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Análisis de la novela El Moro (página 2)


Partes: 1, 2

A sus tres años de edad, don Cesáreo contrató los servicios de Geroncio, un reputado amansador, que maltrató brutalmente durante ese proceso al Moro, y de manera violenta e irresponsable cumplió esa cruel faena fuera de Hatonuevo. "Geroncio pasaba, no sólo por amansador, sino también por picador (vulgo, chalán), y don Cesáreo dejó a Geroncio el cuidado de arreglarme. En menguada hora tomó tal determinación, pues a ella se debió la desgracia que más ha acibarado mi existencia y que no permitió que don Cesáreo sacara de ser dueño mío las ventajas que se había prometido. El sistema de Geroncio para acabar de domar un caballo nuevo, para arrendarlo, para arreglarle el paso y para sacarle brío, como él decía, consistía únicamente en el empleo de medios violentos y bárbaros. A mí me hacía trabajar sin medida y sin miramiento; hacía sobre mis lomos jornadas largas; me dejaba sin descanso hasta una semana entera; y, lo que era peor, se desmontaba al anochecer a la puerta de la venta de que era parroquiano, me dejaba atado a una de las columnas de la ramada (cobertizo anexo a la casa), y pasaba tres o cuatro horas bebiendo, jugando, conversando y, no raras veces, riñendo". El desafortunado proceso de amansamiento sirvió para que el Moro adquiriera resabios, por culpa de la estultez y de la brusquedad de Geroncio. El resabio de hacerse "coleador" lo obtuvo de Geroncio.

Después del tosco y malogrado proceso de domesticación, el Moro fue llevado a un potrero de Hatonuevo, donde habían varios bueyes. Allí, como no se podía comunicar con éstos en el lenguaje de los caballos, se entregó a las cavilaciones, luego de haber caído en una negra melancolía. "Di en repasar los sucesos de mi vida, de esta vida tan corta todavía y ya acibarada con tantos padecimientos. Meditaba sobre la crueldad e injusticia del trato que me habían dado los hombres; se me representaban al vivo las escenas en que yo había tenido parte, siempre como víctima, y otras en que había visto maltratar inicuamente a seres de mi especie; ponderaba la insensibilidad de que hizo prueba mi primitivo dueño cuando me entregó a un extraño sin dar muestra alguna de sentimiento, sin hacerme una caricia y sin dirigirme una palabra de cariño; recordaba al odioso Geroncio, que, antes de saber si yo merecería castigo, me aplicaba el más riguroso; me llenaba de indignación contemplando que los buenos hombres que habían sido testigos de mis quebrantos sólo en un caso habían acudido a auxiliarme, y en un caso sólo había habido quien manifestase compasión al verme sufrir. Lejos de mostrarse compadecidos, por lo común habían convertido mis cuitas en materia de chacota y de grosero entretenimiento.

Discurría también que si nuestros tiranos nos procuran el alimento y otras conveniencias, no lo hacen generosamente, por benevolencia ni por afecto, sino porque les interesa conservarnos y mantenernos en un estado en que podamos servirles. Pensaba, finalmente, que las plantas que produce la tierra para sus tentarnos son tan nuestras como el aire y como la luz del sol, y que el hombre, lejos de hacernos favor cuando las destina a nuestro servicio, comete una iniquidad cuando pone límites y cortapisas al uso que de ellas podemos hacer". Entonces tomó la decisión de huir de Hatonuevo y de la crueldad de los humanos; pero un caballo llamado Morgante, que pastaba en ese potrero, lo disuadió de su intención. "Hízome ver en primer lugar que cualquiera que fuese el camino por donde huyera, mi dueño no tardaría en descubrir mi paradero, y en hacerme coger, ya por medio de sus propios agentes, ya por el de las autoridades. Añadió que si, por rara casualidad, lograba burlarme de las pesquisas de don Cesáreo, en ninguna parte había de faltar quien se apoderara de mí como de cosa sin dueño. Me demostró que los caballos no podemos vivir independientes y que el único arbitrio que está en mano de un individuo de nuestra especie, no ya para ser feliz, pues en la tierra (y esto lo dijo suspirando) no se puede encontrar la felicidad, sino para procurarse algún bienestar, es someterse de buena voluntad al dueño o al jinete a quien le toque obedecer, y hacerse digno de su estimación ejercitando en su servicio las habilidades y exhibiendo las dotes que más aprecian y apetecen los hombres en un individuo de nuestra raza. Un caballo manso, exento de resabios, vivo y de suave movimiento, va por lo común, si no esta enfermo y si no es monstruosamente feo, a manos de un amo que, ya que no por cariño, por miedo de perderlo o de perder parte de su valor, tiene cuidado de él y se abstiene de abusar de sus fuerzas. Y no es raro que un hombre se apasione por un caballo que le sirva bien: he visto varias veces al dueño de una bestia de poco valor rehusar una cantidad exorbitante que le ofrecen por ella, únicamente porque le ha cobrado cariño y se lo han cobrado su mujer y sus hijos. He visto también, y tú verás tal vez en las haciendas, caballos viejos e inutilizados a quienes jubilan y mantienen desinteresadamente en atención a sus antiguos servicios. Por último, si se hubiera realizado tu sueño, habrías ido a pasar en algún desierto trabajos más crueles que los que has pasado en manos de Geroncio". Con Morgante pastaba allí otro caballo (El Merengue), quien les narró parte de las aventuras y peripecias de su vida hasta convertirse en un "caballito de un niño" en la hacienda del abogado de don Cesáreo, el doctor Barrantes. Tiempo después, el Moro habría de reconocer la gran amistad que llegó a tener con estos dos caballos. "El vínculo que a mí me ligaba con Morgante y con Merengue no era simplemente la instintiva simpatía que nace de la convivencia; era aquel sentimiento que los hombres llaman amistad, y que, entre ellos, al decir de ellos mismos, es tan raras veces pura y duradera".

Con el ánimo de erradicarle al Moro el resabio del "coleo", don Cesáreo acudió a los servicios de don Antero, picador (domador y adiestrador de caballos), aparentemente un jinete experto. Por ello éste se lo llevó de Hatonuevo durante algunos días. Estuvo en Bogotá, donde le pusieron el nombre de "El Moro". A pesar de las habilidades de don Antero como jinete, el Moro siguió con su resabio de "coleador".

Tiempo después, don Cesáreo en contra de su voluntad, debió vender al Moro a un sujeto de la peor laya conocido como el "Tuerto Garmendia", cuyo nombre era Lucio Garmendia, hijo de un rico y acaudalado comerciante de la región. Como el Tuerto era un reconocido criminal, asesino, truhán, rufián y trasgresor de todo tipo de normas legales, logró convencer a don Cesáreo, y éste por temor a sus bravuconadas y fechorías, resolvió, muy a su pesar, venderle en quinientos pesos al Moro, dinero que el malhechor nunca pagó.

En poder del Tuerto, el Moro sufrió muchas penalidades, hambre, sed y malos tratos. En esas circunstancias, el Moro aprovechó una ocasión para huir de su malvado amo. Luego de vagar sin rumbo fijo, cuando estaba a punto de regresar a Hatonuevo, cayó de nuevo en poder del Tuerto, cuya afición era maltratar a los animales hasta el extremo de prenderles fuego y quemarlos vivos. Así el Moro siguió al servicio del Tuerto, quien se dedicó a la comisión de múltiples tropelías. Tras la confusión suscitada luego de la comisión de un asesinato por parte del Tuerto y sus secuaces, el Moro aprovechó la ocasión y huyó. En su incómoda huida, debido a que estaba enredado con sus riendas, cayó "en un hoyo que habían abierto a fin de sacar barro para un tejar", de donde fue sacado por mujeres campesinas que eran muy "compasivas con los animales". Luego fue a dar a un pueblo, donde el Alcalde lo entregó a un vecino en calidad de depositario, y éste lo colocó en un rastrojo en que no faltaban relieves. Al otro día don Cesáreo fue a la Alcaldía y lo reclamó como suyo. "El Alcalde oyó con benignidad las reclamaciones de don Cesáreo y dispuso que yo le fuese entregado, con lo que el paje me asió del cabestro y tomó conmigo el camino de Hatonuevo… Don Cesáreo llegó poco después que mi conductor; estuvo contemplándome y ponderando los estragos que en mí había causado el haber servido al Tuerto Garmendia, y dispuso lo que había de hacerse para curarme de las dolamas de que debía estar lleno y para hacer desaparecer las infinitas lacras que me afeaban todo el encanijado cuerpo…"

En Hatonuevo el Moro se reencontró con Morgante, el Merengue y otros caballos. Dialogaron sobre su vida caballuna, sus trabajos y su condición equina. Un caballo conocido como Mohíno hizo una extensa descripción de la región (un páramo) en donde queda la hacienda en que nació, de los rodeos o faenas para contar, marcar, señalar y vacunar el ganado y "apartar también los toretes y las vacas viejas que habían de quedarse en los potreros bajos para ser vendidos", y de las otras funciones que había realizado. Morgante le advirtió al Moro que podría ser declarado elemento de guerra, como estaban expuestos a serlo todos los caballos paisanos suyos, hasta los que pertenecen a ministros y diplomáticos; advertencia que lo llenó de temor. "Desde aquel día me dominó un horror por la milicia y por la guerra, comparable únicamente con el que me infundía la idea de volver a caer en las garras del Tuerto Garmendia, horror que, dicho sea de paso, nunca dejaba de asaltarme y constituía para mí una verdadera obsesión".

Como secuela de haber perdido un pleito legal, don Cesáreo se vio expuesto a una precaria situación económica que motivó la venta de el Moro al señor Ávila, quien se lo llevó a una pesebrera en Bogotá. "Me halagaba verme en situación tan nueva para mí, situación que me parecía más elevada y honrosa que la de un caballo de hacienda. Yo era aún joven, y en la juventud siempre seduce la novedad. Me venía además una idea vaga de que, en la ciudad y bajo el dominio de un sujeto acaudalado y respetable, estaba yo más asegurado contra cualquier tentativa del Tuerto Garmendia.

Pero, por otra parte, al verme encerrado entre paredes y pisando empedrados, yo que estaba habituado a enseñorearme con la vista de todo el horizonte; a reputar mío un espacio amplio y abierto alrededor del sitio que ocupara; a respirar el aire libre, puro y embalsamado de las praderas; y a recrearme en compañía de amigos o de semejantes míos, suspiraba por la vida que, tal vez para siempre, había dejado.

No podía perdonarle a don Cesáreo el que, dando muestras de insensibilidad, me hubiera, por decirlo así, echado de su casa, por conseguir en cambio unas monedas. Entonces, más que nunca, me sentí maravillado de que los hombres estimen tanto el dinero, cuya utilidad no podemos comprender los animales; y entonces, más que nunca, ponderé la ventaja que les llevamos a los hombres no viéndonos agitados, atormentados y divididos por el anhelo de las riquezas.

Sin embargo de esto, yo gemía en mi interior acordándome de mi antiguo amo, y mucho más de la señora doña Macana, que había llorado a lágrima viva al verme salir de Hatonuevo. A Emidio y a otras personas de la hacienda, así como a varios de mis compañeros, les consagré también muchos suspiros".

En Bogotá, el Moro empezó a prestar servicios al señor Ávila, quien debía dar paseos a caballo según prescripción médica. En sus múltiples excursiones, el Moro fue con su amo hasta el Salto del Tequendama y a otros lugares de la Sabana de Bogotá.

Estando todavía al servicio del señor Ávila, el Moro se encontró nuevamente con Morgante, quien le contó que su amo lo había vendido y estaba al servicio de un obispo, e igual suerte había corrido Merengue que había pasado a manos de otro amo. Morgante le relató cómo es la vida en los llanos de Casanare ("el infierno de los caballos"): faenas de ganadería, trabajo duro para los caballos, maltrato y esforzada exigencia a las bestias para galopar por tan inhóspitos y agrestes paisajes, y la molesta picazón de zancudos que no dejan tranquilos a los caballos.

Como el señor Ávila ya no necesitaba de el Moro, y debido a que los gastos de manutención de éste eran cuantiosos, resolvió venderlo. Fue así como un tal Pachito lo "probó", llevándoselo para una excursión a tierra caliente, en alguna región aledaña al río Magdalena. En ese periplo, además del susto que vivió una noche, tras haber escuchado la voz del Tuerto Garmendia que pasó por ese sitio huyendo de la justicia, se bañó en las cálidas aguas del Magdalena y se enteró cómo era la vida de los caballos en tierra caliente. "En aquella excursión iba yo haciendo estudios sobre la condición y la suerte de los caballos en la tierra caliente. Cuando hube visto muchos de los nacidos o aclimatados en ella formé el concepto de que esos climas no son propios para que los individuos de nuestra especie se desarrollen y prosperen, ni menos para que una buena raza se perfeccione o siquiera se conserve sin degenerar. La piel del caballo calentano da muestras de lo que acabo de afirmar. En la región inferior de la cabeza, y a veces en toda ella, igual que en otras partes del cuerpo, el pelo es ralo y demasiado corto, de manera que deja a descubierto la epidermis. Así, la piel del caballo vivo se asemeja mucho a la de la bestia o el toro difuntos, piel que, convertida en zurrón o en forro de una vasija, y maltratada por el uso y el frote, se ve como curtida y marchita… Y cualquiera que sea el trabajo del caballo en tierra caliente, es más duro y pesado que en la Sabana, pues allá hay que batallar con la flaqueza, la lasitud y la flojedad que hacen experimentar el clima y la falta de jugosidad de los pastos. ¡Dichosos los caballos y dichosos todos los vivientes a quienes ha tocado habitar en la Sabana de Bogotá!"

Cuando el Moro regresó a Bogotá, el señor Ávila lo entregó a un vecino para que lo vendiera, ya que Pachito no lo compró. Como había "estallado" la guerra, su amo decidió enviar al Moro, junto con otro caballo (Gulliver) que había servido a un médico, a una finca en un Páramo, donde había poco alimento, con el ánimo de evitar que se los llevaran para la guerra. Allí en una carbonera murió Gulliver luego de haber comido plantas que contenían tembladores (insectos venenosos). Ante el estupor de tan funesto evento reflexionó sobre la muerte. "¡Misterio impenetrable! Envidio a los hombres, que, según creo, comprenden el misterio de la muerte. Los animales no comprendemos la muerte; pero los caballos manifestamos el horror que nos inspira, retirándonos sobrecogidos de los cadáveres y de las osamentas de nuestros congéneres".

Unos días después, tras la captura del dueño de esa finca, un enemigo suyo denunció que allí habían caballos, y fueron los militares y se lo llevaron para la guerra. "Todo estaba perdido. Hice mis primeras armas bajo la silla del oficial que me había aprehendidoLa continua desazón, la pena y el miedo que me torturaban llegaron a su colmo cuando me vi destinado a servir en un escuadrón que salía formalmente en busca del enemigo". Se llenó de pánico cuando escuchó nombrar a un comandante Garmendia. "En uno de los campamentos que ocupamos en esos días, me sentí de golpe todo espeluznado y tembloroso: había oído que se mandaba comunicar una orden al Comandante Garmendia. ¡Al Comandante Garmedia! ¿Pero no podrá ser otro individuo a quien haya tocado llevar ese apellido siniestro? No. En todo aquel día se le sigue mentando mucho, y pocas veces se profiere el fatídico nombre sin acompañarlo con epítetos que no dejan lugar a duda. ¡Conque yo estaba en inminente riesgo de ser descubierto por el infame, y esto en circunstancias en que le sobraban medios y autoridad para apoderarse de mí! Como los gallinazos huyen cuando el águila cae sobre el cadáver que están devorando, huyeron los temores y las zozobras que me conturbaban cuando no me representaba delante otro enemigo que el que podía de un golpe quitarme la vida. ¡Conque Garmendia impune, conque Garmendia empingorotado y con un grado militar, conque Garmendia en todas partes!

Al término de muchas batallas y de haber derrotado al enemigo, se resintió una pata. Luego de su recuperación fue puesto al servicio de Camilo, el hijo de un general. "El General conocía mis buenas partes y yo fui es cogido para el servicio de Camilo". Tras la gloria de Camilo, quien fue reconocido con honores y ascensos militares, tuvo que cambiar de amo. "Las vicisitudes de la guerra me separaron de mi incomparable alférez, de quien no volví a tener noticia, y me llevaron a un cuerpo de caballo diferente de aquel a que primero había pertenecido". Luego de un fallido combate, los caballos huyeron, y con ellos el Moro. "Los caballos huimos a la desbandada y yo vine a hallarme solo en una vereda, en cuyas orillas trataba de pacer, no obstante el estorbo del freno. Si nosotros éramos vencedores o vencidos, no lo sabía, ni lo supe nunca, ni me importaba saberlo". En su rauda huida fue tomado como suyo por un señor de nombre Bernabé, quien lo llevó a su hacienda. Allí no fue bien recibido por su esposa. "La señá Pioquinta no miró con buenos ojos mi instalación en su casa. Echó de ver que sus marranos habían de tener que compartir conmigo las lavazas, los hollejos y otras vituallas de que solían gozar con pleno derecho. Sus marranos eran objeto de su predilección y su solicitud, pues ellos constituían todas las granjerías que la habilitaban para vestirse y para vestir a la familia. Empero, aquella inquina le duró poco y, días andando, ella y yo vinimos a ser los mejores amigos".

Cuando más feliz se encontraba en poder de don Bernardo, el Moro fue robado por dos cuatreros que se lo llevaron para el oriente de Cundinamarca, llegando hasta el Llano. Los ladrones cayeron en poder de la autoridad, y el Moro quedó a disposición del Alcalde de un pueblo, y fue entregado a un depositario, quien abusó de éste haciéndolo trabajar en lamentables condiciones. De allí huyó, tras un accidente de su depositario, y fue a dar a una labranza donde causó graves daños, por lo cual fue llevado al coso del pueblo. "El coso es un establecimiento público en que los animales vulgares purgan el delito de haber metido el diente en mies ajena". Del coso fue rescatado y llevado otra vez a la finca de don Bernabé. Éste a cambio de unos pesos lo alquiló para unas fiestas a un joven de nombre Pepe. "Resultó ser de aquellos jinetes presumidos, miedosos, pero amigos de bizarrear y lustrearse, que se regodean montando un caballo al que, con cierto modo de manejar la rienda y con algunos talonazos disimulados, se le pueda hacer tomar la apariencia de potro díscolo y zahareño; pero que puede calmarse y convertirse en la caballería más reposada y segura, con sólo que el jinete lo apetezca. Pronto descubrió el mío que yo era de esos caballos, y durante todo el día se aprovechó a satisfacción de su descubrimiento". Durante las fiestas, Pepe lo descuidó, trató mal y se emborachó, causándole algunos contratiempos al Moro, circunstancia por la cual don Bernabé fue por él y lo llevó para su finca, luego de haber reconvenido enérgicamente a Pepe. "Al fin, la inercia y el entontecimiento del borracho pudieron más que los coléricos ímpetus de mi amo y partimos para nuestra casa. Yo había estado matado; pero lo había estado en la campaña, y mis mataduras podían sobrellevarse, porque ¿qué eran sino gloriosas heridas recibidas por la patria o por no sé qué cosa muy decantada y estupenda? Pero estar matado por haberle servido a un botarate, fue cosa con que, en mucho tiempo, no pude conformarme".

Continuando al servicio de don Bernabé, el Moro fue de excursión a Chiquinquirá, en peregrinación religiosa. En su recorrido se encontró con su hermano, el mulo, pero su indiferencia con éste no cambió al igual que su antipatía por el "bastardo orejudo". Sus temores por el fantasma del Tuerto Garmendia también lo acompañaron durante el viaje, pues la paranoia de considerarse perseguido por éste lo atormentaban profundamente. "En tal momento sentí lo que debe sentir el que ve asegurada la felicidad de toda su vida; pero al mismo tiempo renegué, impaciente, de la vergonzosa debilidad que me hacía vivir atormentado por el temor de un peligro tal vez imaginario. En lo sucesivo debía yo experimentar si mis recelos carecían o no de fundamento".

Tiempo después, don Bernabé vendió al Moro a don Borja para arrastrar carruajes de corte por las calles de la ciudad. Así dejó de ser caballo de silla para convertirse en caballo de tiro. En su nueva vida y trabajo sufrió amargas penalidades, chambonadas y malos tratos de los zopencos cocheros. "Cómo se enlazan a veces los sucesos, viniendo unos a ser causa de otros con que no parecen tener ni la más remota conexión! La chambonada de la señora aquella que se montó en el coche sin cochero fue causa de que a mí me hicieran correr desaforadamente; las desaforadas carreras lo fueron de que yo enfermara; mi enfermedad me puso enteco; y mi extenuación fue motivo de que don Borja me vendiera y de que me vendiera por un precio de los que le acomodaban al señor Maravillas".

Don Borja lo vendió a don Alipio, apodado don Maravillas o el señor Maravillas, quien con "alas de cucaracha" había establecido su agencia de carruajes con desvencijados y destartalados coches "cuyas piezas, lo mismo que los arneses correspondientes, se veían siempre remendadas o aseguradas provisionalmente con pedazos de rejo y con cordezuelasHéteme, pues, en poder de este empresario, y revuelto, como lo había estado allá en la flor de mis años, en el hospital que sostenía don Cesáreo, con una manada de bestias inválidas o caducas. Todas ellas estaban desmedradas y macilentas y todas matadas en el pecho por obra de los collares demasiado grandes que se les hacía llevar, gracias a la impericia de don Alipio y de los mozos a quienes habilitaba de cocheros".

Un día, cuando cumplía sus cotidianas actividades al servicio de don Alipio, divisó a Merengue cargando agua y a cuestas sus últimos años de enferma y lamentable vida. "El Merengue, aquel Merengue al que vi pasar largo días de holganza, mimado por sus amos, exento de inquietudes y gordo como un cebón, pasaba por dicha plaza cargado con dos barriles de agua. Como yo nunca lo había visto amarrido y demacrado, me habría sido imposible conocerlo si las manchitas blancas que le agraciaban la cara no lo distinguieran tan notablemente. A él lo iban arriando con un zurriago, y yo no podía detenerme; lo saludé con un relincho, él me correspondió, pero creo que no pudo conocerme. ¡Qué no habría yo dado por conversar con él! ¡Qué gratas ausencias no habríamos hecho de aquel amigo que temo no volver a ver!".

Debido al excesivo y duro trabajo, al maltrato recibido por parte de los cocheros y a la haraganería de sus compañeros de desdicha tirando los carruajes, al Moro empezó a deteriorársele su salud, y como secuela de un fuetazo de su malvado cochero, irónicamente perdió un ojo, quedando tuerto.

La empresa de don Alipio empezó a decaer: decayeron los vetustos coches "que no les cabía remiendo ni composición", los caballos "que amén de estar decrépitos y quebrantados, comíamos demasiado poco", y el mismo don Alipio, "que ya no lograba que el público acudiera a su agencia sino en casos de extrema necesidad". Fue así como fundó "El Progreso, Empresa Colombiana de Transportes para dentro de la ciudad".

Don Alipio, con los despojos de aquellos que antaño fueron ómnibus y coches hizo construir carros, y destinó los caballos a acarrear por las calles, en esos vehículos, tejas, ladrillos, madera, fardos, muebles y todo lo acarreable. "De cada carro de los de El Progreso tira una sola bestia. Como todas las de don Alipio, somos ya reputadas por de desecho; como ninguna tiene qué perder, como los conductores son zafios gañanes admitidos al servicio de Maravillas sin más condición ni requisito que no ganar salario crecido; como el trabajo en que se nos ocupa excede a nuestro aliento; y como, para masticar con las ya deterioradas dentaduras los secos, malos y escasos alimentos de que se nos provee, no podemos disponer de otras horas que de las de la noche, siento que todo esto va a acabar pronto, y será lo mejor". El Moro, en tan deprimente estilo de vida, arrastraba maderos con su cabeza abajo y con sus caderas magulladas. "La fatiga y la flaqueza, así como las escabrosidades de las calles, me han hecho ese trabajo excesivamente penoso." El duro trabajo, los denuestos, las blasfemas, los azotes, las palizas y otros vejámenes de su conductor ocasionaron que en repetidas ocasiones sintiera "las agonías de la muerte…".

Personajes

El personaje principal es El Moro. Su "propia pintura" la encontramos en su autodescripción física y psicológica que realiza en el capítulo VII. Se trata de un caballo noble, trabajador, leal y valiente. Su azarosa y aciaga existencia estuvo saturada de malos tratos y duro trabajo, además de haber estado agobiado por el trauma de haberse hecho "coleador" y de la obsesión por la presunta persecución del Tuerto Garmendia.

Como personajes secundarios se destacan Morgante y Merengue, en su noble condición de caballos, y don Cesáreo, Geroncio, el Tuerto Garmendia, el señor Ávila, don Bernabé, Pepe y don Alipio, en su ruin dimensión humana. Éstos representan diferentes símbolos: Morgante y Merengue: la mansedumbre; don Cesáreo: la estafa; Geroncio: la bellaquería; el Tuerto Garmendia: el crimen; el señor Ávila: la ingratitud; el mancebo Pepe: la estultez; don Borja: la indolencia, y don Alipio: la decadencia.

Autoperfil físico y psicológico de "El Moro".

"Procedo de estirpe generosa: mi padre descendía del Guainás, orgullo de las márgenes del Cauca; y mi madre, del Tundama, gloria del valle que riega el Sogamoso.

Ya he dicho que nací moro, por lo cual en mi infancia parecía negro: raros eran los pelos blancos que anunciaban que a mí me había de suceder lo que a los individuos de la especie humana, esto es, que con los años, el pelo que me cubría había de irse emblanqueciendo. Mi alzada es la de aquellos caballos que, siendo grandes, no vienen a ser incómodos para el jinete por una excesiva altura; y lo largo de mi cuerpo guarda perfecta proporción con la altura. Soy cenceño y todas mis formas son ligeras. La cruz muy hacia atrás, la cabeza descarnada y pequeña, llenas las cuencas, los ojos vivos, las orejas pequeñas, empinadas e inquietas, la crin escasa y sedosa, el casco acopado. Dos son los defectos de mi configuración: soy un poco anquiderribado (vulgo, caído de ancas), y otro poco propenso a llevar la cabeza levantada, sin enarcar bastante el cuello. Mis brazos estriban en el suelo con firmeza, camino garbosamente, quieta la cabeza, sin levantar las manos con afectación y moviendo las piernas con soltura. Andando en manada con otras bestias, voy casi siempre delante de todas.

Nunca he sabido lo que es echar paso de dos y dos. Mi paso más natural es el gateado, en el cual parece que, de una vez, no se mueve sino una de las cuatro patas; para descansar o para hacer descansar al jinete, cuando éste merece atenciones, suelo tomar el trochado, paso en que se mueven simultáneamente el brazo y la pata opuestos, pero sin librar bruscamente el peso del cuerpo sobre los pies, como se hace cuando se trota, sino sosteniendo ligeramente el cuerpo sobre un brazo y una pata, mientras se pisa con los otros.

A veces tomo otro paso, que es el que debe tomar un caballo bien criado cuando lleva a una señora, y que aparentemente se asemeja al de dos y dos, pero en el cual no asentamos pesadamente y produciendo sacudimiento la mano y la pata de un mismo lado. Sé galopar corto, asentado y parejo, pero los jinetes entendidos cuidan de que no ejercite esta habilidad, por que el hábito de galopar es incompatible con la conservación del buen paso. Mi carrera es tan veloz como puede serlo en un caballo no adiestrado en un circo, y sé saltar con agilidad y suavemente.

De mi brío no hablaré sin exponer primero lo que es el brío, tal como yo lo comprendo y lo siento. El brío no es, como acaso lo imagina el vulgo de los hombres, ni un temor constante del castigo ni una muestra de impaciencia o de enojo contra el jinete.

El hombre y aquellos brutos que nacen para llevar vida activa, sienten en los primeros años de su edad un irresistible impulso interior e instintivo que los incita al movimiento y al ejercicio de las facultades que les son peculiares. De ahí vienen la inquietud y la travesura de los niños y muchas de las locuras de los jóvenes; de ahí vienen los retozos y los correteos sin objeto de los becerros, de los potros, de los cachorros, de otros muchos animales y hasta de los pollinos.

Como creo que ninguno de mis lectores habrá dejado de sentir ese impulso natural, creo también que ni uno solo dejará de entenderme si le digo que el brío no es otra cosa que ese mismo impulso, impulso que no deja de animar a un caballo de calidad en todo el tiempo de su vida.

Nada tiene de singular el que en la constitución del caballo entre la necesidad del movimiento: esta necesidad le es común con otros brutos, pues bien sabemos que el león enjaulado gira incesantemente en el reducido espacio de que puede disponer, y que lo mismo se observa en otros muchos animales montaraces.

En cuanto a dejarme dominar más o menos por ese impulso, o lo que es lo mismo, en cuanto a sacar a lucir mi brío o moderarlo, yo procedo según el juicio que formo del jinete. Con un buen jinete, ágil y gallardo, me complazco en mostrarme fogoso y en hacer alarde de todas mis buenas cualidades. La pasión que siente el hombre por el caballo y el placer con que lo monta, no proceden únicamente del odio a la distancia y de la necesidad de la expansión, ni de la fascinación que ejerce el movimiento rápido: el caballo, considerado sólo como vehículo, no tendría más atractivo que un coche o que otro inanimado aparato de los que facilitan la locomoción. El principal hechizo que tiene el caballo para el hombre, consiste en que éste, cuando va montado, se ufana y se envanece, sintiéndose a la par más vigoroso y más gallardo, y se figura su persona embellecida con lo que embellece a su cabalgadura; goza tanto ostentando los atractivos de que cree adornada su propia persona como ostentando los ajenos que temporalmente hace suyos. Y es de notarse que el caballo que antes de ser montado le parecía a su jinete desprovisto de perfecciones, suele parecerle más o menos elegante cuando va sobre él.

El caballo, a su vez, siente la propia elación que posee a su jinete; y puede decirse que, en ciertos momentos, el espíritu que anima al jinete y el que anima al caballo no son sino un solo y mismo espíritu. El jinete y el caballo se compenetran.

Cuando conozco que mi jinete es torpe y desgarbado; cuando echo de ver que se trata de jornada larga y laboriosa, me contengo dentro de ciertos límites, si bien me suelo complacer en asustar al jinete a quien cobro señalada antipatía; cuando me monta una mujer procuro convertirme en una máquina, pero en máquina inteligente y obsequiosa que sabe servir al pensamiento.

Cuando considero cuál es el ascendiente que ejerce la mujer sobre el caballo; cuando recuerdo que he visto caminar con sosiego y con aire pacífico, con tal que lleven a una mujer sobre sus lomos, a varios caballos que sólo los jinetes consumados podían montar sin peligro, me convenzo de que no hay exageración en nada de lo que dicen los hombres, cuando encarecen el poder y el prestigio que, en cada uno de ellos y en su sociedad, ejerce lo que ellos llaman la hermosa mitad del linaje humano.

Fuera del brío genuino, hay otro, falso y artificial, que es el de los caballos inertes y apáticos por naturaleza, a los cuales han enseñado los picadores a temer la espuela, el azote y los ruidos y movimientos súbitos capaces de asustarlos. Las bestias que tienen ese brío se animan cuando se las aguija, dan un repelón y en seguida van acortando gradualmente el paso y entregándose a su flojedad nativa, hasta que, estimuladas de nuevo, se agitan aturdidamente con desordenados movimientos, para volver poco después a reclamar el castigo. Tales bestias afectan creer que su jinete tiene asuntos que tratar con cuantas personas encuentra, pues siempre que ven venir alguna, aflojan el paso, y al fin se paran si no han sentido los efectos del enojo que su torpeza excita siempre en el jinete.

Graciosos lances ocurren cuando en un camino se encuentran dos individuos que cabalguen en bestias de las que creen que en todo encuentro es de rigor pararse y dar lugar a un coloquio. Cada uno piensa que el otro tiene algo que decirle; se saludan con tibieza; se preguntan mutuamente con los ojos qué se ofrece; entre atufados y corridos no hallan qué decirse, y al cabo siguen de mal talante su camino, sospechando cada cual que el otro ha querido bromear con él.

Protesto que no ha sido la vanidad quien me ha dictado este mi autobosquejo. Para formarlo no he tenido que hacer otra casa que repetir lo que acerca de mis cualidades he oído infinitas veces a los conocedores que han tenido ocasión de considerarlas. Veo que al alabar algunas me he quedado corto si comparto lo que he dicho con lo que las han decantado mis dueños cuando han tratado de venderme.

Sé que no estoy, como los hombres, moralmente obligado a guardar modestia; pero sé también que el mundo, gran patrono de vicios y de desórdenes morales, confundiendo por única vez sus máximas con las que emanan de los principios más elevados, condena a los vanidosos y los castiga con el azote más duro que tienen en sus manos, que es la burla. Contemplando estas cosas, yo no me habría atrevido a dejar de ser modesto".

Análisis y comentario

La novela consta de 25 capítulos, cada uno con su respectivo título y sumario o resumen de los principales acontecimientos de la trama al estilo de la novela del Siglo de Oro. Los aconteceres relatados por "El Moro" suceden en la Sabana de Bogotá, en Bogotá, en la región del Salto del Tequendama, en la vía a "tierra caliente" y en la romería a Chiquinquirá, entre otros lugares. "El Moro forma parte de los cuadros de costumbres de la sabana bogotana con su singular paisaje".1 Aunque en la obra no hay alusión al tiempo, se infiere que se trata de una época a finales del siglo XIX. La obra está narrada en primera persona, el personaje principal (El Moro) es el encargado de efectuar la narración, permitiendo sólo en pocas ocasiones que otros caballos narren brevemente episodios y experiencias cotidianas, y que algunos humanos efectúen cortos diálogos. Desde el punto de vista del narrador se va descubriendo el universo de las haciendas donde él vivió y trabajó, "sus personajes y clases sociales, la madeja de las relaciones y conflictos de los seres humanos visto con los ojos de la sorpresa".2

El diáfano lenguaje en que está escrita la novela es correcto y expresivo, como atañe al lenguaje del Costumbrismo, lo cual "favorece el registro del habla que corresponde al uso coloquial, los modismos, regionalismos e idiotismos, y la reproducción fiel de formas fonéticas deformadas del habla popular".3 En su original estilo, el autor nos presenta una obra con una "textura sencilla, antirretórica, precisada sobre una personalidad social y caballar".4

De la relativa paz y tranquilidad de que disfrutaba el caballo en los primeros capítulos, su existencia se va colmando de dificultades y complicaciones a medida que transcurre el relato, para terminar en amargos y melancólicos estados. "El caballo, envejecido, se ve sometido a trabajos infamantes y a cargas pesadas que difícilmente puede soportar… Hermoso y amargo final de una novela que recrea el ciclo de vida desde el nacimiento a la muerte, y desde los colores vivos y las pinturas amables, a los tonos sombríos y los trazos duros que culminan con ese triste doblar de rodillas, preludio del desenlace final que el personaje comienza a sentir y el autor no detalla…".5

La narración que nos hace el Moro, de tipo autobiográfico, comienza desde sus primeras alegres horas de nacimiento hasta los albores tristes de su muerte, luego de haber viajado por una sociedad de clases. "Esta comunidad ve vivir al caballo y le otorga su despotismo, su injusticia, su inhumanidad y su miseria moral… Ante el Moro, esta sociedad se hace bestia y el caballo animal humanizado. El autor consigue instalarse en su perspectiva y se hace un moro que piensa, que realiza su dramática y su épica, sin traicionar el típico comportamiento del caballo".6 El Moro es la historia de un caballo en los que se involucran elementos socio-moralistas.

El Moro explora el universo social y psíquico de los caballos y de los humanos. Entre éstos y aquéllos ha existido la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. El caballo necesita del hombre y el hombre del caballo. Mientras el caballo le presta un servicio al hombre, éste le brinda alimento y medicina veterinaria y, sobre todo, lo domestica. "El caballo ha sido hecho para vivir con el hombre y para servirle; así lo prueban la facilidad con que se doma y el hecho de que mientras los individuos de las castas o familias caballares que caen bajo la mano del hombre van adquiriendo perfecciones y desarrollo que jamás alcanzarían permaneciendo en su prístina salvajez, las razas que no salen de ésta van en decadencia progresiva. El natural crecimiento de los cascos y de las crines balda y degrada en pocos años al caballo que vive independiente del hombre".7 Pero en esa mutua sociedad caballo-hombre y hombre-caballo, el caballo está en inferiores condiciones, en evidente e irrefutable inequidad: mientras el caballo sirve fiel y lealmente, el hombre lo maltrata, abusa de su trabajo, lo ignora, no le brinda cariño, lo alimenta de manera inadecuada y lo somete a toda suerte de vejámenes. "Lo que me confundía era ver hombres montados en seres de mi especie; pues no entendía cómo, siendo aquéllos enemigos de los caballos, podían unirse con estos de una manera tan íntima; ni cómo los caballos consentían en dejarse montar".8 El caballo, lo mismo que el hombre, es un ser sociable, y los dos se necesitan. "Los hombres ignoran acaso, pero deberían haber observado, que el caballo necesita la sociedad, lo mismo que ellos".9 La noble condición equina y la ruin condición humana "marchan al unísono, aunque a veces se golpean la una con la otra y se observan, sobre todo desde el ángulo de la mirada de asombro de los caballos a los hombres, en forma de crítica social y de repudio a la crueldad, a la maldad y a la injusticia".10 El autor explora la soledad humana, viajando por sus contradicciones y su autodesprecio, para ascender hasta el hombre desde un tierno caballo. "En realidad, caballo-hombre desposeído forman la fábula. Los de abajo y los de arriba están viciados por la misma deformación de las relaciones sociales. Sin embargo, los de abajo son criaturas fraternales, que nacen entre la soledad y la pobreza".11

El destino de el Moro, fue un destino amargo y aciago. Desde el mismo instante de su nacimiento ya se encontró con grandes dificultades. La dicha de tener un hermano se le transformó en una desdicha: quería un caballo y no un mulo. Deambuló de amo en amo, y ninguno de éstos, al igual que sus ocasionales jinetes, recompensaron con buen trato y cariño su esforzado trabajo, excepto Emidio, Camilo, Néstor y la señá Pioquinta, quienes al menos le brindaron un poco de cariño; éstos fueron "de los poquísimos que, al desenjaquimarme, han procedido como debe un inteligente mozo de caballos".12 Sus ocasionales amos y usuarios cosificaron su vida. "Yo, en mi calidad de cosa, había pasado ya por casi todas las situaciones. Había sido adquirido por accesión, comprado, robado, recobrado, dado a prueba, prestado, expropiado, ocupado como botín de guerra, hurtado y depositado…".13

Además de los vejámenes de que fue objeto durante su azarosa vida, que afectaron profundamente su integridad física y moral, su obsesión por el fantasma de la supuesta persecución del Tuerto Garmendia lo atormentaron profundamente hasta el punto de convertirlo en un caballo paranoico. Irónicamente, terminó tuerto, como su hipotético persecutor. "Habría preferido (los lectores saben muy bien por qué) quedarme ciego, sordo, desorejado, cojo, manco, muerto. ¡Sí! ¡Hasta muerto y devorado por los gallinazos y los perros!".14

El vicio de "coleador" le generó otro de sus incómodos traumas, pues poseer este resabio implicaba incapacitarse para lucir las prendas más recomendables, no poder ser usado ni comprado por algún hombre rico y aficionado inteligente que supiera cuidar y manejar los caballos, y verse condenado por toda la vida a ser objeto de zumbas y dicharachos. Éstos y otros avatares le hicieron comprender que los caballos (tal como nos sucede a los hombres) no encuentran la felicidad en esta tierra.

El autor, no sé por qué motivo, no exploró la dimensión afectiva, sentimental y emocional del Moro. Éste no estableció vínculos sentimentales con potrancas o yeguas. Su afecto familiar se limitó al poco que compartió con su madre; por su "bastardo" hermano no sintió más que desprecio y antipatía. No obstante, en él se destacó el valor de la amistad. Con quienes estableció este vínculo lo conservó sin ruptura. Sus mejores amigos fueron Morgante y Merengue. Mantuvo diálogos armónicos con sus amigos y demás caballos, en los cuales escuchó, valoró, aceptó y respetó la palabra de sus ocasionales interlocutores.

Atribuyó sus resabios, inadecuada productividad y deterioro de su salud a sus ocasionales jinetes, quienes, por carecer de talento, amabilidad, pericia e idoneidad, propiciaron una actitud distinta a la de su auténtica naturaleza caballuna. Por ello el Moro tenía su concepción del buen jinete, al que consideraba como "aquel que, mientras va cabalgando, no se olvida de que tiene que gobernar a un animal en cuyas acciones no puede dejar de tomar parte…Un hábito que fácilmente adquiere un hombre bien dispuesto, hace que éste, cuando va a caballo, tenga la mente fija en la rienda y en los movimientos de la cabalgadura, sin dejar por eso de pensar y de hablar libremente todo lo que pensaría y hablaría si estuviera arrellanado en una poltrona de su cuarto…Estoy muy lejos de querer decir que el jinete deba no dar paz a la espuela y a la rienda: puede acaecer que en toda una larga jornada no sea necesario mover la una ni la otra; pero el jinete diestro con no hacer nada suele hacer mucho. El que no lo es y se precia de picador, hostiga inútilmente al caballo y muy a menudo lo despoja de alguna de sus buenas cualidades o le hace adquirir resabios".15 Según él, la embriaguez era otro de los factores que contribuían a la inadecuada educación de los caballos, reconociendo que "de todos los percances que pueden sobrevenirle a una bestia, ninguno puede compararse con el de tener que cargar con un borracho. A un ebrio le queda de hombre todo lo que de ridículo, tozudo y aborrecible puede caber en la criatura humana. En la embriaguez se pone en juego todo lo avieso, ruin y miserable que puede afrentar y envilecer. El jinete más diestro, si está bebido, se pone inútil y torpe para manejar su cabalgadura, y la maltrata ociosamente"16

El autor reflexiona sobe la analogía entre las bestias de carga y el proletariado: mientras el caballo de carga no apetece el trabajo, el proletario necesita de éste para subsistir.

El Moro no entendía ni le preocupaban aspectos que sí inquietan al hombre: la muerte, la gloria, el dinero y las victorias militares. La muerte era un misterio impenetrable que le hacía envidar "que, según creo, comprenden el misterio de la muerte. Los animales no comprendemos la muerte; pero los caballos manifestamos el horror que nos inspira, retirándonos sobrecogidos de los cadáveres y de las osamentas de nuestros congéneres".17 Con respecto a la gloria se preguntaba dónde estaba. "En alguna parte debe estar; pero de seguro no está en donde intervengan las pasiones de los hombres".18 A pesar de sentirse maravillado de que los hombres estimaran tanto el dinero, no comprendía su utilidad, circunstancia que le hizo ponderar "la ventaja que les llevamos a los hombres no viéndonos agitados, atormentados y divididos por el anhelo de las riquezas".19 Vencer o perder en la guerra le era indiferente. "Si nosotros éramos vencedores o vencidos, no lo sabía, ni lo supe nunca, ni me importaba saberlo".20

El ser humano, respecto a la relación hombre-caballo, no sale bien librado de la pluma del escritor. Nos lo muestra como un ser aquejado de múltiples vicios y ruindades: indolente, mezquino, ambicioso, bellaco, bestial, brutal, materialista, utilitario, insensible, violento, aprovechado, facineroso, asesino, tramposo, avasallador, dominante, inescrupuloso, borracho, oportunista, inhumano e inauténtico. En Próspero Quiñones, don Cesáreo, Geroncio, don Antero, Lucio Garmendia, el señor Ávila, Pepe, don Pachito, don Bernabé, el señor Borja y don Alipio encontramos (en cada uno a su manera) algunas de estas bellaquerías y tropelías humanas.

Esta historia equina es una historia muy "humana", en la que encontramos contrastes y paradojas: "el mundo sensiblemente humano de las bestias y la sociedad bestial de los hombres".21 A través de la obra asistimos al escenario donde aparecen representados personajes tan "humanos" como los caballos y tan salvajes como los hombres: el manso caballo, el bellaco, el tunante, el estafador, el criminal, el verdugo… Los diversos episodios y acontecimientos de que somos testigos, como lectores atentos, nos "dejan entrever la historia humana que se va trenzando en segundo plano, con elementos picarescos y costumbristas".22

Es evidente que el autor conocía en detalle la naturaleza y el quehacer equino. El haber crecido o vivido temporalmente en haciendas donde habían caballos y se utilizaban para diversas actividades, facilitaron la redacción de su novela, la cual es todo un "tratado" de etología del caballo y de terminología o jerga relacionada con el quehacer de los caballos y del uso que el hombre da éstos; además de explorar profundamente la psicología humana y reflexionar hondamente sobre el ser y el hacer del binomio caballo-amo.

El Moro, que es una estupenda alegoría de exaltación al invaluable servicio y a la irrefutable lealtad de los caballos, a pesar de ser una obra costumbrista, y por tanto, regional, se inserta dentro de un ámbito universal. "La odisea de este caballito moro por las ocupaciones, los sentimientos humanos, las experiencias vitales, los espacios urbano-rurales, trasciende por momentos el regionalismo y alcanza universalidad".23 Si bien es cierto que su contexto se inscribe en una época en que el caballo le era más útil al hombre y éste dependía considerablemente de sus servicios, debido a que no existían en Colombia carros ni aviones, "El Moro" es una novela atemporal que trata de una problemática universal: las relaciones de sometimiento hombre-caballo. El ser humano, además de utilizar y maltratar al caballo, lo somete al imperio de su dominio, ya sea de carga, de tiro o de silla; no importa, para éste el caballo no es más que un animal, una cosa, que presta un servicio temporal y circunstancial. La vida del caballo sólo le interesa en cuanto le es útil; después de viejo y enfermo poco importa a sus pragmáticos intereses. Por eso lo abandona o se deshace de él. "El Moro es la parábola de un caballo consentido que va desde el esplendor de su vida hasta su miseria… El Moro, como semblanza del animal que ha viajado por la historia del hombre, por sus humillaciones, por sus maltratos y por sus palos implacables… Detrás de la parábola de El Moro descubrimos que los animales también son inefables, sueñan, se ríen de sí mismos, son portadores del progreso, son amigos en la soledad y en el amor".24

Con cierta dosis humorística, elemento característico del Costumbrismo (que prefiere el humor a la solemnidad y la mordacidad), el autor, además de tan fluida, amena y graciosa narración, nos maravilla con algunos pasajes que nos arrancan sonrisas ante situaciones un poco jocosas e irónicas en que se ve envuelto el Moro. Así mismo, el escritor también logra que suframos con el personaje principal, debido a los sinsabores y avatares que debe afrontar estoicamente, en los cuales se evidencian elementos objetivos y concretos de la realidad, toda vez que "la literatura costumbrista es una de las primeras miradas objetivas sobre la realidad nacional –si se quiere, bastante ingenua y superficial con frecuencia- y representa un intento por comprenderla, representarla y diferenciarla de otras culturas".25 Igualmente, el autor, acudiendo a otro rasgo peculiar del Costumbrismo, nos representa tipos humanos y sociales: el hacendado, el inescrupuloso, el maleante, el domador, el jinete, las faenas de vaquería, las fiestas populares y la descripción del paisaje, entre otros.

La novela "El Moro", que es una simpática mezcla de ironía, fábula, parábola, alegoría y prosopopeya, es una patética y evidente prueba del determinismo implícito en la existencia equina, el cual sojuzga su fatídica existencia: el caballo no puede ser libre, tiene que ser domado y tener un amo, tendrá que servir a sus poseedores, no encontrará la felicidad y es objeto de malos tratos; mientras sirva, se le brindarán comida y cuidados, y cuando esté viejo y enfermo, será olvidado a su suerte…

Figuras literarias

Metáforas:

1. Al mediodía, las negras y asquerosas aves que siguen a la muerte por dondequiera para hartarse con sus despojos, caen sobre el cuerpo inanimado y lo mutilan y lo destrozan, alegrando su festín con graznidos, saltando y aleteando en torno del cadáver, en una danza grotescamente fúnebre.

2. Como era natural su situación empeoro en breve, y los gallinazos, con su acierto nunca desmentido, hicieron el diagnóstico funesto.

3. En sus ojillos negros y vivos se pintan la angustia y la sorpresa…

4. Yo me alejé ciego y loco de espanto y de furor…

Hipérboles:

1. Sentíame muy quebrantado y molido…

2. Por lo demás, no había mandamiento del Decálogo ni artículo del Código Penal que él no hubiese violado.

Notas

1 AYALA POVEDA, Fernando. Manual de Literatura Colombiana.

2 REYES, Carlos José. El Costumbrismo en Colombia, en Manual de Literatura Colombiana.

3 CRISTINA, María Teresa. Costumbrismo. Gran Enciclopedia de Colombia, Círculo de Lectores.

4 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

5 REYES, Carlos José. Ob. cit.

6 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

7 MARROQUIN, José Manuel. El Moro.

8 Ibídem.

9 Ibídem.

10 REYES, Carlos José. Ob. cit.

11 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

12 MARROQUIN, José Manuel. El Moro.

13 Ibídem.

14 Ibídem.

15 Ibídem.

16 Ibídem.

17 Ibídem.

18 Ibídem.

19 Ibídem.

20 Ibídem.

21 REYES, Carlos José. Ob. cit.

22 Ibídem.

23 AYALA POVEDA, Fernando. Ob. cit.

24 Ibídem.

25 CRISTINA, María Teresa. Ob. cit.

 

 

Autor:

Luis Ángel Ríos Perea

2010

Partes: 1, 2
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