En esta monografía me ocupo de los oficios que desempeñaron quienes llegaron a la Argentina entre 1870 y 1950, en sus tierras natales, en el barco y en nuestro país, a partir de testimonios de inmigrantes, sus descendientes, escritores y periodistas.
Muchos inmigrantes y quienes escribieron sobre ellos nos hablaron de los oficios que desempeñaban en su tierra natal. Salvo contadas excepciones, es constante la referencia a la pobreza de estos hombres y mujeres que buscaron en América una nueva vida.
En El mar que nos trajo, dice Griselda Gambaro que Agostino "Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. (…) Ellos estarían condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la venta a precios viles y el ocio destinado al arreglo de las redes" (1).
En La noche lombarda, Atilio Betti evoca los oficios de sus mayores: la cría de ganado, la caza de ranas, la hilandería, la tintorería y el cultivo del arroz. Se refiere asimismo a los trabajadores golondrina, quienes viajaban "de Europa a América, de la Argentina a Italia, para ganar el jornal en la época de la cosecha" (2).
Mempo Giardinelli escribe, en Santo Oficio de la Memoria, que, en Filetto, los nativos eran pescadores, viñateros, cosechadores de olivas (3). Agricultores y pastores eran los Dal Masetto en su tierra lombarda. Lo relata el hijo en un reportaje: "Cuando retozaba por las montañas de Intra, su padre Narciso y su madre María eran campesinos. Cultivaban todo tipo de verduras y frutas: hileras de vid para hacer vino. (…) él era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras" (4).
Había también inmigrantes con alguna formación. Un "extraño oficio", heredado de su abuela, ejercía Syria Poletti en Friuli: escribía cartas para quienes se habían marchado (5). El anarquista Severino Di Giovanni -dice Osvaldo Bayer- "había sido maestro en Italia, pero sus estudios no eran universitarios" (6), y se había iniciado en el oficio de tipógrafo en su tierra. Y universitarios, como el capitán Miro Kovacic, que había estudiado Economía en su juventud (7).
Y personal de servicio, como la madre de la protagonista de Diario de ilusiones y naufragios, que "había sido ama de leche en casa de una marquesa" (8), en España. Como podían subsistían unas catalanas: "En España vivíamos en San Gervasio, a pocos kilómetros de Barcelona –cuenta Remey-. Y yo recuerdo que cuando empezó la guerra, mi papá nos fue a buscar al colegio en bicicleta y ya estaban todos los guardias civiles muertos… yo tenía nueve años. Mi padre falleció en esos días, de apendicitis. Así que mamá se quedó sola con los cuatro hijos. Yo, la mayor y mi hermana menor con nueve meses. Me acuerdo de que para poder vivir, mi mamá hacía estraperlo, contrabando de comida. Iba a los pueblos, compraba comida y la traía en el cuerpo, puesta. (…) en un viaje, en el que traía arroz en unos tubos escondidos en unos corsets, los guardias se dieron cuenta, y entonces mi madre se tajeó todo el corset, porque si la comida no era para nosotros, no se la iba a quedar nadie…Con mi hermana aprendimos y hacíamos estraperlo de carne, en las valijas del colegio… esa carne se vendía y podíamos subsistir" (9).
Algunos inmigrantes pagaron el pasaje con su trabajo. Miguel Frías recuerda que su abuelo trabajó durante la travesía. En 2000, en el pueblo de su antepasado, el nieto imagina el día en que partió el italiano: "No sé lo que piensa en esa mañana de 1913 y ya no se lo puedo preguntar: tal vez, en el reencuentro con su padre, trabajador en las cosechas argentinas; tal vez, en la leña y las moras que debió robar para sobrevivir al invierno; tal vez, en la cocina del barco donde trabajará para cruzar el Atlántico" (10).
Deyacobbi, otro italiano, se embarcó en 1882 como polizón, pero fue descubierto. Entonces, lo pusieron a trabajar: quedó "a cargo del panadero del barco que le enseñó su oficio y le dio al llegar a Buenos Aires una recomendación para la empresa Molinos Río de la Plata". Esa vinculación gravitaría en su futuro: en Molinos, "comenzó como corredor de comercio y por azar conoció los pagos de Mar del Plata al llegar con un barco cargado de harina que demoró más de un mes en descargar. Su primer emprendimiento fue la compra del Molino Luro en sociedad con Guillermo Roux" (11).
En muchos de los textos que leímos aparece el inmigrante como una persona laboriosa, que logra un bienestar económico valiéndose de su habilidad en distintos oficios o en el comercio. En América, ellos trabajarán duro para lograr un bienestar y para brindarles a sus hijos un futuro mejor, aunque algunos de estos hijos –como los que presentan Cambaceres en su novela En la sangre (12) y Félix Lima en Pedrín (13)- no sepan agradecerlo. Muchos inmigrantes se ocuparán en la misma tarea que en sus países de origen; otros, deberán aprender nuevas formas de ganarse la vida.
Marío Bunge destaca la laboriosidad de los inmigrantes, cuando dice: "Me hubiera gustado vivir mi vida adulta entre 1880 y 1930. Esa fue la Edad de Oro del País. Fueron los tiempos en que vinieron montones de gallegos y gringos a trabajar duro y a enseñar a trabajar con su ejemplo. Entonces fue cuando nacieron la agricultura a gran escala, la industria nacional y el Estado moderno. En esa época se pasó de la barbarie a la civilización. (…) Es verdad que también se cometieron crímenes tales como la guerra genocida y rapaz contra los indios. Pero en definitiva lo bueno pesó más que lo malo" (14).
"En esa época –afirma Carlos Ibarguren en La historia que he vivido- aparecían millonarios que pocos años antes habían llegado al país sin un centavo en el bolsillo o con muy poco capital. Era el caso de Carlos Casado del Alisal, español; de Pedro Luro, vasco francés; de Ramón Santamarina, vasco español; de Eduardo Casey, irlandés, propietarios todos ellos de enormes extensiones de campo; o de Nicolás Mihanovich, dálmata, que empezó como botero y ya era dueño de varias empresas de transporte fluvial, algunas con sede en Londres; o de Antonio De Voto, italiano, fundador de un barrio en Buenos Aires, al igual que Rafael Calzada, español, o de Francisco Soldati, italiano y muchísimos más cuyos apellidos hoy figuran en los rangos de la más alta sociedad" (15).
Evoca el sentimiento que impulsaba a todos por igual: "Un optimismo irresistible, un frenético entusiasmo contagiaba a todos. A los argentinos, que veíamos la súbita transformación de nuestra modesta República en una nación rica y opulenta. Y también a los extranjeros que estaban embarcados en la aventura fascinante del progreso, la riqueza y la mágica transformación de sus vidas".
"Los argentinos conocemos bien las virtudes de los inmigrantes: Quien se sobrepone a grandes dificultades será, posiblemente, una persona valiosa para el país que lo recibe", escribe Clara Obligado (16).
Los escritores del 80 se refirieron al trabajo de los inmigrantes. En Juvenilia, Miguel Cané –cuyo nombre se recuerda vinculado con la Ley de Residencia-, describe los medios con los que los vascos defendían los frutos que cultivaban: "Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: ¡amaban sus sandías, adoraban sus melones!". Evoca asimismo a Monsieur Jacques, prototipo del educador, al que recuerda con admiración (17).
En la casa de Quilito, protagonista que da título a la novela de Ocantos, trabajaba una italiana: "Un apetitoso olor de guisado salía de la cocina abierta, donde una genovesa cerril movía espátulas y zarandeaba cacerolas, envuelto en el humo espeso del asado, que chirriaba sobre las parrillas"" Más adelante dirá de esta mujer que cantaba "un aire de su país, con acompañamiento de platos y cacerolas". Habla también Ocantos de un "italianito vendedor de diarios" y de Rocchio, un corredor de Bolsa, "un hombrazo con muchas barbas, italiano con sus ribetes de criollo". Al igual que la genovesa, este hombre es descripto por Ocantos con rasgos animales: "un italiano atlético, cuadrado, con las crines erizadas, cuya voz era un rugido; (…) Trabajador, eso sí, como una mula de carga, y ahorrativo como una hormiga; Rocchio no perdía un minuto de su día comercial, ni gastaba un centavo más de su cuenta del mes".
Otro personaje de Ocantos es el usurero Raimundo de Melo Portas e Azevedo, "el ángel protector de empleados impagos y pensionistas atrasados, el agente de funeraria de toda quiebra, el cuervo voraz de toda desgracia, el pastor de los hijos de familia descarriados". Vemos que utiliza también en esta oportunidad la comparación con animales, pero el sentido es bien distinto. En cambio, para describir al inglés Mister Robert, no se vale del recurso mencionado, demostrando las preferencias de la época hacia la inmigración anglosajona: "Allí estaba desde la mañana casi hasta la noche, la espalda encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero, sentado en el banco de patas largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del trabajo, prisionero del deber" (18).
Eduardo L. Holmberg evoca en "La pipa de Hoffmann" a un judío alemán que "Conocía profundamente la historia y la literatura antiguas, las pocas reliquias de la edad media, y era capaz de apreciar los grandes hechos y los grandes hombres de los tiempos modernos y contemporáneos". En "Nelly" se refiere a un inglés, "un caballero perfecto, vinculado a la Legación británica". En "La casa endiablada" aparecen italianos de humilde condición, carreros y verduleros, holgazanes y supersticiosos y un colono suizo, asesinado cuando intenta comprar gallinas de raza (19).
Despectiva es la imagen del tachero italiano que Cambaceres nos presenta en En la sangre, un hombre vulgar cuya herencia genética será nefasta, a criterio del escritor. Idéntico desprecio manifiesta hacia el gallego portero de la universidad, hacia un bearnés, y hacia los paisanos del tachero, a los que considera seres indignos de integrar la sociedad argentina (20).
Fray Mocho describe, entre sus muchos personajes a un italiano vendedor de longanizas. Cuando presenta a una doméstica gallega, desliza una crítica social, ya que a esta mujer un personaje le dice que la patrona "se aprovecha de que sos d’España para sacarte el jugo por unos cuantos centavos" (21).
También de España era un trabajador evocado por Félix Luna en Soy Roca. Nos referimos a Gumersindo García, mayordomo del presidente, hombre que, de a poco, fue ascendiendo desde su primitiva ocupación de mucamo, gracias a su bonhomía y fidelidad (22).
En sus Memorias, Lucio V. Mansilla expresa que no cualquier ocupación está destinada a los inmigrantes: "Y el vasto campo de la política, de las aspiraciones que enaltecen, de los anhelos de justicia, ¿quién lo fecundará? ¿El inmigrante? Su misión es otra. Ambos deben ser útiles, en su esfera de acción. Está bien. Pero, como dice Ruskin, ¿qué significa ‘útil’ y cuál es la naturaleza de la utilidad?" (23).
En "Buenos Aires Siglo XX/ Los conventillos: Un sistema que reproducía a la sociedad en miniatura", escribe Francis Korn: "todos los habitantes de este edificio con tres patios tenían ocupaciones variadas, los hombres y las mujeres. Había sastres, modistas, hojalateros, vendedores ambulantes de diversas mercancías, albañiles, lavanderas, verduleros, almaceneros, empleados de zapatería" (24).
En un conventillo vivió Alberto Gerchunoff, quien fue obrero y vendedor ambulante de artículos de mercería, al tiempo que estudiaba: "Mis aspiraciones ya no eran de simple obrero. Soñaba con metodizar mis estudios, dar examen en el Colegio Nacional, acariciaba la gloria del doctorado posible". Lo recuerda en sus memorias y en el cuento "El día de las grandes ganancias". Así llegó a ser periodista, profesor de literatura, escritor y conferenciante. En la ciudad, escribió un libro en el que trató "de pintar las costumbres de los agricultores judíos" (25).
Carolina de Grinbaum recuerda, entre los habitantes del conventillo, a un italiano que había alcanzado bienestar: "Llegada la hora en la cual los vecinos que compartían nuestro patio se sentaban a la mesa, nosotros también lo hacíamos. Al tiempo, los ajenos aromas deliciosos me invadían por entero, en especial los desprendidos de las viandas bien surtidas de la familia de don José, en bonachón italiano, de abultado vientre, propietario de un floreciente puesto de frutas y verduras en el Mercado de Abasto (simbolo de prosperidad en esa época)" (26).
Hizo la América el italiano evocado por Rubén Héctor Rodríguez, en "Extraño chamuyo", al punto de poder ser propietario de un inquilintato: "En el conventiyo del tano Giacumín/ se armó la de San Quintín/ a causa de extraño y sórdido chamuyo. (…) Me buchonearon con el patrón/ y, cabrero, desalojó el jaulón" (27).
Pero no todos veían cumplidas sus expectativas. Esto es lo que destaca Renata Rocco-Cuzzi: "En los mismos años 30, el hermano de ‘Discepolín’, Armando, escribe sus grotescos denunciando el primer fracaso en la Argentina del ascenso social. El fundador del grotesco ríoplatense describe cómo los inmigrantes que vinieron a ‘hacerse la América’ en realidad quedaron encerrados en los conventillos hablando en cocoliche" (28).
Esa lengua hablarían los personajes que evoca Gustavo Riccio, en su "Elogio de los albañiles italianos" (29). Precisamente a uno de estos trabajadores peninsulares canta Eduardo Martín La Rosa: "Probaste todos los trabajos./ Al fin, la cal y el rojo ladrillo/ se metieron en tu sangre./ Volabas por los andamios./ Tu silbido triste, enamoraba a las nubes" (30). Duro era también el trabajo del abuelo de Orlando Barone, quien se esforzaba el puerto (31).
El padre de Roberto Raschella, quien se estableció definitivamente en la Argentina en 1925, se dedicó a la sastrería. Cuenta el hijo en un reportaje: "En un viaje anterior, mi padre se había iniciado en el oficio de sastre, con un maestro legendario, Cirillo, un italiano que murió de la ‘mala enfermedad’. Yo nací en el mes de la revolución del 30. Después llegaron años duros para la familia, nos mudábamos constantemente, siempre a casas con buena luz natural. Era común entonces ver a un sastre trabajando detrás de una ventana" (32). Sastre e italiano era, asimismo, el padre de Antonio Berni (33), mientras que era "obrero del vestido", el de Andrés Rivera (34).
Las mujeres se dedicaban, dada su escasa instrucción, al lavado y al planchado. Lola es una abuela homenajeada por su nieto Fernando de la Orden en la muestra fotográfica "Pan y manteca". Ella vino de Logroño con su marido y tres hijas. Aquí nacería la cuarta. Era necesario trabajar para mantener tantas bocas en la nueva tierra: "llegó a la Argentina con espanto por todo ropaje y esperanza por toda bandera, y salió a planchar las ropas ajenas para parar la olla" (35).
Tampoco le temía al trabajo la abuela gallega de Guillermo Saccomanno, quien relató en un reportaje: "Mi abuela era una presencia muy fuerte. Trabajó de sirvienta y de lavandera de familias bien de la época. Con todo, acá la pasaba mucho mejor que en su aldea, donde estaban muy sometidos" (36). También lava la italiana que evoca Amalia Olga Lavira en "Estampita": "Friega lienzos, camisas y vestidos,/ en el fondo, la donna, en la pileta/ y en fuentones y tachos florecidos/ hormiguitas de sol hacen gambeta" (37).
Mas no desempeñaron sólo esas tareas. Otras son las profesiones de las peninsulares que evoca Oscar González en "La anunciación": "Pronto supo que América/ No regalaba nada/. Y tranqueó el empedrado camino del taller./ O sentada a la Singer enfrentó los aprietes./ O resistió en las chacras heladas y granizos" (38). Y la profesión de la madre de Miriam Becker, rumana que conoció en su ancianidad el empleo fuera del hogar. Lo recuerda la hija: "doña Catalina terminó su escuela primaria a los sesenta y cinco años: (…) A los setenta años salió a trabajar. Vendía armazones para anteojos. Todos le compraban conmovidos por su dulce sonrisa y su fortaleza" (39).
El italiano que llega a la Argentina, en Santo Oficio de la Memoria, abre una funeraria con su socio, sospechado después de asesinarlo. Ya viuda, su mujer lava ropa para los vecinos, y el hijo de ambos trabajará después en la compañía de trainways y en los Ferrocarriles del Oeste.
En esta misma novela se habla de un oficio que desempeñaban los españoles. En 1886, "Había muchos policías, allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se movían como luciérnagas nerviosas" (40).
Escribe Virginia Messi: "’El Gallego Penitenciario’ ocupó un rol tan destacado en la historia de los primeros penales que fue honrado días atrás con una estatua recordatoria, ubicada en un lugar central del Museo del S.P.F." (41).
Había también sombrereros, como el belga Divas, que terminó trabajando en un frigorífico (42), y nenos da tenda, como el que evoca Federico García Lorca en uno de sus Seis poemas galegos (43).
Cuando visitó nuestro país en 1998, José Luis Baltar Pumar, presidente de la diputación de Orense, expresó: "hemos mandado a los mejores hombres y mujeres a este país, y Galicia lo ha sentido profundamente. Ellos han tomado la decisión de venir y trabajar de sol a sol para salir adelante" (44). Coincide con él José Bendoiro Diéguez, que creó la escuela gallega Coyam, quien afirma: "El trabajo es el principio gallego por definición" (45).
Estaba presente en estos inmigrantes la necesidad de enviar dinero a quienes habían quedado en la tierra natal, muchos de ellos soportando la guerra. Esa realidad es la que refleja Navarrine en su tango "Galleguita", de 1924, cuando dice: "Juntar mucha platita para tu pobre viejita que allá en la aldea quedó" (46). Pero que no ocurra a quienes tanto se esfuerzan como a esos inmigrantes que evoca Elsa Gervasi de Pérez en su "Carta a Galicia", en la que narra cómo un argentino de ascendencia española embauca a una familia de gallegos. El Paco escribe a sus padres: "La Paquita sapuesto a noviar con un mochacho arjintino hijo de jallejos como nosotros. Es muy bueno y nos va a cuidar la platita. (…) La Paquita se fue por ahí a caminar para ver si lo halla al novio ya que hace unos días se mudó y el pobreciño solvidó de darnos la diricción" (47).
Inmigrantes eran, asimismo, los propietarios de las confiterías de los Balnearios de la Costanera Sur, evocados por Mauricio Kartun. Al finalizar la temporada, "Se hace ruido y se brinda en la despedida con las jarras que convidan esta vez los patrones, invariablemente gallegos y judíos" (48). De este último origen fue un humorista político: "Tato Bores, nacido Mauricio Tajmín Borensztein en un inquilinato de la calle Tucumán y Carlos Pellegrini el 27 de abril de 1927, no fue un gracioso del montón, y tuvo plena conciencia de eso" (49). Inmigraron los actores Darío Vittori, Rodolfo Ranni, Hedy Crilla y Henny Trailes, y la periodista Canela, entre otros.
Fernández Moreno (50) y Carlos Ibarguren (51) evocan vascos lecheros; Eduardo Mignogna presenta en La fuga una pareja de carboneros (52), y en el cuento "El residente", de Teresa Freda, aparece una gallega, "pobre y santa enfermera, medio bruta pero buenaza" (53).
Algunos inmigrantes llegaron al país con un importante bagaje cultural. De Italia vinieron Alfredo Lazzari, pintor y maestro de Quinquela y Lacámera (54), y Francisco Salamone (55), quien luego sería un ingeniero-arquitecto de renombre.
También tenía una sólida formación el abuelo del autor de "El Aleph". En Borges, Biografía Verbal, Roberto Alifano escribe cuanto Borges le dijo sobre un antepasado: "El abuelo materno de mi padre, Edward Young Haslam, editó uno de los primeros periódicos ingleses de la Argentina, Southern Cross, y se había doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad de Heidelberg. (…) Murió en Paraná, la capital de la provincia de Entre Ríos" (56).
En "El sur", Borges nos dice de qué trabajaban un inmigrante y uno de sus descendientes: "El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino" (57).
Syria Poletti llegó en 1945, contratada para enseñar italiano en la Asociación Dante Alighieri. Nora Candiani, protagonista de su novela Gente conmigo, es traductora pública (58). También fue traductor el siciliano Antonio Aliberti. A la música se dedicó Santo Discépolo, el napolitano llegado a Buenos Aires a los veinte años, padre de Armando y Enrique Santos (59), y a la edición de libros, los españoles Rodrigué, Losada, Lopez Llausás y Arturo Cuadrado Moures (60).
En el discurso pronunciado con ocasión de otorgársele la ciudadanía italiana y la Medalla de Oro a la Cultura Italiana en la Argentina, dijo Ernesto Sábato: "En el siglo pasado, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar una tierra de promisión. Se instalaron en la ciudad de Rojas, donde tuvieron un pequeño molino harinero" (61).
Hubo comerciantes en la costa, como los galllegos que fundaron la conocida tienda marplatense. "Con poca mercadería y muchas ganas de ganar dinero, los dos gallegos dormirían muchas noches sobre los dos únicos mostradores de la tienda vencidos por el cansancio de largas horas de trabajo y temerosos que un desborde del arroyo se llevara rápidamente las ganancias del mes". Las esposas les preparaban las viandas y confeccionaban "ropa interior, camisetas y todas esas prendas para ser vendidas en la tienda" (62).
Y hubo comerciantes en el campo. Entre ellos, uno muy inescrupuloso. A fines del siglo XIX, en la frontera vive un flamenco, personaje creado por Eugenio Juan Zappietro en De aquí hasta el alba. Roger Bary era "mercader en aquella esquina del infierno" y entra en tratativas con los indígenas, aún a costa de las vidas de sus hijas, sólo para salvar el pellejo" (63).
Los inmigrantes trabajaron asimismo en el adoquinado de las calles. Lo recuerda José Luis Corsetti, quien afirma: "De las canteras de Tandil salió gran parte del empedrado de las calles de nuestro país. Los picapedreros españoles, italianos, montenegrinos y yugoslavos fueron, desde 1870, personajes entrañables que dejaron cuerpo y alma, cuando no la vida, en cada cincelada" (64).
En prosperidad vive el personaje de José Luis Cassini -"Ya nadie lo sabe; él mismo ha olvidado que es el dueño del conventillo y de la primera usina eléctrica del pueblo" (65).
Fausto Burgos y Abelardo Arias evocan a los italianos agricultores que se establecieron en Mendoza. El primero refiere en El gringo (66), los abusos de los que eran víctimas los trabajadores –nativos y extranjeros-, mientras que Arias, en Alamos talados (67), describe –además del trabajo de los viñateros- la pérdida de una posesión familiar a manos de un turco.
Los gauchos judíos es el libro que Alberto Gerchunoff escribe para el Centenario. En él, evoca la vida de estos hombres y mujeres que se vieron enfrentados a tareas que desconocían, y que debieron realizar (68). En su cuento "El cardenal", Márgara Averbach escribe que para su abuelo "ser gaucho judío seguramente fue una conjunción impensada" (69).
De otro agricultor judío, "Aarón" y su esposa dice María Inés Krimer: "Nadie pudo explicar por qué terminaron ahí, perdidos en el medio de la pampa, cuando parientes y amigos se habían dirigido a las colonias de Santa Fe, Entre Rios y Chaco" (70).
Los agricultores inmigrantes también fueron tema de poesías. En "Ese inmigrante", Virginia Rossi canta: "Se llenaba de espigas/ los puños y los brazos/ y su paso medía/ la soledad del campo" (71).
Pero no todo era trabajar la tierra. Un italiano aplica aquí su vasto conocimiento musical. Luigi Gusberti, protagonista de El laúd y la guerra, escrito por su hija, Martina, fue "director de la Banda Sinfónica en la capital de la provincia del Chaco y fundador de las bandas musicales del colegio Don Bosco" (72). Otro italiano, Antonino Malvagni, creó las bandas militares de Tucumán y la Banda Municipal de Buenos Aires.
En Jujuy se afincó el yugoslavo evocado por María Edith Lardapide Olmos en "Historia de vida": "Don Milo tomó contacto con la empresa de Joseph Kennedy y allí tuvo una importante responsabilidad: hacían el trazado de las líneas férreas en el inmenso altiplano boliviano, donde, cuando cae el sol, pareciera poderse tocar con las manos. Sus empleados eran nativos aimaráes y quichuas" (73).
Empresarios fueron los alemanes Ida y Walter Eichhorn, los "dueños más famosos" del Hotel Edén, "amigos personales del fürher" (74). Y también empresarios, pero de la industria del jabón, los españoles afincados en Tucumán Francisco Rodríguez y Ana Encina, quienes fundaron las bases del Establecimiento La Mariposa en 1914 (75).
Admirable fue la inteligencia de un pionero. De regreso de Buenos Aires, donde había estado empleado en una herrería, el polaco Juan Szychowski instala su propio negocio, donde construye un torno de madera y luego uno de precisión. "Con este torno Don Juan construyó toda la complicada maquinaria para la molienda y el envasado de la yerba mate, como así también, un molino de arroz y maíz y una fábrica de almidón de mandioca". Hoy se puede visitar "la moderna Planta Industrial Yerbatera ubicada en el mismo predio que les fuese adjudicado en el año 1900" (76).
En esa misma localidad, los Spasiuk alternaban el trabajo manual con la música: "En Apóstoles, un humilde pueblito a 50 km de Misiones, Juan (el tío) y Marcos (el padre) se concedían una pausa en la carpintería, tomaban cada uno su violín y su guitarra y, sobre un tablón, afloraban polcas, valses, rancheras, chacareras y rumbas, como una necesidad de recrear la música que sus antepasados habían importado de Ucrania y de Europa del Este (77).
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En su mayoría sin estudios, los inmigrantes se las ingeniaron para que sus hijos pudieran estudiar. Haciendo lo que sabían o aprendiendo nuevas labores, encontraron una vida digna, en la que el esfuerzo tuvo frutos. El país les ayudó, pero ellos no cejaron.
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Trabajo enviado por
Lic. María González Rouco
Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional Matriculada