Esta pregunta apunta a la posibilidad de un habla plural. Y ella significa a su turno la posibilidad de una comunicación ni igual ni desigual, ni dominante ni subordinada, ni mutualista ni recíproca, sino disimétrica e irreversible. Un habla que no aplaste lo desconocido, sino que acepte en ello su propio origen — y su destino.
Un habla fuera de la filosofía, un habla que se pondría a sí misma, por su exigencia de salir del ser unitario y de su continuidad profunda, de su fondo continuo, fuera de la ontología.
1 Este texto, que aquí se presenta muy abreviado, sirvió de base para el seminario de filosofía correspondiente al cuarto semestre de la Maestría en Filosofía e Historia de las Ideas, UAZ, en octubre de 1998.
2 Maurice Blanchot, "El pensamiento y la exigencia de discontinuidad", en El diálogo inconcluso, Monte Avila, Caracas, trad. Pierre de Place, 1974, p. 31
La interrupción de lo incesante
¿Hay "una" filosofía en Maurice Blanchot? La pregunta, en su aparente inocencia, resulta casi inmediatamente ofensiva. En todo caso, de haber filosofía, no podría ser de Maurice Blanchot, por más que sus escritos dejen ver, aun en su retirada y su borramiento, una firma. La pregunta es, propiamente, un desvío. Cierto: los libros de Blanchot están allí, prácticamente al alcance de cualquiera. Sus libros hacen acto de presencia — incluso si en ellos ha buscado hacer presente la ausencia del libro. Ha intentado poner en juego al juego mismo, y con ello se ha complicado todo: las ideas más firmes se deshilachan en la oscilación de la escritura. ¿Filosofía? Pero de ella están ausentes —comprometidos en su raíz, no sólo en el uso que de ellos puede haberse hecho— Dios, Yo, el Sujeto, la Verdad, el Libro, la Obra… Georges Bataille no vacilará: la filosofía (crítica) de Blanchot es, ante todo, su literatura3. ¿Hay una filosofía en, de la escritura? Pensar, ¿qué tiene que ver con escribir, con hablar, con disimular, con morirse?
Podría, a pesar de todo, comenzarse a partir de un enunciado canónico: el hombre es el (¿único?) animal que habla.
¿Qué mundo —qué juego de exclusiones e inclusiones— le corresponde a criatura semejante? Tomarse en serio esta "propiedad" de los hombres conduce a sorprendentes —y no siempre agradables— constataciones. En primer lugar, adviértase que el lenguaje no sólo no es "propiedad" de los hombres — no se reduce a ser un instrumento en sus manos (¡o en su lengua!): le sustrae también todo lo que en su despliegue le suministra. Nunca está meramente a su servicio; de hecho, más bien ocurre lo contrario. "El error", indica Blanchot en un comentario sobre Mallarmé, "es la creencia de que el lenguaje sea un instrumento del que el hombre dispone para actuar o para manifestarse en el mundo; en realidad, es el lenguaje el que dispone del hombre, garantizándole la existencia del mundo y su existencia en el mundo"4. Los objetos no imponen su significado a los signos, sino que éstos se sobreimponen a aquéllos, ajustándolos a su significación; en conse- cuencia, el discurso no "expresa" lo individual, sino que somete a éste a las exigencias de su propio orden de inteligibilidad.
El lenguaje no es ni una expresión ni una traducción del espíritu, sino su norma, o, como también sostendría Brice Parain, algo así como su osamenta y una promesa de certidumbre5. Por el lenguaje, el individuo se disuelve en lo universal: su destino es formular "no lo que el hombre posee de más íntimamente individual, sino lo más íntimamente impersonal, lo más semejante a los demás"6. Lo más íntimo… no nos pertenece. Por lo mismo, el lenguaje es menos comunicación que impugnación: hablando (de) las cosas, hablándonos nosotros mismos, estamos bajo la protección y el dominio de lo universal. Lo inteligible reemplaza a lo sensible, no le da cauce. Pero, paradójicamente, el lenguaje es a la vez una afirmación y una negación de ese orden de inteligibilidades. "El sentido del lenguaje", continúa Blanchot, "cuya misión parece consistir en manifestar las cosas en todo momento, cuando en realidad las sustituye por su inteligibilidad, se halla precisamente en (…) su esencial poder de impugnación. El lenguaje está unido al saber en tanto que le asegura unos puntos fijos, una permanencia, una determinación por medio de lo general, o sea, un alto en la búsqueda apasionada del resultado; pero también está unido al saber desde el momento en que pretende hacerlo no-saber, dejarse llevar hacia revueltas, rupturas y malentendidos en una eterna confrontación y un eterno derrocamiento del por y del contra, hacia una negación de todo principio estable que es, igualmente, negación de sí mismo"7.
Lo "real" es un efecto del lenguaje — pero hay otra "cosa" que no es real, y a la cual todo lenguaje se remite (o gira erráticamente en torno).
Afirmación lingüística/negación literaria de su inteligibilidad, de su firmeza, de su seguridad, de su generalidad. Según veremos, la literatura (el arte, la obra) realiza el deseo del lenguaje —comunicar el silencio por medio de las palabras, expresar la libertad a través de las reglas— pero en esa realización sólo puede impugnarlo, destruirlo, despreciarlo. Podrá decirse así que la escritura no es (una) expresión de la lengua, sino su fin. En ella palpita una fuerza aleatoria de ausencia, ella apunta al afuera del discurso.
Y no sólo eso; el lenguaje, si ha de significar, debe sostenerse a sí mismo al filo de la muerte.
En este preciso respecto, Hegel en absoluto se engañaba: según la celebérrima fórmula de la Fenomenología del Espíritu, el lenguaje (en Hegel, el saber absoluto, la filosofía) es la vida que lleva la muerte en sí y en ella se mantiene8. También Pierre Klossowski lo habría señalado: "Lo existente parece constituirse sólo por la búsqueda de un sentido: no es nada más que la posibilidad de un comienzo y de un fin. La significación en la existencia procede de su finitud misma, o sea, el movimiento hacia la muerte"9. Lo que no tiene comienzo ni fin, lo inmortal, simplemente no tiene significación alguna. ¡Curiosa determinación preliminar de lo que sería el Ser!
La relación entre los hombres y el (su) lenguaje nunca —por más que siempre lo imagine— ha sido "instrumental". ¿Qué sucede cuando aparece la significación? ¿Qué desaparece cuando el lenguaje entra en escena? Maurice Blanchot, escribiendo, disimulándose en la disimulación de la escritura, repite el gesto mitogónico: él también busca a Eurídice. Y la busca a sabiendas de la imposibilidad que le circunda. Blanchot, atento a ese gesto-límite que es la escritura, se dirige asimismo a Lázaro, aunque no al Lázaro resucitado, sino al oscuro, al descompuesto, al Lázaro putrefacto y perdido. Quiere, en definitiva, lo que el lenguaje, al dárselo como signo, le retira como materia, como cuerpo, como fuerza, como pérdida.
Georges Bataille ya advertía acerca de la impotencia de las palabras para nombrar de una vez por todas lo que es. Pero hay algo más. Para (poder) ser, el lenguaje decreta la muerte del ser. Pero ese ser, en su naturaleza a-significante, esa perpetuidad muda, es también, de siempre, la muerte: o, más bien dicho, lo inmortal10. Profunda ambigüedad del lenguaje, que extrae de la presencia de la nada en cada uno de los seres su potencia de significación. El lenguaje impone un principio y un fin en el seno mismo de lo incesante: por ello es imposible disolver el vínculo entre el signo y la muerte. Imposible ambigüedad del lenguaje, que se desdobla en la imposible imposición de la metafísica: el sentido es un devenir de los entes que, apoyándose en aquello que niega o imposibilita todo sentido —es decir: el ser—, se constituye en la negación de su finitud. El mundo es por ello insostenible: "Lo existente como mundo", advierte Klossowski, "se forma a partir de la impotencia de pensar nunca el ser en cuanto ser"11.
Impotencia, ciertamente, pero impotencia productiva.
3 "Si Blanchot hubiese descrito, de modo sistemático, esa nueva realidad que la literatura engendra, habría escrito una obra de filósofo; de crítico filósofo, pero, esencialmente, de filósofo. Y quizás, a fin de cuentas, lo haya hecho de manera implícita. Es posible extraer de sus análisis una descripción del ser aprehendido en las apariciones y destrucciones de las obras del lenguaje, de esa ‘palabra de las obras acompañada del rumor de su reputación’. Pero, precisamente, Blanchot no ha sustituido las obras mismas por esa descripción. Eso sería una banalidad si lo comparamos a las alegres oscilaciones de la realidad, a la tragedia impotente que relatan fielmente esas obras, con precisión y fantasía. Al contrario, Blanchot las sustituye por una filosofía de la literatura… Pero la literatura en general sigue siendo filosofía, es una entidad descriptible en términos de filosofía, mientras que una obra concreta es el movimiento de la literatura, una experiencia: no es una filosofía, sino la confesión de impotencia del lenguaje que no puede nombrar, de una vez por todas, lo que es". Georges Bataille, "Maurice Blanchot", en El Urogallo, Nº 78, Madrid, 1992, p. 28
4 Cf. Maurice Blanchot, "Mallarmé y el arte de novelar", en Falsos pasos, Pre-textos, Valencia, trad. Ana Aibar Guerra, 1977, p. 179
5 Cf. Brice Parain, Recherches sur la nature et les fonctions du langage, Paris, 1942
6 M. Blanchot, "Investigaciones sobre el lenguaje", en Falsos Pasos, o. c., p. 100 y 101
7 Ibíd., p. 102
El dulce tormento
Ese deseo de oscuridad, esa huida del día, esa búsqueda de lo que inevitablemente es rechazado, esa exigencia de darse al abismo, es aquello que de modo esencial caracteriza, según Blanchot, a la experiencia literaria. El arte, la Obra, se sitúa en esa región limítrofe, entre el sentido y el ser-para-siempre donde todo sentido se desfonda. En su estar presente subviene la ausencia del ser: en su hacer memoria, sobreviene el olvido de lo que es sin principio ni fin. Si la palabra es la vida de la muerte, la inquietud de la literatura es el anhelo por alcanzar, por tocar el antes de la palabra. No la (palabra) flor, sino su negrura, su irrespirable perfume, el invisible polvo que todo lo impregna, "ese color que es rastro y no luz"12. Búsqueda (de lo) imposible, de esa imposibilidad que consiste en llegar a la muerte desde la vida — y volver, indemne, a ella. Pero ¿cómo insistir en ello si se sabe ya de la imposibilidad?
¿Para qué ir en pos de Eurídice si sabemos que nunca será nuestra?
Tal es el tormento. Hay un antes del lenguaje, un momento que precede a toda significación. El instante donde lo incesante se interrumpe con la irrupción del sentido. Preguntarse por ello es lo mismo que aprender a concebirse de una manera distinta. El hombre no simplemente dispone de signos para poder comunicarse. Para que los signos sustituyan a las cosas, para que en la voz resuene lo que ha desaparecido, el lenguaje ha de prescindir de todo — y, de manera eminente, de la especie que lo ha engendrado. Existe de espaldas al sujeto que se imagina su dueño. En el nombre que trae las cosas al mundo late un corazón de au- sencia y olvido. Las palabras dan el ser — pero lo dan invadiendo cada cosa con la nada (del ser). Por el len- guaje, las cosas son constituidas en el ser — y, en el mismo movimiento, restituidas a lo insignificante. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto de esa cosa que vive de la desaparición, del escamoteo de todas las cosas? No está más allá del mundo, pero tampoco se confunde con éste. No es lo mismo que la consciencia, pero difícilmente coincide con lo inconsciente. No es noche, y tampoco día.
"Es", dice Blanchot, "el lado del día que éste ha desechado para hacerse luz"13. No la muerte como fin, sino esa muerte que es la rigurosa imposibilidad de morir.
Revelar lo que toda revelación destruye. Pensar lo que el pensamiento excluye. "Negando el día, la literatura reconstruye el día como fatalidad; afirmando la noche, encuentra la noche como imposibilidad de la noche"14. No el día, y tampoco la noche: lo que hay antes y por debajo del día, antes y por debajo de la noche.
¿El ser? La filosofía pregunta por el ser pero en esa pregunta busca la luz del día donde el ser se (ex)tiende. Antes de que aparezca el día. Pero el misterio no puede revelarse. El ser, como el día, existe en la oscilación "no existe/ya existe". Tremolación pura, el ser aparece en su desaparición, se aproxima en su alejamiento.
Sin duda, el ser se dice de muchas maneras. Sí, pero ¿quién lo dice? ¿Qué es decir el ser? El ser, ¿no habría de ser la inocencia y el silencio, lo que resta más acá de las palabras? ¿Hay ser fuera de la palabra "ser"? Blanchot no es precisamente un empirista, aunque tampoco coincide con lo que se define en la tradición como un idealista. El idealismo es el lenguaje cuando quiere moralizar. El lenguaje es la vida de la muerte: en él fulgura la desaparición del ser. Es una invocación de lo irrevocable. Pero, ¿hay un resto detrás del lenguaje?
La literatura es lo que abre ese detrás y ese antes: ese entre. "El horror de la existencia privada de mundo, el proceso mediante el cual lo que deja de ser sigue siendo, lo que se olvida tiene siempre cuentas pendientes con la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad de morir, lo que quiere alcanzar el más allá siempre está más acá"15. Nuestra existencia es fundamentalmente poética; la poesía no es un medio, sino un principio — y un fin.
Poético es el abrirse a ese más acá del sentido de las palabras, antes y por debajo del día que instauran.
Las metáforas espaciales son un irremediable desvío. Notémoslo: Blanchot no sostiene que sólo los poetas puedan alcanzar ese momento patético y auroral en el que chocan el silencio de las cosas y las palabras que viven precisamente de su extinción en cuanto cosas. Dice que sólo cuando el lenguaje es poético —y ello no tiene nada que ver con una profesión u oficio— aparece lo que el lenguaje (también) es: allí donde las pala- bras "son más fuertes que su sentido"16. El brillo del discurso oculta una presencia inquietante: es la presencia del sentido, pero presencia que delata una ausencia, una intrusión inaprehensible. El brillo del día reposa en una sustancia material asquerosa, "como una escalera en marcha, un corredor que se despliega, razón cuya infalibilidad excluye a cualquier razonador, lógica hecha ‘la lógica de las cosas’"17. Cuando es poético, el len- guaje se experimenta a sí mismo como una cosa, como una sustancia, como un animal "que se come y que come, que devora, se engulle y se reconstituye en el vano esfuerzo por trocarse en nada"18.
Hablar sólo es posible apoyados en una tumba.
8 Cf. G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, FCE, México, trad. W. Roces y R. Guerra, 1964
9 Cf. Pierre Klossowski, "Sobre Maurice Blanchot", Tan funesto deseo, Taurus, Madrid, trad. Mauro Armiño, 1980, p. 123
10 Comentando un texto de Borges, Juan García Ponce señala: "¿Qué es lo que ha reducido a los inmortales a ese miserable estado para los ojos del que hasta entonces se cree mortal, pero también es inmortal ya porque el arroyo cenagoso es el río de los inmortales? Precisamente su condición de inmortales, porque esa condición descansa en el olvido y ese olvido incluye un olvido de sí y tiene como fundamento y base primera la absoluta indiferencia. Para los inmortales no importa que el tiempo pase, no importa que la vida pase, porque ni el tiempo ni la vida pasan para ellos. En su mundo no hay bien ni mal, no hay actos positivos ni negativos, no hay grandeza ni miseria. Todo es igual. Nos damos cuenta de que el olvido de sí es una entrada al no ser que se parece en todo a la muerte. Los inmortales lo son porque habitan en el espacio de la muerte". Cf. Juan García Ponce, "La imposibilidad de morir", en Apariciones, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 177
11 P. Klossowski, "Sobre Maurice Blanchot", loc. cit., p. 124
12 Cf. M. Blanchot, "La literatura y el derecho a la muerte", en De Kafka a Kafka, Fondo de Cultura Eco- nómica, México, trad. Jorge Ferreiro, 1991, p. 51
La exposición a lo no humano
El hombre es —posiblemente— el único animal que habla. Pero por hablar se expone a un ruido extraño e inhumano, a un rumor de fondo que ningún sentido y ninguna palabra registran ni pueden hacer asequible. El lenguaje nos pone en contacto con una realidad que trasciende al ser — si por "ser" entendemos una verdad lógica y expresable. Pero esa verdad depende íntegramente de la mentira que es el lenguaje, ese ser reposa en la nada, esa vida sólo es tal en virtud de la muerte. Y aquí el problema se escinde. Ante el horror del ser, ante la angustia de ser, la muerte es la salvación. Pero no la muerte que creemos conocer, la muerte asimilada, la muerte sin la cual ni siquiera podría haber un mundo (humano). "La muerte trabaja con nosotros en el mundo", advierte Blanchot; "poder que humaniza a la naturaleza, que eleva el ser a la existencia, está en nosotros, como nuestra parte más humana; sólo es muerte en el mundo, el hombre la conoce sólo porque es hombre, y sólo es hombre porque es la muerte en devenir"19.
Pero esa muerte desaparece con mi muerte. Al morir, dejo de ser mortal.
La muerte, ¿es lo más propio de los hombres? Porque habla, el hombre lleva en sí a la muerte y se sostiene en ella. Pero se sostiene en aquello que le destruye (sólo así puede sostenerse). "El hombre entra en la noche, pero la noche conduce al despertar y helo ahí miseria"20. Porque habla, el hombre es un doblez, un plegamiento, una eterna contra-dicción. En todo esto, Blanchot se mueve resueltamente en un horizonte hegeliano. El lenguaje niega al mundo en y por el mismo impulso bajo el que lo conserva. Niega la muerte, y por ello la lleva dentro de sí. No habría ni sentido ni trabajo sin esa negación previa de las cosas en su materialidad. Ahora bien, lo que Blanchot entiende por "literatura" es el borde del mundo y del tiempo que el lenguaje, con su característica acción, configura. Lo literario del lenguaje es su conexión con lo informe, su intersección con lo inhumano. Literario es el deslizamiento, la indecisión, la vacilación, la mixtura, la interferencia entre lo real y lo imaginario, entre la acción y la inacción, entre la comprensión y lo inexplicable.
La literatura es el lenguaje de lo que no es lenguaje — ni puede ser llevado a él.
"La literatura aparece entonces vinculada a lo extraño de la existencia que el ser ha repudiado y que escapa de cualquier categoría"21. Menos lo inefable que lo que el propio lenguaje condena al silencio, la fuerza impersonal que el sentido reduce a mero rumor, a presencia cancelada, a "muerte sin muerte" y "supervivencia que no es supervivencia". El borde del lenguaje es la ambigüedad, pues asume el carácter bifronte de cada palabra —presencia material y ausencia ideal— sin reducir o reemplazar al uno por el otro. La ambigüedad del lenguaje es constitutiva, pues la negación, la irrealidad y la muerte son sus herramientas para hacer sentido, pero cuando el sentido se ha formado no puede dejar de remitir a su negación, a su irrealidad, a su muerte.
"O bien la muerte se muestra como la fuerza civilizadora que desemboca en la comprensión del ser. Pero, al mismo tiempo, la muerte que desemboca en el ser representa la locura absurda, la maldición de la existencia que reúne en sí a la muerte y al ser y no es ni ser ni muerte"22.
La nada crea al ser.
Pero, como hemos visto, el "ser" de Blanchot coincide con el mundo de los hombres, el mundo generado por la negatividad, es decir, por el trabajo y por el lenguaje. El ser es una creación de esa nada que el hombre pone a su servicio — pero una nada cuya soberanía sólo el borde poético del lenguaje puede apenas avizorar o captar como en lejanísimo eco: "Escribir, ‘formar’ en lo informe un sentido ausente. Sentido au- sente (no ausencia de sentido, ni sentido que faltaría, potencial o latente). Escribir es tal vez traer a la superficie algo como un sentido ausente, acoger la presión pasiva que todavía no es pensamiento, aunque ya es el desastre del pensamiento. Su paciencia"23.
La literatura manifiesta eso que el sentido, por nacer, ya ha hecho inaccesible. Es la palabra de quien se calla24.
Digamos, al pasar, que, haciendo dialogar —no sin perversión— a Tomás de Aquino con Blanchot, Klossowski ha notado que ese abismo (Ungrund) que, muriendo, da vida a la palabra, no puede ser otro que Dios: "Dios sería ese abismo (Ungrund) que exige hablar, nada no habla, nada (el Ungrund) encuentra su ser en la palabra y el ser en la palabra no es nada"25. ¿Qué cosa/no-cosa revela la literatura sino ese abismo cuya huella se adivina en las cosas y los seres antes de que con la palabra hagan su entrada en el mundo? Pero, el Altísimo, ¿es ese sentido, ese signo, esa palabra —común o privilegiada— que desciende a lo insignificante, al fondo sin fondo, al pozo del ser-nada, para traerlo, ausente, nocturno, fugitivo, a la plena luz del día? ¿Ese Dios es el abismo — o la exigencia de elevarse sobre la nada?
De cualquier manera, como huella, como muerte, como insignificancia, como insomnio, como au- sencia, como silencio, allí queda, vigilia exasperante, el Más Alto — y su ley.
13 Ibíd., p. 53
14 Ibíd., p. 54
15 Ibíd., p. 61
16 Ibíd., p. 63. La oposición entre fuerza y significación es un tema recurrente en la filosofía francesa contemporánea. Véase, al respecto, de Jacques Derrida, La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, trad. Patricio Peñalver, 1987, en esp. el capítulo 1.
17 "La literatura y el derecho a la muerte", o. c., p. 64
18 Ibídem.
19 "La literatura y el derecho a la muerte", loc. cit.., p. 66
20 Ibíd., p. 67
21 Ibíd., p. 71
22 Ibíd., pp. 77-78
23 M. Blanchot, L’écriture du désastre, Gallimard, Paris, 1980, p. 71
24 P. Klossowski, o. c., p. 126
25 Ibíd., p. 131
Kafka o la ambigüedad
Estas indicaciones preliminares resultarán, sin duda, demasiado sumarias. Tendrán que ser observadas pacientemente en el juego que Blanchot les provee. En su meditación sobre Kafka, por ejemplo, el crítico des- cubre esa ambigüedad del lenguaje que desemboca indefectiblemente en una de las obras más inquietantes, sombrías y complejas que alguna vez se haya producido. "Toda la obra de Kafka está en pos de una afirmación que quisiera conquistar mediante la negación, afirmación que, desde que se perfila, se sustrae, parece mentira y así se excluye de la afirmación, haciendo de nuevo posible la afirmación"26.
Kafka se percató muy tempranamente del vínculo que enlaza a la escritura con la muerte. "Sólo se puede escribir", dice Blanchot a propósito de un pasaje del Diario de Kafka, "si se permanece dueño de sí mismo ante la muerte, si con ella se han establecido relaciones de soberanía"27. Es por ello que, en el mundo de Kafka, la muerte de Dios no quita a éste nada de su poder: al contrario, la trascendencia muerta es invencible. En sus relatos, la muerte de Dios no representa liberación alguna, sino la imposibilidad misma de la muerte. Remite a la asfixiante supervivencia: "No existe el fin, no hay posibilidad de terminar con el día, con el sentido de las cosas, con la esperanza; es la verdad de la que el hombre de Occidente ha hecho un símbolo de felicidad, que ha tratado de hacer soportable desprendiendo de ella la vertiente feliz, la de la inmortalidad, la de una supervivencia que compensaría a la vida. Pero esa supervivencia es nuestra propia vida"28. El espanto, la esperanza y el consuelo forman, en Kafka, un solo bloque.
La lección es nítida: el horror no consiste en carecer de esperanza, sino en no alcanzar a despojarse suficientemente de ella.
La exigencia del escritor tiene que ver, por otra parte, con la cuestión de las fronteras. La soledad y el lenguaje se encuentran, abismándose una en el otro, en la violencia de la obra; como resultado, la escritura tiene el valor de un extremo, de un verdadero límite de lo experimentable. El arte es la proximidad máxima de lo humano a eso que sería el vacío de lo inhumano. Exposición al relámpago, la literatura no puede quedarse con la luz sino solamente con su reflejo en un rostro que, aterrado, retrocede. Extraña luz que se hurta a la visión. "El lenguaje es real", señala crípticamente Blanchot, "porque puede proyectarse hacia un no lenguaje que es y no realiza"29. Kafka se sabe real solamente en la irrealidad literaria: pero nunca se encuentra.
El lenguaje es, por ello, infinita —interminable— impugnación e inquietud. No hay en él ninguna "buena voluntad". El lenguaje no interrumpe la violencia — es uno de sus modos más potentes. "La crueldad del lenguaje proviene de evocar incesantemente su muerte sin lograr morir nunca"30. Es la desesperación de lo incesante. Violencia que tampoco coincide con la mera destrucción. Si hay un compromiso de la literatura, es el desprenderse; su respuesta es, a tal respecto, la irresponsabilidad. No hay un "antes" de la literatura que se corresponda con el mundo de los valores. El antes es un sordo e incesante rumor, un afuera que pone en entredicho existencias y principios. La violencia de la literatura consiste en la exigencia de condenar el bien. La escritura consiste en la exigencia de escribir sabiendo que ello es imposible, pues escribir es nombrar el silencio, escribir impidiéndose escribir.
Afirmar la imposibilidad de afirmar.
La literatura —el arte, la poesía— es por ello un templo edificado sirviéndose de piedras grabadas con inscripciones sacrílegas: "El arte es así el lugar de la inquietud y de la complacencia", resume Blanchot, "el de la insatisfacción y la seguridad. Tiene un nombre: destrucción de sí mismo, disgregación infinita, y también otro: dicha y eternidad"31. No hay escritura sin transgresión. No hay arte dentro de la ley. El arte, enseña Kafka, nos salva de todo lo que (moralmente, laboralmente) nos ofrece la salvación. Pero si nos salva es por su profunda nulidad: "Una defensa de la nada", escribe Kafka en su diario, "una garantía de la nada, un hálito de alegría prestado a la nada"32. Una salvación que se reduce a la conciencia de la desdicha y nunca a su compensación. La literatura, ese error esencial sin el cual no es posible vivir — porque tampoco sería posible morir.
La experiencia estética no expresa las angustias o las fantasías de una subjetividad que existiría antes y con independencia de dicha expresión. La escritura de Kafka muestra hasta dónde el arte se vincula no con "otro mundo", sino con el afuera del mundo, la profundidad "de ese exterior sin intimidad y sin reposo" con el cual ni siquiera existe la posibilidad de relación33. El arte no nos cura de ello — sólo nos hace inocultable el desamparo. Un extraño nexo se trenza entonces entre el arte y la religión; "el arte no es religión", observa Blanchot, "ni siquiera conduce a la religión, pero, en el tiempo del desamparo que es el nuestro, este tiempo en el que faltan los dioses, tiempo de la ausencia y del exilio, el arte se justifica, por ser la intimidad de ese desamparo, por ser esfuerzo para poner de manifiesto, mediante la imagen, el error de lo imaginario y, en última instancia, la verdad inaprehensible, olvidada, que se esconde detrás de ese error"34.
¿Hay alternativa para el artista, para el cuerpo errante de quien escribe? Kafka sabía que, en cuanto hombre entre los hombres, sólo hay una opción: o bien la Tierra Prometida o bien el exilio. Blanchot sabe que, en cuanto escritor, ni siquiera hay un mundo: pues para éste "sólo existe el exterior, el susurro del exterior eterno"35. El arte no "salva" sino porque es ese descensus que impide la completa iluminación: "Cuanto más se afirma el mundo como el porvenir", nos advierte en El espacio literario, "y la plena luz de la verdad en que todo tendrá valor, en que todo tendrá sentido, en que todo se realizará bajo el dominio del hombre y para su uso, más parece que el arte debe descender hacia ese punto en que todavía nada tiene sentido, más importa que mantenga el movimiento, la inseguridad y la desgracia de lo que escapa a toda captación y a todo fin"36.
Siempre será la luz aquello que —en principio— impida mirar.
26 M. Blanchot, "La lectura de Kafka", en De Kafka a Kafka, o. c., p. 89
27 M. Blanchot, "La muerte contenta", en Ibíd., p. 173
28 "La lectura de Kafka", loc. cit.., p. 90
29 M. Blanchot, "Kafka y la literatura", en loc. cit.., p. 110
30 Ibíd., p. 115
31 Ibíd., p. 121
32 M. Blanchot, "Kafka y la exigencia de obra", loc. cit., p. 151
33 Ibíd., p. 155
La otra muerte
Como en Bataille, el de Blanchot es una especie de hegelianismo del que se ha erradicado el momento de la reconciliación. El hombre es negatividad, pero ese susurro incesante al que se opone y del que se destaca nunca termina integrándose en un mundo, en su mundo. Si el lenguaje es aquella potencia que lleva la muerte en sí misma y en ella se sostiene, no es sin embargo tan poderosa que anule la nada que le circunda. A la muerte se le puede cancelar, escamotear, y, hasta cierto punto, engañar, pero no es posible ponerla íntegra- mente de nuestro lado. La alegría ante la muerte no es lo mismo que su justificación.
La gratuidad de la muerte escapa limpiamente a las compulsiones del proyecto.
Ahora bien, ¿qué significa mantener una relación libre con la muerte? Para Blanchot, el arte siempre es —o procede de— la posibilidad de abrir un agujero en el (sofocante) tejido del mundo. La obra de arte no se crea para vencer a la muerte, para guarecerse de ella o para anularla. Por la muerte, el arte es posible. Sólo por ella. La literatura muestra que la muerte es la (condición de la) libertad. Merced a ella nos liberamos del ser, nos liberamos de ser (lo que somos). Por lo mismo, es la posibilidad más alta del hombre, a la cual se encuentra íntimamente asociada la experiencia estética. Por el arte es dable apartarse de la historia, impedir que sucumbamos a su régimen. Los creadores que por su obra quisieran ponerse al abrigo de la muerte se encuentran en el otro extremo de aquellos que, como Kafka, como Rimbaud, como Mallarmé, como Lautréamont, buscan aprehenderla.
Aprehender la muerte — o mantenerla a distancia: formas simétricas de entablar una relación libre con la muerte37.
Errancia, exilio, separación, dispersión, exclusión… Tales son las notas características de la experiencia estética, de la escritura. El mundo del arte no es otro que la ausencia de mundo — y la infructuosa, siempre fallida búsqueda de una morada en lo innominable. "Fuerza es dormir", resume Blanchot, "tanto como es fuerza morir, no de esa muerte inconclusa e irreal con que nos contentamos en nuestro hastío cotidiano, sino de otra muerte, desconocida, invisible, innombrable y además inaccesible"38. Una muerte real pero desconocida, una alteridad impenetrable que no obstante permite acceder a esa otra irreal realidad de las palabras, a ese reino donde aparece lo inmortal para transformar nuestra imposibilidad de morir, nuestra impotencia para reducir la muerte a un dato, a ese espacio de visibilidad en donde la palabra muestra que toda presencia reposa en una ausencia radical.
¿Cómo, para qué penetrar en ese espacio?39. El espacio de la escritura no es, en rigor, ni real ni irreal: pero en esa no-realidad aparece lo inmortal, lo que no está en la vida, aquello que hace ver el poder que tiene la palabra de convertir la ausencia en (fugaz, extraña, inaprehensible) presencia. "El precio de habitar en ese espacio", explica Juan García Ponce, "es tener la irrealidad de lo imaginario; pero si lo imaginario nos lleva hacia la otra cara de la vida que es la muerte, si nos hace por una vez entender, sentir y percibir ese lugar de la radical otredad, tal vez valga la pena habitar, como las obras literarias nos lo proponen, en el espacio de lo imaginario. Ésa es la posibilidad que nos brinda la gran literatura y así hace nuestra la imposibilidad de morir, que, en términos de gran literatura, de lenguaje que ha encontrado su independencia, se expresa como un puro movimiento sin principio ni fin, movimiento semejante al de la vida, que se constituye como el espacio, como el lugar de la muerte y que, llevando la muerte a la vida, tal vez hace nuestra la verdadera vida".
Esa vida verdadera que consiste en admitir la alteridad absoluta de la muerte — y de esa manera llegar, paradójicamente, a hacerla "propia".
34 Ibíd., p. 170
35 Ibíd., p. 171
36 M. Blanchot, L’espace littéraire, Gallimard, 1955, p. 260
37 M. Blanchot, "La muerte contenta", loc. cit., p. 181
38 Ibíd., p. 201
39 Cf. Juan García Ponce, "La imposibilidad de morir", en loc. cit., p. 184
Imposibilidad recuperada, imposibilidad irrecuperable
Un hegelianismo sin totalización — y sin teleología. Para Blanchot, la muerte es radical, lo que significa ante todo que es radicalmente irrecuperable. Ni el arte, ni la filosofía, ni la historia pueden incorporar la finitud de una manera productiva. La ausencia nunca se trae a la presencia —no hay posibilidad de parousía—, el afuera nunca es englobado por un adentro (no hay posibilidad de que llegue a ser apropiada por un sujeto). Pero esta constatación no tiene porqué conducir a la parálisis, o a la desfalleciente asunción de un fracaso imprescriptible. Que sea irrecuperable es, como hemos visto al filo de Kafka, una garantía para la salud, la posibilidad misma de la libertad. ¿Cómo comprender cabalmente esto?
"La soberanía estaba en la muerte", concluía Blanchot su ensayo introductorio a Kafka, "la libertad estaba en la muerte"40.
La muerte es el afuera del lenguaje — y del pensamiento. Nunca "comienza", pero ella es el origen, la fuente del lenguaje. La palabra repite incansablemente la impracticable travesía de Orfeo: "Como si sólo la literatura hiciera brillar a la luz del día lo que, de otro modo, estaría radicalmente perdido en las garras de la muerte, todo el movimiento de escribir aspira la presencia permanente que habría de verificarse al final de la historia, en que el espíritu del mundo contemplaría su poder absoluto, y que sólo sería el poder de percibir los ecos de todas las palabras del mundo"41.
No hay juicio final. No hay fin.
Pero, ¿porqué no es este reconocimiento el equivalente de un abandono o la condición absoluta de toda indiferencia? ¿Palpita en esta irrecuperable mortalidad una promesa hacia atrás, la sospecha de que entre las cosas y nosotros, antes de que hubiese "cosas" o "nosotros", existía algo como una proximidad silenciosa?
¿Cómo sería la tierra antes de que una mirada la registrara? ¿Cómo aparecería el mundo sin un sujeto que lo aprehendiese? ¿Cómo, en resumidas cuentas, decir lo que el decir anula, ver eso que la mirada, por mirar, oculta?
¿De qué manera existir en (con) la muerte y la ausencia de Dios?
La muerte de Narciso, ¿abre para los hombres la posibilidad de una comunidad de "espíritus libres", o, por el contrario, muestra la imposibilidad de pertenecer a la comunidad y al mismo tiempo afirmar la libertad? Ser humanos es estar condenados al exilio. Un exilio del paraíso, un interminable extrañamiento respecto de sí mismos. Y una escritura en la que resuena, traumática, la noticia, la huella de esa imposible expulsión.
La semiosis infinita
L’entretien infini42 es una mole fragmentaria, un texto de múltiples accesos, un inmenso y estratificado palimpsesto. Es un texto crítico, pero crítico en el exacto sentido que, siguiendo en buena medida a Heidegger, le da Maurice Blanchot: "ese malvado híbrido de lectura y escritura" que "en la misma medida en que se elabora, se desarrolla y se afirma, debe borrarse cada vez más" para, al final, desaparecer y romperse. Crítico, pero no sobre- puesto a las obras que comenta — pues la crítica pertenece al mismo espacio de la escritura literaria. Es algo así como su espacio exterior, ahí donde el desgarramiento y la inquietud que es la literatura se prolonga "a manera de una reserva viviente de vacío, de espacio o de error", allí donde la escritura halla el poder de "conservarse perpetuamente en falta". La crítica es una errancia, un deambular, "el trabajo del paso que abre la oscuridad y es por ello la fuerza progresiva de la mediación, que corre el riesgo de ser también el recomenzar sin fin que arruina toda dialéctica, que sólo lleva al fracaso sin encontrar en él ni su medida ni su apaciguamiento"43. Formalmente, El diálogo inconcluso se encuentra dividido en tres grandes secciones: "El habla plural.
Habla de escritura", "La experiencia límite" y "La ausencia de libro". Es un texto móvil, articulado/inarticulado, que Blanchot firma mirándolo como "casi anónimo". No es ésta, por cierto, una simple pose de modestia. El anonimato significa que pertenece a "todos", que nadie puede fungir como su propietario, pues su existencia depende de la posibilidad de mantener y prolongar determinada exigencia. Es un libro cuyo propósito es designar —siempre en vano— la ausencia de libro44.
¿Cómo aproximarse a su obstinación, cómo leer esa su insidiosa interrupción de lo que no cesa?
¿Por dónde comenzar? ¿De qué manera estar siempre dispuestos a recomenzar? Quizá tendríamos que (re)iniciar precisamente aquí: "¿Qué es un filósofo? —Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero le daré una respuesta moderna. En otro tiempo se decía: es un hombre que se asombra; hoy diré, usando la expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo"45. Un miedo de una índole muy particular, pues el filósofo —en cuanto "paradigma"— no sólo es un combatiente sino que incluso ha llegado al extremo de beber la cicuta. El filósofo, insiste Blanchot, está regido por el miedo; por aquello que nos hace salir, que nos expulsa de tres reinos limítrofes donde el hombre cree encontrar su mayor confort: la paz, la libertad, la amistad. En principio, los tres reinos del Yo. El filósofo habita en el afuera de sí mismo, en "lo Externo en sí". Blanchot sustituye el thaumazein griego con el pavor de los modernos. ¿Cuál podría ser la distancia que los separa? Ese miedo, ¿es lo mismo que la angustia?
La relación con lo desconocido está penetrada por ese sentimiento. Lo desconocido da miedo. Pero el filósofo no sólo tiene miedo: participa de él, se funde con él. El filósofo es el miedo, es "la irrupción de lo que surge y se descubre en el miedo"46. La filosofía no puede, en tal sentido, ser encapsulada en el estrecho ám- bito de lo "racional". Pero tampoco se deja circunscribir en el —poroso, vibrátil— círculo de lo "sentimental".
El miedo al que se refiere Blanchot no es el que experimenta un sujeto situado frente a lo desconocido. Cuando habla de fusión con el miedo, es en la disolución del "yo", es en el desquiciamiento del sujeto en lo que piensa. Piensa en el arrebato. Pero, ¿cómo podría ser "filosófico" ese transporte, ese extravío?
Lo desconocido es, para Blanchot, el centro mismo de la filosofía.
Pero un centro que escapa a la filosofía. Filosófico es el pensamiento del miedo — y el miedo del pensamiento. Miedo, ¿de qué? Miedo del miedo, dice el diálogo infinito. Porque lo que da miedo del miedo no es lo desconocido, sino la violencia que puede desencadenar. La filosofía se define por esa relación con lo desconocido — en cuanto que desconocido. En ella lo desconocido debe, por decirlo así, permanecer "en libertad". ¿Es posible otra relación? ¿Una relación, por ejemplo, en la que lo desconocido sea reducido —y sometido— a lo conocido, en donde sea domesticado por la acción o por el pensamiento? Se diría que la filosofía es precisamente esa voluntad de domesticación. Que lo desconocido permanezca desconocido es una eventualidad perteneciente al sentimiento: el miedo, la angustia, el éxtasis.
Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión de vergüenza. Mas lo vergonzoso no estaría en dejarse arre- batar, sino en el miedo que ese abandono y esa pérdida comportan. Lo vergonzoso, quizá, es mantenernos siempre dentro de nuestros propios límites, preservados contra la irrupción de lo desconocido en el interior del círculo encantado de nuestra conciencia.
40 M. Blanchot, "La literatura y el derecho a la muerte", loc. cit., p. 41
41 Cf. J. L. Villacañas, "La filosofía francesa entre la literatura y el poder", cap. XIII de la Historia de la filosofía contemporánea, Akal, Madrid, 1997, p. 293
42 M. Blanchot, L’entretien infini, Gallimard, Paris, 1969. Me remitiré en todo lo que sigue a la traducción castellana de Pierre de Place.
43 M. Blanchot, "Prefacio", en Lautréamont y Sade, Fondo de Cultura Económica, México, trad. E. Lombera Pallares, 1990, pp. 9, 12 y 13
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