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Acerca de la superstición de la pureza

Enviado por memoriasmadera


    "Las palabras no solo sirven para decir lo que es,

    con ellas también se hace hacer, se hace pensar,

    se hace creer, se hace soñar"

    Ludwig Wittgenstein

    En el delicioso y no menos versado texto del escritor William Ospina titulado "De chigüiros y cipreses" el autor se detiene a considerar la importancia de la americanización del castellano, entendida esta desde la inevitable incorporación de términos aborígenes y africanos sin los cuales nos resultaría virtualmente imposible expresarnos y cuyo resultado es un feliz mestizaje que le proporciona variadas musicalidades, expresividades y ritmos al idioma en el continente, para diferenciarse e incluso deslumbrar a los nativos de la península ibérica.

    Señala Ospina cómo los poetas y escritores del llamado "modernismo americano" dentro de los que destaca al nicaragüense Rubén Darío y menciona, entre otros a José Asunción Silva, Gutiérrez Nájera y a José Martí, lograron mediante un tratamiento americanista de la lengua el reconocimiento y la admiración universales desde las últimas décadas del siglo diecinueve.

    Iniciaron ellos la revelación de los modos propios del uso de la lengua castellana, que varios años más tarde habría de consolidarse con los escritores del llamado "boom latinoamericano", como consecuencia de una búsqueda que se cuenta por siglos desde los versos del poeta Juan de Castellanos, durante La Conquista, y que permite al autor cuestionar la falsa idea, convertida en superstición, de la existencia del lenguaje puro, y consecuente con ello, sentenciar que ya no le compete a la Real Academia Española decirnos cómo hablar, pensar, sentir, y cuál la manera correcta de respirar en castellano.

    Más allá de la obvia limitación que impone a la Real Academia y, tal vez, a sus capítulos nacionales que terminan incluyendo en las versiones del diccionario los "americanismos" con la correspondiente aclaración de que son tales, lo que me interesa resaltar es un hecho que me identifica con Ospina y tiene que ver no solo con el lenguaje escrito, sino con otras formas de lenguaje de las que hacemos uso en la cotidiana necesidad de comunicarnos.

    Me refiero de modo particular a las músicas, las danzas y los medios audiovisuales, considerados por especialistas en semiótica desde Saussure, estruturas semánticas cuya comunicabilidad está determinada por sus atributos de forma y contenido.

    Del mismo modo como en la lengua escrita a los literatos americanos sólo les fue posible un lugar preeminete en la historia cuando dejaron de imitar y se dedicaron a escribir lo suyo; cuando demostraron haber superado el anhelo atávico de ser súbditos de la corona y escribieron y describieron con independencia sus sentimientos, cuadros, relaciones entre personas, regiones y con los paisajes; de ese mismo modo, repito, a las danzas les fue posible un reconocimiento lleno de admiración cuando nuestros coreógrafos le apostaron a las expresiones vernáculas para proponer, desde ellas, espectáculos dignos de ser vistos en cualquiera otro lugar del mundo.

    Le ocurrió a las colombianas Sonia Osorio, Delia Zapata Olivella y Totó La Momposina; al colombiano Jacinto Jaramillo cuyo solo nombre derivado del latín hyacinthus sugiere cierta universalidad; a la mexicana Amalia Hernández, al boliviano Jaime Méndez, posteriormente a los directores del Ballet Folclórico del Ecuador y a tantos otros de diversos países, formados ellos en las técnicas del ballet clásico europeo, quienes viajaron allende los mares para mostrar sus representaciones hechas espectáculo, de las músicas y las danzas tradicionales de América, amalgama de los componentes europeos, africanos y aborígenes en nuestras nacionalidades.

    Con las músicas sucedió lo mismo. Buen ejemplo de ello lo proporciona el más célebre y popular de los duetos cómico – musicales colombianos, "Los Tolimenses", quienes con sus indumentarias, su tiple y guitarra, sus canciones de Los Andes y su humor nacional, gran paradoja, alguna vez fueron aplaudidos y galardonados por un complejo cultural tan exótico para nosotros, como el ruso en plena Unión Soviética.

    Le ocurrió al argentino Uña Ramos, nacido en la provincia de Jujuy, con sus músicas de los vientos andinos, de los ecos de las montañas y del sonido de la vicuña y la llama, quien cautivó franceses, alemanes, suizos y demás europeos; incursionó en sus salas de grabación, utilizó tecnologías de última generación y depuró el sonido de las quenas y zampoñas ancestrales en la producción fonográfica.

    Del mismo talante fue la experiencia de los Inti Illimani chilenos; del grupo Quilapayún, chileno también; del Yaki Kandru de Colombia con los sonidos del amazónico yapurutú y del kammo purrui propio del Urabá colombo-panameño.

    Melodías, sonoridades tímbricas y ritmos acogidos por destacados compositores de jazz y de la llamada música de la Nueva Era, para incorporarlas a sus creaciones hechas en el otro continente. Así, vocablos y nombres propios con fuerte sabor terrígena se fueron poniendo de moda como sinónimos de sonidos maravillosos.

    Se volvieron nombrables y más o menos comunes entre los espectadores europeos que asistían impávidos a la epifanía de América, no solo en sus salas de concierto, sino también en las plazas y en las vías públicas y hasta en los andenes de los trenes subterráneos.

    Hombro a hombro con las poesías, cuentos y novelas, fueron también, la danza del venado, los sones huastecos y los corridos revolucionarios; las cumbias, los currulaos y mapalés; los pasajes, joropos y los golpes llaneros; los pasillos, las guabinas y los bambucos; los huaynos los yaravís y los gatos; las batucadas, sambas y capoeiras, tanto como los muy diversos zapateos de toda América, los que hablaron al mundo de la existencia de un continente poseedor no sólo de las riquezas naturales harto conocidas por los europeos, sino habitado por gentes que durante siglos fueron capaces de construir sociedades y maneras propias de ser y de hacer, desde las hondas diferencias provenientes de su pluralidad étnica convertida en fortaleza, mientras anticipaban la contundente realidad contemporánea que vuelve difusas todo tipo fronteras en virtud de la inatajable globalización.

    Bailes, indumentarias y músicas emparentadas, algunas, con similares de Europa y de África. Cantos reveladores del pasado árabe inherente al alma española como consecuencia lógica de la dominación mora por más de ocho siglos, además de variopintos fenotipos que oscilan entre el ario, el asiático y el negro, devinieron estandartes de un continente llamado "nuevo" por el prejuicio eurocentrista que pretendía desconocer la grandeza de las antiguas civilizaciones precolombinas, pero que se hizo evidente en los trabajos de los coreógrafos que se tomaron los escenarios dedicados hasta entonces a la autocomplacencia europea y a la eventual mirada dirigida a los americanos que ponían en escena las obras clásicas de ese continente, para recordarles que su legado también es nuestro y que sabemos exaltarlo a la belleza, como en el caso de esa gran bailarina y coreógrafa cubana Alicia Alonso cuya labor resulta imposible de adjetivar más.

    Y qué decir del cine y de la televisión cuando los mayores reconocimientos son para las producciones que narran historias cuyos contenidos reflejan realidades locales, regionales o nacionales sea que tengan intención reflexiva o recreativa. Tal el caso del cortometraje Chircales de los colombianos Jorge Silva y Marta Rodríguez, pacientemente elaborado luego de una larga y cuidadosa investigación desde una perspectiva antropológica. También el caso del inolvidable largometraje lleno de metáforas y poesía, Yawar Mallku, Sangre del Cóndor, del boliviano Jorge Sanjinés. Tiempos de la producción argentina La hora de los hornos de Fernando Solanas y del cinema novo brasileño, al decir del crítico Luis Alberto Álvarez.

    Pero antes, varios años antes, ya el cine colombiano hubo de ser galardonado en algún festival europeo con el largometraje argumental El milagro de la sal. Según Álvarez se trataba de un novelón sentimental, pero la película tenía una ambientación lógica y realista y una identidad claramente colombiana procurada más allá del facilismo, en el esfuerzo por captar una realidad y su contexto.

    Y aún antes, en los años treintas y cuarentas, el cine comercial argentino brilló con luz propia para difundir tangos y milongas en el panorama que ofrecían sus culturas urbanas, mientras el mejicano en su época dorada, merecedor de toda una reflexión aparte, supo aprovechar la baja producción de la industria cinematográfica gringa como consecuencia de la participación de los Estados Unidos en la segunda guerra mundial y colonizó las recientes salas latinoamericanas con sus humorismos, mariachis, historias de amor, canciones, luchadores enmascarados y representaciones e interpretaciones del conflicto agrario de 1910, las más de las cuales convertidas en aventuras.

    Exportó a Europa sus producciones y puso a los más destacados cantantes del orbe a imitar indumentarias y a interpretar rancheras.

    Es decir, puso el mundo al revés, y en dicho sentido, por más de cincuenta años, los europeos quieren parecerse a los latinoamericanos, inclusive hoy, aunque sea por razones de mercado.

    Tiempos de revelación contradictores de la idea de la pureza; del prejuicio aberrante de los contenidos netos presente en nuestra América desde los albores mismos de la colonización, durante los cuales imperó la idea del "cristiano viejo" limpio de sangre, entendiéndose por tal, aquel -imposible de imaginar- que nunca se mezcló con los árabes a pesar de los siglos de dominación y que, por ende, era superior y tenía, por tanto, el derecho al poder y a las posesiones. Pureza reclamada hoy, todavía y como algo insólito, por miembros minoritarios de las clases en el poder y por el exacerbado regionalismo de algunos americanos.

    Idea de pureza que se convierte, según Ospina, en superstición, seguramente por ese fondo religioso característico de los pueblos que tienden a la fácil sacralización de los más banal, siempre que tenga alguna legitimación en el statu quo por bendición directa de sus representantes, por acción en la estructura del aparato educativo o a través de los medios masivos de comunicación.

    Concepto que se desvirtúa definitivamente cuando García Márquez, como lo indica el ensayista, llega avasallante con su narrativa mestiza hasta esos confines para ser considerado grande entre los grandes de las literaturas de todos los pueblos y de todas las épocas. O cuando Vargas Llosa posibilita una excelente aproximación a su Lima natal en La ciudad y los perros. O cuando la obra de Rulfo se multiplica para revelar el alma mítica y mágica del campesino mexicano, en la que ha horadado profundamente.

    O cuando Carlos Vives abre espacios para la difusión de las mestizas músicas tradicionales del caribe colombiano, rubricado con un estilo contemporáneo que combina la organología musical moderna e industrial, con la tradicional y artesana.

    O cuando el Grupo Niche vuelve suya una música nacida a kilómetros de distancia, en el mismo continente, y viaja con ella por el mundo, convertida en su copropiedad regional, dispuesto a develar el parentesco con otras músicas africanas.

    O cuando los productores nacionales de televisión ponen al aire y a disposición del mercado internacional, novelas –género latinoamericano por excelencia- que reproducen distintos aspectos de las idiosincrasias colombianas, como en los casos de Café y Betty la fea, luego de que venezolanos, brasileños, argentinos y mexicanos han hecho lo suyo previamente.

    O ahora, cuando los diseñadores de modas acuden a las geometrías precolombinas halladas en viejos tejidos de algodón y en las antiguas cesterías y orfebrerías, como lo hicieron antes artistas plásticos como Rayo, Negret, Soto y tantos más; les agregan colores que aplican contemporáneos artesanos del altiplano andino, presentan trajes de modernos aspectos y conquistan lugares en las pasarelas internacionales de la más alta costura.

    Y aún así, después de tantas y tantas muestras, el continente está por descubrirse para propios y extraños. Todavía es el gran territorio desconocido del que muy fragmentadamente se habla en otros lares, cuya revelación agota la obstinación de lo incontaminado.

    Por ello se hace imprescindible insistir en que la identidad americana habrá de hallarse en la multiplicidad étnica y cultural, en el entrecruzamiento de las diferencias y en sus puntos de encuentro, así como en la creciente desaparición de las fronteras políticas, para comprender que el mestizaje americano que se opone a cualquier idea de pureza biológica, se vuelve cultura para expresarle al orbe los beneficios de su amalgama y la ventaja en que se constituye al momento de crear, pues se nutre de todos los elementos que lo conforman y los revela mediante la elaboración de productos destinados a la sorpresa y a la admiración.

    Palabras clave: mestizaje, americanizad, superstición, pureza, sangre, televisión, cine, danzas.

    Envigado, Antioquia, Mayo 27 de 2004

    Breve bibliografía recomendada

    Barbero Martín y Silva Armando (compiladores), Proyectar la comunicación, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1999

    García Canclini, Néstor, Culturas Híbridas, Editorial Grijalbo, México D.F., 1989

    Muñoz-Delgado, Edgar Alonso, La Madera. Crónicas de un barrio invisible, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2002

    Rueda Enciso, José Eduardo (compilador), Los imaginarios y la cultura popular, CEREC, Bogotá, 1993.

    Edgar Alonso Muñoz-Delgado

    Del autor

    Edgar Alonso Muñoz-Delgado es comunicador social de la Universidad Abierta y a Distancia cuya sede principal está ubicada en la ciudad de Bogotá.

    Ha ejercido como profesional en la Emisora Cultural Universidad de Antioquia en calidad de realizador de algunos espacios radiofónicos en el sistema de FM; publicado escritos en varios periódicos locales y participado en algunos espacios televisivos en calidad de invitado.

    Su libro La Madera, crónicas de un barrio invisible fue publicado por el Fondo Editorial Universidad Eafit de la ciudad de Medellín, en el año 2002. En él se narra, en forma de crónicas, el pasado bicentenario y el presente de un pequeño barrio cuyos habitantes son descendientes de quienes conformaron en sus orígenes un asentamiento de blancos agregados y negro esclavos que trabajaron las grandes haciendas del sector hoy absolutamente urbanizado.

    En el ensayo libre Acerca de la superstición de la pureza, el autor señala con claros ejemplos cómo las artes dan fe de la incuestionable ventaja que significa el mestizaje cultural de los pueblos latinoamericanos, en contra de la caduca idea de pureza prevaleciente durante siglos para interpretar etnias, razas y culturas que legitimó interrelaciones equivocadas en la pretensión por construir sociedades armónicas.

    Aunque no los cita, su trabajo y ejercicio de pensamiento está atravesado por las teorías culturales de analistas como Jesús Martín – Barbero, Armando Mattelart, Armando Silva y Néstor García Canclini, entre otros.