Profesor Franz Griese ex teólogo
- Notas bibliográficas del autor
- Carta dirigida al Papa
- ¿Origen divino o humano de Cristo?
- Dios y la Biblia
- Las diferencias entre la doctrina de Cristo y las iglesias Cristianas
- La moral de Cristo y de la Iglesia
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS DEL AUTOR
Nacido el 26 de diciembre de 1889 en Straelen, provincia renana, Alemania, de padres sumamente cristianos, entré –niño todavía- en 1903, en el convento de los Padres del Verbo Divino en Steyl, Holanda, para hacerme misionero Después de los estudios humanísticos pasé al seminario de la misma orden en Viena, donde curse Filosofía y Teología.
Como mi materia favorita era la Lingüística, me dedique especialmente al estudio de la Biblia, para lo cual el conocimiento de una docena de idiomas me habilitaba de un modo particular.
En 1911 hice una traducción del "Cantar de los Cantares" que se atribuye a Salomón. Los versos del texto original hebreo, cuya lectura está prohibida a los judíos menores de 23 años, habían sido cambiados entre sí, para que sólo los iniciados pudieran comprender su verdadero sentido. La reconstrucción de la forma original me hizo ver que se trataba de una poesía extremadamente obscena, sin la menor relación con Dios. Naturalmente, desistí por este motivo de la traducción, pues de, publicarse, me habría costado el sacerdocio que con tanta ansia anhelaba.
Igual suerte tuve con la traducción de los 150 salmos de David. Conseguí esclarecer el verdadero sentido de muchísimos versos, que hasta hoy siguen incomprendidos, y hacer una traducción verdaderamente exacta. Pero el hecho que en los salmos, entre otras cosas, se niega en forma categórica la existencia del alma después de la muerte(1), cosa contraria al dogma católico, me hizo imposible la publicación, y en mi desesperación destruí el trabajo de varios años. Sólo publiqué algunos detalles inofensivos en un libro titulado "Melodías de Salmos".
Desde entonces dejé el Viejo Testamento, dedicándome con la mayor aplicación al Nuevo Testamento, en el cual las cartas de San Pablo habían llamado mi especial atención.
La guerra mundial me llevó a tomar las armas, y sólo por temporadas que tenía libre, como simple soldado que era, podía seguir mi estudio favorito. En ocho años de trabajo se formó aquella traducción de las cartas de San Pablo, que había de ser el origen, primero de mis dudas, y después de mi convicción de los errores teológicos de la Iglesia Católica.
Al final de la guerra, en 1918, fui ordenado sacerdote, y lo era con alma y corazón. Cumpliendo a conciencia con mis deberes de cura, nunca dejé de perfeccionarme en mis estudios, pues quería saber la verdad con toda mi alma y la puse por encima de todo. Fue entonces que nacieron en mi aquellas luchas de conciencia por las diferencias entre las doctrinas teológicas y las enseñanzas de la Sagrada Escritura, luchas que difícilmente pueden describirse. Poco a poco, el estudio de la Sagrada Escritura me alejó del terreno de la teología católica, cristalizándose en mí una nueva convicción basada en la doctrina de la misma Biblia, que en aquel entonces era para mí la palabra de Dios.
En 1920 y 1921 publiqué bajo el seudónimo "Pacífico" dos escritos: "Cristianos de todas las confesiones, uníos". En estas publicaciones aconsejé dejar de lado las diferencias dogmáticas y formar una sola Iglesia Cristiana. Estos dos escritos marcan claramente la evolución que estaba realizándose en mí.
En 1922 los obispos de Alemania me confiaron un alto cargo en la América del Sur. Durante el viaje resumí mis dudas acerca de la teología católica en un manuscrito que, terminada mi misión, entregué personalmente a mi obispo, presentándole a la vez mi indeclinable alejamiento de mi cargo sacerdotal y de la Iglesia.
Esto era en abril de 1924. Desde entonces he tenido suficiente oportunidad de examinar mi paso y contemplar la cuestión religiosa desde afuera. No sólo no me he arrepentido en ningún momento de mi decisión, a pesar de sufrir miserias y penurias bastante grandes, sino que más y más en estudios posteriores, me di cuenta del inmenso engaño que bajo la máscara de la religión cristiana está haciéndose en todo el mundo.
Observo que si no hubiera sido por mis estudios particulares, jamás habría encontrado la verdad, ya que el sacerdote católico, y más aún el aspirante al sacerdocio, se le hace imposible y le esta prohibido, bajo pecado mortal, leer cualquier libro que en forma alguna ataque a la religión cristiana. Yo mismo, hasta mi alejamiento, y muchos años después todavía, jamás he leído libro alguno prohibido por la Iglesia Católica. El lector podrá darse cuenta cuan difícil es para un hombre en estas condiciones librarse de los enormes prejuicios y llegar al conocimiento de la verdad. Toda la educación, el ambiente mismo, la cotidiana práctica de ejercicios religiosos, el desconocimiento absoluto de argumentos serios en contra de la religión, todo esto contribuye a crear un espíritu que termina por creer firmemente en la religión y sus enseñanzas, por más absurdas que sean.
No será necesario agregar que desde mi alejamiento voluntario de la Iglesia Católica, estoy completamente separado de todos mis hermanos y demás parientes y amigos. Solamente una hermana, monja en un convento en la Argentina, con un inmenso cariño me ha escrito mes a mes desde hace diez años, rogándome que vuelva a tomar los hábitos. Nunca le he contestado, pues lo único que ella quiere saber, y por qué se sacrifica enteramente, es justamente aquello que jamás podré cumplir: mi retorno a los hábitos.
En cambio, tengo ahora, por la publicación de mi libro en Alemania, una gran cantidad de nuevos y sinceros amigos, como me demuestra el gran número de cartas que he recibido de todas las partes de Alemania y Austria y de todos los círculos sociales, lo que es, por cierto, un gran consuelo en las pérdidas espirituales y materiales que he soportado en todo este tiempo. Ojalá pudiera conseguir con este libro que ningún joven, en su impericia e ilusión; se deje llevar al sacerdocio. Sería para él el error de los errores, y los padres que lean este libro, deberían procurar ilustra a sus hijos, especialmente si observan que uno de ellos –ignorando la verdad- quiere dedicarse a tan funesta tarea.
La verdad camina, y cada día más rápidamente. No pasarán muchos años sin que el mundo entero conozca la verdad sobre la religión cristiana que hoy es todavía desconocida para la gran mayoría del pueblo. El día en que esta mayoría la conozca, habrá sonado la última hora de la iglesia cristiana.
CARTA ABIERTA DIRIGIDA AL PAPA
A quien mandé, al mismo tiempo, un ejemplar de la edición alemana de mi libro, pues él mismo y su Secretariado de Estado, el Cardenal Pacelli, saben perfectamente el idioma alemán. También se ha enviado a Roma esta edición castellana.
Mendozae in Argentina, Idibus Januariis MCMXXXIII
Franciscus Griese
Pío XI. Papae
Salutem
Sanctitati Vestare, opusculum meum nuperrime editum hac via mittere mihi liceat, quod utile atque necessarium judicavi quia hoc libello causas rationesque adduxi, quae mihi, Ecclesiae Catholicae quondam sacerdoti persuaserunt, ut habitum sacerdotalem deponerem fidemque deficerem.
Ne ignoscat Sanctitas Vestra, libellum meum non solum Ecclesiae doctrinam, praesertim sacramentorum vehementissime aggredi, sed etiam ipsius Christi personam, cuius proximi adventus sui vaticionationem falsam atque fallacem arguit quin immo ad oculos demostrat.
Quapropter Sanctitas Vestra, defensor fidei per excellentiam videat, si qua refutari possint argumenta libri istius, ne quid detrimenti capiat neque fundamentum Ecclesiae neque grex fidelium.
Quae scripserim, coram quibuslibet Sanctae Sedis theologis palam defendere paratus sum, cuando ubique Sanctitas Vestra jubeat.
De hac epistola, proximae opusculi mei editioni adjuncta, aphemeridibus mundum certiorem faciam.
Vale.
Franz Griese.
Poste restante: Mendoza Argentina.
TRADUCCIÓN
Mendoza, Argentina, 15 de enero de 1933.
Franz Griese
Saluda
Al Papa Pío XI.
Séame permitido enviarle por la presente mi obra recientemente editada. Así lo he juzgado útil y necesario porque indico en este libro las causas y razones que me indujeron a mí, el anterior sacerdote de la Iglesia Católica, a dejar los hábitos sacerdotales y renegarla fe.
No quiero que Vuestra Santidad desconozca que mi libro no solamente ataca con vehemencia la doctrina de la Iglesia, en particular los sacramentos, sino hasta a la misma persona de Jesucristo, cuyo vaticinio de su propia y próxima vuelta al mundo conceptúa de falso y falaz, demostrándolo hasta la evidencia.
Por esta razón vea Vuestra Santidad, como defensor de la fe por excelencia, si de algún modo pueden refutarse los argumentos de este libro, para que no sufra ningún perjuicio el fundamento de la Iglesia ni la grey de los fieles.
Estoy listo para defender públicamente cuanto he escrito, delante de cualquier teólogo de la Santa Sede, donde y cuando lo mande Vuestra Santidad.
Esta carta que será agregada a la próxima edición de mi libro, la comunicaré al mundo mediante la prensa.
Dios guarde a Vuestra Santidad.
Francisco Griese.
Poste restante: Mendoza, Argentina.
Está de más decir que no he recibido ninguna contestación a esta misiva, como tampoco a la edición alemana por parte de los teólogos de mi país. La razón es harto sencilla: No es posible oponer argumento alguno de valora las razones y hechos expresados en este libro, razones y hechos que destruyen de manera concluyente la doctrina de la Iglesia y por ende a la Iglesia misma.
PRIMERA PARTE
¿ORIGEN DIVINO O HUMANO DE CRISTO?
INTRODUCCIÓN
Para la Iglesia Católica la cuestión de la divinidad de Cristo es de capital importancia, ya que constituye un dogma, considerado como el fundamento de la misma.
Depende entonces la existencia de la Iglesia de este dogma; poner en claro su falsedad equivale a la propia destrucción de la Iglesia Católica.
No así la Iglesia Protestante. Para ella la divinidad de Cristo es de segunda importancia, y la gran mayoría de los teólogos protestantes, por más que le atribuyen a Cristo una misión divina, niegan rotundamente la divinidad de su persona. Con eso los protestantes no dejan de ser –en la opinión de ellos- buenos cristianos, si no que, muy por el contrario, profesan a Cristo un profundo amor y sincera veneración.
Cuando yo dejé los hábitos –hace 10 años- creía todavía firmemente en el dogma de la divinidad de Cristo y estaba convencido que Cristo era Dios. Recién años más tarde, a raíz de un estudio detenido de la persona de Cristo, tal como se presenta en el Nuevo Testamento, me vi obligado –muy a pesar mío- a cambiar de idea.
A continuación, voy a exponer las razones que me dieron la absoluta convicción de que Cristo no era ni es Dios.
Son argumentos tan sólidos, tan claros e irrefutables, que vale la pena alterar el orden lógico y cronológico de este libro y estampar en primer término la cuestión de la divinidad de Cristo.
CAPÍTULO PRIMERO
LA DIVINIDAD DE CRISTO A LA LUZ DE LA BIBLIA
Dice el dogma de la Iglesia Católica que Cristo es la segunda persona en Dios, siendo el Padre la primera, y el Espíritu Santo la tercera.
Pero estas tres personas no forman tres dioses, sino uno solo; no habiendo entre ellas ninguna prioridad de una persona sobre la otra, existe la más perfecta igualdad entre las mismas.
Esto, que constituye el llamado misterio de la Santísima Trinidad, ha debido ser explicado en alguna forma a la mente humana, y a esta tarea se han dado los teólogos. Ellos afirman que Dios, el Padre, en un acto eterno e inmenso de su inteligencia, conoce como en un espejo a su propia persona, y esta imagen del Padre, hecha realidad, o más bien siendo suprema realidad, es el Hijo. Pero al mismo tiempo, al conocerse Padre Hijo, el uno al otro en su sublime perfección, surge n amor infinito entre ellos, y de este amor entre Padre e Hijo, una nueva realidad, el Espíritu Santo. De suerte que una sola naturaleza divina, una sola divinidad, es poseída por tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Genial concepción, compartida también por la Iglesia Ortodoxa (griega y rusa) con la sola diferencia que ésta asevera que el Espíritu Santo sale del Padre "por" el Hijo, como una flor sale de la raíz "por" el tallo; mientras que la Iglesia Romana asegura que el Espíritu Santo sale del Padre "y" el Hijo en la manera arriba indicada.
Esta diferencia en la doctrina, aparentemente sutil y abstrusa para un profano ha sido, sin embargo, motivo de discusiones acerbas entre los más destacados y eruditos teólogos, que se prolongaron durante siglos y, extendiéndose a la grey ignara, se tradujeron en persecuciones y matanzas terribles. Para ella, inaccesible a estas complicaciones doctrinarias, la cuestión se redujo, y todavía se reduce, a saber si el signo de la cruz se hace de izquierda a derecha (del Padre "y" el Hijo) o la inversa (del Padre "por" el Hijo).
Naturalmente, pretende la Iglesia Católica que su doctrina de la Trinidad, y por consiguiente la divinidad de Cristo, está contenida en la Biblia, en particular en el Nuevo Testamento.
Como la existencia de la Trinidad en Dios depende de la divinidad de Cristo, es esta última la cuestión fundamental. Por eso vamos ahora a examinar lo que dicen los libros del Nuevo Testamento al respecto, ya que estos, según la opinión de los cristianos, están más que nadie autorizados para opinar sobre esta cuestión; aunque tal opinión no sería la última palabra, si se demostrara por otro conducto que Cristo no era Dios.
Ahora bien, en el Nuevo Testamento se distinguen bien claramente dos diferentes grupos de manifestaciones sobre la divinidad o no divinidad de Cristo.
Al primer grupo pertenecen todas aquellas palabras que a primera vista parecen afirmar una perfecta igualdad de Cristo con Dios. El segundo grupo comprende aquellas frases que expresan claramente una subordinación de Cristo a Dios.
Del primer grupo citamos las siguientes expresiones del mismo Cristo: "Antes de que Abraham era, soy yo" (Juan 8, 58). "Ahora también tú, Padre, glorifícame con la gloria que tenía contigo antes de que el mundo era" (Juan 17, 5). Estas dos frases recalcan claramente la existencia premundial de Cristo.
Otras expresiones dan a conocer la íntima unidad de Cristo con Dios: "Yo y el Padre somos uno" (Juan 10, 30). "Todo lo que hace el Padre, hace igualmente también el Hijo". (Juan 5, 19). "Porque (Padre), todo lo que es mío, es tuyo; y lo que es tuyo, es mío". (Juan 17, 10).
No cabe la menor duda que estas palabras de Cristo, a prima facie, hacen pensar que él estaba en íntima relación con Dios, y hasta podría creerse que, como según nuestros conceptos no hay otra cosa sino Dios y criatura, Cristo según estas palabras debería ser Dios mismo. Sin embargo, veremos pronto que no es así.
Pero antes contemplemos las palabras que pertenecen al segundo grupo y en las cuales se encuentra una abierta inferioridad y subordinación de Cristo con respecto a Dios. Esta subordinación de Cristo se refiere tanto a su saber, como a su poder y a todo su ser.
Primero: inferioridad en el saber. Al hablar Cristo de la fecha exacta de su próxima vuelta al mundo dijo a los Apóstoles: "De aquel día y aquella hora no sabe nadie, ni siquiera los ángeles del Cielo, tampoco el Hijo, sino sólo el Padre". (Mat. 24, 36. Marc. 13, 32).
Segundo: inferioridad en el poder, a los hijos de Zebedeo dijo "El poder sentaros a mi derecha izquierda no es cosa mía, sino de él a quien es dado, de mi Padre". (Mat. 20, 23). En otra oportunidad dijo: "Yo no puedo hacer nada por mí mismo". (Juan 5, 30). "Descendí del Cielo, no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me mandó". (Juan 6, 38). Y en el monte Olivo rogó a Dios: Padre, si es posible, deja pasar este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". (Mat. 26, 39). En estas palabras Cristo se califica de simple ejecutor de la voluntad divina de su Padre, con poderes estrictamente limitados.
Tercero: inferioridad de la misma persona de Cristo. A este respecto tenemos una palabra muy clara del apóstol Pablo (1) quien dice, refiriéndose al próximo fin del mundo: "Después de que todo estará sujeto (a Dios), también él mismo, el Hijo, se subordinará a aquél, quien le ha subordinado todo –para que sea sólo Dios todo- en todo"". (1. Cor. 15, 28). Quiere decir que, cuando Cristo haya sujetado todo el mundo a Dios, terminando así su tarea, entonces el mismo Cristo también entregará su propia dominación a quien se la dio, a Dios, y entonces no habrá más otra dominación sino la de Dios. Cristo ya no será más que cualquiera otra criatura subordinada.
Hay también otras palabras, en este caso del mismo Cristo, que implican una franca inferioridad de su persona con respecto a su Padre. Así cuando dice: "El Padre es más grande que yo". (Juan 14, 28). "Ascenderé a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios". (Juan 20, 17). "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". (Mat. 27, 16). Todas estas frases nos hacen ver que Cristo reconoció a un Dios que le era superior y más grande, y del cual se sentía supeditado con toda su alma.
Ahora bien: sabemos que Dios, el Ser Supremo, es suprema perfección. Nada, absolutamente nada de imperfecto en poder, saber y ser, puede existir en él. Menos todavía hay subordinación alguna o inferioridad en Dios.
¿Cómo se explica entonces el dualismo entre aquellos dos grupos de manifestaciones que acabamos de tratar y de las cuales unas indican igualdad de Cristo con Dios y otras inferioridad?.
La teología católica, haciéndose la tarea muy sencilla, declara que Cristo tenía dos naturalezas: una divina y otra humana. De suerte que si expresó su inferioridad y subordinación a Dios, lo hizo con respecto a la naturaleza humana, y si expresaba su igualdad con Dios lo hacía refiriéndose a su naturaleza divina.
Tal explicación no deja de ser cómoda. Es como si un rey, habiendo aprendido de sastre, dijera una vez: "Yo gobierno (como rey), y otra vez "Soy gobernado" (como sastre).
Pero, ¿no le parece al lector que tal juego de palabras en un asunto de tan trascendental importancia es simplemente inadmisible?. Más aún, lo que Cristo dijo, lo dijo en todo momento de su persona, de su propio yo, y esta persona, este yo de Cristo, según la misma doctrina católica era divino; pues según el dogma había en Cristo una sola persona, la persona divina, y ninguna persona humana: ¿Cómo se explica entonces que a ésta, su persona divina le atribuyese inferioridad y subordinación, cuando el dogma declara que la persona de Cristo era en todo sentido igual a la del Padre?.
¿A qué sofismas, a que razonamientos rebuscados debió acudir Jesús, según esta doctrina teológica, para justificar la contradicción flagrante entre sus propias manifestaciones de divinidad e inferioridad a Dios?. ¿Cómo podían haberlo comprendido los apóstoles, a quienes no dio ninguna explicación en el sentido teológico?.
Finalmente, ¿no es un arbitrario anacronismo el atribuir a las palabras de la Sagrada Escritura conceptos filosóficos que recién varios siglos más tarde fueron desarrollados?. ¿No es un deber entender la Biblia por el significado que tenía en su tiempo?. ¿No debemos interpretar aquellos escritos con el espíritu con que fueron redactados, con la mentalidad con que habían sido pensados, con las ideas del ambiente del cual habían nacido?.
Por cierto, es ésta la única manera de llegar a la verdad de las cosas y encontrar una solución que es natural, porque es propia del texto; y es verdadera, porque resuelve todas las dificultades fácilmente y sin esfuerzo alguno.
¿Cuál será entonces la verdadera solución del aparente dualismo de aquellos dos grupos de palabras sobre la divinidad de Cristo?.
Para encontrar esta solución hay que recordar las ideas filosófico-religiosas de aquel tiempo. Según estas ideas, muy vulgarizadas también en la teología judaica, existían tres clases de seres razonables: Dios, espíritus puros y hombres. Los espíritus puros eran seres dotados de poderes divinos. Así por ejemplo, eran ellos quienes habían creado el mundo; porque Dios como ser Supremo, no podía mancharse con la creación del mundo material. Para esta tarea creó Dios a los mencionados espíritus puros.
La teología judaica, en tiempos de Cristo, se había compenetrado de estas ideas y hasta enseño que, no Dios mismo, sino los ángeles habían dado la ley a Moisés en el Monte Sinaí, una doctrina que el mismo San Pablo reproduce en su carta a los Gálatos. (Gal. 3, 20).
Con la base de esta filosofía teológica, que tuvo un desarrollo muy grande en el Gnosticismo, tan a la moda en el mundo entero entonces, se soluciona fácilmente el dualismo entre las dos clases de expresiones sobre la divinidad de Cristo.
En efecto, si se supone que Cristo haya sido considerado como uno y el más grande de aquellos espíritus superiores, se comprende enseguida por qué por un lado se le atribuían cualidades divinas, y por el otro, una subordinación completa a Dios.
La prueba más rotunda de que hay que buscar la solución aquel antagonismo por este camino, la dan las mismas palabras de San Pablo, quien en su carta a los Efesios se refiere directamente a tales ideas, diciendo: "También recuerdo de vosotros en mis plegarias, para que el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé un espíritu sabio e inteligente, a fin de que lo conozcáis… mediante aquel signo de su gran poder que mostró en Cristo al resucitarlo de los muertos y al ponerlo en el Cielo a su derecha, muy por encima de los Príncipes, Poderes, Potestades y cualquier otro ser que existe no sólo en éste, sino también en el otro mundo".
(Ef. 1. 17). Se ve por estas palabras que San Pablo consideraba a Cristo como un ser que ha sido puesto por Dios, por encima de todos aquellos espíritus, de los cuales nombró nueve diferentes clases.
La misma idea expresa San Pablo en su carta a los Colosos diciendo: "Él (Cristo) es el visible lugarteniente del invisible Padre, el primogénito ante toda la creación, Pues en él fueron creadas todas las cosas visibles e invisibles en el Cielo y en la Tierra: Tronos, Dominaciones, Príncipes, Potestades –todo es creado por él y para él -. También es él anterior a todos los demás y todo tiene sólo en él su consistencia". (Col. 1, 15).
Expresa aquí San Pablo que la superioridad que, según el texto anterior, Cristo tiene sobre estos espíritus, la tenía ya antes de su existencia terrena, porque Cristo era el Primogénito o sea la primera creación del Padre y, recién entonces, por él y para él fueron creados los demás espíritus.
Era necesario inculcar a los Efesios y Colosos esa creencia en la superioridad de Cristo sobre los demás espíritus o ángeles; porque en Efeso y Colosas ciertos cristianos se dedicaban al culto de aquellos espíritus, considerándolos iguales y tal vez superiores a Cristo. Por eso les escribió el apóstol: "Que no os arrebate nadie la palma de la victoria, quien se complace en un despreciable culto de ángeles, se jacta de visiones y, no teniendo por qué, está hinchado de vanidad, sin quedar unido con la cabeza (Cristo), por la cual todo el cuerpo, engendrado y mantenido por articulaciones y músculos, posee un crecimiento efectuado por Dios". (Col. 2, 18).
En forma análoga, dice la carta a los Hebreos: "Mediante él (Cristo), creó (Dios) el mundo. Él es el resplandor de su gloria y la imagen de su ser, y él mantiene con su poder el Universo. Él también, después de haber consumado el sacrificio expiador para los pecados, ha tomado asiento a la derecha de la majestad divina, en la altura, y sobrepasa tanto en poder a los ángeles cuanto los supera el nombre que heredó. Porque, ¿a quién de los ángeles ha dicho Dios alguna vez: "Tú eres mi hijo, hoy te he generado?". (Hebr. 1, 2). Estas palabras: "Tú eres mi hijo, hoy te he generado" son de los salmos (Salmo 2, 7), donde Dios las dice a David, por lo que se ve que ni el nombre "Hijo", ni la expresión "Generar" han de ser tomadas en un sentido real, sino espiritual y figurado. Es una gran falta desconocer esta idiosincrasia de los judíos.
Según estas palabras, Cristo es la imagen del Padre como también Adán lo fue, a quien Dios creó "según su imagen y semejanza". (Génesis 1), Además heredó el título "Hijo", un título que David también tenía. Por cierto, posee Cristo el título "Hijo" por razones muy superiores que David; pero Cristo heredó el título, lo que quiere decir que hubo un tiempo en que no lo tenía.
Efectivamente, que hay una gran diferencia entre el título "Hijo de Dios" (1), y Dios mismo, lo confirma también Cristo en el Evangelio de San Juan, Cristo había dicho a los judíos: "Yo y el Padre somos uno. Entonces los judíos levantaron piedras para apedrearlo. Pero Jesús les previno y dijo: os he mostrado muchas obras buenas que son de mi Padre. ¿Por cual de estas obras queréis matarme?. Los judíos le contestaron: No por una obra buena queremos apedrearte, sino por la blasfemia; porque tú, aunque eres solamente un hombre, te das por Dios. Jesús les replicó: ¿No está escrito en vuestra Sagrada Escritura: He dicho: Dioses sois?. Por lo tanto si Dios ha llamado "Dioses a los que fue dirigida la palabra de Dios, y si debe cumplirse la Sagrada Escritura ¿cómo podéis decir entonces a quien el Padre consagró y mando a este mundo: tú blasfemas de Dios; porque yo dije: soy Hijo de Dios?". (Juan 10, 30).
De esta conversación se desprende lo siguiente:
Primero: Jesús niega rotundamente haber cometido una blasfemia en el sentido de los judíos. Con otras palabras: él no ha querido en ningún momento igualarse a Dios con ninguna de sus manifestaciones.
Segundo: según Jesús, la misma Sagrada Escritura da a los hombres hasta el título de dioses, sin que esto implique una divinidad verdadera en ellos.
Tercero: Jesús afirma aquí, que él se da el título de "Hijo de Dios" tan sólo por su consagración y misión divina.
Esta explicación del título "Hijo de Dios" dada por el mismo Cristo, debería echar por tierra de una vez por todas la idea de una divinidad real en Jesús.
Coincide con esta explicación lo que nos dice la historia de la Iglesia. Sabemos que en lo primeros tres siglos los escritores eclesiásticos desconocían de un modo absoluto una verdadera divinidad de Cristo. Especialmente los autores de Oriente, entre ellos el más importante, Orígenes, que era tan cristiano como sabio, niega en absoluto tal divinidad.
La divinización de Cristo empezó en Roma y así se explica que en el año 318, o sea apenas después del cierre de las catacumbas, Arrio, sacerdote de Alejandría, se opusiera enérgicamente a esa divinización, secundado no sólo por el ilustrado obispo Eusebio, sino también por la gran mayoría de obispos de su tiempo, de manera que San Jerónimo, al escribir los sucesos de aquella época, exclamó: "Et miratus est orbis, esse se arianum", lo que significa: Y el orbe terrestre se asombró, al ver que era arriano.
Empezó entonces una lucha encarnizada de Roma contra el arrianismo: tuvieron lugar persecuciones tan sangrientas, que recordaban los tiempos de Nerón, sólo que esta vez los mismos cristianos se mataban entre ellos. Concilio tras concilio fueron celebrados y la tierra resonaba de anatemas hasta que después de un siglo Roma salió victoriosa y la tierra a la fuerza "convencida" de la verdadera divinidad de Cristo.
CAPÍTULO SEGUNDO
LA DIVINIDAD DE CRISTO A LA LUZ DE SU GRAN PROFECIA
Hemos visto que es imposible interpretar las palabras de la Sagrada Escritura en el sentido de que Cristo haya sido y sea verdaderamente el mismo Dios. Muy al contrario, entendiendo las palabras de la Biblia en el sentido en que habían sido redactadas, se ve en seguida que en aquel entonces ni se pensaba todavía en una divinidad de Cristo.
Pero aunque el Nuevo Testamento hubiese aseverado que Cristo era Dios y aunque todos los cristianos lo hubiesen confesado, existe una prueba irrefutable en contra de tal divinidad; una prueba que por si sola basta para destruir definitivamente toda posibilidad de que Cristo haya sido Dios. Y esta prueba nos la ha dado el mismo Cristo por su gran profecía de su próximo retorno al mundo para el juicio final, profecía que falló del modo más absoluto.
Era esta profecía el Ceterum censeo, el alfa y omega no solamente de la prédica de Cristo, sino también de la de los apóstoles, quienes, imbuidos de esta creencia, cifraban en ella todas sus esperanzas, y llevaron al espíritu de todos los cristianos la misma ilusión que alentaba a ellos. Y si el cristianismo consiguió tantos prosélitos y se propago con tanta rapidez ha sido, en primer término, porque la anunciación de la próxima vuelta de Cristo hizo una profunda impresión, ya que todos los convertidos vivían en la firme persuasión de la inminencia del gran acontecimiento. En esta esperanza vivieron los primeros cristianos y con esta esperanza murieron.
Pero esa profecía de Cristo no solamente tiene su gran importancia, por haber sido el punto central de la doctrina y creencia cristiana, sino también, porque era y es la piedra de toque para la cuestión del origen divino o humano de la persona de Cristo y de su religión.
En efecto: si Cristo hubiese cumplido aquella profecía, el origen divino de su persona y doctrina habría sido ampliamente comprobado.
Pero nos vemos frente a un hecho que es trascendental en su significado, el hecho que Cristo no cumplió esta gran profecía de volver al mundo, mientras que sus apóstoles estaban todavía con vida. El fenómeno sobrenatural, único en la historia de la humanidad, de que un ser volviese al mundo después de muerto, este fenómeno no se ha producido y no se producirá jamás; porque una profecía que no se cumplió en el tiempo fijado por ella misma, tal profecía ha comprobado, por sí sola, que era una profecía falsa. Y, en vez de comprobar la divinidad de Cristo y de su doctrina religiosa, resulta ser todo lo contrario: el veredicto definitivo de su autor.
No escapará al criterio del lector que es absolutamente necesario descubrir debidamente este hecho, que con singular maestría se ha ocultado hasta ahora al mundo entero y en particular al mundo cristiano.
En efecto: si los cristianos hubiesen sabido el fracaso de aquella profecía de Cristo, que con letras imborrables, está escrita casi en cada página del Nuevo Testamento; silos teólogos cristianos no hubiesen disimulado el verdadero significado de las palabras que predican aquella profecía, si hubiesen confesado la verdad íntegra –la divinidad de Cristo habría pasado hace mucho a la historia-.
Por eso mismo nos incumbe el deber de tratar esta cuestión, esta gran profecía de Cristo, con toda minuciosidad, para que de una vez por todas quede sentado que Cristo aquí erró, erró como jamás ha errado un hombre, y que, por esta misma razón, él no podía ni puede ser Dios.
Al empezar ahora nuestro estudio sobre la profecía de Cristo, dividiremos el plan en dos partes: la primera tratará de las palabras mismas de Cristo y la segunda de las de sus apóstoles.
I
LA PROFECÍA DE CRISTO SEGÚN SUS MISMAS PALABRAS
Desde el día en que Cristo inició su prédica pública, empezó también a hablar del día del Juicio Final, para sancionar así su palabra con la promesa de un premio eterno para los que la aceptaran y de un castigo, igualmente eterno, para los que la acogieran con indiferencia o incredulidad. Al principio, indeterminada y sin fijación de fecha más o menos precisa, la profecía del Juicio Final hízose cada vez más clara y definida.
He aquí la primera amenaza hecha a las ciudades de Israel, Cafarnaum y Betsaida que, a pesar de sus milagros no se habían convertido: "A Tiro y Sidón les será más soportable el día del juicio que a vosotros". (Mat. 11, 21). Y a todos los judíos previene: "Los habitantes de Nínive saldrán de acusadores contra este pueblo porque ellos aceptaron la prédica de Jonás –y aquí hay más que Jonás". (Mat. 12, 41). Más tarde pinta Cristo el cuadro del Juicio Final: "El Hijo del Hombre mandará a sus ángeles y éstos juntarán de su reino a todos los seductores y malhechores y los lanzarán al fuego, donde habrá clamor y estridor de dientes". (Mat. 13, 41). Y a sus apóstoles promete: "Amén os digo, vosotros que me habéis seguido; en la resurrección, cuando el Hijo del Hombre se siente en su espléndido trono, vosotros os sentaréis en doce tronos y juzgaréis las doce tribus de Israel". (Mat. 19, 28). Culmina este cuadro en la más grandiosa y detallada profecía que Cristo hizo del Juicio Final según el evangelio de Mateo (25, 31- 46) y que todos nosotros conocemos por el insuperable cuadro de Miguel Angel en la capilla Sixtina, donde Cristo, separando los buenos de los malos, pronuncia la sentencia final.
En todas estas profecías que hemos citado hasta ahora, no hay ninguna indicación o insinuación de la fecha del Juicio Final.
En cambio veremos a continuación seis profecías del mismo Cristo, que expresan esa fecha, no con precisión numérica, señalando hasta el día del terrible acontecimiento, pero sí con una exactitud completamente determinada y al alcance del control de todo el mundo.
Pues Cristo promete en cada una de estas seis profecías que iba a volver en la generación contemporánea y cuando aún alguno de sus apóstoles estuviera con vida.
PRIMERA PROFECIA DE CRISTO
Habiendo Jesús hablado de su próxima vuelta, San Pedro le reprochó porque no quería saber de una muerte de su querido Maestro pero Jesús retó a Pedro recordándole que su muerte sería necesaria para volver en gloria: "Porque pronto volverá el Hijo del Hombre en la gloria de su Padre y entonces retribuirá a cada uno según sus actos. Amén os digo, hay algunos entre los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que no vean al Hijo del Hombre venir en la gloria de su reino". (Mat. 16, 27: Marc. 9, 1; Luc. 9, 27). ¿Acaso podía Cristo haber hablado con más claridad de la que hay en estas palabras?. ¡Estoy seguro que no!.
SEGUNDA PROFECÍA DE CRISTO
Jesús la pronunció cuando había hablado a sus apóstoles de los sufrimientos que durante la prédica del Evangelio tendrían que soportar por parte de los judíos en Palestina. Con el objeto de consolarlos, agregó que estas persecuciones felizmente no durarían mucho tiempo, porque antes de los apóstoles hubiesen terminado su misión serían sorprendidos por la llegada de Cristo al Juicio Final: "Amén, os digo, vosotros no terminaréis con (la prédica en) las ciudades de Israel, hasta que no vuelva el Hijo del Hombre". (Mat. 10, 23).
Como se ve, dirige Jesús su palabra a los mismos apóstoles, diciéndoles que ellos mismos no podrían terminar su prédica en la Palestina antes de su vuelta quiere decir, que Cristo ni piensa siquiera en sucesores de los apóstoles, o en una conversión de todo el mundo cuando apenas queda tiempo para la conversión de la Palestina.
Según esta profecía y la anterior, la vuelta de Cristo en ningún caso podría demorar más allá del primer siglo. Al contrario, como Cristo hizo estas profecías más o menos en el año treinta y tres, su vuelta al mundo debía haber tenido lugar, a más tardar, a fines del primer siglo.
TERCERA PROFECÍA DE CRISTO
Esta profecía es la más importante de todas, se destaca muy especialmente por el hecho que Cristo repite constantemente a sus apóstoles, que son ellos mismos quienes tendrán que sufrir todas las angustias que precedan su vuelta al Juicio. Además, la fecha de su regreso está aquí determinada por otro acontecimiento: la destrucción de Jerusalem, que según esta profecía deberá ocurrir poco antes de la vuelta de Cristo. Este culmina sus palabras con la solemne promesa de que no pasará la actual generación sin que no se produzca todo cuanto haya dicho.
Por la gran importancia de esta profecía, he creído necesario reproducirla íntegra, por más extensa que sea. He elegido el texto del evangelista Mateo, con el cual coinciden más o menos, los textos de Marcos y Lucas. He aquí el relato:
"Cuando Jesús abandonó el templo y se alejaba, se le acercaron sus discípulos para llamar su atención sobre el edificio del templo. Pero él les explicó: no hagáis caso de esto; amén os digo, que no quedará ninguna piedra sobre la otra.
Cuando más tarde estaba sentado en el Monte Olivo, se le aproximaron sus discípulos y le preguntaron: ¿Cuándo será todo esto y cuál es la señal de tu vuelta y del fin del mundo?.
Jesús les contestó: cuidado que nadie os engañe porque muchos van a abusar de mi dignidad y os dirán: yo soy el Cristo –y seducirán a muchos. Vosotros sentiréis de guerras y rumores de guerra. Cuidaos, sin embargo. Que no perdáis el ánimo; porque así debe venir- pero todavía no es el fin.
Pues se levantará un pueblo contra el otro y un imperio contra el otro. También habrá aquí y allá peste, hambre y temblores; pero todo esto es sólo el principio de las angustias.
Entonces os entregarán al suplicio y os matarán (1): porque seréis odiados por todos los paganos de Palestina por mi nombre.
Muchos van a sucumbir entonces, a traicionar y odiarse los unos a los otros. También surgirán muchos profetas falsos que engañarán a muchos. Y como el ateísmo abunda, se enfría en muchos el amor. Pero quien soporte hasta el fin, será salvado.
Y este Evangelio del reino de Dios será predicado en todo el país (Palestina), para que sea confesado delante de todos los paganos y entonces vendrá el fin.
Tan pronto como vosotros veáis la "horrorosa abominación", de la cual habla el profeta Daniel (2) –el que lea esto que lo entienda bien- huyan los que de vosotros vivan en Judea a las montañas, y el que esté en la terraza no baje para sacar sus cosas de la casa, y quien esté en el campo no vuelva para sacar su vestido.
Mas ¡ay de las preñadas y de las que críen aquellos días –Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en sábado porque habrá una tribulación tan grande como no fue nunca desde el principio del mundo hasta ahora, ni será. Y si aquellos días no fueran acortados, no se salvaría nadie; mas, por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados.
Si entonces alguien os dice: he aquí está Cristo o allí, no creáis. Porque se levantarán falsos Cristos y falsos Profetas (3) y darán señales y prodigios grandes para seducir si fuera posible hasta a los escogidos. He aquí, os lo he dicho de antemano.
Así que si alguien os dice: ¡Mirad, él está en el desierto –no salgáis! ¡Mirad, él está en las cámaras –no creáis!. Porque como un relámpago (que sale en el Oriente y brilla hasta el Occidente) así será la vuelta del Hijo del Hombre; los buitres se juntan allí donde hay un cadáver. (El cadáver son los pecadores; y donde hay pecadores tendrá lugar el juicio).
Pronto después de la tribulación de aquellos días, el sol se obscurecerá, la luna no dará ya su lumbre, las estrellas caerán del Cielo (1) y las fuerzas del Cielo serán conmovidas. Y entonces aparecerá el signo del Hijo del Hombre en el Cielo y se lamentarán todas las tribus del país y verán al Hijo del Hombre venir en las nubes del Cielo con gran poder y majestad. Y él mandará a sus ángeles con fuertes voces de trompeta y juntarán sus escogidos de los cuatro vientos y desde un horizonte a otro.
De la higuera aprended esta similitud: cuando brota su rama y salen sus hojas, sabéis que el verano esta cerca. Así también vosotros, cuando veáis todo esto, sabréis que mi vuelta está cerca, a las puertas.
Amén os digo: esta generación no pasará, hasta que no acontezcan todas estas cosas. Cielo y tierra pasarán pero mis palabras no pasarán". (Mat. 24, 1 – 35; Marc. 13, 1 – 32; Luc. 21, 5 – 33).
En esta profecía podemos hacer constar tres hechos:
Primero, Cristo, contestando a la pregunta de los apóstoles sobre el fin del mundo, dice que tendrá lugar poco después de la destrucción de Jerusalem, que se produjo en el año 70, de acuerdo con una supuesta profecía de Daniel.
Segundo, Cristo dice a los apóstoles que son ellos mismos quienes tendrán que sufrir todas las angustias que precedan tanto la destrucción de Jerusalem, como el fin del mundo.
Tercero, Cristo declara finalmente, en la forma más solemne que ambos hechos acaecerán antes de desaparecer la actual generación.
Con esta última declaración, Cristo repite lo que había dicho en las primeras dos profecías, sólo que la solemnidad de su promesa esta vez es muy superior a la de los vaticinios anteriores.
CUARTA PROFECÍA DE CRISTO
Pronunció Jesús esta profecía el día de su muerte y se puede agregar que murió por ella. En efecto, ya preso, fue llevado a la presencia del Sumo Pontífice Caifás quien a raíz de esta profecía lo declaró reo de muerte. He aquí el relato bíblico:
"El Pontífice le dijo: te conjuro por el Dios viviente que nos digas si eres tú el Cristo, Hijo de Dios.
Jesús contestó: tú lo has dicho; además os digo: dentro de poco (1) veréis al Hijo del Hombre a la derecha de Dios y venir en las nubes del Cielo".
Entonces el Pontífice rasgó sus vestidos, diciendo: Blasfemo: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? ¡He aquí, ahora habéis oído su blasfemia! ¿Qué os parece?.
Y respondiendo ellos dijeron: "es reo de muerte". (Mat. 26, 63; Marc. 14, 62; Luc. 22, 69).
El lector habrá advertido que también en esta profecía, Cristo se dirige a su auditorio: el Pontífice y la gente que lo rodea, y les asegura solemnemente que ellos mismos lo verán dentro de poco venir en la gloria de su Padre.
QUINTA PROFECÍA DE CRISTO
Encontramos esta profecía en el evangelio de San Juan. Jesús la hizo después de su resurrección, cuando sorprendió a sus apóstoles, ocupados en la pesca en el mar de Tiberíades. Dice el texto:
"Cuando Pedro se dio vuelta y vio seguir a aquel discípulo, al cual amaba Jesús (el que también se había recostado en su pecho durante la Cena y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar?), entonces Pedro, viéndolo a este, dice a Jesús: "Señor ¿y éste, qué?.
– Jesús le contesta: "Si yo quisiera que él quede, hasta que yo venga, ¿qué te importa a ti?- ¡Sígueme tú!".
Salió entonces este dicho que entre los hermanos que aquel discípulo no había de morir. Mas Jesús no dijo: no morirá –sino: si yo quisiera que él quede, hasta que yo venga, ¿qué te importa a ti?". (Juan 21, 20).
También en esta profecía dice Cristo indirectamente, que él volverá estando la actual generación con vida. De lo contrario, su contestación a Pedro sería ridícula; porque Juan solamente habría podido quedarse hasta la vuelta de Cristo, si ésta hubiese tenido lugar dentro de un tiempo razonable. Los mismos discípulos entendieron de esta profecía, que la vuelta de Cristo estaba muy cerca y hasta creían que Juan no moriría antes de ese acontecimiento. El apóstol corrige esta última creencia en forma condicional, no la primera, y afirma en su carta, como veremos más adelante, que Cristo pronto volverá.
Así confirma esta profecía las anteriores en todo sentido.
SEXTA PROFECÍA DE CRISTO
Esta última profecía la hizo Cristo en el momento de su ascensión al Cielo. Son las últimas palabras de él, según el evangelio de Mateo. Dice el texto:
"Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". (Mat. 28, 20).
Cristo promete aquí a sus apóstoles que él estará con ellos, o sea que no los abandonará, ¿Hasta cuando? ¿Hasta su muerte?. No, porque antes de esta muerte se cumplirá la gran promesa, la gran profecía de Cristo; pues el volverá mientras que, por lo menos, algunos de sus apóstoles estuvieren con vida. Y por eso les promete aquí estar con ellos hasta el fin del mundo. Promete estar "con ellos". No habla de sus sucesores. En efecto. ¿Para qué? Si él volverá tan pronto, si ellos viven todavía, si no acaban de predicar el evangelio en la Palestina, si tienen que vigilar y estar alertas, porque el día menos pensado viene Cristo. como un ladrón en la noche, como un rayo del Cielo- ¿Para qué entonces sucesores de los apóstoles?. Efectivamente: ¿para qué?.
En resumen de todo esto, es posible establecer que Cristo en cada una de las seis profecías prometió, en forma inequívoca, que él volvería al Juicio Final, mientras que la entonces generación contemporánea y hasta algunos de sus discípulos estuvieran todavía con vida.
Que este era el sentido de las profecías de Cristo está ampliamente confirmado por una serie de palabras y parábolas, que son la consecuencia natural de su convicción de que próximamente volvería al mundo.
Pues si era cierto que Cristo, dentro de poco e inopinadamente (ni él mismo sabía indicar la fecha exacta), volvería al Juicio Final para llevar los buenos al Cielo y los malos al infierno, entonces era necesario que sus fieles, los cristianos, estuvieran listos para aquel día.
Y así Cristo pronunció una serie de amonestaciones y parábolas, inculcando con ellas a los suyos que vigilaran y estuvieran preparados para el día de su vuelta al mundo. Recuerdo tan sólo la parábola de las cinco vírgenes prudentes que estaban listas con las lámparas preparadas y provistas de aceite, y las cinco fatuas que durmieron no teniendo aceite en sus lamparas. De repente viene el novio celeste y lleva a las prudentes consigo, mientras que las fatuas van en busca de aceite, perdiendo de esta manera la entrada al Cielo. Termina esta parábola con las palabras. "Velad pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir". (Mat. 25. 1 – 13). Recuerdo además la parábola del ladrón en la noche, quien viene sin avisarse, y con quien compara Cristo su llegada, concluye esta similitud con la frase: "Luego también vosotros estad listos, porque el Hijo del Hombre ha de venir a la hora que no pensáis". (Mat. 24, 44). Y la parábola del siervo que dormía, cuando su amo lo sorprendió con su llegada, imparte la moraleja: "Vendrá el Señor de aquel siervo el día que no espera, y la hora que no sabe; y lo separará, y le dará su parte con los hipócritas, donde habrá clamor y crujir de dientes". (Mat. 24, 50). También en Mateo 24, 42 dice Cristo: "Velad, pues, porque no sabéis a que hora ha de venir vuestro Señor".
Como se ve, dirige Cristo en todas estas manifestaciones su palabra directamente a sus oyentes, apercibiéndolos a fin de que estén listos y preparados para el día de su llegada. Nos preguntamos: ¿Para qué estas continuas y constantes amonestaciones para prepararse para el Juicio Final, si Cristo no hubiese tenido la firme convicción que él retornaría dentro de muy poco tiempo? ¿podía haber hablado así, sabiendo que iban a pasar miles de años antes de su vuelta?. Sólo un hombre ciego y lleno de prejuicios podría afirmar tal cosa. Quien toma y lee los textos en el sentido natural y real que tienen, llega sin ninguna duda a la absoluta seguridad de que Cristo efectivamente tenía el propósito y la convicción de volver pronto al Juicio Universal.
Finalmente deducimos igual resultado de otra clase de palabras de Cristo, las que se refieren a la predicación del evangelio.
En efecto, si Cristo iba a volver tan pronto al Juicio Final, si, según sus propias palabras, los apóstoles hasta aquel momento no podrían terminar ni siquiera la conversión de la Palestina, ¿qué objeto tenía entonces una conversión del mundo que en ningún caso hasta su vuelta podía realizarse?.
Y así vemos que Cristo considera que tanto su propia tarea, como la de los apóstoles, consiste tan sólo en convertir a los judíos y hasta prohibe a sus apóstoles predicar el evangelio a los paganos. He aquí sus palabras.
"No vayáis a los paganos, sino a las ovejas perdidas de Israel". (Mat. 10, 5). "He sido mandado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel. (Mat, 15, 24). "Vosotros seréis mis testigos en Jerusalem y en toda la Judea y Samaria y hasta los límites del país". (Actos de los Ap. 1, 8). "Id y predicad a todas las tribus (las doce tribus de Israel) y bautizadlas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". (Mat. 28, 19).
En consecuencia los apóstoles se limitaron a predicar tan sólo a los judíos de Palestina, salvo muy raras excepciones, como lo es la conversión del capitán pagano Cornelio (Actos 10) que, por otra parte, dio motivo a violentas recriminaciones por parte de los judíos convertidos a la fe cristiana, pues éstos consideraban a las gentes extrañas a su raza, y en especial a los romanos, como gente inferior, a los cuales calificaban de perros inmundos.
Como condición previa para admitirlos en las nuevas creencias, exigían de ellos el cumplimiento de los actos y reglas de Moisés. Sólo la autoridad de San Pablo pudo imponer –después de muchas luchas- el reconocimiento de la propagación del Evangelio entre los paganos. La resolución definitiva fue tomada recién en el concilio de los apóstoles en el año 50 (Actos 15).
Esta resolución fue facilitada por los grandes milagros que San Pablo había efectuado entre los paganos, considerándoselos como una aprobación de la obra del apóstol por parte de Dios. Sólo así se explica esta medida que contrariaba al espíritu y a la práctica de Cristo y su expreso mandato.
En efecto, si Cristo hubiese alguna vez encargado a los apóstoles predicar el Evangelio también a los paganos, esas dificultades jamás habrían surgido. Pero Cristo no encomendó tal prédica, porque estaba seguro de su próxima vuelta al mundo para el Juicio Final.
En resumen, podemos ahora constatar que Cristo, en mil diferentes oportunidades y en mil variaciones, anunció su próximo retorno al mundo, que este era el "amén" de toda su prédica, y la sanción de su Evangelio, debiendo su vuelta realizarse en vida de la generación que le era contemporánea.
Y ahora estos mismos hechos, aunque ya estén comprobados, recibirán su confirmación definitiva en los escritos de los apóstoles, los continuadores inmediatos del Mesías.
II
LA PROFECÍA DE CRISTO EN LOS ESCRITOS DE LOS APÓSTOLES
Nadie mejor que los mismos apóstoles debían conocer la doctrina de Cristo y su verdadero significado. Ellos habían seguido a Jesús desde sus primeros pasos, y de él habían recibido prácticamente su doctrina, le habían escuchado sus predicciones, y adquirido la convicción de su próximo regreso.
Imbuidos de estas ideas y francamente convencidos de ola verdad de su vaticinio, no omitieron nunca en su campaña de difusión del nuevo espíritu creado por el Maestro, la mención de su próxima vuelta, insistiendo en este hecho, y transformándolo en uno de los más sólidos pilares de la doctrina, y en uno de los alicientes e incentivos más seductores para atraer a la masa de los oyentes.
Si estos apóstoles, los discípulos más selectos, los continuadores de la cruzada elegidos por el mismo Mesías para llevar su verbo a todos los rincones de Palestina, expresan clara y precisamente en sus escritos la seguridad del regreso del Redentor, nosotros logramos presentar un nuevo argumento tan fidedigno, tan contundente, tan indestructible como el primero, del error que el transcurso del tiempo ha permitido ver que existía en ese anunció, y en esa doctrina.
Ahora bien, quien ha dejado más escritos, en los cuales, con una sinceridad, claridad e insistencia que a veces confunden, preanuncia la próxima vuelta de Cristo al mundo, es el apóstol Pablo el que por su incansable actividad ha contribuido más que nadie a la divulgación de la doctrina cristiana. Como el estudio de sus cartas me ha ocupado durante ocho años, y la versión que hice de ellas mereció señalados elogios por ser la primera y única traducción fiel (1), hablo aquí más que nunca con absoluto conocimiento de causa. He aquí los testimonios:
PRIMER TESTIMONIO
(Carta a los Corintios – 1. Cor. 15, 51)
"Mirad, os anuncio una profecía: no todos nosotros moriremos; pero todos seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, en el último toque de la trompeta. Pues sonará la trompeta y entonces tanto los muertos resucitarán en incorruptibilidad, como nosotros seremos transformados, porque es necesario que esto corruptible sea vestido de incorrupción y esto mortal de inmortalidad".
Esta palabra de San Pablo no puede ser más clara. El apóstol está absolutamente convencido que el Juicio Final lo encontrará a él y a los corintios en general, con vida todavía. Cree que al último toque se levantarán los muertos vestidos de un cuerpo incorruptible, y que él y los corintios entonces, se transformarán en un momento, cambiando su cuerpo mortal por un cuerpo inmortal.
SEGUNDO TESTIMONIO
(Carta a los Tesalónicos – 1. Tes. 4, 13)
"Sobre la suerte de los dormidos (muertos) no quisiéramos dejaros en ignorancia, hermanos, para que no os aflijáis como los demás que no tienen ninguna esperanza. Porque, como creemos que Jesús después de haber muerto resurgió, así Dios llevará a los dormidos por Jesús y con él, arriba hacia sí".
"Pues os aseguramos con una palabra del Señor, que nosotros, que estamos todavía en el mundo y quedaremos vivos hasta la vuelta del Señor, no llegaremos por eso antes que los dormidos a la meta. Porque cuando el toque de alarma retumbe y el Arcángel su voz levante, la trompeta de Dios suene, y el Señor mismo descienda del Cielo, entonces primero surgirán los muertos en Cristo;: recién después también nosotros, que quedamos en vida, seremos llevados juntos con ellos hacia el Señor".
Para comprender el motivo que determinó esas manifestaciones de San Pablo, es necesario recordar que los tesalónicos estaban inquietos por la demora de la vuelta de Cristo, tantas veces prometida, y esta inquietud creció, cuando algunos miembros de la colectividad cristiana murieron; pues se temía que ellos no podrían participar en la vuelta de Cristo. Con esta preocupación se dirigieron a San Pablo, quien entonces les escribió el párrafo citado. El efecto fue sorprendente. Los tesalónicos, seguros ahora de la inminencia de la vuelta de Cristo, hasta dejaron de trabajar (2 Tes. 3, 11), no pensando en otra cosa, sino en la llegada de Cristo. En esta seguridad fueron excitados por exaltados, que en las reuniones religiosas (1) se daban por posesos del Espíritu Santo, vaticinando la inminente llegada de Cristo, como si ésta fuera ya un hecho.
El apóstol, enterado de este estado anormal, se vio obligado a dirigirse nuevamente a los tesalónicos, y en un pasaje un tanto confuso de esta segunda carta, niega haber dicho que el día del Señor hubiese llegado ya, desautorizando a la vez a los exaltados. Recuerda a los tesalónicos haberles dicho, que antes de la vuelta del Señor debería aparecer el Anticristo, cuyos primeros indicios ya se notan, el que pronto vendrá seguido por Cristo, quien lo matará.
En otras palabras: San Pablo no retira sus anteriores manifes-taciones, sino que las suaviza para confirmarlas nuevamente. He aquí el texto:
TERCER TESTIMONIO
(SEGUNDA CARTA A LOS TESALÓNICOS – 2. TES. 2, 1)
"Os rogamos hermanos no exaltaros tan pronto por la vuelta del Señor Jesucristo y nuestra unión con él, y no dejaros confundir ni por un exaltado, ni por una supuesta palabra o una carta de nosotros, como si nosotros hubiésemos dicho: el día del Señor ya está. ¡Que nadie os engañe de ninguna manera!".
"Porque primero debe venir el apóstata, el gran malhechor, el hijo de la perdición, aquel opositor que se levanta por encima de todo lo que se llama Dios y divino, de tal suerte, que se siente en el templo de Dios (en Jerusalem), haciéndose pasar por Dios. ¿No os recordáis que os decía esto, cuando estaba todavía con vosotros?".
"Y ahora aprended también el obstáculo que recién lo deja aparecer en su tiempo. Porque aquella profecía ya se engendra. Sólo falta que aquél que retiene la iniquidad, se quite de en medio, y entonces se manifestará el inicuo a quien el Señor en su magnífica aparición matará y aniquilará con un soplo de su boca, y cuya presentación, como obra de Satán, se produce con toda clase de milagros y signos falaces, y con toda clase de seducciones en castigo de los condenados, porque han rechazado la doctrina de la verdad, por la cual debían salvarse".
CUARTO TESTIMONIO
(PRIMERA CARTA A LOS CORINTIOS – 1. COR. 7, 25)
Este testimonio tiene su origen en una pregunta que por carta hicieron los corintios al apóstol, porque también ellos creían la próxima llegada de Cristo y sabían las angustias que a este acontecimiento precedían. Seguramente conocían también la palabra de Cristo: "¡Ay de las preñadas y de las que críen en aquellos días!". (Mat. 24, 19). Por esta razón le preguntaron a San Pablo si en vista de todo esto no sería mejor que los padres de hijas núbiles impidieran que éstas se casaran ; pues en aquel tiempo decidía el padre sobre el casamiento de las hijas. San Pablo, fiel a su convicción del próximo fin del mundo contesta a la pregunta con las siguientes palabras: "Respecto a las vírgenes no he recibido ningún mandamiento por el Señor; pero puedo dar un consejo en esta causa, por cuanto el Señor me dio la gracia de ser buen consejero". "Creo, pues, que por la inminente angustia es lo mejor que ellas queden así (es decir: vírgenes), ya que para cada uno de nosotros sería lo mejor estar así". "Si ya estás ligado a una mujer, no busques la separación. En cambio si estás libre de mujer, no la busques". "Pero si a pesar de esto te casaras, no cometerás ningún pecado. Tampoco pecaría la virgen si se casa, pero sufrirá angustias terrestres, de las cuales yo os quisiera preservar". "Porque os digo, hermanos míos, que nuestro tiempo está muy escasamente medido". "Por eso también aquellos que tienen mujer, vivan así, como si no la tuvieran; y los que lloran, vivan así como los que no lloran; los que se alegran así como quienes no se alegran; los que comercian con el mundo, así como quienes no comercian con él". "Porque la gloria de este mundo pasa". A estas palabras de San Pablo agrego tan solo, que si los cristianos hubiesen seguido el consejo del apóstol, no tendría yo necesidad de escribir este libro. Los siguientes testimonios serán reproducidos sin comentario alguno, ya que no lo necesitan.
QUINTO TESTIMONIO
(1. Cor. 1, 4)
"Siempre agradezco a Dios por vosotros, debido a la gracia que Dios os ha dado en Jesucristo". "Porque en él habéis conseguido superabundancia en todo sentido: en toda clase de lenguas y de inteligencia (por lo cual la doctrina de Cristo fue confirmada entre vosotros) de suerte, que no os falta ningún don del Espíritu y sólo esperáis la aparición de Nuestro Señor Jesucristo".
SEXTO TESTIMONIO
(Carta a los Filipos – Fil. 1, 9)
"Y por eso ruego que vosotros, amados míos, aumentéis cada vez más en sabiduría y verdadera inteligencia, para distinguir lo bueno de lo malo, de suerte que estéis íntegros y sin manchas en el día de Cristo, cargados con los frutos de la justicia".
SEPTIMO TESTIMONIO
(Fil. 3, 20)
"Nuestra patria en cambio es el Cielo. De allí también esperamos nosotros al Señor Jesucristo como nuestro redentor. Él transformará nuestro cuerpo miserable para ser semejante a su cuerpo transfigurado, mediante la facultad que tiene de poder sujetar a sí todas las cosas". "Luego de esta esperanza, mis muy queridos hermanos, mi alegría y mi corona, estad firmes en el Señor".
OCTAVO TESTIMONIO
(1. Tes. 5, 23)
"Pero él mismo, el Dios de la paz, os santifique enteramente, y vuestro espíritu, alma y cuerpo, queden conservados inmaculados hasta la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo. Él que os llamó, responde, que también lo hará".
NOVENO TETSTIMONIO
(2. Tes. 1, 6)
"Es pues, justo, que Dios (1):
1) retribuya con angustia a vuestros opresores.
2) pero de alivió a vosotros, los oprimidos en unión con nosotros";
Ad 1) "cuando el Señor Jesús con los ángeles, como ejecutores de su poder, aparece desde el Cielo para castigar con llamas de fuego a aquellos (paganos) que no quieren saber nada de Dios, y a aquellos (judíos), que no prestan obediencia al Evangelio de Nuestro Señor Jesús. Y éstos sufrirán, como castigo, la eterna perdición, separados de la faz del Señor y de su gloria y potencia";
Ad 2) "cuando vendrá en aquel día, para ser glorificado en sus santificados y (rodeados de todos vosotros, que habéis aceptado la fe) para ser admirado".
DÉCIMO TESTIMONIO
(1. Tim. 6, 13)
"Te amonesto delante de Dios, quien llena todo con vida, y delante de Jesucristo, quien ratificó nuestra hermosa confesión con la muerte, que te conserves sin mancha y sin reproche en la doctrina, hasta la aparición de Nuestro Señor Jesucristo".
UNDÉCIMO TESTIMONIO
(Tit. 2, 11)
"Porque la gracia de Dios evidenció su poder redentor en todos los hombres, pues nos induce a deponer la iniquidad y los deseos mundiales, a vivir sobrios, justos y piadosos en este mundo, y a esperar nuestra beata esperanza; la aparición de la majestad de Nuestro Gran Dios y Redentor Jesucristo".
DUODÉCIMO TESTIMONIO
Terminamos las citas de las cartas de San Pablo con algunas frases aparecidas en sus escritos y dichas de paso: "Esto fue escrito para prevenirnos a nosotros, sobre los que ha venido el fin de los tiempos". (1. Cor. 10, 11).
"El Señor está cerca". (Fil. 4, 5).
"Porque la salvación no está ahora más cerca que cuando hemos aceptado la fe". (Rom. 13, 11)
"Pero sepa que para estos últimos tiempos cosas terribles están por llegar". (2. Tim. 3, 11).
En lo sucesivo citaré también algunos otros apóstoles, para que el lector vea que también ellos creían en la próxima vuelta de Cristo.
DÉCIMO TERCER TESTIMONIO
(Carta de San Juan – 1. Juan 2, 18)
"Hijos, ya está la última hora, y como habéis oído que viene un Anticristo, así existen ahora muchos Anticristos. En esto se conoce la última hora".
DÉCIMO CUARTO TESTIMONIO
(Carta de San Pedro – 1. Pedro 4, 7)
"Ha llegado el fin del mundo".
Esta manifestación le salió a San Pedro –como parece- al revés de lo que había él mismo pensado. Pues la gente, cansada de oír tanto de la vuelta de Cristo y del fin del mundo, sin ver ni lo uno ni lo otro, empezó a murmurar y burlarse de la profecía.
San Pedro, quien siempre se había destacado por su temperamento bastante colérico, escribió enseguida toda una carta en la cual, con el fin de poner coto a estas opiniones irrespetuosas y subversivas, ataca a esos cristianos con un lenguaje bastante inusitado en este género de correspondencia (1).
El argumento de esta carta de San Pedro es el siguiente:
"Dios os ha dado las más grandes y más preciosas promesas, mediante las cuales os haréis partícipes de la naturaleza divina en el día del Juicio Final (2. Pedro 1, 4). Pero hay que cultivar las virtudes y evitar los vicios; entonces, la entrada al reino eterno os quedará abierta (2. Pedro 1, 11); "Porque no os hemos dado a conocer la poderosa vuelta de Nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas inventadas, sino por haber visto su majestad con nuestros propios ojos". (2. Pedro 1, 16).
"Pero hay falsos profetas, aún entre vosotros (2, 1), que seducen a muchos; pero a todos ellos castigará Dios en el Día del Juicio (2, 9). Habría sido mejor para ellos no haber conocido nunca el camino de la salvación (2, 21). Escribí esta carta para que recordéis siempre la doctrina de los apóstoles".
"Pues sabed antes de nada que en los últimos días vendrán burladores que andan tras sus propios deseos y dirán: "¿Dónde está su prometido retorno?". (3, 2).
"Pero no olvidéis que delante del Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no difiere el cumplimiento de su promesa (aunque algunos la tengan por tardanza), sino es paciente para con nosotros, porque no quiere que perezca nadie, sino que todos se dejen conmover a la penitencia". (3, 8).
"Pero vendrá el día del Señor como un ladrón. En él, el Cielo estrellado pasará con gran estruendo y la Tierra con todo lo que está en ella será quemada". (3, 10).
"Si por lo tanto, este Universo se disolverá, cuanto más estáis entonces obligados a una vida en santas y piadosas conversaciones – vosotros que con ansia esperáis la llegada del día de Dios…". (3, 12).
"Por eso, amados, ya que vosotros esperáis tal cosa, procurad que seáis hallados de él sin mácula, sin reprensión y en paz". (3, 14).
"¡Aprovechad, pues, la paciencia del Señor para vuestra salvación!".
"Así también ha escrito nuestro querido hermano Pablo (con la sabiduría que le ha sido dada) en todas sus cartas, en las cuales habla de esto; entre lo cual hay algunas cosas difíciles de entender, y las que los indoctos e inconstantes tuercen en su perdición, como lo hacen también con otros textos de la escritura". (3, 16).
Des esta carta del apóstol Pedro deducimos lo siguiente:
Primero: ya en tiempos de los apóstoles muchos cristianos se dieron cuenta que la vuelta de Cristo era una fábula.
Segundo: San Pedro trata de explicar la aparente demora, diciendo que se debe a la paciencia del Señor delante del cual mil años son como un día, y un día mil años, produciendo con esta comparación una confusión, pues este criterio no es del caso por cuanto Cristo no se había referido a años o días, sino sólo prometido volver en la generación contemporánea, estando los apóstoles todavía con vida. Luego no hay aquí cuestión alguna de mil años.
Tercero: San Pedro busca otra salida, diciendo que las manifestaciones de San Pablo sobre la vuelta de Cristo son en parte obscuras y difíciles para entender. Esto no es cierto, como hemos visto. Lo único que hay es que San Pedro, en el gran apuro en que le han colocado, trata de ocultar el verdadero sentido de la profecía en cuestión.
Cuarto: a pesar de todo repite el apóstol Pedro varias veces, que pronto ha de llegar el día del Señor y que todos estén listos, pues Cristo no tardará en volver.
Y con esta promesa de la vuelta de Cristo se ha ido desde los tiempos de los apóstoles de siglo en siglo.
La historia eclesiástica relata que antes del año 1,000 innumerables personas se volvieron locas o se mataron por miedo de la próxima llegada de Cristo. Ahora dicen que es el año 2,000. Cuando estaba en el primer tiempo en el convento, teníamos un padre (W. W.) quien de libros proféticos, especialmente de "mujeres santas", sabía calcular que la abuela del Anticristo ya debía estar en el mundo, y que el fin de éste sería infaliblemente antes del año 2,000!.
No necesito repetir que no hay ya posibilidad de una vuelta de Cristo, y que el mundo después del año 2,000, seguirá existiendo como antes. Lo que hay es que los teólogos, desde los tiempos de los apóstoles, han querido dar a esta profecía de Cristo un tiempo indefinido para crear una eterna ilusión en el creyente y justificar la subsistencia de la Iglesia y la sucesión de los apóstoles.
La profecía de la vuelta de Cristo se ha convertido en la famosa espiga de trigo del carro del labriego, que éste utilizaba para hacer avanzar a su asno.
Lo que a nosotros interesa en este asunto es el hecho que Cristo ha emitido una profecía que no se ha cumplido.
Este hecho –sea cual fuere la interpretación que se le dé- nos demuestra, más que ningún otro, que Cristo no era Dios. Cualquier tentativa de salvar la divinidad de Cristo fracasa ante este hecho. El lector, quien sin prejuicio alguno ha leído este capítulo, no puede menos que reconocer esta gran verdad.
CAPÍTULO TERCERO
LA DIVINIDAD DE CRISTO A LA LUZ DE SUS MILAGROS Y DOCTRINAS (*)
I LOS MILAGROS DE CRISTO
II LA DOCTRINA DE CRISTO
CONCLUSIÓN
SEGUNDA PARTE
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO – EL DIOS DEL VIEJO Y NUEVO TESTAMENTO (*)
I DIOS EN EL VIEJO TESTAMENTO
II EL DIOS DEL NUEVO TESTAMENTO
CAPÍTULO SEGUNDO – LA BIBLIA (*)
I LAS TRES CULTURAS DE LA INDIA, CALDEA Y PALESTINA
II EL ORIGEN VERDADERO DEL VIEJO TESTAMENTO
III EL ORIGEN VERDADERO DEL NUEVO TESTAMENTO
IV ALGUNAS PRUEBAS DE LA IDENTIDAD DE LOS TEXTOS
V LAS DEMAS FUENTES DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
CONCLUSIÓN
TERCERA PARTE
LAS DIFERENCIAS ENTRE LA DOCTRINA DE CRISTO Y LA DE LAS IGLESIAS CRISTIANAS (*)
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO – EL PECADO ORIGINAL Y EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS (*)
I LA NATURALEZA DEL PECADO ORIGINAL, SU ADQUISICIÓN, EFECTOS Y EXTINCIÓN
II LA BIBLIA SOBRE EL BAUTISMO
III LA INTRODUCCIÓN DEL PECADO ORIGINAL EN LA RELIGIÓN DE CRISTO
IV EL VERDADERO SENTIDO DEL TEXTO DE LA CARTA DE SAN PABLO
V CONSIDERACIONES FINALES
CAPÍTULO SEGUNDO – LA CONFESIÓN Y EL PECADO MORTAL(1) (*)
I EL PERDÓN DE LOS PECADOS SEGÚN CRISTO
II EL PERDÓN DE LOS PECADOS SEGÚN LOS TEOLÓGOS Y EN LA IGLESIA DE HOY
III LO QUE ALEGAN LOS TEOLOGOS PARA JUSTIFICAR LA CONFESIÓN DE HOY
IV EL ERROR DE ESTA LÓGICA
V CÓMO Y CÚANDO SE EFECTUO LA TRANSFORMACIÓN DE LA CONFESIÓN APOSTÓLICA EN LA DE HOY
VI LOS GRANDES INCONVENIENTES Y LA INCOMPATIBILIDAD DE LA DOCTRINA TEOLÓGICA CON LA DOCTRINA DE CRISTO RESPECTO DE LA CONFESIÓN
CAPÍTULO TERCERO – MATRIMONIO Y EXTREMAUNCIÓN (*)
I EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
II EL SACRAMENTO DE LA EXTREMAUNCIÓN
CAPÍTULO CUARTO – LA MISA Y LA COMUNIÓN (*)
I EL CARÁTER RELIGIOSO DE LA MISA Y DE LA COMUNIÓN
II LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA EN LOS TIEMPOS DE LOS APÓSTOLES Y HOY
III LAS PALABRAS DE LA TRANSUBSTANCIACIÓN, O SEA DE LA TRANSFORMACIÓN DEL PAN Y VINO EN EL CUERPO Y LA SANGRE DEL SEÑOR
CAPÍTULO QUINTO – LA INFALIBILIDAD DEL PAPA (*)
CONCLUSIÓN
CUARTA PARTE
LA MORAL DE CRISTO Y DE LA IGLESIA (*)
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO PRIMERO – LA FALTA DE CARIDAD EN LA IGLESIA
CAPÍTULO SEGUNDO – LA TRANSFORMACIÓN DE LA RELIGIÓN EN SIMBOLISMO
CAPÍTULO TERCERO – LA AVARICIA DE LA IGLESIA
CAPÍTULO CUARTO – LA SOBERBIA FARISAICA EN LA IGLESIA
CAPÍTULO QUINTO – EL AFAN DE LA IGLESIA PARA EL PODER MUNDIAL
CAPÍTULO SEXTO – LA EDUCACIÓN DEL CLERO PARA EL CELIBATO
CONCLUSIÓN
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FIN
He de concluir mi obra. En la primera parte vimos que Cristo no era ni es Dios. En la segunda parte se ha demostrado que el Dios del Viejo y Nuevo Testamento, lejos de ser el Ser Supremo, no es más que un ídolo nacional judaico, y que la Biblia carece de toda autenticidad y veracidad, siendo en gran parte una simple copia de "Libros Sagrados" de otros pueblos. En la tercera parte se expuso la transformación de la religión cristiana en un sistema teológico completamente ajeno a la doctrina de Cristo. Finalmente, en la cuarta parte, se puso de relieve la inmensa diferencia entre la conducta de Cristo y de los apóstoles por un lado, y la práctica de sus representantes y sucesores por el otro.
He aquí un cristianismo sin Cristo, sin Dios, sin libros sagrados, sin representación doctrinal, y sin representantes legítimos. Esto es: un cristianismo no sólo decapitado, sino científicamente descuartizado.
Creo haber tratado cada uno de aquellos tópicos con criterio sereno y sin dejarme arrastrar por la pasión.
Creo, además, que mis razones desde todo punto de vista, son convincentes para quien sabe juzgar sin prejuicio alguno.
Creo, finalmente, haber cumplido con un deber ineludible al haber escrito este libro, para que el mundo entero se dé cuenta de cómo se le oculta la verdad religiosa y cuál es esta verdad.
No es posible que los pueblos hoy cristianos sigan viviendo de ilusiones religiosas y de leyendas anticuadas, cuya falsedad está tan a la vista. No es posible que ellos sigan sacrificando las vidas de jóvenes entusiastas e inexpertos a un terrible engaño y entreguen su dinero y sus bienes a una iglesia que devoraría a todo el mundo si le fuera posible.
Es por lo tanto una verdadera obligación sagrada para cuantos conocen la verdad, difundirla todo cuanto sea posible. Siendo el culto de la verdad la mejor religión, será su propagación un verdadero acto religioso. Y la Humanidad que tanto ha sufrido por persecuciones religiosas, recién podrá llegar a la verdadera fraternidad cuando estén abolidos todos los ídolos, y cuando no se conozca más que un solo Ser Supremo y una sola familia humana.
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Y ahora, mis queridos ex – cofrades, toca a vosotros o seguir con la farsa o adherirse a la verdad.
Es, naturalmente, más cómodo quedarse con la farsa y desoír la voz de la verdad. Así no sufriréis la pérdida del bienestar en que os encontráis, ni tendréis necesidad de buscar otra clase de ocupación, para empezar una nueva vida, como tuve que hacerlo yo. Seguiréis siendo curas, pero sabedlo bien: contra vuestra conciencia y perpetuando un engaño, por cuya razón, tarde o temprano, seréis el desprecio de cuantos conocen la verdad de las cosas y la falsedad de vuestra pretendida religión.
En cambio, qué ejemplo daríais al mundo entero si, convencidos del engaño que se ha hecho con la religión, y del cual sois víctimas al igual que yo, tuvierais el coraje, no sólo de acatar la verdad, sino de convertiros en sus más ardientes defensores. Cada uno de vosotros que lo hiciera, hallaría –no os quepa la menor duda- el aplauso del mundo íntegro, por tal acto verdaderamente heroico. Y lo que más vale; tendríais la conciencia tranquila por haber cumplido con vuestro más grande deber: el de seguir y de predicar la verdad. Como hasta ahora habéis sido ciegos y guías de ciegos, así, en lo sucesivo, seáis sus guías hacia la verdad, y la verdad os librará (Juan 8, 32).
FIN DE
"LA DESILUSIÓN DE UN SACERDOTE
Rolando Javier Juárez Pérez