Descargar

La Opinión Pública en la Definición de la Nacionalidad Venezolana


     

    Quisiera comenzar agradeciendo a la Universidad de Los Andes la oportunidad que me ha brindado para poder publicar este trabajo en el marco de una de las instituciones más prestigiosas de la intelectualidad venezolana. Razones para ello habría muchas, pero tal vez la principal sea que esta Nación es la patria de Andrés Bello, el primer intelectual del Nuevo Mundo, el Príncipe de los poetas americanos, un erudito sin parangón en su época que supo comprender y predicar la importancia de saber defender la unidad hispánica, no sólo procurando la salvación de la unidad lingüística, lo que consiguió con la elaboración y publicación de su Gramática, sino también mediante el encumbramiento de¡ Derecho como auténtico basamento de la unión americana de habla española.

    El gran papel de Andrés Bello fue saber poner el presente en función del pasado vivo y proyectar ambos hacia el futuro.

    A través de una intensidad de magisterio que puede considerarse único en la historia universal, este hombre ilustre diseñó una mentalidad cultural de la cual surgió lo que ha sido llamado "doctrina hispano-americana", definida y sucesivamente enriquecida en literatura por el Modernismo; en el pensamiento por la Filosofía Antipositivista; en política por el grupo regeneracionista que ha sido llamado con acierto el "98 hispanoamericano" y, en fin, en el campo de la didáctica por la generación de los educadores entre quienes brilla con particular intensidad Juan Montalvo, autor de la Geometría Moral, y luchador constante y arriesgado contra la tiranía. Estos cuatro grupos intelectuales, sobre los cuales se construye la estructura medular de la identidad de Hispanoamérica, deben su coherencia intelectual y su renovada modernidad a la figura sin par de Andrés Bello, el más ilustre intelectual venezolano, a quien deseo rendir homenaje de profunda reverencia.

    Indudablemente, su invitación para escribir este artículo ha sido hecha en razón a mi cargo de Presidente del Senado de España, la Cámara Alta del Parlamento Español, o a mi condición de profesor universitario. No obstante, mi alma romántica y mi sentimiento me inclinan a creer que ha sido debido a mi origen en esa ciudad española hermana de la de ustedes que es Mérida, fundada el año 25 antes de Jesucristo con el nombre de Emérita Augusta. Augusta por el emperador y Emérita por los veteranos eméritos de las legiones romanas que se distinguieron en las guerras de Hispania.

    Y es que con esta fundación, Roma conseguía enlazar la España más romanizada, que era la Bética, con las tierras todavía poco dominadas del Norte y del Oeste.

    Era, pues, un punto de enlace interterritorial gozne de Hispania y, en consecuencia y por extensión, también de la actual nación española.

    Por su parte, esta bella Mérida de Venezuela tiene un papel semejante en la historia común de España y América, pues constituye un vínculo entre regiones venezolanas y de éstas con las peninsulares, así como punto avanzado y faro del pensamiento político pluralista y de la cultura humanística universitaria.

    Permítanme, pues que uniendo entre sí esta hermandad de ciudades abiertas como son su Mérida y mi Mérida exponga el papel que, a mi juicio, ha jugado la opinión pública en la definición de la nacionalidad venezolana.

    Con la fundación de Caracas en 1567, y años después, la de su puerto de La Guaira en 1588, apoyadas ambas en la fertilidad de los valles interiores de Aragua y Tuy, se inició el crecimiento, prestigio y desarrollo del centro urbano. Así, al producirse la primera crisis coyuntural hispanoamericana en la década 1640 – 1650 y durante toda la segunda mitad del siglo XVII, fue poco a poco, pero de un modo inevitable, identificándose la región con la ciudad. El comercio exterior y el apoyo de las grandes haciendas productoras en los valles configuró el eje Valles-CaracasLa Guaira como un centro regional de gran apertura al exterior, en el estratégico Caribe, mientras hacia el interior quedaba aislado dicho eje de alta intensidad política y social por los llanos, muy propicios para la ganadería, pero escasamente aptos para el poblamiento.

    Este desarrollo regional es el origen de una mentalidad muy peculiar que ha sido estudiada por el historiador Antonio García Baquero, consistente en un doble movimiento de signo contrario: una tendencia centralizadora que conduce a la institucionalización progresiva y acentuada del territorio, especialmente el urbano y, de modo particular, la capital, Caracas.

    Frente a ella, la aparición y desarrollo de otra tendencia, constituida por un provincialismo defensivo que, inevitablemente, adquiere matices de fuerte incidencia ideológica y revolucionaria.

    Entre esta doble tendencia se configura una opinión pública caraqueña que alcanza su plenitud en el siglo XVIII, apreciable sobre todo después de las grandes reformas administrativas llevadas a cabo por el ministro de Indias José de Gálvez en el reinado de Carlos III, a partir del año 1776.

    Pero las instituciones creadas, al tiempo que aumentan la instancia centralizadora, incrementan y refuerzan la mentalidad provincialista. Una doble función en contradicción, que explica la temprana iniciativa social para conseguir la independencia en Caracas, la primera que ocurre en todo el ámbito de la América Hispánica, en abril de 1810.

    Las consecuencias de esta doble función contradictoria, se pusieron de manifiesto en aquellos sectores de la sociedad urbana sobre los cuales incidieron los efectos económicos inductores de una actitud independentista: el comercio y los comerciantes; la tierra y los propietarios. En realidad, la libertad de comercio que se venía gestando a partir de 1762 y que alcanzó su plena efectividad en 1778 supuso más bien una ampliación en la participación urbana y portuaria del régimen preexistente de monopolio comercial centrado en Cádiz.

    Al extenderse los privilegios de Sevilla y Cádiz a otros puertos peninsulares y americanos, pero manteniéndose las restricciones para la comercialización de productos americanos en navíos propios, se produjo una inquietud criolla cada vez más agresiva. Hasta 1796 no pudo obtenerse la anhelada reciprocidad por los comerciantes criollos, concediéndoseles la realización del comercio en barcos propios. Sin embargo, no pudo aplicarse ya que la casi inmediata guerra de España contra Inglaterra lo impidió. Sí, en cambio, se produjo un considerable incremento de los proyectos de ideas criollas de independencia, sobre todo por la incomunicación entre la Península y América que dicha guerra generó.

    Simultáneamente, en la última década del siglo XVIII tuvo lugar una considerable disfunción entre el ritmo de la producción agrícola, ganadera y minera y los ritmos de circulación comercial. Ello acarreó verdaderos estragos en el mundo de las relaciones sociales y políticas. Obsérvese, por ejemplo, que los Consulados de Comercio, creados de nueva planta en América – Caracas, y Guatemala (1793), La Habana (1794), Veracruz y Santiago de Chile (1795)-surgen respondiendo a una doble razón: económica, en primer lugar, dada la fuerte demanda de las sociedades urbanas; estratégica y defensiva, en segundo término, puesto que todos estos Consulados se establecieron en territorios jurisdiccionales de Capitanías General Por otra parte, y simultáneamente, la economía sufrió una importante transformación a finales del siglo XVIII a consecuencia de la expansión del cultivo de la caña de azúcar y la ampliación de sus mercados comerciales al territorio soberano de los recién nacidos Estados Unidos. La fuerte y creciente demanda por parte de la sociedad norteamericana supuso la afirmación y crecimiento social y político del grupo de los hacendados, productores de "coloniales" tales como tabaco, azúcar, cacao, añil y, en general, la potente aparición de la economía de plantación, que dio un nuevo tono y un considerable impulso a las exportaciones de materias primas.

    Esto reforzó la mentalidad provincialista criolla que encontró su oportunidad en la oposición o, en su caso, utilización de las instituciones centrales para alcanzar sus objetivos y con posterioridad, hallar cauces para expresar sus ideas revolucionarias.

    En efecto, aunque la Capitanía General venezolana existía desde 1528 su afirmación fue posterior a la creación del eje Caracas-La Guaira, si bien tuvo una función más gubernamental que militar y, en todo caso, de control sobre los cabildos. Y así, por Real Cédula de 8 de septiembre de 1777, adquiere funciones militares y, por razones básicamente estratégicas, se segrega a las provincias de Cumaná, Guayana y Maracaibo del control del virreinato de Nueva Granada, integrándolas bajo el de la Capitanía General de Venezuela.

    En 1776 fue promulgado un Real Decreto en cuya virtud se creaba la Real Intendencia de Ejército y Hacienda, con sede en Caracas y jurisdicción sobre los mismos territorios de la Capitanía General, reconociéndose así por su medio la personalidad regional y, desde luego, el triunfo preeminente del eje Caracas-La Guaira, sobre el anterior centrado en el Golfo de Maracaibo. La creación de la Intendencia y el nombramiento de José de Abalos para ejercer la función suponen un impulso modernizador que permitió el desarrollo de la señalada sociedad de plantadores. Es decir, setenta años antes de que naciera la sociedad de plantadores burgueses norteamericanos, los plantadores venezolanos promovieron un verdadero programa de alcance Nacional.

    Idéntico sentido encontramos en la creación de la Real Audiencia de Caracas por Real Cédula de 31 de julio de 1786, a la que se dota de capacidad para la sustanciación de pleitos y demandas en la capital. La culminación del proceso institucionalizador estuvo en la creación, seis años después, del Real Consulado con una doble función: la de justicia mercantil y la de organismo promotor del desarrollo industrial, comercial, agrícola y de obras públicas.

    Tan importante reforzamiento institucional, como la eliminación monopolítica de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, llevado a cabo en dieciséis años, originó sin duda una considerable potenciación M territorio y, con ella, de la sociedad que poblaba Venezuela. Todo este conjunto de acontecimientos es el que confluye en el estallido de la independencia en el año 1810.

    Posteriormente, cuando se puso fin a la dictadura de Pérez Jiménez y tiene lugar la transición de 1958, de nuevo hemos de comprobar cómo, en una situación histórica completamente diferente, la reacción de la sociedad se produce en una dimensión semejante a la de 1810.

    Sin duda, y desde un punto de vista histórico-político, ello es debido a la existencia de una estructura de opinión pública de fuerte incidencia comunitaria y característicamente pluralista. Creo que puede afirmarse que, en ambos momentos históricos, predominó lo real sobre lo utópico. La madurez temprana M pensamiento político, unida a la acción intelectual, nos proporciona un término adecuado para la comprensión de ambas experiencias.

    La generación "Primiceria" venezolana (1805/1830), gira básicamente, en sus comportamientos históricos sobre un eje de atención y preocupación fundamental que es la independencia nacional, entendida como reacción respecto al programa de integración, reformismo político y ampliación de las posibilidades obtenidas como consecuencia de la mayor extensión del monopolio comercial, de acuerdo con la propuesta de los ministros reformistas de Carlos III. En la estela de ese reformismo liberal se originó una conciencia patriótica que adoptó, en definitiva, un camino revolucionario de independencia.

     

    La intensidad en la que se manifiesta esta actitud es mucho más fuerte en la América Atlántica que en la América nuclear tradicional – la América del Pacífico – centrada en los dos grandes Virreinatos de Nueva España y del Perú. Esta intensidad fue especialmente relevante en dos ciudades atlánticas, Caracas y Buenos Aires, debido sin duda a su mayor nivel intelectual, cultural y político que se pone de manifiesto, al menos, en seis niveles de opinión: religiosa, intelectual, jurídica, periodística, política y de representación congresual.

    En el caso de Venezuela y muy particularmente de Caracas, estamos en disposición excelente de conocer todos estos niveles gracias a los 52 volúmenes magníficamente editados por la Academia Nacional de la Historia con motivo del Sesquicentenario de la Independencia. Esta colección, algunas de cuyas piezas documentales son de primera calidad, nos permite conocer las expresiones de un estado de opinión pública que, ya en 1810, era de gran madurez.

    Para alcanzar el conocimiento relativo a la opinión pública de un conjunto humano determinado hay que partir necesariamente de supuestos sociológicos de gran complejidad estructural. Sin embargo, esta posibilidad nos la ofrece, para el decisivo significado histórico de 1810, la citada colección pudiendo acceder, por su medio, a cinco niveles de opinión pública, al menos. El de tolerancia intolerancia religiosa, a través de la polémica suscitada por William Burke sobre la libertad de cultos y la polémica levantada en su entorno. El segundo nivel, se refiere a la opinión intelectual de los centros universitarios venezolanos, sobre todo por la influencia ejercida por el maestro Baltazar Marrero, en cuyas aulas se educó la generación revolucionaria caraqueña.

    También, en las distintas opiniones personales que calaron fuertemente en el pluralismo y, en concreto, las de Francisco Javier Yanes, José Félix Blanco y José Domingo Díaz, cuyas obras, publicadas en la citada colección, nos permiten acceder a este importante nivel de pensamiento político. Un cuarto nivel seria el jurídico-institucional a través de la Real Audiencia de Caracas que integra a un sector muy específico de la opinión venezolana, pues en ella tuvieron asiento importante figuras criollas como Miguel José Sanz, Juan Germán Roscio, Francisco Espejo o Felipe Fermín Paul. El mayor índice de opinión pública se encuentra, lógicamente, en el nivel periodístico. Y de modo relevante en las Actas congresuales donde la opinión, pública se manifiesta con mayor fuerza e importancia, configurando plenamente todas las posibilidades políticas de futuro.

    Desde 1810 hasta 1812 se desenvuelve la primera República, exhaustivamente estudiada por el eminente historiador Caracciolo Parra Pérez. La revuelta de Caracas contra el Capitán General Emparán, supuso la constitución de una Junta de veintitrés miembros que, tras amplias discusiones, designó como primera figura política a Francisco de Miranda. La repercusión que este hecho tuvo en las provincias fue muy desigual y de profunda división. La Junta Suprema de Caracas – paralela a la constituida en la Península con carácter central- envió emisarios a todas ellas para saber cuáles eran sus respectivas posiciones.

     

    A Mérida acudió Luis María Rivas Dávila, consiguiendo la adhesión de ésta a la revolución caraqueña, pese a que sus habitantes no estaban precisamente conformes ni de acuerdo con la pérdida del rango de capital, sufrido un siglo antes por la ciudad. Ello influyó, quizá, en la decisión de separarse de Maracaibo proclamando constituida la antigua provincia y aceptando la propuesta de confederarse con las demás, según la petición recibida de Caracas.

    Al constituirse la Junta de Mérida, de la que fue nombrado presidente Don Antonio Ignacio Rodríguez Picón, una de las primeras consecuencias fue la creación definitiva, por concesión del Rey, de la Academia para la obtención de grados mayores y menores "con tanto como las de cualquiera Universidad de las que existen en América". La Junta revolucionaria llevó a plenitud la gracia real y, con el titulo de Real Universidad de San Buenaventura de Mérida de los Caballeros, se estableció con idénticos privilegios que la de Caracas.

    En Venezuela, sólo le había precedido el Colegio-Seminario de Santa Rosa de Caracas, convertido en Universidad en 1721, con las mismas prerrogativas que la de Salamanca, con lo cual la formación intelectual caraqueña adquiría dimensión autónoma, la misma que se otorgaba a Mérida. En definitiva, como puede apreciarse, tanto social, como política e intelectualmente, el pluralismo participativo de la primera República fue grande. Es importante señalar, en este sentido, que de acuerdo con las investigaciones del historiador español Mario Hernández boSánchez-Barba, en los escasos tres años de la primera República tuvo lugar la constitución de tres Juntas, Congresos o instituciones de representación. Pues bien, en ellas sólo se registra la repetición en las tres de cuatro personas. Además, esta participación pluralista tuvo, al mismo tiempo manifestación de voluntad constituyente, lo cual generó una específica voluntad comunitaria.

    El 2 de Marzo de 1811, treinta de los cuarenta y dos diputados representantes de las provincias venezolanas se instalaron en Congreso Nacional. Tras arduas discusiones, el 5 de julio de 1811 se aprobó la Independencia con los votos de todos los compromisarios, excepto el de Maya de La Grita. El 21 de diciembre de 1811, treinta y siete diputados firmaron la Constitución, cuya redacción se había encomendado al secretario Francisco Iznardi. La generación "patriótica" venezolana había alcanzado su más caro propósito.

    Puede decirse que la primera República fue realmente consecuencia de una conjunción de intereses provinciales de índole conservadora. Los mantuanos, prácticamente dueños de la producción y del comercio, fueron los promotores, como había ocurrido en la República burguesa norteamericana de plantadores del Sur, del proceso político que culminó en la Constitución de 1811.

     

    Las instituciones españolas, por su parte, fueron los cauces por los cuales discurrió una opinión pública pluralista que defendía intereses personales y de grupo y que, por consiguiente, insensiblemente, habla de generar preeminencias de los grupos más poderosos sobre los menos favorecidos financieramente. La búsqueda de la libertad política ocultó -como en tantas otras ocasiones ha ocurrido en occidente- la esencia de la democracia, mitificada por su mera formulación externa. Por esa razón, en las antípodas de la inexistente democracia se colocó la dictadura, realzada como única posibilidad de alcanzar el orden.

    Se produjo, pues, una alternancia de los valores del orden y, durante ciento cincuenta años, las guerras civiles y las dictaduras de los más diversos matices convulsionaron la historia nacional de Venezuela. Basta con recordar los nombres de Páez, Falcón, los Monagas, Guzmán Blanco, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez, López Contreras, Medina Angarita, Pérez Jiménez. Los sistemas de poder personal, de caudillos o militares, ocasionaron un considerable descontento social y grandes traumas económicos. Pero, fuertemente aferrados al Poder, los dictadores se perpetuaron y se sucedieron entre sí estableciendo una verdadera monocracia, hasta que tuvo lugar el gran cambio de 1958.

    Digo gran cambio porque, en efecto, pasar de una estructura monocrática sin solución de continuidad para entrar en una vía democrática y de este modo canalizar las potencialidades de una sociedad, no es simplemente una mera transición, que por otra parte historiológicamente puede ser muy discutible, sino un verdadero cambio que tuvo repercusiones trascendentales en el plano social, en la realidad económica y, desde luego, en el epitelio político.

    ¿Cómo se produjo este cambio? En primer lugar como consecuencia de un perfil social muy concreto: las oligarquías de intereses que habían predominado en la coyuntura de 1810 fueron sustituidas por partidos políticos dirigidos por líderes de gran prestigio: básicamente, Acción Democrática presidida por Rómulo Betancourt y COP0, constituido alrededor de ese gran estadista que es el actual presidente de la República, Don Rafael Caldera.

    Socialmente, hizo posible apreciar cómo la voluntad coordinada de una Nación fue capaz de generar un rumbo cierto y seguro, con una cooperación dinámica y una voluntad solidaria para encauzar el futuro como entidad política, poniendo la confianza civil en la representación de los partidos políticos, del mismo modo que éstos la pusieron en sus líderes. Así, a lo que se aspiraba socioeconómicamente -una mejor distribución de la renta per cápita- hay que añadirla opción por un desarrollo económico más acorde con las necesidades de la comunidad nacional. El cambio de 1958 permitió sentar las bases del experimento político democrático, eliminando la desconfianza entre civiles y militares pero, al mismo tiempo, la sociedad civil adquirió un fundamento de libertad para el ejercicio de la democracia constitucional y representativa.

     

    El primer presidente elegido democráticamente, Rómulo Betancourt, hizo justicia y honor a aquellos que asumiendo el gobierno provisional " encarnaron y respetaron desde el Ejecutivo la voluntad democrática de Venezuela" a partir del 23 de enero de 1958 hasta el 13 de febrero de 1959: el contraalmirante Wolfgang Larrazábal y el doctor Rafael Caldera -ambos compitiendo con Betancourt-, así como el doctor Edgar Sanabria, jurista de excelsas cualidades, Eugenio Mendoza, Bias Lamberti y Arturo Sosa.

    Desde 1958 se han sucedido los presidentes de la República elegidos democráticamente y se ha dado la singularidad de que, en varios de los comicios celebrados, el partido en el poder ha sido vencido por la oposición, produciéndose transmisiones de mando sin incidentes.

    El significado profundo de 1958 es pues, a mi juicio, el de unas ideas que prevalecieron sobre las ambiciones personales. La democracia -por la que tanto ha luchado un sector importante de intelectuales y hombres públicos venezolanos- arraiga cada vez más en la opinión pública y, por su parte, es apreciable en los tres niveles de la sociedad política. La Constitución de 1961, fruto del primer Congreso, elegido a finales de 1958, mantiene su vigencia como marco esencial y peculiar de una Nación con un peso cada vez mayor en el conjunto del continente americano y de la comunidad iberoamericana.

    Por ello es justo que aproveche esta oportunidad universitaria para rendir un justo y merecidísimo homenaje a uno de los actores y hacedores de aquella gran gesta, el actual presidente de la República, doctor Don Rafael Caldera. Permítanme que les diga que ustedes los venezolanos tienen la suerte inmensa de contar con un político integrador permanentemente preocupado por el diálogo, por la superación de la crispación y por la consolidación de la democracia.

    Como tuve oportunidad de manifestarle con ocasión de su presencia en el Senado de España en el marco de la visita de Estado que efectuó hace ahora poco más de un año, el Doctor Caldera puede ser considerado, ajusto titulo, como uno de los grandes artífices de la, democracia venezolana, en tanto promotor de ese concepto básico de la ciencia política que ha sido identificado por la historiografía con el significativo titulo "democracia pactada", un sistema basado en la búsqueda de la estabilidad a través de la permanente concertación, un sistema que, a pesar de las dificultades, y los sobresaltos, ha convertido a Venezuela en una de las más sólidas democracias iberoamericanas.

    Como coartífice de los acontecimientos de 1958, es parte sustancial de aquel reto que resonó fuertemente en el destino histórico de Venezuela. Un pueblo entero se alzó contra la falta de libertad comunitaria, exigiendo la vía democrática, que fue implantada gracias al apoyo ciudadano, la honrada conducción de sus lideres políticos y el acatamiento de las leyes. La unidad de voluntades requeridas por Simón Bolívar en su última Proclama es, en efecto, la causa eficiente y poderosa de que Venezuela continúe en su vía ascendente, en plena esperanza de futuro.

    Por ello, en definitiva, es digno de la mayor alabanza el ejemplo que supo dar Mérida en 1810: renunciar a mantener sus justos agravios en beneficio de la unidad nacional. Se trata de la manifestación de una opinión que renuncia a sus intereses en pro del bien común, un mensaje con un valor renovado en los momentos por los que atraviesa actualmente la humanidad.

     

    José Ignacio Barrero Valverde (*)

    En Revista virtual Provincia. Universidad de Los Andes:

    (*) Profesor de Derecho Constitucional de la UNED de España. Presidente del Senado de España