I
¿Saben ustedes, por qué en las fiestas de Caligorces no hubo reina de festejos?
Pues se lo digo: porque ella no estaba allí.
Caligorces se asienta, entre el Gran Promontorio y una sierra cercana, a horcajadas sobre una loma. Pareciese un perro blanco y greñudo dormitando, aparranado, con las cuatro patas y hasta las largas orejas, estirándose laderas abajo a la búsqueda de asiento
No diré que sus habitantes, cual pulgas variopintas, pululen por él en formidable desconcierto. No les haría justicia. Ellos son en verdad, pausados. Caminando como ausentes, ya a contrasoles ya a contravientos, nunca contra marea pues Caligorces no ha visto el mar. Y si alguien lo ha hecho, nunca volvió. Un pueblo cálido en extremo y frío hasta la saciedad, que se aparece al viajero como un ramillete mal podado de casas blancas. Y que si se ve de cerca, se ve en realidad cal y barro en sus paredes casi amarillentas. Donde los chorreones de polvo ocre amasado por la lluvia, caen desde los tejados, las ventanas y los desconchones, como planas estalactitas, en la fronta de cartón de una atracción de feria. Y no es para menos, pues sus gentes, entre maduras y ancianas, viven como postrados en los pretéritos pasados que les dieron gloria; como la época dorada, que de tanto añorarla se ha vuelto casi mitológica.
Caligorces es un poblado perdido, que no quiso salir de su propio incendio porque dentro se estaba caliente. Allá por los años de su mocedad, creado a la luz de una antiquísima ermita, más por la posición dominante de las vaguadas a su torno, que por anhelos de espiritualidad, fue una comunidad próspera, que llegó a tener atisbos de pujante artesanía y muchos rebaños trashumantes.
En cambio la mocedad, para qué referirlo, cuando la comunidad se vio nadando en la abundancia, en lugar de salir cada día a arrancarle los frutos al campo o a pastorear carne y lana, se embargó en un frenesí desconcertante, casi de locura, de modas, músicas, lecturas, y raros artefactos, que hasta hacían las cosas sin que bicho o animal las meneara.
Estos raros vientos comenzaron a soplar, el día en que el capataz de la carretera se plantó a la puerta de la primera casa y dijo:
— ¡Ea!, ya ha llegado la civilización.
Y las mujeres, que sentadas a corro, hilaban, cardaban, o hacían bolillos, sobresaltadas, se echaron la mano a la boca diciendo:
— ¡Jesús!, ¿pero qué dice este hombre? ¿Quién dice que ha venido?
Y el hombre, comenzó a desgranar una retahíla de letanías y parabienes, que aflorarían por aquellos contornos con la nueva senda.
Las mujeres, puestos los ojos en su tarea, y con una sonrisilla entre incrédula y complaciente, miraban de reojo al forastero.
— ¡Ande ya! ¡Ande ya!
E ignorando por completo a los acompañantes, que de lejos hacían señas al pionero para que cejara en su empeño, arremetiéronse en sus sillas y le dieron la espalda.
El hombre, todo sonrojado, se recompuso el pantalón y los faldones de la camisa, y la cuadrilla emprendió a buen paso la bajada de la cuesta, archeles al hombro.
II
Hay por aquellos lugares, parajes, que si bien a veces resultan inhóspitos, otras son como remansos tranquilos plenos de vegetación y aguas cálidas.
En particular, al lado izquierdo de la loma mirando al mediodía, corre un río semiencañonado. Existía a la margen derecha, dando vistas al pueblo, una pequeña explanación junto a las aguas remansadas. Se rodeaba por completo de vegetación: higueras, chopos, zarzas y juncos. Y hasta cubría el suelo un heterogéneo prado de césped, gramas, trebolillos, mielgas y mastranzos.
Fue allí donde se tramaron, entre chapuzones juegos y peleas, la mayor parte de las calaveradas de la escasa niñez y más parca mocería. Pero no siempre eran desarreglos, todo hay que decirlo, había también atisbos de sana camaradería y proyectos de altos vuelos.
Lo malo era, que como ni había párroco fijo, y el maestro de puro carcamal, no acertaba a acudir a la escuela más que un par de veces por semana, no tenían las criaturas más que a Vandanio, El Mozuelo, que de puro loco no se encontraba ni la correa de los calzones, para que les guiase sus inquietudes.
Y los días de verano, a la hora de la siesta, cuando hasta las cabras dormían de tanto bochorno, los críos, huidos, bajaban corriendo desarrapados y en pelotón, como penados en fuga, ladera abajo desde el pueblo hasta el río.
La loca carrera concluía, cuando tras sortear terraplenes y cascajales, y su buena porción de ramajes secos y zarzas, el campeón entraba triunfal en el agua, sin llegar las más de las veces, a desprenderse de camiseta o calzoncillos, por la pasión desbocada de chapotear primero.
Más tarde acudían las niñas, como en secreto, rodeando el camino hasta otro lugar río arriba, elegido ya antes por las mujeres. Era más pequeño, minúsculo, pero se cuidaban muy bien de que estuviera curioso y arropado.
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