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Militarización, crimen y poder invisible en Guatemala: el retorno del centauro

    INTRODUCCIÓN

    En las dos últimas décadas del siglo XX se observó en América Latina el eclipse de las dictaduras militares. En buena parte de la región surgieron sistemas de democracia representativa en los cuales pudieron verse algunas novedades: la disminución sustancial de la cuota de poder de las fuerzas armadas, las elecciones no fraudulentas, la desaparición parcial del terrorismo de Estado, las posibilidades de la rotación electoral, la gradual sustitución de la cultura del terror por la cultura democrática. Los centroamericanos, y en particular los guatemaltecos, no podemos sino valorar la diferencia que hay entre una dictadura militar de carácter terrorista y una naciente institucionalidad de carácter democrático. Entre 1960 y 1996 en Guatemala fueron asesinadas entre 150 y 160 mil personas, y entre 40 y 45 mil más fueron desaparecidas. Las cifras en El Salvador y Nicaragua llegaron a decenas de miles.

    Al constatar los graves problemas que enfrentan las nacientes democracias políticas, entre ellos la polarización social, se escuchan voces que desestiman los precarios logros democráticos: como si no hubiese diferencia entre un régimen que aplicó de manera sistemática el terrorismo de Estado y otro que no lo hace, como si no hubiese diferencia entre un régimen que se articulaba en torno a los intereses de una dinastía y otro que expresa la vigencia de una república democrática.

    Pero esta valoración no debe llevarnos a la complacencia. A pesar del desmantelamiento de las dictaduras militares propias de la segunda mitad del siglo XX, la nueva institucionalidad democrática que se observa en Centroamérica transcurre con gran precariedad, e incluso con hechos que la desvirtúan: la dominación estadounidense, la subalternidad de su economía, los atavismos autoritarios, los poderes invisibles, los vacíos estatales llenados muchas veces de manera perversa, el neoliberalismo que profundiza la polarización social y la pobreza extrema. Todos ellos son factores que caminan en sentido contrario a lo que es la democracia en su definición mínima: el conjunto de reglas, valores e instituciones que garantizan la existencia de la ciudadanía. Más aún, son fuente y nuevo contexto de la violencia que hoy vive América Latina.

    Este trabajo pretende explorar brevemente algunos de tales temas para Centroamérica, y en particular para el caso de Guatemala.

    MISERIA Y VIOLENCIA DELINCUENCIAL

    En Centroamérica los estallidos revolucionarios se observaron en un momento en el cual el planeta estaba caminando en sentido inverso. Cuando los sandinistas entraron a Managua en el contexto de la revolución triunfante, en Gran Bretaña Margaret Tatcher iniciaba su gobierno, y Ronald Reagan estaba por llegar a la Casa Blanca. El mundo observaría la marea conservadora construida al calor de la crisis del estado de bienestar, de la debacle del socialismo real y de la implantación de un modelo de acumulación capitalista que desmontaba al anterior. Los resultados pueden verse en los saldos de los estallidos revolucionarios: las dictaduras militares fueron desmanteladas, pero los índices de pobreza y de injusticia social son mayores ahora que cuando la región observó la convulsión revolucionaria.

    El caso de Guatemala resulta particularmente desgarrador: si en 1980, cuando recién comenzaba el estallido revolucionario, la pobreza apenas sobrepasaba el 70%, siete años después llegaba casi al 83% y los analistas concluían que se había convertido en la "sociedad de la quinta parte", refiriéndose al porcentaje de menos del 20% que escapaba a la pobreza (FLACSO-IICA, 1991). En Centroamérica, como en el resto de Latinoamérica, la pobreza engendrada por el patrón de acumulación capitalista que se ha venido implantando desde mediados de la década del setenta es hoy uno de los factores que desvirtúa e incluso pone en peligro a las precarias democracias.

    Ciertamente hay diferencias. En Costa Rica la pobreza alcanza apenas a un 20% de la población, mientras en Honduras llega a casi el 75%. En el caso guatemalteco, las cifras del Banco Mundial, a principios de la década del noventa, eran estremecedoras. En las ciudades la pobreza afectaba al 57% de la población, mientras que la extrema pobreza -incapacidad de obtener la canasta básica de bienes y servicios– lo hacía con el 34%. Según estudios realizados en 1997, más del 20% de los habitantes de la ciudad de Guatemala (250 mil personas) vivían en extrema precariedad. En el último lustro del siglo XX, en las áreas marginales, la pobreza ascendía a 85% y la extrema pobreza a 44%. En el campo, nuevamente los datos del Banco Mundial indican que la pobreza afectaba al 86% de la población mientras que la extrema pobreza lo hacía con el 72%.

    Los mismos funcionarios públicos aceptaban que la pobreza era rural, indígena y femenina.

    En una sociedad en la cual existe un 60% de población de origen maya, las desigualdades de clase se profundizan cuando se entrelazan con la opresión étnica y el racismo. Campesinos, pueblos mayas y mujeres resultan ser los más afectados por la concentración de la tierra, los bajos salarios y el desempleo. Tanto la pobreza como la extrema pobreza son más frecuentes en las zonas rurales y en la población indígena, de la cual en 1989 el 93% vivía en condiciones de pobreza y el 91% de extrema pobreza. En la población no indígena las proporciones correspondientes en aquel año eran de 66% y 45% respectivamente. Según datos de la sección estadounidense de UNICEF, más del 50% de los niños mayas están desnutridos, y una cuarta parte de ellos sufre anemia. Y una encuesta realizada en 1996 revelaba que en las áreas marginales el 21% de los jefes de familia eran mujeres. A mediados de 2001 los medios de información dieron la noticia de que tres municipios del oriental departamento de Chiquimula y una etnia -los chortís- en el oriente del país estaban al borde de la extinción por la hambruna. Entre enero y junio, en toda el área se habían registrado 421 casos de desnutrición infantil, y 41 personas –entre ellas 12 niños– habían muerto de hambre. Otros datos indican que aproximadamente 103 municipios, una tercera parte del total, estaban en las vísperas de llegar a la misma situación (1).

    CRIMINALIZACIÓN DE LA POBREZA Y AUTORITARISMO DE MASAS

    La constatación de la pobreza en Centroamérica y en América Latina nos obliga a dilucidar si ésta la que genera la inseguridad en la región. Por ser un subcontinente agobiado por la miseria, también se convirtió en las décadas del ochenta y noventa en la segunda región con más violencia delincuencial en el mundo: en 1994 su tasa de homicidios alcanzó 28,4 por cada 100 mil habitantes, después del África subsahariana, que en 1990 tenía una tasa por arriba de 40 por cada 100 mil habitantes (Dammert, 2001: 3-4). En Guatemala, según un reporte, en 1994 la tasa estimada de mortalidad por homicidios en mayores de quince años era similar o mayor a la del África subsahariana: 47 por cada 100 mil habitantes.

    La pobreza no genera necesariamente delincuencia, y el riesgo de una afirmación en sentido contrario es la criminalización de la pobreza. Sin embargo, es importante decir que la pobreza, unida a otros factores, siempre es un excelente caldo de cultivo para la criminalidad. Sea en el ámbito de la delincuencia común o en el del crimen organizado, la pobreza es uno de los factores sin los cuales ambos hechos no se explican. En efecto, el crimen organizado recluta sus infanterías entre los jóvenes que viven en la pobreza. En el contexto de una sociedad con poco espacio de movilidad social, por las escasas e inestables oportunidades de trabajo, el crimen organizado de mediana y gran envergadura tiene sus agentes operativos en ex policías y sus cuadros medios en los jóvenes provenientes de los barrios pobres o de áreas marginales. El crimen se convierte en un recurso que da poder, que brinda satisfactores materiales; y si el joven logra sobrevivir, acaso una situación holgada en la vida adulta.

    Esta afirmación es válida para toda América Latina, para Centroamérica y en particular para Guatemala. Un dato de 1994, cuando declinaba el conflicto interno, tal vez pueda ilustrar la situación del país en la década de los noventa: el 39% de muertes de personas entre 20 y 24 años era debido a heridas con armas de fuego y punzocortantes (Palma Ramos, s/f: 4). Aparte de esto, las maras o bandas juveniles son una realidad importante en las ciudades centroamericanas. En la ciudad en Guatemala forman parte inseparable del pasaje urbano. La deportación de jóvenes indocumentados provenientes de las grandes ciudades estadounidenses ha llevado a las ciudades salvadoreñas la indumentaria, los pañuelos, las identidades y los nombres de las gangs que operan en las primeras.

    De lo dicho se concluye que las ciudades son el otro ámbito privilegiado de la violencia delincuencial. En el último lustro del siglo XX, el 35% de los delitos violentos en Guatemala se cometían en la capital del país, que tenía el 10% de la población total. Según datos del PNUD, sólo en un lapso bianual la violencia delincuencial aumentó en dicha ciudad capital en un 14% (ibid.). El aumento de la población que habita en las áreas marginales, la pobreza rampante que en ellas se vive, el deterioro de los servicios, el hecho de que un boyante crimen organizado y las policías corruptas hagan de las urbes un espacio privilegiado para generar y realizar sus ganancias, la más fácil disolución de las relaciones de solidaridad en un espacio que no es propicio para la comunidad, la polarización social acentuada en las últimas dos décadas, todo ello genera una cultura de la violencia.

    Acaso éstas sean las razones para que la ciudad, sobre todo la gran ciudad, se convierta en un sitio de significativo peligro. Guatemala y Centroamérica no son la excepción de lo que se ve en otros países de Latinoamérica: esa suerte de apartheid, en el que las áreas burguesas o de clase media acomodada se aíslan con verjas, retenes y policías privadas del resto del casco urbano.

    El aumento desmedido de la delincuencia común también tiene otras consecuencias. Genera en las urbes un clima de inseguridad e indignación que fácilmente se convierte en apelación al autoritarismo y al simplismo de las medidas punitivas. En Guatemala este sentimiento ha sido parte del capital político del general Efraín Ríos Montt. Buena parte de las clases medias urbanas añoran aquella época en que no había delincuencia, y si la había era frenada por un hombre fuerte que con mano de hierro controlaba el caos social. En el imaginario guatemalteco ese hombre fuerte sigue siendo identificado con Jorge Ubico, el último dictador de las viejas dictaduras. Y al cultivar la imagen de un hombre austero, honesto y enérgico Ríos Montt ha reencarnado esa añoranza, la cual forma parte de su sólido liderazgo. En el contexto de expansión de la miseria y la pobreza, buena parte de la población también es vulnerable al clientelismo y sensible al discurso populista que enarbolan el presidente Alfonso Portillo y el propio Ríos Montt y su partido.

    VACÍOS ESTATALES Y JUSTICIA POR MANO PROPIA

    Al parecer, en el Estado latinoamericano la capacidad represiva coexiste con los notorios vacíos estatales. Éstos comienzan con el notorio déficit de legitimidad que muchos estados, algunos más, otros menos, tienen ante vastos sectores de la sociedad civil. En efecto, la corrupción, la impunidad de la que gozan los funcionarios estatales y la ineficiencia en la administración de justicia desprestigian a la política y a los políticos, y restan espacio a una gobernabilidad democrática.

    Las ausencias estatales parecen ser resueltas de distinta manera según la clase o sector social que las viven. Las clases medias y altas han acudido a las empresas de seguridad privada para garantizar la seguridad de barrios y countries; los sectores medios menos afortunados contratan una "vigilancia privada informal" que en Venezuela es denominada guachimanismo (Romero Salazar, 2001); y en diversas ciudades de América Latina las noticias también dan cuenta de la organización autónoma de los vecinos de barrios populares para efectuar rondas nocturnas que los resguarden de la delincuencia.

    En el campo, una de las manifestaciones más importantes de la justicia por mano propia ha sido el linchamiento. En México, Guatemala, El Salvador, Haití, Brasil, Venezuela y otros países se trata de un acontecimiento más o menos frecuente. Al menos en los primeros dos países el linchamiento tiene su espacio privilegiado en lo rural y lo comunitario. En el caso guatemalteco, fuentes periodísticas informaron que entre 1994 y 1999 240 presuntos delincuentes habían sido linchados (La Jornada, 1999). Se ha estimado que los linchamientos han ocurrido en el 60% del territorio guatemalteco, y que el campo ha sido su principal escenario: el 90% de los linchamientos se produjo en áreas rurales, y el 75% en el seno de las comunidades indígenas del país (IIJ/URL, 2000: 6).

    El examen de los linchamientos sugiere que éstos deben verse como formas de protesta social más que como acciones delictivas. En el linchamiento, como en el motín, la ira provocada por el ordenamiento social se desencadena más o menos espontáneamente sobre el enemigo más próximo, y a menudo éste resulta ser la autoridad más cercana. La justicia por mano propia es la ocupación del vacío estatal que ya hemos mencionado. Como en algún momento lo dijo el anterior procurador de los derechos humanos en Guatemala: "Yo creía que se debían [los linchamientos] a la guerra, por las masacres y el genocidio, pero ahora estoy seguro que se deben a la justicia, que es inoperante y lenta" (La Jornada, 1999).

    Al menos en el caso de Guatemala, la explicación resulta incompleta si sólo se queda ahí. Como dice Carmen Aída Ibarra, analista guatemalteca, la cultura del terror y de la violencia también cumple su papel: "Los códigos éticos de los guatemaltecos son de autoritarismo y violencia… además la guerra de 36 años tocó la mente y el corazón de los guatemaltecos.

    La violencia se convirtió en algo normal, la vida perdió valor" (La Jornada, 1999). Sin embargo, acaso haya que indagar todavía más allá de esta afirmación. Y quizás lo que aparece como vacío estatal en realidad sea la presencia de la maquinaria contrainsurgente que actúa de manera subrepticia. Gustavo Meoño (2002), director de la Fundación Rigoberta Menchú Tum, sostiene que cada vez son más frecuentes los casos de linchamientos de personas que se atreven a desafiar la impunidad, y que el papel de instigadores de los ex-comisionados militares y patrulleros civiles es una constante en los mismos.

    CRIMEN ORGANIZADO Y PODER INVISIBLE

    Como es sabido, el problema de la delincuencia no es tan simple. Para empezar, la forma de delincuencia más importante, el crimen organizado, tiene a sus protagonistas en las altas esferas de la sociedad y su explicación en el traslado de la lógica del capital –la búsqueda de la máxima ganancia– a los ámbitos de la ilegalidad. Y en este tema el asunto del narcotráfico se vuelve referencia obligada, pues ha afectado notablemente la política, la economía y la vida cotidiana en la región.

    Centroamérica es una de las vías de paso entre Colombia, Perú y Bolivia, probablemente una de las áreas más importantes de producción de estupefacientes, y Estados Unidos es su mercado más vigoroso. Cálculos de la agencia antidrogas de este país, la DEA, en 1988, estimaban que el monto de toneladas de cocaína exportada de América hacia Estados Unidos pasó de entre 14 y 19 toneladas en 1976 a 45 en 1982, y que los ingresos hacia Colombia por el tráfico ilícito aumentaron de 1.500 en 1980 a 2.500/3.000 millones de dólares en 1985 (Dinges, 1990: 123-124). Entre 1994 y 1998 la política antidrogas estadounidense había reducido drásticamente el cultivo de coca en Perú y Bolivia, lo que ocasionó su desplazamiento hacia Colombia. Dicho país exportaba 400 toneladas de cocaína anualmente, lo cual representaba un monto de 50 mil millones de dólares. El 98% de esta suma se lavaba en los sistemas financieros estadounidense y europeo, y entre 2.500 y 3 mil millones de dólares retornaban al país, esto es, el triple de las exportaciones de café y un monto superior a las de petróleo. Colombia, al pasar de un 20% de la superficie mundial de cultivo de coca en 1990 al 67% en 2000, se convirtió en el mayor productor y exportador de cocaína (Estrada Álvarez, 2001: 48; Caycedo Turriago, 2001: 189-192; Rocha García, 2001: 4-6) (2).

    Puede conjeturarse que son notables los efectos de este vertiginoso crecimiento de la producción y circulación de estupefacientes en Centroamérica. En Guatemala, según ha afirmado uno de los voceros de la embajada estadounidense, se calcula que atraviesan el territorio nacional unas 150 toneladas de estupefacientes al año. Esta es una cifra notable si la comparamos con la producción anual de cocaína en Colombia. En medios oficiales se calcula que el propietario o poseedor de una finca en la que existen condiciones para aterrizaje de aviones pequeños puede cobrar entre 50 y 80 mil dólares por cada descenso de avionetas cargadas de droga (3). Las propias cifras oficiales indican que el decomiso de droga en los puertos del país ha bajado notablemente desde 1999. Sin embargo, algún analista ha planteado que desde 1997 Guatemala ha pasado de ser puente y bodega a productor y fábrica. Ha sido reportada la producción de amapola en el suroccidente del país, la producción de heroína, y la fabricación de opio y su exportación a laboratorios que funcionan en México (Leffert, 1997). De ser cierto lo anterior, probablemente estaríamos asistiendo a un proceso ilícito de acumulación de capital con un ritmo de crecimiento vertiginoso. Ya hoy, en el país, en el ámbito de la lucha política, probablemente el poder invisible sea el decisivo en buena parte de la toma de decisiones. El mundo del capital se ha dividido, en términos de lucha por el poder, en lo que se ha llamado el capital tradicional y el capital emergente. Acaso simplificando lo que sucede en realidad, el último ha sido asociado a las más diversas formas ilícitas de acumulación.

    Es necesario resaltar que en el contexto de crecimiento rampante del crimen organizado y la delincuencia común, en Guatemala el aparato de la guerra sucia no ha sido desmantelado. Más aún, los oficiales que un tiempo fueron los más connotados en el ramo de la inteligencia contrainsurgente tienen una red de lealtades recíprocas que es conocida como La Cofradía (Vela, 2001). La Cofradía es, a principios del siglo XXI, uno de los grupos de poder invisible más influyentes del país, y sus fronteras con el crimen organizado son difusas. Hay que tener presente, como ha denunciado recientemente Gustavo Meoño, director de la Fundación Rigoberta Menchú Tum, que "todos los oficiales que hoy ostentan el grado de coronel y los nuevos generales, eran subtenientes y tenientes entre 1981 y 1983 durante los peores años de la tierra arrasada y el genocidio. O sea que estamos hablando de los autores materiales de esos atroces crímenes contra la humanidad. Resulta, por lo tanto, muy comprensible un compromiso de impunidad entre el principal autor intelectual (Ríos Montt) y los ejecutores materiales de aquellos delitos de lesa humanidad" (Meoño, 2002).

    MILITARIZACIÓN E IMPUNIDAD EN GUATEMALA

    Los resultados de los conflictos en Guatemala y El Salvador fueron ambiguos. Insurgencias y ejércitos se vieron obligados a negociar por la presión internacional y porque finalmente no ganaban ni perdían de manera tajante en el campo de batalla. En el caso guatemalteco esta ambigüedad parece ser mucho más pronunciada. Las fuerzas armadas lograron frenar el avance contrainsurgente entre 1982 y 1983 a costa de las 440 masacres de aldeas, los 16 mil muertos y desparecidos, los 90 mil refugiados en México, y el millón de desplazados internos (Figueroa Ibarra, 1991: 186, 204, 232).

    No obstante, esa enorme inversión en terrorismo de estado tuvo un costo para las dictaduras militares, en particular para el ejército. Las fuerzas armadas salieron desprestigiadas del conflicto, y pudiera decirse que derrotadas políticamente. En lo externo gozaron y gozan de una fama bien merecida en lo que se refiere a violaciones a los derechos humanos. En lo interno dicha fama los acompañó también, además del desgaste explicable provocado por el ejercicio del poder durante más de tres décadas. Desde el inicio de los gobiernos civiles en 1986 las fuerzas armadas en Guatemala sufrieron acotamientos, siendo el más importante de ellos el ejercicio del Poder Ejecutivo. Pero también gozaron del privilegio que ya ha sido mencionado: la impunidad.

    La impunidad en relación a los crímenes cometidos en los años de la guerra sucia y los que ahora se cometen en relación a las formas ilícitas de acumulación se ha convertido en imperante. Las organizaciones sociales, en particular las vinculadas a los derechos humanos, así como sus activistas y los periodistas beligerantes, se han convertido en enemigos peligrosos. Las amenazas de muerte hechas de la más diversa forma han empezado a proliferar. Algunos de los textos de estas amenazas tienen el mismo estilo procaz de redacción que se pudo observar en las que redactaba La Mano Blanca en la década del sesenta, pero el lema de "comunista vista, comunista muerto" ha sido sustituido por el de "activista visto, activista muerto" (4). Allanamientos de locales hechos por grupos clandestinos, robo de computadoras en las cuales se concentra información valiosa para la denuncia y persecución de violadores de derechos humanos, secuestros y golpizas a activistas, y de cuando en cuando asesinatos y desapariciones forzadas, son la realidad creciente en el país.

    Al parecer, el proceso de acotamiento al ejército se ha interrumpido en los últimos dos años. El gobierno actual ha sido señalado de tener una alianza con las fuerzas armadas, en las que el papel del general Ríos Montt se ha vuelto significativo. Quien encabezara el gobierno más cruento en la historia del país en materia de ejecuciones extrajudiciales, masacres y desapariciones forzadas, es hoy el jefe indiscutible del partido en el gobierno, presidente del poder legislativo, padre del general Enrique Ríos Sosa, hoy jefe del Estado Mayor de la Defensa, cargo que lo coloca en la senda que lleva al Ministerio de la Defensa.

    Pero independientemente del liderazgo de Efraín Ríos Montt, lo que hay que resaltar es la recuperación del terreno perdido por el ejército en el contexto del proceso que llevó a los acuerdos de paz firmados en 1996. Un hecho significativo es la adecuación en el discurso por parte de las fuerzas armadas. En sus intervenciones, los altos mandos del ejército hablan de una institución sensible a las cuestiones de género, de etnia, y se auto-presentan como un ejército respetuoso de la institucionalidad democrática y del derecho a la vida.

    Más importantes aún son las medidas que las fuerzas armadas han tomado para expandir sus relaciones con la sociedad civil. Ejemplo de ello es la celebración anual de una "fiesta de la reconciliación" en alguna de las tantas bases militares existentes en el país. El alter ego en estas fiestas son las cofradías indígenas, en particular aquélla que rige en el lugar en donde se encuentra la base que hace la celebración. Pero al parecer la apuesta del ejército, de los veteranos de la guerra contrainsurgente que temen perder la impunidad, y del gobierno actual que pretende la continuidad, está en la estructura organizativa de lo que fueron las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC).

    Éstas fueron instauradas desde las postrimerías del gobierno de Lucas García (1978-1982), cuando alcanzaron la cifra de 12 mil efectivos. Sin embargo, fue durante el gobierno de Ríos Montt (1982-1983) que adquirieron envergadura de masas, para llegar a sumar en el gobierno de Mejía Víctores (1983-1986) la cifra de un millón de personas (Figueroa Ibarra, 1991: 235-236). Con los acuerdos de paz, las PAC formalmente desaparecieron. No obstante, se mantuvo y se mantiene la red organizativa sustentada en lealtades hacia jefes militares y la institución militar, los privilegios hacia los más beligerantes participantes de las patrullas, y el control del poder local por parte de ellos.

    Hoy las PAC se han convertido en un dispositivo que según cálculos conservadores agrupa a 350 mil personas y que ha sido usado electoralmente en diversas oportunidades: en un plebiscito para rechazar las reformas que hubieran expresado en la Constitución la esencia de los acuerdos de paz, y en las pasadas elecciones presidenciales. Hoy el gobierno ha legitimado su actuación al convertirlas en el vehículo para negociar resarcimientos por los efectos que en ellas ocasionó el conflicto interno. En otras palabras, con la ayuda del ejército, el gobierno ha institucionalizado el clientelismo y la mediación prebendal con fines electorales.

    El gobierno de Alfonso Portillo ha beneficiado a las fuerzas armadas en términos presupuestarios. La Misión de Verificación de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA), en un informe de mayo de 2002, denunció que el ejército guatemalteco mantiene un control territorial y poblacional correspondiente a los tiempos de la lucha contrainsurgente, y que los gastos militares han sobrepasado el límite del porcentaje del PIB establecido en los Acuerdos de Paz. Similares denuncias hizo la diputada de oposición Nineth Montenegro cuando afirmó que el número de efectivos del ejército aumentó en vez de disminuir tal como lo estipulan los Acuerdos de Paz, y que el presupuesto del ejército creció en 2001 a 1.148 millones de quetzales (unos 150 millones de dólares) a través de transferencias que afectan, entre otros, a los presupuestos de los ministerios de Salud y Agricultura. Lo mismo ha venido ocurriendo en el año 2002, en que si bien el presupuesto militar creció a 1.188 millones de quetzales, ha seguido aumentando constantemente en virtud de las transferencias (Meoño, 2002).

    EL RETORNO DEL CENTAURO

    Durante el período en que el general Efraín Ríos Montt ocupó la presidencia de Guatemala (1982-1983), la contrainsurgencia dio un vuelco significativo. El genocidio en campos y ciudades fue acompañado de un discurso reformista y de enfrentamiento con la cúspide de la clase dominante guatemalteca. Pareciera que el gobierno de Ríos Montt recordaba lo planteado por Maquiavelo: que el príncipe debería ser como un centauro, mitad bestia, mitad humano (5).

    El proyecto de Ríos Montt contempló el uso despiadado de la violencia combinado con medidas que expandieran al Estado en el seno de la sociedad civil. El uso del protestantismo reaccionario, la creación de una central sindical oficialista, los planes de creación de un partido político de lenguaje populista y la expansión de las Patrullas de Autodefensa Civil formaron parte de los dispositivos pensados en aquel momento para lograr tales fines. Pero este proyecto se vio frustrado con su derrocamiento en agosto de 1983.

    Hoy el general Ríos Montt ha vuelto, y su proyecto está en marcha: el terror despunta de nuevo, su partido –el Frente Republicano Guatemalteco– controla los tres poderes del Estado y mueve porciones significativas del electorado, la fraseología antioligárquica y populista es una constante, una fracción emergente del capital con fronteras difusas con el poder invisible sustenta dicho discurso, y las Patrullas de Autodefensa Civil vuelven a expandirse en buena parte del territorio nacional.

    ¿Acaso presenciamos el retorno del centauro?

    BIBLIOGRAFÍA

    • Caycedo Turriago, Jaime 2001 "Una guerra social de la globalización", en Estrada Álvarez, Jairo Plan Colombia. Ensayos Críticos (Bogotá: Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Nacional de Colombia).
    • Dammert, Lucía 2001 Violencia criminal en la Argentina de los ‘90. Diagnósticos y desafíos (Washington DC) 6 a 8 Septiembre. Ponencia presentada en Latin American Studies Association (LASA).
    • Dinges, John 1990 Our man in Panama. The shrewd rise and brutal fall of Manuel Noriega (Random House).
    • Estrada Álvarez, Jairo 2001 "Elementos de economía política", en Estrada Álvarez, Jairo Plan Colombia. Ensayos Críticos (Bogotá: Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Nacional de Colombia).
    • Figueroa Ibarra, Carlos 1991 El recurso del miedo. Ensayo sobre Estado y terror en Guatemala (San José, Costa Rica: Editorial Universitaria Centroamericana-EDUCA).
    • FLACSO-IICA 1991 Centroamérica en cifras (San José, Costa Rica).
    • Guatemaltecos de Verdad 2002 ¡A los enemigos de la patria! (Guatemala) Junio, mimeo.
    • IIJ/URL Instituto de Investigaciones Jurídicas/Universidad Rafael Landívar 2000 Una aproximación a la "barbarie" de los linchamientos en Guatemala (Guatemala) Julio.
    • Leffert, Mike 1997 "Guatemala: el narcotráfico y el ejército de posguerra", en AA.VV. Centroamérica, gobernabilidad y narcotráfico (Guatemala CA: Transnational Institute y Fundación Henrich Boll) .
    • Meoño, Gustavo 2002 Fractura en la transición (Fundación Rigoberta Menchú Tum) 31 de agosto, mimeo.
    • Palma Ramos, Dañillo A. (s/f) La violencia delincuencial en Guatemala: un enfoque coyuntural (Guatemala CA: Universidad Rafael Landívar, Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales).
    • Rocha García, Ricardo 2001 Narcotráfico y la economía de Colombia: una mirada a las políticas (Colombia) mimeo.
    • Romero Salazar, Alexis 2001 La vigilancia privada informal: una respuesta de las clases media a la violencia delincuencial (Antigua Guatemala) 29 de octubre-2 de noviembre. Ponencia presentada en el XXIII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS).
    • Valdes, Alberto y Tom Wiems s/f Pobreza rural en América Latina y el Caribe
    • Vela, Manolo 2001 Guatemala: democratización y servicios de inteligencia (Antigua Guatemala) 29 de octubre-2 de noviembre. Ponencia presentada en el XXIII Congreso ALAS.
    • La Jornada 1999 (México DF) 15 de septiembre: 80.

    NOTAS

    1. Los datos sobre pobreza que se ha mencionado en este epígrafe pueden encontrarse en las siguientes fuentes: La Prensa on the Web ; La Bolsa.com ; Alberto Valdes y Tom Wiems Pobreza Rural en América Latina y el Caribe ; INFOCOM .

    2. He aquí los motivos por los cuales el analista colombiano Jaime Caycedo Zurriago (2001: 189) aventura la categoría de narcocapitalismo.

    3. Información proporcionada al autor por un asesor del Ministerio de Gobernación del Gobierno de Guatemala (julio de 2002).

    4. Un ejemplo conspicuo de estos textos aterrorizantes es el difundido a mediados de 2002. Guatemaltecos de Verdad (2002).

    5. El autor ha ensayado la metáfora maquiaveliana del centauro para el análisis del proyecto de Ríos Montt en Figueroa Ibarra, 1991: Cap. V).

    Este texto se encuentra bajo licencia Creative Commons

    Carlos Figueroa Ibarra*

    * Sociólogo de origen guatemalteco. Profesor investigador en el Postgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.