VII. LA FUERZA DE TRABAJO
Después de analizar, en la medida en que podíamos hacerlo en un examen tan rápido, la naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de encaminar nuestra atención al peculiar valor del trabajo. Y aquí, nuevamente tengo que provocar vuestro asombro con otra aparente paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que lo que vendéis todos los días es vuestro trabajo; de que, por tanto, el trabajo tiene un precio, y de que, puesto que el precio de una mercancía no es más que la expresión en dinero de su valor, tiene que existir, sin duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como valor del trabajo, en el sentido corriente de la palabra. Hemos visto que la cantidad de trabajo necesario cristalizado en una mercancía constituye su valor. Aplicando ahora este concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor de una jornada de trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se encierra en esta jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una jornada de trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la cantidad de trabajo contenido en aquélla, haríamos una afirmación tautológica, y además sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero pero oculto de la expresión "valor del trabajo ", estaremos en condiciones de explicar esta aplicación irracional y aparentemente imposibíe del valor, del mismo modo que estamos en condiciones de explicar los movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos celestes, después de conocer sus movimientos reales.
Lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es así, que no sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes continentales, fijan el máximo de tiempo por el que una persona puede vender su fuerza de trabajo Si se le permitiese venderla sin limitación de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, le convertiría inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono.
Tomás Hobbes, uno de los más viejos economistas y de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviathan, instintivamente, este punto, que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice Hobbes: "Lo que un hombre vale o en lo que se estima es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por el uso de su fuerza. "[12]
Partiendo de esta base, podemos determinar el valor del trabajo, como el de cualquier otra mercancía.
Pero, antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese fenómeno extraño de que en el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que poseen tierras, maquinaria, materias primas y medios de vida. cosas todas que, fuera de la tierra virgen, son otros tantos productos del trabajo, y de otro lado, un grupo de vendedores que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros? ¿Cómo se explica que uno de los grupos compre constantemente para obtener una ganancia y enriquecerse, mientras que el otro grupo vende constantemente para ganar el sustento de su vida? La investigación de este problema sería la investigación de aquello que los economistas denominan "acumulación previa u originaria ", pero que debería llamarse, expropiación originaria. Y veríamos entonces que esta llamada acumulación originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad originaria que existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo. Sin embargo, esta investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual. Una vez consumada la separación entre el trabajador y los medios de trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá sobre una escala cada vez más alta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de producción lo eche por tierra y restaure la primitiva unidad bajo una forma histórica nueva.
¿Qué es, pues, el valor de la fuerza de trabajo?
Al igual que el de toda otra mercancía, este valor se determina por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. La fuerza de trabajo de un hombre existe, pura y exclusivamente, en su individualidad viva. Para poder desarrollarse y sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos de primera necesidad. Pero el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser reemplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para su propio sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza. Para nuestro objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes insignificantes. Debo, sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar que, del mismo modo que el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta calidad es distinto, tienen que serlo también los valores de la fuerza de trabajo aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en un error, es un deseo absurdo, que jamás llegará a realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que admite las premisas y pretende rehuir las conclusiones. Sobre la base del sistema del salario, el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de otra mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el mercado de trabajo. Pedir une retribución igual, o simplemente una retribución equitativa, sobre la base del sistema del salariado, es lo mismo que pedir libertad sobre la base de un sistema esclavista. Lo que pudierais reputar justo o equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo necesario e inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según lo que dejamos expuesto, el valor de la fuerza de trabajo se determina por el valor de los artículos de primera necesidad exigidos para producir, desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo.
VIII. LA PRODUCCIÓN DE LA PLUSVALÍA
Supongamos ahora que el promedio de los artículos de primera necesidad imprescindibles diariamente al obrero requiera, para su producción, seis horas de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas condiciones, los tres chelines serían el precio o la expresión en dinero del valor diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas, produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de sus artículos diarios de primera necesidad o para mantenerse como obrero.
Pero nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Si la vende por tres chelines diarios o por dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de un hilador. Si trabaja seis horas al dia, incorporará al algodón diariamente un valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaria un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o plusproducto. Aqui es donde tropezamos con la verdadera dificultad.
Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la mercancia comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa poniéndole a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. La jornada de trabajo o la semana de trabajo tienen, naturalmente, ciertos limites, pero sobre esto volveremos en detalle más adelante.
Por el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo se determina por la cantidad de trabajo necesario para su conservación o reproducción, pero el uso de esta fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía activa y la fuerza física del obrero. El valor diario o semanal de la fuerza de trabajo y el ejercicio diario o semanal de esta misma fuerza de trabajo son dos cosas completamente distintas, tan distintas como el pienso que consume un caballo y el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al jinete. La cantidad de trabajo que sirve de límite al valor de la fuerza de trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo que su fuerza de trabajo puede ejecutar.
Tomemos el ejemplo de nuestro hilador. Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacia con su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo, tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto.
Si, por ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo diario de seis horas, añadia al algodón un valor de tres chelines, valor que constituye un equivalente exacto de su salario, en doce horas incorporará al algodón un valor de seis chelines y producirá el correspondiente superávit de hilo. Y, como ha vendido su fuerza de trabajo al capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres chelines, el capitalista realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto de un valor en el que hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a cambio un valor en el que hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir diariamente esta operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines y se embolsará cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en pagar nuevos salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún equivalente. Este tipo de intercambio entre el capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción capitalista o al sistema del asalariado, y tiene incesantemente que conducir a la reproducción del obrero como obrero y del capitalista como capitalista.
La cuota de plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el plustiempo o plustrabajo destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de trabajo se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su trabajo, se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a reponer su salario.
IX. EL VALOR DEL TRABAJO
Ahora tenemos que volver a la expresión de "valor o precio del trabajo".
Hemos visto que, en realidad, este valor no es más que el de la fuerza de trabajo medido por los valores de las mercancías necesarias para su manutención. Pero, como el obrero sólo cobra su salario después de realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega realmente al capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor o precio de su fuerza de trabajo es el precio o valor de su trabajo mismo. Si el precio de su fuerza de trabajo son tres chelines, en los que se materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce horas, forzosamente considera esos tres chelines como el valor o precio de doce horas de trabajo, aunque estas doce horas de trabajo representan un valor de seis chelines. De aquí se desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del precio o valor del trabajo mismo, aunque en rigor las expresiones de valor y precio del trabajo carecen de sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo retribuido.
Esta apariencia engañosa distingue al trabajo asalariado de las otras formas históricas del trabajo. Dentro del sis tema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo de los esclavos parece trabajo no retribuido hasta la parte del trabajo que se paga. Naturalmente, para poder trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de trabajo sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su amo no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra y venta, parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos decir hasta ayer mismo, en todo el oriente de Europa. Este campesino trabajaba, por ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le había sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar obligatoriamente'y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos partes del trabajo, la pagada y la no retribuida, aparecían separadas visiblemente, en el tiempo y en el espacio, y nuestros liberales rebosaban indignación moral ante la idea absurda de que se obligase a un hombre a trabajar de balde.
Pero, en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí, en su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis para su patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del trabajo no retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de toda la transacción se disfrace completamente con la interposición de un contrato y el pago abonado al final de la semana En el primer caso el trabajo no retribuido parece entregado voluntariamente y, en el otro, arrancado por la fuerza. Tal es toda la diferencia.
Siempre que emplee las palabras "valor del trabajo ", las emplearé como término popular para indicar el "valor de la fuerza de trabajo ".
X. SE OBTIENE GANANCIA VENDIENDO UNA MERCANCÍA POR SU VALOR
Supongamos que una hora media de trabajo se materialice en un valor de seis peniques, o doce horas medias de trabajo en un valor de seis chelines. Supongamos, asimismo, que el valor del trabajo represente tres chelines o el producto de seis horas de trabajo. Si en las materias primas, maquinaria, etc., que se consumen para producir una determinada mercancía, se materializan veinticuatro horas medias de trabajo, su valor ascenderá a doce chelines. Si, además, el obrero empleado por el capitalista añade a estos medios de producción doce horas de trabajo, estas doce horas se materializan en un valor adicional de seis chelines. Por tanto, el valor total del producto se elevará a treinta y seis horas de trabajo materializado, equivalente a dieciocho chelines. Pero, como el valor del trabajo o el salario abonado al obrero sólo representa tres chelines, resultará que el capitalista no abona ningún equivalente por las seis horas de plustrabajo rendidas por el obrero y materializadas en el valor de la mercancía. Por tanto, vendiendo esta mercancía por su valor, por dieciocho chelines, el capitalista obtendrá un valor de tres chelines, sin desembolsar ningún equivalente a cambio de él. Estos tres chelines representarán la plusvalía o ganancia que el capitalista se embolsa. Es decir, que el capitalista no obtendrá la ganancia de tres chelines por vender su mercancía a un precio que exceda de su valor, sino vendiéndola por su valor real.
El valor de una mercancía se determina por la cantidad total de trabajo que encierra. Pero una parte de esta cantidad de trabajo se materializa en un valor por el que se abonó un equivalente en forma de salarios; otra parte se materializa en un valor por el que no se pagó ningún equivalente. Una parte del trabajo encerrado en la mercancía es trabajo retribuido; otra parte, trabajo no retribuido. Por tanto, cuando el capitalista vende la mercancía por su valor, es decir, como cristalización de la cantidad total de trabajo invertido en ella, tiene necesariamente que venderla con ganancia. Vende no sólo lo que le ha costado un equivalente, sino también lo que no le ha costado nada, aunque haya costado el trabajo de su obrero. Lo que la mercancía le cuesta al capitalista y lo que en realidad cuesta, son cosas distintas. Repito, pues, que las ganancias normales y medias se obtienen vendiendo mercancías no por encima de su verdadero valor sino a su verdadero valor.
XI. LAS DIVERSAS PARTES EN QUE SE DIVIDE LA PLUSVALÍA
La plusvalia, o sea aquella parte del valor total de la mercancía en que se materializa el plustrabajo o trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia. Esta ganancia no se la embolsa en su totalidad el empresario capitalista. El monopolio del suelo permite al terrateniente embolsarse una parte de esta plusvalía bajo el nombre de renta del suelo, lo mismo si el suelo se utiliza para fines agrícolas que si se destina a construir edificios, ferrocarriles o a otro fin productivo cualquiera. Por otra parte, el hecho de que la posesión de los medios de trabajo permita al empresario ca pitalista producir una plusvalía o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse una determinada cantidad de trabajo no retribuido, permite al propietario de los medios de trabajo, que los presta total o parcialmente al empresario capitalista, en una palabra, permite al capitalista que presta el dinero, reivindicar para sí mismo otra parte de esta plusvalía, bajo el nombre de interés, con lo que al empresario capitalista, como tal, sólo le queda la llamada ganancia industrial o comercial.
Con arreglo a qué leyes se opera esta división del importe total de la plusvalía entre las tres categorías de gentes mencionadas, es una cuestión que cae bastante lejos de nuestro tema. Pero, de lo que dejamos expuesto, se desprende, por lo menos, lo siguiente:
La renta del suelo, el interés y la ganancia industrial no son más que otros tantos nombres diversos para expresar las diversas partes de la plusvalía de una mercancía o del trabajo no retribuido que en ella se materializa, y brotan todas por igual de esta fuente y sólo de ella. No provienen del suelo como tal, ni del capital de por sí; mas el suelo y el capital permiten a sus poseedores obtener su parte correspondiente en la plusvalía que el empresario capitalista estruja al obrero. Para el mismo obrero, la cuestión de si esta plusvalía, fruto de su plustrabajo o trabajo no retribuido, se la embolsa exclusivamente el empresario capitalista o éste se ve obligado a ceder a otros una parte de ella bajo el nombre de renta del suelo o interés, sólo tiene una importancia secundaria. Supongamos que el empresario capitalista maneje solamente su capital propio y sea su propio terrateniente; en este caso, toda la plusvalía irá a parar a su bolsillo.
Es el empresario capitalista quien extrae directamente al obrero esta plusvalía, cualquiera que sea la parte que, en último término, pueda reservarse para sí mismo. Por eso, esta relación entre el empresario capitalista y el obrero asalariado es la piedra angular de todo el sistema del salariado y de todo el régimen actual de producción. Por consiguiente, no tenian razón algunos de los ciudadanos que intervinieron en nuestro debate, cuando intentaban empequeñecer las cosas y presentar esta relación fundamental entre el empresario capitalista y el obrero como una cuestión secundaria, aunque, por otra parte, si tenian razón al afirmar que, en ciertas circunstancias, una subida de los precios puede afectar de un modo muy desigual al empresario capitalista, al terrateniente, al capitalista que facilita el dinero y, si queréis, al recaudador de contribuciones.
De lo dicho se desprende, además, otra consecuencia.
La parte del valor de la mercancia que representa solamente el valor de las materias primas y de las máquinas, en una palabra, el valor de los medios de producción consumidos, no arroja ningún ingreso, sino que sólo repone el capital. Pero, aun fuera de esto, es falso que la otra parte del valor de la mercancia, la que proporciona ingresos o puede desembolsarse en forma de salarios, ganancias, renta del suelo e intereses, esté formada por el valor de los salarios, el valor de la renta del suelo, el valor de la ganancia, etc. Por el momento, dejaremos a un lado los salarios y sólo trataremos de la ganancia industrial, los intereses y la renta del suelo. Acabamos de ver que la plusvalía que se encierra en la mercancia o aquella parte del valor de ésta en que se materializa el trabajo no retribuido, se descompone, a su vez, en varias partes, que llevan tres nombres distintos. Pero afirmar que su valor se halla integrado o formado por la suma de los valores independientes de estas tres partes integrantes, seria decir todo lo contrario de la verdad.
Si una hora de trabajo se materializa en un valor de seis peniques, y si la jornada de trabajo del obrero es de doce horas, y la mitad de este tiempo es trabajo no retribuido, este plustrabajo añadirá a la mercancia una plusvalía de tres chelines; es decir, un valor por el que no se ha pagado equivalente alguno. Esta plusvalía de tres chelines representa todo el fondo que el empresario capitalista puede repartir, en la proporción que sea, con el terrateniente y el que le presta el dinero. El valor de estos tres chelines forma el límite del valor que pueden repartirse entre sí. Pero no es el empresario capitalista el que añade al valor de la mercanía un valor arbitrario para su ganancia, añadiéndose luego otro valor para el terrateniente, etc., etc., por donde la suma de estos valores arbitrariamente fijados representaría el valor total. Veis, por tanto, la falacia de la idea corriente que confunde la descomposición de un valor dado en tres partes con la formación de aquel valor mediante la suma de tres valores independientes, convirtiendo de este modo en una magnitud arbitraria el valor total, del que salen la renta del suelo, la ganancia y el interés.
Supongamos que la ganancia total obtenida por el capitalista sea de 100 libras esterlinas. Esta suma considerada como magnitud absoluta, la denominamos volumen de ganancia. Pero si calculamos la proporción que guardan estas 100 libras esterlinas con el capital desembolsado, a esta magnitud relativa la llamamos cuota de ganancia. Es evidente que esta cuota de ganancia puede expresarse bajo dos formas.
Supongamos que el capital desembolsado en salarios son 100 libras. Si la plusvalía creada arroja también 100 libras — lo cual nos demostraría que la mitad de la jornada de tra bajo del obrero está formada por trabajo no retribuido –, y si midiésemos esta ganancia por el valor del capital desem bolsado en salarios, diríamos que la cuota de ganancía era del 100 por 100, ya que el valor desembolsado sería cien y el valor producido doscientos.
Por otra parte, si tomásemos en consideración no sólo el capital desembolsado en salarios, sino todo el capital desembolsado, por ejemplo, 500 libras esterlinas, de las cuales 400 representan el valor de las materias primas, maquinaria, etc., diríamos que la cuota de ganancia sólo asciende al 20 por 100, ya que la ganancia de cien libras no sería más que la quinta parte del capital total desembolsado.
El primer modo de expresar la cuota de ganancia es el único que nos revela la proporción real entre el trabajo pa gado y el no retribuido, el grado real de la exploitation (permitidme el empleo de esta palabra francesa) del trabajo. El otro modo de expresar es el usual y es, en efecto, apropiado para ciertos fines. En todo caso, es muy cómoda para ocultar el grado en que el capitalista estruja al obrero trabajo gratuito.
En lo que todavía me resta por exponer, emplearé la palabra ganancia para expresar toda la masa de plusvalía estrujada por el capitalista, sin atender para nada a la división de esta plusvalía entre las diversas partes interesadas, y cuando emplee el término de cuota de ganancia mediré siempre la ganancia por el valor del capital desembolsado en salarios
XII. RELACIÓN GENERAL ENTRE GANANCIAS, SALARIOS Y PRECIOS
Si del valor de una mercancía descontamos la parte destinada a reponer el de las materias primas y otros medios de producción empleados, es decir, si descontamos el valor que representa el trabajo pretérito encerrado en ella, el valor restante se reducirá a la cantidad de trabajo añadida por el obrero últimamente empleado. Si este obrero trabaja doce horas diarias, y doce horas de trabajo medio cristalizan en una suma de oro igual a seis chelines, este valor adicional de seis chelines será el único valor creado por su trabajo. Este valor dado, determinado por su tiempo de trabajo, es el único fondo del que tanto él como el capitalista tienen que sacar su respectiva parte o dividendo, el único valor que ha de dividirse en salarios y ganancias. Es evidente que este valor mismo no variará aunque varíe la proporción en que pueda dividirse entre ambas partes interesadas. Y la cosa tampoco cambiará si, en vez de un obrero aislado, ponemos a toda la población obrera, y en vez de una sola jornada de trabajo, doce millones de jornadas de trabajo, por ejemplo.
Como el capitalista y el obrero sólo pueden repartirse este valor, que es limitado, es decir, el valor medido por el trabajo total del obrero, cuanto más perciba el uno menos obtendrá el otro, y viceversa. Partiendo de una cantidad dada, una de sus partes aumentará siempre en la misma proporción en que la otra disminuye. Si los salarios cambian, cambiarán, en sentido opuesto, las ganancias. Si los salarios bajan, subirán las ganancias; y si aquéllos suben, bajarán éstas. Si el obrero, arrancando de nuestzo supuesto anterior, cobra tres chelines, equivalentes a la mitad del valor creado por él, o si la totalidad de su jornada de trabajo consiste en la mitad de trabajo pagado y la otra mitad de trabajo no retribuido, la cuota de ganancia será del 100 por 100, ya que el capitalista obtendrá también tres chelines. Si el obrero sólo cobra dos chelines, o sólo trabaja para sí la tercera parte de la jornada total, el capitalista obtendrá cuatro chelines, y la cuota de ganancia será del 200 por 100. Si el obrero cobra cuatro chelines, el capitalista sólo recibirá dos, y la cuota de ganancia descenderá al 50 por 100. Pero todas estas variaciones no influyen en el valor de la mercancía. Por tanto, una subida general de salarios determinaría una disminución de la cuota general de ganancia; pero no haría cambiar los valores.
Sin embargo, aunque los valores de las mercancías, que han de regular en última instancia sus precios en el mercado, se hallan determinados exclusivamente por la cantidad total de trabajo plasmado en ellos y no por la división de esta cantidad en trabajo pagado y trabajo no retribuido, de aquí no se deduce, ni mucho menos, que los valores de las mercancías sueltas o lotes de mercancías fabricadas, por ejemplo, en doce horas, sean siempre los mismos.
El número o la masa de las mercanúas fabricadas en un determinado tiempo de trabajo o mediante una determinada cantidad de éste, depende de la fuerza productiva del trabajo empleado, y no de su extensión en el tiempo o duración. Con un determinado grado de fuerza productiva del trabajo de hilado, por ejemplo, podrán producirse, en una jornada de trabajo de doce horas, doce libras de hilo; con un grado más bajo de fuerza productiva, se producirán solamente dos. Por tanto, si las doce horas de trabajo medio se materializan en un valor de seis chelines, en el primer caso las doce libras de hilo costarían seis chelines, lo mismo que costarían, en el segundo caso, las dos libras. Es decir, que en el primer caso una libra de hilo saldrá por seis peniques, y en el segundo caso por tres chelines. Esta diferencia de precio obedecería a la diferencia existente entre las fuerzas productivas del trabajo empleado. Con la mayor fuerza productiva, una hora de trabajo se materializaría en una libra de hilo, mientras que con la fuerza productiva menor, en una libra de hilo se materializarían seis horas de trabajo. En el primer caso, el precio de una libra de hilo no excedería de seis peniques, aunque los salarios fueran relativamente altos y la cuota de ganancia baja. En el segundo caso, ascendería a tres chelines, aun con salarios bajos y una cuota de ganancia elevada. Y ocurriría así, porque el precio de la libra de hilo se determina por el total del trabajo que encierra en ella y no por la proporción en que este total se divide en trabajo pagado y trabajo no retribuido. El hecho apuntado antes por mí de que un trabajo bien pagado puede producir mercancías baratas y un trabajo mal pagado puede producir mercancías caras, pierde, con esto, su apariencia paradójica. Este hecho no es más que la expresión de la ley general de que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo invertido en ella y de que la cantidad de trabajo invertido depende enteramente de la fuerza productiva del trabajo empleado, variando por tanto al variar la productividad del trabajo.
XIII. CASOS PRINCIPALES DE LUCHA POR LA SUBIDA DE SALARIOS O CONTRA SU REDUCCIÓN
Examinemos ahora seriamente los casos principales en que se procura la subida de los salarios o se opone una resistencia a su reducción.
1. Hemos visto que el valor de la fuerza de trabajo, o para decirlo en términos más populares, el valor del trabajo, está determinado por el valor de los artículos de primera necesidad o por la cantidad de trabajo necesaria para su producción. Por consiguiente, si en un determinado país el valor de los artículos de primera necesidad que por término medio consume diariamente un obrero representa seis horas de trabajo, expresadas en tres chelines, este obrero tendrá que trabajar diariamente seis horas para producir el equivalente de su sustento diario. Si su jornada de trabajo es de doce horas, el capitalista le pagará el valor de su trabajo abonándole tres chelines. La mitad de la jornada de trabajo será trabajo no retribuido, y por tanto, la cuota de ganancia arrojará el 100 por 100. Pero supongamos ahora que a consecuencia de una disminución de la productividad del trabajo, hace falta más trabajo para producir, digamos, la misma cantidad de productos agrícolas que antes, con lo cual el precio de la cantidad media de artículos de primera necesidad requeridos diariamente subirá de tres chelines a cuatro.
En este caso, el valor del trabajo aumentaría en una tercera parte, o sea, en el 33 1/3 por 100. Para producir el equivalente del sustento diario del obrero, dentro del nivel de vida anterior, serían necesarias ocho horas de la jornada de trabajo. Por tanto, el plustrabajo bajaría de seis horas a cuatro, y la cuota de ganancia se reduciría del 100 al 50 por 100. El obrero que, en estas condiciones, pidiese un aumento de salario, se limitaría a exigir que se le abonase el valor incrementado de su trabajo, como cualquier otro vendedor de una mercancía, que cuando aumenta el coste de producción de ésta, procura que se le pague el incremento del valor. Y si los salarios no suben, o no suben en la proporción suficiente para compensar la subida en el valor de los artículos de primera necesidad, el precio del trabajo descenderá por debajo del valor del trabajo, y el nivel de vida del obrero empeorará.
Pero también puede operarse un cambio en sentido contrario. Al elevarse la productividad del trabajo, puede ocurrir que la misma cantidad de artículos de primera necesidad consumidos por término medio en un día baje de tres a dos chelines, o que, en vez de seis horas de la jornada de trabajo, basten cuatro para reproducir el equivalente del valor de los artículos de primera necesidad consumidos en un día Esto permitirá al obrero comprar por dos chelines exactamente los mismos artículos de primera necesidad que antes le costaban tres.
En realidad, disminuiría el valor del trabajo ; pero este valor mermado dispondría de la misma cantidad de mercancías que antes. Así, la ganancia subiría de tres a cuatro chelines y la cuota de ganancia del 100 al 200 por 100. Y, aunque el nivel de vida absoluto del obrero seguiría siendo el mismo, su salario relativo, y por tanto su posición social relativa, comparada con la del capitalista, habrían bajado. Oponiéndose a esta rebaja de su salario relativo, el obrero no haría más que luchar por obtener una parte en las fuerzas productivas incrementadas de su propio trabajo y mantener su antigua posición relativa en la escala social Así, después de la derogación de las leyes cerealistas, y violando flagrantemente las promesas solemnísimas que habían hecho en su campaña de propaganda contra aquellas leyes, los amos de las fábricas inglesas rebajaron los salarios, por regla general, en un 10 por 100. Al principio, la oposición de los obreros fue frustrada; pero más tarde se pudo recobrar el 10 por 100 perdido, a consecuencia de circunstancias que no puedo detenerme a examinar aquí.
2. Los valores de los artículos de primera necesidad y por consiguiente, el valor del trabajo pueden permanecer invariables y, sin embargo, el precio en dinero de aquéllos puede sufrir una alteración, porque se opere un cambio previo en el valor del dinero.
Con el descubrimiento de yacimientos más abundantes etc., dos onzas de oro, por ejemplo, no costarían más trabajo del que antes exigía la producción de una onza. En este caso, el valor del oro descendería a la mitad, 0 al 50 por 100. Y como, a consecuencia de esto, los valores de todas las demás mercancías se expresarían en el doble de su precio en dinero anterior, esto se haría extensivo también al valor del trabajo. Las doce horas de trabajo que antes se expresaban en seis chelines, ahora se expresarían en doce. Por tanto, si el salario del obrero siguiese siendo de tres chelines, en vez de subir a seis, resultaría que el precio en dinero de su trabajo sólo correspondería a la mitad del valor de su trabajo, y su nivel de vida empeoraría espantosamente. Y lo mismo ocurriría en un grado mayor o menor si su salario subiese, pero no proporcionalmente a la baja del valor del oro. En este caso, no se habría operado el menor cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en la of erta y la demanda, ni en los valores. Nada habría cambiado menos el nombre en dinero de estos valores. Decir que en este caso el obrero no debe luchar por una subida proporcional de su salario, equivale a pedirle que se resigne a que se le pague su trabajo en nombres y no en cosas. Toda la historia del pasado demuestra que, siempre que se produce tal depreciación del dinero, los capitalistas se apresuran a aprovechar esta coyuntura para defraudar a los obreros. Una numerosa escuela de economistas asegura que, como consecuencia de los nuevos descubrimientos de tierras auríferas, de la mejor explotación de las minas de plata y del abaratamiento en el suministro de mercurio, ha vuelto a bajar el valor de los metales preciosos. Esto explicaria los intentos generales y simultáneos que se hacen en el continente por conseguir una subida de salarios.
3. Hasta aquí hemos partido del supuesto de que la jornada de trabajo tiene limites dados. Pero, en realidad, la jornada de trabajo no tiene, por sí misma, límites constantes. El capital tiende constantemente a dilatarla hasta el máximo de su duración físicamente posible, ya que en la misma proporción aumenta el plustrabajo y, por tanto, la ganancia que de él se deriva. Cuanto más consiga el capital alargar la jornada de trabajo, mayor será la cantidad de trabajo ajeno que se apropiará. Durante el siglo XVII, y todavía durante los dos primeros tercios del XVIII, la jornada normal de trabajo, en toda Inglaterra, era de diez horas. Durante la guerra antijacobina,[13] que fue, en realidad, una guerra de los barones ingleses contra las masas trabajadoras de Inglaterra, el capital celebró sus días orgiásticos y prolongó la jornada de diez horas, a doce, a catorce, a dieciocho. Malthus, que no puede infundir precisamente sospechas de tierno sentimentalismo, declaró en un folleto, publicado hacia el año 1815,[14] que la vida de la nación sería amenazada en sus raíces, si las cosas seguían como hasta allí.
Algunos años antes de introducirse con carácter general las máquinas de nueva invención, hacia 1765, vio la luz en Inglaterra un folleto titulado An Essay on Trade [15] ("Un ensayo sobre la industria"). El anónimo autor de este folleto, enemigo jurado de las clases trabajadoras, declama acerca de la necesidad de extender los límites de la jornada de trabajo. Entre otras cosas, propone crear, a este objeto, casas de trabajo, que, como él mismo dice, habrían de ser "casas de terror " ¿Y cuál es la duración de la jornada de trabajo que propone para estas "casas de terror"? Doce horas, precisamente la jornada que en 1832 los capitalistas, los economistas y los ministros declaraban no sólo como vigente en realidad, sino además, como el tiempo de trabajo necesario para los niños menores de doce años.[16]
Al vender su fuetza de trabajo, como no tiene más remedio que hacer dentro del sistema actual, el obrero cede al capitalista el derecho a usar esta fuerza, pero dentro de ciertos límites razonables. Vende su fuerza de trabajo para conservarla, salvo su natural desgaste, pero no para destruirla. Y como la vende por su valor diario o semanal, se sobreentiende que en un día o en una semana no ha de someterse su fuerza de trabajo a un uso o desgaste de dos días o dos semanas. Tomemos una máquina con un valor de mil libras esterlinas. Si se agota en diez años, añadirá anualmente cien libras al valor de las mercancías que ayuda a producir. Si se agota en cinco años, el valor añadido por ella será de doscientas libras anuales; es decir, que el valor de su desgaste anual está en razón inversa al tiempo en que se agota. Pero esto distingue entre el obrero y la máquina. La máquina no se agota exactamente en la misma proporción en que se usa. En cambio, el hombre se agota en una proporción mucho mayor de la que podría suponerse a base del simple aumento numérico de trabajo.
Al esforzarse por reducir la jornada de trabajo a su antigua duración razonable, o, allí donde no pueden arrancar una fijación legal de la jornada normal de trabajo, por contrarrestar el trabajo excesivo mediante una subida de salarios — subida no sólo en proporción con el tiempo adicional que se les estruja, sino en una proporción mayor –, los obreros no hacen más que cumplir con un deber para consigo mismos y para con su raza. Ellos únicamente ponen límites a las usurpaciones tiránicas del capital. El tiempo es el espacio en que se desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo libre, cuya vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es menos que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente embrutecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin embargo, toda la historia de la moderna industria demuestra que el capital, si no se le pone un freno, laborará siempre, implacablemente y sin miramientos, por reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación.
El capitalista, alargando la jornada de trabajo, puede abonar salarios más altos y disminuir, sin embargo, el valor del trabajo, si la subida de los salarios no se corresponde con la mayor cantidad de trabajo estrujado y con el más rápido agotamiento de la fuerza de trabajo que lleva consigo. Y esto puede ocurrir también de otro modo. Vuestros estadísticos burgueses os dirán, por ejemplo, que los salarios medios de las familias que trabajan en las fábricas de Lancaster han subido. Pero olvidan que en vez del trabajo del hombre, la cabeza de familia, su mujer y tal vez tres o cuatro hijos se ven lanzados ahora bajo las ruedas del carro de Yaggernat[17] del capital, y que la subida de los salarios totales no corresponde a la del plustrabajo total arrancado a la familia.
Aun dentro de una jornada de trabajo con límites fijos, como hoy rige en todas las industrias sujetas a la legislación fabril, puede ser necesaria una subida de salarios, aunque sólo sea para mantenerse el antiguo nivel del valor del trabajo. Mediante el aumento de la intensidad del trabajo puede hacerse que un hombre gaste en una hora tanta fuerza vital como antes en dos. En las industrias sometidas a la legislación fabril, esto se ha hecho en realidad, hasta cierto punto, acelerando la marcha de las máquinas y aumentando el número de máquinas que ha de atender un solo individuo. Si el aumento de la intensidad del trabajo o de la cantidad de trabajo consumida en una hora guarda alguna proporción adecuada con la disminución de la jornada, saldrá todavía ganando el obrero. Si se rebasa este límite, perderá por un lado lo que gane por otro, y diez horas de trabajo le quebrantarán tanto como antes doce. Al contrarrestar esta tendencia del capital mediante la lucha por el alza de los salarios, en la medida correspondiente a la creciente intensidad del trabajo, el obrero no hace más que oponerse a la depreciación de su trabajo y a la degeneración de su raza.
4. Todos sabéis que, por razones que no hay para qué exponer aquí, la producción capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa por fases de calma, de animación creciente, de prosperidad, de superproducción, de crisis y de estancamiento. Los precios de las mercancías en el mercado y la cuota de ganancia en éste siguen a estas fases, y unas veces descienden por debajo de su nivel medio y otras veces lo rebasan.
Si os fijáis en todo el ciclo, veréis que unas desviaciones de los precios del mercado son compensadas por otras y que, sacando la media del ciclo, los precios de las mercancías en el mercado se regulan por sus valores. Pues bien; durante las fases de baja de los precios en el mercado y durante las fases de crisis y estancamiento, el obrero, si es que no se ve arrojado a la calle, puede estar seguro de ver rebajado su salario. Para que no le defrauden, el obrero debe forcejear con el capitalista, incluso en las fases de baja de los precios en el mercado, para establecer en qué medida se hace necesario rebajar los jornales. Y si, durante la fase de prosperidad, en que el capitalista obtiene ganancias extraordinarias, el obrero no batallase por conseguir que se le suba el salario, no percibiría siquiera, sacando la media de todo el ciclo industrial, su salario medio, o sea el valor de su trabajo. Sería el colmo de la locura exigir que el obrero, cuyo salario se ve forzosamente afectado por las fases adversas del ciclo, renunciase a verse compensado durante las fases prósperas. Generalmente, los valores de todas las mercancías se realizan exclusivamente por medio de la compensación que se opera entre los precios constantemente variables del mercado, sometidos a las fluctuaciones constantes de la oferta y la demanda. Dentro del sistema actual, el trabajo es solamente una mercancía como otra cualquiera. Tiene, por tanto, que experimentar las mismas fluctuaciones, para obtener el precio medio que corresponde a su valor. Sería un absurdo considerarlo, por una parte, como una mercancía, y querer exceptuarlo, por otra, de las leyes que regulan los precios de las mercancías. El esclavo obtiene una cantidad constante y fija de medios para su sustento; el obrero asalariado no. Este debe intentar conseguir en unos casos una subida de salarios, aunque sólo sea para compensar su baja en otros casos. Si se resignase a acatar la voluntad, los dictados del capitalista, como una ley económica permanente, compartiría toda la miseria del esclavo, sin compartir, en cambio, la seguridad de éste.
5. En todos los casos que he examinado, que son el 99 por 100, habéis visto que la lucha por la subida de salarios sigue siempre a cambios anteriores y es el resultado necesario de los cambios previos operados en el volumen de producción, las fuerzas productivas del trabajo, el valor de éste, el valor del dinero, la extensión o intensidad del trabajo arrancado, las fluctuaciones de los precios del mercado, que dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda y se producen con arreglo a las diversas fases del ciclo industrial; en una palabra, es la reacción de los obreros contra la acción anterior del capital. Si enfocásemos la lucha por la subida de salarios independientemente de todas estas circunstancias, tomando en cuenta solamente los cambios operados en los salarios y pasando por alto los demás cambios a que aquéllos obedecen, arrancaríamos de una premisa falsa para llegar a conclusiones falsas.
XIV. LA LUCHA ENTRE EL CAPITAL Y EL TRABAJO, Y SUS RESULTADOS
1. Después de demostrar que la resistencia periódica que los obreros oponen a la rebaja de sus salarios y sus intentos periódicos por conseguir una subida de salarios, son fenómenos inseparables del sistema del trabajo asalariado y responden precisamente al hecho de que el trabajo se halla equiparado a las mercancías y, por tanto, sometido a las leyes que regulan el movimiento general de los precios; habiendo demostrado, asimismo, que una subida general de salarios se traduciría en la disminución de la cuota general de ganancia, pero sin afectar a los precios medios de las mercancías, ni a sus valores, surge ahora por fin el problema de saber hasta qué punto, en la lucha incesante entre el capital y el trabajo, tiene éste perspectivas de éxito.
Podría contestar con una generalización, diciendo que el precio del trabajo en el mercado, al igual que el de las demás mercancías, tiene que adaptarse, con el transcurso del tiempo, a su valor ; que, por tanto, pese a todas sus alzas y bajas y a todo lo que el obrero puede hacer, éste acabará obteniendo solamente, por término medio, el valor de su trabajo que se reduce al valor de su fuerza de trabajo; la cual, a su vez, se halla determinada por el valor de los medios de sustento necesarios para su manutención y reproducción, valor que está regulado en último término por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos.
Pero hay ciertos rasgos peculiares que distinguen el valor de la fuerza de trabajo o el valor del trabajo de los valores de todas las demás mercancías. El valor de la fuerza de trabajo está formado por dos elementos, uno de los cuales es puramente físico, mientras que el otro tiene un carácter histórico o social. Su límite mínimo está determinado por el elemento físico ; es decir, que para poder mantenerse y reproducirse, para poder perpetuar su existencia física, la clase obrera tiene que obtener los artículos de primera necesidad absolutamente indispensables para vivir y multiplicarse. El valor de estos medios de sustento indispensables constituye, pues, el límite mínimo del valor del trabajo. Por otra parte, la extensión de la jornada de trabajo tiene también sus límites extremos, aunque sean muy elásticos. Su límite máximo lo traza la fuerza física del obrero. Si el agotamiento diario de sus energías vitales rebasa un cierto grado, no podrá desplegarlas de nuevo día tras día. Pero, como dije, este límite es muy elástico. Una sucesión rápida de generaciones raquíticas y de vida corta abastecería el mercado de trabajo exactamente lo mismo que una serie de generaciones vigorosas y de vida larga.
Además de este elemento puramente físico, en la determinación del valor del trabajo entra el nivel de vida tradicional en cada país. No se trata solamente de la vida física, sino de la satisfacción de ciertas necesidades, que brotan de las condiciones sociales en que viven y se educan los hombres. El nivel de vida inglés podría descender hasta el grado del irlandés, y el nivel de vida de un campesino alemán hasta el de un campesino livonio. La importancia del papel que a este respecto desempeñan la tradición histórica y la costumbre social, puede verse en el libro de Mr. Thornton sobre la Superpoblación [18], donde se demuestra que en distintas regiones agrícolas de Inglaterra los jornales medios siguen todavía hoy siendo distintos, según las condiciones más o menos favorables en que esas regiones se redimieron de la servidumbre.
Este elemento histórico o social que entra en el valor del trabajo puede dilatarse o contraerse, e incluso extinguirse del todo, de tal modo que sólo quede en pie el límite físico. Durante la guerra antijacobina — que, como solía decir el incorregible beneficiario de impuestos y prebendas, el viejo George Rose, se emprendió para que los descreídos france ses no destruyeran los consuelos de nuestra santa religión –, los honorables hacendados ingleses, a los que tratamos con tanta suavidad en una de nuestras sesiones anteriores, redujeron los jornales de los obreros del campo hasta por debajo de aquel mínimo estrictamente físico, completando la diferencia indispensable para asegurar la perpetuación física de la raza, mediante las Leyes de Pobres.[19] Era un método glorioso para convertir al obrero asalariado en esclavo, y al orgulloso yeoman de Shakespeare en indigente.
Si comparáis los salarios o valores del trabajo normales en distintos países y en distintas épocas históricas dentro del mismo país, veréis que el valor del trabajo no es, por sí mismo, una magnitud constante, sino variable, aun suponiendo que los valores de las demás mercancías permanezcan fijos.
Una comparación similar demostraría que no varían solamente las cuotas de ganancia en el mercado, sino también sus cuotas medias.
Por lo que se refiere a la ganancia, no existe ninguna ley que le trace un mínimo. No puede decirse cuál es el límite extremo de su baja. ¿Y por qué no podemos fijar este límite? Porque si podemos fijar el salario mínimo, no podemos, en cambio, fijar el salario máximo. Lo único que podemos decir es que, dados los límites de la jornada de trabajo, el máximo de ganancia corresponde al mínimo físico del salario, y que, partiendo de salarios dados, el máximo de ganancia corresponde a la prolongación de la jornada de trabajo, en la medida en que sea compatible con las fuerzas físicas del obrero. Por tanto, el máximo de ganancia se halla limitado por el mínimo físico del salario y por el máximo físico de la jornada de trabajo. Es evidente que, entre los dos límites de esta cuota de ganancia máxima, cabe una escala inmensa de variantes. La determinación de su grado efectivo se dirime exclusivamente por la lucha incesante entre el capital y el trabajo; el capitalista pugna constantemente por reducir los salarios a su mínimo físico y prolongar la jornada de trabajo hasta su máximo físico, mientras que el obrero presiona constantemente en el sentido contrario.
El problema se reduce, por tanto, al problema de las fuerzas respectivas de los contendientes.
2. Por lo que atañe a la limitación de la jornada de trabajo, lo mismo en Inglaterra que en los demás países, nunca se ha reglamentado sino por ingerencia legislativa. Sin la constante presión de los obreros desde fuera, la ley jamás habría intervenido. En todo caso, este resultado no podía alcanzarse mediante convenios privados entre los obreros y los capitalistas. Esta necesidad de una acción política general es precisamente la que demuestra que, en el terreno puramente económico de lucha, el capital es la parte más fuerte.
En cuanto a los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre de la oferta y la demanda, refiriéndome a la demanda de trabajo por parte del capital y a la oferta de trabajo por los obreros. En los países coloniales, la ley de la oferta y la demanda favorece a los obreros. De aquí el nivel relativamente alto de los salarios en los Estados Unidos. En estos países, haga lo que haga el capital, no puede evítar que el mercado de trabajo esté constantemente desabastecido por la constante transformación de los obreros asalariados en labradores independientes, con fuentes propias de subsistencia. Para gran parte de la población norteamericana, la posición de obrero asalariado no es más que una estación de tránsito, que está segura de abandonar al cabo de un tiempo más o menos largo.[20] Para remediar este estado colonial de cosas, el paternal gobierno británico ha adoptado hace algún tiempo la llamada moderna teoría de la colonización, que consiste en fijar a los terrenos coloniales un precio artificialmente alto, para, de este modo, impedir la transformación demasiado rápida del obrero asalariado en labrador independiente.
Pero, pasemos ahora a los viejos países civilizados, en que el capital domina todo el proceso de producción. Fijémonos, por ejemplo, en la subida de los jornales de los obreros agrícolas en Inglaterra, de 1849 a 1859. ¿Cuáles fueron sus consecuencias? Los agricultores no pudieron subir el valor del trigo, como les habría aconsejado nuestro amigo Weston, ni siquiera su precio en el mercado. Por el contrario, tuvieron que resignarse a verlo bajar. Pero, durante estos once años, introdujeron máquinas de todas clases y aplicaron métodos más científicos, transformaron una parte de las tierras de labor en pastizales, aumentaron la extensión de sus granjas, y con ella la escala de la producción; y de este modo, haciendo disminuir por estos y por otros medios la demanda de trabajo gracias al aumento de sus fuerzas productivas, volvieron a crear una superpoblación relativa en el campo. Tal es el método general con que opera el capital en los países poblados de antiguo, para reaccionar, más rápida o más lentamente, contra las subidas de salarios. Ricardo ha observado acertadamente que la máquina está en continua competencia con el trabajo, y con harta frecuencia sólo puede introducirse cuando el precio del trabajo sube hasta cierto límite;[21] pero la aplicación de maquinaria no es más que uno de los muchos métodos empleados para aumentar las fuerzas productivas del trabajo. Este mismo proceso de desarrollo, que deja relativamente sobrante el trabajo simple, simplifica por otra parte el trabajo calificado, y por tanto, lo deprecia.
La misma ley se impone, además, bajo otra forma. Con el desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo, se acelera la acumulación del capital, aun en el caso de que el tipo de salarios sea relativamente alto. De aquí podría inferirse, como lo hizo Adam Smith, en cuyos tiempos la industria moderna estaba aún en su infancia, que la acumulación acelerada del capital tiene que inclinar la balanza a favor del obrero, por cuanto asegura una demanda creciente de su trabajo. Situándose en el mismo punto de vista, muchos autores contemporáneos se asombran de que, a pesar de haber crecido en los últimos veinte años el capital inglés mucho más rápidamente que la población inglesa, los salarios no hayan experimentado un aumento mayor. Pero es que, simultáneamente con la acumulación progresiva, se opera un cambio progresivo en cuanto a la composición del capital. La parte del capital global formada por capital fijo: maquinaria, materias primas, medios de producción de todo género, crece con mayor rapidez que la parte destinada a salarios, o sea a comprar trabajo. Esta ley ha sido puesta de manifiesto, bajo una forma más o menos precisa, por Mr. Barton, Ricardo, Sismondi, el profesor Richard Jones, el profesor Ramsay, Cherbuliez y otros.
Si la proporción entre estos dos elementos del capital era originariamente de 1 : 1, al desarrollarse la industria será de 5 : 1, y así sucesivamente. Si de un capital global de 600 se desembolsan 300 para instrumentos, materias primas, etc., y 300 para salarios, para que pueda absorber a 600 obreros en vez de 300, basta con doblar el capital global. Pero, si de un capital de 600 se invierten 500 en maquinaria, materiales, etc., y solamente 100 en salarios, para poder colocar a 600 obreros en vez de 300, este capital tiene que aumentar de 600 a 3.600. Por tanto, al desarrollarse la industria, la demanda de trabajo no avanza con el mismo ritmo que la acumulación del capital. Aumentará, pero aumentará en una proporción constantemente decreciente, comparándola con el incremento del capital.
Estas pocas indicaciones bastarán para poner de relieve que el propio desarrollo de la moderna industria contribuye por fuerza a inclinar la balanza cada vez más en favor del capitalista y en contra del obrero, y que, como consecuencia de esto, la tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el nivel medio de los salarios, sino, por el contrario, a hacerlo bajar, o sea, a empujar más o menos el valor del trabajo a su límite mínimo. Siendo tal la tendencia de las cosas en este sistema, ¿quiere esto decir que la clase obrera deba renunciar a defenderse contra las usurpaciones del capital y cejar en sus esfuerzos para aprovechar todas las posibilidades que se le ofrezcan para mejorar temporalmente su situación? Si lo hiciese, veríase degradada en una masa uniforme de hombres desgraciados y quebrantados, sin salvación posible. Creo haber demostrado que las luchas de la clase obrera por el nivel de los salarios son episodios inseparables de todo el sistema del trabajo asalariado, que en el 99 por 100 de los casos sus esfuerzos por elevar los salarios no son más que esfuerzos dirigidos a mantener en pie el valor dado del trabajo, y que la necesidad de forcejar con el capitalista acerca de su precio va unida a la situación del obrero, que le obliga a venderse a sí mismo como una mercancía. Si en sus conflictos diarios con el capital cediesen cobardemente, se descalificarían sin duda para emprender movimientos de mayor envergadura.
Al mismo tiempo, y aun prescindiendo por completo del esclavizamiento general que entraña el sistema del trabajo asalariado, la clase obrera no debe exagerar a sus propios ojos el resultado final de estas luchas diarias. No debe olvidar que lucha contra los efectos, pero no contra las causas de estos efectos; que lo que hace es contener el movimiento descendente, pero no cambiar su dirección; que aplica paliativos, pero no cura la enfermedad. No debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable lucha guerrillera, continuamente provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de "¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!", deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: "¡Abolición del sistema del trabajo asalariado!"
Después de esta exposición larguísima y me temo que fatigosa, que he considerado indispensable para esclarecer un poco nuestro tema principal, voy a concluir, proponiendo la siguiente resolución:
1. Una subida general de los tipos de salarios acarrearía una baja de la cuota general de ganancia, pero no afectaría, en términos generales, a los precios de las mercancías.
2. La tendencia general de la producción capitalista no es a elevar el promedio standard del salario, sino a reducirlo.
3. Las tradeuniones trabajan bien como centros de resistencia contra las usurpaciones del capital. Fracasan, en algunos casos, por usar poco inteligentemente su fuerza. Pero, en general, fracasan por limitarse a una guerra de guerrillas contra los efectos del sistema existente, en vez de esforzarse, al mismo tiempo, por cambiarlo, en vez de emplear sus fuerzas organizadas como palanca para la emancipación final de la clase obrera; es decir, para la abolición definitiva del sistema del trabajo asalariado.
NOTAS
[1] Esta obra es el texto de un discurso de Carlos Marx en inglés en las sesiones del Consejo General de la Primera Internacional celebradas el 20 y el 27 de junio de 1865. Este discurso se originó de las palabras pronunciadas por John Weston, miembro del Consejo General, el 2 y el 23 de mayo. Weston trató de comprobar con sus palabras que una elevación general en el nivel de salarios no les traería provecho a los obreros y que, por tanto, las tradeuniones tenían un efecto "perjudicial". El manuscrito de Marx de este discurso se ha conservado. El discurso fue primero publicado en Londres en 1898 por la hija de Marx, Eleanor Aveling bajo el título de Valor, precio y ganancia, con un prefacio de Edward Aveling. En el manuscrito, las observaciones preliminares y los primeros seis capítulos no llevaban títulos, y fueron añadidos por Edward Aveling. El título empleado en la presente edición es el comúnmente aceptado.
[2]Las leyes del máximo fueron promulgadas por la Convención Jacobina el 4 de mayo, el 11 y el 29 de septiembre de 1793 y el 20 de marzo de 1794, durante la Revolución Francesa. Estas leyes fijaban los límites máximos de los precios de las mercancías y los de los salarios.
[3]En septiembre de 1861 (1860 en el manuscrito de Marx), la Asociación Británica para el Fomento de la Ciencia celebró su XXXI reunión anual en Manchester, a la cual asistió Marx, entonces huésped de Engels en la ciudad. W. Newmarch, presidente de la sección económica de la asociación, también hizo uso de la palabra en la reunión, pero por un error cometido al correr de la pluma, Marx le citó con el nombre de Newman. Presidiendo la reunión de la sección, Newmarch pronunció un discurso titulado "Sobre qué extensión resuenan los principios de tribulación incorporados en la legislación del Reino Unido". (Véase Report of the Thirty-first Meeting of the British Association for the Advancement of Science, Held at Manchester in September 1861, Londres, 862, pág. 230).
[4]Se refiere a la obra en seis volúmenes del economista británico Thomas Tooke sobre la historia de la industria, el comercio y las finanzas. Se publicaron separadamente bajo los siguientes títulos: A History of Prices, and of the State of the Circulation, from 1793 to 1837, Vol. I-II, Londres, 1838; A History of Prices, and of the State of the Circulation, in 1838 and 1839, Londres, 1840; A History of Prices, and of the State of Circulation, from 1839 to 1847 inclusive, Londres, 1848; y T. Tooke y W. Newmarch, A History of Prices, and of the State of the Circulation, during the Nine Years 1848-1856, Vol. V-VI, Londres, 1857.
[5]Véase Robert Owen, Observations on the Effect of the Manufacturing System, Londres, 1817, pág. 76. Este libro apareció por primera vez en 1815.
[6]La demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas tuvo lugar a mediados del siglo XIX en Inglaterra, debido al febril desarrollo de la industria capitalista y a la introducción del modo de producción capitalista en la agricultura cuando había un "relativo exceso de populación" en el campo. La demolicion extensiva de las viviendas se aceleró por el hecho de que la cantidad de la contribución para socorrer a los pobres pagada por un terrateniente dependia principalmente del número de los indigentes que vivían en su tierra. Así, los terratenientes demolieron deliberadamente esas viviendas que no necesitaban y en cambio podían ser usadas como refugios por la población "excesiva". (Para detalles, véase Carlos Marx, El Capital, t. I, cáp. XXIII-5-e, pág. 616, La Habana, 1965.)
[7]La Sociedad de las Artes establecida en Londres en 1754, fue una institución educacional y filantrópica burguesa. La conferencia sobre Las fuerzas aplicadas en la agricultura fue dictada por John Chalmers Morton, hijo de John Morton, que murió en 1864.
[8]Las leyes cerealistas de la Gran Bretaña, que tenían por objeto limitar o prohibir la importación de cereales, fueron introducidas en provecho de los grandes terratenientes. La abrogación de dichas leyes por el parlamento británico en junio de 1846 significaba una victoria para la burguesía industrial que había luchado contra ellas bajo la consigna de libre comercio.
[9]Véase David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 26. La primera edición apareció en Londres en 1817.
[10]Benjamín Franklin, The Works, Vol. II, Boston, 1836. El ensayo referido en el texto apareció en 1729.
[11]Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Edimbourg, 1814 Vol. I, pág. 93.
[12]Thomas Hobbes, "Leviathan: or, the Matter, Form, and Power of a Commonwealth, Ecclesiastical and Civil", The English Works, Londres, 1839, Vol. III, pág. 76. pág. 78
[13]Se refiere a las guerras libradas por Inglaterra desde 1793 a 1815 contra Francia durante el período de la Revolución burguesa de Francia a fines del siglo XVIII. Durante estas guerras el gobierno británico estableció un régimen de terror contra el pueblo trabajador. Durante este período, en particular, se reprimieron varias insurrecciones populares y se promulgaron leyes prohibiendo las asociaciones obreras.
[14]C. Marx hace alusion al folleto de Thomas Malthus titulado An Inquiry into the Nature and Progress of Rent, and the Principles by which it is regulated, Londres, 1815.
[15]Se refiere al folleto, An Essay on Trade and Commerce: containing Observations on Taxes, publicado anónimamente en Londres en 1770. Se ha atribuido a J. Cunningham.
[16]Se refiere al debate en el parlamento británico en febrero y marzo de 1832, acerca de la Ley de diez horas sobre el trabajo de los niños y adolescentes, propuesta en 1831.
[17]Yaggernat es una encarnación del dios hindú Vishnu. El culto a Yaggernat, caracterizado por pomposas ceremonias y fanatismo religioso, solía manifestarse en el autotormento y la inmolación suicida. Durante las fiestas tradicionales en honor de Yaggernat, la imagen de Vishnú-Yaggernat se transportaba en un enorme carro a cuyo paso muchos creyentes se arrojaban encontrando la muerte bajo sus ruedas.
[18]W. T. Thornton, Over-population and Its Remedy, Londres, 1846.
[19]Según las Leyes de Pobres, originalmente establecidas en Inglaterra en el siglo XVI, cada parroquia recaudaba una cuota a sus vecinos para la beneficencia. Aquellos que no podían mantenerse o mantener a su familia acudían en busca de su auxilio.
[20] Véase el capitulo XXV del tomo I de El Capital, La Habana, 1965, pág. 701, nota 1: "Aquí, nos referimos a las verdaderas colonias, a territorios virgenes colonizados por inmigrantes libres. Los Estados Unidos son todavía, económicamente hablando, un país colonial de Europa. Por lo demás, también entran en este concepto aquellas antiguas plantaciones en que la abolición de la esclavitud ha venido a transformar de raiz la situación." Desde que en todas las colonias la tierra se ha convertido en propiedad privada, han quedado también cerradas las posibilidades para transformar a los obreros asalariados en productores independientes.
[21]David Ricardo, On the Principles of Political Economy, and Taxation, Londres, 1821, pág. 479.
Edgar Isaác
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