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Cuando me enamoré de ti

Enviado por Prudenci Vidal Marcos


Partes: 1, 2

  1. El regalo
  2. Los preparativos
  3. El concierto
  4. El despertar

Patrick subió las escaleras de dos en dos y se detuvo en el umbral de su habitación como si no se atreviera a entrar. Se sentía extraño y ajeno a los objetos que habían acompañado su niñez en su habitación. Su padre le había regalado un potente ordenador como premio al paso del ecuador de aquella carrera cuya elección tanta discusión había generado entre ellos dos; su padre se inclinaba por una ingeniería, pero él se había determinado por Ciencias Ambientales y debía hacerle sitio en su mesa de trabajo. De paso cumpliría con la promesa tantas veces repetida a su madre:

– Cualquier día me encierro en la habitación y hago limpieza.

Suspiró para sus adentros y se animó:

– ¡Basta ya de recuerdos!

Bajo el brazo llevaba un rollo de bolsas azules de basura donde depositaría los objetos de sus infantiles obsesiones, un espray y varios trapos para quitar el polvo. Desde la acalorada discusión con su padre por la elección de sus estudios universitarios había aprendido a mirar el mundo con sus propios ojos.

– Hay que empezar a vivir sin que nadie te escriba el guión.

Así, había puesto fin a aquel continuo tira y afloja con su padre. Patrick había aprendido que la vida no es una fotografía donde todos ponen cara sonriente mostrando, tal vez, una felicidad inexistente. Había aprendido que en la vida real no te ponen música de fondo, como en las películas, para avisarte de los peligros.

Sin saberlo, pero con la intuición de quien se va a enfrentar a sus recuerdos, entró en su habitación.

La estancia era amplia, iluminada por dos grandes ventanales uno al frente y otro a la derecha. La cama, la enorme cama de dos por dos, empequeñecía por la amplitud del espacio. En el rincón, formando una ele, se hallaba su estudio. Una mesa, unas estanterías con anaqueles cuadrados, repletas de libros, de colonias de diferentes marcas, muñecos de plástico despintados, víctimas propiciatorias de sus infantiles batallas durante los tiempos muertos entre el estudio y el aburrimiento, el ordenador, el equipo de música y un sinfín de cedés delatores de sus preferencias musicales. Encima de la mesa reinaba el caos que sólo él era capaz de organizar.

Tenía prohibido a Jacinta, la señora que ayudaba a su madre en las tareas de la casa, que tocara ni un solo papel, libreta, libro o revista de las que allí se acumulaban en revuelto acerbo. Jacinta había trazado una línea imaginaria dentro de aquella "leonera". Un espacio de absoluta privacidad al que ni el aspirador ni la fregona tenían acceso y el resto de la habitación. La disparidad de caracteres se reflejaba entre esa línea imaginaria. El desorden de la mesa de estudio en contraposición a los armarios, el ropero y el zapatero. La diligencia y el cariño con que Jacinta los mantenía, se correspondía a la displicencia con que Patrick acumulaba "trastos" encima de su mesa y en sus estanterías. Sólo el piano y las partituras mantenían su pulcritud original, porque lo que realmente hacía feliz a Patrick era interpretar y componer. Sentado en la banqueta del piano, deslizaba sus dedos por las teclas en armonías improvisadas. Modificaba otras, conocidas, con variaciones jazzísticas que exigían una depurada técnica instrumental. Su monte Tabor era el piano y el ordenador que recogía su música y dibujaba las partituras que sus largos dedos perfilaban sobre el teclado.

Abrió el armario y tras la puerta apareció un póster gigante de tamaño natural de Penélope Cruz.

– ¡Es que no se puede ser más guapa!

Suspiró profundamente, contemplando su primer amor. Los contornos del póster se hallaban rotos por los sucesivos trocitos de celo con que había ido pegando su vana ilusión de adolescente. Penélope tenía bien sujeta entre sus manos la estatuilla del Óscar y sus grandes ojos negros seguían la mirada de Patrick a cualquier lugar de la estancia donde se hallara. Cerró la puerta del armario, se dio media vuelta y clavó los ojos en las estanterías.

– Empezaré por arriba. Seguiré un orden porque no creo que termine hoy aunque le dedique todo el día. La infancia y la adolescencia no pueden archivarse y depositarse en el baúl de los recuerdos en un solo día. Cada muñeco, cada colonia y cada libro son un episodio especial de mi vida.

La indecisión por elegir el primero de los estantes le duró el tiempo que sus ojos dedicaron a examinar minuciosamente, uno por uno, todos y cada uno de los anaqueles. El avión de Aerolíneas Argentinas no pensaba tocarlo. Estaba fuera de toda duda. Su abuela materna se lo había regalado a la vuelta de uno de sus viajes por la Patagonia argentina y durante mucho tiempo había sido su juguete preferido. En él había depositado sus fantasías viajeras mientras veía en el vídeo los reportajes del Nacional Geographic. Revisó todos sus elementos para comprobar su funcionamiento. Las ruedas rodaban con alguna dificultad víctimas tanto del polvo como del olvido. Las puertas, la cabina de mandos, el movimiento de los alerones, el tobogán de evacuación situado en la parte trasera, estaban en perfecto estado. Roció el 707 con el espray que le había entregado Jacinta y con un paño de algodón lo limpió cuidadosamente, con el mimo de quien cuida un tesoro. El brillo regresó sobre todo el fuselaje. Lo depositó con cuidado en el primer estante y, de regreso a su silla anatómica (eso le importaba muchos menos que el que tuviera ruedas y poder desplazarse por sus dominios sin esfuerzo alguno, sobre todo cuando componía. Desplazarse del piano al ordenador y viceversa sin levantarse, empujando con los pies las ruedas de la silla divertía al niño que siempre llevó dentro de sí).

Llamó su atención el anaquel que se hallaba justo en el lado opuesto de la estantería y que contenía una vistosa caja de colores de cartón. La curiosidad le picó como aguijón de abeja. Cambió la escalera al lado opuesto, cerca del gran ventanal y, no sin esfuerzo a causa de su volumen, intentó descender sin sujetarse, pero el balanceo de su cuerpo movió la escalera. En centésimas de segundo tuvo que decidir si se sujetaba en la estantería con el peligro de que ésta se desclavara de la pared y el estropicio delatara su desmaña; tirar la caja y llamar la tención de todos o sujetarse en la cortina que pendía al lado de la estantería y que atenuaba los rayos del sol que entraban por el ventanal y cuya rotura estaba garantizada con la consiguiente bronca de su madre. Los tres, caja, escalera y él mismo, rodaron por los suelos. Su mirada se dirigió hacia la puerta. Temía la llegada de una alarmada Jacinta y, aún peor, de su madre con el Pepito Grillo acostumbrado. A veces creía que su madre se había apoderado de su conciencia, y lo hacía siempre en voz alta. Al transcurrir unos instantes y no aparecer nadie en su "leonera", atendió a su dolorido trasero con unas friegas y con el entrecejo fruncido a causa del golpetazo.

La caja había caído justo encima de la cama y, en contraste con la colcha blanca, los colores de sus flores resplandecían aún con mayor intensidad. Se incorporó y se estiró encima de la cama. Quitó la tapa de la caja de colorines y sacó las guirnaldas navideñas dejándolas encina de la almohada y dos cajas de zapatos se le ofrecieron a sus ojos como una revelación. La primera contenía pequeños álbumes de fotos perfectamente ordenados porque en la portada llevaban adherida una etiqueta con la fecha. Le dio la vuelta a toda la caja y abrió el primero de los libritos de fotografías. La inscripción decía: " P2".

La abuela Juana había guardado todas las fotografías de su vida escolar y las había ordenado dentro de aquella caja como testimonio del devenir de su historia personal. La memoria al instante se hizo vivencia. Allí estaban sus compañeros y su querida escuela. Una a una las fotos fueron desfilando entre sus dedos y la sonrisa de la añoranza recorrió la comisura de sus labios. Nunca le habían gustado las fotos. No sabía el porqué, pero sentía una aversión al retrato. En cambio amaba el paisaje, el mar y los animales.

Más que reconocerse a sí mismo, le divertía examinar el cambio de sus amigos y profesores.

– ¡Jo, si por entonces el de mates hasta tenía pelo…!

Poco a poco la modorra y el aletargamiento fueron apoderándose de su consciencia y las sombras del sueño empezaron a nublar su vista hasta que se halló sumergido en la fantasía, mientras tenía las fotos asidas con ambas manos y reposadas encima de su regazo. Su larga cabellera negra le cubría la frente y media mejilla. Aquel hombretón de metro noventa parecía un niño acurrucado en su cama repleta de fotos. Le rodeaban las imágenes de su infancia y adolescencia cuando él, desatado el freno onírico, soñaba con ellas.

"EL REGALO"

– Hola, ¿está Patrick?

– Es para ti, pero no te eternices porque…

– "Espero una llamada del laboratorio" –cortó las palabras de su madre con el tintineo de quien se sabe el estribillo de memoria. Interiormente se preguntaba por qué demonios su madre y los "chicos del laboratorio" no utilizaban los teléfonos móviles con tantas aplicaciones de las que presumían y dejaban de monopolizar, de una vez por todas, el teléfono familiar.

– Hola Javier, ¿qué te sucede?

– Estoy en un aprieto y tienes que ayudarme. ¿Cómo andas de dinero?

– No muy sobrado, pero algo de mi paga semanal debe quedar en mi cartera. ¿Cuál es el apuro?

– Coge todo el dinero que tengas y, si puedes, le pides un adelanto a tu madre.

– Pues va a ser que no. Ya me ha adelantado dos pagas este mes. Pero bueno, dime en qué lío te has metido para venir ahora con tantas urgencias.

– Oye, ¿no he acudido yo en tu ayuda siempre que lo has necesitado?

– Sí, hombre. Nos apoyamos en lo que necesitamos.

– Por lo tanto, coge el dinero y vente hasta el bar del Polideportivo. Por cierto, llama a Adriana y dile también que traiga cuanto pueda. Allí os espero a los dos.

– De acuerdo. Pero no cuentes con más de 20 € de mi parte.

Siempre que se hallaban en estrecheces económicas se auxiliaban mutuamente antes de recurrir a las fuentes de financiación habituales, es decir: a los abuelos, que nunca hacían preguntas de cómo se gastaba el dinero. Presentarse en su casa en una visita ficticia no era de buena educación. Así que, cuando se encontraba realmente en apuros, preguntaba a su madre por los abuelos y soltaba la indirecta de:

– Hace tiempo que no los invitas a comer. Pobres, con lo solos que deben sentirse.

Su madre, con la conciencia aguijoneada por el comentario de su hijo, cogía el teléfono y los invitaba a comer el primer fin de semana que libraba del laboratorio. Trabajaba dando clases en la Universidad y en un laboratorio farmacéutico especializado en la investigación del cáncer. Tenía a su cargo a muchos becarios de diferentes universidades que realizaban sus prácticas bajo su dirección y las respuestas a sus hipótesis no tardarían en llegar. Eso decía desde hacía ya varios años. Frecuentemente debía ausentarse durante varios días para asistir a congresos de su especialidad que se celebraban por toda Europa. Mantener el contacto de primera mano con sus colegas era vital para la marcha de sus investigaciones.

Su padre era periodista y editaba el telediario matutino de una importante cadena nacional de televisión. Eso le hacía madrugar tanto como despreciaba hacerlo. Así que Patrick había gozado, desde muy pequeño, de mucho tiempo sin la protección directa de sus padres. Sólo Jacinta había acompañado todo su trayecto por la vida con su presencia y consideración. Ella había llegado a España emigrando de la miseria y de la falta de oportunidades desde su favela brasileña con su marido, el cual la había abandonado al ser deportado por la policía porque andaba metido en turbios asuntos. También ella le había auxiliado económicamente en sus apuros.

El teléfono volvió a sonar. Joanna, la madre de Patrick, atendió otra vez el teléfono. Las madres se convierten en teleoperadoras de sus hijos, pero cuando ellas no atienden al teléfono les interrogan oportunamente sobre el emisor del mensaje telefónico. Paradojas. Anna, no era una excepción.

– ¡Patrick, es para ti! Pero no te eternices…

– Ya sé, mamá, que estás esperando – y los dos al unísono- una llamada del laboratorio.

– Hola, Patrick, soy Adriana. Pásate por casa. Le dejo a Rosa el dinero que Javier me ha pedido. Yo tengo que ausentarme imperiosamente. Tengo un encargo que realizar.

-De acuerdo, voy para allá.

Todos ellos vivían en una urbanización a las afueras de la ciudad. Sus respectivas familias compartían la misma obsesión por la seguridad de sus hijos. Vivían en una zona enclaustrada por vallas que la circumrodeaban y con vigilantes de seguridad en la entrada que franqueaban el paso a los residentes y lo impedían a cualquier desconocido. La escuela se hallaba próxima a la urbanización y los centros comerciales, a pocos centenares de metros, acogían a sus vigilados hijos en sus horas de asueto y diversión. Si hubieran deseado visionarlas, las vidas de sus hijos estaban recogidas en la memoria de las múltiples cámaras de vigilancia que protegían el recorrido. Un manto de silencio sobre la vida en el exterior de la protegida urbanización cubría las vidas de aquellos adolescentes. Una isla de quietud y goce donde los problemas se limitaban a los avatares estudiantiles, a los ligues, y a la diversión. Ese recinto artificial estaba alejado de la delincuencia, de las drogas y de los conflictos sociales tal como habían planeado sus padres. Un mundo encerrado en sí mismo durante los años de formación.

– Ya tendrán tiempo para luchar en este mundo de competencia– afirmaban los padres en las reuniones escolares de inicio de curso, donde repasaban los estatutos disciplinarios del colegio y el currículum de los nuevos profesores contratados -. Ese era el único lugar de encuentro para la mayoría de padres. Una vez al año, se dedicaban a analizar la diseñada protección de sus hijos. Después ejercitaban a diario la maquinaria de un trabajo absorbente que les permitiera suficientes recursos económicos para mantener ese lugar de privilegio con una vida de esplendor.

Patrick se dirigió a casa de Adriana, situada en la cima del montículo desde el que se divisa un amplio panorama del valle en que está enclavada la urbanización. Allá, en la lejanía, al anochecer, el cielo se tiñe de acuarelas multicolores que juegan con las cimas de los montes y las nubes que ascienden del mar. La empinada cuesta adoquinada hizo rugir el motor de su motocicleta en quejoso estrépito.

– Hola, Rosa. Soy Patrick. Vengo a buscar el encargo que ha dejado Adriana.

Al instante sonó ese eco medio metálico, medio eléctrico, con que se abren las puertas de los porteros automáticos.

– ¡Hola! – dijo Rosa- .Ya se te ha perdido la costumbre de venir a merendar a esta casa.

– Es que aún no estamos de exámenes. Cuando los profes aprieten, seguro que tendrás muchos clientes. No te preocupes que pronto apareceremos por aquí.

Adriana, por la que suspiraban todos y cada uno de los chicos de la clase, era, además de la más hermosa, la más inteligente. Patrick anhelaba en sus adentros poder tener una cita con ella, porque sabía que a Javier sólo le interesaba pavonearse delante de las demás. Él era el guapo oficial de la urbanización. Su padre era piloto y su madre había sido modelo en las mejores y más afamadas pasarelas de medio mundo. Además, a sus dieciséis años, era el deportista más representativo de la escuela. Practicaba la natación desde que tenía memoria y los récords correspondientes a su edad iban siendo pulverizados por él en cada campeonato. Subir al pódium y recoger las medallas como ganador era el elixir que fortalecía tanto su vanidad como su espíritu y propiciaban el sacrificio que requerían los entrenamientos a que diariamente se sometía. Todas las quinceañeras suspiraban por tener una cita con él. Javier sabía sacarle partido a su atractivo en las tareas escolares. Al llegar a casa, exhausto por los entrenamientos, se encontraba el correo electrónico abarrotado de mensajes con los deberes hechos. Así había sido desde que las hormonas habían empezado a alterar sus cuerpos y mentes de adolescentes y premiaba la fidelidad de alguna de sus fans con una invitación a la sesión vespertina de los multicines del centro comercial. Así nutría su vagancia y la fidelidad de sus "amigas".

Rosa le entregó un sobre y, al palparlo, notó que contenía en su interior una cantidad considerable de euros.

– ¿En qué jaleo se habrá metido Javier que necesita de todos los ahorros de Adriana?

Por otra parte, él quedaría en ridículo con el poco bagaje pecuniario con el que acudía a la cita. Depositó el sobre en la bolsa de cuero que siempre le acompañaba y descendió con precaución la adoquinada carretera que conducía hasta los aledaños de la escuela. Y, ya en liso asfalto, apretó hasta el tope la empuñadura del manillar para obtener la máxima velocidad que le confería su motocicleta de 75 centímetros cúbicos. Esos sentimientos de libertad que su cuerpo sentía frente al aire que mecía su negra cabellera, ese sentir todo el control de sus temblorosos brazos sobre el manillar y ese cosquilleo con que el aire fresco del otoño acariciaba su rostro, sólo eran comparables con el bienestar espiritual que sentía cuando, absorto de toda cotidianidad, se sentaba frente al teclado y desmenuzaba todos sus sentimientos en las teclas del piano.

Las largas horas dedicadas al aprendizaje de la música, el esfuerzo intelectual continuado que le hacían superar todas las dificultades técnicas y que parecían nunca acabar; esa avidez en extraer de la hilera de teclas blancas y negras sonidos hechos emociones, esos interminables dictados a los que nunca acabó de acostumbrarse, le confirieron una personalidad sensitiva y abierta en el trato con los demás. Admiraba a su compañero del alma, Javier, su éxito con las compañeras de clase, sus triunfos deportivos, su disponibilidad al cien por cien con los amigos, su aparente despreocupación por todo lo que para él era importante; a veces le irritaba su superficialidad, aunque él afirmaba que sólo le servía de escaparate.

Enseguida llegó al polideportivo. Aparcó la moto en la acera, junto a otras, formando una interminable hilera de libertad. Se dirigió al bar del polideportivo en el que había sido citado. Estaba repleto de padres que llevan a sus hijos a ejercitarse en la piscina mientras ellos, despreocupados, charlaban amigablemente. Desde la esquina de la barra donde está el reservado para camareros, oyó el silbido con que Javier llamaba su atención. Salvando con agilidad sillas y mesas se acercó a Javier, que, como siempre, estaba rodeado de sus incondicionales fans que le hicieron un hueco en la barra.

-Tienes que explicarme la causa de tanta urgencia. ¡Caray! He llegado a pensar que estabas metido en algún lío importante.

-Un tío de recursos como yo no se mete en problemas. Los provoca.

Y todo el coro de aduladoras al unísono rió la gracia de su idolatrado Adonis.

-¿Has pasado por casa de Adriana?

– Sí. Toma el sobre que Rosa me ha entregado. Dice que la tenemos olvidada. Que a ver cuándo vamos a merendar.

Patrick aguardó en las escaleras exteriores del polideportivo a que Javier saliera de los vestuarios. Algo se estaba tramando a sus espaldas y se moría de impaciencia por averiguarlo. Estrujaba sus meninges y no hallaba ni la más mínima posibilidad de sospechar qué le habían preparado Adriana y Javier. Al acercársele, ya vestido de calle y engominado hasta el cogote, se levantó del escalón que había hecho las veces de sillón y sin más preámbulos, le espetó:

– ¿Vas a decirme de qué se trata, o yo no me muevo de aquí?

– No te preocupes que todo tiene su tiempo y su hora. Abre el sillín de tu motocicleta y dame el casco que Adriana nos espera.

– ¿Dónde nos espera?

– ¿La conduces tú o me la dejas a mí?

Le entregó las llaves, desistiendo seguir el interrogatorio. Conocía tan bien a Javier que sabía que seguir con sus preguntas hubiera demorado aún más el tiempo de las respuestas. Y era eso, respuestas, lo que más le apremiaba. Estaba en ascuas desde su llamada. El abultado sobre que le entregó Rosa había aumentado su desazón y, esperando hallar respuestas en el encuentro con su amigo del alma, éstas no habían llegado. Ahora haciendo de paquete, la motocicleta enfilaba la Diagonal hasta los aledaños del Hotel Princesa Sofía. Allí se detuvo en un derrape chirriante de la rueda trasera.

-¡Cuidado, Javier, que los neumáticos los pago yo…!

– Todo controlado, muchacho.

Aparcaron la moto encima de la acera. Ya Javier se aprestaba a entrar en la copistería Universitaria cuando Patrick se cruzó de brazos y frunciendo el ceño le miró interrogativamente. No estaba dispuesto a permanecer en vilo por más tiempo. Javier se metió la mano en la mochila y sacó el blanco sobre de Adriana sujetándolo entre el pulgar y el índice y sacudiéndolo alternativamente en ambas direcciones, como queriéndole decir: "La respuesta que esperas está aquí en el interior del sobre". Patrick, dándose una vez más por vencido, siguió sus pasos.

-¿A quién le toca ahora?

– A nosotros – respondió Javier-. Mira, queremos saber – y despegó el sobre, extrayendo se su interior un cartel de tamaño de un folio- el precio de 50 carteles como este en diferentes tamaños…

Patrick hizo el ademán de cogerle el folio, pero Javier, que esperaba su movimiento, se adelantó alejándolo de su alcance.

– No seas curioso. Ya lo sabrás a su debido tiempo.

-¿Y quién decide lo debido y lo por deber? -Inquirió a su vez Patrick-.

La risa y el movimiento continuado de sus cejas dejaron la pregunta sin respuesta alguna.

– ¿En qué tipo de papel lo queréis?

– Todo depende del precio. ¿Puedes indicárnoslo?

Patrick asistía como mero espectador al diálogo entre el dependiente y Javier. Sin embargo, ellos lo implicaban a él en la decisión que iba a tomarse.

– En blanco y sin colores os sale el cartel a 1"45€; en color sepia y la impresión en negro por 1"55€ y en blanco y coloreado como la muestra a 2"08€. Total 104€.

Al oír la cifra final, Patrick se puso las manos en los bolsillos buscando el monedero, a sabiendas que en él sólo llevaba 20 y tantos euros. Del todo insuficiente para alcanzar aquella cantidad. Un calor repentino afloró en sus mejillas tiñéndolas de un sonrosado delator. ¿A qué estaba jugando Javier? ¿Iba a dejarle en ridículo delante de todos los dependientes de la copistería y de los estudiantes que aguardaban su turno? Javier sabía perfectamente que si algo odiaba con toda su alma era hacer el ridículo, ponerse en evidencia delante de los demás.

– Patrick, ¿cuánto dinero llevas encima? -interrogó Javier con un semblante burlón, como queriendo hurgar en la herida.

– El suficiente para veinte carteles. Pero no esperes que suelte la mosca sin saber en qué obra de beneficencia invierto mi exigua economía.

– Hombre, no querrás que paguemos de nuestro bolsillo el anuncio de tu primer concierto.

– ¡Qué!

"LOS PREPARATIVOS"

Durante semanas, Adriana y Javier habían urdido la estratagema para conducir a Patrick al callejón sin salida que les permitiera atraparlo. Estando sin alternativa no podría negarse ante la evidencia. Conocían su pánico al ridículo y sin las llaves de la motocicleta y delante de toda la concurrencia en la copistería universitaria, sería incapaz de ofrecer una negativa como respuesta.

Adriana, desde que el testimonio del profesor de ética había golpeado profusamente su conciencia en segundo de secundaria, acudía regularmente todos los fines de semana al asilo de ancianos próximo a la parroquia. Dedicaba dos horas de su precioso tiempo a dar de comer a los ancianos que no podían hacerlo solos; a escuchar a quien reclamara su atención; a sacar al sol a los que no podían moverse. Mantuvo en total secreto su compromiso hasta que Javier la pilló in fraganti. Su padre le había encargado realizar unos donativos para la navidad y se encontraron frente a frente: él traía un donativo y ella recogía los encargos.

Javier se sumó al compromiso de Adriana y, durante los seis meses que aún duró el curso, acudían juntos a la residencia. La pretendida superficialidad de Javier, su pasotismo y su exhibicionismo, sólo eran parapetos con que resguardarse de su inconformismo. Así que, él Adriana y la directora de la residencia habían organizado una velada cultural para recaudar imprescindibles fondos con que seguir atendiendo a los ancianos más desfavorecidos.

– Podríamos organizar un concierto- sugirió Elena, la directora de la residencia.

-Sí, pero hacen falta músicos, material acústico y un local- apostilló Adriana.

– No es preocupéis por el local. Siempre que lo hemos solicitado, el ayuntamiento nos ha dejado el teatro municipal, y ha corrido con los gastos del acto. Lo que debe preocuparnos son los músicos y el material.

– Elena, tú no te preocupes. Déjalo todo de nuestra cuenta. Dinos la fecha del acto y nosotros organizaremos todo el cotarro.

Así se iniciaron las deliberaciones sobre quiénes concurrirían a la cita del acto benéfico. Visitaron varios garajes donde grupos rockeros ensayaban sus canciones, aunque desecharon la idea. Los posibles asistentes a un acto benéfico no soportarían el ensordecedor estruendo de sus guitarras eléctricas. ¿Organizar una "Operación Triunfo" con las aspirantes a "famoso" de la urbanización? La idea era sugerente, pero ¿de dónde iban a sacar una orquesta que actuara gratis para que acompañara a los cantantes? Cada vez que se planteaba otra alternativa, se iba reduciendo la lista de posibilidades.

Cuando llegaron los exámenes del segundo trimestre, como siempre habían hecho, desde que en sexto de primaria, cuando empezaron a apretarles las meninges, se reunían en casa de Adriana para preparar los exámenes. Aquella tarde Patrick se les había adelantado y Rosa, que conocía los planes de Javier y Adriana, le dejó pasar al salón

El piano del salón era un Steinberg. Había oído comentar a su profesora de piano, que provenía de la Europa central, que esos pianos tenían una sonoridad muy especial. Que los principales especialistas de Chopin lo preferían a otros porque podían arrancarles los sentimientos que el famoso compositor de Polonia había plasmado en sus partituras.

El piano estaba expresamente abierto. Patrick se sentó en la banqueta. Equilibró su altura para adecuar la posición de manos y pies. Arrancó un primer acorde que sonó suave, lánguido. La caja de resonancia reverberó el sonido prolongado por la percusión del pedal. El acorde se percibió nítido. Al primer acorde siguió un crujir de falanges al estirar sus dedos dispuestos y preparados para volcarse en una locura de sensibilidad. Rosa había dejado las puertas abiertas para poder oír la música del piano, y Patrick, a quien era muy difícil engañar, se arrancó con unas variaciones de la popular canción brasileira "La chica de Ipanema" de Gilberto. Sorprendida, Rosa tarareaba para sus adentros la letra. Pero de repente se interrumpió la popular melodía y Patrick se abandonó en variaciones jazzísticas que atrajeron la curiosidad de Rosa, la cual se sentó en una silla del vestíbulo. Los sonidos que provenían del piano rememoraron su Brasil natal, sus fiestas, su paisaje, sus atardeceres… y lágrimas escurridizas se escaparon por entre sus párpados.

Cuando Javier y Adriana entraron en casa, la hallaron sentada y con los ojos empapados por la emoción.

– Rosa, ¿qué te pasa? ¿Ha sucedido algo?

La sonrisa apareció de nuevo en sus labios. Este gesto los tranquilizó y con el dedo índice colocado verticalmente entre los labios les hizo callar, a la vez que les indicaba que se sentaran y escucharan lo que Patrick estaba tocando.

De repente el piano dejó de oírse y Javier iba a precipitarse en la sala, cuando Adriana lo sujetó por la camiseta.

– ¡Espera, por favor! – le ordenó quedamente y con los ojos muy abiertos como quien da las órdenes con la mirada-.

El piano inició el Nocturno nº opus 27 en re bemol mayor, de Chopin. Presentaba el tema inicial con una delicadeza que hubiera emocionado hasta el mismo Mendelssohn. Repitió la melodía ornamentada con más variantes que la primera. Los tres, Rosa, Adriana y Javier se involucraron en esa música de sobresaltos. Los fuertes claroscuros desarrollaron el tema central para perderse en meditaciones sin llegar al virtuosismo que permitieron a sus mentes volar hacia la emoción que proviene de la sensibilidad. Cada nota, cada acorde y cada variación sugerían una profunda meditación. Se podría decir que Descartes susurró al oído del compositor sus "Meditaciones metafísicas".

Cuando el último acorde, lánguido, dejó de percibirse en la caja de resonancia, los dos amigos había llegado separadamente a la convicción de que su problema estaba resuelto: organizarían una velada pianística con los nocturnos de Chopin y Patrick sería el concertista. La decisión estaba tomada. Ahora sólo era menester lograr su asentimiento. Tarea nada fácil, dado el carácter tímido del concertista. Adriana confiaba en que su timidez fuera menor que su generosidad y, una vez conocida la causa por la que trabajaban, se involucrara en su proyecto. Pero, ¿quién iba a colocar el cascabel al gato?

– Debes decírselo tú, Adriana. Ya sabes que está colado por ti y nunca te negaría un favor.

– Lo sé. Pero precisamente por eso, debes ser tú quien se lo pida. Lo que los dos no sabéis es que la que está "colada" soy yo. Espero que, de una vez por todas, dé los pasos para acercarse a mí, no como la compañera de clase… Ya me entiendes.

– ¡Esta podría ser la portada más sensacional de "Radio macuto" en el colegio¡

-Como salga de tu boca una sola palabra, te juro que te convierto en eunuco. Y no me hagas decir palabrotas…

-No, mujer, no. Ya sabes que estaba bromeando…

-Pues, por si acaso tienes tentaciones de irte de la lengua, recuerda mi amenaza. Siempre he sido muy celosa de mis sentimientos y no voy a cambiar ahora. No confundas mis anhelos con tus bravuconerías.

– Dejemos esta conversación para más adelante. Se me está ocurriendo una idea que podría ser genial, en el caso de confirmarse.

– ¿De qué se trata?- dijo Adriana expectante.

– Debemos contactar muy discretamente con Alma, la profesora de piano de Patrick, y comunicarle nuestro propósito. Así, si ella está de acuerdo, y de forma muy sutil, hará que Patrick practique las partituras que compondrán el concierto. De paso, ella nos indicará lo que debemos poner en los carteles que lo anuncien.

-Pero debe ser en absoluto secreto. Si, por algún motivo, por ligero que fuera, lograra intuir la finalidad de nuestros propósitos, ten el convencimiento que todo se derretiría como hielo en un vaso. La discreción ha de ser máxima.

-Déjalo todo de mi parte. Voy a urdir tal estratagema, que cuando se entere Patrick de lo que hemos hecho, ya no haya vuelta atrás.

Pasaron los días y Patrick contemplaba malhumorado como Javier y Adriana se habían acercado el uno al otro. Los recreos del colegio no bastaban para sus solitarias conversaciones. Las tardes y, sobre todo, los fines de semana, estaban llenos de excusas para no coincidir con él. Creía haber hecho acopio de todas sus fuerzas para manifestarle a Adriana el salto que deseaba dar en su amistad, mas ahora hacía semanas que no coincidían. Tomó la decisión aquella tarde, sentado al piano del salón en casa de Adriana, cuando Rosa y sus dos amigos, entraron aplaudiendo y llenos de entusiasmo al final del Nocturno de Chopin.

Poco podría imaginar que ellos dos también habían tomado una decisión que le afectaría y no sabía cuánto.

Esas semanas transcurrieron en un continuo ajetreo. Sin olvidar sus tareas escolares, de por sí, ya muy recargadas, debían solventar su compromiso. El "déjamelo que yo me encargo" de Javier fueron más palabras del momento que hechos, pues cualquier movimiento, cualquier decisión era consultada con Adriana .Se diría que Javier era incapaz de dar un solo paso sin su consentimiento. Así que a la entrevista con Alma fueron los dos juntos. Al Ayuntamiento los acompañó la directora de la residencia. A "Fórum Sonido", empresa dedicada al alquiler de sistemas de sonido y grabación, acudieron juntos, aunque para ello tuvieron que hacer novillos toda una mañana. Finalmente, acudieron a la profesora de dibujo de la escuela para que les echara una mano en el diseño del cartel. Silvia, siempre solícita, les dio a elegir entre tres opciones.

– ¡Ay, Silvia! Lo tenemos claro: la más barata. Aquella que en la imprenta nos pidan menos dinero. Como sabes, se trata de un acto benéfico y lo bonito está supeditado a lo económico.

– Entonces, es evidente. Debéis imprimir sólo los carteles estrictamente necesarios y en blanco y negro. Pero podéis disfrazar la economía utilizando papel de color. Le dará más vistosidad y llamará más la atención. Al fin y al cabo, esa es la finalidad que debe imperar en un cartel anunciador.

El boceto estuvo preparado en un "plis plas": un pentagrama ondulado con el primer compás del nocturno de Chopin , un piano de cola del que pendía un papiro con el contenido del concierto y el nombre de Patrick a la izquierda. El conjunto resultaba armonioso y decorativo.

Silvia, en secreto, pintó el mismo cartel elegido por sus dos alumnos con vivos colores sobre papel acartonado de alta calidad y manó enmarcarlo. Quería sorprender a Patrick e iniciar la amplia colección que seguro se iniciaba con aquel concierto al que, por supuesto, no pensaba faltar.

En la casa de sonido les ofrecieron la posibilidad de realizar una grabación del concierto en DVD. Rehusaron el ofrecimiento de inmediato dando por supuesto su elevado coste, aunque a Adriana le había quedado el mal sabor de boca de no haber ampliado la información. Decidida, cogió el teléfono y marcó: 916-681-339. Al otro lado del hilo respondió la voz de una operadora:

-"Fórum sonido", dígame.

– Por favor, póngame con José Luis Jiménez.

– ¿De parte de quién?

– De Adriana, de Sant Just Desvern. Para el concierto del día de San Luis.

– Un momento. Le pongo.

Una suave música dulcificaba su espera. Al cabo de unos pocos minutos, la voz de José Luis se percibió nítida:

– Hola, Adriana. Disculpa la espera, es que tenemos mucho trabajo.

– No pasa nada. Escucha, el otro día nos ofreciste la posibilidad de grabar el concierto en formato DVD, pero no nos indicaste cuál es el precio.

– Mira, la tarifa por 200 es de 1000€, pero como se trata de un acto benéfico para la residencia, sólo os cobraré los gastos.

– Y esto, ¿a cuánto asciende?

– A 450€ con la portada impresa en el DVD y en la carátula.

– O sea, que si los vendemos a 10€ aún podremos ganar 1650€. Haz los preparativos que un día de estos te llevaremos a la oficina los 450.

– De acuerdo.

-Gracias por el descuento. Te lo agradecemos mucho.

-Vale, hasta más ver.

Adriana clicó en su móvil para cerrar la conversación con José Luis e inmediatamente llamó a Javier.

– Hola, acabo e llamar a "Fórum" y les he encargado 200 DVD.

– Pero no tenemos dinero para el adelanto. ¿Cómo los vamos a sacar?

– Pásate por casa y pídele a Rosa que te los dé.

– Sí. Y un jamón. ¿Tú crees que voy a presentarme en tu casa y decirle: Rosa, dame 450 €? Me mandará a tomar viento.

– No sean exagerado. Yo no puedo acompañarte, pero le dejaré a Rosa un sobre con el dinero. ¿Vale?

– Vale. Aunque mejor dicho. No vale. ¿Cómo voy a ir a tu casa desde la piscina, si no tengo la motocicleta?

– Seguro que te las apañarás a las mil maravillas. Alguna pija del coro de tus aduladoras se ofrecerá. Estoy segura. Adiós. Y colgó.

Al cabo de unos segundos. Le llegaba la entrada de la llamada de Javier.

– ¡Dime!

– Adriana, llama a Patrick y que se acerque él a tu casa. Después, iremos a la copistería universitaria y le daré la noticia. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

"EL CONCIERTO"

Sus compañeros de clase, al enterarse del proyecto de Javier y Adriana, les requirieron poder participar e implicarse de la manera que fuera necesaria. Así pues, en una sola tarde, llenaron de carteles todos los comercios de la ciudad; todas las carteleras de anuncios; todas las vidrieras de tiendas con el cartel diseñado por Silvia.

Andrea, la delegada de clase, junto con Paula, se ofrecieron para vender las entradas.

– La entrada cuesta 10€, pero admitimos todos los donativos que quieran hacernos. Como saben, el concierto es para pasárselo bien y además ayudar a la residencia.

– Debe ser una fiesta y un orgullo para todos, porque lo hemos organizado entre los jóvenes de Sant Just. Para que luego digan que pasamos de todo.

Poco a poco, las 700 entradas que constituían el aforo del teatro municipal, fueron desprendiéndose del taco y el dinero engrosando la cuenta de la función.

César y Sergio, siempre actuando por su cuenta, habían tenido una brillante idea: iremos por los establecimientos y ofreceremos entradas de patrocinadores a 100€ y la voluntad para los de fila "o". Así que solicitaron todas las entradas de los palcos que quedaron disponibles y, con la lección bien aprendida iniciaron su periplo por los bancos, cajas de ahorros, fábricas del polígono industrial o cualquier establecimiento que estuviera abierto. Cuando ya no les quedaban entradas, regresaron al punto de encuentro con los bolsillos llenos de sobres, cuyo importe desconocían.

– Toma, Adriana. En estos sobres hay dinero, el que hemos recogido por la venta de las entradas de los palcos y lo que han querido darnos como aportación voluntaria para la obra benéfica.

– ¿De cuánto dinero se trata?

– No lo sabemos. Hemos vendido unas 40 entradas de los palcos, pero todo el mundo nos ha dado el importe en sobres cerrados. ¡Ábrelos!

Con los ojos de la esperanza con que siempre suele abrirse una carta, Adriana introdujo el cortaplumas en uno de los bordes del primer sobre. Una vez rasgado, introdujo los dedos en él y aparecieron dos billetes verdes:

– ¡200€, por dos entradas! – exclamó entre sorprendida y excitada.

Sergio y César se propinaron sendos codazos de complicidad.

– ¡Deja, que te ayudamos a abrirlos! Mientras, dedícate a contar cuán grande ha sido la generosidad de nuestros postulados.

Con emoción increíble contaron el fajo de billetes que se había acumulado encima de la mesa. Los colores de los billetes no eran muy dispares, por lo que al tembleque por la emoción, se unió la facilidad del recuento: 6.500€.

Un silbido de admiración se oyó en todo la sala. La idea de César y Sergio había obtenido unos resultados más que satisfactorios, espléndidos.

Partes: 1, 2
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