- Los padres, los hijos y la escuela: Situaciones conflictivas
- ¿Por qué ganan siempre los hijos?
- Llegan las notas escolares
- Educar con el ejemplo, lo más eficaz
- Bibliografía
En su libro Centurias of Childhood, P. Aries nos enseña que la escuela como materia obligatoria y universal es asunto de aparición muy reciente y, que la adolescencia, en su incepción, está ligada a su propagación, como requerimiento político/educacional (más político que educacional) por todo el mundo — sea éste civilizado o no.El difunto senador Norteamericano Abraham Ribicoff afirmó que: "Una nación puede juzgarse por la educación que provee a sus hijos…" (Véase mi artículo: Los Economistas en los Gobiernos Sudamericanos en monografías.com).Como, no sólo compartimos esas creencias, por el ilustre senador enunciadas, en esta lección combinamos dos temas de importancia relacionadas ambas con la educación:
Los padres, los hijos y la escuela: Situaciones conflictivas
En un momento en que diversas organizaciones internacionales hacen esfuerzos para que el mundo se sensibilice sobre el problema de la explotación que sufren 250 millones de niños en el mundo, parece poco oportuno reflexionar sobre la explotación que ejercen los hijos sobre los padres en nuestra sociedad occidental. Pero esta tiranía de los hijos está ahí y merece un somero análisis. Muchos niños abusan de sus padres, y esta situación no es fruto de la casualidad. Aprenden, desde la más tierna infancia, a mandar.El "rey de la casa" tantea desde la cuna cómo atraer, controlar y subyugar a los adultos. Después, con los primeros pasos, al dominar más espacio vital, establece las fronteras de su poder, hasta dónde su padre o madre le permiten actuar. Más tarde, con tres o cuatro años, aparecen las primeras rebeldías — la "edad de la primera obstinación, los famosos "terribles dos…" —, se desencadenarán fuertes tensiones, en forma de rabietas, terquedad y pataleos. Todo ello con la finalidad de mantener su estatus, de seguir mandando y conseguir sus propósitos. Y la "madre de todas las batallas" se librará al comenzar la pubertad y durará hasta… vaya uno a saber. Depende de muchos factores. Y de la propia evolución de jóvenes y padres, ya que cada vez los hijos se emancipan más tardíamente.
¿Por qué ganan siempre los hijos?
La primera pregunta a hacernos es por qué esta lucha por el poder entre padres e hijos la ganan casi siempre los hijos. Probablemente, el argumento principal son los padres permisivos, temerosos de frustrar al hijo, de "crearle traumas". Son, además, numerosos los padres y madres con pocas ganas de complicarse la vida, cuidando a sus hijos.Hay muchas rabietas infantiles que se desarrollan en escenarios públicos y ante personas ajenas a la familia; el niño sabe que tiene todas las de ganar porque es consciente de que sus padres tienen miedo a "pasar vergüenzas en público". Prefiriendo no ejercer su autoridad si ello implica aparentar autoritarismo o violencia, crear desazón en los niños, o la necesidad de prolijas explicaciones. Las concesiones se hacen por diversas razones. No es la menos importante la del afán de que al niño no le falte nunca nada, nacido con frecuencia en las insatisfacciones (materiales y de afecto) que los hoy padres sufrimos en nuestra infancia.
Padecemos un síndrome, una necesidad de compensar nuestro pasado que satisfacemos dando al niño todo lo que no tuvimos. Los hijos únicos, hace tan sólo una generación, eran cosa rara, mientras que hoy constituyen casi la norma. Así, las atenciones que hoy reciben los hijos, por pura aritmética, son mucho mayores que las que tuvieron quienes hoy son progenitores. Hijos desmotivados y perezosos: Es lo normal Los pequeños captan nítidamente la debilidad de sus padres y se aprovechan de esta para salirse con la suya y explotarles. Los perjuicios de esta actitud tan condescendiente son muchos y graves. En la medida en que las condiciones sociales y económicas han mejorado y aumenta el número de necesidades satisfechas, desciende el índice de motivación.
No nos extrañemos que uno de los principales frenos a la emancipación juvenil sea precisamente la pereza, la falta de alicientes y de autonomía personal en la toma de decisiones de que adolecen algunos jóvenes. Si les acostumbramos a dárselo todo hecho, a pensar por ellos en las circunstancias problemáticas, no es razonable pedirles que maduren. El exceso de protección paternal en la infancia y adolescencia es uno de los motivos más frecuentes de desórdenes psicológicos cuando se alcanza la treintena, no hay más que oír a psicólogos y psiquiatras. (Véase mi artículo: Adolescencia: Quo Vadis?). Hoy, por el otro lado, resulta difícil hacer un regalo a un niño porque se comprueba — a veces con satisfacción — que "tiene de todo". El sentido del esfuerzo, la motivación por el éxito y el espíritu de sacrificio para conseguir las metas, que son valores que tradicionalmente empujan a las sociedades o ambientes humanos con necesidades apremiantes, desaparecen cuando el consumo se convierte en simbólico. Cuando lo que importa no es satisfacer necesidades, sino estar a la altura de lo que creemos que nos demanda nuestro tipo de vida y estatus social.
Llegan las notas escolares
Los niños que han aprendido a conseguirlo casi todo sin más esfuerzo que pedirlo coquetamente, o exigirlo, a su padres, están desmotivados, y su capacidad de esfuerzo muy probablemente (y, no lo olvidemos, su autoestima) es, o será en un futuro, mínima. Y el fruto de estas (inicialmente confortables) relaciones con los hijos, lo recogen los adultos en circunstancias muy concretas en las que se esperan los resultados del esfuerzo: ¿"cómo no van a responder, después del esfuerzo que hacemos para darles todo lo que nos piden"? de sus hijos.Son momentos puntuales, como las notas de fin de curso. Es entonces cuando deseamos que nuestros hijos sean más sacrificados, menos vagos, que tengan más ilusión por destacar, por cumplir con lo que se les exige: al menos, pasar de curso — ¡Qué! ¿Pasar de curso? Mamá estás loca —. Que sean más más responsables. Como si el espíritu de sacrificio y la madurez fueran algo genético. Pero siempre se puede hacer algo. Y recordemos que nos lo agradecerán. Porque, con negativas que hoy les parecen crueles e infundadas, les estamos ayudando a desenvolverse por sí mismos. Y ese el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos.
• No tema frustrar al niño. Para madurar, deben aprender a convivir con el "no". Si somos ponderados, explicativos y coherentes en las negativas, no hay mejor escuela para que progresen. (Véase mi artículo: Los adolescentes pueden decir "No" al sexo en monografías.com).
• Antes de una concesión, piense si no lo hace por evitar los problemas que supondría adoptar la posición que en su fuero interno ve como conveniente.
• No eluda el conflicto. Es mejor decir que "no" ahora, y no sufrir en un futuro las consecuencias de haber sido flojo.
• La austeridad excesiva puede ser contraproducente. Sea generoso con sus hijos, pero proporcionadamente, de manera repartida. Premie el esfuerzo, la responsabilidad.
• Cuando se oponga a un capricho de sus hijos, mantenga la serenidad. Si se altera emocionalmente, pensarán que se lo niega porque está enfadado. Y que no tiene razón. • Deje que sus hijos conquisten gradualmente sus cuotas de libertad. Pero sin perder información y control sobre qué hace, a dónde va, qué le gusta hacer y con quién se relaciona.
Nunca antes ha vivido, con preocupación, nuestra sociedad, la muerte de la unión matrimonial.Por habernos casado, sin tener la intención de crecer, ni el deseo de abandonar nuestras vidas hedonísticas, los matrimonios que así empezáramos terminarían mal.Para compensar, y por remordimientos, ofrecemos a nuestros hijos cosas materiales, donde el cariño, el ejemplo y la enseñanza se esperaban — así creamos nuestros monstruos en residencia, monstruos que vivirán vidas tan vacías como quienes los trajeron al mundo. Quizás Shelley, cuando concibiera a Frankenstein, estaba pensando en nosotros.Prosiguiendo con este tema…
Educar con el ejemplo, lo más eficaz
Dr. Félix E. F. LaroccaSociólogos y otros estudiosos de las relaciones humanas han sonado la voz de alarma: el deterioro en la convivencia social que distancia a algunos padres de sus hijos y a los educadores de sus alumnos, y que, en su peor versión, llena las páginas de los noticieros, tiene mucho que ver con el hecho de que las últimas dos generaciones han transformado parte de un sistema de valores que parecía asumido, o percibido como positivo, en sociedades desarrolladas. RaveLa incontenible violencia machista, los conflictos entre padres e hijos y entre éstos y sus profesores, el culto que rinden a la violencia ciertos sectores juveniles, el nuevo fenómeno de adolescentes descontrolados durante fines de semana, o en la Semana Santa en los balnearios más plushes; llenos de drogas y alcohol, el creciente fracaso escolar y la consiguiente desmotivación de chicos y chicas, la competitividad inhumana en algunas empresas… son manifestaciones de una problemática que tiene muchas y complejas causas, una de las cuales podría ser la quiebra de algunos valores universales despreciados por su olor a viejo o poco moderno, como el respeto a las personas mayores, el cuidado con las cosas que son de todos o la cultura del esfuerzo como medio para el progreso material y personal.En otras palabras, que, en nuestra cultura, para muchos de nuestros hijos, el esfuerzo y el trabajo son asuntos que no les atañen, ya que esperan que todo les sea otorgado sin ningún esfuerzo de su parte.
Más de un sociólogo y psicopedagogo comienza a requerirlos, aun a costa de cargar con una imagen negativa de reaccionario o contrario a la moda y a los valores en boga, como el individualismo, la satisfacción inmediata de cualquier deseo o la diversión a toda costa. Parte de nuestra sociedad parece solicitar que quienes tenemos responsabilidades, entre otros: padres, educadores y medios de comunicación, rescatemos esos valores "de siempre" que promueven la vida en sociedad y dotan de un sentido humano, cívico (¡qué palabra tan aparentemente arcaica y sin embargo tan plena de significado hoy mismo!) y solidario a nuestras vidas.
Los valores nos hacen más humanos y más libres Tengamos presente que la escala de valores y creencias de cada persona es la que determina su forma de pensar y su comportamiento. La carencia de un sistema de valores definido y compartido por la mayoría de la población instala al sujeto, especialmente al menos maduro, en la indefinición e indefensión y en un vacío existencial que le deja dependiente de otros y de los criterios de conducta y modas más insólitos. Por el contrario, los valores asumidos como cultura, como lo que compartimos con los seres humanos que nos rodean y con todos en general, nos ayudan a saber quiénes somos, hacia dónde vamos, qué queremos y qué medios o herramientas nos pueden conducir al logro fundamental de nuestra existencia: el bienestar emocional, uno de los elementos esenciales de eso que denominamos calidad de vida. (Véase mi artículo: La ley Natural)
Estos valores no dependen de los tiempos ni de las coyunturas, porque nada tiene que ver con el sistema económico o político vigente ni con las circunstancias concretas o modas del momento. Son intemporales, humanos y estimulantes de la sociabilidad y del equilibrio en la relación entre las personas que resultan. Están por encima de las circunstancias, por su sólida vinculación con la dignidad de la persona. Y porque promulgan el respeto a las opiniones y necesidades de los demás. Son valores del ego, que no puede desarrollarse si no se vive en libertad y en coherencia con unos principios íntimamente relacionados con la responsabilidad de entender que todos somos seres humanos, con nuestra dignidad, nuestras necesidades, nuestros gustos y nuestra propia emotividad. Iguales en nuestra diferencia, en suma.
La Declaración Universal sobre Derechos Humanos de la ONU reconoce al hombre como portador de valores eternos, que siempre han de ser respetados. Estos valores, reconocidos por todos, sientan las bases de un diálogo universal y pueden servirnos de guía: al individuo, para su autorrealización; y a la humanidad, para una convivencia en paz y armonía. Enseñar con el ejemplo En las últimas décadas han preponderado, quizá como reacción a anteriores planteamientos más coercitivos que dialogantes, unas posturas pedagógicas más permisivas y abiertas, basadas en el dejar hacer y en el principio de no coacción a la espontaneidad de la persona. Esto se ha percibido especialmente en las relaciones entre padres e hijos y entre estos y sus profesores.
Hay muchas causas sociales, políticas e incluso económicas (la mujer se incorpora al trabajo remunerado y los padres apenas tienen tiempo para ver, y mucho menos para educar, a sus hijos) que explican esta evolución, pero no nos detengamos ahí. La sensación que prima en algunos padres y educadores es que la experiencia aperturista no ha sido del todo positiva. A los adolescentes les cuesta reconocer la autoridad moral de padres y educadores y los problemas de convivencia se manifiestan en muchas familias. Son demasiados los jóvenes (y mayores, por supuesto) que se comportan ignorando los más elementales principios de solidaridad y de respeto a los demás.
De un seco y frío autoritarismo, poco proclive a las explicaciones y menos aún a escuchar al niño o joven, hemos pasado a una permisividad del "todo vale" y se estima que quizá tardemos toda una generación en recuperar la autoridad dialogante, una autoridad que fija y marca límites justos, razonables y negociables, necesarios para el aprendizaje de la libertad personal y de la convivencia social. Necesitamos una vuelta de tuerca. Si no se discute que es difícil educar en valores cuando se mantiene una actitud controladora y represiva, cada día está más claro que no es más sencillo conseguirlo desde la tolerancia casi sin límites que parece reinar hoy en muchos hogares. No son pocos los padres y educadores, y en general que temen contrariar a los jóvenes, aunque la razón les asista.
Ahora bien, no se trata de auto culpabilizarnos, ni de culpar a nadie de por qué y cómo hemos llegado donde estamos, si no de que cada uno, como parte implicada, asumamos la cuota de responsabilidad que nos corresponde en la educación en esos valores. Pero sólo en la medida en que vivamos los valores que queremos trasmitir conseguiremos el objetivo. Porque educar es, fundamentalmente, comunicar a través del ejemplo, trasmitir actitudes y comportamientos. El sermonear pasó, y muy justamente, de moda. No olvidemos nunca que ante los educandos somos sus modelos.
3) Solidaridad con los débiles (y no sólo con los marginados) que nos rodean.
4) Respeto a los bienes y servicios públicos: educar en la máxima "esto es de todos y hemos de velar porque se encuentre en buen estado" y en la obligación de cuidar, como nuestro, el patrimonio común. Algo que gobiernos ignoran — especialmente el norteamericano y el nuestro.
8) Aprender a perder, a fallar, a asumir el fracaso como proceso básico de todo aprendizaje de crecimiento personal. Un "no" hay que saber asumirlo sin dramas. Tendremos que oír muchos en nuestra vida.
9) Desarrollar el sentido de responsabilidad, potenciar la cultura del esfuerzo. Organización, puntualidad, empeño por hacer bien las cosas… son planteamientos muy positivos.
Bibliografía
Autor:
Dr. Félix E. F. Larocca