La Europa de 1648 ejercía con su iniciativa una presión muy fuerte para relacionar las relaciones de los estados europeos con los territorios ultramarinos. Sin embargo, el imperio español en América enviaba menos plata y absorbía menos emigrantes europeos, en la segunda mitad del siglo XVII, que en la etapa de referencia de por aquel entonces: la segunda mitad del siglo XVI; las migraciones internas en Europa cobraban cada vez mayor importancia. La atención al hemisferio americano adquiría lentamente una influencia creciente en la política general europea, pero estadistas tan poderosos como Louis XIV de Francia o Willem III de las Provincias Unidas de los Países Bajos sabían poco de él, y le prestaban poca atención. Los intelectuales más brillantes comprobaban sobre datos recientes que en China existía una civilización altamente desarrollada; tomaban nota de la existencia de pueblos primitivos; y redefinían las bases del pensamiento filosófico, político y religioso, a la sombra de los terribles cambios traídos por la recién acabada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). De los que dejarían hitos perdurables a la posteridad se sabía poco en su época, como suele ser frecuente: eran figuras aisladas, consideradas como extrañas o excesivamente visionarias.
En 1648 un espléndido y nuevo mapamundi, que incluía los descubrimientos geográficos de los últimos cincuenta años, fue presentado por un impresor de Amsterdam a los embajadores de la ciudad-estado alemana de Münster, enfrascados en las negociaciones de la Paz de Westfalia. Europa hacia 1648 ejercía con su iniciativa una presión muy fuerte para obligar a los autores de los tratados de paz a relacionar seriamente las relaciones de los estados europeos con los amplios territorios ultramarinos. Y éstos debían responder a esa presión, pero con una gran cautela. El imperio español en América enviaba menos plata y absorbía menos emigrantes europeos en la segunda mitad del siglo XVII que en la etapa de referencia en aquel entonces, la segunda mitad del siglo XVI; las migraciones internas en Europa cobraban cada vez mayor importancia. Las Compañías Neerlandesa y Británica de las Indias Orientales, aunque prósperas y poderosas, resultaban en conjunto menos importantes para el crecimiento comercial de sus respectivos estados que los comercios sostenidos por multitud de oscuros mercaderes privados con los demás países europeos. La atención al hemisferio americano adquiría lentamente una influencia creciente en la política general europea, pero estadistas tan poderosos como Louis XIV de Francia o Willem III de las Provincias Unidas de los Países Bajos sabían poco de él, y le prestaban poca atención. Los intelectuales más brillantes comprobaban sobre datos recientes que en China existía una civilización altamente desarrollada; tomaban nota de la existencia de pueblos primitivos; y redefinían las bases del pensamiento filosófico, político y religioso, a la sombra de los terribles cambios traídos por la recién acabada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). De los que dejarían hitos perdurables a la posteridad se sabía poco en su época, como suele ser frecuente: eran figuras aisladas, consideradas como extrañas o excesivamente visionarias.
Poco antes de 1648 los barcos neerlandeses circunnavegaban Australia por primera vez. El Imperio Ruso puso bajo su control la inmensidad de las planicies siberianas y sus exploradores y soldados vieron por primera vez la costa del Océano Pacífico en Vladivostok. Los franceses surcaban los Grandes Lagos de América del Norte. Sin embargo los pueblos de Europa, por lo general, tenían unos conceptos de vida parroquiales, locales, y sus intereses más importantes se limitaban a Europa, a pesar de los grandes y primeros esfuerzos dedicados a la exploración de un mundo nuevo y mucho más amplio que el Viejo Continente. Con pensar en él tenían bastante. Durante 1648 se tuvieron noticias de graves desórdenes en Moscú. En Ucrania estalló la rebelión entre los señores polacos y sus vasallos ucranianos. Los jenízaros otomanos se amotinaron y descuartizaron al sultán en Konstantiniye. [1] Una sublevación en París obligó a la reina regente y al cardenal Giulio Mazarino a introducir lo que parecían profundos cambios constitucionales, mientras, unos pocos meses después, el rey Charles I de Inglaterra era condenado por un tribunal revolucionario y ejecutado. Por otra parte, las tropas y los barcos españoles aplastaban una insurrección en Nápoles. En la monarquía electiva de Polonia, el rey Ladislaw IV había muerto sin hijos en mayo de 1648, pero la Dieta pareció favorecer el principio hereditario, eligiendo como nuevo rey, en noviembre, a su hermano Jan Kaszmierz.
Todos estos acontecimientos pusieron al descubierto las múltiples tensiones existentes en Europa. Algunas gentes llegaron a creer en un espíritu de insubordinación general, como resultado de una corrupción que se extendía de un lugar a otro. A pesar de lo que aquellas gentes pensasen acerca de ello, la noticia más importante de 1648 fue probablemente la de la firma sucesiva de tres tratados de paz europeos. Tomados en conjunto, ponían fin a la Guerra de los Ochenta Años (1578-1648) entre los neerlandeses y Felipe IV; a la Guerra de los Treinta Años en Alemania y Bohemia, que había enfrentado al Kaiser Ferdinand III de Alemania con las potencias aliadas de Suecia y Francia, y a los estados satélites de ambas partes. La lucha franco-española continuaba, pero el Tratado de Westfalia, obra de todo un congreso de diplomáticos reunido en las ciudades alemanas de Münster y Osnabrück, transformó la estructura política de Europa. Esto concedió a las regiones centrales del continente una nueva estabilidad, que finalmente tuvo más importancia que los peligrosos estremecimientos de otras partes. Se trató de una larga postguerra, con todo su cortejo de amargas lecciones. Por eso, uno de sus resultados fue medio siglo de rivalidad entre Estados, más que un trastorno social o intelectual. Podríamos decir que, en muchos aspectos, fue un período con más continuidad que cambios.
Así pues, dada su situación central, el Reich alemán [2] sería el gran amortiguador de choques en el interior de Europa. Sus poblaciones carecían de la fuerza coordinada necesaria para presionar hacia el este o hacia el oeste, hasta que, con posterioridad a 1683, encontraron el impulso suficiente para penetrar en Hungría, ocupada por los Turcos Otomanos. [3] Carecían del empuje y por lo tanto de la oportunidad de competir con los comerciantes y con los gobiernos occidentales -neerlandeses, ingleses y franceses- en la lucha por el imperio comercial de ultramar. Y no lograron encender el fervor intelectual que anteriormente había animado la reforma protestante, no sólo en Alemania, sino también en zonas alejadas de sus límites más externos. Después de 1648, las oportunidades de un cambio radical eran mucho mayores en la Europa del este: fuerzas y credos opuestos, islámicos y ortodoxos, así como protestantes y católicos, forcejearían, agresiva o defensivamente, en áreas muy extensas. De modo que si atendemos en primer lugar al centro estable, parece indicado tener en cuenta después a los pueblos orientales, antes de dirigirnos a ese borde oceánico de Europa que los autores anglosajones están demasiado inclinados a considerar como el ombligo del mundo. En lugar de una visión histórica que preste su máxima atención a las riberas atlánticas de Europa, el centro neurálgico del Viejo Continente se encuentra en 1648 en el antiguo I Reich, con radios que llegan al Mar Báltico, los Montes Cárpatos, el Estrecho del Bósforo y Kiev, así como a París, Londres y Madrid.
Puede hacerse también otra elección, entre las fuerzas que tienden a un cambio y las fuerzas que se oponen a él. En el pensamiento y en las costumbres de las minorías europeas educadas académicamente y prósperas económicamente surgen, sin duda, muchos cambios en el oeste, entre 1650 y 1700. Los hombres prósperos y cultos trabajan sentados en sus "bureaux" (de nuevo diseño) para escribir sobre todo. Tienen un reloj en su habitación de trabajo que les dice la hora mucho más exctamente que los relojes antiguos. Han desechado las viejas arcas que se abrían por arriba, adoptando las cómodas de cajones y puertas. Tienen más mesas plegables, toman café, chocolate y té, y consumen cada vez más azúcar y tabaco. Sentados en sus mesas o en sus escritorios, aquellos empelucados caballeros escribían versos en pareados, con desprecio de otras formas de poesía, y también una prosa mucho más sencilla y pulcra que sus padres. Respecto al contenido de lo que escribían, estaban cada vez menos convencidos de que el mundo antiguo produjese mejores artistas y científicos que los "modernos" y, con toda la consideración al cristianismo revelado, eran más conscientes del elemento matemático dentro del universo físico. De todos modos, seguían constituyendo una débil minoría en comparación con los campesinos, los pastores, los guardias rurales, los artesanos y los curas de aldea, los ciudadanos de la plebe y los criados domésticos que tenían que ganarse la vida en aquella enorme extensión situada entre el Atlántico y los Montes Urales.
Esta mayoría experimentaba vivamente las consecuencias de la buena o de la mala suerte, pero no concebía ningún cambio en la vida de una generación respecto a la de otra generación situada inmediatamente antes o después. No era el suyo un universo de principios teológicos o matemáticos sino sencillamente una existencia dominada por cosechas impredecibles, y por la irregular pero constante visita de hambrunas y epidemias. En los años malos, sus métodos de labranza, prácticamente inalterados, y su mezcla de viejas curas y ensalmos eran igualmente inútiles. En cuanto a las potencias humanas, tenían una clarísima conciencia del señor local y del señor más distante, que era el rey o el príncipe, y que, tanto el uno como el otro, exigían prestaciones de servicios, rentas e impuestos, y -con sus adversarios- acaudillaban las tropas que entraban o providencialmente se desviaban por una determinada zona del país. Reyes y señores además nombraban y sustituían a los clérigos, y los clérigos se ocupaban de las bodas y de los entierros, y daban a los parroquianos una simple información acerca de las Primeras y de las Últimas Cosas. [4] En tales condiciones, es posible tener una visión más acertada de la población como conjunto si consideramos los estremecimientos políticos superficiales sobre una amplia extensión, que si atendemos exclusivamente a la minoría que podía estar explorando ideas, artes o invenciones para la generación siguiente. En este período es más importante mantener un enfoque relativamente estático del escenario, mientras los años pasan, que buscar los orígenes del cambio futuro.
La firma de los Tratados de Westfalia no fue más que una etapa en el proceso de pacificación del Reich. La lucha terminó justo al cerrarse sus cláusulas al este del río Rhin, pero España y Lorena se habían mantenido al margen de la negociación final en Münster, de modo que al oeste del gran río fuerzas españolas, francesas y lorenesas continuaron combatiendo, saqueando y matando. Sobre todo, los andrajosos soldados del Duque de Lorena hacían incursiones por todas partes, saqueándolo todo, e incendiando todo lo que no era posible llevarse consigo. Contribuyeron a reducir a cenizas, por unos cuantos años, el Franco Condado y partes de La Champagne, a la vez que sembraban el terror en unos cuantos puntos al este del río Rhin. Ellos fueron los responsables de los primeros esfuerzos llevados a cabo, con posterioridad a 1648, por los inquietos príncipes alemanes, con el fin de agruparse para la defensa común; alianzas de este género fueron frecuentes en la política alemana después de 1648, prefigurando el famoso Rheinbund -en alemán, Unión del Rhin- de 1658, y otros acuerdos posteriores. La dificultad consistía siempre en fijar las aportaciones económicas y el número de las fuerzas que debían suministrar los Estados miembros. Por ello, las alianzas solían tener como base los antiguos Reichskreise, grupos de Estados con privilegio de participación en una asamblea periódica de príncipes o delegados monárquicos, y al uso de cédulas de impuestos imperiales. Esta arcaica organización de origen medieval desempeñó tareas curiosamente complejas, con políticos conferenciando constantemente en muchas cortes o ciudades modestas, y con sus agendas multiplicándose sin cesar en una densa atmósfera de protocolos. Esto condujo a interminables luchas burocráticas, así como a fricciones graves.
En los Tratados de 1648 se omitió deliberadamente un buen número de cuestiones constitucionales, que habían de ser reguladas por la próxima reunión del Reichstag, la Dieta o parlamento imperial alemán de origen y constitución medievales. Estas omisiones revelan la subyacente solidez de la posición del Kaiser Ferdinand III, a pesar de sus derrotas durante la Guerra de los Treinta Años. Francia y los más fanáticos príncipes calvinistas alemanes habían exigido una cláusula que privase a este káiser [5] de garantizar en vida la elección de un sucesor: sabían que en el pasado la dinastía Habsburg había ostentado muchas veces la Kaiserkrone [6] porque el propio káiser reinante disponía y supervisaba la elección de un Rey de Romanos -que automática le sucedía como káiser en debida regla-. [7] Si el káiser moría antes de que fuese establecida la sucesión, los candidatos Habsburg estarían mucho peor situados para coparla. Los protestantes fanáticos veían en esto una oportunidad para romper los lazos entre los Habsburg -acérrimos defensores de la Iglesia católica- y el Reich alemán -en el que convivían una mayoría de Estados católicos y luteranos con una minoría de calvinistas marginados-, lo que constituyó el punto de conflicto fundamental en la política europea entre 1530 y 1800. [8] A ello arrimaron las "Capitulaciones", conjunto de contratos a modo de carta constitucional que todo nuevo káiser debía acatar y respetar en el momento y ceremonia en que le era conferido el título de emperador.
Los Estados calvinistas alemanes exigieron la inclusión en los Tratados de Westfalia de una carta constitucional revisada, destinada a recortar aún más la autoridad imperial. [9] Pero Ferdinand III se salió con la suya: aquellas cuestiones fueron dejadas para el Reichstag. Algunos Fürsten (príncipes) también trataron en Münster de abolir las diversas prerrogativas de los Kurfürsten (príncipes electores). ¿Por qué habían de elegir ellos solamente al Rey de Romanos o al káiser? ¿Por qué había de ser su Comisión Permanente de Delegados en Ratisbona la que rigiese los asuntos concernientes a otros gobernantes del Reich? Al plantear tan delicadas cuestiones, el partido reformista convenció a los Kurfürsten del interés que ellos compartían con el propio káiser. Aquella alianza era ciertamente fundamental a pesar de algunos desacuerdos. Esto explica por qué cambió tan poco en 1648 la estructura del Reich, y por qué cambió tan lentamente después.
En los Tratados de Westfalia había sido aceptada una importante novedad: la creación de un nuevo puesto en el Kurfürstenkollegium para Karl Ludwig, el hijo mayor superviviente del Pfälzische Kurfürst (Elector Palatino), que perdió la Batalla de la Montaña Blanca en 1620 y fue por ello privado de su dignidad electoral. Regresó de su exilio en Inglaterra, gracias a presiones de Suecia y Francia, para gobernar desde el arruinado Schloß -palacio- de Heidelberg su patrimonio restituido gracias a las negociaciones finales de paz, patrimonio que se extendía a lo largo del Rhin y del Neckar; pero Maximilian von Bayern, el victorioso adversario de su padre, conservó el Oberpfalz (Alto Palatinado) -con la unión de Bohemia- y el antiguo título electoral que había pertenecido a los antepasados Nassau de Karl Ludwig. La nueva creación y la antigüedad de los Kurfürsten fueron temas intensamente debatidos entonces, puesto que los protagonistas de las discusiones eran los mismos príncipes que se habían levantado en armas contra el káiser en 1618, y habían dado lugar a la Guerra de los Treinta Años.
En el cierre negociado del conflicto hubo pues un profundo programa de premios y castigos: la evolución de la guerra había desbancado a algunos de los protagonistas más conspicuos de los primeros años de la contienda, como el citado Karl Ludwig von Nassau, príncipe elector del Ducado de Pfalz, que sumaba a su condición de Kurfürst el hecho de profesar el credo protestante calvinista. En un principio dirigió una revuelta política -que no fue ni democrática, ni popular ni social- contra el káiser y la Iglesia católica, rebelándose en armas contra las leyes vigentes, que llevaban garantizando la paz en Alemania desde 1555. Cayó derrotado en la antes citada Montaña Blanca en 1620, y fue despojado de todos sus títulos y propiedades en el territorio imperial alemán, en castigo por su intento de golpe de estado y rebelión armada contra la legalidad vigente. Luego, el káiser Ferdinand II que lo había derrotado y proscrito, se excedió en sus edictos de reforma legal, cuando estaba a punto de vencer en 1629, quedando tan deslegitimado como el Kurfürst del Pfalz, por entonces exiliado en Inglaterra. Finalmente, como los partidarios de que el káiser fuera débil negociaron en 1648 desde posiciones sólidas, pero no de clara victoria sobre el káiser Ferdinand III, lograron imponer el regreso de Karl Ludwig, pero no la causa por la cual éste había prendido la mecha de la guerra: la reducción del káiser a un gobernante decorativo sin poder efectivo, y la concentración de éste en los diversos Kurfürsten y Fürsten, elevados en la práctica al rango de monarcas absolutistas dentro de sus países regionales pertenecientes al Reich.
En 1652 Ferdinand III convocó a sesión al Reichstag. [10] Cuando lo declaró inaugurado en junio de 1653 en aquel histórico Rathaus -la casa sede de la corporación municipal, que traducido literalmente sería casa del consejo– de Ratisbona, que ya había visto el ir y venir de tantas Dietas -término equivalente al de parlamentos-, se encontró con una asamblea de la mayor antigüedad. A su lado se sentaban siete Kurfürsten o sus delegados: los tres gobernadores protestantes de Sachsen (Sajonia), Brandenburg (Brandeburgo) y Pfalz (Palatinado), y los cuatro católicos de Bayern (Baviera), Mainz (Maguncia), Köln (Colonia) y Trier (Tréveris). Al fondo de la sala de sesiones, frente a Ferdinand III, estaban los representantes de las Reichsstädte (ciudades imperiales). Una cláusula de los Westfälische Abkommen (Tratados de Westfalia) les había prometido vagamente más poder, y el derecho a un voto que debería ser tenido en cuenta antes de que los otros Kollegia (Colegios, o grupos de parlamentarios que contaban con voto colectivo) presentasen una resolución del Reichstag al káiser; pero esta promesa no se vio cumplida ni confirmada.
Entre los Kurfürsten y los humildes delegados de las ciudades se sentaban los Reichsfürsten (príncipes imperiales), que formaban un estamento intermedio en poder y rango. Estaban presentes unos setenta, y constituían evidentemente el elemento más numeroso y heterogéneo de todo el Reichstag. Al igual que el Kurfürstenkollegium (Colegio de los Electores), el Reichsfürstenkollegium (Colegio de los Príncipes Imperiales) estaba compuesto por miembros religiosos y laicos. De él formaban parte poderosos soberanos cuyos títulos les habían sido conferidos poco tiempo atrás, como la reina Christine I de Suecia, y los gobernadores de los Ducados de Braunschweig (Brunswick), juntamente con los diputados (portavoces) totalmente insignificantes de diversas Ligas o asociaciones parlamentarias de Reichsfürsten. Un nuevo elemento estaba formado por Fürsten (duques, príncipes) cuyos títulos habían sido conferidos recientemente por el káiser. Casi todos eran austríacos, y algunos de ellos no poseían dignidad territorial alguna en el Reich. La discusión sobre este punto de los advenedizos austríacos era inevitable, una vez que el Reichstag comenzase a deliberar. Un buen número de políticos en Ratisbona estaba decidido a no permitir que las mayorías se impusieran a las minorías, de modo que la estrategia de Ferdinand III de crear nuevos votantes mediante aquel sistema parecía altamente discutible.
Los Reichsstaaten (Estados o estamentos del Imperio) se encontraban entonces intactos. Por consiguiente, en la sociedad alemana se mantenían las viejas distinciones de rango que habían sido establecidas en la Edad Media. De todas las regiones de Alemania acudían al Reichstag los señores de rango local (Herren, Ritter) con sus damas, y en las fiestas en que se reunían se les daban muchas oportunidades para resaltar una y otra vez su posición social. Los problemas de precedencia en los estamentos privilegiados de la sociedad del Reich, como la cuestión religiosa, eran pasiones dominantes en aquella época. La precedencia era la medida del valor y de la reputación, el nervio mismo del poder, su fuente de satisfacción para los individuos que gozaban de él.
Las maniobras políticas no tardaron en poner de manifiesto la fuerza de los continuistas. La apertura del Reichstag había sido aplazada de 1652 a 1653 en parte porque Ferdinand III invitó a los Kurfürsten a que se reuniesen con él previamente en Praga, con el fin de encomendarles que eligieran a su primogénito, Ferdinand IV, como Rey de Romanos. Francia, mucho más débil que en 1648, no tenía fuerza para intervenir contra Viena; los cuatro Kurfürsten católicos eran proclives a obedecer al káiser. Sachsen (Sajonia), como siempre, seguía siendo leal a los Habsburg. El Pfälzischer Kurfürst (Elector Palatino) Karl Ludwig von Nassau se conformó con una halagadora bienvenida, después de los duros años de exilio. Sobre todo, Ferdinand III supo ganarse la confianza de Friedrich Wilhelm von Brandenburg (Federico Guillermo de Brandeburgo), al apoyarlo frente a Suecia, que había decidido no devolverle sus territorios en Prusia y el nordeste de Alemania (Brandenburg), desde los que había operado militarmente contra el káiser y los católicos hasta 1648. Se negó a reconocer formalmente el reciente derecho de la reina de Suecia a sus nuevas posesiones dentro del Reich, hasta que el gobierno sueco accediese a retirarse de las zonas de Pommern (Pomerania) reivindicadas por Brandenburg. Los ministros de Christine I acabaron cediendo, y los Kurfürsten prometieron votar a Ferdinand IV como Rey de Romanos. La elección tuvo lugar en Augsburg (Augsburgo); la coronación, en Ratisbona, y sólo después los funcionarios de los Habsburg desbloquearon la convocatoria del Reichstag. Los reformadores que habían tratado de aplazar la elección del próximo káiser hasta después de la muerte de Ferdinand III y de reelaborar las Capitulaciones de la constitución imperial antes de elegirlo, habían quedado derrotados.
El desarrollo del Reichstag favoreció también a los que no deseaban que nada cambiase con respecto a la época anterior a la Guerra de los Treinta Años. Los Tratados de Westfalen (Westfalia) habían estipulado que se introdujesen reformas legales y judiciales en la constitución del Reich y sus instituciones. El Reichstag formuló propuestas destinadas a mejorar la actuación judicial de los Reichsgerichte (Tribunales Imperiales), pero aquellas propuestas no llegaron a concretarse ni a finalmente a considerarse por nadie con poder para imponerlas. La justificable esperanza de las Reichstädte (ciudades imperiales) de disponer de un voto efectivo en los procedimientos decisorios del Reichstag se desvaneció muy pronto. Los Reichsfürsten, que pretendían socavar los privilegios y la preeminencia de los Kurfürsten, fueron derrotados también, tras enconados debates. En la cuestión de los impuestos en cambio fue el gobierno de los Habsburg el que salió derrotado por el peso de una oposición coaligada de nobles, príncipes imperiales y ciudades imperiales. Ésta oposición conjunta se negó a aceptar que los votos de una mayoría favorable a la exacción de impuestos imperiales (Reichssteuer) pudiera maniatar a una minoría que se oponía a ella.
Los Tratados de 1648 habían decidido que una mayoría en el Reichstag -o en el Kurfürstenkollegium– no podría imponerse a una minoría en cuestiones de religión. Afirmaban sencillamente los soberanos derechos de todos los gobernantes alemanes del Reich en cuestiones religiosas. Y el Reichstag de 1653 suprimía ahora hasta la menor oportunidad de crear un sistema de impuestos operativo para el Reich en su conjunto. La constitución (Reichsverfassung) por lo tanto impedía un libre ejercicio de una autoridad imperial soberana, tanto por parte del káiser como por parte del propio Reichstag. Por otra parte, los gobernantes, grandes y pequeños, habían conquistado al fin cierto margen de autonomía política. Sentían veneración por el Sacro Imperio Romano Germánico (Römisches Reich Deutscher Nation), porque hacía improbable una autocracia del káiser, ya que la autocracia, la monarquía absolutista, era la pesadilla que con tanto ahínco habían combatido desde las aterradoras -para ellos, no para otros- victorias del káiser Ferdinand II en la década de 1620.
A partir de 1648 influyó en sus posturas políticas el ominoso recuerdo de la Guerra de los Treinta Años, recién terminada. Pero los pensadores políticos que consideraban que la Reichsverfassung (constitución del imperio alemán) era inoperante, y los muchos agitadores irresponsables que se lamentaban de que el Reich careciese de potencial militar como ente político unificado, perdían el tiempo y la tinta. Nadie les hacía caso. Era cierto que los peligros de una intervención extranjera aumentaban, porque el Reich carecía de un gobierno central operativo, sólo existente sobre el papel, pero la autonomía territorial bien valía aquel inconveniente. Esto constituye un difícil problema histórico. La destrucción de las garantías autonómicas dentro de los Estados alemanes, a medida que sus Fürsten (príncipes gobernantes) sometían a las Asambleas locales de las clases privilegiadas bajo su jurisdicción era, en realidad, una victoria para la tendencia general hacia las monarquías absolutistas, que frecuentemente ha sido considerada como el tema por excelencia de la política europea en el siglo XVII. Pero en algunos aspectos este movimiento en pro del absolutismo monárquico era minoritario. Era eficazmente contrarrestado por la defensa de los privilegios autonómicos territoriales, principescos y municipales en el marco de las constituciones federales, en una amplísima zona de la Europa Central que incluía el Reich alemán, la Eidgenossenschaft Helvética (Comunidad del Juramento o Confederación Helvética, es decir, Suiza), las Provincias Unidas (la República Federal de las Provincias Neerlandesas, de credo protestante calvinista) y Polonia. El afortunado golpe constitucional de Ferdinand III, que tuvo como resultado la coronación de su hijo Ferdinand IV, no tardó en ser neutralizado en términos de creación de un Reich alemán unificado y absolutista. Ferdinand IV murió inesperadamente en diciembre de 1654. Para entonces el gobierno de los Habsburg no se atrevió a proponer la elección del segundogénito del káiser, Luitpold (Leopoldo). Las circunstancias de 1655 eran mucho menos favorables a Viena que las de 1648.
El La Paz Religiosa de Augsburg, firmada en 1555 entre el káiser Karl V y los príncipes luteranos del Reich, había roto con el pasado medieval del Imperio alemán, al conferir a los Estados luteranos una autoridad legal de la que anteriormente sólo gozaban los gobernantes católicos; pero por la llamada "reserva eclesiástica" esto les impedía al mismo tiempo continuar anexionándose tierras de la Iglesia católica alemana. Según los luteranos, los gobernantes católicos tampoco podían hostilizar dentro de sus dominios a Estados de rango regional o local que se hubieran convertido ya al luteranismo; ésta era una interpretación luterana de la llamada "Declaración Fernandina", una garantía dada por el káiser Ferdinand I, sucesor de Karl V en el trono imperial alemán, y coetáneo del rey Felipe II, su sobrino, en el trono católico de España. Otros credos, como el calvinismo y el resto de las sectas protestantes, habían quedado abandonados a su suerte y sin ningún tipo de garantía legal de ninguna clase. Pero en el curso de un siglo (1555-1655) dos grandes dinastías electorales, la de Brandenburg y la de Pfalz (Palatinado), y algunos otros Fürsten titulares de estados menos extensos y poblados, abrazaron la doctrina calvinista. Las limitaciones impuestas a los gobernantes en 1555 para actuar según sus deseos, apropiándose de tierras de la Iglesia o sojuzgando a Estados que no compartían su credo religioso, habían sido borradas de un plumazo. Entre 1618 y 1648, católicos, luteranos y calvinistas, en diversos momentos de la Guerra de los Treinta Años, se crearon ilusiones desmesuradas de ganancias territoriales y venganzas confesionales, ganancias que finalmente no se materializaron para nadie, porque la guerra esterilizó todos los esfuerzos bélicos y terminó con un baño de sangre, la devastación del Reich, y escasos cambios territoriales y políticos.
[1] Los turcos otomanos daban ese nombre a la capital de su imperio, la antigua Constantinopla, desde que la conquistaran en 1453. El actual nombre de Estambul aún no había hecho fortuna. Sobre el Imperio Otomano, véase la nota nº. 3.
[2] A lo largo de su Historia, Alemania ha vivido tres épocas imperiales: el I Imperio o I Reich (1356-1806), que fue fundado en la Edad Media y disuelto por Napoleón Bonaparte en 1806, tras su victoria sobre las potencias legitimistas de Alemania en la Batalla de Austerlitz (1804); el II Reich (1871-1918), dominado por la política del canciller Otto von Bismarck y el Kaiser Wilhelm II, responsable de la I Guerra Mundial, derrotado y disuelto por imperativo de los Aliados Occidentales vencedores en dicha guerra, con los Estados Unidos a la cabeza, en noviembre de 1918; y por último el III Reich nazi de Adolf Hitler (1933-1945), de infausta memoria, responsable de la II Guerra Mundial, derrotado, desmembrado y disuelto por los Aliados Occidentales (Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia) más la Unión Soviética, tras la toma de Berlín por el Ejército Rojo soviético en mayo de 1945.
[3] El apelativo de otomanos les viene a los turcos de su primer gran sultán de credo islámico, Osmán I (1281-1368), fundador de la llamada Dinastía Osmanlí. Convertido en una gran potencia a partir del reinado del sultán Mehmet I (1413-1421), el imperio musulmán de los sultanes turcos descendientes de Osmán I -pronunciado "Ottmán", por una adaptación dialectal de su nombre- comenzó a actuar con voz propia en las relaciones internacionales del Viejo Mundo tras conquistar y disolver el antiguo Imperio Griego Bizantino, víctima de una milenaria decadencia iniciada en el lejano siglo VII. Los grandes beneficiados de la debilidad greco-bizantina fueron primero los Califatos iraquí de Bagdad y egipcio de El Cairo; a comienzos del siglo XV, tanto éstos como su víctima greco-bizantina fueron demolidos por el creciente empuje militar de los turcos otomanos, los descendientes de Ottmán. La época de apogeo otomano tendría lugar en las décadas centrales del siglo XVI, sobre todo con el sultán Süleymán I el Magnífico (1523-1586), que supuso el mayor rival en el Viejo Mundo de la por entonces mayor potencia de la Cristiandad Latina: el Reich alemán de Karl V (1519-1555), que aunó a la dignidad imperial germánica la unión dinástica de cuatro Coronas europeas: Castilla y Aragón, en España -con posesiones en América, el norte de África e Italia-, Borgoña -con territorios patrimoniales en los Países Bajos, Bélgica y el este de Francia- y Austria -con ducados situados en la propia Austria, el sudeste de Alemania, el norte de Italia y Bohemia-.
[4] Expresiones traducidas de los términos latinos "Prima" (lo que sucedió al comienzo de los tiempos) y Ultima o Extrema (lo que sucederá al final de los tiempos), equivalentes respectivamente a el origen del mundo y la justicia de Dios que determinó su organización (lo primero), y el Juicio Final, también determinado por Dios, y que ha de cerrar la existencia del mundo (lo último). El concepto de "Extrema", lo último, también hace referencia a la muerte, el fin de la existencia vital de las personas, que en todas las épocas y lugares ha constituido siempre el principal problema existencial de los hombres sencillos.
[5] El término alemán Kaiser (emperador), procede de la adaptación del vocablo latino "Caesar" a la pronunciación del alemán. La adaptación del término alemán Kaiser al español produce el vocáblo "káiser", con minúscula y tilde en la primera [a] fuerte. Aunque fuera de Alemania, y sobre todo en América y España se emplea ese término para hacer referencia a los emperadores alemanes -incluso con un cierto acompañamiento de tópicos feroces sobre su carácter guerrero y asesino, surgido de las tesis propagandistas sobre "militarismo alemán", puestos de moda por la prensa anglo-americana durante y después de la I Guerra Mundial- en Alemania, todos los emperadores de la Historia sin distinción de época o nación son denominados como Kaiser.
[6] En alemán, corona imperial, es decir, el título de soberano del Reich o imperio alemán.
[7] El título de Rey de Romanos servía para designar al heredero imperial alemán, como en la monarquía española se denominaba Príncipe de Asturias al heredero real (y aún sigue haciéndose); o en la britanica, como también sigue vigente el uso de dar al heredero real, el hijo primogénito del rey y su sustituto en caso de que muriese de manera imprevista, el título de Prince of Wales (Príncipe de Gales). Este tipo de denominaciones particulares tiene su origen en tradiciones de origen medieval vinculadas al desarrollo histórico particular de la monarquía en Alemania, España, Gran Bretaña y en los demás países en los que se producen fenómenos de análogo tipo.
[8] En la Guerra de los Treinta Años, recién terminada en el momento que estamos tratando, hubo dos líneas principales de enfrentamiento: una religiosa, que enfrentó a católicos, luteranos y calvinistas a tres bandas, con sucesión de alianzas cambiantes, determinadas por motivos políticos no religiosos; otra política, en la que se enfrentaron los partidarios de convertir el Reich en una monarquía absolutista con un solo Estado -dirigido jerárquicamente por el Kaiser al modo de las monarquías dinásticas patrimoniales de Francia, España o Inglaterra, que eran las que poseían los Estados más operativos y notorios de Europa en el siglo XVII- frente a los que querían hacer de su propio Estado particular -Sajonia, Palatinado, Baviera etc., es decir, los pequeños países alemanes que coexistían en el seno del Reich- un pequeño reino absolutista, anulando para ello todo el poder del Kaiser como rey de reyes en Alemania. Aunque los partidarios del absolutismo imperial estuvieron a punto de conseguir una victoria aplastante en 1629, en tiempos del káiser Ferdinand II, el temor al surgimiento de una Alemania unida y poderosa bajo un solo cetro monárquico impulsó a entrar en la guerra a Francia (católica, no alemana), a Dinamarca (luterana, no alemana) y a Suecia (luterana, no alemana), aliadas contra Ferdinand II (alemán y católico). La entrada de estos países impidió la imposición de las tesis absolutistas imperiales, y prolongó la guerra durante casi dos décadas más; Ferdinand II murió derrotado, pese a haber estado a punto de vencer, y fue sustituido por su hijo, Ferdinand III, que alternando presión militar con habilidad negociadora, pudo poner fin a la guerra en unas condiciones bastante satisfactorias, aunque viendo restringidas sus atribuciones como monarca imperial absolutista. El desquiciamiento confesional, político y humano que trajo consigo esta última y más destructiva fase de la Guerra de los Treinta Años acabó por poner en cuestión las causas mismas por las cuales las partes implicadas seguían guerreando, y la utilidad misma de luchar. El horror y el sufrimiento de millones de personas (por primera vez en la Historia de Europa), muchas veces causado por intereses banales, hizo necesario un replanteamiento profundo de las ideas políticas europeas, y colaboró poderosamente en la promoción del constitucionalismo político frente al absolutismo dominante -ejemplificado en el pensamiento político del británico Hobbes-. Dicho constitucionalismo triunfaría de forma embrionaria pero significativa en Gran Bretaña en 1688 -dando carta de naturaleza jurídica a las ideas políticas del británico John Locke-, y en las Provincias Unidas de los Países Bajos en 1697. En el resto de Europa quedaría en suspenso, considerada como ideología subversiva y contraria al absolutismo dominante, hasta la época de las revoluciones, entre 1789 y 1848.
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