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La incidencia de la Laborem exercens en la teoría de la organización


Partes: 1, 2, 3

  1. Los enfoques mecanicistas
  2. Los enfoques psico-sociológicos
  3. Los enfoques antropológicos
  4. El tener en la persona humana
  5. Conclusión
  6. Referencias Bibliográficas

La distinción entre el sentido objetivo y el sentido subjetivo del trabajo humano es el eje central de la encíclica Laborem exercens, de su Santidad el Papa Juan Pablo II.

El objetivo que perseguimos en este trabajo es doble. De una parte, trataremos de hacer notar el progreso que se ha dado a lo largo de este siglo en el modo de enfocar el trabajo en la organización. De otra, la insuficiencia de esos enfoques y la necesidad de plantear una nueva vía que ayude a una mayor comprensión de lo que es una organización y la actividad que llevan a cabo las personas en la organización. El hilo conductor, que nos facilitará este análisis, será la distinción entre el sentido objetivo y el sentido subjetivo del trabajo humano y la cuestión que nos planteamos para abordar ese análisis es: ¿qué espíritu ético encontramos en la organización?

La razón que avala esta pregunta es que si el objeto material de la ciencia ética es la acción humana, es fácilmente comprensible que toda propuesta ética tenga en su base un modelo básico de hombre y, sobre todo, de su forma de comportarse y tomar decisiones. De ahí que analizada la acción humana en los diversos enfoques, sugiramos uno nuevo cuya característica fundamental es la de no ser restrictivo en el modo de abordar la acción y, consecuentemente, la ética. Dicho de otro modo, una organización a la que se pueda dar respuesta a tantos interrogantes a los que la teoría general de sistemas, con sus grandes logros, no puede dar.

Para el propósito de este trabajo nos basaremos en el esquema propuesto por Pérez-López (1994) que nos permite establecer un modelo alternativo en la teoría de la organización, mejor fundado en la estructura psíquica de la persona humana. Esto supondrá introducir unas variables nuevas –concretamente aristotélicas– respecto a los postulados neokantianos que se encuentran en las otras alternativas que presentaremos, coherentes con la distinción que nos servirá de eje medular: la distinción entre sentido objetivo y sentido subjetivo del trabajo. Por la amplitud del trabajo no nos será posible una plena justificación de estas nuevas variables, aunque permitirán dejar abiertas las puertas para futuras investigaciones en esta dirección.

En segundo lugar, veremos el correlato existente entre estos modelos de la organización y los diferentes modos de concebir el tener en la persona humana. De acuerdo con el pensamiento de Polo (1996), el tener corresponde al sentido subjetivo del trabajo, mientras que lo tenido es el trabajo objetivo. En los tres niveles de pertenencia humana que establece Polo puede establecerse una correlación con los diversos modos de enfocar la organización según se conciba a la persona humana.

Caben dos alternativas en el procedimiento a seguir: superar los planteamientos actuales de la teoría de la organización desde ellos mismos, o bien, una vez mostrada su insuficiencia, plantear cuestiones alternativas que induzcan a una nueva dirección en la búsqueda de un paradigma básico que interprete adecuadamente la organización y las exigencias del individuo en la organización.

De acuerdo con MacIntyre (1992; 151-152) la superación de un paradigma no se puede hacer desde dentro, si se trata de abandonar algunos supuestos básicos del paradigma. Hace falta, pues, "alguien que viva en ambos esquemas conceptuales alternativos, que conozca y sea capaz de hablar el lenguaje de cada uno desde dentro, que haya llegado a ser, por decirlo así, un hablante nativo con dos lenguas primeras". Esta es la razón por la que abordamos el trabajo desde una perspectiva interdisciplinar. Somos conscientes, y ese es nuestro propósito, que establecer un diálogo entre las ciencias permite una mejor comprensión de los fenómenos que se estudian, bien sean económicos, sociales u organizacionales.

En este sentido, la tarea que tratamos de proponernos va en la línea de lo que el Pérez López (1995) señaló en un acto académico en la Universidad de Navarra (España): "lo que hay de valioso en la ciencia actual ha de ser subsumido, como tal caso particular que es, en la nueva ciencia. No olvidemos que el gran error de todas las metodologías en boga es su reduccionismo –las abstracciones incompletas en las que se fundan–, pero que todos los reduccionismos son verdaderos en lo que afirman –de ahí su vigencia práctica– y falsos en lo que niegan. Todo lo que hemos aprendido acerca de los fenómenos empíricos, que es mucho, está clamando por ser correctamente explicado". Esto es, en definitiva, lo que se pretende con la propuesta del enfoque antropológico que tratamos de llevar a cabo.

Para afrontar el análisis, siguiendo un esquema paralelo al desarrollado por Pérez-López, vamos a partir de la consideración de tres grandes grupos de teorías o modelos –tres paradigmas– que permiten explicar el funcionamiento de las organizaciones. El primero explica la organización y su comportamiento asimilándola a una gran maquinaria; la interpreta, pues, como un gran sistema técnico. A quienes han entendido así el comportamiento de las empresas los incluiremos dentro de los enfoques mecanicistas. En segundo lugar, nos referiremos a aquellos para quienes la organización sería comparable a un organismo vivo, en constante movimiento y en continua interacción con su entorno. Hablaremos entonces de los enfoques organicistas o psico-sociológicos, en cuanto que insertan variables no estrictamente técnicas. Para terminar, centraremos la atención en aquellos enfoques para los que la organización es algo más que un sistema técnico o socio-político. En estos enfoques se incluirían todas aquellas teorías que entienden la organización como una institución de personas, como una comunidad que comparte unos objetivos. Son los enfoques antropológicos[1]

Este modo de clasificar las distintas interpretaciones de la organización y su funcionamiento nos parece muy útil por su poder explicativo, contando con las evidentes limitaciones propias de toda analogía. El esquema permite recoger de modo muy simplificado los rasgos básicos que subyacen en gran parte de las interpretaciones teóricas. Es evidente que los matices de las diversas concepciones no podrán ser analizados aquí, pero nuestro propósito no llega tan lejos. La finalidad de este trabajo es sugerir un nuevo enfoque organizacional mediante la reflexión acerca del lugar de la ética en la dirección de empresas, a través de la conducta del individuo en la organización. Un análisis de los fundamentos que sustentan los principales enfoques organizativos, nos permitirá obtener conclusiones acerca de la dimensión ética y su cabida en las teorías de la organización, y, por consiguiente, reconocer la teoría de la acción que existe en esos enfoques.

Los enfoques mecanicistas

Estas teorías contemplan la organización "como una simple coordinación de acciones humanas cuya finalidad es la de producir y distribuir una serie de objetos y/o servicios" (Pérez-López 1994; 22). Se centran en la vertiente objetiva de la actuación empresarial ignorando la subjetiva, es decir, el impacto que este obrar tiene sobre el sujeto que las realiza. Se trata, pues, de organizar los procesos y el intercambio de productos. No hay especial interés por considerar que los implicados en esos procesos son personas; estas son un elemento más de la compleja maquinaria. En este sentido, "no quedan recogidos ni los motivos de las personas, ni sus necesidades, ni las interacciones que no estén incluidas en el sistema productivo–distributivo" (Pérez-López 1994; 22).

Para quienes inicialmente entendieron así la organización, el hombre de empresa se distinguía por su dureza y su estilo de dirección. Se apoyaba en pasar por encima de sus sentimientos personales y de los demás, en aras de un mejor logro de los beneficios (Taylor 1911; Fayol 1949). Lo verdaderamente importante es la maximización de la relación producciónconsumo, bien sea optimizando la producción o minimizando los recursos en orden a una producción, o simplemente maximizando la diferencia entre la relación propuesta. La deficiencia de este enfoque hay que verla en la parcialidad con la que trata el trabajo. Ciertamente hay una dimensión objetiva del trabajo que hace referencia a lo que la persona produce y, en este sentido, es correcto hablar del trabajo como factor de producción y es lícito valorar este factor de acuerdo con las reglas de mercado[2]Pero no hay que olvidar la dimensión subjetiva que el trabajo conlleva, derivado del hecho de que quien lo ejecuta es una persona, señalando que las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva, porque el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo[3]

Gracias a las abstracciones que lleva a cabo este modelo se han producido grandes avances en el desarrollo de técnicas para la mejora de la productividad y la rentabilidad en las empresas[4]El propósito de la organización, entendido en sentido estrictamente económico, ha podido especificarse a través de la denominada planificación estratégica, que conjuga las capacidades del sistema con la situación del entorno empresarial. Se trata pues de conseguir los mayores resultados posibles al menor costo.

El modelo de persona con el que trabajan estos enfoques es, en realidad, bastante reducido, al quedarse en la dimensión objetiva del trabajo. Lo que realmente preocupa no son las personas concretas, sino los papeles y funciones que éstas interpretan, así como las relaciones de comunicación que entre ellos se producen[5]La organización informal suele quedar fuera de su campo de análisis. La racionalidad de los que toman decisiones en la organización, por reducir sus propósitos a la maximización del beneficio, puede ser calificada como racionalidad instrumental: todo es interpretado en clave de medio o instrumento para el logro de resultados. Los bienes útiles[6]pierden su carácter de medio y se convierten en fines de la acción humana. Para entender cabalmente la organización y el trabajo en estos enfoques, quizás sería oportuno recordar las consecuencias que Schumpeter (1971) y Weber (1995) extrajeron del análisis del espíritu capitalista en la racionalidad del empresario (Rodríguez, 1999a y 1999b.)

Teniendo presentes las causas que originan este modo de actuar, las motivaciones de los individuos tan sólo se consideran al hablar de los sistemas retributivos, que son medios para la distribución de los incentivos. En el fondo las motivaciones de la persona quedan reducidas a la búsqueda de recompensas externas (subida salarial, comisión, mejora del status,…), que Pérez-López (1997; 18) denomina necesidades extrínsecas.

En realidad, la mayor parte de la literatura sobre dirección de empresas ha estado enmarcada dentro de este paradigma. De modo especialmente claro pueden apreciarse los trazos que hemos dibujado en las primeras propuestas del management científico así como en los comienzos de la planificación estratégica. Cualquier directivo es consciente de que estos enfoques pueden ser útiles en su sentido técnico, pero sería aventurado decir que las decisiones directivas son exclusivamente técnicas. Son muchos los que a diario intentan realizar cambios técnicos y se enfrentan sin embargo a la resistencia de las personas en la organización. Intentar reducir todo a este plano es, cuando menos, poco realista.

La pregunta que surge aquí, y que nos llevó a plantear este análisis es ¿qué lugar puede ocupar la ética en estas concepciones de la organización?, ¿tiene sentido hablar de ética bajo estos parámetros de interpretación de la realidad empresarial?[7] Como se ha visto, el individuo es reducido a una pieza del sistema, sus motivaciones son exclusivamente extrínsecas, los valores por los que se mueve reducidos al plano económico o instrumental, y las normas que rigen su comportamiento vienen marcadas por la función que desempeña en la organización. Una ética utilitarista (Bentham, 1973; Sen, 1979), calculativa, preocupada exclusivamente por el beneficio, o una ética pragmatista[8]que mira tan sólo a los resultados, parecen ser los únicos enfoques morales que cabría considerar en este modo de interpretar las organizaciones. Cabe hablar de una ética individualista coincidente con la ética que Weber (1944 y 1995) descubre en el capitalismo.

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El modelo de hombre egoísta, en busca de su exclusivo beneficio particular, propugna un modo de entender la ética en la organización cuyos juicios se reducen a la obtención de la mayor utilidad individual posible. En un sistema en el que lo que se busca es la maximización de los beneficios, dejando a un lado la posible mejora personal de quien lo produce, la formulación ética es tremendamente limitada, carente de fundamento y poco rigurosa. Viene a coincidir, sustancialmente, con el ethos que expresan las máximas ético–económicas.

Los enfoques psico-sociológicos

Frente a la orientación hacia los resultados –el trabajo en sentido objetivo–, que reivindican las ciencias económicas y de la empresa en sus orígenes, surgen otros modelos a partir del estudio del comportamiento de quien es el sujeto de la producción. Intuyen estos enfoques la dimensión subjetiva del trabajo pero no acaban de formularla. De este modo, no abandonan el supuesto de la maximización relación–producción, pero abogan por hacer más hincapié en el sujeto productor; así será posible lograr una mayor y mejor producción, al tiempo que se satisfacen unas necesidades que contribuyen a optimizar los resultados. La aparición de las relaciones humanas (Mayo, 1946; Roethlisberger and Dickson, 1939), un nuevo fenómeno social en la empresa, presenta ahora a un empresario de rasgos menos autoritarios.

La analogía más adecuada para entender este nuevo paradigma es la de un organismo vivo. Todo aquello que dijeron los enfoques anteriores es ahora asumido por el nuevo paradigma. A él se incorporan nuevas dimensiones y un nuevo modo de entender las relaciones entre los elementos del sistema. Quizás lo más característico de este enfoque es su actitud proactiva ante el entorno y el carácter funcional (Weber, 1947) que se trata de inscribir en la empresa: las organizaciones solicitan especialistas.

Apoyándose en el carácter funcional, la organización empresarial promueve un giro hacia la descentralización (McGregor, 1960; Likert, 1961 y 1967; Hax and Majluf, 1984) como base para una mayor optimización de los recursos de los que se dispone. Se introducen una serie de conceptos que adquieren fuerza en el ámbito empresarial: cooperación, participación,… Estos conceptos son necesarios y básicos para que la descentralización se lleve a cabo sin merma de la productividad. Las decisiones se implantan a todos los niveles posibles (March and Simon, 1958; Simon, 1979; Cyert and March, 1963), necesitando de estos conceptos para no perder de vista el fin prioritario de la empresa. A partir de los años setenta, la participación se convierte en el leit motiv de buena parte de organizaciones empresariales. El estudio de las motivaciones, que ya venía siendo objeto de investigación (Maslow, 1954; Herzberg, 1966; Herzberg, Mausner and Snyderman, 1959; McGregor, 1966), ocupa un lugar prioritario.

En este enfoque las motivaciones no se interpretan exclusivamente en clave externa (búsqueda de recompensas), sino que se admite ahora que las motivaciones humanas son mucho más complejas, y no basta con ofrecer incentivos. Se reconoce que existen otras motivaciones que proceden del propio actor, satisfacciones que este logra por realizar determinadas acciones y que no proceden de fuera. Son las denominadas motivaciones intrínsecas. Así, por ejemplo, el aprendizaje del propio decisor o su realización personal se convierten en elementos clave para explicar los comportamientos en las organizaciones. Una explicación que permite entender "la coordinación de acciones para la satisfacción de motivaciones actuales, es decir, de las motivaciones que actualmente sienten las personas que componen la organización" (Pérez-López, 1997; 24). Las motivaciones actuales se refieren, en terminología aristotélica, a los bienes deleitables, pero no aseguran que, a su vez, estos remitan a bienes honestos, y, por tanto, se quedan en el plano de la mera satisfacción sensible. El análisis de la motivación se efectúa en el plano subjetivo del obrar.

La inclusión en este nuevo paradigma de otras satisfacciones actuales reivindica todo un nuevo modo de hacer empresarial. Se descubren una serie de aspectos que no son ajenos a la organización –en la medida que lo son a las personas– y que hay que tener presentes. En una concepción de la empresa entendida como organismo social, las variables psico-sociológicas pasan a ocupar un papel relevante, y la dimensión económica pierde su exclusividad. La mayor parte de las teorías que han pretendido superar el modelo clásico –mecanicista– se han movido en una concepción organicista de la persona y de las organizaciones.

En este nuevo paso que suponen los enfoques psico-sociológicos la persona ya no es sólo una pieza de la maquinaria productiva. Sus motivaciones van más allá de la espera de recompensas o castigos. Su racionalidad no es exclusivamente instrumental, optimizadora de resultados. Cabría hablar ahora de una racionalidad expresiva, que reconoce al individuo como dotado de libertad y voluntad. Los juicios de valor comienzan a ser considerados en la toma de decisiones, y los fines del decisor no son exclusivamente económicos. Los valores que comienzan a ser considerados hacen referencia a satisfacciones actuales no estrictamente económicas. Las normas no vienen marcadas exclusivamente por la posición, sino que se interpretan en términos conductuales y vienen influenciadas por elementos sociales y culturales. Este modo de proceder es coherente con el modo de entender la ciencia económica por Weber (1944). Ciertamente en los enfoques psico-sociológicos se enfatiza el carácter decisional de la ciencia. Esto se puede observar bien cuando es la decisión la que en última instancia impide el conflicto que puede originarse entre lo que es y lo que debe hacerse. El conflicto se resuelve en la interpretación valorativa que dé el sujeto. De aquí que la valoración –los juicios de valor– sea esencialmente decisional. Las elecciones últimas no se apoyan en los resultados que la ciencia pueda proporcionar: proceden de la propia decisión del individuo orientada por los intereses, elementos sociales y culturales.

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La cuestión de la responsabilidad social adquiere un fuerte protagonismo en una concepción de la organización que busca dar respuesta al entorno en que se desarrolla (Lawrence y Lorsch, 1967; Lorsch y Allen, 1973; Galbraith, 1973; Chandler, 1962). Con este concepto se pretende, a su vez eliminar, las injustas pretensiones de una economía basada en el exclusivo interés personal. Frente a una concepción de las acciones de los individuos en términos de elección individual, que tiene su raíz en la teoría moral kantiana trasladada a la empresa por el individualismo metodológico, French aboga por un tratamiento en el ámbito de la empresa de lo que Durkheim (1984) ha venido a llamar "hechos sociales". Sin embargo los orígenes de esta responsabilidad, situada entre los años cincuenta y sesenta y que se prolonga hasta nuestros días, se encuentran en realidad, como señala Melé (1997), en que "muchos directivos están convencidos de que esas responsabilidades sociales son una cuestión de egoísmo ilustrado porque, a largo plazo, son ventajosas para quienes las tienen en cuenta. Su punto de referencia son los objetivos y valores de la sociedad". Las demandas que reciben las empresas les exigen una responsabilidad en su cumplimiento. No obstante, la preocupación por la responsabilidad social de la empresa remite a una cuestión, aún no cerrada, que ha dado origen a numerosas interpretaciones acerca de si la responsabilidad es corporativa o más bien de los directivos. Una recopilación de las intervenciones más destacadas en esta polémica puede verse en May y Hoffman (1991).

Otros trabajos han añadido distintos matices que enriquecen el modelo básico de la responsabilidad social. Destacan la teoría de la evolución, representada por Nelson and Winter (1982), la escuela ecologista representada por Hannan and Freeman (1989), las configuraciones de organizaciones de Mintzberg (1979), y los trabajos de Miller and Friesen (1984) y Miller (1990). Un estudio acerca de la naturaleza de la responsabilidad social de las empresas, que merece especial interés, ha sido llevado a cabo por Robertson y Nicholson (1996).

El surgimiento de la responsabilidad social hace pensar que la ética no puede considerarse como algo ajeno al ser empresarial, sino que, por el contrario, las empresas necesitan directivos con una adecuada formación ética. Sin embargo en no pocas ocasiones se reduce la ética a un medio para eliminar las injustas agresiones a las que se ve sometido el individuo en el entorno social.

La ética de la justicia de Rawls (1971) tiene especial cabida en un planteamiento empresarial en el que lo moral es entendido como restricción externa al logro de objetivos económicos. Pero tanto en la ética de la justicia como en la de las éticas dialógica (Cortina, 1994 y 1995) y consecuencialista (Anscombe, 1958 y 1981) se corre el riesgo de caer en un minimalismo ético que fácilmente acaba confundiéndose con la mera legalidad. No es de extrañar que en estas situaciones los directivos crean que la ética es la redacción de un código de conducta de la empresa, en el que se describe el comportamiento moral de las personas de la organización.

Frente a estas posturas, el comunitarismo (Etzioni, 1997) podría presentarse como una alternativa. Aunque se trata de un enfoque crítico al liberalismo, en el que se subraya que no somos individuos independientes que acuerdan convivir estableciendo pactos políticos y económicos basados en el interés, las soluciones que aporta no proceden propiamente de instancias éticas, como ya quedara de manifiesto, sino que se trata más bien de un lenguaje moral, con una fuerte carga emotiva. Esto hace que tampoco pueda ser tenido como alternativa válida.

Tanto el modelo técnico como el orgánico, en sus diversas manifestaciones, no suponen una alternativa respecto de la cuestión de la primacía del ser individual sobre el ser social o viceversa (Koslowski, 1983). Esta disyuntiva no parece que pueda ser resuelta acudiendo a procedimientos técnicos o analizando sistemas sociales. Mientras no se recupere el estudio de lo que la persona es, y su papel en la sociedad y en las organizaciones, parece difícil que lleguemos a encontrar respuestas adecuadas a la pregunta por el lugar de la ética. La verdadera solución pasa por advertir que toda técnica socioeconómica tiene, en el fondo, una doctrina antropológica: "la respuesta al ¿qué hacemos? ha de darse con el ¿qué somos?" (Llano, 1991; 44).

Los enfoques antropológicos

El estudio de lo que la persona representa en las organizaciones y lo que las organizaciones representan para las personas abre las puertas a un nuevo paradigma. Al hablar de enfoques antropológicos nos referimos a aquellos que conciben a la organización como una institución que lleva a cabo "la coordinación de acciones de personas para la satisfacción de necesidades reales de los miembros de la organización" (Pérez-López, 1994; 28). Es decir, de aquellas necesidades que contribuyen a la perfección del ser humano, y hacen referencia, por tanto, a los bienes honestos, en terminología aristotélica. Este nuevo enfoque de la organización integra en sí a los otros dos modelos previamente descritos –mecánico y orgánico–, pero con una diferencia esencial: la técnica es entendida como ciencia subordinada al fin de la persona, sin que por ello pierda el protagonismo que le es esencial en orden al logro de los objetivos. Como afirma Polo (1993; 135), "si la acción humana se impone sobre el objeto técnico, puede alcanzar su finalidad; pero si el objeto técnico, por su magnitud, se impone sobre la acción humana, el hombre no puede asumir su finalidad y queda subordinado a la manera de ser de la técnica".

Dicho de otro modo, si la organización empresarial lo es de personas, entonces la organización ha de ser el cauce a través del cual el individuo alcance su propio fin y no sólo la satisfacción de unas necesidades actuales. El enfoque antropológico especifica, respecto a los enfoques anteriores, la dimensión subjetiva del trabajo, sin obviar su dimensión objetiva. De este modo se logra integrar en un esquema más completo de la acción humana las valiosas aportaciones que se han venido haciendo de la organización. Dicho de otro modo, "la superioridad del trabajo en sentido subjetivo sobre el trabajo en sentido objetivo es de índole teleológica, lo cual implica que el acto de trabajar esté integrado por operaciones inmanentes y virtudes, a las cuales se debe su eficacia productiva. Más exactamente, el acto de trabajar es el cauce de las formas superiores hacia la posesión y dominio del mundo material. Por eso el trabajo no es un mero proceso mecánico" (Polo, 1996; 107, nota 5)[9].

Si el enfoque técnico se centraba en «qué» cosas se hacen en la organización, y el enfoque orgánico se centraba no sólo en el qué sino también en el «cómo», la nueva propuesta que entiende la organización como institución incorpora a estos dos planos la cuestión del «para qué» se hacen las cosas. Se preocupa también por dar sentido a las acciones que coordina, de ahí que lo característico de la institución sea la consideración de los valores, los principios y los fines que la mueven. La centralidad de la acción humana, la búsqueda de un sentido a las acciones y la asunción del carácter incondicional y objetivo de los valores, está en la base de este nuevo enfoque. Se supera así el dualismo imperante a lo largo de este siglo y se asumen las valiosas aportaciones que se han hecho, eliminando el carácter subjetivo y autónomo que las sustenta. Se desarrolla un nuevo concepto de necesidad, basado en el bien honesto, e incorpora criterios objetivos de satisfacción de necesidades reales en orden a la perfección del bien humano. Supone entender de modo distinto la utilidad y el servicio como actividad primaria de la empresa y el empresario, encauzados ambos a la satisfacción de necesidades humanas (Rodríguez y López de Pedro, 1998).

Coherente con este enfoque, si los objetivos de la empresa son iluminados por los principios que sustentan a la organización, se establece una conexión entre el fin propio de la empresa y de la persona, en el que ambos necesariamente han de armonizarse. La característica que se reconoce en este nuevo modelo es la integración. Se trata de enfocar el fin de la empresa –los objetivos– de acuerdo con los valores y principios que la sustentan. En este enfoque la ética está presente de modo natural, pues es ella precisamente la que integra en sí ambas finalidades, la organizativa y la personal, y hace plausible la armonización de ambas pretensiones, pues es imposible, o al menos no es fácil, hacer el bien cuando se está desprovisto de recursos.

Al analizar el modelo de persona que subyace bajo el nuevo paradigma entran en escena dimensiones de la realidad que antes no habían sido consideradas. Los conceptos de racionalidad instrumental y expresiva a que se hizo referencia ya no son suficientes. Estos modos de entender la racionalidad olvidan las repercusiones que las decisiones tienen sobre aquellos que las toman. El concepto mismo de «decisión» parece haber llevado a olvidar la repercusión práctica, real, que toda decisión tiene sobre el que actúa. Al actuar, el directivo no sólo decide, sino que «se decide», se ve implicado en las consecuencias del juicio que ha emitido. Surge así la necesidad de considerar la responsabilidad personal de toda decisión libre, un elemento eminentemente ético.

Otro elemento que incorpora el nuevo paradigma es la consideración de motivaciones que van más allá de las estrictamente actuales. En este sentido, existen motivaciones que no han sido consideradas ni explicadas por los enfoques analizados: es el caso de las motivaciones que se dirigen a satisfacer necesidades de personas distintas a las que realizan la acción. El espíritu de servicio, o el de cooperación desinteresada, estarían incluidos entre estas motivaciones. No hemos encontrado referencia alguna a ellas en los escritos de dirección de empresas.

En este sentido, el nuevo enfoque pretende superar el tinte individualista, así como las tesis deterministas que encierran las teorías organicistas. El modelo antropológico hace notar la distinción clásica –que no separación– entre las realidades materiales y las realidades espirituales, así como la superioridad de estas últimas sobre aquellas, sin que por ello se vea alterada la unidad del ser humano[10]Es importante este matiz para entender que las satisfacciones reales que propugna el modelo antropológico van más allá de las tendencias sensibles expresadas por los bienes deleitables, y remiten a los bienes honestos, de modo que su "deber–ser" no viene impuesto por la inmediatez que caracteriza las facultades inferiores del hombre, sino por los fines de las facultades superiores.

Las teorías de la motivación que se encuadran en los modelos psico-sociológicos ponen un mayor énfasis en la satisfacción de las necesidades. Así, por ejemplo, Maslow (1991; 147) señala una jerarquía de necesidades, pero considera que hasta que las necesidades inferiores no están satisfechas no se puede ascender hacia las necesidades superiores, las cuales tienen "menor habilidad para dominar, organizar, y someter a su servicio las reacciones automáticas de la persona". El modelo antropológico, en cambio, presenta una visión opuesta a la ofrecida por Maslow. Por una parte, corresponde a las facultades superiores una función rectora respecto a las inferiores; por otra, se presta una mayor atención al dominio de las necesidades que a su satisfacción, de modo que, aunque es necesario que se dé un mínimo de satisfacción de todas ellas, el sujeto puede sacrificar la satisfacción de necesidades inferiores en orden a la satisfacción de necesidades superiores. Este dinamismo es impensable en la teoría de Maslow, puesto que requiere, para ser entendido, una correcta comprensión de las facultades del hombre, y del papel que juegan las virtudes en la acción humana.

En cuanto a los valores, pasan ahora a ser considerados no sólo los referidos a las satisfacciones actuales, sino también todos aquellos que contribuyen al desarrollo personal, así como los referidos a la apertura a los demás[11]Esta apertura a los demás pone de relieve una muy acertada distinción entre dos tendencias existentes en el hombre, ya clásicamente advertidas: el deseo de tener y la capacidad de compartir. El deseo de tener hace referencia al «ganar», mientras que la capacidad de compartir hace referencia al «servir». Si se incide sólo en el deseo de tener, y se acalla la segunda capacidad, se olvida entonces que la capacidad de compartir tiene tanta fuerza como el egoísmo y es capaz de aportar a las organizaciones una potencialidad insospechada.

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Por otra parte, el enfoque antropológico ya no entiende las normas como unos mínimos restrictivos a la actuación, de origen subjetivo, o aceptadas socialmente, sino que estas adquieren el sentido de principios que rigen y orientan el obrar humano, favoreciendo con su presencia la libertad del individuo. Es preciso en este punto advertir sobre "la tendencia del manager a establecer principios con un procedimiento análogo al que se sigue para el establecimiento de objetivos. Los objetivos pueden establecerse; en cambio, los principios, los verdaderos principios, están ya naturalmente establecidos. La función del director es, en el mejor caso, el descubrirlos, explicitarlos y ponerlos en vigencia. (…) El aceptar cuáles son esos principios es el punto de partida de toda estrategia concebida en sus más elementales dimensiones éticas" (Llano 1990; 18-24).

El modelo antropológico sustituye la satisfacción de las necesidades por la elección en razón de los fines, y de este modo pone de relieve la existencia de una condición humana, de una «naturaleza» propia y distinta a la de aquellos seres que se mueven exclusivamente por impulsos. El discernimiento de esta condición humana "conlleva el descubrimiento de la tarea que el hombre debe cumplir como ser específicamente determinado. Sin naturaleza humana, aparece sólo el concepto de tendencia y desaparece el concepto de deber para quedar sustituido insuficientemente por una ambigua sensación de plenitud, y no por un objetivo cumplimiento" (Llano, 1990; 46). La felicidad no se alcanza en la cosa sino en la acción, en el obrar bien, porque es el hacer bien las cosas lo que es fin y, de este modo, objeto de deseo por parte de la voluntad. Este planteamiento es el propio de una ética integral, en la que junto con los bienes que se persiguen como fines, hay que tener en cuenta las normas y virtudes que ayudan a determinar los medios necesarios para alcanzar el fin.

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Los tres modelos presentados no hay que entenderlos como excluyentes entre sí, sino cada uno como integrador y superador del anterior: el modelo psico-sociológico asume el modelo mecanicista; y el modelo antropológico, a su vez, integra los otros dos, en una visión más completa de la organización y de la persona. Se ha visto cómo cada uno de ellos reclama una presencia distinta de la ética, desde los enfoques unilaterales que tienen cabida en el modelo mecanicista, hasta la visión integral de la ética que requiere el modelo antropológico.

El tener en la persona humana

Hasta ahora hemos tratado de ver cómo la distinción entre trabajo en sentido objetivo y trabajo en sentido subjetivo, que aporta la Laborem exercens al ámbito organizacional, permite ampliar los modelos vigentes en la teoría de la organización y lograr una visión más completa de la persona humana en el ámbito del trabajo acorde con su dignidad.

Un concepto que no ha facilitado una adecuada comprensión de lo que es el trabajo y la organización ha sido sin duda el tener. Ciertamente que, como señala Polo, "el tener es lo rigurosamente característico del hombre, ya que descarta la soledad ontológica y la subsiguiente oposición dialéctica" (Polo, 1996; 105). Ahora bien si es cierto que el que tiene es superior a lo tenido, ya que el que tiene goza de la capacidad de poseer lo tenido, también lo es que "el tener es indicio de cierta indigencia que se manifiesta en la posibilidad de perder lo que se tiene" (Polo, 1996; 105, nota 4).

Apoyándonos en la distinción entre trabajo subjetivo y objetivo –eje medular de esta comunicación–, el tener corresponde al sentido subjetivo del trabajo; mientras que lo tenido es el trabajo objetivo.

De acuerdo con los enfoques organizacionales señalados, puede verse con nitidez cómo en los enfoques mecanicistas, al tratar del trabajo en sentido objetivo, aparece lo tenido como eje de actuación. En los enfoques psico-sociológicos se atisba el tener en orden a lo tenido. Mientras que en los enfoques antropológicos se sostiene la dualidad tener–tenido, en cuanto que es la persona humana en su radical dimensión el fundamento de actuación dentro del ámbito organizacional.

Es coherente este modo de entender el tener y lo tenido, según los niveles de pertenencia humana. Polo (1996; 106) distingue tres niveles:

  • 1. El hombre es capaz de tener según su hacer y según su cuerpo.

  • 3. El hombre es capaz de tener según su espíritu, y eso es justamente lo racional en el hombre.

  • 5. El hombre es capaz de tener en su misma naturaleza una perfección adquirida. Eso es lo que los griegos llaman virtud o hábito.

  • Los enfoques mecanicistas recogen la dimensión productiva de la acción haciendo hincapié en lo tenido. Los autores que hemos destacado en este enfoque diseñan estrategias en orden a la dimensión poiética de acuerdo con el sentido objetivo del trabajo.

    Los enfoques psicosociológico, con la aparición de la Escuela de Relaciones Humanas atisban el tener, desde la dimensión psicológica, quedándose en la consideración del yo o sujeto. No cabe duda de que supone un avance respecto de los modelos mecanicistas en la consideración del sujeto del trabajo. Sin embargo, la similitud de ambos enfoques hay que situarlo en el hecho de que el carácter teleológico que diseña la acción tiene como objetivo la producción.

    Por su parte, los enfoques antropológicos enfatizan, desde el carácter personal de quien lleva a cabo un trabajo, que el carácter teleológico de la acción no es externo a quien lo realiza. El trabajo pasa a tener consideración de medio y en él encuentra la persona su medio de perfección, a través de la virtud.

    Conclusión

    La distinción entre "trabajo en sentido objetivo" y "trabajo en sentido subjetivo", para entender primariamente la emergencia de los diversos enfoques de la organización y posteriormente el carácter integrador del enfoque antropológico que proponemos –en consonancia con la Laborem exercens–, es crucial para la teoría de la organización. El trabajo, constitutivamente, es acción dominativa por parte de la persona que lo realiza. Precisamente el carácter de dominio es el aporte del modelo antropológico al hablar de las satisfacciones reales, frente a los otros modelos, y el tener resalta el trabajo como participación en la obra del Creador (cfr. n. 4 y 5 de la Laborem exercens). Mediante el dominio, el hombre transforma el mundo que le rodea, no se queda en una mera adaptación al entorno, como resaltan algunos modelos, y lo hace servir a finalidades que él mismo persigue. El tener, por su parte, enfatiza cómo la superioridad del trabajo en sentido subjetivo sobre el trabajo objetivo es de índole teleológica. Además, en el modelo antropológico se destacaba la capacidad ilimitada del hombre para adquirir nuevos aprendizajes, positivos o negativos; dicha capacidad da origen a un proceso acumulativo, en virtud del cual el dominio sobre la naturaleza es creciente y la perfección que el hombre puede adquirir es ilimitada. De este modo, el "trabajo en sentido objetivo" no se independiza del hombre, sino que es dependiente de él, en la medida en que se objetiva en realizaciones concretas llevadas a cabo por el empresario. El hombre se sitúa al principio y fin de ese trabajo. El enfoque antropológico sugerido resalta, como superación del dualismo presente en los otros dos enfoques, que el "trabajo en sentido objetivo" se ordena al "trabajo en sentido subjetivo", perfeccionando al empresario que lleva a cabo ese trabajo.

    Sin embargo, la ordenación no se lleva a cabo de modo inmediato. Habrá que tener en cuenta cómo el hombre se comprende a sí mismo y cómo actúa. A lo largo del trabajo se ha visto que puede haber tensión entre ambos, e incluso ruptura. Pero esta situación no plantea problemas irresolubles; todo dependerá del modo como el hombre se comprenda a sí mismo y entienda su acción. En la distinción entre trabajo objetivo y subjetivo puede verse que "técnica y ética se nos presentan como dos realidades –más exactamente, como dos dimensiones de una misma realidad– distintas entre sí, pero no opuestas ni heterogéneas; antes al contrario llamadas a una íntima compenetración" (Illanes, 1994; 597).

    En el trabajo que lleva a cabo el empresario se percibe con claridad esa única realidad, en la medida en que los problemas sociales, de las organizaciones, son siempre, en última instancia, problemas del empresario. La técnica versa sobre los medios, mientras que la ética versa sobre los bienes y los fines, por lo que ha de ser la ética la que tenga en última instancia la palabra, evitando de este modo el posible conflicto que pudiera surgir entre ambas. Esta visión se contrapone a la posición de Weber (1992), para quien "la ciencia no da una respuesta a la cuestión básica de qué debemos hacer y cómo debemos organizar nuestra vida; esto sería función de un profeta o de un mesías, no del científico, no del profesor". El enfoque antropológico otorga una visión unitaria y comprensiva de la realidad. La postura antitética –bien sea antecedente, o consecuente– en la que se encuentra situado el empresario moderno, se supera a través de un enfoque antropológico. Es más, sin este enfoque el trabajo se quedaría en un mero sentido objetivo, perdiendo su sentido subjetivo y careciendo de ese aspecto que lo dignifica: el ser medio de perfección para quien lo lleva a cabo.

    Referencias Bibliográficas

    • Cyert, R.M., and March, J.G. (1963), A Behavioral Theory of the Firm, Prentice-Hall, Englewood Cliffs.

    • Durkheim (1984), Collective and Corporate responsability, Columbia University Press, New York.

    • Fayol, H. (1949), General and Industrial Management, Isaac Pitman & Sons. Reed, London.

    • Galbraith, J. (1973), Designing complex organizations, Addison-Wesley, Reading.

    Partes: 1, 2, 3
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