Descartes Contradicciones de su irracionalismo teológico (página 4)
Enviado por Antonio Garc�a Ninet
4.4.1. La finitud del yo no conduce a demostrar la infinitud de Dios
Por lo que se refiere a sus intentos por demostrar la existencia de Dios, Descartes no contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera proposición considerada como verdadera, "pienso, luego existo", junto con la utilización ilegítima -según las propias exigencias cartesianas- de la regla de la evidencia en cuanto ésta no había quedado suficientemente fundamentada.
Esa primera verdad del "cogito, ergo sum" le condujo a definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que tenía ideas. Respecto a tales ideas, señaló que existían diferencias entre ellas respecto al modo de presentarse: Unas eran innatas, en cuanto las encontraba en sí mismo, otras eran adventicias, en cuanto parecían proceder de algo distinto del propio ser, y finalmente otras, las facticias, las construía él mismo combinando distintas ideas.
Para demostrar la existencia de Dios Descartes utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales podía ser concluyente no sólo por el carácter contradictorio del concepto cristiano de Dios, sino porque, además, los planteamientos cartesianos tan desatinados convertían esa hazaña en algo doblemente imposible.
1) Así, en las Meditaciones Metafísicas utilizó un argumento similar a varios de los empleados por Tomás de Aquino, quien partiendo del movimiento, de la causalidad o de los seres contingentes, consideraba que en el conjunto de seres movidos, causados o contingentes uno no se podía remontar al infinito sino que debía suponer la existencia de un primer motor, una primera causa incausada o un ser necesario que explicasen respectivamente la existencia de la serie de realidades movidas, causadas o contingentes. Por su parte, en cuanto Descartes no podía contar con realidades externas, cuya existencia había quedado puesta entre paréntesis como consecuencia de la aplicación de la duda metódica a los conocimientos sensibles, sólo podía contar con las ideas existentes en la "res cogitans". Y así, utilizando un procedimiento similar al de Tomás de Aquino, estimó que las ideas estaban causalmente relacionadas de tal modo que debía existir una idea primera cuya causa sería la realidad original correspondiente, en la que existiría realmente la perfección que en las ideas sólo estaba por "representación":
"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito, sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya causa sea como un patrón o un original, en la que se halle contenida formal y efectivamente toda la realidad o perfección que se encuentra sólo objetivamente o por representación en estas ideas"
Este argumento parece una burla por su superficialidad, pues parte de la falsa premisa de que las ideas estén enlazadas entre sí de forma que la intuición de una deba llevar hasta otra anterior y así hasta llegar a esa primera idea de que habla Descartes. Además, el hecho de que considere que la causa de esa idea primera deba ser una realidad que posea en sí la perfección existente en ella por representación es una afirmación gratuita, pues una mínima dosis de sentido común podría haberle hecho ver que nadie, ni por esencia ni por representación, se encuentra en posesión de una "idea primera", identificada con Dios o con la de una "sustancia infinita", por más que se posean conceptos confusos de series infinitas, como la de los números naturales o la del espacio de la geometría euclídea, entendido como infinito.
2) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las ideas, Descartes indicó que, entre las ideas innatas había una que tenía un carácter muy especial cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio ser: Se trataba de la idea de Dios, y, en el Discurso del Método señala que, en cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello
"mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que conocer era una perfección superior a dudar, quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta".
Pero, respecto a esta "demostración" (?), tan fácilmente alcanzada, conviene realizar las siguientes críticas:
En primer lugar, resulta sorprendente la frivolidad con que Descartes considera "evidente" este argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su argumentación, más bien debería haber concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia imperfección sería una prueba en contra de la existencia de Dios como ser perfecto, pues, de acuerdo con el adagio "operari sequitur esse", las obras de Dios, en cuanto ser perfecto, deberían ser perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía crear y su bondad le impulsaba a conceder todas las perfecciones posibles a lo creado, habría actuado mal al haberle creado de modo imperfecto; y, como tal forma de actuar habría sido incompatible con el ser de Dios, en tal caso la propia imperfección habría sido una demostración evidente de que no existía un ser tan perfecto que hubiese podido y querido crearle con sus mismas perfecciones.
Conviene recordar a este respecto que una parte de la crítica de Hume al argumento fisico-teleológico de Tomás de Aquino se basaba precisamente en el hecho de que la consideración del mundo, como imperfecto y limitado que era, no permitía concluir de manera válida en la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo sería el dios cristiano, sino todo lo más, imperfecta y limitada como el propio mundo.
3) A continuación y como un nuevo argumento Descartes indica que, si hubiera sido causa de sí mismo, se habría dado las perfecciones que conocía y que estaban contenidas en la idea de Dios, y que por ello era evidente que no se había creado a sí mismo y que había debido crearle un ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él poseía, pues
"si hubiese estado sólo e independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones que podía advertir en Dios".
Pero Descartes incurre de nuevo en el error anterior al no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de Dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era inferior al que él mismo se tenía, ya que le había dotado de una naturaleza muy inferior respecto a la que él mismo se habría dado si hubiera podido hacerlo, pues se habría dotado de todas las perfecciones que conocía y no se habría conformado con su simple conocimiento, y, en consecuencia, el amor de Dios no sería infinito.
4) Descartes utilizó también una variación del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, señalando que
"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos".
Las críticas al valor de este argumento habían surgido ya en la misma época de Anselmo de Canterbury, cuando el fraile Gaunilon indicó que, siguiendo la argumentación anselmiana, igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas, ya que, si no existieran, no serían afortunadas. Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant aportaron sus propias críticas, considerando, en definitiva, que había que diferenciar entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo que se refiere al pensamiento y admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de poder afirmar que tal ser existiera en la realidad y no sólo en el pensamiento, sería necesario tener la experiencia correspondiente de tal ser cuyas cualidades deberían corresponderse con las de la idea de ese ser perfecto meramente pensado; en caso contrario, este argumento podría ser aplicado no sólo a Dios sino también a cualquier otra idea en cuanto la pensásemos como perfecta. Así, podría afirmarse la existencia del centauro perfecto, en cuanto, si no existiera, no sería perfecto. Pero lo evidente es que, cuando pensamos en un centauro perfecto, por muy perfecto que lo pensemos, no por ello escapamos de la esfera del pensamiento para afirmar la existencia real de ese centauro pensado, de manera que, como defendía el empirismo y el propio Kant, para pasar desde lo pensado a lo real, de forma que se llegue a conocer la existencia de una realidad que se corresponda con lo pensado, hace falta, en definitiva, la experiencia, la cual será la piedra de toque para saber si la idea pensada se corresponde con una realidad empírica cuyas características se correspondan con las de aquella.
Además, cuando se afirma que la idea de Dios es la de un ser perfecto se quiere decir que dicha idea engloba el conjunto de todas las cualidades positivas posibles en cuanto contenidas en dicha idea, pero en ningún caso es razonable dejar el terreno mental de la simple idea, para afirmar la existencia de Dios como un ser real trascendente que se corresponda con aquella idea.
Por su parte, Hume -en los momentos en los que no se dedica a defender un solipsismo radical-, adelantándose a Kant, había dicho que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera y era posible pensarlos como existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades ajenas a las meramente pensadas, había que recurrir a la experiencia.
Igualmente Kant señaló más adelante que la existencia no era un predicado real, es decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al conjunto de cualidades que asociamos con determinado concepto, sino que hacía referencia a la "posición absoluta de una cosa", es decir, a la afirmación de la existencia de una realidad empírica que se correspondía en sus cualidades con un concepto pensado, de manera que cuando pensamos en cualquier concepto, las cualidades que éste tenga en el pensamiento serán las mismas que tenga en la realidad, si en verdad existe, pero sólo la experiencia podrá mostrar si lo pensado se corresponde con una realidad existente fuera del pensamiento, además de existir en él.
De nuevo, pues, vuelve a mostrarse el fracaso cartesiano a la hora de aplicar la regla de la evidencia, al conformarse con una "demostración" tan absurda que sólo sirve para mostrar que no se deben aceptar las "evidencias" subjetivas –que son todas- como criterio de verdad.
Por ello y especialmente desde Galileo, ha sido el método experimental el que ha conseguido el avance de la Ciencia a partir de una continua interacción entre las hipótesis científicas y la experiencia, de modo que no es una evidencia subjetiva sino la posibilidad constante de experiencias o de experimentos que confirmen o desmientan el valor de las hipótesis lo que confirma o invalida cada una de las leyes y teorías científicas vigentes en un momento dado, leyes y teorías que, como señala Popper, no se consideran verdaderas en un sentido absoluto sino sólo como aproximaciones al conocimiento de la realidad, que la experiencia puede falsar o desmentir en cualquier momento.
5) Finalmente, en las Meditaciones Metafísicas indica Descartes que toda idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo puede diferenciarse, por una parte, el hecho mismo de pensar, y, por otra, la realidad pensada. El hecho de pensar posee, según Descartes, una realidad formal, mientras que la realidad pensada posee una realidad objetiva. A continuación afirma que como actos diversos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero dice que se plantea un problema cuando nos preguntamos por la causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto contienen una realidad objetiva. La realidad objetiva de la mayoría de las ideas, en la medida en que es limitada por representar las diversas cosas naturales, que son limitadas, podría haber sido causada por mí mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad objetiva que en ella se contiene es infinita y, en consecuencia, no puede ser explicada su presencia en mí como si yo fuera su causa, pues "lo que es más perfecto, es decir lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos perfecto".
Yo, como sustancia finita, no podría poseer la idea de una sustancia infinita a menos que ésta estuviera causada en mí por una sustancia infinita realmente existente. En consecuencia, Descartes llega a afirmar que la simple presencia en él de la idea de Dios demuestra la existencia del propio Dios.
Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con que a Descartes se le muestra como evidente un argumento tan absurdo, tan confuso y, en cualquier caso, tan carente de evidencia –al menos para la serie de filósofos que le sucedieron, pues ninguno llegó a compartir su convicción acerca del valor demostrativo de tal argumento-. Pues, cuando se refiere a la realidad objetiva de la idea de Dios, diciendo que es infinita, el "teólogo" francés no tiene en cuenta que en sentido estricto no se tiene una idea positiva de ‘lo infinito’, pues, cuando se intenta una hazaña como ésa, lo único que se consigue es pensar en la negación de lo finito, pero en ningún caso se alcanza una comprensión positiva de "lo infinito", del mismo modo que tampoco se abarca con el pensamiento la serie infinita de los números naturales, sino que lo único que se consigue pensar es que dicha serie nunca termina y que todos y cada uno de los números tienen su correspondiente sucesor de forma indefinida. En consecuencia, la "realidad objetiva" de la idea de Dios, no puede ser pensada como infinita sino sólo como indefinida, de manera que estar en posesión de esa idea no implica abarcar con absoluta comprensión su significado. Por otra parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de la Vía Láctea, del planeta Tierra, de la cordillera de los Alpes o del pueblo en el que vivo son mayores que yo y, sin embargo, no tengo problema alguno en representarlas en mi mente, aunque sea de modo confuso. En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente imaginario, por inmenso y extraño que sea, aunque se piense de modo igualmente impreciso, y no por ello tener que concluir en que existen seres reales independientes, causantes de tales ideas.
4.4.2. Otras doctrinas absurdas
Por ello y teniendo en cuenta el cúmulo de circunstancias que conformaron su ambiente social y cultural, no resulta nada extraño que Descartes se conformase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de la evidencia para demostrar la existencia de Dios, argumentos aceptados con la misma frivolidad con que defendía otras doctrinas radicalmente irracionales.
a) Así sucede con su consideración según la cual
"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen necesarias, esto no significa que las haya querido necesariamente",
lo cual equivale a afirmar la contradicción según la cual Dios ha determinado libremente la necesidad de tales verdades, pues la necesidad de una verdad no puede ser consecuencia de un acto por el que libremente se establezca tal necesidad.
b) En esta misma línea se encuentra igualmente su muy perspicaz observación (?) según la cual en cierto modo los defectos contribuyen a la perfección de un conjunto, lo cual equivale a firmar que las imperfecciones son perfecciones o, dicho con las palabras del filósofo francés,
"en cierto modo el que algunas de las partes de todo el Universo no estén exentas de defectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran similares".
Parece sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final de este párrafo Descartes haya escrito la palabra "semblables", como si no se hubiera atrevido a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo ser consciente de que con tal expresión habría puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la imperfección pudiera ser más perfecta que la perfección.
c) O también su explicación acerca del "funcionamiento del corazón", la de la existencia de los "cuatro elementos de Empédocles", la de la existencia de las "estrellas fijas", la consideración tan ingenua y absurda de que el alma y el cuerpo se encuentran unidos mediante la glándula pineal, la "evidencia" de que la res extensa y el movimiento son realidades independientes, o su afirmación, tan "evidente" para él, aunque falsa para casi todos los demás, de que el alma no necesita del cuerpo para poder pensar.
El asombro ante tantos errores evitables incita a pensar que, en medio de tantos absurdos, no era demasiado difícil que Descartes acertase al menos en la explicación de algunos fenómenos.
El racionalismo teológico cartesiano
Descartes entiende por el concepto de sustancia "una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir". Siendo coherente con tal definición aplica el concepto de sustancia a Dios en sentido propio, y a la res cogitans y a la res extensa en sentido secundario, pues mientras Dios sería plenamente subsistente por sí mismo, el resto de la realidad dependería de Dios para su propia existencia. Dios se caracteriza por su infinitud, atributo que incluye de forma inseparable el conjunto de todas las perfecciones, como las de la eternidad, la omnisciencia, la inmutabilidad y la omnipotencia.
Consecuente con su idea de la inmutabilidad divina, pero no con la de la omnipotencia, casi al comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes escribió:
"…he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bastante en ellas, no podríamos dudar de que son observadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el universo".
Con estas palabras quiso decir que con sólo profundizar en la propia mente, a partir de la esencia divina se podrían descubrir las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza, de manera que los estudios empíricos serían innecesarios o auxiliares, ya que la esencia divina era la fuente de su verdad y de su conocimiento. En este sentido Descartes defiende un "racionalismo teológico", según el cual, si la razón humana es capaz de alcanzar el conocimiento de las verdades eternas y de todas las demás, en cuanto se deducen de aquellas, no es por otro motivo sino porque Dios la ha dispuesto con aquellas ideas innatas que es capaz de recobrar en cuanto se encontraban ya en ella de forma latente.
Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes relativiza su propio racionalismo –convirtiéndolo en irracionalismo– en cuanto considera que no es la racionalidad intrínseca de las distintas verdades lo que permite conocerlas, sino el hecho de que toda verdad depende de Dios y emana de su naturaleza. En este sentido escribe a Mersenne:
"en cuanto a las verdades eternas le digo sin más que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce como verdaderas o posibles, pero no, por el contrario, que sean conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con independencia de él […] La existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás".
Por ello, la razón no demostraría nada si no fuera porque Dios ha establecido que pueda conectar con la verdad; y, en consecuencia, la razón no es autosuficiente para alcanzar la verdad, pues la justificación de toda verdad se encuentra en el propio Dios. Precisamente por esto, al hacer referencia a estos planteamientos es más acertado hablar de un racionalismo subordinado a la Teología que de un racionalismo en sentido estricto.
5.1. El racionalismo teológico aplicado a la "res cogitans".
5.1.1. Independencia e inmortalidad del alma. Objeciones.
Por lo que se refiere al alma Descartes considera evidente (?) que es una realidad independiente del cuerpo que "no está sujeta a morir con él" y que, en consecuencia, "es inmortal":
"conocí […] que era una sustancia cuya esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es".
Más adelante, en las Meditaciones Metafísicas, insiste en declarar que ha demostrado que "el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal".
A través de estas afirmaciones, Descartes se muestra especialmente presuntuoso al afirmar como evidentes teorías muy alejadas de cualquier posible demostración, de la experiencia y de la verdad, pues no contaba con más razones que los prejuicios inherentes a sus creencias religiosas, asentadas en su mente como consecuencia de la formación recibida, de la presión psicológica procedente de su círculo de amistades religiosas, y también, en una importante medida, por su temor a la Inquisición.
En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Descartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el yo sea una sustancia pensante, que sólo consista en pensar, que no necesite ni dependa de ninguna sustancia material, que el yo se identifique con el alma, que considere que ésta es enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo no existiera el alma no dejaría de ser todo lo que es, pues todas estas doctrinas no son otra cosa que prejuicios basados en aquellas creencias religiosas a las que no había aplicado la duda, y que, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios, no habría llegado a defender tales absurdos.
La sorpresa se convierte en profunda admiración ante la suma perspicacia (?) del pensador francés cuando descubre con la misma "evidencia" que aunque el cuerpo no existiera el alma no dejaría de existir, pues algo muy parecido a la "evidencia" más bien muestra lo contrario: Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se percibe sin demasiada dificultad que, en cuanto su cerebro está en malas condiciones, su actividad pensante parece ser nula, y, del mismo modo, cualquiera suele asociar de forma espontánea los ciclos de vigilia y de sueño corporal con ciclos paralelos de conciencia psíquica perfectamente diferenciables sin necesidad de una tecnología científica especialmente sofisticada. Además, cada uno sabe por auto-observación que siempre se ha sentido identificado o al menos unido con el cuerpo material desde el que siente, piensa, recuerda, desea, etc., mientras que a casi nadie se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo existiendo con independencia de su cuerpo, o pensando desde un determinado lugar mientras su cuerpo se encontraba a diez mil kilómetros de distancia, a no ser que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas le hayan llevado a sugestionarse de que su pensamiento y su cuerpo tenían escasa relación.
5.1.2. La relación entre el alma y el cuerpo. Objeciones
Por lo que se refiere a la relación entre el alma y el cuerpo y a fin de explicar cómo el cuerpo era capaz de obedecer las órdenes del alma y de informarle acerca de su estado, y cómo el alma podía recibir información acerca del estado del cuerpo y darle órdenes, resulta sorprendente que Descartes "solucionase" (?) este problema de un modo tan superficial y tan ingenuamente absurdo como lo hizo, pues no se le ocurrió otra explicación que la de considerar que entre el alma y el cuerpo había un elemento material, la glándula pineal, que las ponía en conexión. Es incomprensible que, al considerar que una realidad material como la glándula pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo y el alma, no entendiera que el problema, lejos de solucionarse, se desplazaba al de tener que explicar a continuación cómo se relacionaba el alma –supuestamente inmaterial- con la glándula pineal –evidentemente material-. Pero, a pesar de la imposibilidad de resolver tal problema, Descartes se atrevió a decir que
"la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus funciones no es en modo alguno el corazón ni tampoco el conjunto del cerebro, sino meramente la parte de éste que es más interior de todas, a saber, una cierta glándula muy pequeña que está situada en el centro de la sustancia cerebral, y que está de tal modo suspendida sobre el conducto por donde los espíritus animales en sus cavidades anteriores tienen comunicación con las de las posteriores que los más ligeros movimientos que tienen en la misma alteran grandemente el curso de aquellos espíritus; y, recíprocamente, los más pequeños cambios que se dan en el curso de los espíritus pueden influir mucho en que cambien los movimientos de aquella glándula".
Desde luego, esta explicación no era ni clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el momento en que para explicar la conexión entre lo espiritual y lo material se recurre a un tercer elemento que sigue siendo material, el problema permanece en el mismo estado en que se encontraba inicialmente, ya que por mínimo que fuera el punto de conexión entre lo material y lo que no lo es, el misterio de cómo lo inmaterial podía influir en lo material y viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que se había propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con unas explicaciones tan alejadas de la comprobación empírica como del análisis racional, y que además fuera capaz de verlas como evidentes.
Respecto a la consideración según la cual Descartes entendió el alma como una sustancia distinta del cuerpo, tal distinción le sirvió para excluir al ser humano del mecanicismo imperante en la realidad material y en el resto del mundo biológico, insistiendo en la existencia de una diferencia esencial entre los animales y el hombre porque mientras los animales eran simples configuraciones de la materia especialmente complejas, que sí estaban sometidos al determinismo mecanicista, el ser humano, aunque era una realidad dual, su parte esencial era el alma (res cogitans), que gozaba de libertad y, por lo tanto, no estaba sometida al mecanicismo al que estaba sometida la res extensa. Por ello consideró que
"después del error de los que niegan a Dios […] no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras que, si sabemos cómo son de diferentes, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto, que no está sujeta a morir con él y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal" .
Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo biológico fue realmente fructífera para el avance de la Biología, las explicaciones para establecer esas diferencias abismales entre los animales y el hombre se basaban en los prejuicios de la Religión, pues no era tan difícil comprender que los animales percibían, sentían y tenían toda una serie de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que tales fenómenos tuvieran una explicación natural que, ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre, requerían de un principio fantasmagórico inmaterial como era el mítico concepto del "alma". En cualquier caso, si algo estaba cerca de la "evidencia", era precisamente lo contrario de lo que Descartes aceptó.
Para explicar los movimientos del cuerpo humano el pensador francés juzgó que éste se regía por leyes simplemente mecánicas, de manera que muchos procesos fisiológicos se producían sin intervención de la mente, y, así, la respiración, la digestión, la circulación de la sangre, etc. se realizaban automáticamente; por otra parte, consideró igualmente que tampoco los movimientos conscientes eran causados directamente por la mente, pues lo único que ésta podía hacer era alterar la dirección de los movimientos del cuerpo, gracias a la relación existente entre el alma y el cuerpo a través de la glándula pineal, pero esta explicación, como ya se ha indicado, fue un intento absurdo de sortear el problema de ese dualismo psico-físico.
De nuevo su frivolidad, tantas veces mostrada, llevó al pensador francés a una conclusión absurda, pues afirmar que la mente pudiera alterar la dirección de los movimientos del cuerpo gracias a la mediación de una realidad igualmente material, como lo era la glándula pineal, era una explicación ridícula, sólo comprensible a partir de su osadía para presentar teorías absurdas cuando desconocía la auténtica explicación.
Por lo que se refiere a la consideración cartesiana del alma como la auténtica sustancia del hombre -aunque estuviera unida a un cuerpo-, desde el punto de vista de la ciencia habría que puntualizar, en primer lugar, que si con dicho término se estuviera haciendo referencia a procesos mentales como el pensamiento, el sentimiento y las diversas emociones e imágenes mentales, resultado de la percepción, en tal caso no habría nada que objetar, pero, en cuanto con él se pretenda hacer referencia a una sustancia inmaterial que sería el sujeto de tales procesos y que, por definición, no podría ser objeto de percepción, la ciencia no puede hablar de ella en ningún caso y tal doctrina no parece ser otra cosa que una construcción imaginaria procedente de prejuicios religiosos.
Por otra parte, aunque los fenómenos físicos y los psíquicos se diferencian por el método de su conocimiento, puede constatarse la existencia de una clara correspondencia entre ellos a nivel cerebral, tal como se observa desde la Neurología o desde la Psicología Experimental. Así que la pretensión de que exista una realidad llamada "alma" que tenga unas cualidades heterogéneas con respecto a la realidad material no es otra cosa que un antiguo mito que olvidó el carácter unitario del ser humano, introduciendo en él un componente mágico imperceptible y, por ello mismo, indemostrable. En este punto, al igual que en otros, el lenguaje nos tienta a creer que más allá de cualquier término existe una realidad que se debe corresponder con él, como sucede con expresiones como "la nada", "el espacio en sí", "Dios", "el libre albedrío" o "lo bello en sí".
5.1.3. La "res cogitans" y la libertad
También tiene interés hacer una referencia al tratamiento tan contradictorio que presentó Descartes del problema de la libertad, en relación con el cual dio soluciones superficiales para todos los gustos, entremezclando conceptos muy diversos de libertad, contradictorios entre sí en algunas ocasiones, como en especial cuando acepta la libertad desde la perspectiva del intelectualismo socrático y cuando niega el valor de esta misma perspectiva, siendo al parecer inconsciente de sus propias contradicciones por esa misma frivolidad incoherente en su forma de razonar, sin mantener una consistencia con las doctrinas que había defendido en otras ocasiones como si fuera amnésico.
Gran parte de las confusiones y contradicciones en que incurre al tratar esta cuestión se relacionan con su frívola confusión en el uso del concepto de libertad, que, según en qué momentos, entiende:
1) como indiferencia a la hora de que los pronunciamientos de la voluntad se produzcan sin que el sujeto tenga motivos para decidirse por un objetivo o por cualquier otro;
2) como voluntariedad;
3) como voluntad sometida al determinismo del bien presentado por el entendimiento (intelectualismo socrático);
4) como capacidad de la voluntad para elegir o no elegir un bien;
5) como capacidad para elegir libremente las acciones predeterminadas por Dios de modo necesario.
Respecto a estos diversos conceptos de libertad, conviene puntualizar lo siguiente:
1) En primer lugar, Descartes entiende la libertad como "indiferencia", es decir, como capacidad de autodeterminación de la voluntad para elegir sin sentir atracción alguna hacia el objetivo que elige, considerándola como la expresión más baja de la libertad al afirmar que consiste "en poderse determinar hacia cosas por las cuales tenemos una absoluta indiferencia".
Sin embargo, considerar como libre esta forma de actuar es erróneo en cuanto, desde el momento en que la voluntad no dispone de motivo alguno para dirigirse hacia un objetivo en lugar de hacerlo hacia otro, la decisión correspondiente sería simplemente un ejemplo de azar, pero nada más.
2) En otros momentos, entiende la libertad como un sinónimo de "espontaneidad" y de "voluntariedad", diciendo que, cuanto mayores son los motivos que le inducen a obrar de un determinado modo, con mayor libertad actúa, ya que la voluntad no actúa en contra de sí misma sino en favor de aquello que apetece. En este sentido, escribe:
-"lo libre y espontáneo y voluntario son completamente lo mismo […] Me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu",
-"hacer libremente una cosa o hacerla gustosamente o bien hacerla voluntariamente no son más que una misma cosa. Y en este sentido he escrito que yo me inclinaba tanto más libremente a una cosa cuantas más razones me impulsaban".
Esta forma de entender la libertad es acertada y, por ello, resulta perfectamente comprensible; al mismo tiempo, es la única que conecta adecuadamente con la simultánea aceptación cartesiana del intelectualismo socrático.
Por ello, como luego se verá, el problema se plantea cuando, desde la perspectiva religiosa católica, a Descartes no le queda más remedio que negar en ocasiones la doctrina socrática para defender otras más ligadas a la ortodoxia católica, con sus ideas de responsabilidad, mérito y culpa, y con otras derivadas de tales conceptos.
3) De acuerdo con el intelectualismo socrático, en diversas ocasiones Descartes entiende el comportamiento libre como aquel que viene guiado por el bien, tal y como se lo presenta el entendimiento:
-"como nuestra voluntad no se determina a seguir o a huir de nada sino en cuanto nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo, basta con juzgar bien para obrar bien y con juzgar lo mejor que se pueda para obrar también lo mejor que se pueda".
-"Si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debiera formar y qué elección hacer, y de ese modo yo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente".
-"si [lo malo] lo viéramos claramente nos sería imposible pecar mientras lo viéramos de esta manera; por esto se dice que omnis peccans est ignorans (todo el que peca ignora)".
Acerca de este último punto de vista tiene especial interés hacer referencia a una carta a Mersenne, como respuesta a otra de su amigo en la éste juzgaba que el intelectualismo socrático, de carácter determinista, conduciría a la negación de la responsabilidad moral en cuanto la voluntad siempre se vería forzada a actuar desde la consideración del bien y no del mal. Descartes le respondió diciendo que el entendimiento presentaba a la voluntad "diversas cosas al mismo tiempo", de forma que los "espíritus débiles" llegarían a confundir el auténtico bien con otro de carácter inferior.
Esta respuesta, sin embargo, era excesivamente simplista y desde luego no conseguía solucionar el problema planteado por Mersenne, pues seguía dando una explicación determinista de los casos de comportamiento en los que aparentemente no se actuaba de acuerdo con la elección del bien mayor al indicar que el motivo de esta equivocación se encontraba en que "los espíritus débiles" confundían el bien auténtico con otro y eso determinaba su elección equivocada. En este punto Descartes no llega a plantear ni de lejos las interesantes y acertadas explicaciones que ya Aristóteles había realizado acerca del fenómeno de la akrasía en su Ética Nicomáquea. Es evidente, por otra parte, que el pensador francés no podía estar especialmente motivado para esta tarea, que le habría conducido, como al propio Aristóteles, a la defensa consiguiente de un planteamiento determinista, teniendo en cuenta que el intelectualismo socrático, asumido por Aristóteles, implicaba que siempre se actuaba de acuerdo con el mayor bien y que los fenómenos de akrasía o falta de autodominio, actuando movidos por el deseo y en contra de lo mejor, tenían una explicación psicológica según la cual lo que sucedía era que el último juicio práctico antes de la decisión era consecuencia no de un planteamiento estrictamente racional sino de otro en el que el deseo interfería inevitablemente de modo que la conclusión del último juicio práctico dejaba de ser estrictamente racional en la medida en que el sujeto no se encontraba en posesión de la phrónesis –o sabiduría práctica- para dominar las pasiones y elegir el bien auténtico.
La presión psíquica recibida en su ámbito cultural por el círculo de sus amistades clericales, entre las que gozaba de notable prestigio, y el temor del pensador francés a la Inquisición, debió de conducirle a neutralizar su defensa del intelectualismo socrático con su contradictoria crítica de esta misma doctrina por los motivos indicados y con la misma frivolidad de otras ocasiones. Así, en la carta a Mersenne a la que se ha hecho referencia dice lo siguiente:
"Usted rechaza lo que he dicho: que basta juzgar bien para actuar bien; y, sin embargo, me parece que la doctrina ordinaria de la escuela es que voluntas non fertur in malum, nisi quatenus ei sub aliqua ratione boni repraesentatur ab intellectu (la voluntad no se dirige hacia el mal sino en cuanto el entendimiento se lo presenta bajo alguna razón de bien) de donde procede este dicho: omnis peccans est ignorans (todo el que peca es ignorante); de manera que, si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección. Pero a menudo se le representa diversas cosas al mismo tiempo; de donde procede el dicho video meliora proboque (veo lo mejor y lo apruebo) que es para los espíritus débiles…".
Es decir, mientras Mersenne defiende la doctrina tradicional católica, que preserva la libertad de la voluntad frente a cualquier bien propuesto por el entendimiento, Descartes comienza por defender, de acuerdo con la tesis socrática, la total subordinación de la voluntad respecto al bien propuesto por el entendimiento. Pero, cuando se da cuenta de que tal punto de vista podría ser criticado por su carácter determinista, entonces recurre a la misma solución adoptada por Tomás de Aquino según la cual, como los bienes presentados por el entendimiento son diversos, la voluntad puede equivocarse y no elegir necesariamente el bien mayor. En este sentido Tomás de Aquino había escrito:
"Voluntas in nihil potest tendere nisi sub ratione boni, sed quia bonum mutiplex est, propter hoc non ex necessitate determinatur ad unum".
Por ello también, Descartes cita a Ovidio –"video meliora proboque, deteriora sequor" -igual que podía haber citado a Pablo de Tarso cuando dice "no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero"-, a fin de escapar a cualquier posible acusación por aceptar doctrinas contrarias a las de la ortodoxia católica.
No obstante, su autodefensa podía haber sido objeto de réplica por parte de su amigo el padre Mersenne, quien podía haberle criticado que con su respuesta, según la cual "si el entendimiento no representara jamás a la voluntad como bien nada que en realidad no lo fuera, no podría fallar jamás en su elección", seguía afirmando la dependencia absoluta de la voluntad respecto al entendimiento -en cuanto si la voluntad elegía una determinada acción era porque el entendimiento se la había presentado como buena- y, que seguía instalado en ese determinismo propio del intelectualismo socrático.
Como ya se ha dicho, esta defensa del intelectualismo socrático no estuvo acompañada en Descartes de una defensa explícita del determinismo –pues no podía ser de otra manera teniendo en cuenta sus creencias religiosas y las del círculo de amigos-, pero es evidente que la doctrina socrática implicaba un determinismo del bien, al margen de que, como consecuencia de su instinto para ocultarse aquellas cuestiones que pudieran plantearle problemas, el pensador francés no llegase a ser consciente de ello.
Por otra parte, aunque en ocasiones defendió a la vez el libre albedrío y el intelectualismo ético, conviene tener en cuenta que, mientras el intelectualismo ético tiene carácter determinista, el concepto de libre albedrío va unido a la idea de que las acciones libres del hombre pueden encaminarse de manera consciente a la elección del mal, y, en este sentido, esta doctrina representa, por una parte, la negación del intelectualismo socrático, y, por otra, la defensa del punto de vista de que se puede elegir el mal a conciencia, lo cual implica una contradicción si se parte del hecho de que los conceptos de bien y de mal, al igual que todos, son convencionales y que en último término con ellos queremos hacer referencia a "aquello que deseamos" o a "aquello hacia lo que sentimos aversión", es decir, se trata de términos que no tienen un valor absoluto, como puedan tener otros como los de perro, clavel, mesa, sino relativo como alto, grande, mayor, que sólo tienen sentido cuando se hace indica en relación a qué un determinado objeto puede ser considerado como alto, grande o mayor. En este sentido el planteamiento aristotélico, al definir el bien como "aquello a lo que todo tiende", es acertado y, de acuerdo con esta definición, no sería posible elegir el mal por el mal sino sólo en cuanto apareciera como bien.
Sin embargo, por lo que se refiere a la relación entre determinismo y libertad no sucede lo mismo, pues el concepto de libertad no está reñido con el determinismo, ya que, aunque desde el determinismo socrático se defiende la relación necesaria entre la deliberación y la decisión, también se sigue considerando que los actos son voluntarios en cuanto proceden de la propia voluntad y no son causados por una realidad ajena a la del hombre, como Aristóteles acepta sin problemas y como Descartes acepta cuando no tiene en cuenta las consecuencias de esta doctrina, contrarias a la del libre albedrío, ni los ataques que podría recibir de las autoridades religiosas, ni el desprecio en que podía convertirse el prestigio de que gozaba entre sus amistades católicas.
4) Por otra parte y de manera que ya ni siquiera resulta sorprendente, a pesar de estar en contradicción con la anterior defensa del intelectualismo socrático, puede observarse cómo en otros momentos, con su frivolidad habitual, Descartes rechaza la doctrina socrática para defender la contraria con la mayor naturalidad del mundo y como si siempre hubiese defendido este otro punto de vista. Así sucede, por ejemplo, cuando en otra carta a Mersenne le dice:
"siempre somos libres de no seguir un bien que nos es claramente conocido o de admitir una verdad evidente sólo con tal de que pensemos que es un bien testimoniar de ese modo la libertad de nuestro libre albedrío".
Sin hacer una referencia directa al filósofo francés, este planteamiento fue posteriormente criticado con acierto por Hume cuando expuso que precisamente el deseo de mostrar "la libertad de nuestro arbitrio" se convertiría en tales casos en la causa determinante que conducía a obrar de un modo distinto al modo según el cual habríamos actuado si ese deseo de demostrar la existencia del "libre albedrío" no hubiese aparecido. Escribe Hume en este sentido:
"La mayor parte de las veces experimentamos que nuestras acciones están sometidas a nuestra voluntad, y creemos experimentar también que la voluntad misma no está sometida a nada […pero] por caprichosa e irregular que sea la acción que podamos realizar, en cuanto el deseo de mostrar nuestra libertad sea el único motivo de nuestras acciones, nunca nos veremos libres de las ligaduras de la necesidad".
Hume quiere llamar la atención acerca del hecho de que quienes defienden la doctrina del libre albedrío a partir de la experiencia de obrar desde la propia voluntad, sin que las acciones sean consecuencia de motivación alguna (?), pasan por alto que en esos casos el deseo de mostrar la propia libertad sería el motivo que les estaría determinando para actuar del modo que decidieran. Téngase en cuenta, además, que la ausencia de motivos sólo podría salvar del determinismo en cuanto ninguna acción derivaría de tal situación, pero no por ello conduciría al inefable reino del "libre albedrío", sino, todo lo más, si ello fuera posible, al del azar irracional.
En una afirmación similar, que se encuentra en una carta a Mesland (?) de 9 de febrero de 1645, Descartes afirma de nuevo del modo más alejado posible de la tesis socrática que
"la mayor libertad consiste […] en un uso mayor de aquel poder positivo que tenemos de seguir las cosas peores aunque veamos las mejores".
Esta interpretación de la libertad, incoherente con la defensa del intelectualismo socrático pero acorde con la moral católica, es la que le permite defender la doctrina del "libre albedrío" como aquella forma de libertad por la que se podría elegir entre lo bueno y lo malo, de forma que el hombre sería responsable de sus actos y éstos serían laudables o condenables, al margen de que, de acuerdo con Tomás de Aquino, Descartes aceptase que la salvación o la condena del hombre no fueran consecuencia de sus actos sino de la predestinación divina.
En este punto además, parece que, preocupado por posibles censuras eclesiásticas o por temor a posibles acusaciones de la Inquisición, en su carta a Mersenne de mayo de 1637 puntualizó que "el actuar bien de que hablo no puede entenderse en términos de Teología, en donde se habla de la Gracia, sino solamente en términos de filosofía moral y natural, en donde no se considera de ningún modo esta gracia; de manera que no se me puede acusar por esto del error de los pelagianos", que defendían que el hombre se salvaba por sus méritos y no por la gracia divina.
En una carta a la reina Cristina de Suecia y teniendo en cuenta que desde el protestantismo se hacía mayor hincapié en la doctrina de la predestinación divina que en la del libre albedrío, quiso intensificar sus manifestaciones de fervor católico por lo que se refiere a la defensa del libre albedrío, proclamando que éste
"es de suyo la cosa más noble que pueda haber en nosotros, tanto que nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él y que, por consiguiente, su buen uso es el más grande de todos nuestros bienes".
Puede observarse que en este texto Descartes casi llega a incurrir en un peligroso desliz teológico al afirmar que "el libre albedrío […] parece eximirnos de estar sujetos a él [= Dios]". Por suerte utilizó la expresión "parece" y eso, junto con el hecho de que lo que escribía era una carta particular, le libró de la peligrosa acusación de la herejía consistente en negar la predeterminación divina y la consiguiente subordinación de las propias decisiones humanas a la voluntad divina, que las habría programado y establecido desde la eternidad.
Por otra parte y en relación con la carta a Mesland antes citada, lo que más sorprende de ella no es el punto de vista que defiende, contradictorio con su anterior defensa del intelectualismo socrático, sino el hecho de que allí mismo y apenas unas cuantas líneas más abajo, no pierda la ocasión de entregarse a una nueva contradicción al considerar, por una parte, que la mayor libertad consiste en poder elegir las cosas peores, mientras que sólo unas líneas más abajo no tenga el menor inconveniente en afirmar lo contrario:
"me dirijo tanto más libremente a algo cuanto más numerosas son las razones que me impulsan, porque es cierto que nuestra voluntad se mueve entonces con mayor facilidad e ímpetu".
5) En coherencia con la moral católica Descartes no puede evitar tener que defender a continuación la responsabilidad del hombre en cuanto
"es el autor de sus acciones y se hace merecedor de elogio por ellas. Pues no se alaba a los autómatas porque realizan exactamente todos los movimientos para los que han sido fabricados, puesto que los hacen de un modo necesario, sino que se alaba a su constructor".
En una consideración de esta clase es donde puede verse el alejamiento cartesiano del intelectualismo socrático, pues desde esta última doctrina es perfectamente compatible la defensa de la necesidad de las acciones voluntarias junto con su carácter libre ya que, si no hay obstáculos externos que lo impidan, las acciones se las debe considerar como libres en cuanto proceden de la propia voluntad, mientras que se las debe considerar igualmente como necesarias en cuanto no se puede intentar hacer otra cosa que aquello que se desea, pues la propia decisión de hacer algo es la que demuestra cuál es el mayor deseo en ese preciso instante, y en cuanto el propio deseo sólo es una manifestación del propio ser en el momento en que tal deseo se produce. Por este motivo, desde el intelectualismo socrático no tiene sentido hablar de responsabilidad ni de mérito ni de culpa, pues cada uno actúa de acuerdo con su naturaleza, pero nadie elige previamente tener la naturaleza que tiene. Esa misma consideración es la que lleva a Aristóteles a defender el intelectualismo socrático de modo explícito, así como a afirmar la total conexión entre la deliberación, la decisión y la elección material de lo decidido, afirmando en este sentido que
"se elige lo que se ha decidido como resultado de la deliberación".
6) La tradición cristiana en general se había planteado desde hacía muchos siglos el problema de la compatibilidad entre la preordenación divina y la libertad humana sin poder llegar a una solución ni mediante los planteamientos de Tomás de Aquino contra los de Orígenes, ni mediante los de Erasmo de Rótterdam contra M. Lucero, ni mediante la discusión entre el dominico Domingo Báñez y el jesuita Luís de Molina en el siglo XVI, ni mediante las discusiones entre el calvinista F. Gomar y J. Arminio a comienzos del XVII en la Universidad de Leiden (Países Bajos), donde J. Arminio había defendido la doctrina del libre albedrío, mientras que F. Gomar había defendido la predeterminación divina sin que se hubiese llegado a una solución del problema en cuanto los conceptos de predeterminación divina de la voluntad humana y libre albedrío del hombre eran realmente incompatibles.
En este sentido y para comprender mejor la dificultad insuperable para solucionar este problema tiene interés reflejar el punto de vista de Tomás de Aquino junto con el de Orígenes, en cuanto representan los polos opuestos en el intento de encontrar una solución a esta aporía.
Cuando Tomás de Aquino trató el tema de la omnipotencia divina, defendió un planteamiento absolutamente determinista y así, criticando a Orígenes (185-254), defendió la tesis de que Dios no sólo era la causa de la existencia de la voluntad humana como potencia, sino también la causa de las elecciones concretas de dicha voluntad:
"Algunos, no entendiendo cómo Dios puede causar el movimiento de nuestra voluntad sin perjuicio de la libertad misma, se empeñaron en exponer torcidamente dichas autoridades [de la Biblia]. Y así decían que Dios causa en nosotros el querer y el obrar, en cuanto que causa en nosotros la potencia de querer, pero no en el sentido de que nos haga querer esto o aquello. Así lo expone Orígenes […].
De esto parece haber nacido la opinión de algunos, que decían que la providencia no se extiende a cuanto cae bajo el libre albedrío, o sea, a las elecciones, sino que se refiere a los sucesos exteriores. Pues quien elige conseguir o realizar algo, por ejemplo, enriquecerse o edificar, no siempre lo podrá alcanzar […]. Todo lo cual, en verdad, está en abierta oposición con el testimonio de la Sagrada Escritura. Se dice en Isaías: Todo cuanto hemos hecho lo has hecho tú, Señor. Luego no sólo recibimos de Dios la potencia de querer, sino también la operación".
De esta manera, desde la perspectiva de Tomás de Aquino, aunque en teoría pretendía salvar tanto la omnipotencia divina como la libertad humana, sólo se salvaría la omnipotencia divina pero no la libertad humana.
El esquema correspondiente a este punto de vista sería el siguiente:
Insistiendo en esta misma doctrina, Tomás de Aquino escribió un poco más adelante: "Dios es causa no sólo de nuestra voluntad, sino también de nuestro querer". Y en el capítulo siguiente concluía así:
"Por consiguiente, como Él es la causa de nuestra elección y de nuestro querer, nuestras elecciones y voliciones están sujetas a la divina providencia".
Sin embargo, la perspectiva de teólogos como Orígenes acerca del acto voluntario salvaría la libertad del hombre, pero no la omnipotencia divina. Su punto de vista se podría reflejar de acuerdo con el siguiente esquema:
Descartes, aun sin tener especial interés en tratar esa peligrosa cuestión teológica y aunque avisa de que "podemos enredarnos en grandes dificultades si intentáramos conciliar esta preordenación de Dios con la libertad de nuestro arbitrio y comprender simultáneamente una y la otra", se atreve a examinarla, y en Los Principios de la Filosofía defiende de modo explícito la doctrina católica, aceptando por fe que las acciones libres del hombre han sido preordenadas por Dios, aunque esto
"no lo comprendemos bastante como para ver de qué modo deje indeterminadas las libres acciones de los hombres".
En este punto Descartes se atreve a reconocer aquí que "no lo comprendemos bastante" y considera que sería absurdo que por el hecho de no comprender este misterio se dejase de aceptar algo que sí se comprende, como sería la existencia de Dios. Pero la verdad no es simplemente que no se comprenda de modo suficiente la compatibilidad entre el "libre albedrío" y la predeterminación divina de los actos humanos sino que se comprende perfectamente su carácter absurdo y eso determina que, si se quiere ser coherente con las consecuencias de tal comprensión, haya que rechazar todo lo que de algún modo se relaciona con ella, tal como pasaría con cualquier sistema axiomático en el que descubriéramos su carácter contradictorio.
Descartes sigue defendiendo esta misma doctrina de la teología cristiana, sin proporcionar argumentos de ningún tipo, en una carta a la princesa Elisabeth del año 1645, en la que le dice que
"todas las razones que prueban la existencia de Dios, y que él es la causa primera e inmutable de todos los efectos que no dependen del libre albedrío de los hombres, prueban de la misma manera, me parece, que él es también la causa de todos los que dependen de él (= del libre albedrío).
Sin embargo, más adelante, en respuesta al problema que la princesa le había planteado respecto a esta misma cuestión, le escribió una nueva carta en la que defendió una tesis distinta, más próxima a la solución del jesuita Luís Molina, proponiéndole el siguiente ejemplo:
"Si un rey que ha prohibido los duelos y que sabe con toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven en ciudades diferentes, están peleados y tan irritados uno contra el otro que nada podría impedir que se batieran si se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y también ordena a éste ir el mismo día hacia el lugar donde está el primero, sabe con toda seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan voluntaria y tan libremente […] y así pueden ser castigados con entera justicia".
Era absurdo pretender resolver esta contradicción doctrinal católica, pero la jactancia cartesiana y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y, por ello, lo intentó, aunque, como era lógico, fracasó en el empeño. En efecto, si dice en el ejemplo que el rey sabe que "nada podría impedir que se batieran si se encontraran", puede tener sentido afirmar que, aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario, aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese rey no sería un obstáculo para que las decisiones de aquellos hidalgos siguieran siendo voluntarias. Pero lo absurdo del planteamiento cartesiano es afirmar, junto con la frase anterior, que, habiéndose batido, pueden "ser castigados con toda justicia". Es decir, parece incomprensible que Descartes no haya llegado a entender que, si el duelo tiene que producirse necesariamente, es absurdo considerar culpables a quienes sólo son objeto pasivo de esa necesidad
En esa misma ficción Descartes incurre en una nueva contradicción inexplicable cuando dice que el rey "ha querido que estos hidalgos se batieran, puesto que hizo que se encontrasen", pero añadiendo casi a continuación que "no lo ha querido, ya que prohibió los duelos". Pues, evidentemente, es una contradicción afirmar que el rey haya querido que se batieran y, al mismo tiempo, afirmar que no haya querido que se batieran. A pesar de esta contradicción, el intento de solución del problema en este ejemplo se parece a la solución de Orígenes y a la del jesuita Luís de Molina, quien mediante su concepto de "ciencia media" hacía hincapié de modo especial en el conocimiento divino de lo que el hombre haría libremente, pasando por alto la preordenación divina de la voluntad según la había explicado Tomás de Aquino, la cual implicaba que Dios no sólo conocía qué haría el hombre en cada circunstancia sino que le había predeterminado a obrar de ese modo, tal como señalaron Tomás de Aquino y Domingo Báñez entre otros.
Resulta, por ello, asombroso que Descartes, constante defensor de la omnipotencia divina a la que nada podía escapar, no se diera cuenta de que su comparación de las acciones de ese rey con las de Dios no era la más adecuada, pues mientras en su ejemplo se insiste especialmente en que el rey sabía qué haría cada uno de esos hidalgos al encontrarse con el otro, el Dios del cristianismo no sólo habría sabido qué harían sino que él mismo les habría determinado a hacer aquello que "libremente" hiciesen.
De este modo, según el ejemplo del rey y sus hidalgos, su poder quedaba limitado al conocimiento de las futuras acciones libres y no se extendía hasta su predeterminación, y, por ello, Descartes se estaba aproximando a un terreno peligroso al no mencionar de modo explícito la omnipotencia divina según la cual nada escaparía a su voluntad absoluta y todo dependería de ella.
Más adelante, en la misma carta, dice que Dios
"supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el que las puso en nosotros, también es él quien ha dispuesto todas las demás cosas que están fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo. Y, como este rey, podemos distinguir dos diferentes grados de voluntad: uno por el cual ha querido que estos hidalgos se batieran […], y otro, por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los duelos, del mismo modo los teólogos distinguen en Dios una voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que todas las cosas sucedan como suceden, y otra que es relativa y que se relaciona con el mérito o demérito de los hombres por la cual quiere que se obedezcan sus leyes".
Pero, cuando Descartes escribe "supo", sigue con su tendencia a interpretar que la divinidad simplemente sabe qué hará el hombre en cualquier momento, olvidando que, de acuerdo con la doctrina católica, Dios no sólo sabe sino que es él mismo quien determina al hombre a tomar las decisiones concretas que toma "voluntariamente"; y, por ello, cuando utiliza el término "inclinaciones" este uso es muy sintomático respecto a su predisposición en favor de una solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haber utilizado un término mucho más preciso, como el de "decisiones", para dejar claro que, de acuerdo con la Teología Católica ortodoxa, Dios no sólo causaría las "inclinaciones" sino también las mismas decisiones, programadas por su voluntad omnipotente. El hecho de que a continuación reconozca que fue él mismo quien las puso en nosotros sigue sin solucionar este conflicto, pues sigue refiriéndose sólo a las inclinaciones sin referirse de manera clara a las decisiones. Por ello, aunque las decisiones del hombre siguieran siendo voluntarias, no tiene ningún sentido afirmar que el hombre o aquellos hidalgos del ejemplo cartesiano "pueden ser castigados con entera justicia".
En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando la predeterminación, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática de la Iglesia Católica, que, por otra parte, sería comprensible en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas predeterminadas por Dios pudieran seguir siendo consideradas libres, en el sentido de que nadie sentiría ningún tipo de coacción externa al realizarlas, no podrían considerarse libres hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como merecedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas en cuanto el propio Dios le habría programado para obrar de ese modo.
Parece, pues, que en estas cartas Descartes se atrevió a expresar con mayor claridad sus convicciones personales más auténticas en cuanto no se sentía ni consciente ni inconscientemente presionado por su temor a la Inquisición ni por el temor a ser rechazado como hereje por el conjunto de sus amistades religiosas. Estas doctrinas centradas especialmente en el problema de la libertad del hombre, aunque no negaban explícitamente la predeterminación divina, se alineaban con el punto de vista seguido por el jesuita Luís de Molina, y con las de los arminianos holandeses.
Además, cuando Descartes afirma al mismo tiempo que Dios
"supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo"
se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo u otro. Y cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que "quiere que todas las cosas sucedan como suceden" y una voluntad relativa por la que "quiere que se obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas ocasiones no sucedería- incurre de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que sucede", se corresponde con el querer de Dios que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la libertad del hombre.
Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer deja de cumplirse como consecuencia de una desobediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, lo cual implicaría una negación de la omnipotencia y de la preordenación divinas. Dicho en forma de dos argumentos encadenados:
Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como él quiere
y si puede hacer todo lo que quiere (porque es omnipotente)
entonces todas las cosas suceden como él quiere
y
Si todas las cosas sucedan como él quiere
y si él quiere que se cumplan sus leyes
entonces sus leyes se cumplen
Y, por ello, sería una contradicción en relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirva de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes. Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, por la que pretende que en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su voluntad, es contraria a la doctrina católica, pues tal solución implica efectivamente una negación de la omnipotencia divina en cuanto a ella escaparían los actos debidos en exclusiva a la voluntad humana. Pues, en definitiva, no se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de la voluntad divina, ya que es Dios mismo Dios quien ha programado la voluntad humana para que actúe como lo hace, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.
La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto ha sido Dios mismo quien ha determinado que haya personas que cumplan tales leyes y otras que no las cumplan, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta, tal como desde la ortodoxia católica lo expresa Tomás de Aquino cuando escribe:
"Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad, del mismo modo que dependió de su voluntad el que, al hacer todas las cosas de la nada, unas fueran más excelentes que otras; tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos",
o cuando igualmente, refiriéndose a la predestinación, considera que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina pudiera depender de los méritos del hombre. En este sentido escribe lo siguiente:
"Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría […], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió […] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, no sólo porque la gracia de Dios, que es efecto de la predestinación, no responde a mérito alguno, pues precede a todos los méritos humanos […] sino también porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas".
Tiene interés señalar que el planteamiento cartesiano manifestado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide con el de la carta a la reina Cristina de Suecia antes citada, en la cual se decía que en cierto modo el libre albedrío "nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él […]".
En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir simplemente "parece eximirnos" sin atreverse a dar el paso siguiente y afirmar que, en efecto, "nos exima", aunque al mismo tiempo afirme precisamente que esa facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos hace semejantes a Dios", que habría sido la frase más coherente con la siguiente.
La única explicación del atrevimiento de Descartes para pretender explicar lo inexplicable puede encontrarse en su deseo de complacer a la princesa y en el hecho de que se trataba de una carta privada que tal vez pensó que, a excepción de la interesada, nadie llegaría a conocerla.
6. El racionalismo teológico aplicado a la "res extensa"
Por lo que se refiere a la deducción de la existencia de la res extensa, Descartes indica que existe en el yo una facultad pasiva de recibir ideas de cosas sensibles de forma que no es el yo quien las crea, pues aparecen sin que yo contribuya a ello e incluso contra mi voluntad. Por ello, deben estar causadas por una sustancia distinta, la cual no puede ser más que un cuerpo o el mismo Dios. Pero como Dios no engaña y me ha dado una intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de realidades externas independientes de mí, debo deducir que existe una sustancia extensa (res extensa) causante de tales ideas, distinta de la sustancia pensante (res cogitans) que soy yo.
Descartes considera en diversas ocasiones, aunque no siempre, que Dios no puede ser engañador, pues la "luz natural" enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto. Sin embargo y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente con los motivos que justifican la duda metódica, las "evidencias" de la "luz natural" podrían ser uno de los engaños de ese otro hipotético dios embustero o del genio maligno desde el momento en que considera que la regla de la evidencia no tiene valor mientras no se haya demostrado la existencia de un Dios que confirme su relación con verdades objetivas, demostración que es imposible alcanzar desde el momento en que para ello habría que tener ya confirmado el valor de la regla de la evidencia por ese mismo Dios cuya existencia se pretende demostrar, como ya le criticó Arnauld acertadamente.
Por ello, el yo es esencialmente incapaz de demostrar el valor supuestamente objetivo de sus "evidencias" en favor de
1) la existencia de un Dios auténtico;
2) la tesis según la cual mentir sería un defecto que en ningún caso podría estar en Dios;
3) la existencia de un mundo material; y
4) todo lo que se pretenda deducir a partir de ese Dios cuya existencia se presenta como indemostrable.
En consecuencia, el yo debe permanecer encerrado en los límites del solipsismo representado por las simples ideas.
Más adelante Descartes insistió en sus planteamientos teológico-irracionales hasta un punto asombrosamente absurdo, de forma que sólo le sirvieron para poner de manifiesto lo contrario de lo que defendía, a saber: que la razón es absolutamente incapaz de alcanzar conocimientos sin la ayuda de la experiencia, o, como diría Kant, que "los pensamientos [del entendimiento] sin contenido [empírico] son vacíos".
Pero, a pesar de todo, el pensador francés siguió mostrando una confianza absurda en los fundamentos teológicos de su "racionalismo" (?) y en su doctrina del innatismo para pretender haber deducido las diversas leyes físicas del universo basándose "para esto nada más que en Dios, que lo ha creado" y pretendiendo haberlas extraído "de ciertas semillas de verdades que están en nuestras almas", tal como escribe de manera ridículamente jactanciosa:
"primero he tratado de encontrar en general los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de estas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire y fuego, minerales y algunas otras cosas tales que son las más comunes de todas y las más simples y, por consiguiente, las más fáciles de conocer".
6.1. El racionalismo teológico aplicado a las Matemáticas. Objeciones
Una vez "demostrada" (?) la existencia de Dios, al menos según la evidencia subjetiva del señor Descartes, éste consideró a continuación que los conocimientos matemáticos podían aceptarse ya como seguros, no por ser evidentes sino porque su evidencia no era fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio Dios.
Sin embargo, el pensador francés no se percató de que o bien el genio maligno o bien aquella otra divinidad engañosa a la que él mismo había hecho referencia podían haber sido causa de "falsas evidencias", como la de la propia existencia de un Dios no engañador que sólo en apariencia hubiese garantizado el valor de los conocimientos tanto sensibles como matemáticos. Además, incluso dejando de lado la hipótesis del genio maligno que nunca fue superada, Descartes se contradijo nuevamente desde el momento en que afirmó que las verdades matemáticas no eran consistentes por ellas mismas sino sólo porque Dios así lo había querido, pues esta teoría plantearía la siguiente cuestión: ¿qué valor podía tener la evidencia respecto a unos contenidos que hubieran podido ser falsos si Dios así lo hubiera querido? Sería contrario a la veracidad divina que provocase evidencias acerca de verdades cuyo valor no fuera absoluto sino derivado de su voluntad arbitraria, pues la evidencia es aquella intuición de la mente por la que comprende la necesidad racional de una cosa, de manera que si tal necesidad fuera inexistente porque cualquier verdad dependiera de la voluntad divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias sin que a éstas les correspondiera un valor objetivo sería una forma de engaño.
Por otra parte y desde el supuesto de su aceptación de la omnipotencia divina y, en consecuencia, del carácter arbitrario de de cualquier evidencia, Descartes se contradice de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al afirmar que "aunque Dios hubiera creado muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser observadas", pues tal suposición estaría en contradicción con dicha omnipotencia.
Al mismo tiempo su consideración de que las leyes del universo tienen un carácter matemático junto con su afirmación según la cual la verdad de los conocimientos matemáticos no es absoluta, ya que Dios hubiera podido hacer "que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales, lo mismo que fue libre para no crear el mundo", dando un carácter contingente a tales leyes, resulta incoherente con la pretensión de deducir las leyes del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que destaca en el texto anterior.
Este punto de vista parece un absurdo total, aunque la verdad es que Descartes da como explicación que, como todo, incluido el principio de contradicción, depende de Dios, hay que aceptar que las mismas verdades matemáticas, a pesar de ser analíticas, son verdades porque Dios así lo ha querido, y, por eso, llega a afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un triángulo fuese igual a dos rectos -o que los radios de una circunferencia no fuesen iguales entre sí-:
"La dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite".
Pero lo más grave de esta doctrina es que implica la aceptación de la omnipotencia divina como un criterio de verdad superior incluso al del principio de contradicción, lo cual, por cierto, está en contradicción con las propias afirmaciones cartesianas en sentido contrario, cuando decía que Dios no podría hacer que lo que haya sucedido no haya sucedido. Pero, claro está, desde el momento en que el principio de contradicción deja de tener valor por sí mismo, deja de tener importancia la serie de ocasiones en las que el autor se contradiga –aunque no sea Dios-.
Por otra parte, conviene tener en cuenta que, de manera paradójica, el principio de contradicción es para el propio Descartes –aunque tal vez de un modo no explícito- el principio supremo, anterior incluso al principio o regla de la evidencia, pues –como ya se ha dicho- ésta quedaba finalmente justificada a partir de dicho principio. Este punto de vista, sin embargo, conduce a un nuevo círculo vicioso en cuanto el valor de la regla de la evidencia depende de la verdad del "cogito, ergo sum", y esta verdad depende del principio de contradicción, el cual a su vez depende de Dios, mientras que es a partir de la aplicación de la regla de la evidencia como Descartes llega hasta Dios, tal como se ha explicado en el apartado 2.4.1. y en cuadro correspondiente de ese mismo apartado.
Y, de este modo, si la regla de la evidencia se tiene que fundamentar en el propio Dios para asegurar su valor, en tal caso no se la puede utilizar para demostrar la existencia de aquella realidad que debería conferirle dicho valor.
Por ello mismo y como consecuencia, Descartes llega a decir que "la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios", lo cual implicaría que loa ateos o los agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de tales proposiciones en cuanto, según el "teólogo" Descartes, no les sería suficiente la seguridad proporcionada por el principio de contradicción.
Resulta sorprendente además que, mientras hace depender de la omnipotencia de Dios el valor de las verdades matemáticas, por lo que se refiere a las verdades físicas las haga depender de su inmutabilidad, la cual supondría una limitación contradictoria a su omnipotencia, en cuanto le habría impedido crear el universo de otro modo y con otras leyes que las que tiene.
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