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América Latina, narración y cartografías (página 2)

Enviado por Gregory Zambrano


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La voz con que los cronistas fundaron la realidad del nuevo continente, construyó una visión de las cosas que establece los planos sugerentes de la alteridad, y desde su necesidad de explicación racional modelaron una utopía: la tierra que no se verá sino que será imaginada. Así también se instituye la visión del otro, de lo otro, que a su modo, deja marcado en la escritura el desasosiego ante lo desconocido, ante lo presentido o intuido. Más tarde, ante lo irremediablemente paradójico, lo temido (Lienhard, 1992). La imaginación parece ser el signo del discurso que se intenta representar. Representar significa en un sentido general volver al presente, repetir la presencia o, también, colocar una cosa en lugar de otra. Así entonces tenemos en la literatura a la palabra con todo su poder fundante, que determina el espacio, el tiempo y la memoria en su dimensión simbólica, pero que también propone su simulacro.

La cartografía fundante

Empecemos con una cita: "En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa habitadas por Animales y Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas". (Suárez Miranda; Viajes de Varones Prudentes, libro cuarto, cap. XIV, Lérida, 1658).

Jorge Luis Borges (1899-1986) en este breve y enigmático texto apócrifo, titulado "Del rigor en la ciencia", y contenido en su Historia Universal de la Infamia (1935), explica los avatares de la fundación de una inquietante e inútil cartografía que pretende abarcar la totalidad; plantea, desde este punto de vista, los límites de una espacialidad que está condenada a la fragmentariedad y al reacomodo. La representación de la Provincia, del Imperio, en su dimensión exacta funda la paradoja de la inconmensurabilidad. El mapa es como la palabra, sólo puede contener una imagen recortada de la realidad.

Un escritor tan curioso y exótico como Ítalo Calvino (1923-1985), quien por alguna razón del azar nació en Cuba, pero que se formó en Italia y escribió en lengua italiana, se acercó a la cultura latinoamericana para percibir toda su carga de asombro y sensualidad. Ve a la cultura mexicana desde el impacto de sus colores y sabores, sitúa un referente de apropiación cultural en un hecho principalmente gastronómico. Nos sitúa frente a un narrador que se fija en los detalles; detenido como está y embelesado con la exhuberancia del mole oaxaqueño. Lo regional se construye en la vivacidad de colores, en la prolijidad de sabores, allí radica la marca cultural de la memoria individualizada que se asocia al sentido del gusto, que también funda un sentido de región. En su relato "Bajo el sol jaguar" (Calvino, 1992), se puede apreciar ese sentido cultural que está impregnado de lo regional por registros de herencia y tradición. Allí se puede leer una cartografía que les ha servido a muchos viajeros como motivación; ir a Oaxaca acompañado de la lectura de Calvino, conlleva a un encuentro pleno con esa metáfora viva que deviene fiesta de los sentidos.

Calvino también construye la utopía de las ciudades que no ha visto más que en el sueño o que se reconocen en la deuda documental hacia otras tradiciones y otros relatos, como aquellos del Oriente. Las ciudades invisibles (1972), son aquellas que se comparten en una especie de pacto de verosimilitud, para dar sentido a una realidad que no puede ser contrastada sino creída y disfrutada como espacio de la imaginación, traducida en "libros que se convierten en continentes imaginarios en los que encontrarán su espacio otras obras literarias; continentes del "allende", hoy cuando podría decirse que el "allende" ya no existe y que todo el mundo tiende a uniformarse […] Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos" (Calvino: 14-15).

Así se encuentran otros espacios de la realidad discursiva, aquellos que aparecen y desaparecen en el recuerdo, habitan en el gozo de la ficción, y para bien o para mal nunca se hallan en el recuento de las malas noticias. Contra el extravío más que contra el olvido, se impone la memoria, y allí la literatura se queda como un espacio de confluencias. Así, en la obra de Alejo Carpentier (1904-1980), el Tepeu Mereme de su relato «Los advertidos» (1975), prefigura Los pasos perdidos (1953), y esta novela es el hipotexto y en parte la justificación, no sólo literaria sino histórica, de las conferencias dictadas por Carpentier en la Universidad Central de Venezuela (1976), donde habla sorprendido de las ojivas de agua en el corazón de la selva. Así también es el Macondo de García Márquez, un espacio que denota elementos ancestrales de la cultura latinoamericana, que se universaliza desde un locus de aparente simplicidad. Macondo es "aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga", (García Márquez, 2001: 19), que funda la utopía, el silencio, el abandono y la desmemoria.

La región se representa en la lengua con su carácter prodigioso de presencias, también de apariencias. Es la tierra de los sueños interrumpidos, de la historia fragmentada a donde van a refugiarse los sobrevivientes de ese esplendor que se perdió y que sigue siendo, como diría Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), la utopía de América, siempre proyectada hacia el futuro, "donde no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones; pero todas estas diferencias, en vez de significar división y discordancia, deberán combinarse como matices diversos de la unidad humana" ( Henríquez Ureña , 1978: 8).

Tendríamos que partir necesariamente por fijar los topos desde los cuales se hacen las representaciones discursivas. Las zonas geográficas, de norte a sur, o viceversa, estarían marcadas por los designios de las lenguas en las cuales se nombra, desde las cuales se construye la realidad, que es una concreción distinta de la imaginación o como diría Lezama Lima (1910-1976), en la posibilidad del encantamiento, un "principio de agrupación, de reconocimiento y de legítima diferenciación" (1972: 464).

Hay en todo un problema de fronteras, el cual se puede traducir como un imaginario geográfico. Así, la escritora Gloria Anzaldúa (1942) plantea el problema de la frontera, en el espacio chicano y en el idioma, como el lugar del mito de origen; pero también como lugar de la utopía, y así se produce discursivamente el gran viaje hacia los orígenes, simbolizados en el retorno a Aztlán. (Anzaldúa, 1987). Así también se podría rastrear ese imaginario geográfico hasta la patagonia, donde se debate, tras una mirada ideologizada, el lugar del fin del mundo. En todas las geografías existe un marco de referencias que circunscribe el sentido de región, y que se consolida desde una perspectiva que remite a un lugar de irradiación, unos topos que se convierten en símbolo de cultura.

Relatar, ordenar el mundo

Podríamos nombrar algunos lugares cuyo eje simbólico construye -desde la literatura- todo un entramado de sentidos que muestran, por un lado, la noción de pertenencia y por otro, la elección de una fábula, de unos actantes, de unos determinados conflictos que se conjuntan y son mucho más que un pretexto para relatar. Nos remitiremos a unos poco ejemplos, entresacados del vasto panorama de la narrativa latinoamericana, dejaríamos para una oportunidad distinta, los modos como ese espacio de la creación se convierte en lugar de expansión significante, expresado en el discurso poético.

Tenemos, por ejemplo a Comala. Comala es la tierra de los muertos, la tierra arrasada, la comarca del silencio, la protociudad fundada sobre las brasas del infierno. En el eje ficcional de Juan Rulfo (1918-1986), desata todo un entramado simbólico que parte de una metáfora práctica. Comala es el comal. La superficie metálica que sirve de soporte para el proceso de cocción de la tortilla, símbolo del pan y objeto del culto solar. También es el lugar de los muertos vivientes, el eje simbólico que sirve para mostrar no un inframundo presentido del cual nadie podría dar testimonio, salvo en la literatura de diversas tradiciones culturales. Comala es metáfora del fuego infernal. Comal-Comala, el espacio situado sobre las brasas del infierno, es el lugar desde el cual se podría establecer la revisión de la historia mexicana pero también el espacio discursivo desde el cual se construye un mito. "Vine a Comala porque acá me dijeron que vivía mi padre, un tal Pedro Páramo". El sintagma inicial de Pedro Páramo (1955) fija ese locus que sirve como pórtico a una búsqueda: la del padre, recurrencia de una pérdida que en mucho identifica a la sociedad latinoamericana. La muerte, el infierno, el viaje, la búsqueda del padre, son ejes ficcionales por donde van a rielar otros símbolos del ser mexicano amparado en su historia: el síndrome de orfandad, el infierno como un páramo, la soledad, la violencia desde el poder, la memoria y el silencio.

Todo podría situarse en ese marco donde lo cultural permea la visión del hombre y la región transparenta un espacio dual, un arriba y un abajo que nutre de dinamismo el desplazamiento de los sujetos y también el de sus voces. Se trata de un entramado simbólico que por extensión nombra en mucho la realidad mexicana desde un «siempre» solapado que aún hoy busca definirse en su heterogeneidad, en su conflictividad y en la mixtura de tiempos superpuestos.

Otro ejemplo de esta situación simbólica y ficcional, marcada por lo regional, sería el caso del Macondo garciamarquiano, ese espacio «otro» de lo mítico, de lo inexplicable, la ciudad inexistente, que se hace posible en el espacio del lenguaje, la ciudad ruidosa, con casas de paredes de espejo, deviene en presencia de un mito de fundación y origen de un acto ritual. La superposición de planos temporales sitúa al lector en un ardid creativo que confunde el futuro con la memoria. Y cómo negar que la raíz de su impacto en el inconsciente colectivo se ha convertido en un punto de referencia que marca -por muchos detalles- una "realidad" transmutable del «ser» colombiano, que ha viajado durante décadas en el pensamiento y en la recurrencia identitaria.

Al igual que en el caso de Rulfo, la novela sirve como un pretexto para radiografiar el mapa cultural como superficie de transformaciones, la red simbólica del tiempo inmemorial; un espacio donde todo es posible, desde la más aguda aventura de la imaginación, hasta el más minucioso ejercicio de revisión histórica; desde la más pura metáfora poética hasta la más hilarante representación de una hipérbole. En medio de todo, insistimos en que más allá de la palabra, y la sintaxis, lo que importa es el arte del relato; relatar, construir con el lenguaje un nuevo orden, integrar el mundo para una nueva significación.

Macondo ha sido leído como el espacio de la utopía, del sueño hipertrofiado, también como el lugar del extravío. Después de esos lugares inexistentes, se plantea la otra realidad, la del espacio que se construye parcial y discursivamente como un entramado simbólico que retrata también las vicisitudes de una América Latina plural, carente, huérfana, violenta, alucinante, reinventada en sus ficciones. Pero también en esos fragmentos, el espacio cultural sólo es posible como visión recortada de la realidad, que la memoria ata mediante imágenes, para dar una idea, un sentido de realidad que se traduzca también como espacio de posibilidad.

De allí el sentido de cartografía, de mapa legible que nos ayuda a comprender un espacio cultural –o lingüístico-, un país real o simbólico, amurallado en sus fronteras, invisible ante los requerimientos de lo real, culturalmente marcado por un sentido de ruptura, que permite ser leído hacia el interior de sus tradiciones, estáticas y dinámicas, donde se puedan asimilar las disonancias, y finalmente posibiliten un espacio «otro», fijado en un afuera, donde se sitúa el contraste, la diferencia.

Si seguimos bajando por el mapa del continente nos encontramos con un inquietante espacio real, Chimbote, situado al Norte del Perú, poblado de conflictos y también de simbologías y donde la hipertrofia de la realidad funda un espacio ficcional que deviene el locus narrativo de El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) de José María Arguedas (1911-1969).

A partir de la concepción de un mundo que se traduce en signos y procedimientos provenientes de la cultura quechua, los cuales residen, fundamentalmente, en su oralidad, Arguedas plantea, no sólo aspectos ideológicos abstraídos de la realidad nacional peruana, sino también, concretamente, problemas derivados de la explotación, el abuso de poder y la marginalidad, en un espacio circunscrito a la región que sirve como superficie de confluencias, donde las variables regionales peruanas se miran sus rostros: la costa, el ande, la selva, marcados todos por diversas tensiones culturales.

Más allá de la denuncia, los conflictos que se ilustran en esta forma tan particular de novela, pueden mostrar el trasfondo de un planteamiento cultural de mayor alcance, sin llegar a postular una obra de «tesis» y sin mostrarse paternalista en su posición denunciante de todas sus contradicciones. Esto se aúna a los choques conceptuales que se producen, en otro plano discursivo de la obra, en el mismo autor como creador, frente al lenguaje y frente a la escritura.

La oposición arriba/abajo, presente en la cosmovisión mítica quechua le sirve a Arguedas para introducir en su obra problemas que se implican como contradicciones de la dinámica cultural dentro del mismo espacio peruano: lo "andino", topológicamente marcado por las carencias, los desajustes sociales, y lo "costeño", que puede ser leído como una apertura hacia lo "occidental", que se aprecia en la educación y el "bienestar", entendido esto como mejoría económica y social. En esta obra también se determina la frontera existente entre dos formas distintas de percibir el mundo: una especie de dialéctica de lo masculino/femenino, alternado con lo laboral (la pesca/la prostitución), que son las trazas de la dinámica laboral humana mostrada por el texto, pero que se sale de él para desplazarse hacia lo cultural, propiamente, en el conflicto de la oralidad semicolonial frente a la "cultura" letrada de occidente[1]

El pueblo de Chimbote, discursivamente construido como un puerto pesquero ubicado en la costa norte del Perú, se convierte en ese espacio "otro" donde se produce el diálogo multilingüístico, multiétnico, definitivamente multicultural; el nuevo Tawantinsuyo de la realidad contemporánea del narrador y sus voces, muestra la confluencia de las cosmovisiones del arriba/abajo, expresadas en el contraste dialéctico de la expresión, esto es, la "oralidad" y la representación "escrita" de la cultura «occidentalizada».

La obra de Arguedas debe ser estudiada no sólo dentro de parámetros estrictamente literarios, por cuanto introduce una serie de "discursos" y aprovecha un conjunto de formas "otras", no canónicas, recogidas en fragmentos de mitos, muestras de oralidad, pero también "memorias", diarios y cartas, en un nivel análogo de valoración y funcionalidad, lo que también correspondería al patrón testimonial o biográfico. Todo eso podría señalarse como perteneciente a un "corpus de fundación"[2]. Desde esta obra también podría emprenderse un proceso de reflexión que permita encontrar nuevas relaciones o modos de inserción del discurso literario en un espacio donde la literatura no sólo "muestra" o "refleja", sino más bien analiza la problemática socio-cultural desde perspectivas problematizadoras.

En todo caso, vista esa dinámica, desde el texto de Arguedas podemos comprender y al mismo tiempo explicar las "marcas culturales" y la "razón de ser" de un espacio regional delimitado. A su vez, nos permite conocer los intercambios que se producen en el interior de los espacios, con lo cual se permean las "fronteras" (espaciales, lingüísticas, culturales).

Todo esto propicia una confluencia comunicativa en un nuevo espacio intersticial, donde se ponen en contacto elementos diversos de la cultura, todos de naturaleza heterogénea (y no sólo discursiva( por cuanto parten de una realidad objetiva que se recorta en el espacio de la ficción.

Una obra como la de Arguedas permite comprender, más allá del texto, una posición teórica que estaría ubicada dentro de lo que Walter Mignolo denomina «epistemología fronteriza», donde se propone «pensar» «con» y «desde» la obra, el sentido de realidad en un marco complejo, esto es, la problemática de una región donde confluyen los ejes de la población migrante, que definen por su heterogeneidad «lo peruano». En el caso específico de El zorro de arriba y el zorro de abajo, estarían en acción los sectores indígenas «movilizados», al igual que otros trabajadores, empresarios, prostitutas, etc.; todos impelidos por la dinámica laboral que sirve de eje a los problemas sociales, políticos, económicos, que otorgan un sentido heterogéneo al concepto de región, es decir, que parten de la activación de «prácticas sociales» contrapuestas, que luchan por una serie de beneficios, en un espacio determinado, definido y localizado, donde lo cultural peruano está presente. En ese sentido, se podría señalar que esta obra "teoriza" a partir de su misma propuesta narrativa, alternando un discurso "reflexivo" y otro "creativo" que corren paralelos con la práctica social. Como bien lo ha afirmado Mignolo: "[…] los movimientos sociales que trabajan contra las formas de opresión y en favor de condiciones satisfactorias de vida, teorizan a partir de su misma práctica sin necesidad ya de teorías desde arriba que guíen esa práctica. La rearticulación de las relaciones entre prácticas sociales y prácticas teóricas es un aspecto fundamental del posoccidentalismo como condición histórica y horizonte intelectual". (1996: 683).

Para leer El zorro de arriba y el zorro de abajo con estos horizontes teóricos, hay que tener en cuenta también el reacomodo de los factores de enunciación, para enfocar los problemas del espacio histórico-social y cultural que implica, desde esta perspectiva, un intento de «repensar» los problemas indígenas, laborales, migratorios, espaciales, etc., que se instauran en la novela, así como las categorías y los conceptos. Por otro lado, nos acerca a las conformaciones discursivas que obedecen a los modos de concebir la visión del mundo, ceñidas a lo histórico, a lo mítico, y en general, proporciona el instrumental teórico y metodológico que una obra tan compleja exige para una aproximación hermenéutica.

Esta obra problematiza el espacio alternativo de la confluencia intercultural, plantea algunos conflictos de la heterogeneidad peruana, y coloca en el medio la crisis del sujeto, representado por la voz que va dando cuenta secuencial de la escritura de los «diarios», donde José María Arguedas se representa como explícito ordenador de aquellos planos simbólicos, producidos en el interior de los problemas mismos. Esto es, los asuntos derivados de las cosmovisiones propias de la cultura oral andina, a partir de un intento narrativo que, como éste, desde la conciencia quechua, intenta «mostrar» una historia local «desoccidentalizada», aunque esté escrita, principalmente, en la lengua de la colonización.

Otro espacio, otra tradición regional

Esas fronteras invisibles establecen también formas de representación que no son difíciles de advertir si se tienen en cuenta los usos del lenguaje, los giros específicos de una zona, los modos de nombrar una misma realidad.

Si miramos todo el orden geográfico del continente, estableceríamos un gran mapa que se subdivide a su vez en mapas más pequeños, cada uno con sus especificidades, cada uno con sus formas de habla y por su puesto con singulares formas de representación. Hoy sería una aventura de exigencias insospechadas, deambular cognoscitivamente por las zonas del continente, estableciendo sus procesos culturales y literarios, sus marcas textuales, como lo intentara hace más de medio siglo José Juan Arrom (1910) en "Hispanoamérica: carta geográfica de su cultura" (1959: 145-160).

Podríamos hablar de regiones en el estricto sentido de la geografía, aparentemente diferenciadas, o podríamos advertir otros sectores más vastos que marcan lo regional como zonas de tradición cultural específica, espaciamiento geográfico o imperio lingüístico. Pongamos por caso, la vasta geografía hispanohablante, producto de la sumatoria de países diferenciados, frente a la concentrada geografía luso hablante que se condensa en el territorio brasilero, considerado a su vez como un subcontinente; pero deberíamos tener muy en cuenta también los espacios de toda la franja caribeña donde coexisten culturas y lenguas de ascendencia europea y africana, que tiene sus propias formas de expresión y representación.

Sin embargo, es necesario advertir que aun cuando en el mismo país no sea tan difícil la comunicación o en estricto sentido, el intercambio de bienes de cultura, o los patrones de unos componentes culturales fijados por la tradición, no siempre resulta tan evidente la construcción identitaria de la región en los discursos de representación. Hay un conjunto de espacios desde los cuales se establecen relaciones de comunicación, en constante tensión con los centros de poder (institucional, político y económico), todos de alguna manera se identifican en su naturaleza periférica, y por su condición de ignorados casi siempre por el centro.

Venezuela tiene una confluencia privilegiada como país amazónico, andino y caribeño. La mixtura de sus componentes fenotípicos reafirma esa peculiaridad. Las variantes lexicales en el uso de la lengua, plantean un universo significativo en cuanto ponen en evidencia las diferencias. Éstas se hacen evidentes al establecer los contactos que se refuerzan en los espacios dinámicos, donde es posible establecer diálogos nuevos y distintos. Al parecer, las fronteras regionales circunscriben esos espacios, limitan y definen el contacto.

La perspectiva centralista priva sobre el reconocimiento de lo periférico. Así el centro, la capital, o las capitales, determinan el ordenamiento y el sentido de autoridad que se pretende imponer como lo nacional. Esto es evidente en todos los órdenes de la representación. Y en ellos se habla la misma lengua, con sus variantes, pero dentro de una normatividad que permite el entendimiento desde cualquier punto en el que se mire. No sólo tiene que ver con las variantes dialectales, sino con los modos como se expresan y manifiestan las formas de representación del mundo a través de los discursos de creación. Y en ello no priva la incorporación de localismos, pues muchas veces aluden a lugares intransferibles. De lo que se trata es de universalizar lo regional. Ya lo decía Alfonso Reyes (1889-1959), en un lúcido texto de 1926: "La cultura americana es la única que podrá ignorar, en principio, las murallas nacionales y étnicas […] Las naciones americanas no son, entre sí tan extranjeras como las naciones de otros continentes" (1990: 392).

En la -por algún tiempo- olvidada narrativa de Mariano Picón-Salas (1901-1965), existe una recurrencia que atraviesa buena parte de sus obras de ficción. La fijación de un espacio, denominado Cumbres, sirve de marco al momento de captar y reflejar alguna actividad cotidiana. Los usos y costumbres del lugar desde el cual se enmarca la narración, casi siempre alusiva a las montañas, a la sierra, revelan una asociación topográfica con el entorno familiar y así con la procedencia del autor. Esto aparece en Los Agentes viajeros (1922), también en Mundo Imaginario (1927), y se repite luego en Odisea de tierra firme (1934), cuyos locus enunciativos convergen en «Cumbres», espacio de la narración y referencia desde la cual se marcan los desplazamientos del narrador. Es al mismo tiempo, el centro, no sólo vital, sino anecdótico en tanto reconstrucción de una memoria histórica colectiva venezolana en cuyo entorno se van a desarrollar todas las acciones. Desde Cumbres se van a marcar los desplazamientos, los viajes, los recuerdos, etc. Y se va a contrastar una mirada político-social hacia el país.

El narrador distingue a «Cumbres» como el espacio principal del relato, y aparece como "distante ciudad de los Andes venezolanos" (1934: 22), a donde va a fijar su residencia el abuelo y donde van a sucederse las generaciones de «Riolides»: "La casa de Cumbres y Cumbres misma, ciudad verde, montañosa y católica, perdida en la hermética serranía, a diez días del mar, les recibió en el momento en que las familias emigradas y los hombres que fueron a la guerra regresaban con retenido deseo de permanencia" (1934: 25).

Y esta especificidad podría rastrearse en muchas obras de la literatura latinoamericana, lo cual convierte a la literatura en un eficaz instrumento de comprensión de las realidades geográficas, pero también en un aspecto axiológico de las regiones. Es decir, como formas específicas de mostrar un espacio, una lengua, una tradición, y una cosmovisión que nos permitiría luego entrar en la discusión en torno al impacto que en el relato tienen otros problemas tan complejos como el mestizaje, la identidad, el imaginario, etc.

Por supuesto que la visión de estas notas, resumidas en unos pocos ejemplos advertidos desde la literatura, no pretende ni por asomo, ser un inventario. Sólo un ejercicio de relaciones textuales para percibir formas de espacialidad, que en diversos relatos sirven para configurar, desde la ficción, algunas aristas de las cartografías culturales, de la noción de región, de la problematización de las ciudades que devienen simulacros de realidad, donde coexisten las diversas formas del deseo y la pasión. Porque, como bien lo afirma Angelina Muñiz-Huberman: "La pasión del hombre es la pasión de la ciudad. Recibe las marcas del amor, pero también las del horror y el crimen. Una ciudad es cualquier deseo y cualquier invento. Enaltece y degrada. Atrae y rechaza" (1997: 119-120).

La manera como los latinoamericanos nos vemos es a veces un reflejo especular de los sueños, de las ciudades y las naciones, una construcción imaginaria que deviene tierra en constante espera, rezago de un sueño postergado donde no hay más posibilidad que la sobrevivencia –lo más lejano a la tierra de promisión, del paraíso terrenal, del continente prodigioso- si esto tiene que ver con las alianzas para combatir la injusticia, la exclusión, la violencia, el atraso, el hambre y la pobreza.

La literatura nos ofrece un espacio privilegiado para leer sobre la vida y obra de los personajes que alimentan, en el imaginario de los pueblos, el signo donde se reverencia o se discute, donde se establecen principios de cercanía o distancia, que en buena medida han ayudado a conformar una imagen novedosa de la historia, no ya de los procesos sino de los hombres y mujeres que hacen realidad la ficción, que determinan los valores de una espacialidad que no tiene verdaderas fronteras o que entiende éstas de la manera más amplia, no sólo como territorialidad, lengua, tradición, arte y cultura sino también espiritualidad, esencia y pertenencia.

Referencias Bibliográficas

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