Afirmar el abismo
La relación con lo desconocido, dirá el dialogante, es una ausencia de relación. Ni mantenerse dentro de las fronteras del yo, ni, en el arrebato, fundirse en lo Otro. La filosofía bordea esos extremos. Ni la comprensión, ni el éxtasis. En la primera, lo mismo reduce y asimila a lo otro; en el segundo, lo otro devora y asimila a lo mismo. Ahora bien, ¿cómo hacer que lo oscuro permanezca en su (propia) oscuridad? La filosofía se engaña si sólo se imagina a sí misma como un esfuerzo por comprender y hacer comprender. La comprensión es conquista, violencia apropiadora, dominio de lo otro en el diurno resplandor de lo mismo. Si no debemos desesperar de la filosofía, que predominantemente ha sido en la historia de Occidente un pensamiento de la ocupación (de lo otro), es porque ella también puede acoger aquella alteridad — y esa extraña hospitalidad representa otro arranque y otro (sobre)salto para la filosofía misma.
Acoger lo Otro. ¿De qué manera? "El Otro", indica el dialogante, "es lo totalmente Otro; lo otro es lo que me supera absolutamente; la relación con lo otro que es el otro es una relación trascendente, lo que quiere decir que hay una distancia infinita y, en cierto sentido, infranqueable entre yo y lo otro que pertenece a la otra orilla, que no tiene ni puede tener patria común conmigo, de ningún modo alinearse en un mismo concepto, en un mismo conjunto, constituir un todo o hacer número con el individuo que soy"47. Pero, si la filosofía es voluntad de inmanencia, ¿cómo alojar en ella esta inconmensurabilidad, esta heterogeneidad exterior a todo concepto? ¿Cómo hacerlo sin por ello abandonar el horizonte mismo de la filosofía?
Alojar lo Extranjero. Pero un extranjero que no es este o aquél desconocido habitante de un país desconocido. Lo extraño, lo incógnito, lo misterioso, lo otro, lo distante, lo extranjero, lo siniestro, lo errante, palabras que en vano apuntan a aquello que se desvía de nuestro horizonte de visibilidad — y de invisibilidad.
La filosofía podría pensar (y comprender) no lo —infinitamente— separado, sino pensarse a sí misma en el ámbito de esta separación. Ahora bien, alojar lo Otro es posible: la obra de Emmanuel Levinas es, por cierto, el máximo monumento de esa posibilidad y de esa exigencia. Pensar lo infinito… es como pensar "más de lo que se piensa". Blanchot da nombre a ese exceso, a esa inconmensurabilidad entre lo finito (del pensamiento) y lo infinito (del ser), echando mano de una palabra antigua: deseo. Pero un deseo que no tiene nada que ver ni con la necesidad (la falta que espera ser satisfecha) ni con el amor (que busca la unión); es un deseo "de lo que no nos hace falta, de lo que no puede satisfacerse, y tampoco desea juntarse con lo deseado": un deseo "de lo que debe quedarle inaccesible, y extraño —deseo de lo otro como otro, deseo austero, desinteresado, sin satisfacción, sin nostalgia ni comprensión"48.
Un deseo que —por cuanto no es en absoluto nostalgia de una presunta unidad perdida— es el re- verso del Eros platónico.
Lo Otro es Dios, pero en tanto Desconocido. Lo Otro es Lo Más Alto… mas no porque sea todopoderoso, sino porque en ello cesa mi poder. Blanchot no oculta su simpatía por esta dislocación de la filosofía —en cuanto metafísica— por la relación ética49. El otro no es (diabólica) potencia, sino (angelical) indefensión.
¿Podría existir algo más alto que el respeto a la existencia del otro, antes incluso de saber qué podría ser? El deber se antepone de ese modo al ser (y al conocer). Porque la relación con lo otro no puede ser simétrica — no hay diálogo posible con ello. Lo Más Alto es lo Más Bajo. Lo esencial es que el otro no es otro "yo mismo". Lo Otro no es una (otra) subjetividad. Su relación con el ego es de pura exterioridad: no admite ni nombre ni le conviene ningún concepto. "A menos", dirá el dialogante, "que, precisamente, sea necesario entender que la relación de hombre a hombre es tal que el concepto de hombre, la idea de hombre como concepto (aunque fuese dialéctico), no podría dar cuenta de ella"50.
La pregunta por lo Otro no se resuelve si no descubre el centro del lenguaje. Un centro que es un desvío, una dislocación: se aparta de la polaridad visible/invisible. Hablar no es ver, dice Blanchot. Por el len- guaje salimos del horizonte de la claridad y de la oscuridad: de lo velado y lo re-velado, de lo cubierto y lo des- cubierto. Es extraño, pero por el lenguaje salimos del horizonte de la filosofía… al menos de aquella que subordina la justicia a la verdad. Pero esta inversión de la ontología por la ética no deja de espantar. La proximidad de Blanchot respecto de Levinas tiene un límite. La interrogación acerca de lo Otro es una filosofía que representa el límite mismo de la filosofía, su fin, allí donde comienzan a gravitar otras preguntas. Pero en Levinas estas preguntas ya han sido respondidas. La filosofía no se abre a su desconocido sino allí donde encuentra algo —¿de sobra?— conocido: la escatología profética, es decir, "la afirmación de un poder de juzgar capaz de arrancar a los hombres de la jurisdicción de la historia"51.
Quizá no debería temerse la conmoción que este desplazamiento puede suscitar en el pensamiento.
"Temo la conmoción", explica, empero, el dialogante, "cuando la provoca algún Inconmovible"52.
44 El diálogo inconcluso, o. c., p. 664
45 Ibíd., p. 97
46 Ibídem
47 Ibíd., p. 101
Una presencia sin presente
Hegel edifica su sistema como un sólido y seguro puente que nos llevaría del solipsismo individualista a lo societal y comunitario: del Yo al Nosotros53. Pero el puente, en tanto que puente, está suspendido en un abismo. Blanchot cree que lo humano se juega en ese precipicio, se juega a condición de afirmar —y no de anular, o reducir— esa fractura infinita. Los extremos no son el Ego y la Comunidad, sino, como se ha visto, el Yo — y lo Otro. Sin embargo, y he aquí otra sorpresa, lo Otro sigue siendo humano. "Sólo el hombre me es absolutamente extraño", confiesa el dialogante54. Lo desconocido no es lo que el hombre no es. No se encuentra en una especie de espacio exterior. Lo desconocido se revela en la —siempre ambigua— relación del hombre con el hombre.
¿Cómo se revela? ¿Cómo se da o emerge a la luz del día?
Precisamente, de espaldas a esa luminosidad que es la del mundo. El mundo es el imperio de la ley, de la necesidad, de la comunicación, de la lucha, de la violencia — mediada. No hay mundo si la negatividad — la muerte— no se pone al servicio del proyecto (humano). Los hombres se relacionan entre sí porque trabajan "en la afirmación de un mismo día"55. El mundo se realiza en y por la ley, que es a su vez lo que mantiene unidos/enfrentados a los hombres. Allí, la negación tiene que ser convertida en posibilidad y la muerte en poder. La negación y la muerte son convertidas en tiempo. Pero el escritor se pregunta por ese instante en el que la ley, el tiempo, las cosas que nos unen/separan permanecen en suspenso. Apunta a ese (imposible) instante en el que emerge lo otro. Allí, la emergencia es lo mismo que la inaccesibilidad.
El hombre se hace inaccesible porque —y cuando— se abisma en su ser inmediato.
Lo inmediato no tiene ni límite ni medida. Es vínculo mortal. Y no la muerte diferida y parcial que se halla en obra en el trabajo —en el proyecto—, sino la muerte radical. Al aferrarse a la presencia en su inmediatez, el hombre corre el riesgo de hacerla desaparecer. En su deseo de mantenerla viva y presente, en su anhelo de verla, Orfeo condena a Eurídice —que simboliza la condición de lo extraño, la lejanía extrema, lo otro— a la muerte. En esa rotura del tiempo —ese tiempo que es la muerte diferida por el proyecto— lo inmediato aparece como una disyuntiva radical: hablar — o matar.
El contexto de estas cavilaciones no podía dejar de remitir al drama bíblico. La relación de Orfeo y Eurídice se tuerce y adensa en la relación de Caín —el Ego— con Abel —la presencia—. Una imposibilidad que abre paso a la posibilidad extrema: el hombre es ese desconocido que vacila entre hablar o dar la muerte. Pero, ¿son en verdad cosas diferentes? Hablar es, también, dar la muerte. No hay un "habla buena" y una "muerte mala". El habla reduce la presencia, la expone a la violencia, la desnuda, la condena a la fragilidad.
"Hablar al nivel de la debilidad y de la desnudez —al nivel de la desgracia— tal vez sea recusar el poder, pero recusarlo atrayéndole"56. La alternativa misma entre hablar o matar pertenece al horizonte abierto por el len- guaje. Hablar y matar no son opciones distintas; representan, a lo más, caras opuestas de una misma realidad, de una misma elección. Porque hablar sólo da fe de una irreductible asimetría, de una radical desigualdad. Quienes hablan nunca con-vienen.
El lenguaje afirma el abismo entre ego y el otro. Es un puente, pero un puente que hace aún más infranqueable el abismo. No tenemos poder ante el otro. "Y el habla", destaca el dialogante, "es esta relación donde aquel que no puedo alcanzar se hace presencia en su verdad inaccesible y extraña"57. El lenguaje no abole el abismo. No establece un plano de igualdad entre los hablantes. No es un "medio" de conocimiento, y tampoco un instrumento de poder sobre el otro. En cualquier caso, quiere, pero no puede. El lenguaje busca lo igual, lo idéntico, para poder comunicar; pero en esa búsqueda se le escapa lo que hay que comunicar: a saber, una diferencia irreductible, una inconmensurabilidad, una discordancia. Saltando sobre el abismo, sólo logra que la distancia se haga evidente e ineludible.
El habla, sin embargo, puede intentar borrar esa distancia, rechazar esa asimetría. Puede trabajar en el sentido de una afirmación del todo (ese horizonte que achata lo humano para que lo otro sea otro "yo mismo"). Puede igualar lo radicalmente desigual. Pero el habla es siempre doble, está rajada de un cabo al otro. Puede — y no puede, quiere — y no quiere. Igualar y excluirse de lo igual son, ambos, y en su mutua inconciliabilidad, movimientos de la lengua.
Un lenguaje que quiere totalizar — y un lenguaje que quiere remontarse al antes y al afuera del todo. Aquí también deberá decirse que el poder (de la muerte) puede destruir la presencia. La presencia es siempre presencia del infinito en el otro. Pero la muerte, ¿alcanza de verdad esa presencia? El poder de hacer desaparecer, de relegar a la ausencia, ¿equivale a un poder de aprehensión de la presencia? "El poder no tiene poder sobre la presencia", formula Blanchot. "Contrariamente, en la captura decisiva del acto de la muerte, se descubre que la presencia, reducida a la simplicidad de la presencia, es lo que se presenta, pero no se aprehende; lo que se sustrae a cualquier aprehensión"58. La presencia permanece intacta — mas no intangible.
Lo Otro no admite nombres. La palabra sólo puede acudir a ello para que, desconocido, se vuelva hacia nosotros. El lenguaje tiene dos "centros de gravedad": nombrar lo posible, responder a lo imposible.
48 Ibíd., p. 102 y 103
49 Sobre esta idea de dislocación, cf. la ingeniosa reseña que hace Jacques Derrida a propósito de Totalidad e infinito de E. Levinas, en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, trad. P. Peñalver, 1987, pp. 107-210
50 El diálogo inconcluso, loc. cit., p. 108
51 Ibíd., p. 109
52 Ibídem.
53 Cf. Ramón Valls Plana, Del Yo al Nosotros. Una lectura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Laia, Barcelona, 1979
54 M. Blanchot, "Mantener la palabra", en El diálogo inconcluso, o. c., p. 112
El otro reino
¿Hablar sin poder?
La peculiar onto-antropología de Blanchot describe, en este sentido, tres tipos de relaciones, que responden respectivamente a tres "leyes generales". La ley de lo mismo exige a los hombres re(con)ducir lo separado y lo otro a lo Uno, a lo Idéntico. Es el reino de la lucha y del trabajo, el trabajo de la mediación: el ámbito de la historia. Reducir lo otro a lo mismo, y darle a lo idéntico la plenitud que exige. Lo otro se absorbe en el Uno-Todo — y la verdad única es ese movimiento de absorción. Hegel, una vez más. La dialéctica es esa relación de instrumentalidad y objetividad que se pone en marcha incluso cuando lo que se está buscando es, más allá de lo útil, el reconocimiento. Sólo cuando el otro me reconoce puedo llegar a ser ego. El trabajo de la historia, que transforma la naturaleza en mundo para tornar la opacidad pura transparencia. El propio Hegel ha puesto también de manifiesto el precio de semejante proyecto.
El segundo reino se rige por la ley de la identidad inmediata: en la fusión extática, en la beatitud, en el arrebato de la comunicación, en la fruición mística, en la efusión erótica, la unidad es inmediatamente lograda.
El ego y el Otro se pierden entre sí, se mezclan, terminan difuminados sus contornos. Pero en esta pérdida, la soberanía pertenece exclusivamente al Otro, que por ello se convierte en sustituto del Uno. Las vías alternas de la historia y la mística se encuentran una al lado de la otra en esta misma subordinación al Uno. Subordinación que no remite o cesa apelando a una "dulce locura", porque no se trata de rechazar el trabajo de la unidad real —el trabajo y el habla son los modos de esta unificación—, sino de, además, abrirse a lo Otro sin referencia a lo Uno o a lo Mismo.
La relación con lo Otro, como veremos, es una ausencia de relación. O bien, la ley del "tercer género" es una ausencia de ley. No puede decirse gran cosa de este género; tan sólo que lo Uno no constituye su horizonte. Y tampoco el Ser. Un Ser que, aun en su retirada, se piensa en continuidad con la unidad. El horizonte de lo Otro da miedo. Blanchot no duda en asociar este movimiento con una variante radicalizada del parricidio platónico. El dialogante sospecha que "aquí ya no se trata sólo de atentar contra el Ser ni de decretar la muerte de Dios, sino de romper con lo que fue, desde siempre, en todas las leyes y en todas las obras, en este mundo y en cualquier otro, nuestra garantía, nuestra exigencia y nuestra responsabilidad"59. Ese otro reino sólo podría vislumbrarse, mirarlo como de soslayo. Ello no obstante, la remisión a lo otro no exige desembarazarse de la coherencia, del lenguaje-representación; se trata de un desvío, de un juego de movilidad-e-inmovilidad, un juego de indeterminación, un deslizamiento infinito que atrae-y-repele al Yo — a fin de sacarlo de quicio.
Ni conocimiento, ni utilización, ni re-conocimiento: la relación con lo otro no es de exclusión y tampoco de inclusión, sino de extrañeza, de interrupción. Blanchot sugiere que los hombres podrían relacionarse por fuera de la teología, de la historia y de la naturaleza. Relación neutra con lo neutro. En ella el hombre aparece para el hombre como distancia irreductible. Aparece en su indisponibilidad, allí donde el poder humano cesa y se interrumpe. Aparece como (lo) otro de sí mismo: como pura exterioridad. Pero una exterioridad extraña, que no es la del objeto, de la naturaleza, del universo, sino de la ausencia de horizonte: "La verdadera condición de extraño, si me viene del hombre, no viene de aquel Otro que sería el hombre. El solo, entonces es el excentrado. El solo escapa al círculo de la vista donde se despliega mi perspectiva, y esto no porque constituye a su vez el centro de otro horizonte, sino porque no está orientado hacia mí a partir de un horizonte que le es propio. Lo Otro no sólo no cae bajo mi horizonte, sino que está sin horizonte"60. Ser sin ser, presencia sin presencia, visible invisibilidad. Cuando hablar no es ver.
En el tercer reino no hay relación sujeto-sujeto, no hay relación sujeto-objeto. Ese reino no es, pro- piamente, un reino, sino lo que falta para que algo llegue a serlo. Es la fisura, la cesura, la interrupción, el intervalo del ser. Allí —y cuando— éste difiere de sí mismo. Un límite, y en cuanto tal no podría ser "recuperado" ni por el saber ni por la moral. Allí donde no hay sustancias, esencias, naturalezas, tipos, papeles. ¿La nada? Blanchot elude el término. Lo designa por vía negativa: lo inidentificable, lo sin Yo, lo sin nombre, la presencia de lo inaccesible, lo no isomorfo, lo no simétrico, lo no-igual… Finalmente, elige la palabra neutro para referirse a ello. Pero un neutro que no neutraliza esa "infinitud de doble signo, sino que la lleva a manera de enigma"61.
El tercer espacio, en suma, es el espacio del lenguaje, el espacio literario, el espacio del habla, el espacio de la escritura, el espacio de la huella: "la presencia del hombre precisamente en lo que éste siempre falta en su presencia, como falta en su lugar"; en el lenguaje se experimenta lo otro — mas no porque el lenguaje "exprese" o "refleje" una experiencia que estaría en "otra parte", sino porque en él se "pone en jaque la idea de origen"62. Y, en particular, porque se rompe la firmeza del ego como origen: aparece como una "puntualidad no personal y oscilante entre nadie y alguien, una apariencia a la que sólo la exigencia de la relación exorbitante, silenciosa y momentáneamente, inviste del papel o establece en la instancia del Ego-Sujeto con que se identifica para simular lo idéntico, a fin de que a partir de allí se anuncie, mediante la escritura, la marca en lo Otro de lo absolutamente no idéntico"63.
Lo Otro, hay que decirlo claramente, no es Dios — y tampoco la "naturaleza". No es "lo otro" del hombre, sino el hombre en cuanto (espacio de lo) Otro.
55 Ibídem.
56 Ibíd., p. 115
57 Ibíd., p. 116
58 Ibíd., p. 114
59 M. Blanchot, "La relación de tercer género. Hombre sin horizonte", El diálogo… , o. c., p. 122
60 Ibíd., p. 125
61 Ibíd., p. 127
62 Ibíd., p. 128
63 Ibídem
La pregunta más profunda
Lo otro transparece en el hombre. Pero precisamente porque no se deja descubrir ni por la potencia del sujeto ni ante el poder de lo impersonal. Lo otro, lo neutro, no pasa por los conceptos de "todo" y de "ser". Es necesario atravesar esa última costra para quedar expuestos a "la pregunta más profunda". ¿Porqué "llega a ser problema" lo neutro? ¿Por cuál desvío llega a ser un problema?
Lo otro que deja su huella en el hombre hace de este sujeto una entidad inaccesible y lejana. Lo otro —como la noche, como la muerte— no puede nunca ser próximo. Pero lo otro "habla". ¿Qué clase de habla podría ser esta que interrumpe toda relación —y toda comunidad— y que establece la desmesura que es ese "movimiento infinito de morir"? ¿Cuál es el enigma de la escritura? Justamente, la revelación de la falta que se pone en juego para que exista y sea posible cualquier revelación. Blanchot sugiere que "lo neutro" que la escritura hace presentir escapa a la dialéctica de la afirmación y de la negación del ser. Es la posibilidad de decir sin decir el ser — y tampoco sin negarlo. Es una relación de ausencia de relación: dice la discontinuidad. De hecho, el Ego y lo Otro no son términos de una presunta relación. La relación con lo otro es extraña, infinitamente extraña: designa no la relación entre la presencia —que se afirma a sí misma— y la ausencia —que se niega o se sustrae a ella—, sino una doble ausencia infinita. Lo otro no está ni en lo uno ni en lo otro, sino en el (infinito) salto que hay entre uno y otro.
Pero, al mismo tiempo, semejante infinitud aparece en el hombre — cuando lo humano es el escapar a toda identificación (científico-policíaca), a toda mediación (dialéctico-histórica), a toda fusión (místico- erótica); cuando el Afuera invisible aparece en el habla. Cuando la presencia es presencia de la ausencia, proximidad de lo lejano, accesibilidad de lo inaccesible. Pensar esto no es dialéctico, porque es una contradicción no absorbida en y por el movimiento de la aufhebung; es pensar lo otro bajo una doble contradicción: pri- mero como la distorsión de un campo continuo y como la dislocación de la discontinuidad, y luego como lo infinito de una relación sin términos y como el infinito acabamiento de un término sin relación.
¿Es "impensable" esta dificultad?
¿Cómo habla lo neutro? Lo neutro no es un "tipo" de discurso. Eso que habla es lo neutro. No es el sujeto, no es el rumor impersonal, no es "alguien" que habla como por detrás de lo dicho, anticipándose a él y dominándolo con su mirada. Es la distancia misma que el lenguaje recibe de su propia falta como su límite:
"distancia desde luego enteramente exterior, que sin embargo lo habita y en cierto modo lo constituye, distancia infinita que hace que mantenerse en el lenguaje sea ya estar fuera, y tal que, si fuera posible acogerla, ‘relatarla’ en el sentido que le es propio, se podría entonces hablar de límite, es decir, llevar hasta la palabra una experiencia de los límites y una experiencia-límite"64. Hablar, contar, cantar es misterioso. Lo hablado, lo contado, lo cantado, prescinden del sujeto-autor. Lo creado por el lenguaje es algo irreal que subsiste por sí mismo, algo que está en el mundo fuera del mundo, algo que, en lugar de "expresar" una subjetividad, no hace más que recusarla e impugnarla.
Lo neutro es la (infinita) fisura entre yo y mí.
Por lo mismo, no puede, en rigor, contarse (o pensarse), pero es aquello que necesariamente entra en juego en todo acto de contar (o pensar). No es la simple distancia entre el sujeto narrador y los acontecimientos o seres en y con los que vive, sino una distancia interna, un incesante descentramiento, una alteración y una dispersión sin fin de la palabra. El espacio de la escritura es un plegamiento, una suerte de interioriza- ción de la lejanía. Mas una interiorización que descentra y remueve toda interioridad autofundante. En la escritura, el yo panóptico es "sacudido sutilmente" sin llegar del todo a desaparecer65. Lo neutro es carencia excesiva, destitución del sujeto y del objeto, presente sin memoria, olvido primitivo "que precede, funda y estropea" cualquier memoria66. Lo neutro es lo otro sin mayúsculas: no es lo englobante, sino el vacío que está en obra en la obra, que no dice ni agrega ni sabe nada, que no se oye ni existe propiamente, que habla pero no habla de ninguna parte, que viene del exterior pero no puede encarnarse. Lo neutro "es la diferencia- indiferente que altera la voz personal"67: su espectro.
Una vez más: lo neutro no es Dios — es, en todo caso, su imposibilidad. La imposibilidad de un centro, la imposibilidad de un todo.
64 M. Blanchot, "La voz narrativa. (El ‘él’, el neutro)", en De Kafka a Kafka, o. c., p. 225
65 Ibíd., p. 234
66 Según advertíamos en un parágrafo anterior, contar es el "tormento" del lenguaje, la búsqueda de su infinitud, la "alusión al rodeo inicial que porta la escritura, que la deporta y que hace que, escribiendo, nos entreguemos a una especie de desviación perpetua", ibíd., p. 235-236
67 Ibíd., p. 238
Fuera de la luz — y de la sombra
Lo neutro no admite ni mediación ni comunidad; lo neutro no revela pero tampoco oculta; lo neutro escapa a la significación de lo visible y lo invisible, pertenece a un orden que no es el de la iluminación (o la oscuridad) ni es el de la comprensión (o el desprecio). Lo neutro no afirma ni niega nada respecto del ser. Es algo como "la noche para siempre sin aurora", "el olvido que recuerda", "el deseo nocturno de volverse para ver lo que no pertenece ni a lo visible ni a lo invisible", el deseo de "vivir de nuevo en otro, en un tercero, la relación de duelo, fascinada, indiferente, irreductible a toda mediación", la "inminente certidumbre de que aquello que una vez tuvo lugar siempre empezará de nuevo, siempre se traicionará y se negará"68.
La escritura es una cita con el (lo) neutro, una "extravagancia", dice Blanchot. "Don silencioso, don misterioso, pero magia en esencia impura"69… La extravagancia de la escritura consiste en mostrar lo que oculta y ocultar aquello que muestra; en generar una Trascendencia que siempre queda o demasiado alta o demasiado por debajo de sí misma y de lo que designa; en fin, en poner en juego eso que no es valor alguno, eso que al entrar en juego no hace sino disiparse. Extraña soberanía de lo neutro: sin inmanencia, sin trascenden- cia. Lo neutro escapa a la representación, al símbolo, al significado, a la transmisión, al nombre, a la figura, a la presencia. Por mera aproximación, se dirá que lo neutro es el punto de fuga que otorga y sustrae su perspectiva a toda escritura, a todo relato, a toda figura. Ausencia de centro. Fuga. En cualquier caso, uno no puede nombrarlo.
Siempre es (el) otro quien dice —o puede decir— lo neutro. O, mejor dicho, es en la interrupción del otro donde ese decir se produce. Interrupción de lo otro en el oído del otro: irrupción de una distorsión irreductible, de una incomunicación constitutiva, de una ruptura de la unidad, anomalía fundamental que le corresponde al habla. Las pausas del discurso alteran la escritura porque hablar (escribir) es "cesar de pensar con miras a la unidad"70, introducir la disimetría en las relaciones. Un habla que no tiene el universo (la unidad, la reconciliación: exigencia de toda dialéctica) en el horizonte. Escribir es trazar un círculo para incluir en su límite el afuera del círculo.
El afuera: la hermosa ruptura, la perversa cesura que prepara el acto poético.
El pensamiento es el despliegue de esa dualidad, de esa pluralidad que parece en todo momento huir del uno. El habla humana no es la base de la comunidad — a menos que entendamos claramente lo que toda comunidad (y toda habla) supone: "mandamiento, terror, seducción, resentimiento, elogio, empresa"71. Ha- blar no es suprimir la violencia. Mientras su horizonte sea la unidad —o la identidad—, el habla sólo contri- buirá al aumento de la violencia, a la caída en la entropía. Debe tenerse en cuenta que el espacio de las relaciones, el espacio del diálogo, no es plano, ni unidimensional. Es un espacio irregular, denso, plural y distorsionado, un espacio polarizado, un espacio con curvatura. Entre el hombre y el hombre hay una desmesura: los atraviesa, los cruza una infinitud. ¿Corresponde al habla reducir este espacio, trazar una línea (dialéctica) entre uno y otro extremo, encontrar el desvío de lo irregular para encontrar el universo?
Sin duda, dirá el dialogante, que transitoriamente adopta un habla singular. El habla es —también—un esfuerzo por reducir lo otro a lo mismo. Sin esa reducción, la comunicación —la mediación— es impracticable. Pero debe atenderse al otro flanco del habla. Sin lo otro, sin el esfuerzo de acoger a lo otro en su alteridad, simplemente no habría habla. El habla de los hombres es la expulsión del círculo divino. No hay unidad.
Los hombres son animales condenados, arrojados a la pluralidad y al afuera.
Esta pluralidad es la (abertura de) la pregunta: allí donde, en el habla plena, se infiltra el vacío previo.
"Mediante la pregunta", observa Blanchot, en una resonancia claramente heideggeriana, "nos damos la cosa y nos damos el vacío que nos permite aún no tenerlo o tenerlo como deseo. La pregunta es el deseo del pensamiento"72. Recíprocamente, la respuesta es la desgracia —la madurez— de la pregunta. La pregunta libera al ser de sí mismo, lo descentra, lo arroja a su (propio) afuera. Dios no pregunta. La pregunta "más profunda" se enfrenta a la imposibilidad de la respuesta. Por eso nos persigue sin concernirnos. Por eso huye quietamente ante la satisfacción de una respuesta. La pregunta desvía. La pregunta más profunda es lo que queda cuando la pregunta por (el) todo ha sido —finalmente— contestada.
Ella es el problema que no se plantea — cuando, por la dialéctica, (el) todo ha devenido "problema"73.
(Otro) punto de partida
¿Concluir? Hay que encontrar modos de terminar, maneras de cerrar — sabiendo que eso también es imposi- ble. Comentando al Quijote, Maurice Blanchot recuerda que todo comentario es un ejercicio tan necesario cuanto inútil. "Qué abundancia de explicaciones, qué locura de interpretaciones, qué furor de exégesis, sean éstas teológicas, filosóficas, sociológicas, políticas, autobiográficas, cuántas formas de análisis, alegórica, sim- bólica, estructural e incluso —todo ocurre— literal. Cuántas llaves: cada una de ellas sólo es utilizable por el que las ha forjado y sólo abre una puerta para cerrar otras. ¿A qué obedece ese delirio? ¿Por qué la lectura nunca se satisface con lo que lee y no deja de sustituirlo por otro texto, que a su vez provoca otro más?"74. La interrupción de lo incesante es, ella misma, (lo) incesante.
Cerrar, acabar, es siempre volver a comenzar. No hay juicio final. No hay última palabra. Lo dicho es ya, de siempre y para siempre, demasiado. Maurice Blanchot escribe en el círculo encantado de la escritura, en la circunferencia donde sin descanso se siguen los días y las noches; escribe para repetir el hechizo y así, con suerte, sin convicción, alcanzar a romperlo. Escribir en ese límite se convierte entonces en una "terrible responsabilidad"75. Violencia discreta, violencia del repliegue ante la violencia del descubrimiento, ante la violencia del dominio. Escribe a dúo para hacer lugar a lo que no encuentra ningún lugar, a lo que está siem- pre fuera de lugar. Una escritura quebrada, quebrantada por la fatiga — pero una fatiga (y una indiferencia) generosa. Un diálogo infinito: el diálogo (dialéctico) interrumpido por el (lo) infinito. Que los hombres hablen quiere decir: que (se) escuchan. Nada más fundamental: no hay otro "fondo". Pero un fondo poroso e inesta- ble. Un fondo en el que nada encuentra reposo (el fondo es, en el fondo, el reposo del todo). Ese fondo es una alternancia — una indecisión. Por eso el habla sólo habla desde la intermitencia.
Maurice Blanchot no pide ni acuerdo ni refutación; no escribe para otros, tampoco para sí mismo. No busca, no encuentra. Habla en, por la intermitencia, da voz a la interrupción del habla. La interrupción que no rompe o suspende el diálogo, sino que lo vuelve más resuelto — y más arriesgado. Un diálogo que interrumpe la pertenencia al espacio común, a la ley única del discurso único, continuo, universal. Un silencio que irrumpe en aquello que no puede reconocerlo, una queja que nadie puede oír. Poner al dicho en entredi- cho, reconocer en todo decir un interdicto. Excepción lamentable, brecha abierta en el círculo. No la pausa que propicia la alternancia de los dialogantes, ni el silencio que hace hablar a las cosas. Maurice Blanchot quería la interrupción fría, la ruptura del círculo.
Deseo de finitud: "Y en seguida ello había sucedido: el corazón que cesa de latir, la eterna pulsión hablante que se detiene"76.
Lo infinito: (es decir) el deseo.
68 Ibíd., p. 240 n.
69 M. Blanchot, "El fracaso de Milena", en De Kafka a Kafka, o. c., p. 213
70 M. Blanchot, "La interrupción como en una superficie de Riemann", en El diálogo inconcluso, o. c., p. 138
71 M. Blanchot, "Un habla plural", en El diálogo inconcluso, o. c., p. 144
72 M. Blanchot, "La pregunta más profunda", en El diálogo inconcluso, o. c., p. 40
73 La pregunta más profunda no tiene la forma del problema. Éste exige un "planteamiento" que lleva en sí mismo un espacio para la respuesta (una x en una ecuación). Blanchot alude aquí a una pregunta que tiene forma de enigma: una pregunta que proviene de lo inhumano, de lo que nunca interroga por sí mismo.
"La pregunta profunda es el hombre como Esfinge, la parte peligrosa, inhumana y sagrada, que detiene y mantiene detenido ante ella, en el enfrentamiento de un instante, al hombre que se dice simplemente hombre con simplicidad y suficiencia", en Ibíd., p. 47. La pregunta-enigma no pide respuesta; sólo quiere un cambio de sentido.
74 M. Blanchot, "El puente de madera", en De Kafka a Kafka, o. c., p. 248
75 M. Blanchot, "Nota", en El diálogo inconcluso, o. c., p. 11
76 Ibíd., p. 24
Sergio Espinosa Proa
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