidad es tan intensa, su imaginación y su pensamiento tan activos, que la enfermedad física tenía así muchas probabilidades de originarse en el interior de este turbulento magma espiritual (cap. 9). En Arthur se daba una «extraña compenetración de su cuerpo con su alma»; de ahí que, en su caso, «una enfermedad del cuerpo» pueda ser «sólo un síntoma de una enfermedad del espíritu» (cap. 10). Pero un «hombre que está agobiado por un secreto», como era su concreta circunstancia, «debería evitar toda intimidad con su médico» (cap. 9), pues no olvidemos que Chillingworth ha tenido la suprema habilidad de ganarse la confianza de Dimmesdale sin que este sospeche nada, ofreciéndose como su médico, pues como tal se ha presentado en la comunidad después de su repentina aparición en el poblado, sin que nadie, salvo, naturalmente, Hester, lo reconozca. En una conversación con el sigiloso y vengativo falso médico, Arthur manifiesta juicios y opiniones que pudieron haber influido en Miguel de Unamuno al escribir San Manuel Bueno, mártir (novelita publicada en marzo de 1931), especialmente porque, además de esconder un profundo secreto que no quiere conozca la comunidad de feligreses a la que atiende espiritualmente, sugiere que si tal secreto se conociese, entonces no podría llevar su bálsamo y consuelo a los pecadores, que necesitan verlo como un hombre puro y sin mácula. Su tormento, indecible, es interior, está oculto, y, por eso mismo, es aún más devastador (cap. 10).
Cuando descubra la identidad de su compañero de casa y de cuáles son sus verdaderas intenciones, desveladas por Hester en lo más profundo del bosque, Arthur recibirá una impresión muy intensa. Esta escena del encuentro en la umbría de los que una vez fueron fugaces amantes, después de transcurridos siete años[31]de sufrimiento en silencio, es de una belleza indescriptible. Es la cita furtiva entre dos seres puros y buenos que todavía se aman con ternura y absoluto desinterés. «Si fuera un ateo?le dice Arthur a Hester entre el rumor de las hojas?, un hombre sin conciencia, un desalmado con instintos toscos y brutales, puede que hubiese encontrado paz hace mucho tiempo. Más aún, no la habría perdido nunca» (cap. 17). La penitencia que ha hecho hasta entonces la estima insuficiente, una prueba más de su severa autoexigencia moral: « ¡Es verdad que ya he hecho bastante penitencia! Pero no he logrado verdadero arrepentimiento » (cap. 17). Para Arthur, el pecado de Chillingworth es mayor que el de Hester y el suyo propio, pues el médico «violó a sangre fría el sagrado secreto de un corazón humano» (cap. 17). Sólo ante los ojos de Hester, delante de ella en la soledad del bosque, podía Arthur, que había sido falso ante Dios y ante los hombres, ser por unos instantes él mismo (cap. 17). La cruda verdad, dice el narrador en referencia a Dimmesdale, «es que las huellas que la culpa deja en las almas no se pueden reparar en este mundo» (cap. 18).
Es al final del relato cuando Arthur nos ofrece una actitud inequívocamente gallarda y decidida, precisamente al tomar la irrevocable decisión de comunicarle a toda la comunidad?después de haber pronunciado su último sermón, que casi lo ha transfigurado en un santo a ojos de todos?cuál es la verdad del hecho que tan celosamente ha guardado, bien es cierto que a instancias de Hester, durante siete prolongados años, y la expresa, además, encima del mismo patíbulo vergonzoso en el que Hester Prynne, con su hijita en brazos, sufrió entonces tan espantosa humillación. Hace algún tiempo que siente, que intuye de un modo muy difícil de explicar racionalmente, que va a morir, y no está dispuesto a permitir que esto ocurra sin haber asumido públicamente su culpa. Las graves palabras que pronuncia desde el oneroso tablado, dejan atónita y sobrecogida a la multitud que lo escucha en profundo y recogido silencio. Se arranca violentamente la banda de ministro, y la misma marca, igual a la de Hester, que ha estado durante todo ese tiempo quemando su corazón, surge de pronto, como un signo del castigo divino, ante las miradas de una multitud paralizada por el horror, sobre su pecho (cap. 23). Pero Hawthorne nos propone aquí una metáfora, pues el narrador no deja definitivamente aclarado si la marca era o no real, nítidamente visible o no, ya que algunos de los presentes manifestaron haberla visto con sus propios ojos, mientras que otros afirmaron, igual de resolutivos, que no habían visto estigma alguno hendido en la carne viva del pecho de Arthur Dimmesdale. Lo importante, viene a decirnos el novelista, es el estigma que durante siete interminables años ha quemado lo más escondido del corazón y el pecho de Arthur, con independencia de que los ojos de los sentidos puedan o no verlo. Lo que sí pudo comprobar la muchedumbre congregada es que el espíritu de Dimmesdale, desde el momento en que se hubo desprendido de su culpa, se hundió en un profundo reposo, como si un pesado fardo le hubiese sido arrancado. Para Nathaniel Hawthorne, que nunca pierde de vista el temible combate entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que tiene lugar a todo lo largo de la existencia de la vida de los hombres desde el momento de la caída, la actitud de Arthur confirma que el demonio no puede triunfar; expresado de otro modo: que Chillingworth ha fracasado por completo. Pero Arthur lo perdona lealmente, sin atisbo alguno de rencor. Pearl, que un poco antes se había abrazado a las piernas de su padre, lo besa ahora en los labios. Las lágrimas de la que está a punto de dejar de ser una infanta, caen sobre su padre como una promesa de futuro y de esperanza para ella. Arthur, al fin de esta conmovedora escena, muere en brazos de Hester, muy poco después de que ella le haya dicho: « ¡Estoy segura de que hemos pagado el precio de la libertad, el uno con el dolor del otro!» (Cap. 23). La libertad, parece decirnos Hawthorne, la libertad individual, la libertad de elegir, lleva aparejado el sufrimiento, en este caso provocado por unos principios religiosos impregnados de prejuicios, de intolerancia y de fanatismo. Hay aquí un contacto muy tangencial con la cosmovisión dostoyevskiana de la libertad, un autor, en cualquier caso, que no pudo influir absolutamente nada en el contenido moral de La letra escarlata. Para el gran novelista ruso, sobre todo a partir de 1866, año en que comienza a publicarse Crimen y castigo, la libertad, que constituye el máximo distintivo del ser humano, es libertad de elegir entre el bien y el mal; el problema de la libertad no puede disociarse del problema de Dios y del problema del mal; la redención del mal cometido exige arrepentimiento y castigo; y la vida del hombre es inconcebible sin sufrimiento, pues éste es consustancial a la condición humana. En la novela de Hawthorne, el precio de haber elegido libremente los amantes, en el seno de una comunidad intransigente, conlleva ineluctablemente el recíproco sufrimiento de ambos, la separación definitiva y la marginación social de uno de los amantes, que se sacrifica voluntariamente y a un precio terrible por el otro, una muestra indubitable de la misteriosa fuerza del amor. Las últimas palabras de Arthur, antes de expirar, son memorables. Dice que lo que ambos hicieron fue una cosa en la que mostraron olvidarse de Dios, algo que supuso una violación del respeto que mutuamente se debían el uno para con el otro, algo que parecía hacer para siempre imposible que se encontrasen en la otra vida, en la vida verdadera, en la vida eterna, pero la infinita misericordia de Dios hará posible ese anhelado encuentro, de igual modo que esa misma misericordia se ha manifestado en las terribles aflicciones de Arthur: en el estigma que abrasaba su pecho (por eso se ponía tanto la mano en él, para asombro constante de la pequeña Pearl), en la aparición y fatal presencia obsesiva de su enemigo declarado Chillingworth, en su confesión pública delante de todos.
Después del penúltimo capítulo, el autor coloca una Conclusión del relato, el capítulo 24, que debe ser leída con atención, pues está impregnada de un hondo significado moral. Dos cuestiones deben ser subrayadas. La primera, que al exhalar su último suspiro en los brazos de Hester Prynne, Arthur Dimmesdale está expresándole a toda la humanidad cuán débil es el derecho de los hombres a la autosatisfacción. En presencia de todos estaba dejando entrever una gran verdad: que todos somos pecadores frente a la Pureza Infinita, esto es, Cristo. La segunda, y éste sí puede ser considerado un planteamiento ético kantiano, que hay que decir la verdad, la verdad más recóndita que anida en nuestro ser, y si no somos capaces o no tenemos el valor de decirla completa, al menos debemos manifestarla de tal manera que permita a los demás atisbar cómo somos verdaderamente por dentro y qué escondemos.
Quizá sea este el momento de discrepar con algunas de las rotundas afirmaciones del eruditísimo e inimitable escritor argentino Jorge Luis Borges, contenidas en el texto de una conferencia sobre Nathaniel Hawthorne que pronunció, en marzo de 1949, en el Colegio Libre de Estudios Superiores de la ciudad de Buenos Aires. Apoyándose en la opinión de Edgar Allan Poe de que Hawthorne tendía a la alegoría, algo indefendible para el gran escritor bostoniano, así como en la creencia de que un «error estético» dañó al autor de La letra escarlata: «el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas»[32], Borges concluye diciendo que los cuentos de Hawthorne son mucho mejores que sus novelas. En su excesiva propensión a la metáfora, lo compara con Ortega y Gasset, y, además, opina que, a pesar de su «curiosa imaginación», Hawthorne es un escritor «refractario, digámoslo así, al pensamiento»[33]. Las preferencias de Borges se decantan por Twice-Told Tales (Cuentos dos veces contados, de la primavera de 1837), en donde se prefiguran, sobre todo en Wakefield, el mundo de Herman Melville y de Franz Kafka[34]No sólo no creo que haya fundamento para afirmar que un escritor como Hawthorne es «refractario al pensamiento», siempre y cuando ese concepto de pensamiento se amplíe, como debe hacerse, a la esfera de lo religioso y lo moral, sino que, antes de leer el deslumbrante ensayo de Borges, he entrevisto relaciones, desde el punto de vista de las consecuencias morales y del trágico fin que puede derivarse de una acción, con uno de los más excelsos relatos de Herman Melville, Billy Budd, marinero, aunque el escritor bonaerense no acierte a ver ninguna. Tampoco me parece un descrédito, sino todo lo contrario, procurar «hacer del arte una función de la conciencia»[35], como con acertado juicio crítico deduce el rioplatense de las novelas del estadounidense. A diferencia de lo que opinaba Henry James, Jorge Luis Borges no ve «objetividad» alguna en La letra escarlata. Objetividad que, tanto para Henry James como para Ludwig Lewisohn (1882-1955), se fundamentaba básicamente en la autonomía e independencia del personaje de Hester Prynne. Esa objetividad, sin embargo, la ve Borges en Joseph Conrad o en León Tolstoi, pero no en Hawthorne[36]Nosotros, no obstante, sí compartimos la opinión de ese gran representante de la novela psicológica que fue Henry James.
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Sólo resta completar el dibujo de la personalidad del complejo personaje de Roger Chillingworth, el marido de Hester Prynne al que todos creían muerto en un naufragio, durante el viaje desde Inglaterra hasta la Bahía de Massachusetts, pero que aparece de improviso en el poblado, bajo un nombre supuesto y ocultando su identidad, salvo a su propia esposa, después de haber sido retenido durante un periodo prolongado por los indios, de los que ha aprendido mucho, en especial el elevado poder curativo de las hierbas y plantas silvestres. Él mismo admite que ha empleado «sus mejores años en alimentar el sueño hambriento de la sabiduría» (cap. 4). Chillingworth es un hombre, desde mucho antes de conocer a Hester, volcado casi exclusivamente en el estudio y en el mundo frío, marmóreo y rígido de los libros. La aventura imprevisible de la experiencia de la vida, con sus caídas y contradicciones, con sus aciertos y desatinos, con sus misterios y transparencias, es algo completamente desconocido para él. Sólo vive encerrado en el limitado universo de los libros que estudia, sin pasión, sin ardor, sin fuego que abrase el alma. En la única entrevista que mantiene con Hester cuando ésta se halla en la cárcel, le dice a la que una vez fue su esposa: «Mi mundo era un mundo sin alegría. Mi corazón era una habitación suficientemente grande para albergar a muchos huéspedes, pero solitaria y fría, y sin un fuego que la calentara» (cap. 4). En esa misma conversación carcelaria, le confiesa a Hester que está decidido a descubrir la identidad del hombre que ha yacido con su mujer: «Créeme Hester, hay pocas cosas (ya sea en el mundo exterior, o, hasta cierto punto, en la esfera invisible del pensamiento), pocas cosas que permanezcan ocultas al hombre que se dedica intensa y exclusivamente a resolver un misterio» (cap. 4). Chillingworth se nos presenta, pues, como un ejemplo de perseverancia, aunque el objeto de sus indagaciones sea la venganza. Sin haber estudiado Medicina en ninguna Universidad, sus amplias lecturas y sesudos conocimientos le facultarán, mediante el engaño y la simulación, ejercerla en Boston, en donde se presenta como médico, manteniendo desde muy pronto unas excelentes relaciones con las autoridades locales. Enterado desde el principio de lo que su mujer ha hecho, es decir, simultáneamente al resto de los miembros de la comunidad, el principal y casi único objetivo de la existencia de Chillingworth es la venganza, especialmente dirigida contra ese hombre, todavía desconocido, que es el padre de Pearl, hombre cuya vida se propone destruir lenta y cruelmente, pero con la astucia de un zorro y la prudencia de una serpiente como valiosas auxiliares. Todo el motor de su vida, desde que conoce los hechos, nos dice el narrador en la Conclusión del libro, había sido entregarse a la organización y ejecución de esa despiadada venganza.
Entrado en años, deforme, inteligente y astuto, Chillingworth es, sobre todo, un malvado. En cierto modo, al igual que el Claggart de Billy Budd, marinero, el mal que anida en el corazón de Chillingworth es una maldad más allá del vicio, que «no participa en nada de lo sórdido ni de lo sensual», aunque, a diferencia de Claggart, no se trata de una «depravación natural»[37], sino de una malignidad alimentada por el odio e incluso por una incapacidad para asimilar correctamente los parabienes de la civilización, representados por los libros de la más alta cultura. La única persona que conoce la verdadera identidad de Chillingworth es, naturalmente, Hester, aunque, bajo siniestras amenazas, tendrá que mantenerla oculta, decidiéndose, al fin, pasados siete años, a revelarle a Arthur, en la entrevista del bosque, la identidad de Roger y que comparte casa nada menos que con su más declarado enemigo.
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Pearl, por último, es el fruto, la encantadora hija nacida de la relación adúltera entre Hester y Arthur. Representa la inocencia, lo indómito, lo incontaminado y natural, y, en este sentido, podríamos encontrarle un cierto paralelismo con la niña Catherine Earnshaw que se cría medio salvaje en las landas del Yorkshire, del mismo modo que hay en ella destellos luminosos que proceden de ese culto «trascendentalista» a la Naturaleza de Ralph Waldo Emerson y de Henry David Thoreau, y quién sabe si no la tuvo algo en cuenta Melville para pergeñar la más pura inocencia y bondad que aflora de todas sus creaciones, «la bondad más allá de la virtud»[38], tal como se revela en la enigmática e inmarcesible encarnación del bello marinero Billy Budd. Pero Pearl también parece estar inconscientemente rodeada de un extraño halo de misterio, pues de su comportamiento se desprende una innata capacidad para saber qué ocurre a su alrededor, cómo es el interior de las personas, que energía desprenden, si salutífera y buena, o perversa y demoníaca[39]Pearl[40]es traviesa, indomable, caprichosa, inquieta, algo así como un duendecillo de los bosques, pero ama con locura a su madre. Representa lo contrario de las convenciones sociales, de las normas trasnochadas, de la hipocresía, del fanatismo religioso y la falsedad moral. Como muy bien acierta a decir Arthur?ya lo hemos recordado?,la misión de Pearl «es la de bendecir; de ser la única bendición en la vida de esta mujer [Hester]. Su función es también, como la misma madre ha dicho, expiatoria» (cap. 8). En la educación de Pearl encontrará un campo propicio para desahogarse la fantasía del pensamiento de Hester Prynne.
A la muerte de Chillingworth, Pearl recibió una sustanciosa herencia. Después de esa muerte, madre e hija desaparecieron durante largos años. Pero, al fin, Hester Prynne regresó al que consideraba su verdadero hogar. Madre e hija terminaron separándose, y es comprensible pensar que Pearl vivió con comodidad y entre los encantos de su juventud, posiblemente en Inglaterra, o en lejanas y extrañas tierras, aunque con certeza nunca más se supo de sus pasos. Hester Prynne, por su parte, y sin que nadie se atreviese ahora a obligarla a ello, colocóse voluntariamente de nuevo la letra escarlata sobre su pecho, pero en esta ocasión el estigma sólo provocaba admiración y respeto entre quienes la rodeaban. Deseaba en lo más íntimo continuar haciendo penitencia. Hester Prynne dedicó lo que le quedaba de vida al trabajo y a la altruista dedicación a sus semejantes, y, como había tenido una gran experiencia en el dolor y en el sufrimiento, sus consejos eran muy estimados por los habitantes de la colonia. Al morir, su tumba fue cavada junto a la de quien una vez había sido el hombre de sus sueños.
Málaga, 1 de mayo de 2014, festividad de Santa Columba de Cornualles, princesa virgen del siglo VI que fue decapitada por no querer casarse con un esposo pagano.
Autor:
Enrique Castaños
Doctor en Historia del Arte.
[1] Hemos empleado la traducción de Pilar Serrano y José Donoso (Barcelona, Debolsillo, 2009).
[2] Hans Plischke, «El movimiento de la expansión inglesa y francesa del siglo XVI al XVIII», en Walter Goetz (dir.), La época del absolutismo (1660 – 1789), Madrid, Espasa-Calpe, 1978, pág. 422. La traducción es de Manuel García Morente. La primera edición española es de 1934 y la edición original alemana del periodo final de la República de Weimar, siendo uno de los volúmenes, el VI, de la célebre Propyläen Weltgeschichte.
[3] Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1998, págs. 118-119. La traducción es de Luis Legaz Lacambra. El clásico texto se editó por vez primera en 1901. Un esbozo muy temprano de la doctrina de la predestinación puede encontrarse en el monje Gotescalco, que vivió en el siglo IX. Su doctrina, que puede considerarse como un agustinismo extremo, establecía que «los malos se hallan predestinados a la muerte, y los buenos a la vida […] Dios no ha querido salvar a todos los hombres, sino sólo a los elegidos, que es para los únicos para los que murió Cristo». Jean Jolivet, La filosofía medieval en Occidente, Madrid, Siglo XXI, 1974, pág. 53. La traducción es de Lourdes Ortiz.
[4] Allan Nevins, Henry Steele Commager y Jeffrey Morris, Breve historia de los Estados Unidos, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1994, págs. 15-23. La traducción es de Francisco González Aramburo. La primera edición en inglés se publicó en 1942.
[5] Ibídem, pág. 29.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem, pág. 30.
[8] Una sucinta pero rigurosa semblanza de Oliverio Cromwell es la que dibuja del personaje el gran representante de la escuela histórica alemana, Leopold von Ranke, Grandes figuras de la Historia, Barcelona, Grijalbo, 1966, págs. 231-237. La traducción y selección corresponden a Wenceslao Roces. En la pág. 235, afirma Ranke sobre el gran estadista inglés: «Este hombre logró realizar la inmensa hazaña de romper las envolturas que en las naciones europeas tenían preso al individuo sumido en su vida privada». Uno de los estudios fundamentales sobre los agitados acontecimientos ingleses es el de François Guizot, Historia de la revolución de Inglaterra, Madrid, Sarpe, 1985. La traducción es de Diego Fernández Mardón. La redacción del libro de Guizot es de 1826-1827. Otro estudio historiográfico relevante es el de Alfredo Stern, La revolución inglesa, Barcelona, Montaner y Simón, s.f. Hay una edición anterior de este estudio, en esa misma editorial barcelonesa, de 1894. El historiador alemán Alfred Stern (1846-1936), fue Profesor en Berna desde 1873.
[9] Georg Jellinek, La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Granada, Comares, 2009, pág. 80. La traducción, de 1907, es de Adolfo Posada.
[10] Ibídem.
[11] Ibídem, pág. 77.
[12] Ernst Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 1967, pág. 67. La traducción es de Eugenio Ímaz.
[13] Recuérdese que Providence está en Rhode Island.
[14] Troeltsch, pág. 67.
[15] Para todo lo anterior, así como para las cifras totales de guillotinados durante la Revolución y su distribución por grupos sociales, debe consultarse el libro de George Soboul, La Revolución francesa, Madrid, Tecnos, 1994. La traducción es de Enrique Tierno Galván. La edición original francesa es de 1966.
[16] Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2009, pág. 251. La traducción es de Pedro Bravo.
[17] Ibídem, pág. 101.
[18] Tomo los datos de las palabras preliminares y del prólogo de Alberto Palcos (1894 – 1965) al cuidado volumen con diversos escritos de Condorcet, Influencia de la Revolución de América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. La traducción es de Tomás Ruiz Ibarlucea. El ensayo que nos ocupa se encuentra entre las págs. 21-62.
[19] Lo explica muy bien, con argumentos rigurosos y llenos de buen sentido, alejados de cualquier espíritu intolerante y sectario, en la carta que le escribe, el 21 de diciembre de 1613, a su principal discípulo y colaborador, el sacerdote y matemático Benedetto Castelli, uno de los padres de la hidráulica moderna. Véase, Galileo Galilei, Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión, Madrid, Alianza, 2006, págs. 45-57. La traducción es de Moisés González García.
[20] Jean Jolivet, pág. 108.
[21] La expresión in media res procede de lo que dice el poeta latino del siglo I a. C. Quinto Horacio Flaco sobre Homero en el apartado XI de su Epístola a los Pisones o Arte Poética, a saber, que «lleva a los lectores a lo vivo de la acción». Horacio, Odas y Épodos. Sátiras. Epístolas. Arte Poética, México, D. F., Porrúa, 1980, pág. 173. La traducción es de Tomás Meabe.
[22] La afirmación de Locke puede sorprender en un pensador que no creía en las ideas innatas, como trató de demostrar en el primer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano. Sobre la difícil conciliación entre la posición filosófica empirista de Locke, es decir, que el conocimiento se adquiere a través de los sentidos y de la experiencia, y su posición política a favor de las verdades evidentes por sí mismas, tales como los llamados derechos naturales, puede consultarse George Holland Sabine, Historia de la teoría política, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 407. La traducción es de Vicente Herrero.
[23] John Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Madrid, Tecnos, 2006, pág. 9. La traducción es de Carlos Mellizo.
[24] Rodolfo W. Emerson, Los fundamentos de la sociedad contemporánea, Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1923, págs. 105-106. Más adelante, en la pág. 109, dirá que «las tendencias de nuestra época favorecen la idea del self-government [autogobierno]». La traducción es de Francisco Lombardía.
[25] Extraigo los datos de la Introducción de Javier Alcoriza y Antonio Lastra al mencionado texto, del que también son los traductores. Henry David Thoreau, Walden, Madrid, Cátedra, 2009, págs. 9-50.
[26] Ibídem, pág. 16.
[27] Ibídem, págs. 255-256.
[28] Ludwig Ernst Borowski, Relato de la vida y el carácter de Immanuel Kant, Madrid, Tecnos, 1993, pág. 18. La traducción es de Agustín González Ruiz. Aunque, con un espíritu muy poco kantiano, Borowski publicó todo lo que Kant había tachado de la biografía, dejando además tal como él los había redactado aquellos breves pasajes modificados por Kant, mostrando de este modo al público lector su propia redacción original y las anotaciones marginales del eminente pensador, en el pasaje en el que habla de la actitud y la influencia de los padres de Kant en la formación de su carácter, indica Borowski expresamente en nota al pie que no se vio alterado lo más mínimo después de la lectura efectuada por el filósofo. Borowski interpretó ese respeto en este punto en concreto como una muestra significativa acerca del rigorismo moral que caracterizaba al biografiado.
[29] Personaje histórico, nacido en Inglaterra en 1597, emigrante a Nueva Inglaterra en 1634, fue durante varios periodos teniente-gobernador, y, finalmente, en 1641, 1654 y desde 1665 hasta su muerte, ocurrida en 1672, Gobernador de Massachusetts. Los datos los proporcionan los traductores en la nota nº 12 de la citada edición de la novela de Hawthorne.
[30] Pastor protestante, superior en jerarquía a Arthur Dimmesdale, se trata también de un personaje rigurosamente histórico, nacido en Inglaterra en 1591, donde obtuvo, en el King’s College de Cambridge, los grados de bachiller y licenciado en artes, trasladándose posteriormente a Nueva Inglaterra, en 1630, donde trabajó como profesor en la Primera Iglesia de Boston, lugar en el que permaneció hasta su muerte, acaecida en 1667. Asimismo, estos datos biográficos los proporcionan los traductores en la nota nº 13 de la mencionada edición de la novela.
[31] El simbolismo bíblico del número siete no debe ser desdeñado.
[32] Jorge Luis Borges, «Nathaniel Hawthorne», en Prosa Completa, Barcelona, Bruguera, 1980, volumen 2, pág. 180.
[33] Ibídem.
[34] Ibídem, pág. 185.
[35] Ibídem, pág. 189.
[36] Ibídem, pág. 190.
[37] Herman Melville, Benito Cereno. Billy Budd, marinero, Madrid, Alianza, 2007, pág. 240. Las expresiones de la novela corta de Melville corresponden al capítulo 11. La traducción del segundo de los relatos de Melville recogido en la edición de Alianza, que es el que ahora nos ocupa, es de José María Valverde.
[38] Hannah Arendt, Sobre la revolución, pág. 111. En el apartado 3 del capítulo 2 de su profundo ensayo, quizás lleve a cabo la gran pensadora judía la que puede ser considerada como la más aguda?a pesar de su concisión?interpretación jamás realizada del magistral relato de Herman Melville.
[39] Similar intuición profunda para distinguir la malignidad de la inocencia, también pareció adornar al intachable capitán Vere en Billy Budd, marinero, sublime encarnación de «la virtud más allá de la bondad», y que, a pesar suyo, puesto que las leyes no están hechas ni para los ángeles ni para los demonios, sino sólo para los hombres, no tendrá más remedio que persuadir al Consejo de guerra sumarísimo de que Billy Budd, un «ángel de Dios», debe ser ahorcado, después de haber matado, casi con completa seguridad involuntariamente, a su superior Claggart de un manotazo. La inocencia pura castiga implacablemente, del único modo que sabe hacerlo, al mal absoluto, a la «depravación natural», pero, por eso mismo, en tiempo de guerra y en un mundo en el que sólo pueden regir las leyes humanas, a Billy Budd no le queda otra salida que la ejecución, promovida por quien menos desea su muerte; de ahí la inmensa tragedia que contiene en sus entrañas este relato único. Véanse para toda esta cuestión los mismos capítulos señalados en las notas precedentes de los libros de Herman Melville y de Hannah Arendt.
[40] En 1649 tiene siete años cumplidos.
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