- 1. Ubicar al autor en cuanto a su nacionalidad, universidad, ideología
- 2. Definir su marco teórico
- 3. Ideas sustanciales a la luz del marco teórico
- 4. Análisis de las conclusiones
- 5. Metodología empleada, bibliografía, fuentes
Primero: Comentarios sobre "La Economía de la Antigüedad" de Moses Finley.
Moses Immanuel Finley (Nueva York, 1912 – Cambridge, 1986), historiador estadounidense, inició su carrera en la Universidad de Columbia, y en el City College de Nueva York, mudándose luego a Inglaterra, donde ejerció como docente en la Universidad de Cambridge, para ser finalmente nombrado director del Darwin College. Entre sus obras se encuentran "La esclavitud en la Antigüedad clásica" (1960), "La economía de la Antigüedad" (1973), "Economía y sociedad en la antigua Grecia " (1981). Que haya tenido que emigrar de los estados unidos durante la guerra fría, perseguido por el gobierno macartista, es símbolo de su ideología, vinculada con el pensamientos denominado de izquierda.
Finley realiza estudio sobre la economía de la antigüedad, que cierne al análisis entre los años 1000 A.C. y 500 D.C. de los territorios ocupados por el mundo grecorromano, esto es, desde el océano Atlántico hasta los bordes del Cáucaso, y desde Inglaterra y el Rin en el norte hasta una línea meridional que corría a lo largo de los límites del Sahara y luego hasta el Golfo Pérsico, eje norte-sur de cerca de 2.800 kilómetros (sin contar Inglaterra), 4.532.000 kilómetros cuadrados que llegó a tener una población de entre 50 y 60 millones. Siendo éste un mundo de economía pre-capitalistas, propone no utilizar ideas y conceptos modernos de análisis propios de la actualidad, sino emplear modelos que respondan a las realidades propias de la época, dejando de lado así todo tipo de anacronismos. De esta manera, tendrá en cuenta (e intentará demostrar) que el mundo que estudia no estaba compuesto por un conglomerado enorme de mercados interconectados, sino que la economía estaba inmersa en un complejo socio cultural mayor, con lineamientos psicológicos y políticos que le daban unidad, y donde coexistían variaciones internas con respecto a la estructura social, a las formas de posesión de la tierra, el sistema laboral, etc. El planteo de preguntas pertinentes es lo que permitirá realizar un acercamiento acorde a lo que fue la economía en la antigüedad. Este argumento de lo inaplicable al mundo antiguo de un análisis centrado en el mercado fue sostenido por Max Weber, siendo este autor una de las principales fuentes del marco teórico de Finley. También es una idea muy "weberiana" el análisis que hace el autor centrándose no en clases sociales, sino teniendo en cuenta aspectos tales como los de orden y estatus: son estos elementos, empleados a lo largo del texto, los que dan cuenta de la diferenciación social, haciendo referencia no sólo a la posición económica de las personas, sino ligada ésta a factores políticos e ideológicos. Asimismo, la conceptualización de las ciudades de la antigüedad como centros de consumo, mas no de producción, es una idea que retoma de Weber. Por otro lado, las variantes que utiliza para analizar el trabajo asalariado, teniendo en cuenta la abstracción que este supone del trabajo de un hombre, aparte de su persona y del producto de su labor, y el análisis de la "conciencia de estatus" (por homologación a la conciencia de clase), son de clara filiación marxista, siendo esta corriente la otra gran influencia que marca el trabajo de este historiador.
Las ideas sustanciales van a ir girando en torno al valor que el autor otorga a los determinantes psicológicos como lineamientos de acción en la antigüedad. Así, la moral será un factor esencial para comprender todas las actitudes, y no será prescindible en ningún elemento. De esta manera, al comenzar analizando las profesiones (y su valoración) que enumera Cicerón, determina que el valor de las mismas corresponderá al status moral que se le otorgaba a quienes las ejercían: en esta escala de valores, y teniendo en cuenta la importancia ideológica que tenía la libertad, se encontraba en un extremo la agricultura (la posesión de tierra significaba ciudadanía e independencia económica), y en el otro el trabajo asalariado. El trabajo dependiente era de un estatus moral bajo, lo que lleva al autor a determinar el valor imprescindible de los esclavos, tanto en la estructura económica como en la estructura social. Observa Finley que el trabajo esclavo no significaba una baja en la productividad; al tiempo que trabajaban junto a algunos hombres libres (donde se advierte la inexistencia de competencias entre estos distintos órdenes, debido a la desorganización de los segundos); llegaban en algunos casos a participar en la administración del trabajo, lo que marca la pasividad de la aristocracia. Plantea, finalmente, que la decadencia de la esclavitud como institución llegó a la par de la decadencia de las clases bajas, donde una amplia gama de estatus reemplazó a la anterior dicotomía de pequeños campesinos y esclavos. La disparidad en la distribución social de las cargas fue inequitativa cayendo el grueso de los impuestos sobre el pequeño campesino, quien tuvo que recurrir al trabajo asalariado. Fue este un proceso inverso al que había determinado el surgimiento de la esclavitud.
Continuando, y volviendo a la excelencia moral de la agricultura, Finley resalta el valor moral y material que tenía la posesión de tierra, y la consiguiente avidez por la misma que existía tanto entre grandes terratenientes ciudadanos, como en pequeños campesinos (para los primeros era sinónimo de ausencia de ocupación, de libertad, para los segundos significaba labor incesante). Existía asimismo una brecha que se extendía entre las posesiones de los anteriormente nombrados, y un continuo crecimiento del tamaño de las posesiones (incluso a pesar de legislaciones como las leyes de Graco). Entre los pequeños productores, el tamaño de las parcelas y de las familias en ellas empleadas, llevaba muchas veces a una ineficiencia productiva por el desempleo crónico de la mano de obra. En este caso, circunstancias que pudieran haber animado al pequeño campesino a ir al mercado, no podían ser aprovechadas, ya que las tierras mejor situadas para esto (por su cercanía a campamentos del ejército, o a templos de culto, o a poblados mayores) eran ocupadas por grandes terratenientes, por lo que a los pequeños campesinos solo les quedaba lugar para una producción de subsistencia. Por otro lado, debido al gran tamaño de sus posesiones y a sus reservas, como al influjo que pudieran suscitar sobre decisiones políticas, los grandes terratenientes quedaban al margen de las crisis, aunque tenían un enfoque cualitativamente igual a los problemas y las posibilidades de cultivo que los campesinos, hecho que se explica por la ausencia de mejoras técnicas. En el campo reinaba el tradicionalismo, no había lugar para innovaciones:
"…El poderoso influjo del hogar campesino, las actitudes hacia el trabajo y la administración, el débil mercado urbano, las satisfactorias ganancias del régimen de tierras existente, quizá las dificultades inherentes a la organización y administración de una numerosa fuerza de trabajo esclava (…), todos estos eran contra-incentivos para el cambio…"(Finley, 1973: 160).
Incluso el único incentivo a la obtención de tierras pasaba por un dictado moral, no como inversión económica-racional, no había mercado de bienes raíces, y sólo se compraban tierras que eran ganga (oportunidades depreciadas).
Por otro lado, con respecto al análisis de las ciudades de la antigüedad, Finley propone que la diferencia principal de estas con las del medioevo es la producción para la exportación: éste elemento se encuentra ausente en la antigüedad. Las ciudades que funcionaron como puerto de transferencia de comercio, y las ciudades con economía mixta, fueron casos singulares: en su mayoría se trató de ciudades de granjeros absentistas, con intereses en la tierra. La dificultad en las comunicaciones restringió a cada ciudad a obtener la alimentación de su hinterland circundante, desarrollando así una relación simbiótica entre el campo y la ciudad. El transporte por agua fue un estímulo para el crecimiento de las ciudades (y de nuevas ciudades), pero apareció sólo cuando las ciudades habían crecido, no estimuló el crecimiento de estas, no fue incentivado por el mercado. Los campesinos constituían un mercado débil, que no fomentó el desarrollo, el predominio de la autosuficiencia fue un freno a la producción para la exportación. También fueron freno a la iniciativa de producción el limitado uso de la moneda, la ausencia de crédito (se tomaban préstamos sólo para el consumo), incluso el bajo estatus otorgado a las personas que desarrollaban el comercio y la manufactura (la elite no estaba dispuesta a hacerlo ya que estaba inhibida por los valores morales predominante), por lo que los que lo realizaron no eran los de mayor potencial y no desarrollaron técnicas. Nadie veía ninguna virtud en el progreso técnico: "…El progreso técnico, el crecimiento económico, la productividad y aun la eficiencia no han sido objetivos importantes desde el principio de los tiempos. Mientras pudo mantenerse un estilo de vida aceptable –se definiera como se definiera- otros valores ocuparon el primer plano…" (Finley, 1973: 207).
Finalmente, y con respecto a la relación del Estado con la economía, Finley argumenta que favorecían al Estado prácticas morales honoríficas como la liturgia y el summae honorarie, que lo eximían de gastar en el mantenimiento de las clases bajas (los acaudalados debían realizar donaciones). Asimismo, resalta el valor de las provincias al otorgarle ingresos pagando impuestos. Continuando, se opone a la idea de un Estado con políticas económicas: en su lugar propone ver los intereses de esas acciones políticas, que tuvieron consecuencias económicas. Así, objeta la idea de Rougé de que el imperio se preocupó por los problemas económicos mediante políticas económicas; Finley propone que el imperio se limitó a satisfacer necesidades materiales, pero que nunca llevó a cabo políticas con objetivos económicos, lo que demuestra mediante varios aspectos: el análisis de los impuestos (los cuales no eran usado como palancas económicas, ni fomentaban la producción), la falta de previsión económica (opciones de inversión no se elegían racionalmente, sino según la tradición), la falta de política de acuñación (lo que determinó la ausencia de recursos públicos), y finalmente las medidas tomadas con respecto a los pobres (nunca estructurales, sino temporales –como la entrega gratuita de grano o el envío a colonias-). Estas características son así propias de un Estado que no interviene (y no confundir con laissez faire) en la economía.
Las conclusiones a las que llega se corresponden con lo planteado como hipótesis: la economía de la antigüedad no habría estado compuesta por un conglomerado de mercados interconectados, ya que la economía de la antigüedad no existía en tanto que mercados separados unidos por una complementariedad utilitaria, sino que un amplio conjunto de valores morales habrían determinado el accionar económico de un mundo unido por un marco socio-cultural similar. No habría habido una racionalidad económica que haya movido a las personas a actuar, a elegir la profesión, a comerciar (como tampoco al Estado), sino que fueron valores morales los determinantes en estos aspectos. Finley propone para finalizar, que la estructura política y social, el sistema de valores profundamente arraigado e institucionalizado, y la organización y explotación de sus fuerzas productivas, fueron claves para decretar el fin del mundo antiguo: en varios pasajes de su libro llama la atención sobre el tradicionalismo reinante como elemento principal, habría sido este mismo factor el que no le permitió adecuarse a los cambios sucedidos.
La metodología que emplea es interesante, basándose en la formulación de preguntas pertinentes; analiza fuentes primarias, elementos como el vocabulario (para demostrar que no había sinónimos en el mundo antiguo de nuestros comunes "fuerza de trabajo" y "mercado", por ejemplo), cita a varios autores contemporáneos (Gomme, Rougé) para discrepar con ellos y argumentar; se podría llegar a objetar la ausencia de un capítulo final de conclusiones, pero estas son marcadas a lo largo de todo el trabajo. La estructuración del texto es adecuada e incentiva a la lectura, planteando en un primer momento los conceptos a utilizar, y realizando luego un desarrollo conciso y claro. La bibliografía que utiliza es vasta e interesante (las notas al pie sirven para comprender su utilización), sólo puede objetarse la ausencia de un índice bibliográfico (lo que se espera sea una falta en ésta copia empleada, no así en el original). El texto resulta así ameno, coherente, y muy interesante.
Segundo: Lienhard, Martin. La voz y su huella.
Ediciones Casa de las Américas. Ciudad de La Habana, Cuba, 1990
El quinto centenario de la llegada de los españoles al continente americano, constituye el contexto histórico para la aparición de varios textos referidos al tema. En la víspera del nuevo milenio, muchos escritores decidieron realizar estudios sobre un proceso por demás conflictivo: dada la necesidad de consensuar opiniones, y ante el avance de la globalización y la transformación del mundo en una aldea global, han aparecido paradigmas que buscan encontrar nuevos resultados e interpretaciones en el complejo choque de culturas, más allá del genocidio. Es dentro de este esquema de producciones que se inserta el texto de Martín Lienhard, donde la construcción de un nuevo paradigma, la literatura escrita alternativa, servirá para comprender los procesos de aculturación bilaterales. El autor reconoce que la expresión oral es fundamental en las subsociedades indígenas que analiza, pero es su intención demostrar que estas se sirven de la escritura europea para expresar una visión alternativa a la producida por occidente. Serán estos escritos híbridos, por la doble influencia cultural que reciben al expresar en un sistema de escritura europeo un sistema de valores indígena, el punto de partida para el análisis de una literatura alternativa no tenida en cuenta, y servirá como modelo para analizar otras sociedades.
Es interesante la forma que utiliza Lienhard para delimitar su campo de estudio: no utiliza la división espacial por países ni la periodización de la historia criolla, tampoco las periodizaciones basadas en las evoluciones estéticos culturales europeas: tiene en cuenta el espacio de acuerdo a las grandes áreas culturales delimitadas por las civilizaciones pre-hispánicas (mesoamérica, andes y área tupí-guaraní), y divide el tiempo de acuerdo a los cambios sufridos en las subsociedades indígenas que tendrán influencia en la representación oral, y por lo tanto, en las literaturas escritas. Pero hay que mencionar que dicha división temporal (5 momentos: *primeros contactos entre europeos y autóctonos, *institucionalización de las relaciones coloniales y resistencias "indias", *reformas coloniales y movimientos insurreccionales del siglo XVIII, * "segunda conquista": la ofensiva latifundista del siglo XIX, * "indigenismos" intelectuales y movimientos étnico-sociales modernos) está tenida de cierto etnocentrismo (que junto al evolucionismo se observan en todo el texto) al plantearse siempre los períodos como respuestas ante influencias europeas, y no tener en cuenta modificaciones propias que puedan surgir del seno de estas sociedades. No hay siquiera mención de alguna etapa pre-hispánica, donde ocurrieron la mayoría de los sucesos históricos-culturales que serán objeto de la producción oral, y por lo tanto de la producción escriptual alternativa. Temporalmente se irán sucediendo diversos avances en la incorporación indígena de la escritura occidental, donde el autor denota tanto imposición europea, como apropiación indígena, siendo así la aculturación un proceso mixto, donde a pesar de la primacía hegemónica de un sector se observa también interés del otro.
En el primero de estos momentos –la llegada y desestructuración de los grandes imperios-, en el que el autor coloca el punto cero de la producción literaria americana, es donde el etnocentrismo (euro centrismo en este caso) se observa en su punto álgido: no hay mención de sojuzgamiento militar, de genocidio ni de etnocidio (ambos nefastos, tanto por la desaparición física como por la destrucción de identidades y la eliminación de toda herencia cultural; estos términos recién apareces en la página 117, refiriéndose al avance latifundista que produjo la guerra de castas), sino que estos son subsumidos bajo la fetichización de la escritura que habría maravillado a los nativos. De esta manera la coerción deja su lugar al consenso, en la creación de nuevas identidades.
Luego, durante la imposición del colonialismo, el autor propone como primeras manifestaciones de las literaturas alternativas latinoamericanas la producción indígena de crónicas (ejemplificada en el capítulo 5°), memoriales y cartas dirigidas a la elite, así como la función de informantes de los cronistas europeos. Lienhard reconoce que los autores indígenas como los informantes correspondían a las elites (no muy representativas de la cultura oral-popular), pero encuentra en estos una actitud distinta a la sumisión a la nueva cultura hegemónica: las elites se apropiarían de la escritura europea, como forma de demostrar a las nuevas autoridades que son capaces de escribir en su idioma, como forma de hablarles de igual a igual, al tiempo que realizan quejas y pedidos en nombre de la comunidad. Pero no menciona que en tanto informantes, las respuestas otorgadas son inducidas por las preguntas, y modificadas por la visión del cronista, por lo que poco representativas pueden ser de la visión indígena. Y si los indígenas tuvieron la necesidad (al comienzo en las cartas y crónicas) de emplear la escritura para justificar y reclamar ante los europeos su presencia y derechos, esto es porque los europeos ya los habían vencido. No fueron los europeos quienes tuvieron que re-adaptar su sistema de significación para comunicarse con los indígenas, porque no fueron los vencidos.
La cultura oral indígena era central para estas comunidades, pues la transmisión oral implicaba la importancia de la comunicación interpersonal en la herencia cultural (en el circulo de comunidades), al tiempo que el acceso a la notación pictográfica sólo a las elites demostraban las diferencias sociales, y permitían la modificación y reinterpretación de la historia (en mesoamérica historia cíclica). Este sistema era concordante con una cosmovisión indígena del mundo, cosmovisión en la que no entraba la producción de textos escriptuales alfabéticos. De esta manera, la adopción de la escritura demuestra cómo la cosmovisión europea triunfa sobre la indígena, pero no por consenso, sino por coerción, llevada de la mano de la fuerza militar.
Por otra parte, en el análisis que hace el autor para demostrar la aculturación como proceso previo a la construcción de las literaturas alternativas latinoamericanas, propone que un primer paso fue la aculturación lingüística, donde el idioma receptor empezaría tomando prestado léxico y extendiendo el significado de los nombres, para seguir luego mediante modificaciones fonéticas y morfológicas superficiales, y terminar incorporando el vocabulario básico del idioma europeo y adaptándose a su sintaxis. Este tipo de aculturación pretende no sólo domesticar la lengua sino también el pensamiento: su fracaso en esta última empresa se ve en la falla de la aculturación religiosa, la resistencia religiosa de los indígenas era lo que realmente demostraba su individualidad e historia, su identidad. Si bien el autor expone las resistencias a la imposición religiosa, donde se puede observar la importancia de la religión para las sociedades indígenas, plantea la imposición idiomática como más pasiva, aceptada y festejada por las dos culturas. Nuevamente deja de lado la coerción como motor de la aculturación idiomática, plausible de ser observada por ser tangible auditivamente (cosa imposible de realizar con la religión, por su carácter psicológico).
Continuando, hay una crítica que no se puede dejar de mencionar, ya que sobrevuela todo el texto un halo de evolucionismo
"…Para un letrado europeo o europeizado resulta difícil imaginar una literatura oral bajo otro aspecto que no sea el de una práctica cultural anticuada, repetitiva (…) Estamos acostumbrados, desde la antigüedad helénica, a considerarla como la etapa más arcaica de una expresión verbal humana que evoluciona inexorablemente hacia formas cada vez más sofisticadas de la escritura (…) La cultura oral, en una palabra, se nos figura incompatible con la modernidad…" (pág. 333-334, subrayado agregado)
Lienhard asume así el evolucionismo como modelo de pensamiento para pararse ante las "otras" sociedades: la ausencia de escritura es tratada en el texto como propio de unas sociedades menos evolucionadas. Este pensamiento articula su trabajo, donde observa una evolución desde el contacto europeo donde conocieron la escritura, hasta los trabajos de poesía autóctona en el área quechua del Perú de los años 80 (Arguedas, Dida Aguirre, Nimamango Mallqui, Huaman Manrique), cuyos motivos mesiánicos aparecen bajo una significación más "compleja". De esta manera se articulan los capítulos del 5° al 12° (segunda mitad del texto correspondiente a los estudios de casos, la primer mitad corresponde a los planteamientos generales; esta separación es bastante funcional al texto, permite su mejor lectura), comenzando con la crónica indígena desarrollada para lectores bilingües y biculturales, donde los autores lograban "insertarse en la esfera de la literatura ‘universal’" (pág.187) (etnocentrismo). Siguiendo luego, con los trabajos de Arguedas y de Guaman Poma, se observará la diglosia cultural o la doble determinación, donde textos igualmente influenciados por dos culturas muestran la incompatibilidad de una cosmovisión indígena en un sistema de representación europeo: los textos se vuelven híbridos, escritos en los dos idiomas (la "evolución" es notable).
A continuación, en el análisis de la representación escrita del homenaje ritual al inca (Juan de Betanzos, Tito Cusi Yupanqui y Ollantay) habrá una homologación entre las prácticas realizadas durante el homenaje, con las formas tradicionales de la poesía cantada en España: cantares, romances y villancicos, el teatro occidental; no es difícil observar etnocentrismo en la comparación de estos textos con la producción occidental como modelo, incluso hay cierto estructuralismo en la coincidencia buscada de estructuras en las dos culturas. Con respecto al análisis del área tupí guaraní, con los autores Roa Bastos y Montoya, surge la pulsión karaística como relación entre los dos textos, llamando la atención que los únicos que pudieron llevar a cabo la función de los karaí (lograr la cohesión social mediante discursos mesiánicos y facultades mágicas) fueron los jesuitas (nuevamente etnocentrismo). En Rulfo Lienhard observa la característica principal de la escritura alternativa: la utilización de una forma de tradición metropolitana para elaborar literariamente el discurso de un sector marginado. Así, a mitad del siglo XX, el autor encuentra que las literaturas latinoamericanas alternativas ya evolucionaron bastante como para poder apropiarse de otras formas, e ingresar en círculos más europeizados (continúa la evolución). Con respecto a la etnoficción, es observable un incipiente estructuralismo al hacer coincidir la europea con la latinoamericana utilizando las mismas categorías; y es criticable la aceptación de la etnoficción como transmisora de culturas orales, y por lo tanto como literatura alternativa latinoamericana.
Finalmente, se puede mencionar que el título elegido es apropiado; la prosa, más allá de algunos pasajes algo confusos en el quinto capítulo, es bastante buena, aunque en el estudio de casos pierde el carácter cautivante que posee en los primero capítulos, volviéndose un tanto aburrida; errores tipográficos no se han detectados; el público esperado es académico. La amplia bibliografía es indicativa de uno de los motivos del autor por escribir el texto (explicitado en varias partes): que sea éste un trabajo pionero, que sigan luego otros investigadores, para ampliar el espectro de las literaturas alternativas y su implicación social (incluso pretende que este modelo pueda ser aplicado en otras sociedades, como la africana). Habrá que ver la utilidad académica- social que puede tener la realización este tipo de estudios, ver a quién le interesa continuar con el análisis de literaturas alternativas que no son representativas de una visión indígena (por moverse en el campo de otra cosmovisión) ni europea, ni criolla; y que tienen como centro estructurador el análisis (fetichizado) de literaturas, análisis signado por el etnocentrismo y un estructurado evolucionismo, que las convierte en centro de análisis. Para pensar queda el comentario de Diderot que aparece en la explicación de la etnoficción europea, quizá pertinente contrapunto
"…¡Ah! ¡Maldita escritura! Perniciosa invención de los europeos que tiemblan a la vista de sus propias quimeras, que ellos se representan por la combinación de veintitrés figuras pequeñas, más aptas a perturbar el sueño de los hombres que a alimentarlo…." (Pág. 294)
Pedro B. Quiroux