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Inocentes Como Ellos (página 2)

Enviado por Fandila Soria


Partes: 1, 2

Y como es inevitable que por mucho que lo evitaran, el agua al removerse tomara el fanguillo del fondo, los niños más abajo notaban su presencia. Y no les importaba que el agua bajase turbia, porque… era de las niñas.

Los cuerpitos desnudos y relucientes de agua y sol, hacían cabriolas y miles contorsiones por ver si podían nadar, pues ninguno sabía desentrañar el misterio.

Cuando la concurrencia era escasa, llegados a feliz complot, salían de la explanada como indios al acecho, a cual por los cañaverales, a cual por el río, o rodeando los terraplenes, y con ojillos fisgones y ansiosos caían sobre el lugar de las niñas, cerrado a cal y canto como una fortaleza. Éste, estaba rodeado por una empalizada de espesos zarzales, reforzada en su interior con haces de rastrojos y mimbres, y la entrada, estrecha y escondida, guardada por la guardarropa de turno.

A pesar del inconveniente, los niños se las ingeniaban para abrir un boquete en la espesura, o mirar medio arrastrados como lagartos desde los peñascales de enfrente.

Y a la vuelta, se ufanaban, comentando como a escondidas:

—Yo le he visto la nalga.

—Bueno… Yo le he visto la teta.

—Pues yo, porque estaba de espaldas, pero cuando se dio la vuelta, si no se pone el vestido por delante se lo veo todo.

Y se subían para sus casas, el pelo repeinado por el agua, y a trompicones, orgullosos de saber como eran las mujeres sin ropa.

III

Todo esto recordaba Gadeliano, en su casa de la ciudad, pensativo tras la cena, y frente a la dichosa esposa que le otorgara el Cielo.

En verdad que Amalenda era dichosa. Dichosa y además agraciada. Con aquellos ojos claros de color indefinido, pues parecía que a cada cambio de luz tuviesen un tono diferente. Tan grandes, que insultaban al mirarlos de pura envidia. Su boca como un corazón estirado. Y el pelo, locura. Una cabellera entre rojiza y castaña, con mechones de pelo negro, que cuando la movía o giraba sobre sí, parecía un arco iris del que cayera una cascada multicolor de finísimos caireles.

Un sol de mujer y modelo de esposa.

Era dichosa Amalenda.

Acababan de comer, tenían tranquilidad y sosiego, y Gadeliano, que casi era su principio y fin, la miraba y le sonreía, aunque no pudiese leer lo que pensaba. ¿Qué más podía pedir?

Gadeliano pensaba y pensaba, los ojos clavados en su esposa. Más que pensar, se diría que rumiaba los pensamientos. Unos ojos penetrantes y pacíficos. Las cejas pobladas, y una mandíbula recta y dura, que a veces le hacía parecer más serio. El pelo negro y casi rizado, peinado hacia atrás sin mucha compostura.

De pronto, se levantó de la mesa de un salto, dio un puñetazo en el alféizar de la ventana, y dijo:

— ¡Ya está!

Pese al improviso, ella no se inmutó y quedó tal cual.

—Que está… qué.

—Pues qué va a ser…, que si a estas horas estuviésemos en Caligorces, a lo mejor teníamos un hijo.

Amalenda se quedó estupefacta.

Recorrió con los ojos los objetos del saloncito una y otra vez, y algo pesarosa se dijo, que qué recónditos manejos maquinaría su marido.

Él, apresurado, ya bajaba las escaleras camino de la calle.

IV

El día en que Vandanio fue a la escuela, todos los niños se echaron a reír. Hasta don Emetrio tapó su boca con la mano, no fuera que su sonrisa le traicionase y derivase en carcajada.

Entró agachándose por la puerta, doblando el corpachón mal forjado que chaqueta y pantalón no acertaban a cubrir. Con todo y con eso, quedaban al aire dos tobillos renegridos, parte de los brazos, y por la cintura, asomos blancos de la camisa forzados por las carnes.

Cruzó la estancia en tres zancadas, y los botazos en el piso de la habitación, hicieron vibrar la frágil estructura.

— ¡Hombre, Vandanio! ¿A qué debemos el honor de tu visita? — cuestionó don Emetrio con su voz cascajosa y sus ojillos de ratón.

Vandanio, nervioso, se echó manos a la cabeza en ademán de quitarse la gorra, y al caer en la cuenta de que no la llevaba, titubeó un momento y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

—Pues mire usté, D. Emetrio, yo venía… a que si usté quiere…

—Habla, Vandanio. Habla.

—El caso es, que como yo a estas horas tengo las cabras en el corral, y me sobra el tiempo, pues si usté quiere, podría darme de lección para aprender a leer.

Los niños se miraron entre sí asombrados, y cuchicheaban de pupitre en pupitre:

— ¿Has visto? Que dice que quiere aprender a leer. Juaa… juaa. .. juaa. . .

Y reían, pataleaban, y hasta lanzaban bolillas de papel y barro de los zapatos, en dirección a cabrero y maestro.

—Naturalmente, yo le pagaría.

—No hace faaalta, no hace faaalta… —Vio el cielo abierto don Emetrio.

—Es que como yo trabajo la leña, pues al tiempo que voy con los animales poco me cuesta y algo le gano, pues podría servirla a usté para el invierno, y quedamos en paz.

Don Emetrio quedó dudando unos momentos, entre la generosidad científica y el deber para con su persona. Al tiempo escribía, cualquiera sabe.

Vandanio descansaba su geometría, ya en esta pierna ya en la otra, los brazos caídos, mientras con la frente arrugada y los ojos a medio candilejo miraba al vejestorio.

—Bueno, bueno, después subes a mi casa que te daré lápiz y libreta.

Al día siguiente, y todos los escasos que don Emetrio se prodigó en su labor durante el invierno, Vandanio acudió, primero a la escuela y luego a la casa del letrado.

Sentado a la vera del viejo, con la labor sobre las rodillas, pasaba las horas, pastoreando díscolas letras por las cañadas blancas del cuaderno, ordeñando cuentas, y pregonando casi las primeras lecciones.

Fue el caso, que le bastaron dos inviernos no completos, para aprender a leer y escribir, las cuatro reglas, y los limitados conocimientos que don Emetrio poseía. Se dio entonces a la lectura de cuanto libro, nuevo o viejo, y recorte impreso encontraba.

Fue así como Vandanio andaba siempre ensimismado, escribiendo insólitos soliloquios, y cuadrando singulares geometrías.

Y como no tenía más apego que las cabras y el saber, se volcó en ello con todos sus entresijos. Y así andaba, descuidado, y desnortado a la vista de todos.

Por eso no es de extrañar, que los niños, que todo lo ven con ojos nuevos, lo admirasen y lo hicieran su héroe. El gran cómplice de sus rebeldías.

V

Esa noche la pasaron en vela. Unos titiriteros que fueron a dar, extraviados, a Caligorces, comentaron muy como para sí, que a la próxima semana habría un eclipse. No aclararon si de sol o de luna, ni el día ni la hora. Ellos dijeron que habría un eclipse, y basta. Dejaron la palabra de corrido, como para no ser cogidos en falta. Y la palabra corrió, volteó, se manoseó y paseó en todas direcciones, hasta volver al punto de partida, que fueron los niños. Sin saber nadie a ciencia cierta, si sería un trueno, un cataclismo, una invasión de diablos o el fin del mundo.

Hubo quien dejó el rebaño encerrado toda la semana, a matahambres, o quien no pisó la calle, y hasta quien marchó con unos parientes, por lo que pudiera ocurrir.

Allí estuvieron toda la noche, un corro de encogidos muchachos, con Vandanio como capataz, mirando a la Luna, y escuchando el desgranar de misterios que el cabrero les prodigara. Les hablaba sentado en una losa, alto, semiencorbado, con la gravedad de un semidiós. Cuántos planetas habitados les describió. Cuántos soles. Cuántas constelaciones.

Y hartos de mirar hacia arriba, entre respingos de sueño y tiritando, vieron amanecer y no vieron nada. Pues el eclipse no fue, porque ya había sido, o fue tan poca cosa, que no acertaron a discernir, si el reborde oscuro del satélite era extraordinario, o la natural deformación de la Luna, próxima a estar redonda.

VI

Aquel fue el día. La cansada camioneta subió renqueando cuesta arriba, hasta coronar loma y pueblo.

Estaba Gadeliano apoyado contra la pared, vuelto hacia el juego marrullero, a cara y cruz, de sus compañeros. Éstos vociferaban a cada caída de las voleadas, y reñían como energúmenos, por si las monedas habían dado en falta, y era blanca. Sostenía entre sus dedos un cigarro grueso, y deforme como una algarroba. Una pierna cruzaba sobre el tobillo de la otra, y el hombro subido contra la pared, rozaba el sombrero de fieltro, atusado hacia delante.

La camioneta enfiló la calle, y al tiempo tronó un ruido fogonero de puerco embelesado, entre vaivén y traqueteo.

Una treintena de ojos, si los había, se clavaron a la vez en la repentina aparición, lo que fue como maldecirlo, pues el vehículo, como viéndose perdido, comenzó a hacer estampidos y a echar humo, vaciló un momento, y haciendo un esfuerzo final, avanzó como pudo, hasta quedar detenido con las ruedas en un charco. Allí quedó sin resuello, y temblando como un animal.

La calle corrió en andas de los curiosos. A medio camino, animaron los mozos a Gadeliano, gritando:

— ¡Vamos hombre! ¡¿Es que no quieres verlo?!

Y mientras corrían, abandonadas monedas, chaquetillas y hasta gorras, Gadeliano quedó impasible, chupando la colilla apagada y lustrando el hombro contra la cal.

— ¡Bah! Es como un carro… que echa humo.

En la casa de enfrente, la muchacha se echó el pelo hacia atrás con la mano, y lo miró sin disimulos. Entonces cerró la ventana, y se dijo, que a ella también le daba igual lo que ocurriese o no al final de la calle. La del Chus era muy suya.

Y como Gadeliano no la conocía, tampoco era el caso de estarse allí pasmado, o llamar a su puerta. Al final hizo lo que todos, salir corriendo.

Es que a Gadeliano, le salieron los dientes por esas sierras de Dios, talando y haciendo leña, cuando no el carbón, que repartían por toda la comarca.

En las contadas ocasiones en que bajaba al pueblo, o era de noche, o tiempo de frío y nieve, cuando no había actividad. Era casi un forastero en su propia casa, y amigo, sólo de unos pocos amigos. ¿Cómo iba a conocer él, a La del Chus, ni a ninguna otra, si apenas veía a más mujer que a la madre o a la hermana?

Si sería, que al toparse con alguna retapada moza, conduciendo el carro por los caminos, le decía: Dios os guarde. Y ya le era imposible acordarse de ella después, pues el azoramiento que tales situaciones le generaban, se lo impedía.

Cuando los sedientos de curiosidad, hombres, niños y mujeres, hubieron dado sus veinte o veinticinco vueltas alrededor del invento, y ya empezaban a desalentarse, porque el conductor no lograba ponerlo en marcha, bajó uno de los ocupantes, llave inglesa en mano, y enfatizó con cierto aplomo:

—Son los contratiempos de la mecánica.

Los que estaban en primera línea se miraron unos a otros desconcertados, las caras de ignorancia, y se quedaron mirando, con las manos en los bolsillos, matando con los ojos la tarea de maquinista, que de puro nervio no daba llave con tornillo. A las últimas posiciones, se alzó una voz anónima:

— ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?

Y otra voz no menos anónima, cuchicheó por lo bajo: —Que por lo visto, "los tiempos son de la máquina".

Y enmudeció todo contrariado, por haber contestado de oído.

El engendro mecánico, estuvo varado tres días con sus noches en el atolladero. Pero su cargamento se movió y removió, y fue a desperdigarse, llenando el pueblo de cachivaches y trastos.

A cual no compró el espejo, a cual la manta de taller, las botas de agua, la olla de hierro, el reloj de cuerda, el collar, el abrigo, los naipes nuevos, la cacerola, el almanaque, y hasta el quinqué de petróleo, las medias sin costura, los zapatos de tacón, las cintas para el pelo, la mantilla, el piano…

Parecía mentira, que tanta cosa cupiera en un espacio tan reducido. Pero cabía, y aún sobró sitio para un tercer pasajero, que había venido durmiendo a pata suelta a la culata del cajón. ¿Quién era? Hasta los mismos vendedores lo ignoraban. Igual que lo montaron se bajó, sin decir esta boca es mía. Ni de nadie, pues al parecer, el hombre era mudo de nacimiento.

La caja entoldada de los novísimos buhoneros, comenzó a vomitar consumibles y misteriosos cajones, y taponó la calle de un lado a otro, en improvisado mercado del desbarajuste.

La vocecilla enclenque y machacona del subastador no desfallecía, mientras que el compañero, taciturno y diligente, despachaba y cobraba, y no paraba.

— ¡Y ahora, señoras, señores, señoritas y niños, he aquí el milagro de la ténica! ¡Importado directamente de la América, la máquina mágica que canta, habla y toca la música! ¡En madera barnizada al aceite y metal niquelado! ¡Y para que vean que no miento, miren y escuchen!

Y el hombrecillo, a su pesar, cerró la boca, y comenzó a dar vueltas a la manivela de un gramófono.

A las primeras notas, que se hacían de rogar, siguieron las atipladas voces de una melodía tirolesa.

Aquello fue como el juego de tente quieto. La vida se murió en Galigorces, la respiración se detuvo, y hasta un gato en la ventana, se quedó como una estatua, con los ojos fijos, y una pata a medio camino entre la oreja y el suelo.

Unas muchachas, que revolvían y no encontraban en dos cajas de perifollos, se alzaron, y quedaron con la boca abierta, enredadas las manos en cintas de colores, pañuelos y ristras de encaje.

Alguno que venía calle arriba, no se lo creía, y se paraba, andaba, se tapaba los oídos, escuchaba y volvía a pararse.

Cuando concluyeron seis largas sinfonías, intercaladas con las ofertas cada vez más vehementes del subastador, nadie abrió la boca, ni para adquirirlo ni para rechazarlo. Tal aprensión le cogieron al chisme, que no sabían si lo escuchado, lo tocaba alguien oculto dentro de la camioneta, o si los mismos vendedores, con disimulo, hacían los acordes entre los cachivaches y cantaban sin mover la boca.

Pero les gustaba. Vaya que si les gustaba.

Nadie lo compró. Pues nadie quiso tener en su casa, por si las moscas, una cosa como aquella, que hablaba sola, y hasta cantaba, como si tuviera dentro el mismo diablo. Y aparte, la verdad: a ver quién era el guapo, que se atrevía a poner sus manos en algo tan complicado, sin descomponerlo.

Por estas y otras razones, el fonógrafo quedó sin vender. Sin embargo, cuando sólo quedaban en las cajas, tres calcetines sueltos, un sombrero de mujer, los candelabros de misa y un arca, alzó las manos el hombrecillo desde lo alto, como si fuera a echarles la bendición.

— ¡Un momento, señores, un momento!

Y se atrajo sobre sí la atención de la concurrencia, que todavía buscaba donde ya no había, y que daba vueltas remolona, sin encontrar el momento de irse.

Cesó el murmullo, y apaciguados, quedaron a la escucha.

— ¡Pues el caso es, señores, que como habrán observado, esta pieza única, esta maravilla—Señaló con los ojos al cielo a la gramola, que sin voz ni voto asistía muda al cuento—, ha quedado sin vender! ¡Y como no queremos, mi compañero y yo—señaló esta vez al hermano, casi con una reverencia—, irnos de esta localidad antes de dos días por privados asuntos, queremos invitar a chicos y mayores, casados y solteros, y jóvenes con compostura, a un baile, que se celebrará esta noche y mañana noche, si nada lo impide y ustedes son conformes!

Y el orador quedó callado y dispuesto, la sonrisa forzada y las manos entrelazadas a medio pecho.

No se oyó que dijeran ni sí ni no, pero el gusanillo, que iba por dentro, comenzó a rebullirse y a inquietarles, despertando en los presentes ensoñados recuerdos, que como ecos lejanos revivían.

Recordaron las mujeres, puntuales episodios de carnavales festivos. Los hombres, más toscos, soñaban algarabías nocturnas, con sonar de cuernas y pasacalles, a la ronda de la enclaustrada moza, que si bien no dormía ya, más que asomarse para ver al pretendiente, se desdecía en maldiciones, a quien de aquella forma truncaba su descanso.

Las muchachas se estiraban la blusa y se atusaban el pelo. Se cogían unas a otras de las manos, degustando venideros revoloteos de principescas palomas, tintineos de colgantes collares, fragor de vestidos nuevos… Y a la vera, y cogiéndolas del brazo, el mozo bien plantado que les solicitara el baile.

Ansiosas y desconcertadas, pasaron el mediodía y casi toda la tarde, rebuscando, probando y volviendo a probar, hasta reunir en sus personas todo el arsenal de aderezos, que hicieran evidente su hermosura.

Y las inocentes muchachas, que no estaban muy puestas en conjunciones sociales ni folklorismos, se afirmaban y desdecían en mil cavilaciones, que peleaban unas con otras, ya de esta casa a la de más allá, ya en la de la vecina, en un ajetreo desbordante de ansiedad y júbilo.

Pero es que no podía ser de otra manera. Las mocitas habían asistido, como todo el pueblo, por S. Hermenegildo, a las antiguas danzas en la explanada de la ermita. Bailes para toda edad, con recotineo de castañuelas y acompasados por tamboriles y flautas, e incluso de algún laúd, que muriera de viejo en una troje, falto de comprensión y compañía.

VII

Gadeliano, que había vuelto de la sierra el día antes, se sintió picado, no ya por el jolgorio que a la noche se prometía, sino más bien por ver de avenirse con la singular moza, que con tan buena planta estuvo plantada frente a él por la mañana, en la ventana de enfrente..

Entonces, como nunca había hecho, se miró de arriba abajo, y se encontró desaliñado, mal vestido y sucio. Y como estas cosas son muy serias, o les pones remedio o te quedas en casa contando ovejas. Y así decidió, ya casi muriendo la tarde, bajar al río para evacuar las mugres y asear los sudores.

Muchachas y mujeres, que cayeran en similares cuentas, habían sido un baja y sube a lo largo de la tarde.

Cuando Gadeliano bajaba todo derecho desde el pueblo, ya casi sin ropa, advirtió el parloteo lejano y las risotadas, muy arriba, casi perdidos, y no quiso saber que era, pues a él ni le iba ni le venía.

Los rayos naranja, casi rojos, del atardecer, sólo alcanzaban a iluminar las partes altas de las casas y las copas de los álamos. La hondonada iba tomando tintes cada vez más indefinidos, con colores apagados. Un vientecillo venía del sur, caliente como el verano. Los murciélagos, únicos ya en navegar los aires, pasaban zigzagueantes como maraña negra de trapo. La soledad, los acúmulos de vegetación verde oscura, las hojas de los álamos meciéndose al viento, como pequeños espejos de reflejos pálidos. Y luego el río, el cristalino murmullo que regala el oído y languidece el tiempo.

Todo aquello lo sentía él de pasada, sin darle importancia, como sordo a un bullir cotidiano de tanto vivirlo.

Entró en el agua caminando, como si tal cosa, como si fuera a seguir de paso hasta la otra ribera, casi con prisas. Pero no pudo, el río se lo tragó, y surgió de nuevo a manotazo limpio, levantando una cascada de espuma. Medio emergido del agua, el pelo chorreando lacio y agobiado por el sudor, no se previno de la sombra blanca, como una aparición, que se fue acercando por la ribera hasta quedar al frente.

— ¡Demonios! ¡¿Quién anda ahí?!

Se restregó los ojos con las manos, por librarlos del agua, o más bien para creer lo que veía.

—Pero si es una mujer… —dijo para sí.

Y se sintió de pronto desarmado, como perdido en su desnudez.

Ella no se movió, y quedó fija de pie, con las manos sobre el vientre y el cabello al viento.

Gadeliano estaba, fija la vista, sudando y sudando. Y ya no vaciló, salió con premura del agua y se puso frente a ella, blanco y lustroso como una estatua griega. Entonces la reconoció.

Ella sonreía. Sonreía y esperaba.

Cuando la última claridad del atardecer, brilló sus carnes con tintes de oro, La del Chus puso en él los ojos confiados.

Gadeliano la atrajo hacia sí, y la estrujó contra su cuerpo, húmedo, sudoroso y caliente. Notó la tersura de su piel, y unos pechos duros como lana apelmazada. Pero no la besó. Restregó su rostro contra el de ella, y ya no hizo más. En un santiamén levantó su falda, huérfana en las bajuras, y la tendió contra el ribazo.

Entonces la poseyó. Y con el mismo ardor que él la poseía, ella se dejaba poseer, sin un grito, sin un gemido de dolor o de placer.

Después quedó tendida, los brazos caídos a ambos lados sobre la tierra, los ojos dormidos y el pensamiento plácido.

Gadeliano de pie, la contempló un momento, y bajándole la enagua cubrió su desnudez.

La del Chus ya no quiso regresar a su casa, y se quedaron toda la noche y hasta la tarde siguiente, gozando de su amor y de su compañía.

La muchacha conoció en tan poco tiempo, sitios y situaciones, inhóspitos unos, acogedores otras, tan nuevos e inverosímiles, que cuando El Chus la recogió, no sabía si había estado soñando o acababa de levantarse.

"Y lo que son las cosas… —contaba después Gadeliano—, en el mejor de mis días, las llamas traicioneras se llevaban el monte".

Así era, la sierra ardía por los cuatro costados. Y aquello sí que no. Podía faltarle el agua, podía faltarle el pan o que se apagara el sol, pero el monte no, el monte lo era todo, él era parte del monte.

Más tarde se comentaría, que fue El Chus, despechado al saber que el mozo se llevaba a la hija, quien prendió el fuego. No podía soportar que la pareja se saliera con la suya. Pero nadie lo pudo asegurar.

La muchacha entre sonrisitas y mohines, a gatas sobre él, tumbado en la hierba, comenzaba oscilarse de un lado a otro, y paseaba sus cabellos largos y suaves, por el rostro de Gadeliano, quien pese a las cosquillas, observaba como los pechos abombados, trazaban venturosos círculos y se le echaban encima sin remedio, a sacarlo de quicio. Y como al compás su cintura se retorcía, arrastraba tras de sí dos semilunas, que no se estaban quietas porque no podían. Al final, la agarraba y la revolcaba por el suelo, casi con violencia, porque era demasiado.

Así fue, como mirando al cielo por casualidad, descubrió los negros penachos de humo. Al momento saltó como un resorte y se puso en pie.

El ímpetu no lo acalló la mujer, por más caricias y promesas, ni por más futuros que le pintaba. Ni tan siquiera con las últimas lágrimas. Gadeliano tomó campo a través, y se le vio alejarse cerros arriba en dirección a los bosques.

VIII

Y el baile se celebró, la primera noche que la segunda no.

En una ancha calle, que se cerraba por dentro con una procesión de muros, escombros y montones de piedras, hicieron un semicírculo con mesas y cajones. A la luz de los candiles y los modernos quinqués, se armó un batiburrillo de feria multicolor.

Mujeres con sus mejores galas. Hombres encopetados con monteras y fajines. Y una razia ratera de niños escurridizos, que exasperaba a todo el mundo.

Los más viejos, ancianas la mayoría, se sentaban a un lado, encogidos y acurrucados, bultos negros de ropajes y condición, e insignificantes, como pidiendo perdón.

No hubo muchos preámbulos. Don Neblás, con la ley y el voto que el pueblo le confería, alzó los brazos desde lo alto de un cajón, como el director llamando al orden a sus músicos. Y con la parquedad que lo caracterizara, dijo en alta voz:

— ¡A bailar y a divertirse, que tienen con qué!

Ya no dijo más, y fue suficiente. El gramófono comenzó a desgranar melodías una tras otra, y todos danzaron. Danzaron, rieron y se embrollaron. Y parecía que a cada nueva nota, el aparato se alzara con más brío, o al menos así se les antojaba.

Cuando los últimos bailarines, cayeron por fin rendidos por el cansancio junto al buhonero, éste cayó también rendido, y casi muerto, tal era el dolor de pies que sentía, y de mano, que no sentía, de tanto dar vueltas a la dichosa manivela casi toda la noche.

A esto, aparecía Vandanio por la calle, corriendo que se le hacían alas, cayado en ristre y los faldones al aire, dando voces, desaforado:

— ¡La hija del Chus! ¡Que se ha perdío la hija del Chus!

Todos se arremolinaron en torno a él, y le pedían pormenores y mayores si los había. Lo que el contaba y explicaba con sorprendente soltura.

Y era lo extraño, que nadie echara de menos a la guapa muchacha en todo la noche, ni tan siquiera las amigas. Pero claro, es que con tanta confusión y algarabía, puede ocurrir cualquier cosa. Las gentes se extrañaron un tanto, de la vehemencia y el interés del cabrero por el asunto, y comenzaron a maquinar y a hacer conjeturas. Algunos decían que estaba loco por ella. Otros que ella no le hacía ni caso. Y entre las versiones no faltó, la de aquellos que decían, que él mismo la habría forzado a acompañarlo y la tenía encerrada en algún lugar. Se llegó a oír, que quizá la hubiera matado por despecho y la escondió donde nadie pudiera encontrarla. Y para fingir su perdida, había corrido la voz.

La verdad que en parte llevaban razón, pues Vandanio bebía los vientos por la muchacha, como los bebían todos. Pero de ahí a que dijeran tales burradas, mediaba un abismo, pues el cabrero era sano e inocente como un cordero.

Todos los que no dormían, y algunos a quienes despertaron, corrieron a ver al Chus. Pero éste, harto de buscar y esperar, y viendo que la niña no asomaba, hacía ya dos horas que andaba por esos cornijales, con un farol en la mano.

Cuando el grupo de búsqueda salió ya había amanecido. El cielo limpio y azul presagiaba un día acalorado, como así fue.

IX

Desde entonces, los nuevos vientos que soplaban, cada vez soplaron más. El jolgorio y el barullo se apoderaron del poblado de tal manera, que andaban como enloquecidos, a la búsqueda de las novedades que les servían a buen precio, los vivos afluyentes de la civilización.

Las sierras, calcinadas, ya sólo daban carbón, y los huertos y pastizales se les hicieron tan cuesta arriba, que mermadas las provisiones, sólo acertaron a coger carretera y manta, para irse a engrosar los talleres, tabernas y tugurios de la lejana villa.Solos quedaron la gente mayor, cuatro niños, que adonde iban a ir, y Vandanio, que sin sus cabras y sus libros no era nadie. Si al menos fuera con La del Chus, él también se iría, pero para que hacerse ilusiones.

También quedaron unas manadas de ovejas, que abandonadas, se volvieron medio locas, y corrían en tropel por los campos, desaforadas, arrasándolo todo a su paso.

Cuando Gadeliano volvió a Caligorces ya no era el mismo. Le habían salido algunas canas, y se había vuelto más serio y malhumorado.

Le contaron, que el Chus partió del pueblo de improviso, sin despedirse de nadie, y llevándose consigo a la hija, sin más bártulos que un atillo, los animales y el carro. Y ya no volvió.

Decían, que la moza se iba andando retrechera, llorando a lágrima viva y volviendo la vista atrás a cada trecho, hasta que doblaron la calle y tomaron la cuesta. Y Gadeliano se llevó un dedo al ojo, para disimular las lágrimas que le nacían. Se fue a un rincón, y acurrucado, lloró como un niño.

Pasó dos semanas por los contornos, buscando y preguntando por ella, y nadie le supo dar norte. Entonces la quiso todavía más.

Y no crean ustedes, Galigorces todavía no se apagó. Aquella primavera, se renovaron quizá con más ahínco las ganas de pingoneo.

Las fiestas, las primeras y únicas de Galigorces, que S. Hermenegildo tampoco olvidará, estaban apalabradas ya a mitad del invierno. Para la fecha todo estaba preparado, que tampoco era nada del otro mundo.

A la víspera sólo un detalle quedaba sin solucionar, la muchacha que ocuparía el trono de honor. Como no quedara moza en edad de merecer, la elección estuvo ya hecha de antemano, hasta que el padre se la llevó.

Como quedaran compuestos y sin reina, quisieron echar mano de alguna casada que se prestara al ardid. Quisieron incluso, que Vandanio, vestido con ropas de mujer, supliera la falta, más que otra cosa porque no quedara cojo el acontecimiento. Pero él se negó en redondo. Y nadie le quiso insistir.

Así fue, como en las fiestas de Caligorces no hubo reina, porque ella no estaba allí.

X

Amalenda se asomó a la ventana, vio alejarse a su marido, y una extraña opresión le cogió a la garganta. Tuvo la sensación de que lo perdía.

Gadeliano se perdió. Se perdió bajo las farolas, y anduvo y anduvo una calle y otra bajo la noche.

La vio en su recuerdo y estuvo feliz. Ahora estaba seguro, ella y su hijo andaban en alguna parte, quizás muy cerca de allí. Y maldijo el día en que la sierra ardió, y los ojos que se volvieron hacia ella.

Había conocido después a Amalenda, hija de la aldea, y se enamoró de ella porque no tuvo más remedio. Pero quererla, quererla, no.

Luego ella tiró de él, y lo arrancó de su mundo, para confinarse ambos en el recinto sin salida de la sucia ciudad. Su primer trabajo (qué distinto del que siempre tuviera), fue, de "cocinero de botica". Que era como decir, traseguero de líquidos malolientes, que luego se convertían en selectos remedios a pretendidos males.

Fue allí donde el percance ocurrió. Endormiscado junto a los fogones que hervían los cocitorios, cayó al suelo, arrastrando tras de sí un caldero rebosante, con tan mala fortuna, que el golpe lo dejó inconsciente, y fue a tragar una buena ración del líquido que se le vino encima. Cuando se levantó, anduvo un trecho y cayó de nuevo. De allí se lo llevaron medio envenenado. A los pocos días se recuperó. Pero a resultas de aquello, le quedaron unos dolores de cabeza intermitentes. Y lo peor, perdió para siempre el poder de fecundar.

Él no lo supo porque nunca se lo dijeron. Fue aquella noche junto a la esposa, cuando comprendió la verdad. No era ella la que no podía concebir, era él quien había quedado estéril.

En Caligorces no ocurrían aquellas cosas.

Mientras caminaba, se decía, que al menos tenía un hijo, y que costara lo que costara los encontraría a los dos.

XI

Comenzó a llover, y Gadeliano ajeno a todo, seguía andando y alejándose cada vez más de su casa y Amalenda como por instinto, sin pensarlo siquiera.

Caminaba como ausente, cual sonámbulo bajo la lluvia. Las ropas tan empapadas, que el agua resbalaba directa hasta la tierra, salpicando con las botas en un reguero cristalino.

A él no le importaba no tener más hijos, y se sentía tan hombre como siempre. Nunca se propuso tampoco, tan siquiera casarse o tener una familia.

Todo vino rodando como vino, y bien estaba. Lo que ya no podía aguantar era, sentirse atrapado en aquel "gran corral" como él llamaba a la urbe, sin más salida que la pequeña casa y Amalenda. El estar encadenado a un trabajo, siempre el mismo, todos los días del año, sin trazas de variación.

Echaba de menos el cielo abierto. Vagar libre por caminos y campos. Trabajar cuando realmente lo necesitaba, de la forma y en la forma que él quisiese. Aquellos largos inviernos, en que la ocupación era escasa, disfrutando de no hacer nada, y de la amistad y la compañía de sus amigos. Los juegos a la vera de la lumbre, o poniendo las trampas para la caza.

Entonces cayó en la cuenta, ¿cómo no se le habría ocurrido antes? Si quería encontrar a Marinda, habría de encontrar primero a Vandanio. Sólo él sería capaz de dar con su paradero. Eso, si no lo había hecho ya.

Lo creía capaz, hasta de haber seguido a padre e hija, cuando abandonaron Caligorces, por la pasión que a ella le profesaba. Si no a su mismísimo destino, sí hasta saber con seguridad a donde se dirigían. Nadie como Vandanio conocía tanto camino y tanta vereda. Y como se volviese tan instruido, sabía de geografías y lugares como nadie de la comarca.

Con esta esperanza anduvo ahora a buen paso, acercándose más y más al extrarradio. En los suburbios estaban la mayoría de los paisanos, sin la fortuna de tener una casa y un trabajo fijo más al centro de la ciudad.

Las luces se iban haciendo cada vez más escasas, y de pronto terminó el asfalto, y empezó un camino embarrado y deforme que se perdía en la oscuridad.

Vislumbró la aglomeración, por las pálidas luces, como candiles, sembradas al azar, y que se la antojó, un campo plagado de luciérnagas. Resbalando a cada paso y casi a tientas, divisó vagamente las casuchas, que en formidable desconcierto formaban un laberinto imposible de deslindar. Pese a todo, pudo leer casi borrado, el nombre de lo que debía de ser una calle: Virgen de Saliñán. De poco le servía una calle que no era tal, pues no se veía cual fuera su inicio o hacia donde continuaba, ni mucho menos a donde iba a parar. Aquello era más bien, un rompecabezas de casas y chabolas, que sus moradores erigieran, donde, cómo, y de la forma que más le plugo, no se explicaba si para aprovechar los altibajos del terreno, el sol, los vientos o adivine usted qué. Al menos tendría, eso sí, un lugar de referencia, para probar en otra dirección si venía a dar de nuevo allí.

No le fue posible ver a nadie en aquel intrincado. Aquello más parecía un pueblo fantasma. Como no fuese por los perros, que ladraban sin cesar. Acantonados cada cual en su feudo, como puntuales vigilantes no dejaban de importunarse entre ellos. Y se comunicaban en la distancia, indescifrables mensajes de aullidos y ladridos, que no parecían conducir a nada, como no fuera perturbar el descanso de los moradores.

XII

Al fin, junto a una carretera, ya casi en campo abierto, vino a dar Gadeliano a una taberna estrecha, ahondada hacia el suelo hasta media ventana. Su puerta no era mucho más grande que éstas. En la primera planta, un letrero de porcelana, lleno de desconchones, dejaba entreleer: FONDA. Bajó las cortas escaleras, y se encontró de lleno en una habitación cuadrada, con cuatro mesas y un minúsculo mostrador en un rincón, desvencijado y gastado por el uso. El tabernero, apoyado el codo sobre la pequeña barra, y sujeta la cabeza por la mejilla con la mano, dormía, respirando sonoramente, y con la abundante papada sobre el antebrazo.

No había más nadie, pero el ambiente cargado de humo, y el tufillo aún por ventilar, daban a entender, que no hacía mucho que los últimos clientes habían abandonado el local.

— ¡Despierte amigo!

Llamó Gadeliano, dando con los nudillos sobre la barra.

El tabernero se despabiló con un sobresalto, y lanzó una exclamación. Se restregó los ojos, medio dormido aún, y miró sin curiosidad al recién llegado.

— ¿En qué puedo servirle?

Mientras decía esto, se limpiaba las manos en el mandil, y comenzó a ordenar los potes de cocinados. Al tiempo habló como para sí:

— ¡Vaya nochecita! Seguro que está lloviendo hasta el amanecer, que es cuando debería de empezar. Siempre pasa lo mismo. Gadeliano rió para sus adentros. Qué sabría el viejo lo que era llover. Y no de noche. Caer el agua a jarrillos sin interrupción días y días, y no tener más remedio que aguantarla, quisieras o no, andando por vericuetos que ni las cabras se atrevían a tomar.

— ¿Por aquí deben de venir muchos forasteros, no? —dijo él rompiendo el hielo.

—Si lo dice por la carretera, no crea. En realidad, igual podría tener el local más adentro, en cualquier otro sitio. Los que vienen, más bien son conocidos y de aquí. Es cierto que a la noche algunos viajeros paran. Más que nada para dormir. Nada del otro mundo, esa es la verdad.

—Conocerá usted sin duda a mucha gente.

El tabernero hizo un gesto entre afirmativo y dudoso.

—De esta parte —Movió el brazo en semicírculo—, prácticamente a todos, si bien a la mayoría de vista y no otra cosa.

— ¿Sabe usted por casualidad, de alguien de Caligorces?

El hombre aproximó su rostro al de Gadeliano.

— ¿De dónde ha dicho? ¿Eso qué es … un barrio? ¿Una población? Aquí viene gente de muchos sitios. Si tuviera que acordarme de todos, a lo mejor no lo conseguía ni apuntándolo en un libro. Son muchos los años ya en este negocio.

Estuvieron departiendo largo rato, mientras tomaban unos vasos de cuenta de la casa. Contó Gadeliano al hombre, cuanto estimó conveniente a sus propósitos, pero sin entrar en honduras.

Al fin, el tabernero, con ganas ya de concluir la monserga, y sin duda muerto de sueño, ahogó un bostezo con la mano, y dijo:

—Si usted quiere, puede esperar la amanecida aquí. Por la mañana, todos los días, pasa Colás, el chatarrero. Éste sí que tiene buena memoria, y sabe de todos y cada uno de los de por aquí. No en vano recorre a diario toda la vecindad.

El anciano le propuso dormir arriba, las horas que faltaban para el nuevo día. Gadeliano ni asintió ni negó. No se sentía cansado. Y tampoco llevaba ni una moneda en los bolsillos.

Al tabernero no le dio tiempo a decir nada. A una voz del anciano, apareció la que sin duda era la hija. Asomada de un lado de la puerta, se les quedó mirando, y finalmente se descubrió, apoyándose con la cadera contra el marco.

Gadeliano, atraído, miró a los ojos a la mujer, quien al momento los desvió con cierto embarazo.

Una mujer de tez morena, y unos ojos profundos y muy negros. De una negritud insondable. Imposibles de descifrar. La cara redonda y agraciada.

Con la lozanía de sus pocos años, cruzó con gracilidad y presteza a donde estaba el padre, y le dijo algo en voz baja.

Al instante, Gadeliano intervino:

—Por mí no se molesten, no tengo ningún sueño, y como ya poca ha de faltar para que amanezca, puedo esperar aquí mismo si no les importa.

El tabernero se encogió de hombros, y la moza se fue por donde había venido, sin privarse de mirar de reojo a Gadeliano, lo que éste no advirtió. Si lo hubiese mirado de frente, igual hubiera sido, la oscuridad de sus ojos era tal, que quizá no acertara a decir hacia donde en concreto los dirigía.

Allí se quedó, sentado frente a una mesa, fumando y divagando, quien sabe por que mundos en el cosmos de su mente.

Al poco, la muchacha lo llamó desde la puerta:

—Venga aquí, y séquese esas ropas, si no quiere coger un resfriado.

Sacó una estufa eléctrica a la cocina, y allí acomodó a Gadeliano, que no se había desprendido aún ni del sombrero. La mujer trajinaba sin parar de un lado a otro limpiando los cacharros, al tiempo que vigilaba el fuego de la cocina.

Gadeliano no se atrevía, pero al fin se lo dijo:

— ¿No le da miedo estar sola de noche, en un lugar tan apartado?

Ella no pareció sorprenderse.

—A veces sí. Pero casi siempre estamos dos. Y padre, aunque esté dormido, se despabila en un momento. Pero como esta noche está usted aquí… —Lo miró sonriendo.

—Sí, claro.

La muchacha iba y venía sin parar en la estrecha cocina, y pasaba y volvía a pasar, casi rozando, delante de él.

En una de las venidas, Gadeliano no pudo sustraerse, y plantó su mano en la trasera de la muchacha sin contemplación. Ella comenzó a reír condescendiente.

— ¿Pero oiga, qué hace? Eso no, eh… Se mira pero no se toca. Y siguió tal cual con su trajín. A saber.

Gadeliano también seguía calentándose, en la estufa.

Cuando la claridad del día se hizo evidente, la mujer le sirvió una taza de leche con achicoria, y un bollo recién salido, de los que ella misma había hecho.

Al poco la muchacha señaló a la ventana.

—Me parece, que por ahí viene El Colás.

El carro se fue acercando por la carretera, hasta la puerta del garito.

— ¡Booo… ooh!

La mula se paró en seco, y quedó con los lomos sudorosos, resoplando dos chorros de vapor, como una locomotora. Era vieja la mula.

Tan apagada y triste, que parecía que en cualquier momento se iba á echar a llorar, si ello fuera posible.

—Buen día, Carminita. Y la compaña. ¿Tienes algo para mí?

—Otro día será, don Colás. Lo que sí le tengo es, a este hombre que quiere hablar con un usted.

XIII

A la postre, abandonado de sus habitantes, en silencio y desolado, Caligorces aceleró su decrepitud, y se moría poco a poco víctima del tiempo y de los elementos. Aunque se mantuviera en pie, ya no era más que una sombra pardusca encima de la loma. Tan apagado, que no se distinguía más de esta, que unas escarpaduras del terreno. Como una caprichosa formación rocosa. La humedad y el moho, se adueñaban de las construcciones, que habían tomado el color del suelo, y la vegetación se adentraba por doquier. No había más señales de vida, que los rastros de estiércol dejado por ovejas y cabras, pues las casas que aún quedaban en orden, y hasta la ermita, servían de majada a los pastores. Alguna, también daba cobijo a algún leñador o cazador de temporada.

Aquel fue el panorama que encontró Vandanio a su regreso, después de que fuese el último y empecinado habitante que dejara Caligorces. Hubo de recuperar, con mucho trabajo, el rebaño de cabras que dejara confiado a un pastor de la comarca, con la condición de que si volvía, habría de pasar de nuevo a él.

Al final Vandanio se embrolló.

En una de las aldeas por las que andaba tras los pastos, intimó con una familia. Aquellas gentes acabaron por tomarle cariño, y por admirar, qué digo, por venerar al mozo, por su sabiduría, inteligencia y discreción. En particular La Niña, única hija, que andaba todavía adormilada en los pocos años, y medio pasmada en su soledad. Era como una perrita tras Vandanio, que no lo dejaba ni a sol no a sombra. Y entre enamorada y falta de amistad, salía corriendo hacia él nada más divisarlo veredas abajo hacia la aldea.

Cuando los padres le pidieron "un poco d'istrución para ella", él no se hizo de rogar. Todas las noches enseñaba a La Niña, que ya no lo era tanto. Y tenía la madre que, a altas horas de la noche, despertarlos junto al fuego, donde quedaban dormidos, entrelazados y retorcidos, como los sarmientos de una parra. El final, como puede suponerse, fue, que Vandanio se vio casado de la noche a la mañana, y con la familia que nunca tuvo, pues eso significaban para él aquellas gentes. Luego, en parte porque necesitaran un poco de independencia, en parte para que el ganado estuviera mejor atendido, la pareja se trasladó a Caligorces, si es que a aquello se le podía dar ya algún nombre, si no más solos que la una, no más acompañados que los dos.

Al poco, la madre de La Niña murió casi de repente, por culpa de unas fiebres que le cogieron de improviso, sin explicarse nadie, por que a tantas prisas ni a qué motivo.

De aquello, el padre quedó algo tocado, y sin manejarse muy bien. Una noche que ya no soportaba el vacío y la soledad, abandonó la aldea y se fue deambulando por aquellos cerros, fuera de sí, con tan mala fortuna que fue a caer por un barranco. Allí quedó tendido como un guiñapo, medio muerto, con una pierna rota por dos o tres sitios.

Tres días pasó revolcándose, moviéndose a rastrapanza, sin comida y apenas sin beber. Fue Vandanio quien lo encontró por una casualidad, pues desde un tiempo no andaba por allí.

Con la pierna entablillada, y amarrado con cuerdas sobre la mula, se lo llevó a su casa, pese a las protestas que en todo el tiempo no dejó de proferir.

XIV

Al principio, no era raro ver a la melosa muchacha, al alba, salir montada tras Vandanio sobre la mula. Hasta que volvían para ordeñar las cabras y descansar. Se les iba luego el tiempo sentados a la puerta de la casa o vagando a su antojo por cualquier otro sitio. Entre caricias, juegos y bromas, se hacían mil confesiones, con carantoñas y mohines de connivencia.

—Y para que veas que te quiero… Te voy a regalar… Te regalo… aquella nube de allí.

—Qué tontica eres. Si al menos dijeras un cordero, o una chota, ya me valdría, ya.

Y La Niña, creída, comenzaba a dar volteretas delante de él, aireando las vergüenzas y desvergüenzas, que Vandanio no se molestaba en mirar.

Ella quedaba embelesada, con los ojos muy abiertos, como sin dar crédito a la multitud de fábulas y saberes, que Vandanio soltaba sin cesar, como un saco roto, mientras a ella no le daba ocasión ni de abrir la boca. Hasta que cansada se entraba sola en la casa, o desaparecía con la excusa de alguna necesidad.

Poco a poco, la gacheada muchacha fue hartándose de las continuas incoherencias, y tornó su pasión por el cabrero en cierto rechazo, y hasta en aversión hacia él. Dejó de ocuparse del marido y de la casa, y andaba descuidada y sucia. Apenas Vandanio se iba como de costumbre, salía también ella a deambular por el poblado o por la ribera del río. Así estaba todo el día, ensimismada y sola, como siempre había estado, aperreada, sin ni siquiera acordarse del padre, que quedaba solo en la casa, impedido en un sillón. Cuando el hambre le apremiaba, se conformaba con sorber los huevos de algún nido de paloma, o comer los frutillos, de aquellos árboles bravíos que no perecieran en su abandono. Sólo a la tarde asomaba a la casa, llena de mugre y con las ropas hechas jirones, trasluciendo las carnes, como si no alcanzara el uso de razón.

Para entonces, Vandanio ya había ordeñado las cabras, removido los quesos y preparado la frugalísima cena.

Una noche, acababan de comer, y Vandanio, bajo el candil, hojeaba un libro deslustrado y muy viejo que siempre tenía sobre la cornisa, cuando comenzó a ventear un olorcillo desagradable, que iba subiendo en intensidad. Se levantó de la silla oliendo a diestro y siniestro, y al abrir la puerta de la calle, se topó de lleno con unas nalgas blancas y orondas en la penumbra, abiertas hacia el suelo.

— ¡Válgame Dios y la Santa Virgen! —clamó el cabrero, que no veía más que lo que vio—. ¡Esto es lo último! ¡Te podías haber puesto un poco más allá!

Ella ni se inmutó, y quedó allí arranada como si tal cosa.

—Es que me da miedo, Vanda.

—Pues como no sea de mí, no sé de qué.

Y se entró tapándose las narices con los dedos, y cerrando de un portazo.

Aquella noche, La Niña durmió donde las cabras.

Una mañana, cuando Vandanio se levantó, lo primero que echó en falta fue la mula. Después la buscó a ella y vio que no estaba, ni su ato, ni las mil cositas, que con tanto celo guardaba en un cajón. Y es que la desagradecida, se había marchado muy de mañana a la casa de unas tías. Y hasta la fecha.

Aquello a Vandanio le resbaló como agua de lluvia. Y ni quiso indagar en su paradero, siquiera fuera por recuperar la mula, que buena falta le hacía.

Cuando el padre lo supo, comenzó a blasfemar y a maldecir, con la boca como una excomunión:

— ¡La muy rufiana! ¡La desvergonzada! ¡Mala hija! ¡Maldita sea la hora en que se fundó, y el día en que la parieron! Así no la vuelva a ver, ni en el otro mundo.

Lo que no fue mucho, pues a los pocos días, cuando Vandanio volvió con el rebaño, lo encontró muerto sentado en el sillón, frío y tieso como un chupón de hielo.

Como no había nadie a quien llamar, ni él estaba dispuesto a pasar toda la noche al lado de un cadáver, lo llevó a la parte de atrás de la casa liado en un a manta. En un socavón, dando vistas al río, lo dejó caer, y lo cubrió de tierra hasta asegurarse que ninguna alimaña daría con su cuerpo.

XV

El Colás no recordaba haber oído aquel nombre ni en todos los días de su vida. En cambio cuando Gadeliano comenzó a hablarle de él y se lo describió, el hombre se cogió la barbilla con la mano por un momento. De pronto abrió mucho los ojos y se detuvo, tomando por el hombro a Gadeliano.

—Ah, sí. Seguro que era él. Todos le decían El Mozuelo… o El Mochuelo, o algo parecido.

Gadeliano agachó la cabeza un tanto, y rió con ganas desde hacía mucho tiempo.

Colás, algo contrariado, tiró de los ronzales de la mula, que se había quedado cortada tras de ellos.

— ¡Arre ya, so penca! ¡Que nos queda mucho por andar! Apretaron a caminar ahora más sueltos carretera adelante, como si acabaran de salir de un atolladero.

—Era un hombre e lo más… Cómo le diría yo… de lo más fuera de lo normal. Hubo unos días que estuvo apegado a mí, y lo cierto es, que no lo hacía del todo mal, casi le iba el oficio. Inquieto y rápido para localizar la mercancía, pero con un fallo, imposible de compaginar. No tenía ni remota idea, en valorar lo aprovechable, y lo que no tenía ningún valor

Gadeliano terminó de liar un cigarro, y lo tendió al chatarrero. De nuevo comenzó a liar, esta vez para él.

—… Un joven discreto pero de lo más extraño. Si entraba en podía dejar los animales así como así, y porque la verdad se me aflojaron las ganas, iba acompañada de dos críos, que se colgaban de ella y no la dejaban ni por una equivocación…

Gadeliano bajó de un golpe, del júbilo al desánimo más rotundo.

—Dos niños, ¡maldita sea! Dos niños. A que va a ser verdad, y este condenado tiene razón.

—…Pero si mucho empeño tienes, búscala, cualquiera sabe de lo que son capaces las mujeres…

Y Vandanio entonces, empezó a desvariar y a espurrear sentencias, que no daba pie con bola. Al tiempo le entró cierta tristeza, que Gadeliano no acertaba a comprender.

Los dos amigos se estuvieron por largo rato, contando y contando andanzas y vicisitudes. Gadeliano no pudiéndolas guardar por más tiempo, desahogó en el compañero sus más íntimas inquietudes, y lo puso al corriente de todo el romance. Vandanio por no ser menos, también le sinceraba sus cuitas, que no eran pocas.

XIX

Gadeliano se sentó frente al grupo de chiquillos, que jugaban en la explanada.

Poco a poco fue observando y llamándole la atención uno en concreto, que le resultó como más familiar. Aquellos ojos, aquella forma de comportarse, incluso las inflexiones de su voz.

Era él sin duda, no podía ser otro. El corazón comenzó a golpearle a todo meter, cuando casi nervioso lo llamó.

— ¡Eh, tú! ¡Ven!

— ¿Quién… yo? —El mozalbete se llevó la mano al pecho.

Cuando se incorporó, Gadeliano estuvo seguro. Dada su estatura, debería de tener los años que hacía que el Chus se marchara. Él asintió con la cabeza y el niño se acercó reticente.

—Oye… ¿tú de quién eres?

—Yo, de Marinda. ¿Por qué?

Gadeliano, en cuclillas como estaba, se movía de una pierna a otra que no cabía en sí.

— ¿Y tu padre?

—No sé. Murió.

No se pudo sustraer. Cogió al niño por los hombros, y apretó las manos con rabia.

— ¡Ay! ¡Que me hace daño, señor!

¿Cómo podía decirle él que no? ¿Qué su padre no había muerto, que era él, el que estaba delante?

Intentó atraerlo hacia sí para abrazarlo, pero el niño comenzó a dar zaleones para zafarse.

— ¿Y quién es tu hermano? —inquirió, adelantando la barbilla en dirección a los niños.

—Es aquel, el que está allí —le indicó el niño, señalando hacia un extremo del grupo.

Él miró en aquella dirección, y se quedó de piedra. Sobresaltado primero, asombrado después, y finalmente pleno de entusiasmo. Miró primero a uno, después al otro, y así varias veces. ¿Sería posible? Los dos eran idénticos. Como dos gotas de agua.

¡No era uno sino dos, los hijos que el Cielo la había concedido!

Se alejó de allí con los ojos húmedos, y con la impotencia de no poder hacer nada.

El resto del día lo pasó deambulando por Los Vientos, sin atreverse a preguntar. Quería ser él mismo quien descubriera si Marinda aún lo amaba.

Al final la encontró y observó sus pasos. Parecía la misma. Pese al tiempo no había cambiado. Como si todo estuviese detenido desde que la dejó en aquellos lejanos prados. No estuvo tranquilo, hasta que supo con certeza por donde pasaría y la hora más probable.

Aquella noche la pasó en vela. Tumbado boca arriba sobre la cama, a oscuras, perdido en un mar de cavilaciones y recuerdos.

XX

—Padre, Gadeliano está aquí.

Al Chus se le cayó la cuchara en el plato, salpicando media mesa de caldo azafranado.

— ¿Dónde?

—Aquí, en Los Vientos. ¿Dónde va a ser?

El Chus no salía de su asombro.

— ¿Estás segura…? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Lo has visto tú?

Ella sonrió, casi riendo.

—No. Me lo han dicho los niños.

— ¡Quita ya! Qué saben los niños.

El padre se limpiaba la camisa con la servilleta.

—Me han dicho, que un hombre, que no conocen de nada, les estuvo preguntado quienes eran, y que se puso muy extraño al decirle como me llamaba..

El padre se encogió de hombros.

—Y eso qué tiene que ver, mujer. Cualquiera puede preguntar a un niño de quien es o adonde vive, por simple curiosidad o por entretenerse.

—Que no padre, que no. Que cuando les pregunté que como era, y que si esto y que si lo otro, todo se venía con él.

El Chus mesó los cabellos de Marinda y la miró a los ojos, un tanto triste.

—Ay Marindita, cuándo te vas a desengañar. Ese hombre te dejó de mala forma. Y cuando un hombre quiere de verdad a una mujer, es capaz de remover cielos y tierra, con tal de estar con ella. ¿Por qué habría de venir, al cabo te tanto tiempo? ¿Qué sabes tú de él?

Marinda quedó callada, pero en sus trece, estaba segura. Un sexto sentido le decía que era verdad, tenía que ser verdad.

El padre se levantó para irse. Pero antes le advirtió:

—Hija, ándate con ojo. Si es verdad que está aquí, no seas tonta y tantéalo bien. Si es que viene por ti.

Marinda entonces explotó de rabia, y se enfrentó a él como nunca había hecho.

— ¡Tantéalo! ¡Tantéalo! ¡Tú eres el que tenías que haber tanteado, antes de sacarme del pueblo como si hubiera cometido un crimen…! Para que no dijesen que yo era una cualquiera…, o para que no pensaran que tú…

Entonces se cubrió la boca con las manos, y salió corriendo del comedor.

El sol deslumbrante del mediodía, dibujó desfigurados los barrotes de la ventana, sobre la silla en que ella había estado. De fuera llegaban los gritos de los niños, que jugaban en el pequeño jardín. Las hojas de los árboles mecidas al viento, traían un murmullo amortiguado, como el de un mosquero de papel.

Marinda sollozando, se tendió en la cama, y así estuvo, inmóvil, hasta que el sueño acabó por vencerla.

XXI

Al día siguiente, Gadeliano estuvo casi toda la mañana sentado sobre el pequeño muro corrido que enfilaba a la vivienda del Chus, esperándola.

Al cabo la vio venir.

Radiante. Con aquel movimiento grácil y decidido, que sólo ella imprimía al andar. Su cabello de seda a medio pecho, brillaba con el sol. Cabalmente voluptuosa. Como una venus viviente.

Subía descuidada, con una pequeña maleta de mimbre de colores, bordeando el muro, la mirada perdida. Se fue acercando a donde estaba él, con los ojos hacia el suelo y moviendo los labios como si canturrease.

Sus ojos se toparon de pronto con las descomunales botas y el pantalón de alpaca. Al momento, las piernas le empezaron a temblar. La maletilla cayó al suelo. Levantó la vista, temerosa, poco a poco, hasta el rostro de Gadeliano, que la miraba sonriendo y de buen humor.

El primer impulso de La del Chus, fue dar la vuelta y alejarse. Pero no lo consiguió, quedó varada a la mitad. Luego volteó sus cabellos a la espalda con la mano, y se le quedó mirando, con la cabeza girada sobre el hombro. Se acercó como embobada.

Él la cogió por los costados, y la alzó hasta su altura. Por cuatro veces se besaron y se volvieron a besar.

La maletilla quedó en el suelo, perdida sin remisión. Ellos encontrados al fin.

Estuvieron el resto del día paseando y hablando sin parar, hasta que la noche se les echó encima.

— ¿Y cómo podré yo vivir contigo, si tú eres de otra mujer?

— ¿Mujer dices? Di más bien la sombra que se interpuso entre los dos.

A las afueras del pueblo, echados sobre la hierba, bromeaban, recordando los días de Caligorces. Ella no dejaba de llamarle tontorrón e inocentico, por no haber reparado en tanto tiempo en lo que sentía por él, y porque tuviese que ser ella la que tomara la iniciativa.

—Oye, Marinda… Otra cosa… ¿Es verdad que lo hizo tu padre?

— ¿Mi padre? ¿Tú también? Porque te refieres a lo del fuego…

—Todo el mundo lo decía.

Ella se puso seria.

—Pues no. La gente habla más de lo que sabe. Mi padre es incapaz de hacer una cosa así. Aunque debiera de haberlo hecho, al menos por ti.

Y entre los pescozones de cariño que le daba ella, y los azotitos que le daba él, se les iba el tiempo sin darse cuenta, transportados de lleno al paraíso soñador del enamoramiento, que de nuevo revivían como el retornar de las estaciones.

— ¿Y dices que los nombres…?

Ella saltó como un resorte.

—Ya te lo he dicho, Gade y Chus.

— ¿Y si yo hubiese dicho otra cosa…?

—Demasiado tarde, Gade. Ahora te aguantas. Hasta ahí podríamos llegar…

Gadeliano se reía.

Julio 1993

Registro G. de la

Propiedad Intelectual

N°: 04/2003/1336

 

 

Autor:

Fandila Soria Martínez

Partes: 1, 2
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