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El crimen en América Latina (página 2)

Enviado por Elsa Benaducci


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La corrupción los cuerpos policíacos en América Latina, la impunidad con la que ejercen la violencia extralegal y el hecho de que no tengan fronteras definidas con la delincuencia organizada (el narcotráfico principalmente), a menudo los convierten en uno de los factores de la inseguridad pública y en enemigos de la población.[2] La policía militar en Río de Janeiro se ha visto involucrada en masacres de favelados y de niños de la calle, así como otros cuerpos policíacos han organizado los famosos escuadroes da morte que se han asociado al narcotráfico.

Según datos de diversas organizaciones de derechos humanos, en México las policías municipales y las judiciales estatales acumulan el 55 de las denuncias nacionales por violación a los derechos humanos. Entre las quejas presentadas ante la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, entre 1993 y 1997, el 95% tenían que ver con anomalías y delitos cometidos por las autoridades judiciales y policiales. Habría que agregar que la corrupción beneficia esencialmente a los altos mandos policíacos, pues los oficiales medios y la tropa frecuentemente se quejan de bajos salarios y pobre equipamiento.[3]

El Estado latinoamericano se vuelve una eficiente maquinaria represiva, en especial, cuando se enfrenta a movimientos de oposición y subversión. Los mismos Estados que fueron implacablemente eficientes en la represión en Guatemala, El Salvador, Argentina, Uruguay y Brasil, se comportan hoy de manera inversa con el crimen organizado y la delincuencia común.[4] En Colombia, en el año 2000, se asesinó a un dirigente sindical cada tres días, se registraron 10 asesinatos políticos y una desaparición forzada diarios, así como una masacre (más de 5 víctimas en un hecho) cada dos días. Ese mismo Estado permitía 3 mil secuestros al año y 30 mil homicidios de los cuales sólo el 12% se debía a motivos políticos; así mismo, la impunidad respecto de la delincuencia se calculaba en 90%. En Brasil, un país donde las ausencias estatales son notables, datos de la Comisión Pastoral de la Tierra indican que entre 1989 y 2000, fueron encarcelados 1,898 trabajadores rurales, mientras que entre 1988 y 2001 fueron asesinados otros 1,517.

En México, el 90% de un total de 520 acciones militares y de control -observadas entre 1998 y 1999- se concentraron en el sur del país, y sólo en Chiapas se calculaba que el ejército concentraba contra el zapatismo entre 50 y 60 mil efectivos (30% del total). En ese mismo período, de un total de 319 acciones armadas registradas, el 42% la realizaron los grupos paramilitares y/o civiles armados, mientras que 313 activistas sociales fueron asesinados. Todo ello contrastaba con el hecho de que si en 1990 se consignaba el 14.3% de las averiguaciones, en 1996 sólo se hacía en un 6%, la ineficiencia en la persecución del homicidio era de un 50% y en otros delitos de 80 y 90%.

Entre 1990 y 1997, en Argentina, la probabilidad de condena de los delincuentes[5] se redujo de 2.9 a 2.3, y en Buenos Aires tal caída fue de 5.9 a 3.9%. El 52% de la población de las principales ciudades dijo que la policía hacía mal su trabajo. En Caracas otra encuesta reveló que el 81% de la gente consideraba la actuación de las policías entre regular y muy mala.

Una encuesta más realizada en Caracas en 1997 reveló que el 86% de la población consideraba la eficacia de los juzgados entre regular, mala o muy mala. La desconfianza era tal que de manera sorprendente sólo un 33% de los heridos con arma blanca y el 14% de quienes lo habían sido con arma de fuego, presentaron su denuncia ante las autoridades respectivas. El resultado de todo esto se expresa en el hecho de que el 42% de los encuestados estaban de acuerdo en que la gente tiene derecho a hacerse justicia por mano propia. Es interesante notar que este porcentaje crecía en los barrios a 53%.

La ineficacia de la justicia genera que diversos sectores de la población se planteen la posibilidad de hacer justicia por mano propia. Encuestas diversas indican que aproximadamente dos tercios de la población manifestaba su derecho a matar para defender a su familia en Caracas, Santiago de Chile, Bahía y San Salvador. El matar para defender la propiedad era aceptado en un 60% en Caracas, en un 49% en Santiago de Chile, y en un 40% en Bahía y en San Salvador. La “limpieza social” (exterminio de delincuentes, que implica el uso de los escuadrones de la muerte) era aceptada en un 20% en Caracas, y en un 16% en Bahía y en San Salvador.

Las ausencias estatales parecen ser resueltas de distinta manera según la clase o sector social que las viven. Las clases medias y altas han acudido a las empresas de seguridad privada para garantizar la seguridad de barrios y countries, mientras que un sector más bajo de las mismas usa la “vigilancia privada informal”, denominada guachimanismo en Venezuela (Aguilar, 1999, p.8; Romero, 2001). [6] En diversas ciudades de América Latina, las noticias también dan cuenta de la organización autónoma de los vecinos de barrios populares para efectuar rondas nocturnas que los resguarden de la delincuencia. En el campo, una de las manifestaciones más importantes de la justicia por mano propia ha sido el linchamiento. En México, Guatemala, El Salvador, Haití, Brasil, Venezuela, entre otros países, el linchamiento es un suceso más o menos frecuente. En espacios abigarrados por la articulación de la diversidad étnica y la pobreza, el vacuum estatal parece acentuarse.

La ilegitimidad estatal se combina con formas alternativas de legalidad o legalidad informal, códigos y valores comunitarios que son ajenos al Estado. Acaso sea ésta una de las explicaciones de por qué en México casi el 47% de los linchamientos observados entre 1987 y 1998 fueron en los estados de alta densidad indígena, como Oaxaca, Chiapas y Guerrero, y que en Guatemala el 75% de los linchamientos fueron cometidos en el seno de las comunidades indígenas del país (IIJ/URL, 2000, p.6).[7]

Un análisis comparado de la aestatalidad en los barrios miserables de Santiago de Chile y Río de Janeiro, muestra cómo la mayor presencia del Estado en servicios y seguridad (en Chile) origina que a diferencia de Santiago, los traficantes de drogas dominen barrios enteros en Río de Janeiro. Las favelas parecen ser aldeas cerradas y autosuficientes, las pandillas asumen el papel de policía, los favelados sienten más confianza hacia los miembros de las quadrilhas (bandas) que hacia la policía.

En síntesis, el neoliberalismo ha profundizado las deficiencias seculares de los Estados latinoamericanos y ha debilitado al Estado en ámbitos en los que el mayor gasto social del modelo desarrollista lo hacía tener presencia. Son estas ausencias en las cuales brotan las manifestaciones perversas de la rebelión: el crimen organizado y el crecimiento de la delincuencia común.

1.2. LOS RITMOS Y RASGOS DE LA PROTESTA POPULAR

Obviamente la protesta popular ha mostrado en la región otro tipo de expresiones. Sin embargo, por alguna razón, no pocos estudios tienden a subestimar el rol de la sociedad civil, de las multitudes y de los levantamientos en los procesos políticos. Hace algunos años, un estudioso estadounidense hizo tal reproche a los que se dedicaban a estudiar las transiciones a la democracia. Ejemplo de este tipo de estudios es el libro de Julio Cotler y Romeo Grompone dedicado al ascenso y caída del fujimorato.

El rol de la protesta y del movimiento popular en la caída del fujimorato no puede ser desdeñado. Desde 1992 se produjeron marchas, manifestaciones y paros de carácter regional, en los que se exigía la reinstalación de los gobiernos regionales disueltos por Fujimori. Ante los rigores del autoritarismo fujimorista y de su política neoliberal, estudiantes demandaron respeto a la autonomía universitaria mientras trabajadores de la construcción, de la salud y maestros exigieron mejores salarios y condiciones de trabajo. Trabajadores petroleros, portuarios y telefónicos realizaron ambiciosas campañas nacionales en contra de las privatizaciones que obligaron al régimen a restringir el derecho constitucional al referéndum.

Al retomar las tradiciones de lucha popular acumuladas a lo largo de todo el siglo, en julio de 1999 la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP) convocó a la primera Marcha de los Cuatro Suyos; en agosto de ese año sucedieron nuevas protestas populares, y en enero de 2000, en el contexto del inicio de la campaña de Fujimori por un tercer mandato, sindicatos, confederaciones campesinas, organizaciones estudiantiles, frentes regionales y partidos políticos de la oposición reunieron a 30 mil personas en el centro de Lima. En marzo del 2000 se realizó la segunda Jornada Nacional de Protesta y el Parovico.

En la noche del 6 de abril -cuando Fujimori fue reelecto-, una concentración de 50 mil personas dio inicio a tres días de las más grandes manifestaciones que se habían visto en contra del régimen. El ascenso de la rebelión tuvo un punto culminante en la segunda Marcha de los Cuatro Suyos, en vísperas de la tercera asunción de Fujimori, en julio de 2000. La noche anterior a la inauguración del tercer mandato, una gran marcha reunió en las calles de Lima a unas 100 mil personas. En noviembre, habiendo salido ya Fujimori de Perú, se realizó exitosamente otra Jornada Nacional de Protesta seguida por una huelga campesina de 72 horas. Cuando Fujimori envió su renuncia desde Tokio, las organizaciones populares ya habían anunciado una huelga general que habría de iniciarse el 25 de noviembre. (ibid.,).

Lo sucedido en Perú es uno de los momentos culminantes de la multitud en la historia reciente de América Latina. El primero de ellos parece ser el carachazo, del 27 y 28 de febrero de 1989, cuando el anuncio de las medidas de austeridad económica inició lo que se ha llamado un ciclo u ola de protesta popular o social. La rebelión que comenzó en Caracas pronto se extendió a otras ocho ciudades del interior del país, donde la población saqueó centros y establecimientos comerciales, construyó barricadas, cerró calles, quemó transportes colectivos, autos y neumáticos, y creó con ello un caos que sólo pudo ser contenido por un despliegue represivo, el cual en una semana, según cifras oficiales, mató a 300 personas.

Pero tal contención no minó el clima de la rebelión en los años siguientes. Si en el período de 1989-90 se observaron 675 actos de protesta popular, tal cifra fue elevándose cada año hasta llegar a 1,096 en 1993-94, para declinar luego a 561, 534 y 550 entre 1994 y 1997. Al menos hasta 1994, los cierres de calles, la toma de establecimientos y las marchas fueron las expresiones de lucha más observadas.

Otro momento notable en la historia de las luchas populares de la América Latina de los últimos años es el proceso desencadenado con el alzamiento zapatista de enero de 1994, en Chiapas. Acaso la clave del gran éxito del movimiento zapatista en el segundo lustro de la última década del siglo XX fue haberse reconvertido aceleradamente de una guerrilla que buscaba el poder en un vasto movimiento social de gran convocatoria. Puede decirse sin temor a equivocaciones que no ha habido guerrilla más exitosa en América Latina (lo que incluye a las FARC de Colombia con sus 20 mil efectivos y 60 frentes en todo el país), porque habiendo realizado una precaria guerra de guerrillas de doce días tuvo efectos políticos de gran envergadura.

El tercer momento cumbre de las luchas sociales más recientes en América Latina indudablemente es el Argentinazo, como coloquialmente se denominan los levantamientos populares sucedidos en Argentina el 19 y 20 de diciembre de 2001. Es demasiado pronto todavía para saber si este alzamiento generará un ciclo de protestas populares de mayor envergadura. Pero sí se puede decir que dicho levantamiento es culminación de un ciclo acumulativo de extraordinarias experiencias de luchas populares contra las medidas de austeridad económica preconizadas por el neoliberalismo. Algunos autores (Laufer y Spiguel, 19990; consideran que un ciclo de protesta popular comenzó a partir de la pueblada de Santiago del Estero el 16 de diciembre de 1993.[8]

Entre 1989 y 1996 se registraron 1,734 protestas, de las cuales el 51% tenía una matriz sindical (ibid.,). Entre 1989 y 1990 comenzaron a aparecer los saqueos; éstos culminarían con el motín de Santiago del Estero, en 1993, y abrirían paso a un ascenso de las manifestaciones de protesta callejera, que tendrían otros dos momentos climáticos en las puebladas de Cutral Co, Plaza Hincul (Neuquen) y Libertador General San Martín (Jujuy).

Entre 1992 y 1999 se observaron nueve huelgas por rama a nivel nacional, generales a nivel provincial y generales a nivel nacional. En 1996 comenzaron a cobrar relevancia los cortes de ruta y aparecieron los piqueteros (grupos pequeños constituidos generalmente por desempleados) como principales protagonistas de dichos cortes.

Es importante destacar que los cortes de ruta, una de las formas de lucha más importantes de los últimos años en Argentina, se realizaron en aquellas provincias y ciudades del país en las que el nivel de necesidades básicas insatisfechas (NBI), el déficit ocupacional y la desocupación eran significativos. La desocupación iba desde un 12.5% en Neuquen y Plottier hasta un 26.8% en Gran Rosario, y pasaba por un 17 y 19% en el Gran Buenos Aires, Gran La Plata, Mar del Plata y Batán, Gran Cordova, Jujuy y Palpalá, Bahía Blanca, Santa Fe y Santo Tomé. Las poblaciones con mayor número de cortes de ruta fueron también ciudades donde el NBI alcanzaba porcentajes notables (entre el 25 y 48%): Cruz del Eje, Belén, Orán y Monteros. También fueron lugares en donde se observaron reducción en la participación electoral, mayor polarización social y privatizaciones de empresas públicas.

El Argentinazo de diciembre de 2001 resulta notable, no sólo por tratarse del clímax de las luchas de obreros en activo y despedidos, empleados públicos despedidos, sectores populares afectados por las alzas de precios, contenciones salariales y privatizaciones, jubilados reducidos en su calidad de vida, sino porque después de años de una hegemonía política sustentada en el control de la inflación y la paridad con el dólar , las clases medias se unieron a la protesta con motivo de la retención de sus ahorros (el Corralito).

Esa alianza circunstancial de distintos sectores populares (piqueteros y caceroleros) en una pueblada de nivel nacional -independientemente de las provocaciones que haya montado el menemismo-, convirtió la creciente crisis económica en una significativa ingobernabilidad y en una afirmación de lo popular después de décadas de haber sido desmantelado éste, en el contexto de la guerra sucia observada entre 1976 y 1982.[9]

En Guatemala, la guerra sucia destruyó o debilitó el tejido social de la resistencia antineoliberal. En la década de los setenta se desarrolló un notable movimiento popular articulado en torno a lo sindical sin el cual resulta inexplicable el alzamiento guerrillero posterior. Cuando las medidas neoliberales se empezaron a implantar en el país, tal movimiento había sido desarticulado mediante el terrorismo de Estado más cruento de América Latina.

Los años noventa observaron un crecimiento del movimiento de los pueblos indígenas y de los derechos humanos, mientras el movimiento sindical no se recuperaba del descabezamiento observado años atrás.

En Colombia, las medidas precursoras del neoliberalismo ensayadas durante el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1977) provocaron el Paro Cívico Nacional de 1977. Éste inició un ciclo de protesta popular que tendría en 1978 su momento climático, por el número de huelguistas (el mayor de dicha década) y por el número de paros cívicos, el mayor registrado entre 1958 y 1981. Sin embargo, en la década de los ochenta, pese a las medidas de carácter neoliberal que empezó a tomar el gobierno de Belisario Betancur, probablemente debido a la escalada de violencia, la protesta popular no adquirió los niveles de 1977 y 1978. Aún así, pese a la ausencia de paros cívicos -como los observados entre 1977 y 1978- en el quinquenio 1981-1985 el número de huelguistas para cada año estuvo entre los 700 y casi 900 mil. Entre 1988 y 1991, se observó otro repunte huelguístico que involucró anualmente entre 900 mil y más de un millón de huelguistas, para decrecer en un 50% en los años siguientes.

Así pues, desde los albores del neoliberalismo, sus rigores provocaron todo tipo de actos de resistencia. Los contextos y causas desencadenantes fueron diversos en los países de la región. En México, Venezuela, Argentina, Chile y Uruguay es evidente que el neoliberalismo desmanteló beneficios sociales y calidad de vida propios de la versión latinoamericana del Estado benefactor. El anuncio de medidas de austeridad y encarecimiento de la vida, por un presidente que como candidato había ofrecido lo contrario, precipitó el Caracazo en Venezuela y el inicio de las puebladas en Argentina. La confiscación temporal de cuentas bancarias desencadenó el Argentinazo de 2001. El anuncio de que Fujimori se reelegiría por tercera vez inició el ascenso de la protesta popular en Perú. La reforma del artículo 27 de la Constitución, que daba por finalizado el reparto agrario y permitía la venta y la renta del ejido, fue uno de los hechos que alentaron la rebelión Zapatista en Chiapas, en 1994.

En el período comprendido entre 1996 hasta agosto de 2001, la revisión de algunos diarios latinoamericanos y estadounidenses dio cuenta de 281 campañas y 969 protestas en toda la región (ibid.,).[10] Las proporciones de tales campañas tuvieron un comportamiento oscilatorio con cúspides que significativamente son cada vez más grandes que la anterior: en 1997, 1999 y 2000. De igual manera, el epicentro de las protestas pasó de Perú, Argentina, República Dominicana, Brasil, Bolivia y Venezuela, en los ochenta y principios de los noventa, hacia Ecuador, Colombia, Honduras, Nicaragua y El Salvador, entre 1996 y 2001.

Ciertamente nuevos actores y nuevas expresiones de lucha han surgido en todo este proceso. El desmantelamiento de industrias y el decaimiento de productos de primo exportación han desaparecido antiguos sujetos. El mercado del narcotráfico ha hecho surgir a otros. En Bolivia, en el Chapare, la población pasó de 5 mil a 35 mil familias y a 200 mil personas, en veinte años, que viven de la producción y comercialización de la coca.

El incremento poblacional se nutrió de los masivos despidos en las minas -los legendarios mineros bolivianos prácticamente han desaparecido-, de la población campesina expulsada por las sequías en las altas mesetas en Los Andes, y de los contingentes de desocupados que las ciudades expulsaron. Esta multitud abigarrada ha constituido a los cocaleros, que han sido en los noventa uno de los ejes del movimiento popular boliviano.

Los cocaleros del Putumayo, Guaviare y de la Baja Bota Caucana, en Colombia, han encabezado un fuerte movimiento para que los reconozcan como movimiento social y no como simples delincuentes. Surgido de tradiciones de lucha campesina desde los años setenta del siglo XX, nutrido con ex obreros industriales que perdieron su trabajo y de marginales residentes en las periferias urbanas, el Movimiento de los Sin Tierra (MST), se convirtió en los noventa en la parcela más conocida e influyente del movimiento social brasileño. En el Ecuador, las distintas etnias agrupadas en el Consejo Nacional Indígena (CONAI), se convirtieron en los últimos años del siglo XX en el epicentro en una poderosa fuerza social que tuvo que ser tomada en cuenta para restablecer la gobernabilidad. A partir del segundo lustro de los ochenta, como ya se ha dicho, el movimiento étnico resultó ser la gran novedad en Guatemala, como también sucedió con los mapuches en Chile.

Ex obreros y ex mineros convertidos en luchadores agrarios, trabajadores rurales y marginales urbanos con demandas campesinas, burócratas, estudiantes, pueblos indígenas, desempleados, ambientalistas, mujeres: tales son algunos sujetos del abigarrado movimiento de protesta social en América Latina.

Las formas de expresión de la protesta incluyen también novedades además de los ya antiguos cacerolazos: marchas a caballo y con machetes que evocan al imaginario zapatista y villista, tambores y cornetas propias de las porras deportivas, crucifixiones, desnudamientos públicos, perforaciones de piel y extracciones de sangre, ollas populares, marchas del silencio, apagones, bocinazos, misas procesiones y rezos, marchas carnavalescas, todas ellas manifestaciones lúdicas que se alternan con el drama de los motines, rebeliones, cortes de ruta, huelgas y la represión del Estado que le suceden.

En medio de todo, esta diferenciación, drama y manifestaciones lúdicas, los obreros parecen seguir jugando un papel significativo. Entre las 281 campañas de protesta contra la austeridad observadas entre 1996 y 2001, el sujeto más activo fue la clase obrera con su participación en el 56% de dichas campañas.

La abigarrada composición, su desigual nivel de propuesta política alternativa y la rebelión popular han tenido igualmente un desigual efecto político y social en las distintas sociedades en las que se han observado. El alzamiento zapatista en Chiapas tuvo entre sus consecuencias un nivel de dotación de tierras sin precedentes en una región en la que la reforma agraria se había escamoteado o aplicado con morosidad: en 1994 las organizaciones campesinas tomaron 698 predios de entre 2 y 33 hectáreas y entre 1995 y 1996 las autoridades agrarias tuvieron que entregar más de 250 mil hectáreas invadidas a través de la indemnización de sus antiguos propietarios.

Los efectos del alzamiento zapatista también cambiaron la geografía electoral a nivel municipal en las regiones aledañas al levantamiento, y pese a que después el zapatismo pregonó el abstencionismo electoral, lo que facilitó al partido gobernante (PRI-Partido Revolucionario Institucional) retomar el control, lo hizo con un número de votos cada vez más reducido (París, 2001). En Brasil, los efectos del crecimiento del MST también son impresionantes. Entre 1974 y 1984 el país observó 115 asentamientos, mientras que entre 1985 y 1989 tal cifra se elevó a 615, para disminuir a 478 en el quinquenio siguiente, y subir a 2,750 entre 1995 y 1999, para totalizar casi 4 mil asentamientos rurales en el período (Fernández, 1999; Souza 1999).

Si bien el proceso de constitución programática de los movimientos populares en América Latina es incompleto, no pueden desdeñarse sus impactos políticos. En Venezuela, el Caracazo abrió un ciclo de protesta popular que puso en crisis terminal al sistema de partidos políticos y a la institucionalidad acordada en el Pacto de Punto Fijo de 1959, además de abrirle el paso al fenómeno del chavismo. En Ecuador, el movimiento de los pueblos indígenas interrumpió un período presidencial y generó una crisis de gobernabilidad que obligó a la Casa Blanca a intervenir para frenar un proceso de consecuencias impredecibles. En Perú, fue un factor sustancial en el fin del fujimorato.

En Argentina, la creciente protesta popular desde 1993 precipitó la primera caída del arquitecto del neoliberalismo, Domingo Cavallo, en 1996, terminó con la presidencia de De la Rúa y de Rodríguez Saa y ha generado un proceso en el cual la legitimidad de la mayoría de los partidos políticos y del Estado se encuentra en entredicho. En México, el zapatismo marcó el principio del fin de la hegemonía del salinato y junto a la oposición de izquierda y de derecha fue un factor sin el cual no se explica la conclusión de las siete décadas de hegemonía priísta.

CONCLUSIÓN

  • La violencia genera cambios en la conducta social, produce erosión del capital social, entendido éste como el conjunto de relaciones sociales y organizacionales que hacen posible la colaboración y cooperación entre distintos niveles de la sociedad para mejorar su nivel de desarrollo y de armonía.
  • El ser humano tiende a identificarse con figuras de distinto matiz y, en ese espectro, desafortunadamente, también hay quienes se identifican con aquellos que actúan por fuera de la ley.
  • La violencia obedece a causas múltiples y debe ser enfrentada con estrategias polivalentes; es necesario mejorar y mantener actualizada la información sobre las características y circunstancias en que ocurren los hechos de violencia; se debe privilegiar lo preventivo sobre lo represivo, con énfasis hacia los proyectos que actúen sobre las causas que pueden evitar la ocurrencia de violencia (prevención primaria); las intervenciones, proyectos o decisiones tomadas por autoridades, instituciones académicas u organizaciones no gubernamentales, deben hacerse con el debido planeamiento, seguimiento y evaluación de sus resultados.
  • Las comunidades (ámbito local, municipal) deben ser parte activa de los proyectos, con claro derecho a proponer, modificar y actuar en su desarrollo; la sociedad civil (entendida como los sectores sociales que no forman parte del aparato del Estado, gobierno, fuerzas militares, legisladores, jueces y magistrados), tiene responsabilidad y derecho a apoyar e implementar acciones y proyectos preventivos; las condiciones locales y las comunidades dan la pauta para el diseño de políticas. En tal sentido, se invita a pensar con imaginación y a desarrollar propuestas colectivas, que lleguen y afecten a mayores grupos de población; los grupos vulnerables con mayor riesgo de ser víctimas deben ser atendidos en forma especial.

BIBLIOGRAFÍA

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Scribano, Adrián 1999. “Argentina ’cortada’: cortes de ruta y visibilidad social en el contexto de ajuste”, en Margarita López Maya (editora), Lucha popular, democracia, neoliberalismo: protesta popular en América Latina en los años de ajuste. Editorial Nueva Sociedad, Caracas.

[1] Esta afirmación de Briceño puede ser extendida a las favelas de Río de Janeiro, las limonadas en Guatemala, las poblaciones en Santiago de Chile.

[2] Al citar al investigador brasileño Bento Rubiao, Sperberger y Happe (1999, p.14) afirman: “…la policía en Río no cumple funciones de auxilio hacia las víctimas, sino que representa para los favelados el “inimigo No. 1”

[3] Tavares (2001, p. 8) habla de movilizaciones de policías civiles y militares en diez estados brasileños en los meses de junio y agosto de 1997, así como de huelgas de policías entre 1997 y 2001 en los estados de Río Grande del Sur, Sao Paulo, Minas Gerais, Pernambuco, Río de Janeiro, Alagoas, Bahía y Tocantins. En años recientes, también hemos visto movilizaciones y huelgas semejantes en la ciudad de México.

[4] Es necesario resaltar el caso de Guatemala, en donde en medio del crecimiento rampante del crimen organizado y la delincuencia común, el aparato de la guerra sucia no ha sido desmantelado. Más aún, los oficiales más connotados de la inteligencia contrainsurgente tienen una red de lealtades recíprocas que es conocido como La Cofradía. LaCofradía (típica manifestación del poder invisible) era a principios del siglo XXI uno de los grupos de poder invisible más influyentes en el país. Véase Vela, 2001.

[5] Probabilidad de arresto multiplicado por la probabilidad de sentencia.

[6] La palabra viene de guachman, versión castellanizada de la palabra inglesa watchman (vigilante).

[7] El vacío estatal fue aludido por el Procurador de los Derechos Humanos en Guatemala como la causa primordial de los linchamientos: “Yo creía que se debían (los linchamientos) a la guerra, por las masacres y el genocidio, pero ahora estoy seguro que se deben a la justicia, que es inoperante y lenta” Al menos en el caso guatemalteco, la explicación resulta incompleta si solamente se queda ahí. Como dice Carmen Aída Ibarra, una analista guatemalteca, la cultura del terror y de la violencia también cumplen un papel: “Los códigos éticos de los guatemaltecos son de autoritarismo y violencia… además la guerra de 36 años tocó la mente y el corazón de los guatemaltecos. La violencia se convirtió en algo normal, la vida perdió valor”. Véase Figueroa Ibarra (2000).

[8] En Argentina se le llama pueblada a las rebeliones masivas de carácter urbano (Laufer y Spiguel, 1999, pp.18, 30).

[9] Los distintos autores de los artículos que componen el Cuaderno No. 7 de La FISyP en Buenos Aires, coinciden en destacar meritoriamente y no peyorativamente, esta participación de las clases medias en el Argentinazo y en resaltar el flujo popular después de que este fue cortado por la guerra sucia (Gambina et al, 2002)..

[10] El autor del trabajo que consigna estos datos define a las campañas como luchas extensas contra una política específica de austeridad y a la protesta como los sucesos individuales que se observan en una campaña (marchas, cortes de ruta, huelgas etc.,).

 

 

 

 

Autor:

Elsa Benaducci Ugaz

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