El deseo de saber es el nombre que el psicoanálisis reserva para el feliz encuentro de una serie de circunstancias significantes. Para algunos, el problema de aceptar eso radica en que, como el deseo siempre se revela après coup, hay que renunciar a la idea clásica de control o de anticipación. De hecho, el psicoanálisis no elucida factores para que se mezclen según una receta preestablecida para la educación, al contrario, apenas señala las condiciones que pueden convertirla en un acontecimiento difícil.
En este punto, hay que entender que la fuerza de la pedagogía constructivista deriva del peso de la idea de naturaleza psicológica como ilusión. En efecto, la confianza en la naturaleza, o en cualquier otra instancia capaz de desarrollo disciplinado, es una creencia animada por un deseo pues -según la fórmula freudiana-, carece de un "fundamento natural" en el que apoyarse. Demostrar una o varias naturalezas no es un error de percepción ni un trastorno de aprendizaje, sino la marca del rechazo de todo naturalista en reconocer la falta de una naturaleza del ser, perdida.
La función de la ilusión naturalista
¿Por qué la pedagogía constructivista se amarra a la ilusión naturalista, tal como los niños continúan defendiendo sus teorías sexuales infantiles a pesar de los esclarecimientos de los adultos? Pues bien, una ilusión se mantiene sólo porque cumple una función en la economía psíquica, o, en otras palabras, porque trae un beneficio primario. De hecho, el naturalismo demuestra que la inocencia y espontaneidad, en tanto supuestas características naturales de toda naturaleza, contagian a la intervención humana en la medida en que esta última se ajusta a aquella. Así, en la proporción de su obediencia a la naturaleza psicológica infanto-juvenil, el pedagogo constructivista goza inconscientemente con la posibilidad "natural" de verse imbuido de una grandes Otra, y de esa forma, poder olvidarse de la responsabilidad que le corresponde por la fragilidad del acontecimiento humano.
Cuando el llamado constructivismo pedagógico sale de los laboratorios psicológicos para entrar en el día a día escolar, el goce psíquico se desboca. Así, al educador que se (re)viste ingenuamente con las ropas de esa Otra espontánea -la naturaleza- con vistas a desbancar su inocencia, apenas le toca experimentar el malestar de la culpa por la renuncia a la responsabilidad de educar que no es otra cosa que simplemente renunciar al deseo.
La educación y el nombre (im) propio del deseo
No es indiferente que un adulto en posición educativa actúe junto a un niño obnubilado por esa especie de fantasma psicopedagógico primordial -la tesis de la adecuación natural la intervención-naturaleza infantil que domina el ideario educativo actual.
Una cosa es el adulto que se dirige de modo didáctico y cuidadoso a un niño cualquiera, con el fin de cumplir un programa natural de desarrollo psicológico -como condición sine qua non de felicidad terrenal-, y otra muy distinta es que actúe, explícita o implícitamente, en nombre de cualquier razón más o menos espúrea de la vida cotidiana. En el primer caso, el actuar del adulto se presenta a la mirada infantil plenamente justificado, es decir, lo que el adulto enseña, ordena o pide posee una mayúscula Razón de Ser. En el segundo caso, por el contrario, las razones que animan las intervenciones son hasta tal punto triviales, desconocidas y contradictorias que los pequeños no dejan de experimentar subjetivamente cierta cuota de arbitrariedad. Si consideramos otro aspecto, cabe señalar también que mientras el adulto (o especialista) aparece a la mirada infantil como un obediente cumplidor de los mandatos de la sabia y buena madre naturaleza, el otro se presenta como un ser más o menos enigmático que obra, hasta cierto punto, en nombre propio.
Desde el punto de vista psicoanalítico este aspecto es digno de ser destacado. El justificacionismo naturalista articula tanto un "medio ambiente" lleno de estímulos psicológicos gratificantes y frustrantes como un universo de certezas subjetivas. Sin embargo, la arbitrariedad propia del "hombre común" eleva su intervención a la dignidad simbólica del don. En otras palabras, por un lado, el llamado a la naturaleza psicológica reduce imaginariamente la relación educativa, es decir, la "relación" adulto- niño a un proceso de estimulación de capacidades madurativas o a la administración de cuidados especiales; por otro, su falta, vuelve enigmáticos los designios adultos y, por lo tanto, posibilita que en el horizonte se instale la pregunta por el deseo del otro/ Otro… ¿qué quiere de mí?
El don y el deseo se presuponen. Pero entonces, si pensamos en la antropogénesis del sujeto humano, hay que decir que la oferta del primero y la inoculación germinal del segundo son cara y cruz de una misma moneda. Por el contrario, los animales al tiempo que no intercambian dones no actúan en nombre del deseo, sino de necesidades especiales. Así, nuestra existencia es susceptible de inscribirse en elregistro de lo simbólico así como de lo imaginario y de lo real, en tanto que los animales habitan imaginariamente un mundo apenas real.
La mano del hombre es capaz de adiestrar a algunos animales, es decir, puede domesticar hasta cierto límite el desarrollo de las capacidades de acción dadas por la naturaleza animal. Sin embargo, la oferta de una palabra –un don– que el adulto sustenta hacia un niño lleva consigo el poder de educar.
En este contexto, afirmamos que la intervención del adulto es capaz de moldear o escribir sobre el carácter infantil. O, en términos psicoanalíticos, que la palabra del adulto educa en la medida en que liga y moldea la impetuosidad pulsional. Las palabras marcan, pues cargan el peso de la sabiduría de las culturas. Independientemente de que vivifiquen o mortifiquen, son capaces, por estar vivas, de proyectarnos más allá de la estupidez de lo real. Se anudan a las pulsiones y, por lo tanto, sujetan al infans a la(s) orden(es) de una o varias lenguas. Luego, la donación de la palabra adulta una vez educa, ya que liga, es decir vincula a una tradición o, si se prefiere, a un flujo narrativo donde se puede encontrar un lugar posible de enunciación.
Educar está lejos de ser lo que presupone el proceso de psicologización de lo cotidiano. La intervención educativa, a diferencia del adiestramiento, capaz de desarrollar un savoir faire natural, posibilita el desplegamiento de un savoir vivre artificial.
La educación no perfecciona al ser infantil, reiterando metódicamente una lógica ya dada en lo real, sino que inocula y alimenta las semillas culturales alojadas en el campo Otro de las lenguas humanas, o, si se prefiere, instala y sustenta legalidades propias de los juegos de lenguaje. En suma, educar es posibilitar una filiación simbólica humanizante.
Cuando un adulto se dirige a un niño con la expectativa de estar dando cumplimiento a un programa de desarrollo madurativo, reduce su oferta a un estímulo. Lo que muestra no es una marca de pertenencia a una tradición existencial, sino una muestra de lógica natural. En otras palabras, es como si el adulto pidiera al pequeño que, dejándose llevar por esa lógica, complete el desarrollo de la naturaleza. Por el contrario, cuando un adulto ofrece un fragmento cultural no sólo abre la posibilidad de una filiación simbólica, es decir, que el niño pase, a medida en que (lo) apre(he)nde, a hacer como los otros en la vida, pero también que se formule la pregunta por los motivos del acto. El adulto con su ofrecimiento no pide al niño ilustrar la bondad y la certeza natural, sino apenas el mantenimiento de un juego arbitrario que nadie sabe, con certeza, a dónde nos va a conducir.
La (psico)lógica más o menos apodíctica de los programas de intervención pedagógica no dejan mucho lugar para la formulación de la pregunta por el deseo que anima a la intervención. Es como si la infancia tuviese la certeza subjetiva de lo que se le está pidiendo. Esa demanda la convierte en objeto, es decir, la convierte en instrumento de goce de la naturaleza. Sin embargo, las pequeñas excentricidades culturales dejan margen para que quede abierta la pregunta por el destino del niño que aprende. Esa posibilidad se abre en la medida en que el adulto renuncia a actuar metódicamente en nombre de una naturaleza psicológica. Así, la arbitrariedad se filtra en su intervención y se delimita como pregunta respecto de los motivos adultos -¿por qué me pide, ese que está ahí?-. Por ello, poco importa que el adulto explique o ensaye las respuestas más variadas para una infancia inconformista, ya que todas ellas pecarán, en última instancia, por defecto.
Todo adulto educa al niño en nombre del deseo que lo anima
¿Por qué un adulto -padre de familia o educador más o menos formal- es conducido a ocupar una posición educativa?
Más allá de las pequeñas excusas de nuestra vida cotidiana, los adultos se dirigen a los niños con la esperanza de venir a resolver una deuda simbólica que, en otro momento de su infancia, contrajeron con los adultos significativos para ellos. Como sabemos, todos dejamos en la vida alguna cuenta pendiente en la lista de expectativas parentales. Independientemente de nuestro esfuerzo, de la magnitud de las deudas y de la obstinación cobradora, siempre se decanta hacia una experiencia subjetiva de que estamos en deuda con ellos.
Así, no pudiendo conocer la magnitud de la deuda, el sujeto resuelve, sabiamente, reconocer que algo debe y que por lo tanto pagará, aunque pasando de largo lo que sin duda va a permanecer. La deuda que el pequeño recibe, lejos de paliarse con el tiempo, mantiene su poder de endeudar de forma tal que cuando crece repite la renegociación ensayada por el adulto anterior.
Cada uno intenta en la educación reportar algo de lo que quedó pendiente alguna vez o, en otras palabras, educa en nombre de la deuda que recibió de otro, que a su vez contrajo en la época de su educación en manos de otro. Lo que toda educación intenta reponer es experimentado como falta.
Esa falta de ser para otro -o falta en ser- se demuestra imaginariamente como un fracaso educativo. Veámoslo.
En primer lugar, si un padre cuando educa a su hijo transmite una deuda existencial es porque debe a sus propios padres; en segundo lugar, si debe es porque dejó el deseo cuando fue educado en manos de sus propios padres; en tercero y último lugar, si debe es porque la educación por él recibida reveló ser un fracaso en el sentido que el abuelo en cuestión no consiguió obtener el éxito imaginario pretendido. Luego la educación pretende articular simbólicamente un mandato que restituya una orden siempre perdida.
Cada uno educa desde el lugar de la deuda de su padre y no, como se piensa, en relación inmediata al modelo -o, en caso contrario, anti-modelo- del padre real, así como también "el superyó… no es construido, en realidad, conforme al modelo de los padres, sino al superyó parental" (Freud,1932). O sea, cada uno educa de la forma como el padre de cada uno imaginó que su propio padre le hubiera querido educar.
Resumiendo, como el tamaño del misterio de esa deuda es, precisamente, la suerte del deseo inoculado en germen en el propio acto, hay que responder que todo adulto educa a un niño en nombre del deseo que lo anima.
Como hemos dicho, el don y el deseo se presuponen. Pero todavía cabe, ahora, afirmar que toda oferta de un adulto a un niño es posible de producir efectos educativos en la medida en que, animada por el deseo, adquiere valor de don. Siendo así, los fracasos educativos pueden pensarse como del orden de un cortocircuito en la igualación de la deuda simbólica, a través de la cual la moneda don / deseo pasa de mano en mano.
En este contexto, resulta obvio que la tesis psicopedagógica de la adecuación organismo-medio, por un lado, está al servicio del rechazo de la deuda simbólica y, por otro, imposibilita a priori la "donación" del deseo.
La (psico)pedagogía moderna dice que el adulto a medida que "educa" metódicamente desarrolla capacidades madurativas y honra el nombre de la naturaleza, o sea, que proporcionar los estímulos administrados con cuidado, el adulto educa con adecuada naturalidad. Sin embargo, aunque ello fuera de hecho posible, el adulto no sólo no consigue, como pretende, esquivar la necesaria igualación de la deuda que tiene para con los otros (u Otro), sino también abre la posibilidad de abortar el acto educativo. Luego, demostrar esa tesis revela ser un doble mal negocio.
Con todo, más allá del anecdótico problema moral de quienes renuncian a la educación, lo preocupante es la pérdida del sentido ético de la experiencia, o sea, su perversión.
Pretender "educar" en nombre de la naturaleza es negar a los pequeños las posibilidades de que lleguen a disfrutar del deseo que los humaniza. En otras palabras, citando a Freud (1929) es como enviarlos a una expedición polar vestidos con ropa de verano y provistos de mapas de los lagos italianos, es decir, resignadamente a la muerte.
En resumen, la educación, a diferencia de la domesticación de animales, implica posibilitar una filiación simbólica humanizante. Lo que educa es la palabra adulta una vez que, al colocar en acto las semillas culturales alojadas en el campo de las lenguas vernáculas, se vincula la impetuosidad pulsional. El adulto educa a un niño en nombre del deseo que anima a su acto, en cuanto magnitud desconocida de la división simbólica contraída cuando fue a su vez educado.
La modernidad del discurso (psico) pedagógico y la infancia
El estrecho vínculo entre disciplina, aprendizaje y psicología de la infancia, que está implícito en la cotidianidad de la escuela actual, se articula a partir de un cierto estatuto de la infancia.
La pretensión de disciplinar con naturalidad los hábitos de los niños, el hecho de pensar en el aprendizaje como un desarrollo ineluctible y sustentar la tesis de la existencia de las capacidades psicológicas madurativas encuentran poca justificación en la idea de la infancia como un adulto en desarrollo. En otras palabras, si no se pensara que en la infancia de hoy reside la llave de mañana del adulto, no tendría sentido organizar el día a día escolar en función de un deber-ser infantil.
Hoy en día, la infancia debe dar prueba sistemáticamente de que al adulto del futuro nada le va a faltar, ya que así el adulto del presente disfruta de una cierta felicidad. Como sabemos, cuando un adulto mira los ojos de un niño, y enfoca de hecho los ojos del niño ideal, recupera la felicidad que demuestra haber perdido, ya que le retorna del fondo de su mirada el reverso de su imagen. Así, en la forma que hoy tenemos de tratar a los niños está en juego una operación importante desde el punto de vista de la economía del goce del adulto. Luego, no debe sorprendernos que la imagen de una infancia ideal pase por arrebatar el sueño de los espíritus (psico)pedagógicos.
Lo que se pretende en la actualidad no es más que una infancia que aprenda lo que no sabe y el adulto sí -por ejemplo, leer, cabalgar, bailar, hacer cuentas o decorar el Organon de Aristóteles-, por lo tanto hacer de ella ese al menos un adulto que, en el futuro, no padezca de nuestra supuesta impotencia actual. En otras palabras, si antes se pedía a la infancia, con o sin látigo, que fuera un adulto más o menos educado, con el tiempo se pasó a anhelar cada vez más que posea en el futuro toda la potencia imaginaria que el adulto piensa que le falta y que, por lo tanto, no le deja ser feliz. En suma, antes se pedía que fueran educados según el perfil de la época, hoy, que sean sólo felices.
Pues bien, si lo que ahora pasa a demandarse es algo tan imposible como lo anterior, debe ser, entonces, necesariamente de una calidad tan distinta que el día a día escolar, a diferencia de antaño nosotros, tenga ya que justificarse a partir de una singular relación entre disciplina, aprendizaje y psicología infantil.
Más aún, en la actualidad, no sólo se espera que los niños se conviertan en adultos poseedores de todo lo que no tenemos imaginariamente, sino también conseguir semejante fachada gracias a la observancia científica de un programa natural de socialización. De ese modo, por un lado, toda empresa pedagógica acaba revelándose poco eficaz, y por otro, los educandos vivirán infancias más o menos indisciplinadas, inmaduras o perturbadas.
Si el norte de la moderna empresa pedagógica es una infancia hecha de pura estofa imaginaria es inevitable el hecho de experimentar una molesta sensación de ineficacia (psico)pedagógica. La pretendida eficacia pedagógica y, su reverso, el deber infantil conforme al canon naturalista, no puede menos que implicar la desaparición de la distancia entre un alumno real y la infancia ideal. En otras palabras, la educación (psico)pedagogizada se articula alrededor del intento de borrar la diferencia que habita en el campo subjetivo y está en la base de la estructuración del narcisismo o, si preferimos, del registro imaginario.
¿Cuál es la diferencia que habita el campo del sujeto?
Según el psicoanálisis, lo que está en ciernes en el conocido estadio del espejo es el reconocimiento de la propia imagen o, en otras palabras, un proceso identificatorio primordial que posibilita al infans funcionar como Uno junto a otros en un sistema simbólico de intercambios sociales.
Dicho esto, recordemos que, primero, la imagen especular unifica, o sea, fabrica un Uno donde antes apenas había fragmentos, en la medida en que sea en sí misma una promesa simbólica de unidad imaginaria; segundo, en esa promesa el adulto anticipa simbólicamente el futuro al niño, es decir, anterioriza el futuro, ya que la unidad reflejada en el espejo es una unidad imaginaria que debe ser conquistada a pesar de la fragmentación de lo real; tercero, esa imagen especular está, en cierto sentido, cargada de deseo; cuarto y último, ese niño-imagen que el adulto recorta en el espejo y ofrece a los ojos del niño-real, es el reverso imaginario de lo que a él le falta.
De ese modo, podemos afirmar que el llamado proceso de reconocimiento de la propia imagen se mueve por el hecho de que el adulto ponga en circulación en la escena inconsciente un mensaje como el siguiente: "si eres como el que aparece en el espejo, entonces, ganarás la unidad que te falta y, por añadidura, entrarás en el circuito del deseo ya que es por eso que me gustas". Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, puesto que la asunción de esa imagen especular como propia acarrea, como sabemos, la instalación de una paradoja en la imagen del propio sujeto.
Cuando un sujeto se reconoce en un espejo cualquiera y afirma "ese que está ahí soy yo" está de hecho afirmando una cosa un tanto contradictoria según los manuales de lógica de colegial. El sujeto se ve ahí donde no está, dice estar en un lugar fuera de sí mismo; en definitiva, el sujeto dice ser de hecho aquel que no es.
En ese sentido, cabe afirmar que la experiencia especular al mismo tiempo que unifica -individualiza- al infans, coloca al niño en una verdadera encrucijada, puesto que lo divide en dos partes, que serían, de un lado, que lo representa, aunque no siendo él,ante los otros y "sí mismo" y, por otro, que, si no fuera por la división simbólica sucedida, sería supuestamente "él mismo", por tanto sin que pueda saber qué es él, "para sí" y "para los otros".
Así, el habla del adulto -el registro de lo simbólico- instaura en el mundo infantil una paradoja insoluble entre el deber "ser" como esa imagen y el hecho de que el sujeto cuanto más la asume como propia, más deja de ser "él mismo". Su articulación, como modelo de cualquier paradoja, reinstala permanentemente una diferencia. En este caso particular, esa diferencia se llama deseo. Por otro lado, hay que decir que la articulación de esa diferencia o la instalación del deseo está en función de las posibilidades que la criatura tiene de encontrar para sí misma un lugar en el campo fantasmático adulto. En otras palabras, el hecho de que un niño advenga como sujeto de deseo, es decir, como sujeto de la diferencia entre el ser y el parecer, depende también del funcionamiento inconsciente de una cierta desmentida o especie de denegacion en el campo fantasmático de los adultos, que sería como lo siguiente: "me gustaría que fueras así, aunque no voy a morir si tú asumes el riesgo de ser de otro modo". Esa operación denegatoria de la demanda adulta, abre la posibilidad para el niño de separarse de la fantasmática parental.
En este contexto y recordando que la tarea educativa moderna está ciegamente orientada por la imagen de un niño como "reverso imaginario de un adulto en falta", cabe afirmar que la pretendida eficacia (psico)pedagógica formulada en términos de la promoción de un desarrollo psicológico completo, sería atenuar la diferencia factual entre el niño real y el ideal. Es decir, la práctica (psico)pedagógica se revelaría eficaz en la consecuión de la sutura del mismísimo deseo y no, por el contrario, en su perpetua realización como insatisfecho.
En otras palabras, el discurso (psico)pedagógico hegemónico pide inconscientemente en toda tarea educativa, que los niños vengan de facto a encarnar en lo real de la existencia escolar todo aquello que ellos no saben y que está hecho de sueños didáctico-morales.
Además, intentando ser más ilustrativos, y teniendo en cuenta lo comentado a propósito de la experiencia especular, cabe señalar que hoy la (psico)pedagogía tiene la fantasía de que es posible verse en el espejo sin que se haga presente la distancia que media entre el lado de acá y el de allá. En definitiva, anhela la imposible y loca sutura de la grieta misma del deseo.
El investimiento narcisista de la infancia
Esta especie de malestar (psico)pedagógico, enraizado en la supuesta ineficacia de la empresa profesional, sufrido en la actualidad por no pocos educadores, es solidario de una tan nueva como loca exigencia educativa así como de la reacción ante la imposibilidad radical de llegar, precisamente, a comprenderla.
Siendo así, cabe preguntarse por las razones del surgimiento de la simple sutura del sujeto del deseo como una nueva etapa educativa o, en otras palabras, de la imagen feliz de una niñez-esperanza como nuevo parámetro para la intervención adulta.
En primer lugar, recordemos que los adultos, cuando ven con los ojos de los niños, les retorna desde el fondo de esa mirada: la propia imagen reflejada al revés. Freud, en Introducción al narcisismo (1914) sustentó que el amor parental, aunque sea objetal, lleva con él una cuota de narcisismo. El adulto cuando se dirige a un niño le demanda inconscientemente por lo que experimenta que le está faltando. En la medida que el niño sostenga la ilusión de que será ese almenos un adulto potente del futuro, repone imaginariamente lo que falta simbólicamente al adulto en el presente. Los adultos anhelan que "las leyes de la naturaleza, así como las de la sociedad lleguen a detenerse ante… His Majesty the Baby". Por lo tanto, la felicidad imbuida en la imagen de la niñez-esperanza está arraigada en la subjetividad adulta.
En segundo lugar, cabe decir que aunque Freud demostrara que la niñez, en cuanto esperanza narcisista, fuera una especie de universal transhistórico, algunos historiadores nos previenen de la posibilidad contraria. Por ejemplo, según Philippe Ariès (1975) la niñez adquiere el lugar destacado que hoy posee en el imaginario social sólo con el advenimiento de la modernidad. La conquista de ese nuevo lugar es solidaria, por un lado, de una definición generalizada, a partir del siglo XV, de los límites entre lo público y lo privado, en el contexto del cual surge la familia nuclear moderna y, por otro, por la extensión cada vez mayor de los sistemas escolares a nivel geográfico, social y temporal a partir del siglo XVII. Luego, el narcisismo adulto de la infancia puede ser pensado únicamente como una vicisitud histórica de la subjetividad. Además, las propias inflexiones sufridas por el concepto pueden ser consideradas efectos histórico-subjetivos. Por ejemplo, podemos observar que, a partir de finales del siglo XIX, pasa a disfrutar del estatuto de un concepto científico, hecho que motiva la consolidación de las ilusiones naturalistas en educación. Por otra parte, actualmente asistimos a la transformación de la niñez moderna en un "adulto en miniatura". Mientras que antes, la cuarentena jurídica sólo reservaba deberes a la niñez, hoy, la narcisización desbocada otorga derechos sin deberes y con vistas a la ganancia inmediata de una felicidad (De Lajonquière, 2001).
Podemos concluir que si el investimiento narcisista de la infancia o la ilusión de la niñez-esperanza, es una invención sintomática del hombre moderno, entonces, no es casual que la pedagogía haya pasado a articularse en torno a una tan nueva como loca exigencia, es decir, demandar a la niñez que venga de facto a concretar en lo real, sin ningún resto, un ideal de completud y bienestar existencial.
La referencia al pasado y la gestación del futuro
Concluir, gracias al psicoanálisis, que el hecho de que el discurso (psico)pedagógico hegemónico, articulado a partir del no-reconocimiento simbólico de la imposibilidad de la niñez real de llegar a ser la niñez idealizada -natural y sin deseo-, sea consubstancial al espíritu del adulto moderno, puede parecer que estemos ante una fatalidad. Siendo así, los educadores estarán condenados a lamentarse por la supuesta ineficacia profesional, ya que la educación de los niños no podrá no estar tomada sino por un voraz voto narcisista.
Sin embargo, recordemos que, por un lado, la pregunta sobre la transformación operada en el estatuto socio-imaginario de la infancia, nos condujo desde el escenario educativo cotidiano al análisis del funcionamiento de la otra escena psíquica adulta y, por otro, los historiadores nos colocaron en el camino de la relativización del investimiento narcisista de la infancia. Por tanto, tal vez tendremos que profundizar un poco más sobre el desdoblamiento de los tiempos modernos para examinar cuáles son las razones que llevan al adulto a dirigir, de forma compulsiva, semejante demanda a los niños. Con la consecuencia, como recuerda Foucault (1991) de la historia que descubre "un a priori concreto" en el que toda producción subjetiva toma, con la "apertura vacía de sus posibilidades, sus figuras necesarias" (1991: 96).
En primer lugar, hay que señalar que en la llamada modernidad se opera una transformación radical de las estrategias de poder-saber. A diferencia de los tiempos pre-modernos, caracterizados por mecanismos histórico-rituales de subetivación, asistimos en la cotidianidad moderna a la consolidación creciente de una serie de mecanismos científico-disciplinares. Así, el nombre de familia y la genealogía, que sitúan al sujeto en un conjunto de parientes, cede su lugar a medidas comparativas de comportamientos funcionales variados: las proezas, expresiones de la superioridad de las fuerzas inmortalizadas en los relatos, pierden su relevancia frente a los desvíos ofrecidos por met?dicas observaciones; las ceremonias, que marcan con su ordenación las relaciones de poder, son sustituidas por reiteradas fiscalizaciones; finalmente, la dinastía de los acontecimientos solemnes, que todo monumento sabe guardar para la memoria del futuro, pierde su poder ordenador del tiempo frente a la dinámica de la evolución continua de individualidades naturales.
De esta forma, si los mecanismos de subjetivación premodernos producían la singularidad de un hombre-memorable, ahora, las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana fabrican un hombre-calculable (Foucault, 1994: 171-172). En otras palabras, mientras antes se trataba de un sujeto capaz de recordar y de ser recordado por otros, ahora, lo que está en juego es un in/dividuo no únicamente capaz de calcular su existencia, sino también entregado al frenesí del cálculo prospectivo para así llegar a saber el grado de bienestar que el futuro le reserva.
En segundo lugar, hay que afirmar que debido a esa reestructuración de lo cotidiano, el hombre moderno, a diferencia del pasado cuando se orientaba en la vida recordando, ahora pasa a requerir otro referente existencial en esa "ida hacia el futuro".
En tercer lugar, cabe señalar que si el pasado puede ser narrado y la palabra orienta el presente del sujeto a medida que le localiza en esa historia, por el contrario, el futuro apenas puede ser imaginado, puesto que cada palabra lo hace automáticamente un poco pasado.
En cuarto lugar, si el hombre moderno quiere un futuro que "no deba nada al pasado", entonces, la "ida" en su dirección debe darse sin la memoria y en silencio.
En quinto lugar, como es imposible caminar sin registro alguno en la memoria, y, al mismo tiempo, sin poder interrogar a otro caminante sobre el rumbo verdadero, el hombre moderno necesita un referente que al mismo tiempo no está contaminado por el pasado y sea silencioso.
En sexto lugar, la infancia, por ser nueva en el mundo no posee pasado y, por otro lado, aunque llegue a hablar, su palabra no es considerada como tal.
En séptimo y último lugar, hay que concluir que en la proporción en que la cotidianidad moderna quita al hombre su referencia al pasado, acaba condenándolo a la compañía del ideal de la infancia.
De esta forma, parecería que la existencia del hombre moderno no puede no girar en torno de la ilusión llamada infancia-esperanza. En otras palabras, parece que el adulto moderno está condenado al malabarismo propio de quien pretende caminar hacia adelante mientras mira al espejo que asegura con sus propias manos. Semejante fachada es, por cierto, imposible de conseguirse con sosiego.
Sin embargo, que la historia de hecho haya acabado así no significa que deba serlo por derecho, pues a pesar de lo que algunos intelectuales piensan, ésta no sólo tiene origen sino que tampoco posee un final escrito de antemano.
En este sentido, nos parece que un modo de salir del atolladero moderno de pretender vivir en el futuro es ir, precisamente, a contramano, es decir, hacer referencia al pasado. Cualquier pequeño gesto en este sentido, por un lado, no nos llevaría de vuelta al pasado y, por otro, disminuiría la necesidad adulta de asegurarse de forma loca la ilusión de la infancia-esperanza. En el mismo instante en que el hombre consiga, en su moderno día a día, mantener una referencia al pasado no sólo se liberaría del molesto hechizo, sino que también pasaría a preservar a la infancia de la exigencia loca de tener que "traer el futuro al presente".
Por otro lado, si esto es posible cabe preguntar por qué el adulto no se arriesga en esta dirección. Tal vez sea a causa de un malentendido. El hombre moderno piensaque la referencia al pasado lo llevaría hacia atrás. Sin embargo, tal cosa es de hecho imposible, como la misma ciencia moderna lo sentencia cuando defiende la irreversibilidad de los tiempos. Obviamente, el problema no es del orden de un desconocimiento teórico. El miedo de ir hacia atrás, de contaminarse del pasado, es el reverso de la propia idea común del tiempo. Así, el miedo desaparece cuando se altera la forma de experimentarse el tiempo y, en especial, de fecundarse el futuro.
Sin embargo, ¿cómo es posible hacer referencia al pasado y al mismo tiempo fecundar un futuro, aquel tiempo que siempre dejará de ser habitado?
Como siempre, tratándose de las cosas importantes de la vida, los niños dan una pista que no es otra que una de las figuraciones de la verdad subrayada en el adulto.
Pues bien, cuando los adultos narran una historia al niño, llega un momento en que éste se hace una pregunta: "¿yo también fui así?". Esta pregunta inocente convoca una duda en el pasado e instala el tiempo del habrá sido, esto es, el tiempo del deseo según Lacan.
La referencia al pasado incluida en todo relato, pone en funcionamiento a la palabra que en la medida en que instala un resto en el pasado, ordena una historia, ya sea como lanzamiento hacia adelante, desviando al presente y abriendo las posibilidades de construir un futuro que no sea el reverso imaginario de lo que ya fue. La referencia al pasado y la gestación del futuro son dimensiones de un mismo y único gesto humano.
En este contexto, hay que afirmar que si, por un lado, el malestar pedagógico por la supuesta ineficacia es un derivado del espíritu moderno y, por otro, el impasse que aprisiona a este último es posible de desmontar haciendo referencia al pasado, entonces, nada impide a los educadores de hoy desasirse de tamaño padecimiento. Para conseguirlo se debe, precisamente, echar mano del discurso (psico)pedagógico hegemónico.
Y esto, ¿cómo se hace?
Es muy simple y, sobre todo, muy económico. Por un lado, se trata de aprender a desistir un poco de la exigencia loca de querer encontrar en la niñez real indicios de la existencia de esa otra ideal-natural, recortada por las teorías clásicas del desarrollo psicológico. Por otro, se hace necesario responder al proceso de psicologización de la cotidianidad escolar, supuesta vía regia de acceso al futuro en el presente.
Sin embargo, los adultos, que se aventuren en esta dirección, experimentarán otra vicisitud que debe también ser superada.
La cuestión de echar mano de la ilusión de naturaleza infantil dejará al adulto al nivel del niño. La idea de un deber ser natural se interpone de facto entre el adulto y el niño. El adulto, guiándose por el modelo psico-naturalista no sólo no se precisa interrogarse sobre qué hacer con la niñez sino que también gana la posibilidad de llegar a su verdad que retorna por la boca de ella. Como sabemos, el preguntar incansable, las observaciones ingenuas, la falta de modales, entre otras características del habla infantil, retornan el hecho de que no hay una razón natural en el mundo de las razones y parámetros adultos.
Aceptar que no hay una razón -una naturaleza- para que las cosas sean como son en el "aquí y ahora" del presente, libera y responsabiliza tanto al adulto como alniño. Renunciando a las certezas derivadas de la ilusión de la naturaleza infantil, se abre el acceso de la niñez a "su" futuro y no al futuro imaginado por el adulto.
Desconfiando de la pretensión "natural" de preparar con naturalidad a la niñez para "el futuro", el adulto posibilita a la niñez experimentar su propia oportunidad ético-política ante lo nuevo de la diferencia entre el ayer y el mañana. Y de ese modo, quién sabe, acabará haciendo su parte para que los dolores de la injusticia del mundo de hoy sean de hecho las libertades que faltan.
Resumen
En este Curso hemos visto cómo la legalidad de la vida en las escuelas se ha estructurado actualmente en base a la ilusión (psico)pedagógica. Hemos estudiado también la posición del psicoanálisis que elucida ese impasse del proceso de psicologización de la educación: el discurso (psico)pedagógico actualmente hegemónico está en la causa de la crisis escolar que denuncia y pretende solucionar.
Asimismo, se ha señalado que el ideario actual en educación se articula alrededor de la creencia en la posibilidad de adecuar la intervención del adulto a las supuestas capacidades psicológicas de los niños y jóvenes. Hemos visto que se trata más bien de una figuración del pensamiento naturalista, que implica una negación del carácter paradójico del deseo que anima la subjetividad, y hemos analizado el caso particular de la pedagogía hoy en voga, supuestamente derivada de la epistemología genética de J.Piaget.
Hemos visto la diferencia entre adiestrar y educar, ya que la educación implica posibilitar una filiación simbólica humanizante. En tanto la palabra del adulto coloca en acto las semillas culturales alojadas en las lenguas, liga la impetuosidad pulsional. Hemos estudiado también que el adulto educa en nombre del deseo, efecto de la deuda simbólica contraída por él en su propia infancia.
En suma, la ilusión (psico)pedagógica implica un cierto estatuto moderno de la infancia. La educación ha pasado a estar orientada por la imagen de un niño como reverso imaginario de un adulto en falta. Así, el adulto persigue la sutura imposible del deseo y, por tanto, se condena a experimentar un cierto malestar profesional imposiblederivado del desconocimiento de la propia imposibilidad de la tarea educativa propuesta.
Bibliografía
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Autor:
Anthonny Francois Napa
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