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La función del discurso psicopedagógico


Partes: 1, 2

  1. Objetivos
  2. La psicologización de la vida escolar, la educación y el psicoanálisis
  3. El aprendizaje y la disciplina escolar
  4. Amalgama silenciosa: aprendizaje, disciplina y madurez psicológica
  5. La evaluación clínica del escolar
  6. El interés pedagógico del psicoanálisis
  7. El encanto natural del discurso (psico) pedagógico
  8. El espíritu naturalista
  9. La función de la ilusión naturalista
  10. La modernidad del discurso (psico) pedagógico y la infancia
  11. El investimiento narcisista de la infancia
  12. La referencia al pasado y la gestación del futuro
  13. Resumen
  14. Bibliografía

A diferencia del pasado, cuando diversos saberes -filosóficos, sociológicos, morales, religiosos, entre otros- confluían de forma más o menos conflictiva en el intento de forjar una cierta racionalidad educativa, el ideario pedagógico actual se articula como discurso alrededor de verdades construidas por las psicologías. 

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El postulado de la existencia de capacidades madurativas, susceptibles de desarrollo, acaba por imponer una especie de consenso pedagógico. A diferencia de otros tiempos, el hecho de suponer una realidad última -la naturaleza psicológica- sobre la cual un saber se reserva el derecho de promulgar a ciencia cierta su legalidad, termina por silenciar el debate sobre los fines y los medios de la educación

Hoy asistimos, sencillamente, a un ir y venir de modismos (psico) pedagógicos, que se suceden con la misma naturalidad actualmente supuesta por las psicologías a las mencionadas capacidades madurativas. Cada uno de estos modismos se resume en una supuesta forma natural y ajustada de estimular, integrar o desarrollar, gracias a la educación, las capacidades psicológicas de niños y jóvenes. 

Mientras tanto, la reflexión psicoanalítica resitúa el debate educativo en sus ejes. 

Lejos de repetir la ya acostumbrada discusión sobre las reglas para "aplicar correctamente los avances de tal o cual teoría psicológica a la educación", el psicoanálisis permite elucidar no sólo las razones imaginarias de la creencia en la "aplicación de la psicología", sino también las consecuencias que tiene tal iniciativa en las condiciones de posibilidad para que se produzca una educación. Por lo tanto, se trabaja con la noción freudiana de ilusión, es decir, de creencia alimentada por un deseo. 

 La tesis sobre la posibilidad de que ajustemos naturalmente -o de que adecuemos científicamente- la intervención educativa a las capacidades madurativas con vistas a promover el desarrollo psicológico se revela como una ilusión (psico)pedagógica. Ya el deseo que eleva dicha creencia a la categoría de una ilusión es de muerte, es decir, se trata de un voto de sutura del deseo mismo y, en consecuencia, tan corrosivo de las condiciones simbólicas del acto educativo cuanto materia prima del malestar profesional que actualmente padecen los educadores.

Objetivos 

  • Presentar una forma de trabajo que parte de los estudios de psicoanálisis y educación.

  • Caracterizar el dominio imaginario que las teorías psicológica ejercen en la vida escolar.

  • Elucidar la imposibilidad estructural de la psicología para constituirse en modelo educativo.

  • Analizar la dimensión ilusoria de la tesis psicopedagógica sobre la necesidad de ajustar la intervención educativa a las supuestas capacidades psicológicas de niños y jóvenes. 

  • Conceptualizar la dimensión estrictamente simbólica del acto educativo y por lo tanto el impasse derivado de pretender educar a partir de coordenadas imaginarias designadas por las psicologías. 

  • Elucidar sintéticamente las condiciones de producción históricas del discurso (psico) pedagógico actualmente hegemónico. 

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La psicologización de la vida escolar, la educación y el psicoanálisis

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En el ideario que da cuenta de la educación en la actualidad y que hemos bautizado discurso (psico)pedagógico hegemónico, los términos problemas, dificultades o trastornos de aprendizaje, así como fracaso escolar, son equivalentes. Por otra parte, se ha vuelto costumbre esgrimir como causas de éstos, alternativa o conjuntamente, la falta de maduración de las capacidades cognitivo-afectivas de la población escolar y la impotencia de las prácticas pedagógicas desarrolladas circunstancialmente. Un puñado de capacidades, así como un alud de métodos más o menos adecuados, un sinnúmero de errores, dificultades, fracasos, problemas y trastornos de aprendizaje hacen las veces de una ontología pedagógica mínima. Se trata de verdaderos engendros cuya existencia ofusca los espíritus, al punto tal que muy pocos pueden ya pensar en otra cosa. Son numerosos los esfuerzos gubernamentales, así como las investigaciones académicas que, con insistencia, pretenden domesticarlos, prevenir su reproducción, descubrir el secreto de su régimen alimenticio o simplemente convertirlos en criaturas en extinción.

De esta forma, la vida cotidiana en las escuelas, directamente y de hecho, acaba siendo psicologizada. Por un lado, la escena educativa está ocupada, cada vez más, por los que, en el inicio, fueron pensados apenas como extra o para-educativos. Estos especialistas, detentores de una cierta cultura "psi", que evalúan, diagnostican y justifican los fracasos educativos, roban hoy el papel al educador de antaño. Por otro lado, se ha hecho habitual acreditar que la potestad educativa de toda empresa está en función de la adaptación natural entre las capacidades psico-naturales y las estrategias de administración de estímulos (psico)pedagógicos. Es decir, se piensa que la educación sólo es posible en proporción a esa supuesta conjunción natural y, por lo tanto, que cualquier tentativa no deducible del prospectivo cálculo psicológico desarrollista carece a priori de toda pertinencia educativa.

En resumen, el campo educativo ha pasado a articularse a partir de un punto de fuga sui generis -el recortado en el horizonte por la conjunción asintótica de semejante función ilusoria-. Lo que significa, simplemente, que el axioma "educar y desarrollar capacidades psicológicas" está siempre presente, en mayor o menor medida, explícita o implícitamente, tanto en las grandes como en las pequeñas decisiones (psico)pedagógicas del día a día. Situada la problemática educativa en estos términos, la clave de la misma siempre estará en manos de quienes posean mayores conocimientos del citado desarrollo psico-natural. Por otro lado, el ideario pedagógico no puede menos que cambiar a psicopedagógico, una vez que pasa a articularse como discurso en torno a las verdades construidas por los saberes psicológicos.

Los partidarios del imperialismo psicológico en el campo de la educación justifican la pertinencia del mismo por la alta incidencia del tan denominado fracaso escolar así como por los impasses experimentados por los padres en la educación de los hijos. Obviamente, no podría ser de otro modo en tanto todo "fracaso educativo" está considerado como producto de la suma de los citados errores, problemas de aprendizaje o de comportamiento sufridos por un niño.

Sin embargo, a nuestro modo de ver, la inflación psicológica está causando precisamente la inversión de los efectos supuestamente perseguidos -la instrucción escolar de un pueblo y la educación familiar de los pequeños sujetos. En otras palabras, pensamos que, en el intento de expandir el universo de los acontecimientos escolares, así como de hacer de cada nuevo habitante de este mundo un hijo de una familia, el tiro sale por la culata por cuenta de la fórmula propuesta por el discurso (psico)pedagógico hegemónico de equilibrio -la mismísima tesis de la adaptación natural-. Así, si se quiere revertir la situación, es decir, hacer que la educación deje de ser un hecho de difícil acontecimiento, debemos contestar al intento sintomático que propone el discurso (psico)pedagógico para equilibrar la imposibilidad de derecho que en ella anima -y ya señalada por Freud (1925; 1937)-.

El discurso (psico)pedagógico hegemónico ha impuesto la tesis de que la única posibilidad de educar está en función de la adaptación natural entre las capacidades psicoafectivas y las estrategias de estimulación (psico)pedagógicas y de que todo intento que escape al cálculo psicológico desarrollista carece de pertinencia educativa. Sin embargo, esa inflación de discurso psicológico está causando una inversión de los efectos perseguidos y su tesis se revela como intento fallido de un equilibrio cuya imposibilidad está implícita en todo hecho educativo.

El aprendizaje y la disciplina escolar

A juzgar por el estado del debate en nuestra área, es posible concluir que el mal de la educación actual no estaría constituido únicamente por los "problemas de aprendizaje" puesto que también deberíamos contar con la llamada indisciplina escolar. Bajo esta rúbrica en particular se acogen, como sucede también cuando se tratan los "problemas de aprendizaje", una serie de productos bastante dispares. La "indisciplina escolar" se expande en un intervalo de variabilidad que puede ir desde no querer prestar la goma al compañero hasta el extremo de charlar cuando no se le pidió, pasando, claro está, por la conocida resistencia a contar a la maestra los secretos compartidos con otro compañero, con la consiguiente distracción de todo el grupo. Estos acontecimientos cotidianos de indisciplina se oponen a los considerados decididamente como violentos, por ejemplo, las típicas peleas entre compañeros por los más diversos motivos de infancia, así como luchas entre bandas por motivos ya adultos, o la depredación gratuita de la escuela como lamentablemente está de moda hoy día en no pocos países.

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De esta forma, para colmo de su singularidad, los actos de indisciplina escolar, que bien podemos calificar de intra-clase, componen un conjunto, para después convergir en mayor o menor grado hacia el punto de fuga que la imagen de un alumno ideal recorta en el horizonte del imaginario pedagógico. En otras palabras, esos pequeños gestos infantiles configuran la indisciplina de un niño o, si preferimos, el reverso de cómo se espera que un alumno se comporte en el día a día de la escuela o que un niño se revele en cuanto alumno

Obviamente, los actos de violencia o de agresión física, cada vez más frecuentes, también definen la figura del alumno no-esperado. Sin embargo, una cosa es la violencia urbana y otra aquello por lo que se reclama bajo el mote de indisciplina escolar. 

Los niños siempre pelearán entre ellos por motivos de infancia independientemente de estar o no en la escuela y, por otro lado, no consideramos a la violencia, que tiene hoy en día la escuela como escenario, un problema típicamente escolar, o sea, relativo a la enseñanza de las letras, los números y esas cosas inherentes a esa invención moderna llamada escuela.  Así como las fobias infantiles acostumbran a tener como objeto a los animales al alcance de muchos niños, el destrozo de los bienes escolares o el asesinato de compañeros -como acostumbra a pasar en EEUU- apenas obedecen al hecho de que o bien yo o bien el compañero estemos al alcance de una mano violenta.  Como sabemos, en estos tiempos de violencia urbana, fuera de los muros escolares, niños y jóvenes también matan o destruyen del mismo modo que los adultos. Por otro lado, no perdamos de vista que el espíritu belicoso adulto, incluso en épocas de grandes guerras, no se reinscribía automáticamente en el interior escolar. Entonces, cabe sospechar que la clave del asunto esté en pensar qué sucede con el lugar que ocupa la escuela en el imaginario social que, a diferencia de antaño, ya no impide que la violencia urbana atraviese sus muros. Más aún, si el escenario escolar dejó de ser, hasta cierto punto, impermeable a la violencia adulta y urbana, entonces, también debemos pensar que el niño que hoy ocupa la escena no es el mismo de antes, al punto tal que "su mano" bien puede, ahora, actuar en nombre de motivos adultos. Y claro, si la escuela se transforma, cambia la infancia y viceversa. 

Sin embargo, se acostumbra a situar todos estos acontecimientos -los violentos y los de indisciplina- en una misma serie como si apenas hubiera entre ellos una simple diferencia cuantitativa al nivel de una energía espiritual de naturaleza violenta, inmoral o rebelde. 

Justamente, si el discurso (psico)pedagógico hegemónico incurre en el error de la indiferencia cualitativa no está únicamente dando pistas de cómo se articula él mismo en cuanto tal, sino también de que las proposiciones que de él se deducen terminan, lamentablemente, contribuyendo a la violencia o al enquistamiento de ésta dentro del ambiente escolar.

Amalgama silenciosa: aprendizaje, disciplina y madurez psicológica

El límite entre los problemas de aprendizaje y los de indisciplina pasa entonces a ser algo difuso -algunos comportamientos infantiles son considerados ya bajo una rúbrica ya bajo la otra. Se acostumbra a argumentar como causas de dicha indisciplina escolar, ya sea la inadecuación del proyecto pedagógico, ya sea la condición psicológica sui generis de los implicados. En este último caso, aunque la cualidad de la práctica pedagógica sea también señalada, no está considerada una verdadera variable independiente, es decir, cuando se trata de la indisciplina, interviene pero no causa. Más aún, se afirma que, aunque pueda dar existencia a otra forma "más adecuada" de relación entre alumnos y profesores, el "x" de la cuestión reside en la forma sutil de interacción de los factores biológicos, familiares y sociales, al punto de producir una personalidad indisciplinada. Por último, para el discurso (psico)pedagógico hoy hegemónico la citada disciplina también puede, a su vez, ser causa de los problemas de aprendizaje así como estos últimos, a medida que hieren la llamada autoestima pueden, a su vez, alimentar el espíritu de revuelta en las escuelas.

Parece ser que reina una especie de estado confusional del espíritu en el campo escolar. Las cosas no son lo que parecen y cualquier cosa produce cualquier otra en el mundo de las criaturas (psico)pedagógicas. Pero, como también puede comprobarse, esta situación se disuelve con rapidez: del fondo del desconcierto siempre emerge, a modo de evidencia, la cualidad de las capacidades psicológicas de niños y jóvenes. En suma, la condición psicológica está pensada como la causa de las causas en el reino de la (psico)pedagogía y, por lo tanto, está ahí la llave del razonar hegemónico.

Aunque estos razonamientos sean viciosos, ello no impide que operen de facto en la cotidianidad escolar. Es el caso, por ejemplo, cuando se dirige a la consulta psicopedagógica a una niña que, aunque considerada inteligente, charla en clase, y se teme que esa conducta sea el indicio de algún problema de aprendizaje futuro o también cuando se realiza una evaluación cognitiva y/o se aplican una serie de pruebas psicológicas proyectivas con la intención de descubrir por qué una niña insiste en no querer participar de actividades grupales cuando la maestra lo solicita, según el dictado de un método "democrático" de enseñanza. Todos estos argumentos implicados en una cierta circulación viciosa deben ser considerados como creaciones del "científico" discurso pedagógico hegemónico, puesto en circulación en el campo educativo por no pocos especialistas en ciencias de la educación.  

Las capacidades psicológicas hacen las veces de realidad última, de una especie de fondo de pozo del mundo pedagógico, pues se piensa que siempre están presentes los "problemas" tanto de aprendizaje como de disciplina escolar. Problemas que no serían más que la expresión de falta de ajuste o adecuación a esta última instancia -o primera, dependiendo del punto de vista. Siendo así, las capacidades instan, solicitan insistentemente, que el resto de la existencia se adapte a ellas, o, en otras palabras, reclaman por completo los ojos del discurso (psico)pedagógico hegemónico. Por otro lado, cabe también afirmar que opera de forma no manifiesta en el imaginario escolar una amalgama entre aprendizaje, disciplina y madurez psicológica. De hecho, cuando se enumeran los problemas pedagógicos, el carácter circular del razonamiento no es sino una de sus figuraciones. Obviamente, si recordamos la tesis freudiana a propósito de la eficacia de la represión, se comprende que esa trilogía produzca efectos a medida que se imponen precisamente de forma silenciosa -con "naturalidad"- en las pequeñas cosas del día a día escolar.

Pues bien, podríamos concluir que el hecho de que el discurso (psico)pedagógico hegemónico recorte en el horizonte la trilogía indisoluble disciplina-aprendizaje-maduración, al tiempo que se articula en torno a las capacidades psicológicas, es apenas arbitrario. Sin embargo, parece que estas últimas, a medida que constituyen el fundamente ontológico, expresan en sí mismas aquella amalgama. O sea, la propia noción de capacidad psicológica resulta de la ligazón entre el hecho de asimilar una disciplina y una lógica natural de aprender, así como de pensar que la grandeza de ambas está en función del nivel de desarrollo de una realidad última. Así pues, el ideario pedagógico hoy tan en boga se estructura a partir de la creencia de que es propio de las realidades psicológicas individuales expresarse con cierta disciplina natural -esencial- en el aprendizaje infarto-juvenil. 

En el día a día escolar adquiere justificación científico-psicológica la "caza del detalle"- indicio de perturbaciones cognitivas o comportamentales. Pero a medida en que se insiste en esta dirección se corrompen las coordenadas simbólicas que deberían inspirar la vida en las escuelas y por lo tanto, se minan las posibilidades de éstas para transformar, de forma fértil, la crisis escolar actual. 

La evaluación clínica del escolar

Una vez que todo acto de "indisciplina escolar", así como cualquier "problema de aprendizaje" son considerados justamente epifenómenos de una realidad psicológica individual, acaba siendo inevitablemente formulada la pregunta por la pertinencia de encaminar al alumno hacia una evaluación clínica con vistas a convertir las causas del acontecimiento en pauta.  

Como sabemos, asistimos en el día a día de la escuela a un abanico bastante amplio de respuestas. Dejando de lado la discusión sobre el grado de pertinencia de hipotéticas resoluciones de episodios singulares reveladas siempre a posteriori, analicemos la lógica que anima esa interrogación para, así, señalar que la consecuencia imbuida de esa forma hegemónica de tratar los citados problemas es, inevitablemente, la creciente psicologización de la cotidianidad escolar. 

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Cuando, en una escuela, se orienta a un alumno a evaluación psicológica por causa de su indisciplina o por el hecho de no aprender conforme a los parámetros esperados, asociamos de buena fe que, así, pueda obtenerse alguna información útil sobre las causas del episodio. Eso parece, en principio, tanto posible como pertinente.En realidad, la información recibida se revela siempre insuficiente, pues poniendo como causa una falta de "madurez cognitiva" (sic), o un abanico variado de situaciones más o menos "traumáticas" (sic), no sabe ni dice nada sobre la singularidad del curioso acontecimiento ni tampoco dice nada sobre qué hacer en concreto en la clase

Las explicaciones contenidas en todo laudo psicopedagógico apenas traen cierto sosiego moral a quién lo recibe en sus manos, que de esta forma puede continuar como ya venía haciendo o, simplemente, excluir al niño que se comporta según otro programa de desarrollo psicológico para así "encaminarlo" hacia otro lugar -escuelas especiales, salas de aulas especiales, etc. Esta última salida es inevitable, ya que el peso de la tesis de la necesidad de homogenización psicológica de la "población escolar" -previa a la tesis de la adaptación pedagógica- es tan grande que, más tarde o más temprano, acaba invalidando cualquier intento honesto institucional llamado inclusivo. 

La imposibilidad de obtener lo que se pretende y, por el contrario, apenas ganar una serie de jusitificaciones psicológicas generales que no explican de hecho el por qué de Pedro o de María, no depende de la (in)potencia profesional del psicólogo o del psicopedagogo "evaluador". 

A nuestro modo de ver, el problema está en la naturaleza de la demanda, es decir, en la pretensión de obtener un saber sobre la singularidad de un episodio subjetivo. Justamente, en cuanto la psicología se basa en el desconocimiento de esa imposibilidad estructural, el psicoanálisis se dedica a señalarla.

Para el psicoanálisis, un sujeto está, por principio, implicado en todo acto. Por eso, como quien consulta a un psicoanalista desconoce esta implicación, al inicio del tratamiento se apunta crear las condiciones para que se interrogue sobre las causas de aquellos episodios que tanto le incomodan. Así, entregándose a la elaboración de una teoría sobre sus síntomas, el sujeto reconstruye el proceso de determinación singular de los acontecimientos "personales". Mientras tanto, recordando la diferencia, importante para el psicoanálisis, entre saber sobre y saber del inconsciente, se puede afirmar que la "recuperación" del saber-no-sabido que se supone en el origen no es un saber sobre el acontecimiento, es decir, un conocimiento más o menos utilitario. El analizante gana en el análisis un saber de naturaleza un tanto sui generis, puesto que su elaboración narrativa del pasado, lejos de producir un saber explicativo más o menos correcto sobre lo acontecido, apenas "recupera" el saber inherente a la contingencia singular del acontecimiento.

Según el psicoanálisis, la capacidad de producir efectos subjetivos no deriva de la posibilidad de uso reflexivo del saber en si, sino, al contrario, del funcionamiento del propio proceso de producción de ese saber sobre. Por otra parte, considerando el carácter irreductible y contingente de todo acontecimiento, el saber producido es inútil per se.

En ese sentido, podemos afirmar que el saber sobre las causas, en cuanto está en las manos del productor, en la modalidad saber de, mantiene todo su poder, mientras que, cuando cae en manos de terceros, revela su ineficacia, derivada precisamente del singular carácter contingente. De esta forma, la pretensión de querer "saber" sobre la singularidad subjetiva de la conducta de un alumno en las escuelas, principalmente de algunos orientadores pedagógicos, gracias a la recepción de un laudo, por un lado está condenada al fracaso ya que la criatura apenas podría, llegado el caso, valerse "útilmente" de "su" saber para producir y, por otro, acaba contribuyendo con la psicologización de la cotidianidad escolar.

Lamentablemente, esto es así porque el hecho de pensar en la existencia de una esencia psicológica tanto de las producciones morales como de las epistémicas, aunque sería posible usufructurar institucionalmente de un saber sobre ellas, determina el surgimiento, de derecho, de una serie de instancias de evaluación preventiva, diagnóstico y/o tratamiento escolar o para-escolar en los que, hoy día, se cifra, paradójicamente, el destino de la empresa pedagógica.

El interés pedagógico del psicoanálisis

Cabe señalar también que es totalmente injustificable apelar en ese sentido, al psicoanálisis como, no obstante, hoy día está tan de moda en algunos sectores (psico)pedagógicos. El psicoanálisis no puede dar lo que la psicología intenta en vano otorgar a la educación. Por un lado, choca, como hemos visto, con la naturaleza del saber y, por otro, con la lógica propia de su producción. En efecto, si el saber singular producido por y en el psicoanálisis se da siempre a posteriori, la pedagogía fundamenta lo cotidiano escolar a partir de la acumulación de un conjunto de conocimientos universales a priori. Así, cualquier clarificación producida a la luz de la conexión psicoanálisis-educación se revela inútil en el sentido de no conseguir más que una típica predicción (psico)pedagógica.

Sin embargo, aunque el psicoanálisis no pueda aportar ningún saber sobre la singularidad de una indisciplinada realidad psicológica infanto-juvenil, con el objeto de un uso pedagógico-instrumental, bien puede contribuir en otro sentido según entrevé el propio Freud. En "Múltiples intereses del psicoanálisis" (1913) podemos leer: "Sólo puede ser pedagogo quién esté capacitado para adentrarse en el alma infantil y nosotros, los adultos, no comprendemos nuestra propia infancia". También esta otra afirmación "cuando los educadores estén familiarizados con los resultados del Psicoanálisis, será más fácil para ellos la reconciliación con determinadas fases de la evolución infantil." Como vemos, la "capacitación" psicoanalítica pasa por la comprensión de la propia infancia del adulto y ello, a su vez, no es del orden de un saber instrumental sino de una reconciliación con el "pasado", como se ha recalcado. Es decir, con aquello que insiste del (y no) pasado -el deseo.

En suma, un adulto logra adentrarse en el alma del niño que está delante de él cuando consigue "reconciliarse" con aquel otro niño que él mismo fue en una ocasión para otros. Según el Psicoanálisis, no se trata de adaptar la intervención del adulto a una realidad infantil previa, sino preguntarse -único modo de reconciliación posible consigo mismo- sobre lo que la infancia representa en el inconsciente.

Como el niño que el adulto tiene delante de él remite de forma metonímica y metafórica a aquel que él fue, entonces la indagación adulta acaba desdoblando la diferencia que anida entre los tiempos de ayer y de hoy. Es decir, no tiene nada que adaptar, sino que diferir en el tiempo.

El "interés pedagógico" del psicoanálisis -según como lo expresó Freud- reside en la indagación que promueve. Semejante afirmación es válida tanto en el contexto de un análisis personal emprendido por un adulto -educador circunstancial o profesional- como en la elucidación del discurso (psico)pedagógico hegemónico. Por un lado, la posibilidad de beneficiarse de un análisis personal alimentó el deseo freudiano de promover una transformación en la educación de los niños, a través de un emprendimiento masivo de éste. Obviamente, tal cosa es una ilusión del mismo tipo que la psicologización de la escuela, aunque exista entre ellas una diferencia importante -la freudiana es inofensiva-. Por otro lado, dar la vuelta al discurso (psico)pedagógico hegemónico es indagar lo que la infancia representa en su interior. Semejante empresa, a nuestro modo de ver, posibilita la reconciliación psíquica inconsciente del mundo adulto con su pasado y, por lo tanto, que los adultos lleguen a asumir las responsabilidades del mundo viejo en el que introducen a los niños (Arendt,1996).

La elucidación psicoanalítica de las actuales "criaturas" psicopedagógicas que hemos llevado a cabo no deja duda de que, entre otras, la esperanza de que una evaluación psicopedagógica llegue a desvelar el misterio del fracaso escolar, no es sino el reverso de la ilusión de que la clave del éxito está reservada, en última instancia, a las llamadas capacidades madurativas. La psicologización no es un desvío circunstancial de ruta, motivado por la supuesta falta de preparación científica de los profesores, sino el corolario necesario del modo en que la burocracia (psico)pedagógica entiende la educación. Así, si educar es estimular las capacidades psicológicas, entonces la caricatura psicopedagógica de la vida escolar es inevitable. En el mismo sentido, Cortez afirma, con claridad meridiana, que aunque siempre sea "posible señalar apropiaciones indebidas… la cuestión se sitúa en otro plano. En la imposibilidad (de la psicología) de constituirse en un modelo educativo." (1998:80). 

El encanto natural del discurso (psico) pedagógico

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En resumen: el ideario actual en educación se articula alrededor de la creencia en la posibilidad de adecuar la intervención del adulto a las supuestas capacidades psicológicas de los niños y los jóvenes. Se trata más bien de una figuración del pensamiento naturalista que implica una negación del carácter paradójico del deseo que anima a la subjetividad. Hemos analizado el caso particular de la Pedagogía, hoy en boga, supuestamente derivada de la epistemología genética de Piaget

 La actualidad pedagógica está lejos de profesar claramente el maduracionismo espontáneo o preformismo inherente a las teorizaciones psicológicas monádicas en boga hace algunas décadas, particularmente en ciertos medios escolares autodenominados "alternativos". El discurso (psico)pedagógico actualmente hegemónico sigue, por el contrario, el modelo interaccionista propio del racionalismo psicológico diádico (Lajonquière, 1996). Es decir, acredita que el éxito educativo esperado se funda a través del encuentro interactivo de dos realidades, por un lado, la intervención pedagógica y, por otro, las capacidades psicológicas de los niños y jóvenes. 

Sin embargo, cabe señalar que no pocas veces aquello que se consideró un interaccionismo psicopedagógico, superador de antiguas tradiciones escolares, no es más que una figuración del clásico y metafísico naturalismo que también se vinculó al monadismo psicológico de antaño, hoy desacreditado. 

El hecho de que actualmente se presupone la "intervención" de una acción pedagógica para que la potencia psicológica, que reside en cada una de las capacidades, venga a manifestarse naturalmente como esperada -es decir de modo disciplinado-, puede inducirnos a engaño. En efecto, la idea del concurso necesario de una intervención de un otro o de una "práctica" pedagógica, para que así existan las "condiciones para que todos los alumnos desarrollen sus capacidades y aprendan los contenidos escolares" (MEC,1997: 45) puede conducirnos a afirmar que aquel, hoy en boga y, concretamente, llamado constructivismo pedagógico, no profesa el maduracionismo psicológico que dice venir a erradicar, entre otros aspectos negativos de las tradiciones escolares de los países donde se impone como ideario pedagógico hegemónico (por ejemplo, en Brasil o en Argentina).

Leyendo, por ejemplo, los Parámetros curriculares nacionales actualmente vigentes en Brasil -documento gubernamental que orienta la educación escolar, elaborado con el asesoramiento de especialistas españoles en educación, durante el primer mandato del Presidente F. H. Cardoso- terminamos por saber que los niños y jóvenes construyen conocimientos diversos (desde los números hasta la moral) gracias al concurso de otro individuo que, en la medida que lo hace de forma "ajustada a las capacidades psicológicas", convierte su propia intervención en una práctica pedagógica. Por otro lado, comprobamos que todo lo que se espera que un alumno haga es tomado como una "capacidad que éste debe desarrollar" (p. 94) en proporción al carácter favorable de las condiciones externas, y que en la exacta medida en que dichas condiciones "contribuyan" a que los alumnos se desarrollen, la práctica responsable de la educación de los mismos es precisamente considerada "pedagógica". El constructivismo pedagógico sería una práctica "adecuada" a la psicología infanto-juvenil y, por lo tanto, una práctica pedagógica imbuida de constructivismo, debería su éxito al ajuste de su racionalidad a un real psicológico. 

Pues bien, si una práctica es pedagógica porque desarrolla, gracias a su carácter adecuado, lo que se supone existe en estado germinal, bajo la forma de capacidad psicológica, entonces, su supuesta competencia es de hecho derivada. O sea, la construcción cognitiva resultante, gracias al auxilio de la práctica pedagógica, se debe a que esta última se ajuste a una realidad potencial. Y, precisamente, en las capacidades infanto-juveniles es donde se anida la energía psicológica potencial de donde deriva la razón de ser de la intervención pedagógica constructivista. Además, si así no fuera, entonces, carece de sentido prescribir que las actividades escolares se ajusten a las "reales posibilidades de los alumnos" (p. 100). 

Así, no hay duda de que el mencionado constructivismo apenas gana sentido -es decir, justificación pedagógica- en la medida de su carácter supuestamente ajustado. O, mejor dicho, la competencia de intervención pedagógica sustentada en su nombre no alcanza a hacer existir realidades epistémicas, sino que apenas genera condiciones de desarrollo de lo que se supone ya existente en potencia en la infancia. 

Si la intervención deriva o debe su fuerza a la energía otorgada potencialmente en las capacidades psicológicas, entonces, se trata de una pseudo-intervención y, por lo tanto, el carácter renovador -el interaccionismo- del constructivismo pedagógico se deshace como la figura de un acogedor oasis en el desierto, que más tarde se revela como un espejismo naturalista.

En este punto hay que aclarar que, por un lado, aunque consideremos poco pertinente la filiación de un raciocinio pedagógico semejante a la psicología y la epistemología genética, no podemos menos que respetar esa tarea como cualquier otra de algún colega. Sin embargo, al mismo tiempo, no podemos rechazar nuestro deber de señalar que la "contribución" de la pedagogía constructivista es apenas un poco más de lo mismo de siempre.

El espíritu naturalista

El espíritu naturalista, profesado por el discurso (psico)pedagógico es más fácil de ser reconocido que la propia naturaleza en la que se acredita. De hecho, ¿alguno de nosotros ha visto alguna vez a la naturaleza o, al contrario, apenas ha oído hablar de ella como en la publicidad de alimentos, academias de gimnasia, medicamentos para adelgazar o dormir y nuestros brasileños Parámetros Curriculares Nacionales comentados anteriormente? Pues bien, no se trata de ninguna distracción observacional. La naturaleza de facto existe únicamente como supuesta por el discurso naturalista. 

Se dice que algo es natural cuando no es ni ficticio ni arbitrario. Lo que caracteriza a la naturaleza es la noción de fuerza, entendida como si fuera un poder de realización existencial que no se parece ni a los artificios humanos ni a la pasividad propia de la casualidad. Esta caracterización negativa -una fuerza que no es ni esto ni aquello- según Rosset (1973) no ganó precisión conceptual desde Platón y Aristóteles. Precisamente, esta idea de naturaleza, como principio de existencia -o como el principio mismo de todo lo existente- vive un particular momento de euforia en el siglo XVIII. 

El naturalismo disloca el papel del azar y de la voluntad humana en la génesis de las existencias así consideradas naturales. Carga sus armas contra el azar cuando el artificio humano ya apenas se opone a la naturaleza, a medida que reintroduce en la existencia la dimensión de lo aleatorio (Rosset,1973: 16-17). Algo es natural porque obedece a un principio trascendente tanto al capricho humano, más o menos artístico, como a la necesidad aleatoria de lo ficticio. De este modo, tenemos una especie de trilogía ontológica: 

– El orden del artificio se define gracias a una referencia antropocéntrica -lo que el hombre puede o no puede hacer- que marca la diferencia metafísica entre lo propio y la llamada naturaleza. Así pues, una intervención humana siempre opera a partir de esta última (o primera realidad primera, según el punto de vista) una vez que la única autonomía que le es propia se reduce al poder de transgredir o degradar o actuar de la fuerza natural. - El orden del azar, en el que impera la inercia material no sujeta a principio o ley alguna detentora de saber o razón. - La naturaleza, como aquello que siempre queda cuando se desvanecen todos los efectos que, al no obedecer a principio o disciplina alguna, son puro artificio o vicisitudes casuales. Lo que queda no es más que una fuerza espontánea e inocente.  

De este modo, se piensa que la intervención del adulto en un niño pasa a ser práctica pedagógica en la medida de su contribución al desarrollo disciplinado de lo que se supone viene dado. Por el contrario, si la intervención no se ajusta -como es habitual decir, a pesar de su ilógica- a las "posibilidades reales" de la naturaleza psicológica individual, entonces, la corrompe y la degrada. Así, la práctica pedagógica perdería su atributo pedagógico, su "naturaleza" justificada en la naturaleza psicológica primera y, por lo tanto, revelaría ser el mismísimo contra-sentido. 

La práctica pedagógica constructivista se autocondena a la imitación de aquello su rango naturalista supone que es una naturaleza psicológica capaz de desarrollo. Sin embargo, ¿cómo imitar en acto lo que se supone potencia? Obviamente, tal cosa es lógicamente imposible. En definitiva, "todo esfuerzo con vistas a huir del artificio recae de nuevo en él, llevando a una acentuación del artificio, o sea, a una construcción más artificial que el artificio del que se pretendía desembarazar" (Rosset, 1973: 21). De ese modo, nada sería más "natural" que el adulto, reconociendo la imposibilidad de encontrarse con la naturaleza que no cesa de no venir a nuestro encuentro, asuma el carácter injustificable de su intervención o, en otras palabras, se convenza de que su "práctica" no debe su eficacia a otra cosa distinta de ella, supuestamente más necesaria o verdadera.

Cuando el adulto renuncia al deseo metafísico de formar parte de un principio humano -es decir, trascendente al orden de lo simbólico- recupera para su propia intervención la inocencia y la espontaneidad que acreditó por cuenta de una naturaleza cualquiera. De ese modo, en lugar de una práctica pedagógica tenemos una praxis educativa o, simplemente, una educación. 

Parafraseando a Marx -en la última tesis sobre Feuerbach-, digamos que el adulto de la praxis no piensa o contempla el supuesto conjunto de las capacidades psicológicas como una realidad exterior para, de ese modo, imitarla como ajuste. Transforma el mundo infantil a medida que inyecta el germen o artificio de una realidad adulta, es decir, el mismísimo deseo de saber, en palabras de Freud. Pero entonces, una vez que ese deseo pasa a existir gracias al adulto en cuanto no es connatural a lo que ya había – polimorfismo pulsional perverso propio del infans– la intervención comporta necesariamente una cuota de violencia simbólica

Según el psicoanálisis lo que un niño aprende está en función del deseo de saber. Semejante afirmación no significa que sus vicisitudes en la tarea de aprender a ser como un adulto no revelen, siempre a posteriori, una singular regularidad. La afirmación significa que esa especie de constancia no es el epifenómeno de ningún principio trascendente. Resulta, a nuestro modo de ver, del "encuentro entre el azar y la facultad de durar" (Rosset, 1973: 62) en el propio proceso, y por lo tanto, aprender los números, las letras o una moral cualquiera lejos de ser "algo natural del ser humano" es la prueba capital de su frágil existencia. 

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