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Carl Marx: Salario, precio y ganancia (1865) (página 2)

Enviado por Edgar Isa�c


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El ciudadano Weston ilustró su teoría diciéndonos que si una sopera contiene una determinada cantidad de sopa, destinada a determinado número de personas, la cantidad de sopa no aumentará porque aumente el tamaño de las cucharas. Me permitirá que encuentre este ejemplo poco sustancioso. Me recuerda en cierto modo el apólogo de que se valió Menenio Agripa. Cuando los plebeyos romanos se pusieron en huelga contra los patricios, el patricio Agripa les contó que el estómago patricio alimentaba a los miembros plebeyos del cuerpo político. Lo que no consiguió Agripa fue demostrar que se alimenten los miembros de un hombre llenando el estómago de otro. El ciudadano Weston, a su vez, se olvida de que la sopera de que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido, sino sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas.

¿Qué artimaña permite al capitalista devolver un valor de cuatro chelines por cinco? La subida de los precios de las mercancías que vende. Ahora bien; la subida de los precios o, dicho en términos más generales, las variaciones de los precios de las mercancías, y los precios mismos de éstas, ¿dependen acaso de la simple voluntad del capitalista o, por el contrario, tienen que darse ciertas circunstancias para que prevalezca esa voluntad? Si no ocurriese esto último, las alzas y bajas, las oscilaciones incesantes de los precios del mercado serían un enigma indescifrable.

Si admitimos que no se ha operado en absoluto ningún cambio, ni en las fuerzas productivas del trabajo, ni en el volumen del capital y trabajo invertidos, ni en el valor del dinero en que se expresa el valor de los productos, sino que cambia tan sólo el tipo de salarios, ¿cómo puede esta alza de salarios influir en los precios de las mercanáas? Solamente influyendo en la proporción existente entre la oferta y la demanda de ellas.

Es absolutamente cierto que la clase obrera, considerada en conjunto, invierte y tiene forzosamente que invertir sus ingresos en artículos de primera necesidad. Una subida general del tipo de salarios determinaría, por tanto, un aumento en la demanda de estos artículos de primera necesidad y provocaría, con ello, un aumento de sus precios en el mercado. Los capitalistas que producen estos artículos de primera necesidad, se resarcirían del aumento de salarios con el alza de los precios de sus mercancías. Pero, ¿qué ocurriría con los demás capitalistas, que no producen artículos de primera necesidad? Y no creáis que éstos son pocos. Si tenéis en cuenta que dos terceras partes de la producción nacional son consumidas por una quinta parte de la población — un diputado de la Cámara de los Comunes afirmó hace poco que estos consumidores formaban sólo la séptima parte de la población –, podréis imaginaros qué parte tan enorme de la producción nacional se destina a artículos de lujo o se cambia por ellos y qué cantidad tan inmensa de artículos de primera necesidad se derrocha en lacayos, caballos, gatos, etc., derroche que, según nos enseña la experiencia, llega siempre a ser limitado considerablemente al aumentar los precios de los artículos de primera necesidad. Pues bien, ¿cuál sería la situación de estos capitalistas que no producen artículos de primera necesidad? Estos capitalistas no podrían resarcirse de la baja de su cuota de ganancia, efecto de una subida general de salarios, elevando los precios de sus mercancías, puesto que la demanda de éstas no aumentaría Sus ingresos disminuirían, y de estos ingresos mermados tendrían que pagar más por la misma cantidad de artículos de primera necesidad que subieron de precio. Pero la cosa no pararía aquí. Como sus ingresos habrían disminuído, ya no podrían gastar tanto en artículos de lujo, con lo cual descendería también la demanda mutua de sus respectivas mercancías. Y, a consecuencia de esta disminución de la demanda, bajarían los precios de sus mercancías. Por tanto, en estas ramas industriales, la cuota de ganancia no sólo descendería en simple proporción al aumento general del tipo de los salarios, sino que este descenso sería proporcionado a la acción conjunta de la subida general de salarios, del aumento de precios de los artículos de primera necesidad y de la baja de precios de los artículos de lujo.

¿Cuál sería la consecuencia de esta diversidad en cuanto a las cuotas de ganancia de los capitales colocados en las diferentes ramas de la industria? La misma consecuencia que se produce siempre que, por la razón que sea, se dan diferencias en las cuotas medias de ganancia de las diversas ramas de producción. El capital y el trabajo se desplazarían de las ramas menos rentables a las más rentables; y este proceso de desplazamiento duraría hasta que la oferta de una rama industrial aumentase proporcionalmente a la mayor demanda y en las demás ramas industriales disminuyese conforme a la menor demanda. Una vez operado este cambio, la cuota general de ganancia volvería a nivelarse en las diferentes ramas de la industria. Como todo aquel trastorno obedecía en un principio a un simple cambio en cuanto a la relación entre la oferta y la demanda de diversas mercancías, al cesar la causa cesarían también los efectos, y los precios volverían a su antiguo nivel y recobrarían su antiguo equilibrio. La baja de la cuota de ganancia por efecto de los aumentos de salarios, en vez de limitarse a unas cuantas ramas industriales, se generalizaria.

Según el supuesto de que partimos, no se introduciría ningún cambio ni en las fuerzas productivas del trabajo ni en el volumen global de la producción, sino que aquel volumen de producción dado se limitaría a cambiar de forma. Ahora, estaría representada por artículos de primera necesidad una parte mayor del volumen de producción y sería menor la parte integrada por los artículos de lujo, o, lo que es lo mismo, disminuiría la parte destinada a cambiarse por mercancías de lujo importadas del extranjero y consumida en esta forma; o lo que también resulta lo mismo, una parte mayor de la producción nacional se cambiaría por artículos de primera necesidad importados, en vez de cambiarse por artículos de lujo. Por tanto, después de trastornar temporalmente los precios del mercado, la subida general del tipo de salarios sólo conduciría a una baja general de la cuota de ganancia, sin introducir ningún cambio permanente en los precios de las mercancías.

Y si se me dice que en la anterior argumentación doy por supuesto que todo el incremento de los salarios se invierte en artículos de primera necesidad, replicaré que parto del supuesto más favorable para el punto de vista del ciudadano Weston. Si el incremento de los salarios se invirtiese en objetos que antes no entraban en el consumo los obreros, no sería necesario pararse a demostrar que su poder adquisitivo había experimentado un aumento real. Pero, como no es más que la consecuencia de la subida de los salarios, este aumento del poder adquisitivo del obrero tiene que corresponder exactamente a la disminución del poder adquisitivo de los capitalistas. Es decir, que la demanda global de mercancías no aumentaría, sino que cambiarían los elementos integrantes de esta demanda. El aumento de la demanda de un lado se compensaría con la disminución de la demanda de otro lado. Por este camino, como la demanda global permanece invariable, no se operaría ningún cambio en los precios de las mercancías.

Os veis, por tanto, situados ante un dilema. Una de dos: o el incremento de los salarios se invierte por igual en todos los artículos de consumo, en cuyo caso la expansión de la demanda por parte de la clase obrera tiene que compensarse con la contracción de la demanda por parte de la clase capitalista; o el incremento de los salarios sólo se invierte en determinados artículos cuyos precios en el mercado aumentarán temporalmente: en este caso, el alza y la baja respectiva de la cuota de ganancia en unas y otras ramas industriales provocarán un cambio en cuanto a la distribución del capital y el trabajo, entre tanto la oferta se acople en una rama a la mayor demanda y en otras a la demanda menor. En el primer supuesto, no se producirá ningún cambio en los precios de las mercancías. En el segundo supuesto, tras algunas oscilaciones de los precios del mercado, los valores de cambio de las mercancías descenderán a su nivel primitivo. En ambos casos, la subida general del tipo de salarios sólo conducirá, en fin de cuentas, a una baja general de la cuota de ganancia.

Para espolear vuestra imaginación, el ciudadano Weston os invitaba a pensar en las dificultades que acarearía en Inglaterra un alza general de los jornales de los obreros agrícolas, de nueve a dieciocho chelines. ¡Pensad, exclamaba, en el enorme aumento de la demanda de artículos de primera necesidad que eso supondría y, en su consecuencia, la subida espantosa de los precios a que daría lugarl Pues bien, todos sabéis que los jornales medios de los obreros agrícolas en Norteamérica son más del doble que los de los obreros agrícolas en Inglaterra, a pesar de que allí los precios de los productos agrícolas son más bajos que aquí, a pesar de que en los Estados Unidos reinan las mismas relaciones generales entre el capital y el trabajo que en Inglaterra y a pesar de que el volumen anual de la producción norteamericana es mucho más reducido que el de la inglesa. ¿Por qué, pues, nuestro amigo echa esta campana a rebato? Sencillamente, para desplazar el verdadero problema ante nosotros. Un aumento repentino de salarios de nueve a dieciocho chelines, representaría una subida repentina del 100 por 100. Ahora bien, aquí no discutimos en absoluto si en Inglaterra podría elevarse de pronto el tipo general de salario en un 100 por 100. No nos interesa para nada la cuantía del aumento, que en cada caso concreto depende de las circunstancias y tiene que adaptarse a ellas. Lo único que nos interesa es investigar en qué efectos se traduciría un alza general del tipo de salarios, aunque no exceda del uno por ciento.

Dejando a un lado esta alza fantástica del 100 por 100 del amigo Weston, voy a encaminar vuestra atención hacia el aumento efectivo de salarios operado en la Gran Bretaña desde 1849 hasta 1859.

Todos conocéis la ley de las diez horas, o mejor dicho, de las diez horas y media, promulgada en 1848. Fue uno de los mayores cambios económicos que hemos presenciado. Representaba un aumento súbito y obligatorio de salarios, no ya en algunas industrias locales, sino en las ramas industriales que van a la cabeza, y por medio de las cuales Inglaterra domina los mercados del mundo. Era una subida de salarios que se operaba en circunstancias excepcionalmente desfavorables.

El doctor Ure, el profesor Senior y todos los demás portavoces oficiales de la burguesía en el campo de la Economía demostraron — con razones mucho más sólidas que nuestro amigo Weston, debo decir — que aquello era tocar a muerto por la industria inglesa. Demostraron que no se trataba de un aumento de salarios puro y simple, sino de un aumento de salarios provocado por la disminución de la cantidad de trabajo invertido y basado en ella. Afirmaban que la duodécima hora, que se quería arrebatar al capitalista, era precisamente la única en que éste obtenía su ganancia. Amenazaron con el descenso de la acumulación, la subida de los precios, la pérdida de mercados, el decrecimiento de la producción, la reacción consiguiente sobre los salarios y, por último, la ruina. En realidad, sostenían que las leyes del máximo[2] de Maximiliano Robespierre eran, comparadas con aquello, una pequeñez; y en cierto sentido tenían razón. ¿Y cuál fue, en realidad, el resultado? Que los salarios en dinero de los obreros fabriles aumentaron a pesar de haberse reducido la jornada de trabajo, que creció considerablemente el número de obreros fabriles ocupados, que bajaron constantemente los precios de sus productos, que se desarrollaron maravillosamente las fuerzas productivas de su trabajo y se dilataron en proporciones inauditas y cada vez mayores los mercados para sus artículos. Yo mismo pude escuchar en Manchester, en 1860, en una asamblea convocada por la Sociedad para el Fomento de la Ciencia, cómo el señor Newman confesaba que él, el doctor Ure, Senior y todos los demás representantes oficiales de la ciencia económica se habían equivocado, mientras que el instinto del pueblo había sabido ver certeramente. Cito aquí a W. Newman[3] y no al profesor Francis Newman, porque aquél ocupa en la ciencia económica una posición preeminente como colaborador y editor de la Historie de los Precios [4], de Mr. Thomas Tooke, esta obra magnífica, que estudia la historia de los precios desde 1793 hasta 1856. Si la idea fija de nuestro amigo Weston acerca del volumen fijo de los salarios, de un volumen de producción fijo, de un grado fijo de fuerzas productivas del trabajo, de una voluntad fija y permanente de los capitalistas y todo lo demás fijo y definitivo en Weston fuesen exactos, el profesor Senior habría acertado con sus sombrías predicciones, y en cambio se habría equivocado Roberto Owen, que ya en 1816 proclamaba una limitación general de la jornada de trabajo como el primer paso preparatorio para la emancipación de la clase obrera[5], implantándola él mismo por su cuenta y riesgo en su fábrica textil de New Lanark, frente al prejuicio generalizado.

En la misma época en que se implantaba la ley de las diez horas y se producía el subsiguiente aumento de los salarios, tuvo lugar en la Gran Bretaña, por razones que no cabe exponer aquí, una subida general de los jornales de los obreros agrícolas.

Aunque no es necesario para mi objeto inmediato, haré unas indicaciones previas para no induciros a error.

Si una persona percibe dos chelines de salario a la semana y éste se le sube a cuatro chelines, el tipo de salario habrá aumentado en el 100 por 100. Esto, expresado como aumento del tipo de salario, parecería algo maravilloso, aunque en realidad la cuantía efectiva del salario, o sea cuatro chelines a la semana, siga siendo un mísero salario de hambre. Por tanto, no debéis dejaros fascinar por los altisonantes tantos por ciento en el tipo de salario, sino preguntar siempre cuál era la cuantía primitiva del jornal.

Además, comprenderéis que si hay diez obreros que ganan cada uno dos chelines a la semana, cinco obreros que ganan cinco chelines cada uno y otros cinco que ganan once, entre los veinte ganarán cien chelines o cinco libras esterlinas a la semana. Si luego la suma global de estos salarios semanales aumenta, digamos en un 20 por 100, arrojará una subida de cinco libras a seis. Fijándonos en el promedio, podríamos decir que, el tipo general de salarios ha aumentado en un 20 por 100, aunque en realidad los salarios de los diez obreros no varíen y los salarios de uno de los dos grupos de cinco obreros sólo aumenten de cinco chelines a seis por persona, aumentando la suma de salarios del otro grupo de cinco obreros de cincuenta y cinco a setenta. Aquí, la mitad de los obreros no mejoraría absolutamente en nada de situación, la cuarta parte experimentaría un alivio insignificante, y sólo la cuarta parte restante obtendría una mejora efectiva. Pero, calculando la media, la suma global de salarios de estos veinte obreros aumentaría en un 20 por 100, y en lo que se refiere al capital global para el que trabajan y los precios de las mercancías que producen, sería exactamente lo mismo que si todos participasen por igual en la subida media de los salarios. En el caso de los obreros agrícolas, como el nivel de los salarios abonados en los distintos condados de Inglaterra y Escocia difiere considerablemente, el aumento les afectó de un modo muy desigual.

Finalmente, durante la época en que tuvo lugar aquella subida de salarios se manifestaron también influencias que la contrarrestaban, tales como los nuevos impuestos que trajo consigo la guerra rusa, la demolición extensiva de las viviendas de los obreros agrícolas[6], etc.

Después de tantos prolegómenos, paso a consignar que de 1849 a 1859 el tipo medio de salarios de los obreros del campo en la Gran Bretaña experimentó un aumento de alrededor del cuarenta por ciento. Podría aduciros copiosos detalles en apoyo de mi afirmación, pero para el objeto que se persigue creo que bastará con remitiros a la concienzuda y crítica conferencia que el difunto Mr. John C. Morton dio en 1860, en la Sociedad de las Artes de Londres sobre Las fuerzas aplicadas en la agricultura [7]. El señor Morton expone los datos estadísticos sacados de las cuentas y otros documentos auténticos de unos cien agricultores, en doce condados de Escocia y treinta y cinco de Inglaterra.

Según el punto de vista de nuestro amigo Weston, y considerando además el alza simultánea operada en los salarios de los obreros fabriles, durante los años 1849-1859, los precios de los productos agrícolas hubieran debido experimentar un aumento enorme. Pero, ¿qué aconteció, en realidad? A pesar de la guerra rusa y de las malas cosechas que se dieron consecutivamente de los años 1854 a 1856, los precios medios del trigo, que es el principal producto agrícola de Inglaterra, bajaron de unas tres libras esterlinas por quarter, a que se había cotizado durante los años de 1838 a 1848, hasta unas dos libras y diez chelines el quarter, a que se cotizó de 1849 a 1859. Esto representa una baja del precio del trigo de más del 16 por loo, con un alza media simultánea del 40 por 100 en los jornales de los obreros agrícolas. Durante la misma época, si comparamos el final con el comienzo, es decir, el año 1859 con el de 1849, la cifra del pauperismo oficial desciende de 934.419 a 860.470, lo que supone una diferencia de 73.949 pobres; reconozco que es una disminución muy pequeña, que además vuelve a desaparecer en los años siguientes; pero es, con todo, una disminución.

Se nos podría decir que, a consecuencia de la derogación de las leyes cerealistas[8], la importación de cereal extranjero durante el período de 1849 a 1859 aumentó en más de dos veces, comparada con la de 1838 a 1848. Y ¿qué se infiere de esto? Desde el punto de vista del ciudadano Weston, hubiera debido suponerse que esta enorme demanda repentina y sin cesar creciente sobre los mercados extranjeros había hecho subir hasta un nivel espantoso los precios de los productos agrícolas, puesto que los efectos de la creciente demanda son los mismos cuando procede de fuera que cuando proviene de dentro. Pero, ¿qué ocurrió, en realidad? Si se exceptúa algunos años de malas cosechas, vemos que en Francia se quejan constantemente, durante todo este tiempo, de la ruinosa baja del precio del trigo; los norteamericanos veíanse constantemente obligados a quemar el sobrante de su producción, y Rusia, si hemos de creer al señor Urquhart, atizó la guerra civil en los Estados Unidos porque sus exportaciones agrícolas estaban paralizadas por la competencia yanqui en los mercados de Europa.

Reducido a su forma abstracta, el argumento del ciudadano Weston se traduciría en lo siguiente: todo aumento de la demanda se opera siempre sobre la base de un volumen dado de producción. Por tanto, no puede hacer aumentar nunca la oferta de ¿os artículos apetecidos, sino solamente hacer subir su precio en dinero. Ahora bien, la más común observación demuestra que, en algunos casos, el aumento de la demanda no altera para nada los precios de las mercancías, y que en otros casos provoca un alza pasajera de los precios del mercado, a la que sigue un aumento de la oferta, seguido a su vez por la baja de los precios hasta su nivel primitivo, y en muchos casos por debajo de él. El que el aumento de la demanda obedezca al alza de los salarios o a otra causa cualquiera, no altera para nada los términos del problema. Desde el punto de vista del ciudadano Weston, tan difícil resulta explicarse el fenómeno general como el que se revela bajo las circunstancias excepcionales de una subida de salarios. Por tanto, su argumento no ha demostrado nada en cuanto al objeto que nos ocupa. Sólo pone de manifiesto su perplejidad ante las leyes por virtud de las cuales una mayor demanda provoca una mayor oferta y no un alza definitiva de los precios del mercado.

III. [SALARIOS Y DINERO]

Al segundo día de debate, nuestro amigo Weston vistió su vieja afirmación con nuevas formas. Dijo: al producirse un alza general de los salarios en dinero, se necesitará más dinero contante para abonar los mismos salarios. Siendo la cantidad de dinero circulante una cantidad fija, ¿cómo vais a poder pagar, con esa suma fija de dinero circulante, una suma mayor de salarios en dinero? En un principio, la dificultad surgía de que, aunque subiese el salario en dinero del obrero, la cantidad de mercancías que le estaba asignada era fija; ahora, surge del aumento de los salarios en dinero, a pesar de existir un volumen fijo de mercancías. Y, naturalmente, si rechazáis su dogma originario, desaparecerán también los perjuicios concomitantes.

Voy a demostraros, sin embargo, que este problema del dinero circulante no tiene nada absolutamente que ver con el tema que nos ocupa.

En vuestro país, el mecanismo de pagos está mucho más perfeccionado que cn ningún otro país de Europa. Gracias a la extensión y concentración del sistema bancario, se necesita mucho menos dinero circulante para poner en circulación la misma cantidad de valores y realizar el mismo o mayor número de operaciones. En lo que respecta, por ejemplo, a los salarios, el obrero fabril inglés entrega semanalmente su salario al tendero, que lo envía todas las semanas al banquero; éste lo devuelve semanalmente al fabricante, quien vuelve a pagarlo a sus obreros, y así sucesivamente. Gracias a este mecanismo, el salario anual de un obrero, que ascienda, supongamos, a cincuenta y dos libras esterlinas, puede pagarse con un solo soberano que recorra todas las semanas el mismo ciclo. Incluso en Inglaterra, este mecanismo de pagos no es tan perfecto como en Escocia, y no en todas partes presenta la misma perfección; por eso vemos que, por ejemplo, en algunas comarcas agrícolas se necesita, si las comparamos con las comarcas fabriles, mucho más dinero circulante para poner en circulación un volumen más pequeño de valores.

Si cruzáis el Canal, veréis que los salarios en dinero son mucho más bajos que en Inglaterra, a pesar de lo cual en Alemania, en Italia, en Suiza y en Francia éstos se ponen en circulación mediante una cantidad mucho mayor de dinero circulante. El mismo soberano no va a parar tan rápidamente a manos del banquero, ni retorna con tanta prontitud al capitalista industrial; por eso, en lugar del soberano necesario para poner en circulación cincuenta y dos libras esterlinas al año, para abonar un salario anual que ascienda a la suma de veinticinco libras se necesitan tal vez tres soberanos. De este modo, comparando los países del continente con Inglaterra, veréis en seguida que salarios en dinero bajos pueden exigir, para su circulación, cantidades mucho mayores de dinero circulante que los salarios altos, y que esto no es, en realidad, más que un problema puramente técnico, que nada tiene que ver con el tema que nos ocupa.

Según los mejores cálculos que conozco, los ingresos anuales de la clase obrera de este país pueden cifrarse en unos 250 millones de libras esterlinas. Esta enorme suma se pone en circulación mediante unos tres millones de libras. Supongamos que se produzca una subida de salarios del 50 por loo. En vez de tres millones, se necesitarían cuatro millones y medio en dinero circulante. Como una parte considerable de los gastos diarios del obrero se cubre con plata y cobre, es decir, con simples signos monetarios, cuyo valor en relación al oro se fija arbitrariamente por la ley, al igual que el valor del papel moneda no canjeable, resulta que esa subida del 50 por 100 en los salarios en dinero supondría, en el peor de los casos, el aumentar la circulación, digamos, en un millón de soberanos. Se lanzaría a la circulación un millón, que ahora está reposando en los sótanos del Banco de Inglaterra o en las cajas de la Banca privada, en forma de lingotes o de moneda acuñada. E incluso podría ahorrarse, y se ahorraría efectivamente, el gasto insignificante que supondría la acuñación suplementaria o el adicional desgaste de ese millón, si la necesidad de aumentar el dinero puesto en circulación produjese algún rozamiento. Todos sabéis que el dinero circulante de este país se divide en dos grandes ramas. Una parte, consistente en billetes de banco de las más diversas clases, se emplea en las transacciones entre comerciantes, y también en las transacciones entre comerciantes y consumidores, para saldar los pagos más importantes; otra parte de los medios de circulación, la moneda de metal, circula en el comercio al por menor. Aunque distintas, estas dos dases de medios de circulación se mezclan y combinan mutuamente. Así, las monedas de oro circulan, en una buena proporción, incluso en pagos importantes, para cubrir las cantidades fraccionarias inferiores a cinco libras. Pues bien: si mañana se emitiesen billetes de cuatro libras, de tres o de dos, el oro que llena estos canales de circulación, saldría en seguida de ellos y afluiría a aquellos canales en que fuese necesario para atender a la subida de los jornales en dinero. Por este procedimiento, podría abastecerse el millón adicional exigido por la subida de los salarios en un 50 por 100, sin añadir ni un solo soberano. Y el mismo resultado se conseguiría, sin emitir ni un billete de banco adicional, con sólo aumentar la circulación de letras de cambio, como ocurrió durante mucho tiempo en el condado de Lancaster.

Si una subida general del tipo de salarios, por ejemplo del 100 por 100, como el ciudadano Weston supone respecto a los salarios de los obreros del campo, provocase una gran alza en los precios de los artículos de primera necesidad y exigiese, según sus conceptos, una suma adicional de medios de pago, que no podría conseguirse, una baja general de salarios debería producir el mismo resultado y en idéntica proporción, aunque en sentido inverso. Pues bien, todos sabéis que los años 1858 a 1860 fueron los años más prósperos para la industria algodonera y que sobre todo el año de 1860 ocupa a este respecto un lugar único en los anales del comercio; este año fue también de gran florecimiento para las otras ramas industriales. En 1860, los salarios de los obreros del algodón y de los demás obreros relacionados con esta industria fueron más altos que nunca hasta entonces. Pero vino la crisis norteamericana, y todos estos salarios viéronse reducidos de pronto a la cuarta parte, aproximadamente, de su suma anterior. En sentido inverso, esto habría supuesto una subida del 300 por 100.

Cuando los salarios suben de cinco chelines a veinte, decimos que experimentan una subida del 300 por 100; Si bajan de veinte chelines a cinco, decimos que descienden el 75 por 100, pero la cuantía de la subida en un caso y de la baja en el otro es la misma, a saber: 15 chelines. Sobrevino, pues, un cambio repentino en el tipo de los salarios, como jamás se había conocido anteriormente, y el cambio afectó a un número de obreros que, si no incluimos tan sólo a los que trabajaban directamente en la industria algodonera, sino también a los que dependían indirectamente de esta industria, excedía en una mitad al número de los obreros agrícolas. ¿Acaso bajó el precio del trigo? Al contrario, subió de 47 chelines y 8 peniques por quarter, que había sido el precio medio en los tres años de 1858 a 1860, a 55 chelines y 10 peniques el quarter, según la media anual de los tres años de 1861 a 1863, Por lo que se refiere a los medios de pago, durante el año 1861 se acuñaron en la Casa de la Moneda 8.673.232 libras esterlinas, contra 3.378.102 libras que se habían acuñado en 1860; es decir, que en 1861 se acuñaron 5.295.130 libras esterlinas más que en 1860, Es cierto que el volumen de circulación de billetes de banco en 1861 arrojó 1.319.000 Iibras menos que el de 1860, Descontemos esto y aun quedará para el año 1861, comparado con el anterior año de prosperidad, 1860, un superávit de medios de circulación por valor de 3.976.130 libras, casi cuatro millones de libras esterlinas; en cambio, la reserva de oro del Banco de Inglaterra durante este período de tiempo disminuyó, no en la misma proporción exactamente pero en una proporción aproximada.

Comparad ahora el año 1862 con el año 1842. Prescindiendo del enorme aumento del valor y del volumen de las mercancías en circulación, el capital desembolsado solamente para cubrir las operaciones regulares de acciones, empréstitos, etc., de valores de los ferrocarriles, asciende, en Inglaterra y Gales, durante el año 1862, a la suma de 320.000.000 de libras esterlinas, cifra que en 1842 habría parecido fabulosa. Y, sin embargo, las sumas globales de los medios de circulación fueron casi iguales en los años 1862 y 1842; y, en términos generales, advertiréis, frente a un enorme aumento de valor no sólo de las mercancías, sino también en general de las operaciones en dinero, una tendencia a la disminución progresiva de los medios de pago. Desde el punto de vista de nuestro amigo Weston, esto es un enigma indescifrable.

Si hubiese ahondado algo más en el asunto, habría visto que, prescindiendo de los salarios y suponiendo que éstos permanezcan invariables, el valor y el volumen de las mercancías puestas en circulación, y, en general, la cuantía de las operaciones en dinero concertadas, varían diariamente que la cuantía de billetes de banco emitidos varía diariamente; que la cuantía de los pagos que se efectúan sin ayuda de dinero, por medio de letras de cambio, cheques, créditos sentados en los libros, las clearing houses, varía diariamente; que en la medida en que se necesita acudir al verdadero dinero en metálico, la proporción entre las monedas que circulan y las monedas y los lingotes guardados en reserva o atesorados en los sótanos de los Bancos, varía diariamente; que la suma del oro absorbido por la circulación nacional y enviado al extranjero para los fines de la circulación internacional, varía diariamente. Habría visto que su dogma de un volumen fijo de los medios de pago es un tremendo error, incompatible con la realidad de todos los días. Se habría informado de las leyes que permiten a los medios de pago adaptarse a condiciones que varían tan constantemente, en vez de convertir su falsa concepción acerca de las leyes de la circulación monetaria en un argumento contra la subida de los salarios.

IV. [OFERTA Y DEMANDA]

Nuestro amigo Weston hace suyo el proverbio latino de repetitio est mater studiorum, que quiere decir: la repetición es la madre del estudio, razón por la cual nos repite su dogma inicial bajo la nueva forma de que la reducción de los medios de pago operada por la subida de los salarios determinaría una disminución del capital, etcétera. Después de haber tratado de sus extravagancias acerca de los medios de pago, considero de todo punto inútil detenerme a examinar las consecuencias imaginarias que él cree emanan de su imaginaria conmoción de los medios de pago. Paso, pues, inmediatamente a reducir a su expresión teórica más simple su dogma, que es siempre uno y el mismo, aunque lo repita bajo tantas formas diversas.

Una sola observación pondrá de manifiesto la ausencia de sentido crítico con que trata su tema. Se declara contrario a la subida de salarios o a los salarios altos que resultarían a consecuencia de esta subida. Ahora bien, le pregunto yo: ¿qué son salarios altos y qué salarios bajos? ¿Por qué, por ejemplo, cinco chelines semanales se considera como salario bajo y veinte chelines a la semana se reputa salario alto? Si un salario de cinco es bajo en comparación con uno de veinte, el de veinte será todavía más bajo en comparación con uno de doscientos. Si alguien diese una conferencia sobre el termómetro y se pusiese a declamar sobre grados altos y grados bajos, no enseñaría nada a nadie. Lo primero que tendría que explicar es cómo se encuentra el punto de congelación y el punto de ebullición y cómo estos dos puntos determinantes obedecen a leyes naturales y no a la fantasía de los vendedores o de los fabricantes de termómetros. Pues bien, por lo que se refiere a los salarios y las ganancias, el ciudadano Weston no sólo no ha sabido deducir de leyes económicas esos puntos determinantes, sino que no ha sentido siquiera la necesidad de indagarlos. Se contenta con admitir las expresiones vulgares y corrientes de bajo y alto, como si estos términos tuviesen alguna significación fija, a pesar de que salta a la vista que los salarios sólo pueden calificarse de altos o de bajos comparándolos con alguna norma que nos permita medir su magnitud.

El ciudadano Weston no podrá decirme por qué se paga una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo. Si me contestase que esto lo regula la ley de la oferta y la demanda, le pediría ante todo que me dijese por qué ley se regulan, a su vez, la demanda y la oferta. Y esta contestación le pondría inmediatamente fuera de combate. Las relaciones entre la oferta y la demanda de trabajo se hallan sujetas a constantes fluctuaciones, y con ellas fluctúan los precios del trabajo en el mercado. Si la demanda excede de la oferta, suben los salarios; si la oferta rebasa a la demanda, los salarios bajan, aunque en tales circunstancias pueda ser necesario comprobar el verdadero estado de la demanda y la oferta, v. gr., por medio de una huelga o por otro procedimiento cualquiera. Pero si tomáis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, sería tan pueril como inútil clamar contra las subidas de salarios, puesto que, con arreglo a la ley suprema que invocáis, las subidas periódicas de los salarios son tan necesarias y tan legítimas como sus bajas periódicas. Y si no consideráis la oferta y la demanda como ley reguladora de los salarios, entonces repito mi pregunta anterior: ¿por qué se da una determinada suma de dinero por una determinada cantidad de trabajo?

Pero enfoquemos la cosa desde un punto de vista más amplio: os equivocaríais de medio a medio, si creyerais que el valor del trabajo o de cualquier otra mercancía se determina, en último término, por la oferta y la demanda. La oferta y la demanda no regulan más que las oscilaciones pasajeras de los precios en el mercado. Os explicarán por qué el precio de un artículo en el mercado sube por encima de su valor o cae por debajo de él, pero no os explicarán jamás este valor en sí. Supongamos que la oferta y la demanda se equilibren o se cubran mutuamente, como dicen los economistas. En el mismo instante en que estas dos fuerzas contrarias se nivelan, se paralizan mutuamente y dejan de actuar en uno u otro sentido. En el instante mismo en que la oferta y la demanda se equilibran y dejan, por tanto, de actuar, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor real, con el precio normal en torno al cual oscilan sus precios en el mercado. Por tanto, si queremos investigar el carácter de este valor, no tenemos que preocuparnos de los efectos transitorios que la oferta y la demanda ejercen sobre los precios del mercado. Y otro tanto cabría decir de los salarios y de los precios de todas las demás mercancías.

V. [SALARIOS Y PRECIOS]

Reducidos a su expresión teórica más simple, todos los argumentos de nuestro amigo se traducen en un solo y único dogma: "Los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios ".

Frente a este anticuado y desacreditado error, podría invocar el testimonio de la observación práctica. Podría deciros que los obreros fabriles, los mineros, los trabajadores de los astilleros y otros obreros ingleses, cuyo trabajo está relativamente bien pagado, baten a todas las demás naciones por la baratura de sus productos, mientras que el jornalero agrícola inglés, por ejemplo, cuyo trabajo está relativamente mal pagado, es batido por casi todas las demás naciones, a consecuencia de la carestía de sus productos.

Comparando unos artículos con otros dentro del mismo país y las mercancías de distintos países entre sí, podría demostrar que, si se prescinde de algunas excepciones más aparentes que reales, por término medio, el trabajo bien retribuido produce mercancías baratas y el trabajo mal pagado mercancías caras. Esto no demostraría, naturaímente, que el elevado precio del trabaio, en unos casos, y en otros su precio bajo sean las causas respectivas d~e estos efectos diametralmente opuestos, pero sí serviría para probar, en todo caso, que los precios de las mercancías no se determinan por los precios del trabajo. Sin embargo, es de todo punto superfluo, para nosotros, aplicar este método empírico.

Podría, tal vez, negarse que el ciudadano Weston haya sostenido el dogma de que "los precios de las mercancías se determinan o regulan por los salarios ". Y el hecho es que jamás lo ha formulado. Dijo, por el contrario, que la ganancia y la renta del suelo son también partes integrantes de los precios de las mercancías, puesto que de éstos tienen que ser pagados no sólo los salarios de los obreros, sino también las ganancias del capitalista y las rentas del terrateniente. Pero, ¿cómo se forman los precios, según su modo de ver? Se forman, en primer término, por los salarios. Luego, se añade al precio un tanto por ciento adicional a beneficio del capitalista y otro tanto por ciento adicional a beneficio del terrateniente.

Supongamos que los salarios abonados por el trabajo invertido en la producción de una mercancía ascienden a diez. Si la cuota de ganancia fuese del 100 por 100, el capitalista añadiría a los salarios desembolsados diez, y si la cuota de renta fuese también del 100 por 100 sobre los salarios, habría que añadir diez más, con lo cual el precio total de la mercancía se cifraría en treinta. Pero semejante determinación del precio significaría simplemente que éste se determina por los salarios Si éstos, en nuestro ejemplo anterior, ascendiesen a veinte, el precio de la mercancía ascendería a sesenta, y así sucesivamente. He aquí por qué todos los escritores anticuados de Economía Política que sentaban la tesis de que los salarios regulan los precios, intentaban probarla presentando la ganancia y la renta del suelo como simples porcentajes adicionales sobre los salarios. Ninguno de ellos era capaz, naturalmente, de reducir los límites de estos recargos porcentuales a una ley económica. Parecían creer, por el contrario, que las ganancias se fijaban por la tradición, la costumbre, la voluntad del capitalista o por cualquier otro método igualmente arbitrario e inexplicable. Cuando dicen que las ganancias se determinan por la competencia entre los capitalistas, no dicen absolutamente nada. Esta competencia, indudablemente, nivela las distintas cuotas de ganancia de las diversas industrias, o sea, las reduce a un nivel medio, pero jamás puede determinar este nivel mismo o la cuota general de ganancia.

¿Qué queremos decir, cuando afirmamos que los precios de las mercancías se determinan por los salarios? Como el salario no es más que una manera de denominar el precio del trabajo, al decir esto, decimos que los precios de las mercancías se regulan por el precio del trabajo. Y como "precio" es valor de cambio — y cuando hablo del valor, me refiero siempre al valor de cambio –, valor de cambio expresado en dinero, aquella afirmación equivale a esta otra: "el valor de las mercancías se determina por el valor del trabajo ", o, lo que es lo mismo: "el valor del trabajo es la medida general de valor ".

Pero, ¿cómo se determina, a su vez, "el valor del trabajo "? Al llegar aquí, nos encontramos en un punto muerto. Siempre y cuando, claro está, que intentemos razonar lógicamente. Pero los defensores de esta teoría no sienten grandes escrúpulos en materia de lógica. Tomemos, por ejempío, a nuestro amigo Weston. Primero nos decía que los saíarios regulaban los precios de las mercancías y que, por tanto, éstos tenían que subir cuando subían los salarios. Luego, virando en redondo, nos demostraba que una subida de salarios no serviría de nada, porque habrán subido también los precios de las mercancías y porque los salarios se medían en realidad por los precios de las mercancías con ellos compradas. Así pues, empezamos por la afirmación de que el valor del trabajo determina el valor de la mercancía, y terminamos afirmando que el valor de la mercancía determina el valor del trabajo. De este modo, no hacemos más que movernos en el más vicioso de los círculos sin llegar a ninguna conclusión.

Salta a la vista, en general, que, tomando el valor de una mercancía, por ejemplo el trabajo, el trigo u otra mercancía cualquiera, como medida y regulador general del valor, no hacemos más que desplazar la dificultad, puesto que determinamos un valor por otro que, a su vez, necesita ser determinado.

Expresado en su forma más abstracta, el dogma de que "los salarios determinan los precios de las mercancias" viene a decir que "el valor se determina por el valor", y esta tautología sólo demuestra que, en realidad, no sabemos nada del valor. Si admitiésemos semejante premisa, toda discusión acerca de las leyes generales de la Economía Política se convertiría en pura cháchara. Por eso hay que reconocer a Ricardo el gran mérito de haber destruido hasta en sus cimientos, con su obra "Principios de Economía Política ", publicada en 1817, el viejo error, tan difundido y gas tado, de que "los salarios determinan los precios",[9] error que habían rechazado Adam Smith y sus predecesores franceses en la parte verdaderamente científica de sus investigaciones, y que, sin embargo, reprodujeron en sus capítulos más exotéricos y vulgarizantes.

VI. [VALOR Y TRABAJO]

¡Ciudadanos! He llegado al punto en que tengo que entrar en el verdadero desarroílo del tema. No puedo asegurar que haya de hacerlo de un modo muy satisfactorio, pues ello me obligaría a recorrer todo el campo de la Economía Política. Habré de limitarme, como dicen los franceses, a effleurer la question, a tocar tan sólo los aspectos fundamentales del problema.

La primera cuestión que tenemos que plantear es ésta: ¿Qué es el valor de una mercancía? ¿Cómo se determina?

A primera vista, parece como si el valor de una mercancía fuese algo completamente relativo, que no puede determinarse sin considerar una mercancía en relación con todas las demás. Y, en efecto, cuando hablamos del valor, del valor de cambio de una mercancía, entendemos las cantidades proporcionales en que se cambia por todas las demás mercancías. Pero esto nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se regulan las proporciones en que se cambian unas mercancías por otras?

Sabemos por experiencia que estas proporciones varían hasta el infinito. Si tomamos una sola mercancía, trigo por ejemplo, veremos que un quarter de trigo se cambia por otras mercancías en una serie casi infinita de proporciones. Y, sin embargo, como su valor es siempre el mismo, ya se exprese en seda, en oro o en otra mercancía cualquiera, este valor tiene que ser forzosamente algo distinto e independiente de esas diversas proporciones en gue se cambia por otros artículos. Tiene que ser posible expresar en una forma muy distinta estas diversas ecuaciones entre diversas mercancías.

Además, cuando digo que un quarter de trigo se cambia por hierro en una determinada proporción o que el valor de un quarter de trigo se expresa en una determinada cantidad de hierro, digo que el valor del trigo y su equivalente en hierro son iguales a una tercera cosa que no es ni trigo ni hierro, ya que doy por supuesto que expresan la misma magnitud en dos formas distintas. Por tanto, cada uno de estos dos objetos, lo mismo el trigo que el hierro, debe poder reducirse de por sí, independientemente del otro, a aquella tercera cosa, que es la medida común de ambos.

Para aclarar este punto, recurriré a un ejemplo geométrico muy sencillo. Cuando comparamos el área de varios triángulos de las más diversas formas y magnitudes, o cuando comparamos triángulos con rectángulos o con otra figura rectilínea cualquiera, ¿cómo procedemos? Reducimos el área de cualquier triángulo a una expresión completamente distinta de su forma visible. Y como, por la naturaleza del triángulo, sabemos que su área es igual a la mitad del producto de su base por su altura, esto nos permite comparar entre sí los diversos valores de toda clase de triángulos y de todas las figuras rectilíneas, puesto que todas ellas pueden dividirse en un cierto número de triángulos.

El mismo procedimiento tenemos que seguir en cuanto a los valores de las mercancías. Tenemos que poder reducirlos todos a una expresión común, distinguiéndolos solamente por la proporción en que contienen esta medida igual.

Como los valores de cambio de las mercancías no son más que funciones sociales de las mismas y no tienen nada que ver con sus propiedades naturales, lo primero que tenemos que preguntarnos es esto: ¿cuál es la sustancia social común a todas las mercancías? Es el trabajo. Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo él mismo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se man tiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad. Pero, para producir una mercancía, no sólo tiene que crear un artículo que satisfaga alguna necesidad social, sino que su mismo trabajo ha de representar una parte integrante de la suma global de trabajo invertido por la sociedad. Ha de hallarse supeditado a la división del trabajo dentro de la sociedad. No es nada sin los demás sectores del trabajo, y, a su vez, tiene que integrarlos.

Cuando consideramos las mercancías como valores, las consideramos exclusivamente bajo el solo aspecto de trabajo social realizado, plasmado, o si queréis, cristalizado. Así consideradas, sólo pueden distinguirse las unas de las otras en cuanto representan cantidades mayores o menores de trabajo; así, por ejemplo, en un pañuelo de seda puede encerrarse una cantidad mayor de trabajo que en un ladrillo. Pero, ¿cómo se miden las cantidades de trabajo? Por el tiempo que dura el trabajo, midiendo éste por horas, por días, etcétera. Naturalmente, para aplicar esta medida, todas las clases de trabajo se reducen a trabajo medio o simple, como a su unidad de medida.

Llegamos, por tanto, a esta conclusión Una mercancía tiene un valor por ser cristalización de un trabajo social. La magnitud de su valor o su valor relativo depende de la mayor o menor cantidad de sustancia social que encierra; es decir, de la cantidad relativa de trabajo necesaria para su producción. Por tanto, los valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas. Las cantidades correspondientes de mercancías que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo, son iguales. O, dicho de otro modo: el valor de una mercancía guarda con el valor de otra mercancía la misma proporción que la cantidad de trabajo plasmada en una guarda con la cantidad de trabajo plasmada en la otra.

Sospecho que muchos de vosotros preguntaréis: ¿es que existe una diferencia tan grande, o alguna, la que sea, entre la determinación de los valores de las mercancías a base de los salarios y su determinación por las cantidades relativas de trabajo necesarias para su producción? Pero no debéis perder de vista que la retribución del trabajo y la cantidad de trabajo son cosas completamente distintas. Supongamos, por ejemplo, que en un quarter de trigo y en una onza de oro se plasman cantidades iguales de trabajo. Me valgo de este ejemplo porque fue empleado ya por Benjamín Franklin en su primer ensayo, publicado en 1729 y titulado A Modest Inquiry into the Nature and Necessity of a Paper Currency (Una modesta investigación sobre la naturaleza y la necesidad del papel moneda)[10].

En este libro, Franklin fue uno de los primeros en hallar la verdadera naturaleza del valor. Así pues, hemos supuesto que un quarter de trigo y una onza de oro son valores iguales o equivalentes, por ser cristalización de cantidades iguales de trabajo medio, de tantos días o tantas semanas de trabajo plasmado en cada una de ellas ¿Acaso, para determinar los valores relativos del oro y del trigo del modo que lo hacemos, nos referimos para nada a los salarios que perciben los obreros agrícolas y los mineros? No, ni en lo más mínimo. Dejamos completamente sin determinar cómo se paga el trabajo diario o semanal de estos obreros, ni siquiera decimos si aquí se emplea o no trabajo asalariado. Aun suponiendo que sí, los salarios han podido ser muy desiguales.

Puede ocurrir que el obrero cuyo trabajo se plasma en el quarter de trigo sólo perciba por él dos bushels, mientras que el obrero que trabaja en la mina puede haber percibido por su trabajo la mitad de la onza de oro. O, suponiendo que sus salarios sean iguales, pueden diferir en las más diversas proporciones de los valores de las mercancías por ellos creadas. Pueden representar la mitad, la tercera parte, la cuarta parte, la quinta parte u otra fracción cualquiera de aquel quarter de trigo o de aquella onza de oro. Naturalmente, sus salarios no pueden rebasar los valores de las mercancías por ellos producidas, no pueden ser mayores que éstos, pero sí pueden ser inferiores en todos los grados imaginables. Sus salarios se hallarán limitados por los valores de los productos, pero los valores de sus productos no se hallarán limitados por los salarios. Y, sobre todo, aquellos valores, los valores relativos del trigo y del oro, por ejemplo, se fijarán sin atender para nada al valor del trabajo invertido en ellos, es decir, sin atender para nada a los salarios. La determinación de los valores de las mercancías por las cantidades relativas de trabajo plasmado en ellas difiere, como se ve, radicalmente del método tautológico de la determinación de los valores de las mercancías por el valor del trabajo, o sea por los salarios. Sin embargo, en el curso de nuestra investigación tendremos ocasión de aclarar más todavía este punto.

Para calcular el valor de cambio de una mercancía, tenemos que añadir a la cantidad de trabajo últimamente invertido en ella la que se encerró antes en las materias primas con que se elabora la mercancía y el trabajo incorporado a las herramientas, maquinaria y edificios empleados en la producción de dicha mercancía.

Por ejemplo, el valor de una determinada cantidad de hilo de algodón es la cristalización de la cantidad de trabajo que se incorpora al algodón durante el proceso del hilado y, además, de la cantidad de trabajo plasmado anteriormente en el mismo algodón, de la cantidad de trabajo que se encierra en el carbón, el aceite y otras materias auxiliares empleadas, y de la cantidad de trabajo materializado en la máquina de vapor, los husos, el edificio de la fábrica, etc. Los instrumentos de producción propiamente dichos, tales como herramientas, maquinaria y edificios, se utilizan constantemente, durante un período de tiempo más o menos largo, en procesos reiterados de producción. Si se consumiesen de una vez, como ocurre con las materias primas, se transferiría inmediatamente todo su valor a la mercancía que ayudan a producir. Pero como un huso, por ejemplo, sólo se desgasta paulatinamente, se calcula un promedio, tomando por base su duración media y su desgaste medio durante determinado tiempo, v. gr., un día. De este modo, calculamos qué parte del valor del huso pasa al hilo fabricado durante un día y qué parte, por tanto, corresponde, dentro de la suma global de trabajo que se encierra, v. gr., en una libra de hilo, a la cantidad de trabajo plasmada anteriormente en el huso. Para el objeto que perseguimos, no es necesario detenerse más en este punto.

Podría pensarse que, si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo que se invierte en su producción, cuanto más perezoso o más torpe sea un operario más valor encerrará la mercancía producida por él, puesto que el tiempo de trabajo necesario para producirla será mayor. Pero el que tal piensa incurre en un lamentable error. Recordaréis que yo empleaba la expresión "trabajo social ", y en esta denominación de "social " se encierran muchas cosas.

Cuando decimos que el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo encerrado o cristalizado en ella, tenemos presente la cantidad de trabajo necesario para producir esa mercancía en un estado social dado y bajo determinadas condiciones sociales medias de producción, con una intensidad media social dada y con una destreza media en el trabajo que se invierte. Cuando en Inglaterra el telar de vapor empezó a competir con el telar manual, para convertir una determinada cantidad de hilo en una yarda de lienzo o de paño bastaba con la mitad del tiempo de trabajo que antes se invertía. Ahora, el pobre tejedor manual tenía que trabajar diecisiete o dieciocho horas diarias, en vez de las nueve o diez que trabajaba antes. No obstante, el producto de sus veinte horas de trabajo sólo representaba diez horas de trabajo social, es decir, diez horas de trabajo socialmente necesario para convertir una determinada cantidad de hilo en artículos textiles. Por tanto, su producto de veinte horas no tenía más valor que el que antes elaboraba en diez.

Por consiguiente, si la cantidad de trabajo socialmente necesario materializado en las mercancías es lo que determina el valor de cambio de éstas, al crecer la cantidad de trabajo requerido para producir una mercancía aumenta forzosamente su valor, y viceversa, al disminuir aquélla, baja ésta.

Si las respectivas cantidades de trabajo necesario para producir las mercancías respectivas permaneciesen constantes, serían también constantes sus valores relativos. Pero no sucede así. La cantidad de trabajo necesario para producir una mercancía cambia constantemente, al cambiar las fuerzas productivas del trabajo aplicado. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, más productos se elaboran en un tiempo de trabajo dado; y cuanto menores son, menos se produce en el mismo tiempo. Si, por ejemplo, al crecer la población se hiciese necesario cultivar terrenos menos fértiles, habría que invertir una cantidad mayor de trabajo para obtener la misma producción, y esto haría subir el valor de los productos agrícolas. De otra parte, si con los modernos medios de producción, un solo hilador convierte en hilo, durante una jornada, muchos miles de veces la cantidad de algodón que él podría haber hilado durante el mismo tiempo con el torno de hilar, es evidente que cada libra de algodón absorberá miles de veces menos trabajo de hilado que antes, y, por consiguiente, el valor que el proceso de hilado incorpora a cada libra de algodón será miles de veces menor. Y en la misma proporción bajará el valor del hilo.

Prescindiendo de las diferencias que se dan en las energias naturales y en la destreza adquirida para el trabajo entre los distintos pueblos, las fuerzas productivas del trabajo dependerán, principalmente:

1. De las condiciones naturales del trabajo: fertilidad del suelo, riqueza de los yacimientos mineros, etc.

2. Del perfeccionamiento progresivo de las fuerzas sociales del trabajo por efecto de la producción en gran escala, de la concentración del capital, de la combinación del trabajo, de la división del trabajo, la maquinaria, los métodos perfeccionados de trabajo, la aplicación de la fuerza química y de otras fuerzas naturales, la reducción del tiempo y del espacio gracias a los medios de comunicación y de transporte, y todos los demás inventos mediante los cuales la ciencia obliga a las fuerzas naturales a ponerse al servicio del trabajo y se desarrolla el carácter social o cooperativo de éste. Cuanto mayores son las fuerzas productivas del trabajo, menos trabajo se invierte en una cantidad dada de productos y, por tanto, menor es el valor de estos productos. Y cuanto menores son las fuerzas productivas del trabajo, más trabajo se emplea en la misma cantidad de productos, y, por tanto, mayor es el valor de cada uno de ellos. Podemos, pues, establecer como ley general lo siguiente:

Los valores de las mercancías están en razón directa al tiempo de trabajo invertido en su producción y en razón inversa a las fuerzas productivas del trabajo empleado.

Como hasta aquí sólo hemos hablado del valor, añadiré también algunas palabras acerca del precio, que es una forma peculiar que reviste el valor,

De por sí, el precio no es otra cosa que la expresión en dinero del valor. Los valores de todas las mercancías de este país, por ejemplo, se expresan en precios oro, mientras que en el continente se expresan principalmente en precios plata. El valor del oro o de la plata se determina, como el de cualquier mercancía, por la cantidad de trabajo necesario para su extracción. Cambiáis una cierta suma de vuestros productos nacionales, en la que se cristaliza una determinada cantidad de vuestro trabajo nacional, por los productos de los países productores de oro y plata, en los que se cristaliza una determinada cantidad de su trabajo. Es así, por el cambio precisamente, cómo aprendéis a expresar en oro y plata los valores de todas las mercancías, es decir, las cantidades de trabajo empleadas en su producción. Si ahondáis más en la expresión en dinero del valor, o lo que es lo mismo, en la conversión del valor en precio, veréis que se trata de un proceso por medio del cual dais a los valores de todas las mercancías una forma independiente y homogénea, o mediante el cual los expresáis como cantidades de igual trabajo social. En la medida en que sólo es la expresión en dinero del valor, el precio fue llamado, por Adam Smith, precio natural, y por los fisiócratas franceses, prix nécessaire.

¿Qué relación guardan, pues, el valor y los precios del mercado, o los precios naturales y los precios del mercado? Todos sabéis que el precio del mercado es el mismo para todas las mercancías de la misma clase, por mucho que varíen las condiciones de producción de los productores individuales. Los precios del mercado no hacen más que expresar la cantidad media de trabajo social que, bajo condiciones medias de producción, es necesaria para abastecer el mercado con una determinada cantidad de cierto artículo. Se calculan con arreglo a la cantidad global de una mercancía de determinada clase.

Hasta aquí, el precio de una mercancía en el mercado coincide con su valor. De otra parte, las oscilaciones de los precios del mercado, que unas veces exceden del valor o precio natural y otras veces quedan por debajo de él, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda. Los precios del mercado se desvían constantemente de los valores, pero, como dice Adam Smith:

El precio natural . . . es el precio central, hacia el que gravitan constantemente los precios de todas las mercancías. Diversas circunstancias accidentales pueden hacer que estos precios excedan a veces considerablemente de aquél, y otras veces desciendan un poco por debajo de él. Pero, cualesquiera que sean los obstáculos que les impiden detenerse en este centro de reposo y estabilidad, tienden continuamente hacia él.[11]

Ahora no puedo examinar más detenidamente este asunto. Baste decir que si la oferta y la demanda se equilibran, los precios de las mercancías en el mercado corresponderán a sus precios naturales, es decir, a sus valores, los cuales se determinan por las respectivas cantidades de trabajo necesario para su producción. Pero la oferta y la demanda tienen que tender siempre a equilibrarse, aunque sólo lo hagan compensando una fluctuación con otra, un alza con una baja, y viceversa. Si en vez de fijaros solamente en las fluctuaciones diarias, analizáis el movimiento de los precios del mercado durante períodos de tiempo más largos, como lo ha hecho, por ejemplo, Mr. Tooke en su Historia de los Precios, descubriréis que las fluctuaciones de los precios en el mercado, sus desviaciones de los valores, sus alzas y bajas, se paralizan y se compensan unas con otras, de tal modo que, si prescindimos de la influencia que ejercen los monopolios y algunas otras modificaciones que aquí tengo que pasar por alto, todas las clases de mercancías se venden, por término medio, por sus respectivos valores o precios naturales. Los períodos de tiempo medios durante los cuales se compensan entre sí las fluctuaciones de los precios en el mercado difieren según las distintas clases de mercancías, porque en unas es más fácil que en otras adaptar la oferta a la demanda.

Por tanto, si en términos generales y abrazando períodos de tiempo relativamente largos, todas las clases de mercancías se venden por sus respectivos valores, es un absurdo suponer que la ganancia — no en casos aislados, sino la ganancia constante y normal de las distintas industrias — brote de un recargo de los precios de las mercancías o del hecho de que se las venda por un precio que exceda de su valor. Lo absurdo de esta idea se evidencia con sólo generalizarla. Lo que uno ganase constantemente como vendedor, tendría que perderlo continuamente como comprador. No sirve de nada decir que hay gentes que son compradores sin ser vendedores, o consumidores sin ser productores. Lo que éstos pagasen al productor tendrían que recibirlo antes gratis de él. Si una persona toma vuestro dinero y luego os lo devuelve comprándoos vuestras mercancías, nunca os haréis ricos, por muy caras que se las vendáis. Esta clase de negocios podrá reducir una pérdida, pero jamás contribuir a obtener una ganancia.

Por tanto, para explicar el carácter general de la ganancia no tendréis más remedio que partir del teorema de que las mercancías se venden, por término medio, por sus verdaderos valores y que las ganancias se obtienen vendiendo las mercancías por su valor, es decir, en proporción a la cantidad de trabajo materializado en ellas. Si no conseguís explicar la ganancia sobre esta base, no conseguiréis explicarla de ningún modo. Esto parece una paradoja y algo que choca con lo que observamos todos los días. También es paradójico el hecho de que la Tierra gire alrededor del Sol y de que el agua esté formada por dos gases muy inflamables. Las verdades científicas son siempre paradójicas, si se las mide por el rasero de la experiencia cotidiana, que sólo percibe la apariencia engañosa de las cosas.

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