Concepto de especie
En su libro el Origen, Darwin ofrece varios argumentos contra la concepción morfológica de especie. Así, recurre al dimorfismo sexual y otros polimorfismos (la alternancia de las generaciones, de larvas frente a los adultos y de las diferentes formas de flores que existen en una serie de especies de plantas) para demostrar que el concepto morfológico de especie no tiene ningún sentido como base adecuada para la construcción de un lenguaje biológico. Sin embargo, el concepto de especie defendido por Darwin continúa siendo una cuestión controvertida. Según Mayr, sus cuadernos de notas muestran que hacia 1837 había abandonado el concepto tipológico de especie, desarrollando un concepto biológico basado en el aislamiento reproductivo. Sin embargo, argumenta Mayr, quince años más tarde, a partir de sus estudios de variedades de plantas, abandonó el concepto biológico para volver a una definición entre tipológica y nominalista como la defendida en el Origen.
Teorías
El más pequeño fenómeno participa de distintas continuidades o dimensiones cósmicas que no pueden medirse según los mismos criterios. Tomemos como ejemplo el hielo, que si bien está compuesto de la misma materia que el vapor, corresponde por su estado a los cuerpos sólidos. Del mismo modo, cuando una cosa está formada por varios elementos, participa de sus diferentes naturalezas siendo al mismo tiempo diferente de ellas; el cinabrio, por ejemplo, es la síntesis de azufre y mercurio, pero si bien se compone de estos dos elementos, posee cualidades que no se encuentran ni en una ni en otra de esas sustancias de base. Las cantidades se suman pero una cualidad no es sólo la suma de otras cualidades mezclando el azul con el amarillo se obtiene el verde; este tercer color, aun siendo la combinación de los otros dos, no consiste simplemente en la suma de sus cualidades, sino que representa una nueva y única cualidad cromática. Esto en el llamado círculo de los colores, se expresa por el hecho de que cada color corresponde a una dirección distinta partiendo del centro.
Del mismo modo, la naturaleza puede parecernos, según desde qué punto de vista la contemplemos, conexa o inconexa, o ambas cosas a un tiempo; posee una característica intermitente que se manifiesta no tanto en el campo de la materia puramente física como en el campo de lo viviente: el pájaro que nace del huevo está compuesto por los mismos elementos que el huevo, y, sin embargo, no es el huevo; así como la mariposa que nace de una crisálida no es ni una crisálida ni la larva que la ha formado; aunque existe cierta afinidad entre todos estos organismos, un contexto genético. Existe entre ellos, no obstante, una diferencia cualitativa, y podemos decir que «la naturaleza da un salto» de la larva a la mariposa.
En cada punto del tejido cósmico hay, pues, una trama y una urdimbre que se entrelazan, como lo expresa la simbología tradicional del tejido: los hilos de la urdimbre, que en el telar primitivo cuelgan verticalmente, representan las esencias inmutables de las cosas, es decir, las cualidades o formas esenciales, mientras que la trama que corre horizontalmente de un lado a otro uniendo entre sí los hilos de la urdimbre corresponde a la continuidad sustancial o «material» del mundo. La misma ley se expresa en el hylemorfismo clásico que distingue la «forma», el «sello» de la unidad esencial de una cosa o de un ser, de la «materia» que, en cuanto sustancia plástica, recibe esta marca confiriéndole una determinada existencia. Ninguna teoría moderna ha podido sustituir a esta antigua doctrina, ya que la realidad y toda su riqueza no se explican reduciéndolas a una u otra de sus «dimensiones». La ciencia moderna ignora lo que los antiguos designaban como «forma», que es un aspecto de las cosas que no puede aprehenderse cuantitativamente y no le preocupa que un fenómeno -por ejemplo, un ser viviente- sea bello o feo; la belleza de una cosa o de un ser es precisamente la expresión del hecho de que su forma corresponde a una esencia invisible, y esto no puede medirse ni contarse.
Se hace necesario precisar aquí el doble significado inherente al concepto de «forma»: por un lado, designa la circunscripción de una cosa, siendo ésta su acepción más corriente; en este sentido la forma es parte de la materia o, en términos más generales, de la sustancia plástica que circunscribe y limita a las realidades ; por otra parte, la «forma», en el sentido que le dan los filósofos griegos y sus sucesores escolásticos, es la quintaesencia de las cualidades de una cosa o de un ser y, por tanto, la expresión o marca de su esencia inmutable.
El mundo individual es el «mundo formal» en tanto en cuanto está constituido por realidades que nacen de la unión de una «forma» con una «materia» física o psíquica. Según desde qué punto de vista se miren las cosas, el individuo se caracterizará bien por la «materia» o bien por la «forma» que en ella se expresa. Sin embargo, en su esencia la «forma» no es nada individual, sino un prototipo inmutable, un arquetipo.
Si prescindimos de su fenómeno material particular y de su consistencia más o menos compuesta, la forma es, en otras palabras, indivisible; es una unidad cognoscitiva y, corno tal, está contenida primordialmente en la unidad más amplia del Espíritu. Toda diferenciación presupone unidad, y sin las «formas» esenciales o arquetipos, el mundo no sería sino arena que se esparce.
La filosofía racionalista que cree poder reducir al absurdo la doctrina de los arquetipos, o, lo que es lo mismo, la doctrina de las ideas de Platón, dando irónicamente por supuesto que la multiplicación de conceptos supondría una multiplicación correlativa de arquetipos -y, por lo tanto, un número infinito de ellos, por el concepto del concepto del concepto, y así sucesivamente- yerra el blanco. En efecto, la multiplicidad en sentido cuantitativo no es aplicable a las esencias arquetípicas; pertenece al mundo material, que es diferenciado, no al Espíritu puro, que diferencia en virtud de las posibilidades arquetípicas en él contenidas, ni al puro Ser: los arquetipos se distinguen fundamentalmente, sin separación, en el interior del Ser y en virtud de él, como si el Ser fuera un cristal único y puro que, en su forma universal, contuviera todas las cristalizaciones posibles. Con respecto a los individuos que de ella dependen, la especie (species) es un arquetipo; es decir, que no se trata sólo de la circunscripción aproximada de un grupo, sino de una unidad lógica u ontológica, una forma existencial indivisible; por lo tanto, no puede «evolucionar», o sea, pasar gradualmente a otra especie, aunque pueda comprender en sí misma subespecies que representen otros tantos «reflejos» de la única forma esencial que siempre conservarán, como las ramas de un árbol permanecen siempre unidas a su tronco.
Hay opiniones acertadas según las cuales toda la teoría sobre la evolución gradual de las especies inaugurada por Darwin se basa en la confusión entre especie y subespecie: lo que en realidad no representa más que una variante posible dentro de un tipo específico dado, se interpreta como el principio de una especie nueva. Ni siquiera esta eliminación de las fronteras entre las especies sirve para colmar las innumerables lagunas que aparecen en su supuesto árbol genealógico. Cada especie, no sólo está separada de las demás por diferencias abismales, sino que ni siquiera existen formas que indiquen una posible conexión entre los diversos órdenes de seres vivientes, como los peces, reptiles, pájaros y mamíferos.
Si bien existen peces que utilizan sus aletas para trepar a la orilla, en vano se busca en ellos el mínimo indicio de articulación, que es lo único que posibilitaría la formación de un brazo o de una pata; del mismo modo, si bien hay semejanzas entre los reptiles y los pájaros, sus esqueletos tienen una estructura fundamentalmente diferente: las complejas articulaciones del maxilar de un pájaro, por ejemplo, así como la organización de su oído, corresponden a un plan completamente diferente al de los órganos respectivos de un reptil; no se concibe cómo uno haya podido derivar del otro. El célebre pájaro fósil arqueoptérix, que se suele citar como ejemplo de eslabón intermedio entre reptil y pájaro, es en realidad un auténtico pájaro a pesar de ciertas particularidades que no son propias sólo de él, como las uñas en los extremos de las alas, los dientes en los maxilares y su larga cola en abanico.
Para poder explicar la ausencia de formas intermedias, los defensores de la teoría de la evolución de las especies se sirven a veces de tesis singulares según las cuales, en razón de su imperfección y su consiguiente precariedad, esas formas habrían desaparecido; con ello contradicen claramente la ley de la selección natural, responsable de toda la supuesta evolución de las especies: en realidad, los «proyectos» de una nueva especie deberían ser mucho más numerosos que los antepasados que ya hubieran alcanzado la forma por nosotros conocida. Por otra parte, si la evolución de las especies representara, como se ha afirmado, un proceso gradual y continuo, todos los eslabones reales de la cadena, y no sólo los últimos y en cierto modo definitivos, deberían ser, a la vez, resultados conclusos e intermediarios; no se comprende, pues, por qué unos iban a ser más esporádicos y destructibles que los demás.
Los biólogos modernos más serios, o bien rechazan completamente la tesis de la evolución de las especies, o bien la mantienen provisionalmente como mera «hipótesis de trabajo» al no poder concebir un origen de las especies que no se sitúe en la «horizontal» del devenir puramente físico y temporal. Para Jean Rostand, por ejemplo, «el mundo que postula el transformismo es un mundo fabuloso, fantasmagórico, surrealista. El punto capital al que siempre se vuelve es que nunca hemos asistido, ni siquiera en una pequeña medida, a un fenómeno auténtico de evolución… Tenemos la impresión de que la naturaleza actual no puede ofrecernos nada que reduzca nuestro embarazo frente a las metamorfosis orgánicas presupuestas por la tesis transformista. Tanto si se trata del origen de las especies como de la misma vida, Tenemos la impresión de que las fuerzas que han constituido la naturaleza han desaparecido ahora de ella». No obstante, este mismo biólogo se mantiene fiel al transformismo: «Creo firmemente, porque no veo en qué otra cosa podría creer, que los mamíferos derivan de los reptiles, y éstos de los peces; pero al afirmar o pensar una cosa así, intento no pasar por alto en absoluto la monstruosidad de este tipo de aserción y prefiero no determinar el origen de estas irritantes metamorfosis antes que añadir a su inverosimilitud la de cualquier ridícula explicación».
La paleontología demuestra únicamente que las distintas formas animales, en la medida en que se han conservado como fosilizaciones en los estratos geológicos, han aparecido en un orden más o menos «ascendente» que progresa de formas relativamente inarticuladas -pero de ningún modo simples – hacia formas cada vez más ricas, aunque esta evolución ascendente no se produzca dentro de una línea unívoca e ininterrumpida; parece que da saltos, pues hay categorías enteras de animales que aparecen de golpe sin grados preliminares evidentes. Súbitamente, surgen mundos animales completos con sus múltiples relaciones: la araña, por ejemplo, aparece contemporáneamente a su presa, y ya posee la capacidad de tejer.
¿Qué significa, en suma, el orden siempre «ascendente» en la manifestación de las especies? Significa que, en el plano material, lo que es relativamente informe e inarticulado precede siempre a lo más complejo, ya que toda «materia» es como un espejo que refleja, invirtiéndola, la actividad de los arquetipos; mientras la esencia de los arquetipos contiene posibilidades riquísimas por ser indivisa, en el plano material las formas simples iniciales son pobres y las ricas están subdivididas; así, la semilla existe antes que el árbol y el capullo antes que la flor. Lo que es válido para el ser físico singular vale también, en conjunto, para el mundo animal y vegetal. Decimos «en conjunto» porque no puede tratarse de una correspondencia exacta: el desarrollo de todo un mundo de vida no es comparable con el crecimiento de un solo ser y, en realidad, la aparición gradual de las diversas especies no parece un desarrollo constante. La jerarquía de las especies y su sucesión más o menos cronológica no justifican la hipótesis de que han evolucionado progresivamente una a partir de otra.
Por el contrario, lo que vincula a las diversas formas animales entre ellas es una especie de modelo común, que se transmite más o menos a través de sus estructuras y que en los animales de conciencia más elevada, como los pájaros y los mamíferos, es más evidente que en los demás. Este modelo o plan se revela especialmente en la simetría de las dos mitades del cuerpo, en la colocación de los órganos internos más importantes y en el número de miembros y de órganos sensoriales. Se podría objetar que el modelo y el número de ciertos órganos, sobre todo de los órganos sensoriales, corresponden simplemente a su entorno. El entorno, por otra parte, está determinado por los «campos» de los órganos sensoriales, de modo que podría volverse completamente del revés tal argumentación. Así, pues, desembocamos de nuevo en la visión cosmológica tradicional, que en el modelo de los seres vivos terrestres descubre la expresión de la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos, entre mundo global y ser aislado. Con el trasfondo de este plano cósmico común se descubrirá, por una parte, que entre el hombre y el mosquito subsisten ciertas analogías y, por otra, se descubrirán aún más claramente las diferencias y cesuras que separan a una especie de otra.
En lugar de los «eslabones perdidos» que los partidarios del transformismo buscan en vano, la naturaleza nos ofrece, como irónicamente, gran número de formas animales que imitan a otras especies y órdenes, sin por ello salir del marco de la especie propia; las ballenas, por ejemplo, que en realidad son mamíferos, se parecen a los peces por su forma y comportamiento; los colibríes tienen el aspecto, el vuelo, el modo de alimentarse y también los colores cambiantes de las mariposas; el armadillo está cubierto de escamas como un reptil, aunque pertenece a los mamíferos; hay especies de peces que hacen su nido como los pájaros y ciertas pájaros que sólo usan sus alas como aletas. La mayoría de las formas animales «imitantes» pertenecen a géneros más altos que las especies y órdenes imitados; así, pues, no se concibe que puedan ser miembros intermedios de una supuesta evolución de las especies. A lo sumo podrían considerarse como ejemplos de la adaptación al medio ambiente de una forma animal, pero también esto es dudoso: ¿cuáles podrían ser las semejanzas, por ejemplo, entre la forma media de un mamífero terrestre y el delfín? Es probable que también el pájaro prehistórico arqueoptérix, del que hablábamos antes, se cuente entre las formas animales «imitantes», que representan una serie de posibilidades extremas.
Como todo orden animal representa un arquetipo que comprende a los arquetipos de las especies correspondientes, cabría preguntarse si la presencia de esas formas animales «imitantes» no pone en duda la unidad de las formas esenciales y, por lo tanto, también su carácter arquetípico; en realidad no es así; la forma de las especies o de los géneros no se ve alterada por las características imitadoras; un delfín, por ejemplo, es claramente un mamífero y posee todas las características de este orden, incluidas su mirada y su comportamiento psíquico, pese a su configuración análoga a la de los peces. Es como si la naturaleza quisiera demostrar el carácter inmutable de las formas esenciales agotando hasta el límite las últimas posibilidades contenidas en una forma. Después de haber producido crustáceos y vertebrados, con sus respectivas características claramente distintas, genera un animal como la tortuga, que, si bien posee un esqueleto recubierto de carne, lleva una coraza externa como la de muchos moluscos invertebrados… Así, la naturaleza manifiesta su potencia generadora de fertilísima fantasía aun manteniéndose fiel a las formas esenciales, los nunca difuminados arquetipos.
En el plano de los propios arquetipos, este entrelazamiento de las formas que no conduce nunca a la promiscuidad de los tipos verdaderos y propios, queda ejemplificado en el hecho de que, aunque difieran entre sí, los arquetipos no se excluyen mutuamente, a diferencia de las formas limitadas expresadas en la materia. Todo arquetipo o toda forma «esencial» es, por lo tanto, comparable a un espejo que, sin modificarse, refleja a todos los demás arquetipos que, a su vez, lo reflejan. El hecho de que los tipos cósmicos estén comprendidos unos en otros, remite en última instancia a la homogeneidad metafísica de la existencia; en otras palabras, a la unidad del Ser.
En razón de las lagunas y discontinuidades en la sucesión paleontológica de las especies, algunos biólogos han formulado la tesis de una evolución "a saltos" basándose en el ejemplo de algunas abruptas mutaciones dentro de ciertas especies vivientes. Estas mutaciones se mantienen, no obstante, dentro del marco de deformaciones y degeneraciones, como la súbita manifestación de albinos, enanos o gigantes; incluso en el caso de que las nuevas características se transmitieran hereditariamente, no dejarían de ser malformaciones que nunca podrían conducir a la aparición de nuevas especies. Para que una nueva especie pudiera surgir, debería esconderse en la sustancia viva de una especie existente algo que pudiera servir de «materia plástica» a una forma específica totalmente nueva; en la práctica, una o más hembras de una especie ya existente deberían engendrar espontáneamente frutos de una especie nueva. Esto contradice, por otra parte, la ley de la división de los sexos según la cual, dentro de una misma especie, la receptividad de uno y la capacidad de engendrar del otro se corresponden perfectamente. La herencia supone que la hembra siempre lleva en sí misma al macho y el macho siempre lleva en sí mismo a la hembra de la misma especie. A este respecto, el hermetista Ricardo el Inglés escribía: «Nada puede nacer de una cosa que no esté ya contenido en ella; por eso toda especie, todo género y todo orden natural evolucionan dentro de los límites que le son propios y nunca de acuerdo con una ley esencialmente distinta; todo lo que recibe una simiente debe estar hecho de la misma simiente».
En última instancia, la tesis evolucionista es una tentativa dirigida no tanto a negar completamente el «milagro de la creación» -ya que esto es perfectamente imposible- como a aislarlo, sustituyendo el proceso cosmogónico -ampliamente suprasensorial- que representa simbólicamente el relato bíblico de la creación, por un proceso que se desarrollaría en la horizontal del mundo físico. Pero esto no resulta posible sin hacer derivar el más del menos, lo superior de lo inferior y lo que tiene más calidad de lo que tiene menos. Se admite esta contradicción desde el momento en que no se quiere ni se puede comprender que el surgimiento espontáneo de las especies presupone un proceso vertical respecto al plano físico, el «descendimiento» de prototipos no físicos. En resumidas cuentas, el evolucionismo y todas sus contradicciones intrínsecas resultan de la incapacidad -propia de la ciencia moderna- de concebir «dimensiones» de la realidad que no sean encadenamientos puramente físicos. Lógicamente, el origen de las especies sólo se explica a partir de la doctrina de la gradual «emanación» de las realidades, en el sentido que hemos apuntado antes, que no tiene nada que ver con una supuesta «emisión» de sustancia, que contradice la trascendencia divina. Para mejor comprender la descendencia «vertical» de las especies, es preciso saber que la materia de la que está hecho este mundo físico no siempre ha tenido el mismo grado de dureza cósmica que hoy posee. Con esto no pretendemos decir que en los tiempos primordiales, en los que aún aparecían nuevas especies, las piedras hayan sido necesariamente blandas; las cualidades físicas como la dureza y la densidad siempre han existido. Lo que en cierto modo se ha ido haciendo más duro y consistente es el estado físico en su conjunto, por lo cual recibe menos fácilmente la marca de las realidades suprasensibles prefiguradas en la condición sutil o psíquica. Esto no quiere decir que el estado físico pueda separarse del psíquico, que representa su raíz ontológica y le domina por completo; lo que falta en esta relación entre ambos estados es el carácter creativo que originalmente poseía; del mismo modo, un fruto maduro está recubierto de una cáscara cada vez más dura, pues absorbe cada vez menos savia del árbol. Por otra parte, el gradual endurecimiento del estado físico se debe al hecho de que sufre un proceso cíclico desde su origen supracorpóreo, por lo cual su transformación concluye con su retorno, esta vez imprevisto y apocalíptico, al estado sutil. Todos los médicos o hechiceros de los llamados pueblos primitivos saben por propia experiencia que las realidades psíquicas pueden aún hoy expresarse en la materia física, sin hablar ya de los santos que, sin pretenderlo, llegan a experimentarlo. El mundo moderno se apresura a pasar por alto o a negar estos fenómenos tomando así involuntariamente partido por el endurecimiento en cuestión.
A este proceso cósmico se le añade el hecho de que, como dice Rostand, «las fuerzas que han constituido la naturaleza parecen haber desaparecido ahora de ella». En los tiempos primordiales, cuando la materia física era más plasmable, una nueva forma específica podría manifestarse físicamente a partir del momento en que se «condensaba» en el estado psíquico.
Esto significa que, en el plano de la existencia inmediatamente superior al estado físico, los diversos tipos de animales estaban ya presentes como formas no físicas, sino revestidas de cierta «materia», la del mundo sutil. De allí «descendían» a la existencia física en cuanto ésta estuviera dispuesta para recibirlos. Podemos imaginar este «descendimiento» como una coagulación súbita de las capacidades sutiles, en el curso de la cual la forma original no-espacial sufriera una cierta limitación y fragmentación.
En el caso del hombre, la cosmología indo-tibetana describe este descendimiento -o esta caída- con la imagen de la lucha legendaria entre los dêvas y los asuras, los ángeles y los demonios; tras la creación del hombre por los dêvas con un cuerpo fluido, proteico y transparente, es decir, con una forma sutil, los asuras intentan destruirlo pasándolo gradualmente a un estado de rigidez; se vuelve opaco y su esqueleto, que ya ha llegado al estado de petrificación, se queda inmóvil. Entonces, los dêvas, transformado el mal en bien, crean las articulaciones, tras fracturar los huesos; perforan el cráneo que amenaza con aprisionar -la sede de la inteligencia y abren la vía de los sentidos. Así, el proceso de gradual endurecimiento se ve detenido antes de alcanzar su límite extremo, y algunos órganos del hombre, como el ojo, aún conservan algo de la naturaleza del estado no-corpóreo. La descripción simbólica del mundo sutil en este relato no debe inducir a error. De cualquier modo, sigue siendo cierto que el proceso de materialización que va de lo suprasensible a lo sensible, debe reflejarse de algún modo dentro del mismo estado físico; por eso podemos admitir, sin riesgo a equivocarnos, que las primeras generaciones de una nueva especie no han dejado ningún rastro en el gran libro de los estratos geológicos. Pretender encontrar en la materia física los residuos de los antepasados de una especie, en particular de la especie humana, es una empresa vana.
Desde el momento en que el transformismo no se apoya sobre ninguna prueba real, también su desembocadura y corolario, a saber, la tesis del origen infrahumano del hombre, permanece suspendida en el vacío. Los datos alegados en favor de esta tesis se reducen, por otra parte, a algunos grupos de esqueletos de cronología disparatada: tipos únicos de esqueletos considerados como «evolucionados», como el «hombre de Steinheim», preceden a otros aparentemente más primitivos, como el «hombre de Neanderthal», aunque este último no haya sido realmente tan parecido al mono como pretenden hacer creer tendenciosas reconstrucciones.
Si en lugar de plantear siempre la cuestión de dónde empieza la especie humana y a qué nivel evolutivo corresponde tal o cual tipo considerado entre los protohombres, nos preguntáramos hasta dónde llega el simio, veríamos muchas cosas bajo otra luz, porque un simple fragmento de esqueleto, aunque sea parecido al humano, no es suficiente, en realidad, para demostrar la presencia de lo que caracteriza al hombre, es decir, la razón , mientras que es fácil imaginar gran cantidad de subespecies de simios antropoides de anatomía más o menos análoga a la humana.
Por paradójico que pueda parecer, la semejanza anatómica entre el hombre y el mono antropoide se explica precisamente en razón de que hombre y animal están separados por dos planos de conciencia esencialmente diferentes: puesto que en el plano puramente animal deben representarse todas las formas que la ley de este plano permite, no puede faltar, por lo tanto, una forma animal que desde un punto de vista puramente anatómico sea afín a la humana, salvando algunas diferencias cualitativas. En otros términos: el mono es ciertamente una anticipación física del hombre, pero no en el sentido de un preliminar evolutivo de éste, sino sólo en virtud del hecho de que, en cada plano de la existencia, se encuentran posibilidades correspondientes.
En cuanto a los residuos fósiles atribuidos a los hombres primitivos, surge otra pregunta: ¿pertenecieron realmente a hombres algunos de esos esqueletos considerados como antepasados del hombre de hoy, o son testimonios de la existencia de algunos grupos supervivientes al cataclismo de un fin de era cósmica para desaparecer, a su vez, antes del inicio de la humanidad actual? Podría también tratarse, en lugar de hombres primitivos, de hombres degenerados que hubiesen vivido antes o al mismo tiempo que nuestros auténticos antepasados. Sabemos que las leyendas y las fábulas de casi todos los pueblos hablan de gigantes y enanos que parece ser que, en un tiempo, vivían en parajes solitarios; por otra parte, es sorprendente que entre los esqueletos encontrados haya muchos casos de gigantismo.
Para concluir, queremos recordar que los cuerpos de los primeros hombres no han dejado necesariamente huellas sólidas, bien porque aún no estaban lo bastante «solidificados», bien porque su espiritualidad, combinada con las condiciones cósmicas de su era, permitiera que, en el momento de la muerte, el cuerpo físico se reintegrara en el «cuerpo» sutil.
Ahora trataremos de otra tesis que goza de mucho favor porque se presenta como una síntesis de ciencia biológica y fe cristiana, mientras que en realidad no es otra cosa que la sublimación puramente conceptual del materialismo más grosero: está cargada de todos los prejuicios típicos de esa clase de materialismo, empezando por la fe en un progreso indefinido de la humanidad y terminando por un colectivismo nivelador y totalitario, sin excluir la veneración de la máquina en la que todo ello está basado: se trata de la teoría de la evolución de Teilhard de Chardin . Según este paleontólogo, que pasa elegantemente por encima de las innegables lagunas del sistema evolucionista aprovechándose en gran medida del clima creado por la prematura publicación de «pruebas» bastante dudosas, el hombre no es más que un estadio pasajero en el curso de una evolución que se inicia con los animálculos unicelulares para desembocar en una especie de entidad cósmica global asociada a Dios. La pasión mental de querer referirlo todo a una sola línea evolutiva ininterrumpida pierde aquí casi totalmente el contacto con la realidad para lanzarse de cabeza a una fantasmagoría abstracta, cuyo trabajo febril con cifras y esquemas pretende ofrecer una ilusión de objetividad. Una característica de este teórico es que expresa cualquier relación circunstancial de hechos científicos con esquemas gráficamente simplificados, operando como si se tratase no de instrumentos conceptuales, sino de realidades concretas. Así, amplía, por ejemplo, el árbol genealógico de las especies sin darse cuenta de que su unidad orgánica no es más que una suerte de ilusión óptica, y en realidad se trata de una variedad de elementos inconexos; él diseña sus ramas como si se tratara de una verdadera planta y construye la punta en la dirección en la que se movería la especie humana. En base al mismo razonamiento impreciso que mezcla lo concreto con lo abstracto y confunde con impaciencia las diferenciaciones entre lo que es y lo que se supone que es, asocia entre sí las más diversas categorías de realidad, como las leyes humanas, las fuerzas biológicas, las tendencias psíquicas y los valores espirituales, en una profusión única de conceptos pseudocientíficos.
Un ejemplo típico es la siguiente cita: «Lo que explica la revolución biológica causada por la aparición del Hombre es una explosión de conciencia; y lo que a su vez explica esta explosión de conciencia no es sino la irrupción de un rayo privilegiado de «corpusculización», es decir, de un filo zoológico en la superficie hasta aquel momento impermeable que separa la zona del psiquismo directo de la del psiquismo reflejo. Cuando, siguiendo este rayo particular, la Vida alcanza un punto crítico de ordenación (o, como decimos nosotros, un punto crítico de enroscamiento), se hipercentra en sí misma, adquiere la facultad de prever y de inventar…». La «corpusculización», que en el mejor de los casos representa un proceso físico, implicaría la singular consecuencia de que un «filo zoológico», que no es otra cosa que la representación gráfica esquematizada de un proceso genético, irrumpiría a través de la superficie (puramente teórica) que separa dos diferentes zonas psíquicas; y, en razón de este hecho, la vida, que no es en sí algo corpóreo, se enroscaría sobre sí, misma para engendrar así, mediante esta singular convulsión abstracto-mecánica, las facultades espirituales de previsión e invención… Pero no hay que extrañarse de esta incapacidad de discriminación típica del pensamiento de Teilhard, dado que, según su propia teoría, el espíritu no es más que una fase avanzada en la transformación de la materia.
Teilhard hace derivar siempre la cualidad de un aumento de la cantidad; el aumento creciente de la vegetación en todo el globo terrestre habría generado, con la presión de su masa, la vida animal; y cuando, en un futuro, la humanidad tecnificada haya ocupado el último pedacito de tierra, la evolución general cerebral promovida por la presión de esa masa lanzaría a la noosfera una especie de molusco colectivo con facultades espirituales superiores…
Sin alargamos sobre la singular teología de este autor, para quien Dios se desarrolla al mismo tiempo que la materia, y sin paramos en la embarazoso pregunta sobre qué debía pensar de los profetas y sabios de la antigüedad y del resto de seres «subdesarrollados», comprobamos lo siguiente: si es cierto que, tanto en un sentido físico como espiritual, el hombre no es más que una fase de la evolución que se extiende de la ameba al superhombre, ¿cómo puede él mismo saber objetivamente dónde se halla situado? Supongamos que tal evolución forma una curva, una espiral: ¿puede el hombre, que no es más que un fragmento (sin olvidar que el «fragmento» de un movimiento no representa en sí mismo más que una fase del mismo movimiento), salir de ese proceso y decirse: «Yo no soy más que el fragmento de una espiral que se enrosca en una dirección determinada»? En otras palabras, ¿cómo puede el hombre, si todo en él y en torno suyo, incluso su espíritu, cuya esencia es el mismo Dios, «fluctúa» constantemente, enunciar alguna cosa verdadera, válida y general sobre sí mismo y el mundo? Teilhard de Chardin, ese representante de la presente fase evolutiva de la humanidad, cree poder hacerlo: ¿sobre qué base? Es cierto que el hombre puede conocer su propia condición y rango entre los seres vivos; por otra parte, es capaz de ello precisamente porque, lejos de ser una simple fase dentro de un desarrollo indefinido, representa esencialmente una posibilidad central y, por lo tanto, irreemplazable y definitiva. Si la especie humana estuviera destinada a evolucionar hacia una forma distinta, más perfecta y más «espiritual», el hombre no sería ya desde ahora el «punto de intersección» del Espíritu divino con el plano terrestre; el hombre no podría ser salvado ni sería espiritualmente capaz de superar el flujo del devenir. Comprobar la imperfección de la naturaleza humana no autoriza a suponer que continuará evolucionando biológicamente; esta ¡imperfección es, en realidad, común a todo el mundo terrenal; el aspecto absoluto y universalmente válido inherente al espíritu humano, que le capacita para reconocer la propia imperfección como tal, indica que la vía que lleva de lo humano a lo divino no se sitúa en un plano material y temporal, sino que es perpendicular a éste. Por decirlo en los términos del Evangelio: ¿habría acaso tomado Dios forma humana si ésta no hubiera sido ya «Dios en la tierra», es decir, cualitativamente única y, respecto al propio plano existencial, definitiva?
Como síntoma de nuestro tiempo, la teoría teilhardiana corresponde a una de esas fisuras que se producen en la corteza del pensamiento materialista en razón del progresivo endurecimiento de ese caparazón; no se abren hacia arriba, hacia el cielo y su unidad verdadera y trascendente, sino hacia abajo, hacia el campo de las corrientes psíquicas inferiores. Cansado de sí mismo y del abatimiento de su mundo cuantitativo, el pensamiento materialista acepta fácilmente tal teoría pseudoespiritual provista de ciertos requisitos científicos; la fe equivocada, materializada y materialmente solidificada -materialismo sublimado- de un Teilhard de Chardin se sitúa dentro de esta tendencia.
Por sus concomitancias con el marxismo, por su carácter antitradicional y pseudomístico, la teoría moderna sobre la evolución de las especies se revela como el Gran Fraude. Nunca una tesis de tan dudoso cientifismo se había situado como base indiscutible de importantes decisiones espirituales, y hay que preguntarse si el simio no ha sido promovido antes que el hombre para que el hombre pueda sustituir a Dios.
Autor:
Jorge Alberto Vilches Sanchez