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Descartes Contradicciones de su irracionalismo teológico (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

3.2. La importancia de la fe en la obra cartesiana. Objeciones

A pesar de su decepción por la formación recibida, Descartes en ningún momento dudó del valor especial de la fe, de las Sagradas Escrituras y de la Teología, indicando que, en relación con sus verdades, no se "hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de [sus] razonamientos" o también, como ya se ha citado antes, afirmando que

"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y, por otra parte, […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios, y esto porque, como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que existe".

Resulta asombroso e inexplicable constatar cómo, en estas sencillas afirmaciones, Descartes cae en el irracionalismo fideísta más absurdo, en cuanto incurre, en primer lugar, en un círculo vicioso tan incomprensible como en el que aparece en estas dos afirmaciones tan próximas en el texto:

"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras",

y

"es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios",

y, en segundo lugar, en cuanto incurre en un nuevo círculo vicioso al afirmar que hay que creer en Dios porque él otorga la fe para que se crea en él. Pues, ¿cómo llegó a saber que era Dios quien otorgaba la fe? ¿Sólo porque él así lo creía? Pero, ¿por qué lo creía? ¡Porque Dios le había dado la fe…! ¿Pretendía burlarse de sus lectores o de los señores doctores de la facultad de Teología? Resulta casi increíble que Descartes no se diese cuenta del círculo vicioso en que incurría. Por otra parte, esa misma fe que Dios otorgaba sería innecesaria en cuanto ya se conociese la verdad de que Dios existía. Es incomprensible que Descartes no fuera consciente del absurdo de todos estos planteamientos, según los cuales a partir de las Escrituras se debía llegar a la aceptación de Dios, y a partir de tal aceptación se debía creer en las Sagradas escrituras.

Estos "razonamientos" –por llamarlos de algún modo- resultan tan sorprendentes por su frivolidad y falta de rigor que parecen consecuencia de una intoxicación etílica y, por ello mismo, inducen a pensar que los críticos en general no han reparado en ellos, bien por haberlos considerado un tanto marginales respecto a los temas centrales de la filosofía cartesiana, o bien por haber defendido las mismas creencias religiosas que Descartes, lo cual podría haberles llevado a ignorar cualquier motivo para la crítica, a pesar de las evidentes aberraciones lógicas tan graves de estas consideraciones. Posiblemente el hecho de ser consciente de que su carta iba dirigida a los doctores de una facultad de Teología le condujo a ese nivel de frivolidad tan asombroso, al suponer acertadamente que ningún teólogo iba a ponerle objeciones acerca de tales puntos de vista.

La actitud cartesiana, totalmente alejada respecto a la posibilidad de analizar críticamente el valor de la Teología, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien se había planteado la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese las garantías más estrictas acerca de su verdad, a fin de alcanzar un conocimiento sólido de todo lo que la mente humana pudiera lograr.

La consideración según la cual la razón humana es un instrumento insuficiente para analizar críticamente las verdades de la Teología resulta especialmente absurda en cuanto al mismo tiempo va acompañada de la que considera esta misma razón como suficiente para afirmarlas, a pesar de haber negado que pudiera someterlas a esa misma razón, pues, si no podía someterlas a la debilidad de sus razonamientos a la hora de analizarlas, es absurdo afirmar que pudiera estar segura acerca de su verdad.

Por otra parte, llama la atención el hecho de que, en el Discurso del Método, al hablar de la Religión diga que "enseña a ganar el cielo", pues tal afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de considerar que "ganar el cielo" dependa de "determinadas enseñanzas", y, en segundo lugar, que acepte de manera ingenua y dogmática el valor como verdad de tal enseñanza concreta, la cual sólo podía haber aceptado de modo provisional mientras la puesta en práctica de su método no le hubiera exigido la necesidad de dudar de todo para comenzar la búsqueda de una primera verdad que pudiera superar dicha duda.

Un poco más adelante se refiere nuevamente a la Teología mostrando de nuevo una frivolidad argumentativa asombrosa al afirmar que "las verdades reveladas […] están por encima de nuestra inteligencia", sin habérsele ocurrido tratar de averiguar cómo podía haber conocido la autenticidad de aquellas "verdades", supuestamente reveladas, en cuanto en ningún momento indicó cómo sabía que hubieran sido reveladas, pues el argumento según el cual una supuesta "verdad" podía aceptarse por haber sido revelada sólo habría sido aceptable si hubiera venido acompañada de otro argumento que le hubiera servido para conocer que efectivamente eso había sido así, y para conocer qué doctrinas formaban parte de aquella supuesta "revelación". Pero esto en ningún momento sucedió. Y tampoco podía suceder en cuanto a partir del propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la existencia de una especie de dios muy poderoso o de un "genio maligno" que podría conseguir que las evidencias más claras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en la propia subjetividad por tales seres hipotéticos, de manera que la misma pretensión de argumentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades reveladas podía ser ya uno de los engaños del "genio maligno" o de aquella divinidad engañosa.

Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la necesidad de seguir las reglas del método, Descartes no sólo no se tomó la molestia de aplicar dicho método a sus creencias religiosas sino que, además, consideró que Dios, cuya existencia pretendió demostrar -aunque de modo absurdo, como luego se verá-, se convertía en la última y necesaria justificación del método en general y de la regla de la evidencia en particular, a la vez que en el pilar fundamental de su sistema en cuanto consideró que la duda acerca de la existencia del mundo sensible y acerca del valor de las proposiciones matemáticas sólo quedaba superada a partir de la consideración de que la perfección divina era incompatible con el engaño de hacerle creer en la verdad de tales supuestos conocimientos relacionados con una realidad externa o con el engaño de proporcionarle una evidencia subjetiva respecto a la verdad de las proposiciones matemáticas si realmente no se hubieran correspondido con auténticas verdades. Como ya en su momento indicó Arnauld y más adelante se analizará en detalle, Descartes cayó de nuevo en un círculo vicioso del que no pudo salir sin romper con su propio método y con las reglas de la Lógica.

A continuación, en el Discurso del Método, insistió en una nueva valoración positiva de la "verdadera religión", pero siguió sin explicar en qué se basaba para pretender que lo fuera -ni para suponer que hubiera alguna que lo fuera-. Además, y para dejar zanjada una cuestión que podía haberle reportado algún disgusto, Descartes declaró abiertamente la total subordinación de su razón a la "autoridad de la Iglesia". Y esa declaración representó un reconocimiento explícito de que la exclusión de la Religión respecto al supuesto carácter universal de la duda metódica no tenía una justificación en las exigencias de la vida diaria, como había declarado en relación con las máximas morales que se propuso seguir de modo provisional, sino en el temor a las represalias de la Iglesia y de su "Santa Inquisición" por atreverse a dudar –o a intentar dudar- de las "verdades sacrosantas" (?) de la Iglesia Católica.

En otra obra posterior especialmente importante, Los principios de la Filosofía, Descartes insistió en esta exaltación de todo lo que, según sus creencias no fundamentadas -y por lo tanto irracionales- consideraba verdadero por encima de cualquier crítica u objeción:

"se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema la de que deberán creerse, como las más ciertas de todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun cuando acaso la luz de la razón, que es sumamente clara y evidente, pareciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina más que a nuestro propio juicio".

Pero, ¿cómo podía saber que aquellas supuestas verdades habían sido reveladas por Dios? Si no iba a comunicar el origen de tales conocimientos esotéricos, al menos monsieur Descartes podía haber tenido la decencia de no hacer referencia a ellos, pues, sin duda alguna, a todo el mundo le habría interesado saber cómo convertir sus creencias en verdades evidentes y, si él sabía cómo hacerlo, su informe habría sido extraordinariamente útil. Pero parece que su sabiduría no alcanzó a tanto y que, tal vez sólo por haber considerado que sus lectores no le pedirían explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito aquello que debería haber demostrado previamente antes de presentarlo como una verdad absoluta. Resulta asombroso que quien fue considerado como "padre del racionalismo" destacase en tantas ocasiones como uno de los mayores defensores de este "irracionalismo teológico" tan absurdo e injustificable.

3.3. Máxima sobre la Religión. Objeciones

Al margen de estas contradicciones y dificultades, a continuación, antes de aplicar el método para reconstruir sólidamente la Filosofía, dice Descartes que, como la vida le exigía seguir tomando decisiones y tener que actuar, consideró que debía adoptar una serie de máximas que le guiasen en su conducta, entre las cuales se encontraba la de

"…obedecer las leyes y las costumbres de mi país conservando con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia…".

Esta determinación de conservar "la religión en la que Dios [le] ha concedido la gracia de ser instruido" resulta asombrosa por la osadía tan dogmática, frívola y contradictoria que supone asumir dicha religión como realidad ya justificada y como verdad intocable, a pesar de haber afirmado la necesidad de dudar de todo antes de tratar de reconstruir el edificio del conocimiento. Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el hecho de que los analistas de la obra cartesiana en general hayan pasado por alto esta incoherencia tan grave. Los críticos suelen mencionar, como única explicación de esta actitud, aquel temor a la Inquisición y, en general, a las reacciones de las autoridades eclesiásticas con las que Descartes mantenía buenas relaciones; y, efectivamente, el Discurso del Método se publicó en el año 1637, es decir, cuatro años después de la condena de Galileo por la Inquisición. Sin embargo, tal justificación sólo hubiera servido para entender que el pensador francés no se atreviera a escribir nada que explícitamente representase un ataque frontal contra las doctrinas religiosas católicas, pero no para entender que quien es conocido como el padre de la filosofía moderna dedicase tantas páginas de su obra a afirmar el valor de la fe, a defender los dogmas católicos y a afirmar como verdad absoluta toda la serie de doctrinas que viniesen de la Revelación o de las autoridades de la Iglesia Católica, sobre todo cuando este buen señor alardeaba de buscar verdades absolutamente evidentes.

 

4. El problema del Método

Para conseguir que la Filosofía se convirtiera en un conocimiento firme y seguro, superando sus inconsistencias y las críticas del escepticismo de su tiempo, el filósofo francés consideró necesario encontrar un método para guiar su razón en la búsqueda de la verdad. Dicho método tuvo una primera forma en sus Reglas para la dirección del espíritu, escritas –aunque inacabadas- alrededor del año 1628. Posteriormente reestructuró esta obra con variaciones importantes en el Discurso del método, reduciendo las veintiuna reglas de la primera obra a sólo cuatro, de las cuales y con abismal diferencia la regla de la evidencia fue la regla esencial del método, pues sólo ella podía conducir a superar la prueba de la duda, mientras que sin ella el conocimiento era una meta inasequible. Esta regla consistía en

"no admitir jamás cosa alguna como verdadera en tanto no la conociese con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender nada más en mis juicios que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda".

Esta definición, en apariencia tan razonable para asumir el valor de esta regla, implicaba, sin embargo, graves dificultades que finalmente conducirían al fracaso de Descartes tanto en la fundamentación del valor de esta misma regla como en su aplicación para alcanzar auténticos conocimientos. Considerar que la evidencia o la claridad y distinción con que una proposición aparezca a la propia mente sea el criterio para aceptarla como verdadera tiene el inconveniente especial de que convierte al sujeto en juez y parte a la hora de decidir acerca del valor objetivo de sus supuestos conocimientos. La simple existencia de tantas "evidencias" contradictorias debería haber bastado al señor Descartes para desconfiar del valor de las evidencias de la subjetividad humana y para haber intentado buscar, al igual que lo hicieron Bacon y Galileo, un método relacionado con la posibilidad de una contrastación empírica. Pero, al parecer, la confianza en su propia capacidad racional condujo al pensador francés a considerar la experiencia como innecesaria, al menos para su inteligencia tan especialmente privilegiada. Sin embargo, son muchos quienes tienen por evidente aquello que otros juzgan como evidentemente falso. ¿Qué evidencias habría que asumir como verdaderas? ¿Habría que establecer un nuevo criterio para distinguir entre evidencias verdaderas y falsas evidencias? Pero lo que parece "evidente" es que es imposible distinguir entre "evidencias verdaderas" y "evidencias falsas" mientras no se utilice un método que sirva para comprobar el valor de las supuestas evidencias, y ese método no parece ser otro que el de la experimentación por la cual, como diría Kant, podemos interrogar a la experiencia para que ésta responda a nuestras dudas o garantice el valor de nuestras evidencias necesariamente subjetivas, pues la "firme corazonada" de que algo sea verdad no permite salir del terreno de la subjetividad para asegurar su valor como verdad objetiva.

En relación con esta cuestión resulta sorprendente constatar que en las Meditaciones Metafísicas el propio Descartes reconoce expresamente que las evidencias personales no son fiables por sí mismas, pues tal reconocimiento debería haberle servido para buscar otro criterio de verdad en su propio método que no estuviera basado en una impresión subjetiva tan variable incluso en una misma persona en momentos diferentes. Dice Descartes en esta obra que

"me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otra razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas".

Pero esta reflexión tan sensata no le sirvió para renunciar a la regla de la evidencia sino sólo para tratar de encontrarle una garantía que fuera más allá de la propia subjetividad. Sin embargo, tal garantía no la encontró en la experiencia, como Galileo y Bacon, sino en la supuesta existencia de un Dios veraz que impediría que las propias evidencias fueran falsas.

Ahora bien, la creencia de que la existencia de Dios pudiera convertirse en garantía del valor de la evidencia era absurda en cuanto esa creencia en Dios ya la tenía en aquellos momentos en los que la supuesta existencia de ese Dios veraz no le había impedido equivocarse a la hora de aplicar el criterio de la evidencia, por lo que no tenía motivo alguno para considerar que la existencia de ese "Dios veraz" pudiera convertirse en la garantía de la verdad de sus "futuras evidencias", pues la veracidad divina era la misma, tanto para el ateo como para el creyente y, además, el señor Descartes era tan creyente cuando descubrió los errores de sus evidencias anteriores como después.

Para Descartes, sin embargo, el único problema que le quedaba por resolver era el de demostrar la existencia de ese Dios.

Por lo que se refiere a las demás reglas del método hay que señalar que tenían un valor auxiliar y subordinado respecto a la regla de la evidencia, en cuanto su finalidad era la de preparar el camino para llegar a la intuición evidente de los conocimientos racionales (regla del análisis) desmenuzando la complejidad de cualquier problema en sus partes más simples, o la de ayudar a la razón en su deducción segura de nuevos conocimientos a partir de conocimientos evidentes (reglas de la síntesis y de la enumeración).

Este método era realmente valioso, pero lo era en el terreno de las Matemáticas, en el que Descartes lo utilizó con éxito. Además, en cuanto la regla de la evidencia se basaba en el principio de contradicción, principio supremo de la Lógica y de las Matemáticas, tenía pleno sentido usarla en estas ciencias en cuanto eran puramente formales y no hacían referencia a ningún contenido empírico.

Sin embargo, la búsqueda de un conocimiento de carácter no meramente formal o analítico sino material o sintético requería de la ayuda de una garantía distinta a la de la evidencia, simplemente subjetiva, o la del principio de contradicción, que era suficiente para los conocimientos formales. Tal garantía era la de la posibilidad de comprobación experimental por la que pudiera acreditarse que cualquier teoría estaba o no de acuerdo con la experiencia. La diferencia consistía en que dicho principio de contradicción, aunque era suficiente para las "ciencias formales", que no requerían de la experiencia, no lo era para las ciencias experimentales en cuanto no bajaba al ruedo de la experiencia para superar la prueba de la comprobación empírica, verificando si había "contradicción empírica" entre las predicciones teóricas y lo que dicha experiencia pudiera mostrar: En el caso de que no hubiese contradicción, la predicción podía aceptarse como válida, mientras que, en caso contrario, habría que desecharla. Así que el error de Descartes consistió en no haber comprendido que el éxito de su método en las Matemáticas no podía trasladarse al resto de conocimientos por no haber introducido en él una regla que incluyese, como en el caso del método de Galileo, la experimentación. Por otra parte, además, Descartes no podía aplicar el método experimental a la experiencia mientras no lograse escapar del círculo de la propia subjetividad en la que él mismo se había encerrado cuando, con la duda metódica, había negado que la experiencia pudiera ser criterio suficiente para afirmar la existencia de lo experimentado, más allá de la propia subjetividad. Decía que siempre podría suceder que estuviéramos soñando o que un genio maligno provocase en nosotros la sensación de la existencia independiente de las realidades soñadas, pero no se le ocurrió pensar que la misma contraposición entre realidades soñadas y realidades pertenecientes al mundo de la vigilia podía ser un criterio para aceptar, aunque sólo fuera de modo convencional como existente el conjunto de realidades pertenecientes a ese mundo de la vigilia –aunque pudiera tratarse de unos sueños de segundo orden: Como cuando se sueña que se está despierto, o cuando nuestro inconsciente construye un sueño dentro de otro sueño. Además el mundo de nuestra subjetividad contiene en un mismo nivel las vivencias relativas a la existencia de un mundo externo que las correspondientes a un mundo interno: Mirando hacia fuera, veo la pantalla del ordenador en que estoy escribiendo, pero a la vez y mientras escribo soy auto-consciente de mi propia realidad interna, reflexionando y buscando la forma de redactar estas ideas. Por ello, del mismo modo que puedo afirmar mi propia existencia en cuanto me intuyo como esa realidad pensante que proyecta sus ideas en este escrito, igualmente puedo afirmar la existencia de lo que escribo, del ordenador y de lo que me rodea.

Es verdad que, como hace Descartes, puedo diferenciar entre el mundo de mis ideas y afirmar que, aunque no exista una realidad externa que se corresponda con ellas, en cualquier caso puedo estar seguros de que tales ideas están en mí. Sin embargo, el error cartesiano consistió en haber restringido la aplicabilidad de la categoría de "existencia" sólo a la realidad del "sujeto pensante", considerando que se podía dudar de la existencia independiente de las realidades sentidas o percibidas. Era correcto diferenciar las ideas respecto a las cosas, pero era una exageración establecer una convención lingüística tan restrictiva para dicha categoría de existencia. Si hubiéramos mantenido tal restricción, a estas alturas todavía estaríamos dudando acerca de si existe el planeta Tierra o de si existen otros seres humanos, montañas, ríos, fábricas contaminantes y toda una serie de cosas que facilitan o perjudican nuestra vida.

En este punto ni siquiera Hume, llevando las tesis del empirismo a sus consecuencias más extremas, consiguió escapar del solipsismo de las "percepciones" considerando que no se puede ir más allá de tales percepciones para percibir la supuesta realidad que pudiera producirlas; sin embargo, más adelante triunfó el sentido común de Kant a la hora de indicar que la experiencia debía ser la auténtica piedra de toque o el criterio para aplicar adecuadamente la categoría de existencia, aunque, por otra parte, sea igualmente verdad que haya personas que tienen "percepciones anómalas" y que, en tales casos, hay que recurrir a la "intersubjetividad" y a otra clase de pruebas para aceptar o rechazar su valor de tales percepciones como realidades internas, más allá de las cuales existan realidades externas que se correspondan con ellas y para analizar, en su caso, las condiciones que determinan el modo de ser o de estar de la mente –o del cerebro– de quienes tienen tales percepciones. Eso nos llevaría a hablar de los efectos del ácido lisérgico o de otros alucinógenos, del mismo sueño, de los delirios provocados por la fiebre o de ciertas anomalías cerebrales que determinan que una persona pueda ser incapaz de diferenciar entre lo real objetivo y lo real meramente subjetivo.

Así que hay que insistir en que si Descartes no pudo aplicar otro método que el relacionado con sus cuatro reglas y en especial del de la evidencia, fue porque su encierro en el mundo de la subjetividad le cerró el paso para aplicar de modo coherente el método experimental que suponía haber salido previamente del mundo de la propia subjetividad. Es verdad, por otra parte, aun así, Descartes hubiera podido aplicarlo posteriormente, cuando de un modo inadecuado había dado el paso de aceptar la existencia de la "res extensa" como una realidad independiente del sujeto, y aquí es verdad también que hizo sus intentos de guiarse por la experimentación, pero, aunque era especialmente apto para las Matemáticas, no lo era para la investigación empírica, que exigía de una especial paciencia y humildad para analizar con rigor los datos empíricos, como muestra, por ejemplo, su explicación de la circulación sanguínea que el llegó a considerar como necesariamente verdadera, a pesar de que era evidentemente falsa; igualmente entre los años 1638 y 1640, cuando parecía especialmente interesado en investigaciones para eliminar todas las enfermedades y para prolongar la vida humana, su meta era exageradamente ambiciosa y parece una consecuencia clara de que consideraba que los avances en el terreno e la biología o en el de la medicina podían llevar una ritmo tan veloz como los de las Matemáticas, que sólo requerían de la aplicación de un método racional deductivo, como el que él había utilizado en esta ciencia, no entendiendo que, además de las deducciones era absolutamente necesario partir de la experiencia. Su error se hace más patente cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relaciona con el hecho de que galileo se centraba en la explicación de determinados fenómenos sensibles, mientras que Descartes pretendía de modo ambicioso y absurdo encontrar una explicación de las cosas a partir de un fundamento deductivo tan absoluto y último como el de la propia divinidad católica.

4.1. La fundamentación del Método

Una vez elaborado el método, Descartes consideró necesario fundamentarlo con seguridad en cuanto, a pesar de su aparente valor probado en el terreno de las Matemáticas, podría no ser suficiente a la hora de aplicarlo para alcanzar la reconstrucción de la Filosofía y del conocimiento en general.

Para lograr tal fundamentación, relacionada especialmente con la regla de la evidencia, juzgó necesario partir de una duda metódica universal acerca del valor de los conocimientos anteriormente aceptados en cuanto no ofrecieran las garantías más absolutas acerca de su verdad. La prueba de la "duda metódica" debía extenderse en teoría a todos los "conocimientos" recibidos, pero Descartes fue inconsecuente con su pretensión de ese carácter universal de la duda, al eximir de ella las "verdades" que él consideró como "reveladas", procedentes de la Religión y de la Teología, aceptadas desde el principio con aparente naturalidad. Así, en la primera máxima de su moral provisional afirma que va a "conservar con firmeza la religión en la que Dios [le] ha concedido la gracia de ser instruido desde [su] infancia". Pero, con su frivolidad habitual, aunque siempre sorprendente, en ningún momento aclaró nada acerca del portentoso acontecimiento en el que Dios se le apareció para concederle esa "gracia", ni acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese alcanzado tales verdades tan sublimes.

Al margen de esa excepción, Descartes aplicó la duda a los conocimientos sensibles, considerando que "a veces he experimentado que estos sentidos eran engañosos, y es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado". Además, la duda siempre tenía sentido en este terreno en cuanto podía suceder "que estemos dormidos, y que todas esas particularidades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la cabeza, extendemos las manos, y cosas semejantes" sólo fueran ilusiones provocadas por el sueño. Sin embargo parece que no se le ocurrió pensar en que si hacía distinciones entre el sueño y la vigilia era porque había otra serie de vivencias y de percepciones que se correspondieran con este otro estado, a no ser que aceptase la existencia de sucesivos niveles de sueño y de ningún estado de vigilia que fuera la causa de tales sueños. Por otra parte y como se ha dicho en el apartado anterior, posteriormente Kant había considerado acertadamente que la categoría de existencia había que aplicarla a todo aquello que fuera susceptible de sensación, lo cual aunque pudiera entenderse como un criterio convencional, era una forma de devolver el concepto de "existencia" al uso del lenguaje ordinario, uso que a la vez que se aplicaba al sujeto cognoscente podía aplicarse a la realidad conocida en cuanto ambas realidades se encontraban en un mismo plano: La conciencia del propio ser similar a la de la existencia de la realidad percibida: en el primer caso se trataba de una conciencia dirigida hacia la propia subjetividad mientras que el otro se trataba de una conciencia dirigida hacia la realidad percibida, que, en efecto, era percibida, pero que igualmente era realidad independiente del sujeto, tal como se había entendido desde la más remota antigüedad, tanto en relación con la Filosofía como en relación con el modo común y general de entender las cosas.

Descartes aplicó igualmente la duda a los conocimientos matemáticos, porque, a pesar de su carácter evidente, siempre podía suponer que "algún genio maligno, tan poderoso como engañoso [hubiera] empleado todas sus energías en engañar[le]", proporcionándole una evidencia subjetiva a la que no le correspondiese una verdad objetiva. Sin embargo, al igual que a la hora de fundamentar el valor de la regla de la evidencia finalmente se basó en el principio de contradicción en cuanto era una contradicción implícita que se pudiera pensar sin existir, igualmente habría podido recuperar el valor de las matemáticas si en lugar de quedarse en una fundamentación basada en una evidencia, que, aunque podría ser engañosa desde la hipótesis de la existencia del genio maligno, sin embargo no lo sería en el caso de que Descartes hubiese hecho referencia al principio de contradicción para mantener el valor de los teoremas y principios matemáticos que tendrían la misma justificación que el mismo principio de contradicción a partir del cual se obtenían. Por otra parte, sin embargo, Descartes se había cerrado las puertas para utilizar dicho principio desde el momento en que consideró que el valor de este principio era relativo, de manera que dependía de la omnipotencia divina, la cual podía hacer, entre otras cosas, que los radios de una circunferencia fueran desiguales, lo cual, en efecto, era una contradicción en virtud de la propia definición de los radios como segmentos rectilíneos iguales, que iban desde cualquier punto de la circunferencia a su centro.

Sin embargo, la falta de escrupulosidad de Descartes a la hora de ser consecuente con su exigencia de que la duda fuera universal quedó de manifiesto en cuanto, como ya se ha dicho, eximió de la duda las creencias religiosas por causas ajenas a lo que hubiera debido ser un auténtico rigor metodológico, en cuanto antepuso a éste tales creencias religiosas por su temor a la Iglesia Católica y a las reacciones de su círculo de amistades ligadas a ese medio religioso y eclesiástico.

Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad externa y de los conocimientos matemáticos, finalmente tomó conciencia de que había al menos un conocimiento que conseguía superar esa duda "hiperbólica", como el propio Descartes la llama: Se trataba de la proposición "pienso, luego existo", en cuanto la misma duda acerca de la propia existencia representaba su confirmación, pues para poder dudar era preciso existir, y, por ello, podía afirmarla con absoluta seguridad en cuanto ni siquiera la hipótesis del genio maligno podía destruirla, ya que "me sería imposible dudar o ser engañado sin existir". Sin embargo, con esta explicación acerca de la verdad absoluta del "cogito, ergo sum" Descartes no parecía ser consciente de que estaba presuponiendo el valor del principio de contradicción para justificar dicha proposición, pues para que fuera imposible negar esa "primera verdad" en realidad y de modo implícito Descartes estaba dando por supuesto que era imposible pensar sin existir, y que, por ello, la verdad "pienso, luego existo, era una tautología: "existo (como ser que piensa), luego existo", cuya negación habría sido una contradicción: "existo (como ser pensante), luego no existo".

Con respecto a los demás conocimientos podía creer que se equivocaba o que era engañado por un genio maligno, e incluso que no tenía cuerpo; pero, "mientras yo quería pensar de ese modo que todo era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa".

Para Descartes, la proposición "pienso, luego existo" fue presentada, por ello, como la única absolutamente verdadera, porque la misma duda confirmaba su verdad:

"notando que esta verdad: pienso, luego existo, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba".

Al encontrar la proposición "cogito, ergo sum", Descartes consideró haber hallado una primera verdad tan absoluta que podría servirle como fundamento de la regla de la evidencia y como primera verdad de su sistema filosófico: Sería fundamento de la regla de la evidencia en cuanto su carácter de verdad evidente serviría de criterio para aplicarlo al resto de "conocimientos", que sólo podrían considerarse como tales en sentido auténtico en cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia, con la misma claridad y distinción, con la que se le había mostrado aquella primera proposición que había sido capaz de superar la prueba de la duda. Y sería la primera verdad de su sistema filosófico en cuanto sólo contaba con ella para intentar deducir racionalmente el resto de verdades.

Sin embargo y aunque esta primera verdad del "cogito, ergo sum" parecía absolutamente evidente y aunque por medio de ella Descartes intentó fundamentar cualquier otro conocimiento, algunos críticos pusieron objeciones a sus planteamientos. En este sentido,

a) Gassendi criticó esta "primera verdad" considerando que en el fondo se trataba de un silogismo al que le faltaba la premisa mayor "todo lo que piensa existe". Pero en este punto Descartes replicó que su planteamiento no tenía carácter deductivo sino que se trataba de una intuición intelectual directa por la que veía con absoluta evidencia que el pensamiento y la existencia iban necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar "pienso" sin afirmar al mismo tiempo la verdad implícita según la cual existo como ser pensante. Sin embargo, la crítica de Gassendi era correcta por lo que se ha dicho más arriba, por muy fácil y directa que pudiera resultar la implicación de que pensar suponía existir.

b) Fue igualmente acertada la la crítica posterior de P. D. Huet, en 1689, en su obra Censura philosophiae cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano había un círculo vicioso, por cuanto si el principio "cogito, ergo sum" se aceptaba porque era evidente, en dicho caso la regla de la evidencia había que considerarla como su fundamento, y, en consecuencia, dicha regla no podía a su vez quedar justificada en virtud de aquel principio. No obstante, Descartes, muchos años antes de esta crítica, había defendido el valor de esa primera verdad como fundamento de la regla de la evidencia señalando que el "cogito, ergo sum" poseía el carácter especial de tratarse de una evidencia absoluta cuya negación habría sido contradictoria. Sin embargo, con esta defensa Descartes pasó por alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo la del "cogito ergo sum"- debía tener ese mismo carácter absoluto: no podía haber evidencias más o menos evidentes, del mismo modo que no puede haber cadáveres más o menos muertos, ni igualdades más o menos iguales. En consecuencia, a la hora de aceptar como conocimiento otras "evidencias", sólo podía hacerlo en cuanto fueran tan absolutas como la de esa primera verdad, pues en caso contrario aceptaría frívolamente la equivalencia entre lo probable y lo evidente, olvidando su intención de reconstruir la Filosofía como un sistema de conocimientos rigurosos y seguros. Y, en segundo lugar, una consecuencia derivada de esta justificación era la de que, aunque la verdad del "cogito, ergo sum" no procediera de la regla de la evidencia sino que fuera la regla de la evidencia la que hallase su justificación en aquella primera verdad necesaria, en cualquier caso el valor de la verdad del "cogito, ergo sum" derivaría del valor del principio de contradicción, pues, desde el momento en que dice que es imposible pensar o dudar sin existir, está reconociendo implícitamente que el pensar es incompatible con la no existencia y, por ello, a la vez que se afirma el pensar se estará afirmando la existencia del ser pensante, pues su negación sería una contradicción. Y así, desde el momento en que se justifica el valor de la proposición "cogito, ergo sum" a partir del principio de contradicción, esta primera verdad sirve de justificación para la regla de la evidencia:

En consecuencia, el principio de contradicción se muestra como fundamento último de todos los conocimientos, y, por lo tanto, su prioridad gnoseológica es anterior a la de la proposición "cogito, ergo sum" y a la de la regla de la evidencia.

Por otra parte, cuando Descartes recurre al principio de contradicción, considerándolo como fundamento objetivo de la verdad del "cogito", todavía no es consciente de que el valor absoluto que en esos momentos concede a dicho principio más adelante se lo negará al considerarlo subordinado al poder y a la voluntad divina, y esta incoherencia complica todavía más la situación en cuanto implica, como más adelante se verá, un nuevo círculo vicioso:

Dios à Principio de contradicción à "Cogito, ergo sum" à

à Regla de la evidencia à Dios (?) à …

En efecto, Descartes llega a defender que el valor del mismo principio de contradicción dependería de la omnipotencia divina, y, en este sentido, escribe:

"En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite".

Pero, lejos de solucionarse el problema con la introducción de Dios, todo él se complica todavía más en cuanto si la verdad del "cogito" se justifica a partir del principio de contradicción, y este principio se justifica a partir de Dios, considerando por ello que el valor de este principio no es absoluto en cuanto depende de la libre voluntad divina, en tal caso la justificación del "cogito ergo sum" a partir del principio de contradicción no puede ser menos arbitraria que el propio principio de contradicción. Pero de forma especial hay que tener en cuenta que, como la misma existencia de Dios ha sido introducida a partir de la idea correspondiente existente en la "res cogitans", en tal caso el círculo se completa en cuanto sus términos inicial y final serían la "res cogitans" y Dios, mientras que los términos intermedios serían el principio de contradicción y la regla de la evidencia. Dicho de manera esquemática y resumida: En cuanto la existencia de Dios se demuestra en último término a partir del principio de contradicción y en cuanto Descartes considera que el mismo principio de contradicción no es autosuficiente sino que su valor depende de Dios, en tal caso, dicho principio no puede aceptarse mientras no se haya demostrado la existencia de Dios; y, a su vez, la existencia de Dios no podrá demostrarse hasta que se haya demostrado la validez de dicho principio, lo cual constituye un círculo vicioso desde el momento en que el valor de ese principio se hace depender de Dios, tal como se expresa en el siguiente esquema:

c) Por otra parte, el principio del "cogito, ergo sum" tenía como precedente la proposición de Agustín de Hipona "si fallor, sum" ("si me equivoco, existo") y, en este sentido, no parecía especialmente original. Sin embargo, Descartes, aunque reconoció la existencia de una similitud entre la verdad agustiniana y la suya propia, consideró que mediante esa verdad Agustín sólo pretendía refutar a los escépticos, mientras que él pretendía convertirla en el fundamento de su método y de su sistema. Otra diferencia entre ellos en este punto consistía en que Agustín consideraba que la realidad sensible estaba sometida al cambio mientras la verdad tenía un carácter inmutable; por ello, el conocimiento de la verdad no podía proceder del hombre por ser una realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser inmutable del que procedían las verdades que el hombre descubría en el interior de su alma.

Sin embargo, la afirmación cartesiana de la existencia de verdades innatas, que procederían de Dios, y el hecho de que el fundamento del método y del valor de los diversos conocimientos en general –a excepción de la verdad del cogito– queden justificados a partir de Dios sugieren que el paralelismo entre su planteamiento y el de Agustín no estuvieron tan alejados como puede parecer. Otra "coincidencia" (?) entre ambos pensadores es la de que mientras Agustín había manifestado su deseo de conocer en exclusiva la existencia de Dios y la del alma ("Deum et animam scire volo; nihilne plus? Nihil omnino."), igualmente Descartes entendió que sus Meditaciones Metafísicas representaban en lo esencial una demostración de la existencia de Dios y de la independencia del alma respecto al cuerpo:

"Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la teología".

Por otra parte, Descartes considera que Dios es la garantía de las verdades que el hombre conoce, pero sólo porque su veracidad, entendida como una manifestación de su perfección, sería incompatible con proporcionar al hombre evidencias subjetivas que no se correspondieran con verdades objetivas. No obstante, conviene recordar que en las Meditaciones Metafísicas el propio Descartes reconoció haber tenido evidencias que posteriormente admitió como falsedades y, si entonces la existencia de Dios no le había servido como garantía de la verdad de aquellas "evidencias", no tenía demasiado sentido suponer que después lo tuviera que ser.

d) Por otra parte, Agustín de Hipona no fue el único precedente por lo que se refiere a la tesis de considerar la conexión entre pensamiento y existencia como una verdad absoluta. En este sentido, en el siglo XIV Jean de Mirecourt se preocupó igualmente por el problema del conocimiento, defendiendo la evidencia como criterio de verdad, relacionada con el principio de contradicción, considerado como infalible, y con la experiencia, como evidencia de segundo orden, que podía ser de dos clases: interna y externa. La experiencia interna se refería a la que cada uno tenía de su propia existencia, de manera que si alguien dudara de su propia existencia, tendría que reconocer que existe, ya que para dudar era preciso existir.

De nuevo se encuentra aquí una similitud muy significativa con el pensamiento de Descartes, similitud que se parece más a una clara influencia del primero en el segundo, no sólo por la coincidencia en esa misma verdad en la que se une el pensamiento con la existencia sino también por el hecho de que tanto Jean de Mirecourt como Descartes estaban tratando el problema de la evidencia.

Además, por lo que se refiere a la evidencia externa Juan de Mirecourt considera que debe ser inmediata, y, al igual que Ockham y posteriormente Descartes, con su hipótesis de un "genio maligno" o de "un dios engañador", considera como una problemática excepción a la necesidad de esta evidencia la posibilidad de que sea Dios quien provoque las sensaciones sin que exista un objeto real independiente respecto a la propia subjetividad como causa de aquellas.

Jean de Mirecourt plantea otra cuestión que también aparece en Descartes, pero mientras el primero le da una solución, el segundo le da la contraria. Se trata de una cuestión relacionada con la omnipotencia divina: Dice Jean de Mirecourt que Dios puede hacer que el mundo no haya existido jamás, mientras que Descartes rechaza tal posibilidad. Curiosamente y por lo que se refiere al principio de contradicción, mientras Jean de Mirecourt lo considera necesariamente verdadero, Descartes considera que el poder de Dios está por encima de dicho principio. Pero lo más paradójico del caso es que desde la perspectiva cartesiana, que acepta la subordinación del principio de contradicción a la omnipotencia divina, se debería concluir que para él es posible que, en efecto, lo que ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados serían simplemente dos proposiciones contradictorias cuyo valor estaría sometido a la omnipotencia divina, mientras que Mirecourt, que sí aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción, no debería haber aceptado la contradicción consistente en afirmar que Dios podía hacer que un mismo hecho a la vez que había sucedido no hubiera sucedido.

Por lo que se refiere a la consideración del carácter de verdad incondicional del "cogito, ergo sum", el planteamiento de Jean de Mirecourt fue más acertado que el de Descartes, quien no supo ver la dependencia del "cogito" respecto al principio de contradicción, y lo presentó como una verdad absoluta no derivada de la aplicación de ninguna regla previa y como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de que de modo inconsciente, al final de sus discusiones acerca del fundamento del "cogito", reconoció implícitamente su origen en dicho principio. Por su parte, Jean de Mirecourt entendió que la verdad del "cogito" era una consecuencia del valor de la evidencia interna, que a su vez se fundamenta en el principio de contradicción.

e) Las reflexiones críticas de Hume respecto a la existencia de un yo sustancial representan, desde otra perspectiva, una crítica implícita al planteamiento cartesiano. En efecto, respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto permanente de carácter inmaterial que serviría de soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo, Hume se pregunta, desde la aplicación más rigurosa del empirismo y de su principio "nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu", si percibimos la impresión correspondiente a ese supuesto sujeto al que llaman "alma" o "yo". Señala Hume que "si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida […] Pero no existen impresiones constantes e invariables […] y, en consecuencia, no existe" una realidad objetiva que se corresponda con dicha idea. Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un yo permanente o alma y comparó el espíritu humano con una especie de teatro en el que se suceden las percepciones y en el que "sólo las percepciones sucesivas constituyen el espíritu", aunque manifestó su propia insatisfacción con la explicación del conocimiento al comprender la necesidad de la existencia de un centro unificador de las diversas percepciones.

f) También en este punto el planteamiento kantiano difiere radicalmente del cartesiano, pues mientras Descartes considera que el yo es transparente respecto a sí mismo, Kant considera, en primer lugar, que, si nos referimos al yo como sujeto del conocimiento, en tal caso estaremos hablando de lo que él llamó el "yo pienso" o "yo trascendental" que, aunque es la condición de todos los conocimientos, no puede ser conocido directamente, sino sólo ser objeto de una deducción trascendental como condición apriórica de todos ellos; en segundo lugar, que, si nos referimos a la propia realidad conocida a través de los sentidos, estaremos hablando del yo empírico o yo fenoménico, es decir del yo tal cómo aparece ante uno mismo, pero no del yo tal como es en sí mismo; y, en tercer lugar, que, si nos referimos al "alma" como realidad trascendente, en tal caso nos estaremos alejando por completo de la experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse del alma en cuanto todo conocimiento requiere de una materia, las sensaciones, y una forma, las estructuras aprióricas de la sensibilidad y del entendimiento, mientras que en el caso del pretendido conocimiento del alma sólo tendríamos "pensamientos sin contenido", es decir, ideas o estructuras mentales sin relación alguna con un material sensible al que tales estructuras fueran aplicables.

g) Por su parte, Nietzschecritica este primer pilar de la filosofía cartesiana, considerando que se basa en un "hábito gramatical":

" ‘Se piensa: luego hay una cosa que piensa’: a esto se reduce la argumentación de Descartes. Pero esto es dar por verdadera ‘a priori’ nuestra creencia en la idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que haya una cosa que piensa, es simplemente la formulación de un hábito gramatical que a la acción atribuye un actor […] Si se redujese la afirmación a esto: ‘se piensa, luego hay pensamientos’ resultaría una simple tautología".

Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el alma, que sería en definitiva el sujeto del "cogito" cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto y predicado.

En definitiva, la proposición "pienso, luego existo" contiene de manera implícita el sujeto "yo", que lo es tanto del pensar como del existir. Es decir, en esta proposición no sólo se afirma la relación del pensar con el existir del pensamiento, sino que también se presupone la existencia diferenciada de un yo que piensa, pero que no se identifica con el pensamiento sino que es algo más. Pero, ¿cómo se llega a demostrar que por debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga pensamientos, pero que no se identifique con ellos?

Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en el planteamiento cartesiano subyace la distinción gramatical entre sujeto y predicado -entre el yo (sujeto) y el pensamiento (predicado)-. Por ello, el rigor de su método hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal afirmación el supuesto de que debiera existir "una cosa" pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría sido una tautología ( = "hay pensamiento, luego hay pensamiento"), o bien no se identificaría, y en dicho caso al conocimiento de que existe el pensamiento se estaría añadiendo la idea de que existe algo más como sujeto de la actividad pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta crítica podemos fijarnos en la estructura de oraciones impersonales como "llueve", en las que tal proposición no conduce a extraer la concusión según la cual "existe una cosa que llueve", como si por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad invisible de la que surge la lluvia, sino que sólo extraemos la conclusión tautológica "existe la lluvia".

4.2. El "cogito, ergo sum" y la Regla de la Evidencia. Objeciones

Con respecto a esta primera proposición considerada como verdadera, se pregunta Descartes a continuación qué es "lo que se necesita en una proposición para que sea verdadera y cierta". Y, dejando en segundo plano su referencia a aquel principio de contradicción que había utilizado de modo inconsciente para defender la verdad del "cogito, ergo sum", concluye que lo que le confirma su verdad es la claridad y distinción –es decir, la evidencia- con que la contempla. Esta consideración es la que le hace incurrir en el círculo vicioso de pretender fundamentar el valor de la evidencia en la verdad de la proposición "cogito, ergo sum" y, al mismo tiempo, pretender fundamentar la verdad de dicha proposición en el valor de la evidencia con que se presenta en su mente.

A partir de esta proposición Descartes considera que se encuentra ya en posesión de una "regla general" para progresar en el descubrimiento de la verdad; dicha regla no es otra que la de la evidencia:

"habiendo notado que en todo esto: pienso, luego, existo, no hay nada que me asegure la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir, juzgué que podía tomar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas".

De este modo, Descartes incurre en un nuevo círculo vicioso, pues, como ya indicó Huet, la regla de la evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir del "cogito, ergo sum", se convierte en el fundamento incoherente del "cogito, ergo sum", mientras que éste queda fundamentado a partir de la regla de la evidencia:

Pero, además, la regla de la evidencia, que debería haber servido de punto de partida para la fundamentación del método y para la recuperación de todos los conocimientos, planteaba otros problemas insolubles que determinaron que Descartes quedase encerrado en un solipsismo del que le resultó imposible escapar, pues, aunque esta regla hubiese podido ser confirmada en su valor mediante la verdad del "cogito, ergo sum", el pensador francés consideró que no tenía un valor autosuficiente para demostrar la existencia del mundo y la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra proposición, ya que todavía podía sospechar que

"quizá un dios podría haberme dotado de tal naturaleza que yo podría haberme engañado incluso a propósito de cosas que me parecieran máximamente manifiestas […] Estoy obligado a admitir que para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi error, incluso en materias en las que creo disponer de una evidencia muy grande".

Y así, además de tener que solucionar el problema del círculo vicioso existente por lo que se refiere a la relación entre la regla de la evidencia y el "cogito, ergo sum", tendría que demostrar la existencia de un dios que no fuera engañador para que la regla de la evidencia quedase confirmada en su valor y sirviera para demostrar la validez de los demás conocimientos.

Sin embargo y al margen de estos problemas, la regla de la evidencia no podía servir como criterio de verdad por los siguientes motivos:

a) Toda evidencia es una sensación y toda sensación es subjetiva; por ello toda evidencia es subjetiva y nunca puede mostrarse ni demostrarse que una evidencia subjetiva se corresponda con una verdad objetiva, a no ser mediante la ayuda del principio de contradicción o mediante la ayuda de la experiencia. Es posible que el propio Descartes se diera cuenta de este problema y que tal vez por este motivo plantease su hipótesis acerca de la existencia de un dios engañador o de un genio maligno, causante de sus evidencias subjetivas, al comprender que éstas no servían para garantizar el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la sensación de evidencia podía desvanecerse por muy diversos motivos. Pero parece que de lo que no se dio cuenta fue de que, una vez introducida la hipótesis del genio maligno o del posible dios engañador, tal hipótesis cerraba el camino a la posibilidad de demostrar la existencia de Dios o de cualquier otra verdad en cuanto siempre podía considerarse un nuevo engaño de aquellos seres hipotéticos.

b) Además, como ya le criticó A. Arnauld en las Cuartas objeciones,

"la única razón segura que tenemos para creer que lo que percibimos clara y distintamente es verdadero, es el hecho de que Dios existe. Pero solamente podemos asegurarnos de que Dios existe porque percibimos esa verdad clara y evidentemente. Así pues, antes de estar seguros de que Dios existe tendríamos que estar seguros de que todo lo que percibimos clara y evidentemente es verdadero".

Efectivamente, cuando Descartes recurre a Dios como garantía del valor de la regla de la evidencia, cae en una trampa de la que pretende escapar sin conseguirlo, al no tomar conciencia de que, desde el momento en que reconoce que la evidencia por sí misma es insuficiente para garantizar cualquier supuesta verdad, ya no puede recurrir a Dios como medio para confirmar el valor de dicha regla en cuanto primero tendría que demostrar su existencia, pero, en cuanto la misma evidencia en favor de la existencia de Dios sería subjetiva, cualquier pretensión de demostrar dicha existencia fracasaría porque el valor de la evidencia correspondiente todavía no estaría garantizado y, por ello, podría seguir siendo un espejismo provocado por el capricho de ese otro dios engañador o del genio maligno.

c) Además, incluso suponiendo que hubiera podido demostrar la existencia de Dios, la misma omnipotencia divina habría supuesto una nueva dificultad para demostrar el valor de la regla de la evidencia, pues, aunque ya estuviera superada la posibilidad de que un dios o un genio maligno especialmente poderosos fueran los causantes de falsas evidencias respecto a la verdad de las proposiciones matemáticas o de la existencia de un mundo externo al sujeto, el valor de cualquier supuesta evidencia seguiría dependiendo de la omnipotencia de Dios y no de una evidencia intrínseca e independiente de Dios. Es cierto que Descartes consideró en diversas ocasiones que la perfección divina era incompatible con una cualidad como la de ser engañador y que por ese motivo juzgó que aquello que se le presentase como evidente debía serlo realmente y no el producto de un engaño como el que podría provocar aquel hipotético genio maligno, que habría quedado eliminado una vez demostrada la existencia de Dios. Sin embargo, en este punto Descartes fue incoherente consigo mismo y se contradijo en cuanto en otros momentos aceptó que la omnipotencia divina no podría estar subordinada a nada, y, por ello, el hecho de que Dios pudiera ser engañador era una consecuencia de su omnipotencia y era una posibilidad que no podía quedar eliminada, pues Dios no podía estar sometido a un principio ajeno al de su propia omnipotencia, como lo sería el abstenerse de ser engañador, como si él estuviera subordinado a norma alguna, cuando el valor de todas dependía de su voluntad. Así lo reconoce Descartes en diversos momentos como en el que dice: "Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permita". Un punto de vista similar a éste se encuentra en otros lugares, como en Los Principios de la Filosofía, donde se dice:

"Dios, que nos ha creado, puede hacer todo lo que quiera, y no sabemos todavía si ha querido hacernos tales que nos equivoquemos siempre aun en las cosas que creemos conocer mejor, pues ya que ha permitido que nos hayamos equivocado algunas veces […] por qué no podría permitir que nos equivocásemos siempre", y

"si Dios presentase a nuestra alma inmediatamente por Sí mismo la idea de esta materia extensa […] no podríamos encontrar razón alguna que nos impidiese creer que Dios se complace en engañarnos".

Pero, a fin de justificar el valor de la regla de la evidencia Descartes "se olvidó" de su propia doctrina según la cual la omnipotencia de Dios era tan absoluta que incluso las verdades matemáticas y el valor del principio de contradicción dependían de aquélla, y consideró de modo contradictorio que Dios no podía ser engañador, pues la "luz natural" enseña que el engaño depende de algún defecto.

En relación con la posibilidad de que el verdadero Dios fuese engañador, en una carta a Voetius, publicada en marzo de 1643, Descartes negó haber hablado de tal posibilidad, indicando que él en ningún caso se había referido al "verdadero Dios" sino sólo a un ser muy poderoso que fuera engañador. Sin embargo, aunque hay textos en los que Descartes afirma que Dios no es engañador, hay otros en los que, con su incoherencia y frivolidad habitual, afirma de forma inequívoca que el auténtico Dios sí podría ser engañador, pues

"puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres […] …si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permita".

Por otra parte y en relación con esta cuestión, conviene recordar que tanto Guillermo de Ockham como Jean de Mirecourt habían presentado ya la hipótesis de que las propias sensaciones no estuvieran causadas por realidades externas al propio sujeto, sino directamente por el propio Dios, y que igualmente, el obispo y filósofo anglicano G. Berkeley no tuvo reparos en considerar que nuestras percepciones eran causadas directamente por Dios, considerando que no era necesaria la existencia de una realidad material como origen de ellas ("esse est percipi") y que no por ello había que considerar que Dios fuera menos perfecto.

4.3. Evidencia y criterio de verdad. Objeciones

Por otra parte, y en relación con el concepto de evidencia, conviene reparar en el problema gnoseológico que implica adoptar la evidencia como criterio de verdad, utilizándola para conferir valor a los supuestos conocimientos, pues, en cuanto toda evidencia es una sensación interna, es siempre subjetiva, de manera que pretender encontrar evidencias que, además de ser subjetivas, sean igualmente objetivas es lo mismo que pretender encontrar lo subjetivo objetivo, o lo subjetivo no subjetivo, lo cual es una contradicción. Para comprender con claridad el problema que plantea la evidencia puede ser suficiente tener en cuenta los cientos de miles de personas que afirman con total convicción haber visto fantasmas o seres de ultratumba, o haber sido visitados por extraterrestres o por el propio diablo; las histerias colectivas, la presión psicológica o determinados alucinógenos son capaces de hacer que se perciba como evidente aquello que sólo es producto de la fantasía o de un estado mental similar al de los sueños que se viven con fuerte intensidad hasta el punto de que, incluso estando ya despierto, se sigue teniendo la impresión de que el sueño no era tal, sino que era auténtica realidad. A Descartes podría haberle bastado constatar que él mismo, a lo largo de su vida, había tenido evidencias que con el tiempo dejaron de serlo, lo cual era ya una prueba suficiente para desconfiar del valor de la regla de la evidencia como parte esencial del método; y, de hecho, eso fue lo que reconoció en la 5ª de las Meditaciones Metafísicas, aunque sólo para introducir frívolamente a Dios como garantía del valor de la evidencia, como si Dios tuviera que librarle de aquellas evidencias erróneas a pesar de que anteriormente le había permitido y programado para caer en ellas.

En cualquier caso la imposibilidad de superar el carácter subjetivo de la evidencia le encerró en un solipsismo del que no pudo escapar, siendo coherente con la Lógica.

En resumidas cuentas: 1) Descartes no pudo garantizar el valor de la evidencia a partir de Dios porque la demostración de tal existencia suponía aceptar de antemano el valor de la regla de la evidencia; y 2) aunque hubiera podido demostrar la existencia de Dios para garantizar así el valor de la regla de la evidencia, este fin no lo habría logrado en cuanto el propio Dios, de acuerdo con su supuesta omnipotencia, hubiera podido ser tan engañador o infinitamente más que el "genio maligno", de manera que no podía garantizarse que las evidencias dejasen de ser meramente subjetivas o inspiradas por la propia divinidad sin que se correspondiesen con auténticas verdades.

Por ello tiene interés investigar cómo un pensador que parecía tan capacitado para la labor científica fue incapaz de darse cuenta de los graves errores en que incurrió a la hora de fundamentar su método y a la hora de aplicarlo. Ciertamente en la aparición de esos errores tuvo una importancia relevante el propio método, basado en el uso de la razón sin apenas ayuda de la experiencia, y tuvo importancia el haber confiado en algo tan poco fiable como lo era la vivencia de las propias "evidencias" en cuanto, a pesar de ser meramente subjetivas, Descartes las consideró como verdades objetivas, cuando la verdad es que son muchas las evidencias subjetivas que nada tienen que ver con la verdad, al tiempo que muchas verdades objetivas en pocas ocasiones aparecen como evidencias subjetivas.

Curiosamente el propio Descartes llegó a conocer y a menospreciar frívolamente la obra de un gran científico como Galileo, el cual había descubierto el auténtico método para conseguir el progreso de la Ciencia, el método experimental o hipotético deductivo, que combinaba la experiencia, la imaginación y la inteligencia para observar, crear hipótesis explicativas de lo observado y realizar experimentos a fin de confirmar o modificar las hipótesis previamente establecidas, dando paso de este modo al progreso de la Ciencia. En este sentido y en relación con Galileo, Descartes, con su orgullo habitual, no tuvo inconveniente en criticar el método de investigación de Galileo diciendo:

"Me parece que falla mucho porque hace continuamente digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento".

La verdad, sin embargo, era contraria a esta opinión, pues Galileo construía a partir del fundamento de la experiencia, mediante la aplicación del método hipotético-deductivo, utilizado desde entonces por los científicos hasta la actualidad con resultados realmente extraordinarios para el avance de la ciencia.

Descartes, sin embargo, concedió un valor muy secundario a la experiencia, aunque reconoció su utilidad como mecanismo para suplir las carencias de la razón a medida que las verdades racionales más evidentes iban quedando demasiado alejadas a lo largo del proceso deductivo que llevaba a los conocimientos más concretos.

Su tendencia a ignorar el valor de la experiencia fue su tónica general, pero en las Reglas para la dirección del espíritu todavía llegó a criticar a "aquellos filósofos que, desdeñando las experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio cerebro como Minerva del de Júpiter" y posteriormente, hacia los años 1638 – 1640, se atrevió a realizar disecciones con peces y conejos pretendiendo librar de enfermedades a la humanidad y hacer avanzar la medicina para prolongar la vida humana, llegando a decir, señalando a sus animales, "ésta es mi biblioteca". Pero este diletantismo experimental en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y pronto dejó la experimentación para dedicarse de nuevo a la especulación.

En lo que fue su línea general de pensamiento consideró que la experiencia sin la razón era un conocimiento sumamente imperfecto, pues sólo mostraba que algo era, pero no por qué era, mientras que, para él, lo esencial en el conocimiento científico era mostrar la conexión deductiva de todos los fenómenos en cuando derivados de la perfección divina; y, por ello, la experiencia sólo tenía un valor auxiliar que podía servir para asegurar la verdad de los resultados a los que conducían las deducciones racionales o para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad divina, dependían sólo de su omnipotencia, por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados por ella.

4.4. El fracaso inevitable de cualquier intento por demostrar la existencia de Dios

El papel que juega la regla de la evidencia como punto de partida para demostrar la existencia de Dios y la utilización posterior de esa supuesta realidad no demostrada para justificar el valor de la regla de la evidencia constituyen un círculo vicioso que Descartes fue incapaz de reconocer tal vez porque su interés en recuperar el valor de los conocimientos sometidos a la duda metódica le impidió ver ese círculo vicioso y, en consecuencia, la imposibilidad de superar la duda metódica para así recuperar aquellos conocimientos problemáticos.

Por ello y a partir de la consideración cartesiana según la cual la garantía del valor de la regla de la evidencia era necesaria para cualquier adelanto en el conocimiento y a partir de la consideración de que sólo Dios podía proporcionar tal garantía, la consecuencia inevitable era la de la imposibilidad de escapar del solipsismo, en cuanto la demostración de la existencia de Dios quedaba imposibilitada desde el momento en que la regla de la evidencia, única herramienta para lograr tal demostración, sólo podía utilizarse con éxito a partir del momento en que el propio Dios hubiera garantizado su valor. No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad, la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para intentar tal demostración fue realmente desastrosa como consecuencia de haber empleado unos argumentos sencilla y claramente absurdos, que, además de estar a millones de años luz de la evidencia, en ocasiones sólo hubieran podido servir para lo contrario de lo que el filósofo francés se propuso.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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