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Lecciones contra la miseria del mundo (a propósito de Pierre Bourdieu)


    La Pizarra como Metáfora:

    ¿Qué relación guarda una pizarra con la obra del pensador francés Pierre Bourdieu (Denguin, 1930-Paris, 2002)? Esta pizarra no es una pizarra cualquiera, aunque en realidad ninguna pizarra es una pizarra cualquiera. A lo que me refiero en esta ocasión es a La pizarra, una película dirigida en el año 2000 por Samira Makhmalbaf, con guión propio y de su padre Mohsen Makhmalbaf. Rodada en Irán, este film narra el periplo de un grupo de maestros que, tras un bombardeo en el Kurdistán iraní, deciden viajar de un lugar a otro, cada uno de ellos con una pizarra a cuestas, en busca de estudiantes a los que poder enseñar. Esta película se está proyectando estos días en una pequeña sala de circuito alternativo. Cuando fui a verla apenas éramos diez espectadores. (Preveo que su duración en cartelera será efímera, frente a otros productos de la mercadotecnia cinematográfica más seductores y rentables: no es fácil escapar a "las argucias de la razón imperialista" (1).

    Cámara al hombro, la directora iraní narra una situación tan precaria, tan descarnada, que roza el mero absurdo, la pura nada. Mujeres, niños y viejos huyen erráticamente por un paisaje desértico, un extenso erial sembrado de minas, en busca de su tierra natal, que ha sido devastada y a la que no pueden reconocer. Los maestros se unen a la caravana humana, pidiendo tan sólo un poco de alimento y agua a cambio de sus enseñanzas, vale decir, a cambio de la atribución de un mínimo de sentido, de un principio de esperanza. Y aunque parezca imposible, al contar esta odisea, Samira Makhmalbaf aplica con dosis de sabiduría y compasión (que no es otra cosa que pasión compartida) la misma máxima del subcomandante Marcos que alentaba la resistencia zapatista: "Contra el horror, humor".

    Así pues, La pizarra como metáfora. ¿Cómo metáfora de qué? Como metáfora de ese ingente catálogo de exclusiones sociales que Bourdieu compendió bajo el título de La miseria del mundo (2). Metáfora del horror cotidiano que constituye la sustancia de algunos de los mundos plurales que todavía no habitamos en esta orilla del planeta. Metáfora del "desierto que crece" en la "época de la imagen del mundo" (Heidegger (3). Metáfora de "la escuela del mundo al revés" (Galeano (4)). Metáfora de "los ricos globalizados y de los pobres localizados" (Zygmunt Bauman (5)). Si las metáforas constituyen puentes que nos conducen desde el terreno de lo conocido al territorio de lo desconocido o de lo todavía por conocer, La pizarra nos precipita en "otra realidad", en una "realidad aparte".

    Como los maestros de la película, también Bourdieu ha sido un enseñante nómada que, con sus palabras andantes, con su propia pizarra, ha ido impartiendo lecciones de manera socrática, contracorriente, para "restaurar la utopía". Pensador de los límites, Bourdieu, como los maestros con su pizarra, nos ha sabido situar en las encrucijadas del laberinto (Castoriadis), desvelando y desmontando toda suerte de minas mentales sembradas en el campo de lo social. Así pues, ¿por qué no Bourdieu?

    El mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor y pensador de fondo como Bourdieu es dialogar desde y sobre su obra, o lo que es lo mismo, proseguir su acción reflexiva, tomando el testigo de su compromiso intelectual y cívico. No glosaremos aquí su amplia trayectoria ni su vasta obra, pero sí trataremos de situarlo, aun a costa de incurrir en simplificaciones siempre injustas, en un contexto amplio de referencia. En la ortodoxia de las etiquetas referidas a las disciplinas, a Pierre Bourdieu se le reconoce, merecidamente, como sociólogo, porque así lo quiso al reclamar para su oficio esta "ciencia paria"(6). Considerando su vasta formación filosófica, que se aprecia en el estilo de sus escritos y en la potencia de sus análisis, podría decirse, con mayor precisión, que ha sido un ávido lector de la realidad social, profundamente comprometido con la decisión de habitar y de repensar la polis, de ser ciudadano, es decir, con la tarea de comprender, explicar y transformar el mundo al que pertenecía. Tal compromiso es el que ha sabido transmistir con razones prácticas en una obra de advertencia, plural, exigente, alejada de ese peligro, que hoy es moneda común, de la indulgencia, de la autocomplacencia. Admitamos, entonces, que Bourdieu es, entre otras cosas, sociólogo. Un sociólogo, en cualquier caso, tan inconformista, irreverente e iconoclasta que supo aplicar a sí mismo la cautela de la "vigilancia epistemológica". De la misma manera que supo plantear rupturas y tender puentes, cruzar fronteras y ampliar horizontes, poniendo en práctica su máxima "lo real es relacional"..

    Más allá de toda "ilusión biográfica", la trayectoria de Bourdieu –ese largo viaje hacia sí mismo– encierra toda una lección magistral: la lección de un maestro que, paradójicamente supo hacer la mejor escuela desvelando la maquinaria reproductora de poder de las instituciones de enseñanza. Subvirtiendo la figura del Homo academicus, Bourdieu supo hacer suyo como pocos el aforismo gramsciano según el cual "uno es punto de enlace" con los demás, abriendo paso a lo que se ha dado en llamar las nuevas sociologías. El término nuevas sociologías se acuña como referencia a aquellos conceptos y problemas que han venido ocupando a la sociología durante la década de los ochenta y de los noventa. En este período no se han abordado sólo temas nuevos, sino que, también, se ha constituido un nuevo espacio de interrogantes a partir del cual enfrentarse a fenómenos complejos, tomando el pulso al cuerpo social desde un doble movimiento: de deconstrucción –de puesta en tela de juicio de lo dado como algo natural y necesario– y de reconstrucción –de asunción de la realidad social como un producto contingente del trabajo humano.

    En el caso de Bourdieu, la traducción más plana de este latido social es que a la explicación social hay que sumar, como un imperativo categórico, la implicación social, o lo que es lo mismo, que el pulso, la comprensión de las cosas dadas, debe materializarse en impulso, en acción social, quebrando esa dicotomía tan artificiosa como interesada entre pensamiento y práctica. Pero eso conlleva también su propia paideia, un proceso continuo de reflexividad que comienza en la formación (didáctica) de uno mismo y desemboca en la transformación (dinámica) social. Todo ello podría resumirse, de algún modo, como la inversión del conocido corolario del Tractatus de Wittgenstein (1889-1951): "De lo que se puede hablar, no hay que callarse" (7).

    Bourdieu encontró muchas cosas de las que hablar y por las que hablar (8) y no permaneció callado. Frente a una sociología lacónica, reservada, distante (bajo la coartada de ser fiel al principio de "distancia crítica"), la sociología de Bourdieu ha sido locuaz, tan profunda como cercana, predicando y practicando con el ejemplo una "democracia de proximidad". Efectivamente, pizarra tras pizarra, con un nomadismo intelectual que arremete contra todo sedentarismo o dogmatismo académico, Pierre Bourdieu ha desplegado una prolífica actividad teórica e investigadora de carácter poliédrico, si atendemos al amplio espectro de sus intereses. Tomando como uno de los hilos conductores el tema de la educación y sus contradicciones, sus estudios se han centrado –junto a Jean-Claude Passeron en su ya clásica obra La reproducción (9) (1970)– en el análisis de la reproducción de las estructuras sociales, pero también –en la ya citada La miseria del mundo (1993), obra que ha dirigido– en el modo en que las formas sociales de sufrimiento alteran la subjetividad de los individuos.

    En El oficio del sociólogo (10), título que publica en 1968 junto con Jean-Claude Chamboredon y Jean-Claude Passeron, resalta la idea central de ruptura epistemológica, esto es, de ruptura entre conocimiento científico de los sociólogos y sociología espontánea de los agentes sociales. Entre el uno y la otra, episteme y doxa, media el abismo de las ideas preconcebidas o de los prejuicios –juicios previos– que sugería Durkheim en Las reglas del método sociológico, esto es, la necesidad de discriminar el conocimiento fundamentado del mero sentido común.

    La ruptura epistemológica presenta una alternativa que pretende superar la sustantivización de sujeto y objeto, mostrando que la producción del mundo social tiene lugar como un juego de relaciones entre el habitus y el campo. Mediante el habitus, las estructuras sociales se graban en nuestra mente, de manera que cada individuo muestra una serie de disposiciones o tendencias a pensar, actuar, sentir, dependiendo de las condiciones objetivas y de las determinaciones sociales de su existencia. Mediante el campo, las instituciones sociales, piénsese por ejemplo en la escuela, dejan de ser cosas o sustancias, y se conciben como una constelación de relaciones sociales entre agentes individuales y colectivos. Además, cada campo se caracteriza por manifestarse como campo de fuerzas y como campo de luchas, el terreno en el que se dirimen la relación y correlación de competencia entre los agentes. Cada campo procura capitalizar sus propios recursos, atendiendo a una multiplicidad de capitales (económico, cultural, político…). El espacio social, según esta concepción, no tiene sólo una representación unidimensional, sino pluridimensional. No rige sólo el capital económico sobre la esfera de lo social, sino que hay una pluralidad de capitalizaciones, que determinan relaciones desiguales y asimetrías de poder entre individuos y entre grupos.

    Ahora bien, la realidad social no se explica sólo a partir de relaciones de fuerza, sino también a partir de relaciones de significado. Así, el lenguaje forma parte de la realidad, participa en su constitución, aunque no la agota. Un concepto que resulta importante en este esquema de significado, es el de violencia simbólica. Toda forma de dominación, de educación como domesticación, implica un cierto grado de violencia simbólica, es decir, de legitimación ejercida desde el orden dominante hacia el orden dominado. En el terreno del análisis escolar, esta noción aparece vinculada a la de arbitrariedad cultural, según la cual las instituciones de enseñanza transmiten de manera arbitraria (contingente y no necesaria) una serie de contenidos culturales dominantes en detrimento de otros contenidos de orden dominado (alta cultura frente a cultura popular, etc).

    La reflexión sobre la dimensión simbólica se complementa en Pierre Bourdieu con una teoría de la acción, iniciada en 1972 y retomada, en 1994, en Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción (11). Seguidor del segundo Wittgenstein, así como de Merleau-Ponty (1908-1961), la sociología de la acción de Bourdieu pretende dar primacía al punto de vista práctico del sujeto que actúa frente a los enfoques intelectualistas habituales, que reducen la acción al punto de vista intelectual del que la observa. Para Bourdieu, el mundo impone su presencia (ya que "todo es social") y nosotros formamos parte ya de esa presencia, sin que ésta se despliegue como un espectáculo del que somos espectadores, sino más bien como un escenario del que somos actores o agentes.

    En todas estas y en otras orientaciones, desde sus primeras reflexiones –recordemos la obra temprana de Los estudiantes y la cultura (12) (1967)– hasta sus últimas producciones, podemos descubrir en las variadísimas preocupaciones de Bourdieu una misma y ambiciosa crítica. Como Kant hiciera en el terreno de la filosofía, Bourdieu plantea un nuevo giro copernicano en el espacio de la sociología, planteando una suerte de crítica de la educación pura. Efectivamente, lo que Bourdieu está planteando constantemente –pertrechado de nuevas categorías, dilemas y contradicciones–, son los límites toda vez que las condiciones de posibilidad de una educación del sujeto social.

    Con un discurso tan sólido como vehemente, tan racional como apasionado, Bourdieu nos pone contra las cuerdas al advertirnos de los riesgos de un educación polimórfica en sus expresiones (llámese distinción, reproducción, aculturación, ideologización, massmediación, colonización) y perversa en sus poderosas manifestaciones de control institucional. Pero con tal empeño, Bourdieu no arremete contra de la educación, sino contra la usurpación de la autonomía de los seres humanos en manos de una maquina infernal (13) de una máquina de repetición, de un poder instituido. Contra la repetición, Bourdieu despliega el campo de la diferencia, de la autonomía, de la naturaleza política de la educación, y por tanto, de su poder instituyente para transformar y transformarnos, para recuperar, como reclamaba Marx, la capacidad de "hacernos a nosotros mismos".

    Una de las cristalizaciones de esta escolástica, de esta imposición jerárquica y niveladora, de esta neoeducación de un pueblo reducido a público, la encontramos en el análisis de La televisión (14) (1998). Las reacciones virulentas que provocó la publicación de su libro son explicadas por el propio autor en un artículo al que denomina "La televisión, el periodismo y la política", perteneciente al volumen Contrafuegos (2000) (15) En este breve artículo, escrito a modo de apologia pro mente sua, Bourdieu considera que estas reacciones ilustran algunas de las características más típicas por lo que respecta a cierta visión periodística, que se inclina a privilegiar el aspecto más directamente visible del mundo social en detrimento de las estructuras y de los mecanismos invisibles que orientan las acciones y el pensamiento. En un universo, sostiene Bourdieu, que como el mundo periodístico y principalmente la televisión, es dominado por el pánico a ser aburrido y por la presión de divertir a costa de lo que sea, la política está destinada a aparecer como un tema ingrato que es excluido de las franjas horarias de mayor audiencia, un espectáculo poco emocionante que hay que hacer interesante al precio que sea.

    Todo ello converge en la producción de un efecto global de despolitización o de desencanto de la política. La búsqueda de diversión o de distracción tiende a desviar la atención hacia un espectáculo o hacia un escándalo siempre que la vida política pone de relieve alguna cuestión importante, pero incómoda, convirtiendo de este modo la actualidad en una rapsodia de sucesos cortados todos por un mismo rasero y reducidos en su mínima expresión al absurdo. Esta educación sentimiental (de los perceptos y de los afectos) de la gente, esta visión atomizada y atomizante, va configurando poco a poco una filosofía pesimista de la historia que incita a la reclusión y a la resignación antes que a la indignación. De paso, se va asumiendo la idea de que el juego político es un asunto de profesionales que han de hacer frente a una suerte de fatalismo que resulta evidentemente favorable a la conservación del orden establecido.

    Lección sobre (la) lección, Bourdieu erigió una obra de resistencia contra la miseria del mundo, contra el fatalismo programado, contra el gran hermano mediático, contra los fuegos que van cercando los espacios de convivencialidad. Una obra que da que pensar, lo que no es poco en tiempos de rebajas como los nuestros, y que reivindica el pensamiento fuerte frente a pensamiento débil, o lo que es lo mismo, la asunción de compromisos fuertes frente a compromisos débiles. Si no queremos que sus escritos sucumban en el mercado de lo efímero, el mejor homenaje que podemos rendirle es leer sus libros, armarnos de razones y de pasiones prácticas para mejorar nuestro mundo y a quienes en él habitamos, y dejar de callar, vale decir, comenzar a enunciar y a denunciar.

    El mundo devastado que nos muestra la película de La pizarra no está tan lejos de nosotros, ni en el espacio ni el tiempo, sí en nuestra imaginación. Más allá de la metáfora, la violencia que vemos en el film no es simbólica, es real. También lo es su antídoto. Uno de los maestros que aparece en la película escribe con tiza una declaración de amor a su mujer en su empeño por enseñarle a leer. Contra todo ilusorio The end (fin de la Historia, fin del trabajo, fin de la imaginación), contra todo supuesto paraíso del Aparato, Bourdieu nos ofreció su propio antídoto dibujando, como un graffiti en las paredes de un mundo convulso, un grito de rebeldía: "Lo que el mundo social ha hecho, el mundo social puede, armado de este saber, deshacer". Baste, de momento, como lección toda vez que como invitación, bien fundada, a la acción.

    José Beltrán Llavador (*)

    (*) Universitat de València. Valencia, julio de 2002.

     

    Notas

    1. BOURDIEU, P. y WACQUANT, L. Las argucias de la razón imperialista; Barcelona, Paidós, 2001.
    2. BOURDIEU, P. La miseria del mundo; Madrid, Akal; Buenos Aires, México, FCE de Argentina, 1999.
    3. HEIDEGGER, M. "La época de la imagen del mundo", en Sendas perdidas; Buenos Aires, Losada, pp. 67-98.
    4. GALEANO, E. Patas arriba. La escuela del mundo al revés; Madrid, Siglo XXI, 1998.
    5. Vide BECK, U. "Laudatio a Pierre Bourdieu. El "malentendido" como progreso. Los intelectuales europeos en la era de la globalización", Archipiélago, n. 51, 2002, p. 105.
    6. WACQUANT, L. "Un sabio imaginativo e iconoclasta", Archipiélago, n. 51, 2002, p. 94.
    7. WITTGENSTEIN, L. Tractatus Logico-Philosophicus; Madrid, Alianza, 1973. La proposición 7 con la que se cierra esta obra, dice así: "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse", p. 203.
    8. BOURDIEU, P. ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid, Akal, 1985.
    9. BOURDIEU, P. y PASSERON, J-C. La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza; Barcelona, Laia, 1977.
    10. BOURDIEU, P.; CHAMBOREDON, J-C.; PASSERON, J-C. El oficio de sociólogo; Madrid, Siglo XXI, 1989.
    11. BOURDIEU, P. Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción; Barcelona, Anagrama, 1997.
    12. BOURDIEU, P. Los estudiantes y la cultura; Barcelona, Nueva Colección Labor, 1967.
    13. BOURDIEU, P. "El nuevo capital", en Razones prácticas; op. cit., p. 42.
    14. BOURDIEU, P. La televisión; Barcelona, Anagrama, 1998.
    15. BOURDIEU, P.: Contrafuegos; Barcelona, Anagrama, 2000.