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Resumen del libro Decameron (página 13)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20

Y era este lago no más profundo de lo que sea la estatura de un hombre hasta el pecho, y sin tener en sí mezcla alguna mostraba clarísimo su fondo que era de menudísimos guijos que, quien no hubiese tenido otra cosa que hacer, habría podido contarlos si quisiera; y no solamente al mirar se veía el fondo del agua sino tantos peces acá y allá ir discurriendo que además de deleite eran maravilla. Y no estaba cerrado por la otra orilla sino por el suelo del prado, tanto más hermoso en su borde cuanto más humedad tenía de él. El agua que desbordaba su capacidad la recibía otra acequia por la cual, saliendo fuera del vallecito, a las partes más bajas corría.

Venidas, pues, aquí las jóvenes damas, luego de que por todas partes hubieron mirado y alabado mucho el lugar, siendo grande el calor y viendo el pequeño piélago delante y sin ningún temor de ser vistas, deliberaron bañarse; y mandando a su criada que sobre el camino por donde habían estado se quedase y mirase si alguien venía y se lo hiciera saber, las siete se desnudaron y entraron en él, que no de otra manera escondía sus cándidos cuerpos de lo que haría a una encarnada rosa un cristal sutil. Estando ellas allí metidas sin que en nada se enturbiase el agua, comenzaron como podían a andar de acá para allá detrás de los peces, los cuales mal tenían donde esconderse, y a querer cogerlos con las manos. Y luego de que en tal diversión, habiendo cogido algunos, estuvieron un rato, saliendo de allí se volvieron a vestir y sin poder alabar más el lugar que lo habían alabado, pareciéndoles tiempo de volverse a casa, con suave paso, hablando mucho de la belleza del lugar, se pusieron en camino; y llegando a la villa a bastante buena hora, todavía allí encontraron jugando a los jóvenes donde los habían dejado; a quienes Pampínea, riendo, dijo:

_Pues ya os hemos engañado hoy.

_¿Y cómo? _dijo Dioneo_. ¿Comenzáis primero las obras que las palabras? Dijo Pampínea:

_Señor nuestro, sí.

Y extensamente le contó de dónde venían y cómo era el lugar y cuánto distaba de allí y lo que habían hecho.

El rey, oyendo hablar de la belleza del lugar, deseoso de verlo, prestamente hizo ordenar la cena; la cual luego de que con mucho placer de todos se terminó, los tres jóvenes con sus sirvientes, dejando a las damas, se fueron a este valle, y considerando cada cosa, no habiendo estado allí nunca ninguno de ellos, alabaron aquello como una de las más bellas cosas del mundo; y luego de que se hubieron bañado y volvieron a vestirse, como se hacía demasiado tarde se volvieron a casa, donde encontraron a las mujeres que danzaban una carola a un aria cantada por Fiameta; y con ellas, terminada su carola, entrando en conversación sobre el Valle de las Damas, mucho bien y muchas alabanzas dijeron. Por la cual cosa el rey, haciendo venir al senescal, le mandó que a la mañana siguiente hiciera que allí fuesen preparadas las cosas y fuera llevada alguna cama por si alguna quisiera dormir o acostarse la siesta. Después de esto, haciendo venir luces y vino y dulces y un tanto reconfortados, mandó que todo el mundo se pusiese a bailar; y habiendo iniciado Pánfilo una danza por voluntad suya, el rey, volviéndose a Elisa, le dijo amablemente:

_Hermosa joven, hoy me hiciste la honra de darme la corona, y yo quiero hacerte a ti esta noche la de la canción; y por ello haz una que diga lo que más te guste.

A quien Elisa repuso sonriendo que de buen grado, y con suave voz comenzó de esta guisa:

Amor, si de tus garras yo salierano podría sucederque otro de tus anzuelos más mordiera. Yo era una niña cuando entré en tu guerracreyendo que era suma y dulce paz,y las armas dejé puestas en tierracual quien confía en uno que es veraz,tú, desleal tirano, eres rapazy me hiciste caercon tu armamento y con tu garra fiera. Luego, bien apretada en tus cadenas,a quien nació para verdugo mío,llena de tristes lágrimas y penaspresa me diste, y tiene mi albedrío;y es tan duro y cruel su señoríoque no pueden moversu corazón mis suspiros ni ojeras. Mis ruegos todos se los lleva el viento:nadie me escucha ni me quiere oír,y, si cada hora crece mi tormento,viviendo con dolor no sé morir,¡Ah, duélete, señor, de mi sufrir!Lo que no puedo hacerhaz tú, y dámelo atado en forma fiera. Y si no quieres, por lo menos sueltael nudo con que me ata la esperanza.¡Ah, que la libertad me sea devuelta!Pues yo tendré, si lo haces, confianzaen ser bella de nuevo sin tardanza;y sin más padecercon blanca y roja flor ornada fuera Luego de que con un suspiro muy apesadumbrado Elisa hubo dado fin a su canción, aunque todos se maravillasen de tales palabras, ninguno hubo que pudiera adivinar quién de tal cantar la razón fuese. Pero el rey, que estaba de buen humor, haciendo llamar a Tíndaro, le ordenó que sacase su cornamusa, al son de la cual hizo bailar muchas danzas; pero cuando ya buena parte de la noche había pasado, dijo a todos que se fuesen a dormir.

TERMINA LA SEXTA JORNADA

Séptima jornada

COMIENZA LA SÉPTIMA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE DIONEO, SE DISCURRE SOBRE BURLAS QUE POR AMOR O POR SU SALVACIÓN HAN HECHO LAS MUJERES A SUS MARIDOS, HABIÉNDOSE APERCIBIDO ELLOS O NO.

Todas las estrellas habían huido ya de las partes del oriente, con la excepción de aquella que Lucifer llamamos, que todavía lucía en la blanqueciente aurora, cuando el senescal, levantándose, con un gran equipaje se fue al Valle de las Damas para disponer allí todas las cosas según la orden y el mandato habido de su señor. Después de cuya marcha no tardó mucho en levantarse el rey, a quien había despertado el estrépito de los cargadores y de las bestias; y levantándose, hizo levantar a las señoras y a los jóvenes por igual; y no despuntaban aún bien los rayos del sol cuando todos se pusieron en camino. Y nunca hasta entonces les había parecido que los ruiseñores cantaban tan alegremente y los otros pájaros como aquella mañana les parecía; por cuyos cantos acompañados se fueron al Valle de las Damas, donde, recibidos por muchos más, les pareció que con su llegada se alegrasen. Allí, dando una vuelta por él y volviendo a mirarlo de arriba abajo, tanto más bello les pareció que el día pasado cuanto más conforme era con su belleza la hora del día.

Y luego de que con el buen vino y los dulces hubieron roto el ayuno para que por los pájaros no fuesen superados, comenzaron a cantar, y junto con ellos el valle, siempre entonando las mismas canciones que decían ellos a las que todos los pájaros, como si no quisiesen ser vencidos, dulces y nuevas notas añadían. Mas luego que la hora de comer fue venida, puestas la, mesas bajo los frondosos laureles y los otros verdes árboles, junto al bello lago, como plugo al rey, fueron a sentarse, y mientras comían veían a lo peces nadar por el lago en anchísimos bancos; lo que, tanto como de mirar daba a veces motivo para conversar. Pero luego de que llegó el final del almuerzo, y las viandas y las mesas fueron retiradas, todavía más contentos que antes empezaron a cantar y luego de esto a tañer sus instrumentos y a danzar; y después, habiéndose puesto camas en muchos lugares por el pequeño valle (todas por el discreto senescal rodeadas de sargas francesas y de cortinas cerradas) con licencia del rey, quien quiso pudo irse a dormir; y quien dormir no quiso, con los otros a sus acostumbrados entretenimientos podía entregarse a su placer. Pero llegada ya la hora en que todos estaban levantados y era tiempo de recogerse a novelar, según quiso el rey, no lejos del lugar donde comido habían, haciendo extender tapetes sobre la hierba y sentándose cerca del lago, mandó el rey a Emilia que comenzase; la cual, alegremente, así comenzó a decir sonriendo:

NOVELA PRIMERA Gianni Lotteringhi oye de noche llamar a su puerta; despierta a su mujer y ella le hace creer que es un espantajo; van a conjurarlo con una oración y las llamadas cesan. Señor mío, me hubiera agradado muchísimo, si a vos os hubiera placido, que otra persona en lugar de mí hubiera a tan buena materia como es aquella de que hablar debemos hoy dado comienzo; pero puesto que os agrada que sea yo quien a las demás dé valor, lo haré de buena gana. Y me ingeniaré, carísimas señoras, en decir, algo que pueda seros útil en el porvenir, porque si las demás son como yo, todas somos medrosas, y máximamente de los espantajos que sabe Dios que no sé qué son ni he encontrado hasta ahora a nadie que lo supiera, pero a quienes todas tememos por igual; y para hacerlos irse cuando vengan a vosotras, tomando buena nota de mi historia, podréis una santa y buena oración, y muy valiosa para ello, aprender.

Hubo en Florencia, en el barrio de San Brancazio, un vendedor de estambre que se llamó Gianni Lotteringhi, hombre más afortunado en su arte que sabio en otras cosas, porque teniendo algo de simple, era con mucha frecuencia capitán de los laudenses de Santa María la Nueva, y tenía que ocuparse de su coro, y otras pequeñas ocupaciones semejantes desempeñaba con mucha frecuencia, con lo que él se tenía en mucho; y aquello le ocurría porque muy frecuentemente, como hombre muy acomodado, daba buenas pitanzas a los frailes. Los cuales, porque el uno unas calzas, otro una capa y otro un escapulario le sacaban con frecuencia, le enseñaban buenas oraciones y le daban el paternoste en vulgar y la canción de San Alejo y el lamento de San Bernardo y las alabanzas de doña Matelda y otras tonterías tales, que él tenía en gran aprecio y todas por la salvación de su alma las decía muy diligentemente. Ahora, tenía éste una mujer hermosísima y atrayente por esposa, la cual tenía por nombre doña Tessa y era hija de Mannuccio de la Cuculía, muy sabia y previsora, la cual, conociendo la simpleza del marido, estando enamorada de Federigo de los Neri Pegolotti, el cual hermoso y lozano joven era, y él de ella, arregló con una criada suya que Federigo viniese a hablarle a una tierra muy bella que el dicho Gianni tenía en Camerata, donde ella estaba todo el verano; y Gianni alguna vez allí venía por la tarde a cenar y a dormir y por la mañana se volvía a la tienda y a veces a sus laúdes.

Federigo, que desmesuradamente lo deseaba, cogiendo la ocasión, un día que le fue ordenado, al anochecer allá se fue, y no viniendo Gianni por la noche, con mucho placer y tiempo, cenó y durmió con la señora, y ella, estando en sus brazos por la noche, le enseñó cerca de seis de los laúdes de su marido. Pero no entendiendo que aquélla fuese la última vez como había sido la primera, ni tampoco Federigo, para que la criada no tuviese que ir a buscarle a cada vez, arreglaron juntos esta manera: que él todos los días, cuando fuera o volviera de una posesión suya que un poco más abajo estaba, se fijase en una viña que había junto a la casa de ella, y vería una calavera de burro sobre un palo de los de la vid, la cual, cuando con el hocico vuelto hacia Florencia viese, seguramente y sin falta por la noche, viniese a ella, y si no encontraba la puerta abierta, claramente llamase tres veces, y ella le abriría; y cuando viese el hocico de la calavera vuelto hacia Fiésole no viniera porque Gianni estaría allí.

Y haciendo de esta manera, muchas veces juntos estuvieron; pero entre las otras veces hubo una en que, debiendo Federigo cenar con doña Tessa, habiendo ella hecho asar dos gordos capones, sucedió que Gianni, que no debía venir, muy tarde vino. De lo que la señora mucho se apesadumbró, y él y ella cenaron un poco de carne salada que había hecho salcochar aparte; y la criada hizo llevar, en un mantel blanco, los dos capones guisados y muchos huevos frescos y una frasca de buen vino a un jardín suyo al cual podía entrarse sin ir por la casa y donde ella acostumbraba a cenar con Federigo alguna vez, y le dijo que al pie de un melocotonero que estaba junto a un pradecillo aquellas cosas pusiera; y tanto fue el enojo que tuvo, que no se acordó de decirle a la criada que esperase hasta que Federigo viniese y le dijera que Gianni estaba allí y que cogiera aquellas cosas del huerto. Por lo que, yéndose a la cama Gianni y ella, y del mismo modo la criada, no pasó mucho sin que Federigo llegase y llamase una vez claramente a la puerta, la cual estaba tan cerca de la alcoba, que Gianni lo sintió incontinenti, y también la mujer; pero para que Gianni nada pudiera sospechar de ella, hizo como que dormía.

Y, esperando un poco, Federigo llamó la segunda vez; de lo que maravillándose Gianni, pellizcó un poco a la mujer y le dijo:

_Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que llaman a nuestra puerta.

La mujer, que mucho mejor que él lo había oído, hizo como que se despertaba, y dijo:

_¿Qué dices, eh? _Digo _dijo Gianni_ que parece que llaman a nuestra puerta.

_¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No sabes lo que es? Es el espantajo, de quien he tenido estas noches el mayor miedo que nunca se tuvo, tal que, cuando lo he sentido, me he tapado la cabeza y no me he atrevido a destapármela hasta que ha sido día claro.

Dijo entonces Gianni:

_Anda, mujer, no tengas miedo si es él, porque he dicho antes el Te lucis y la Intermerata y muchas otras buenas oraciones cuando íbamos a acostarnos y también he persignado la cama de esquina a esquina con el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y no hay que tener miedo: que no puede, por mucho poder que tenga, hacernos daño.

La mujer, para que Federigo por acaso no sospechase otra cosa y se enojase con ella, deliberó que tenía que levantarse y hacerle oír que Gianni estaba dentro, y dijo al marido:

_Muy bien, tú di tus palabras; yo por mi parte no me tendré por salvada ni segura si no lo conjuramos, ya que estás tú aquí.

Dijo Gianni:

_¿Pues cómo se le conjura? Dijo la mujer:

_Yo bien lo sé, que antier, cuando fui a Fiésole a ganar las indulgencias, una de aquellas ermitañas que es, Gianni mío, la cosa más santa que Dios te diga por mí, viéndome tan medrosa me enseñó una santa y buena oración, y dijo que la había probado muchas veces antes de ser ermitaña y siempre le había servido. Pero Dios sabe que sola nunca me habría atrevido a ir a probarla; Pero ahora que estás tú, quiero que vayamos a conjurarlo.

Gianni dijo que muy bien le parecía; y levantándose, se fueron los dos calladamente a la puerta, fuera de la cual todavía Federigo, ya sospechando, estaba; y llegados allí, dijo la mujer a Gianni:

_Ahora escupe cuando yo te lo diga.

Dijo Gianni:

_Bien.

Y la mujer comenzó la oración, y dijo:

_Espantajo, espantajo, que por la noche vas, con la cola tiesa viniste, con la cola tiesa te irás; vete al huerto junto al melocotonero, allí hay grasa tiznada y cien cagajones de mi gallina; cata el frasco y vete deprisa, y no hagas daño ni a mí ni a mi Gianni.

Y dicho así, dijo al marido:

_¡Escupe, Gianni! Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera estaba y esto oído, ya desvanecidos los celos, con toda su melancolía tenía tantas ganas de reír que estallaba, y en voz baja, cuando Gianni escupía, decía:

_Los dientes.

La mujer, luego de que en esta guisa hubo conjurado tres veces al espantajo, a la cama volvió con su marido. Federigo, que con ella esperaba cenar, no habiendo cenado y habiendo bien las palabras de la oración entendido, se fue al huerto y junto al melocotonero encontrando los dos capones y el vino y los huevos, se los llevó a casa y cenó con gran gusto; y luego las otras veces que se encontró con la mujer mucho con ella rió de este conjuro.

Es cierto que dicen algunos que sí había vuelto la mujer la calavera del burro hacia Fiésole, pero que un labrador que pasaba por la viña le había dado con un bastón y le había hecho dar vueltas, y se había quedado mirando a Florencia, y por ello Federigo, creyendo que le llamaban, había venido, y que la mujer había dicho la oración de esta guisa: «Espantajo, espantajo, vete con Dios, que la calavera del burro no la volví yo, que otro fue, que Dios le dé castigo y yo estoy aquí con el Gianni mío»; por lo que, yéndose, sin albergue y sin cena se había quedado. Pero una vecina mía, que es una mujer muy vieja, me dice que una y otra fueron verdad, según lo que ella de niña había oído, pero que la última no a Gianni Lotteringhi había sucedido sino a uno que se llamó Gianni de Nello, que estaba en Porta San Pietro no menos completo bobalicón que lo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello, caras señoras mías, a vuestra elección dejo tomar la que más os plazca de las dos, o si queréis las dos: tienen muchísima virtud para tales cosas, como por experiencia habéis oído; aprendedlas y ojalá os sirvan.

NOVELA SEGUNDA Peronella mete a su amante en una tinaja al volver su marido a casa; la cual habiéndola vendido el marido, ella le dice que la ha vendido ella a uno que está dentro mirando a ver si le parece bien entera; el cual, saliendo fuera, hace que el marido la raspe y luego se la lleve a su casa. Con grandísima risa fue la historia de Emilia escuchada y la oración como buena y santa elogiada por todos, siendo llegado el fin de la cual mandó el rey a Filostrato que siguiera, el cual comenzó:

Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.

No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, éste a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario, que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse:

_Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.

Peronella, oyendo al marido, que conoció en la manera de llamar, dijo:

_¡Ay! Giannelo mío, muerta soy, que aquí está mi marido que Dios confunda, que ha vuelto, y no sé qué quiere decir esto, que nunca ha vuelto a esta hora; tal vez te vio cuando entraste. Pero por amor de Dios, sea como sea, métete en esa tinaja que ves ahí y yo iré a abrirle, y veamos qué quiere decir este volver esta mañana tan pronto a casa.

Giannello prestamente entró en la tinaja, y Peronella, yendo a la puerta, le abrió al marido y con mal gesto le dijo:

_¿Pues qué novedad es ésta que tan pronto vuelvas a casa esta mañana? A lo que me parece, hoy no quieres dar golpe, que te veo volver con las herramientas en la mano; y si eso haces, ¿de qué viviremos? ¿De dónde sacaremos pan? ¿Crees que voy a sufrir que me empeñes el zagalejo y las demás ropas mías, que no hago día y noche más que hilar, tanto que tengo la carne desprendida de las uñas, para poder por lo menos tener aceite con que encender nuestro candil? Marido, no hay vecina aquí que no se maraville y que no se burle de mí con tantos trabajos y cuáles que soporto; y tú te me vuelves a casa con las manos colgando cuando deberías estar en tu trabajo.

Y dicho esto, comenzó a sollozar y a decir de nuevo:

_¡Ay! ¡Triste de mí, desgraciada de mí! ¡En qué mala hora nací! En qué mal punto vine aquí, que habría podido tener un joven de posición y no quise, para venir a dar con este que no piensa en quién se ha traído a casa. Las demás se divierten con sus amantes, y no hay una que no tenga quién dos y quién tres, y disfrutan, y le enseñan al marido la luna por el sol; y yo, ¡mísera de mí!, porque soy buena y no me ocupo de tales cosas, tengo males y malaventura. No sé por qué no cojo esos amantes como hacen las otras. Entiende bien, marido mío, que si quisiera obrar mal, bien encontraría con quién, que los hay bien peripuestos que me aman y me requieren y me han mandado propuestas de mucho dinero, o si quiero ropas o joyas, y nunca me lo sufrió el corazón, porque soy hija de mi madre; ¡y tú te me vuelves a casa cuando tenías que estar trabajando! Dijo el marido:

_¡Bah, mujer!, no te molestes, por Dios; debes creer que te conozco y sé quién eres, y hasta esta mañana me he dado cuenta de ello. Es verdad que me fui a trabajar, pero se ve que no lo sabes, como yo no lo sabía; hoy es el día de San Caleone y no se trabaja, y por eso me he vuelto a esta hora a casa; pero no he dejado de buscar y encontrar el modo de que hoy tengamos pan para un mes, que he vendido a este que ves aquí conmigo la tinaja, que sabes que ya hace tiempo nos está estorbando en casa: ¡y me da cinco liriados! Dijo entonces Peronella:

_Y todo esto es ocasión de mi dolor: tú que eres un hombre y vas por ahí y debías saber las cosas del mundo has vendido una tinaja en cinco liriados que yo, pobre mujer, no habías apenas salido de casa cuando, viendo lo que estorbaba, la he vendido en siete a un buen hombre que, al volver tú, se metió dentro para ver si estaba bien sólida.

Cuando el marido oyó esto se puso más que contento, y dijo al que había venido con él para ello:

_Buen hombre, vete con Dios, que ya oyes que mi mujer la ha vendido en siete cuando tú no me dabas más que cinco.

El buen hombre dijo:

_¡Sea en buena hora! Y se fue.

Y Peronella dijo al marido:

_¡Ven aquí, ya estás aquí, y vigila con él nuestros asuntos! Giannello, que estaba con las orejas tiesas para ver si de algo tenía que temer o protegerse, oídas las explicaciones de Peronella, prestamente salió de la tinaja; y como si nada hubiera oído de la vuelta del marido, comenzó a decir:

_¿Dónde estáis, buena mujer? A quien el marido, que ya venía, dijo:

_Aquí estoy, ¿qué quieres? Dijo Giannello:

_¿Quién eres tú? Quiero hablar con la mujer con quien hice el trato de esta tinaja.

Dijo el buen hombre:

_Habla con confianza conmigo, que soy su marido.

Dijo entonces Giannello:

_La tinaja me parece bien entera, pero me parece que habéis tenido dentro heces, que está todo embadurnado con no sé qué cosa tan seca que no puedo quitarla con las uñas, y no me la llevo si antes no la veo limpia.

Dijo Peronella entonces:

_No, por eso no quedará el trato; mi marido la limpiará.

Y el marido dijo:

_Sí, por cierto.

Y dejando las herramientas y quedándose en camino, se hizo encender una luz y dar una raedera, y entró dentro incontinenti y comenzó a raspar.

Y Peronella, como si quisiera ver lo que hacía, puesta la cabeza en la boca de la tinaja, que no era muy alta, y además de esto uno de los brazos con todo el hombro, comenzó a decir a su marido:

_Raspa aquí, y aquí y también allí… Mira que aquí ha quedado una pizquita.

Y mientras así estaba y al marido enseñaba y corregía, Giannello, que completamente no había aquella mañana su deseo todavía satisfecho cuando vino el marido, viendo que como quería no podía, se ingenió en satisfacerlo como pudiese; y arrimándose a ella que tenía toda tapada la boca de la tinaja, de aquella manera en que en los anchos campos los desenfrenados caballos encendidos por el amor asaltan a las yeguas de Partia, a efecto llevó el juvenil deseo; el cual casi en un mismo punto se completó y se terminó de raspar la tinaja, y él se apartó y Peronella quitó la cabeza de la tinaja, y el marido salió fuera.

Por lo que Peronella dijo a Giannello:

_Coge esta luz, buen hombre, y mira si está tan limpia como quieres Giannello, mirando dentro, dijo que estaba bien y que estaba contento y dándole siete liriados se la hizo llevar a su casa.

NOVELA TERCERA Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, lo encuentra el marido con ella en la alcoba y le hacen creer que estaba conjurando las lombrices del ahijado. No pudo Filostrato hablar tan oscuro de las yeguas partias que las sagaces señoras no le entendiesen y no se riesen algo, aunque fingiendo reírse de otra cosa. Pero luego de que el rey conoció que su historia había terminado, ordenó a Elisa que ella hablara; la cual, dispuesta a obedecer, comenzó:

Amables señoras, el conjuro del espantajo de Emilia me ha traído a la memoria una historia de otro conjuro que, aunque no sea tan buena como fue aquélla, porque no se me ocurre ahora otra sobre nuestro asunto, la contaré.

Debéis saber que en Siena hubo en tiempos pasados un joven muy galanteador y de honrada familia que tuvo por nombre Rinaldo; y amando sumamente a una vecina suya y muy hermosa señora y mujer de un hombre rico, y esperando (si pudiera encontrar el modo de hablarle sin sospechas) conseguir de ella todo lo que deseaba, no viendo ninguno y estando la señora grávida, pensó en convertirse en su compadre; y haciendo amistad con su marido, del modo que más conveniente le pareció se lo dijo, y así se hizo.

Habiéndose, pues, Rinaldo convertido en compadre de doña Agnesa y teniendo alguna ocasión más pintada para poder hablarle, le hizo conocer con palabras aquella parte de su intención que ella mucho antes había conocido en las expresiones de sus ojos; pero poco le valió, sin embargo, aunque no desagradara a la señora haberlo oído. Sucedió no mucho después que, fuera cual fuese la razón, Rinaldo se hizo fraile y, encontrara como encontrase aquel pasto, perseveró en ello; y sucedió que un poco, en el tiempo en que se hizo fraile, había dejado de lado el amor que tenía a su comadre y algunas otras vanidades, pero con el paso del tiempo, sin dejar los hábitos las recuperó y comenzó a deleitarse en aparentar y en vestir con buenos paños y en ser en todas sus cosas galante y adornado, y en hacer canciones y sonetos y baladas, y a cantar, y en una gran cantidad de otras cosas semejantes a éstas.

Pero ¿qué estoy yo diciendo del fray Rinaldo de que hablamos? ¿Quiénes son los que no hacen lo mismo? ¡Ay, vituperio del perdido mundo! No se avergüenzan de aparecer gordos, de aparecer con el rostro encarnado, de aparecer refinados en los vestidos y en todas sus cosas, y no como palomas sino como gallos hinchados con la cresta levantada encopetados proceden; y lo que es peor, dejemos el que tengan sus celdas llenas de tarros colmados de electuario y de ungüentos, de cajas de varios dulces llenas, de ampollas y de redomitas con aguas destiladas y con aceites, de frascos con malvasía y con vino griego y con otros desbordantes, hasta el punto de que no celdas de frailes sino tiendas de especieros o de drogueros parecen mayormente a los que las ven; no se avergüenzan ellos de que los demás sepan que son golosos, y se creen que los demás no saben y conocen que los muchos ayunos, las comidas ordinarias y escasas y el vivir sobriamente haga a los hombres magros y delgados y la mayoría de las veces sanos; y si a pesar de todo los hacen enfermos, al menos no enferman de gota, para la que se suele dar como medicamento la castidad y todas las demás cosas apropiadas a la vida de un modesto fraile.

Y se creen que los demás no conocen que además de la vida austera, las vigilias largas, el orar y el disciplinarse deben hacer a los hombres pálidos y afligidos, y que ni Santo Domingo ni San Francisco, sin tener cuatro capas cada uno, no de lanilla teñida ni de otros paños señoriles, sino hechos con lana gruesa y de natural color, para protegerse del frío y no para aparentar se vestían. ¡Que Dios los ayude como necesitan las almas de los simples que los alimentan! Así pues, vuelto fray Rinaldo a sus primeros apetitos, comenzó a visitar con mucha frecuencia a su comadre; y habiendo crecido su arrogancia, con más instancias que antes lo hacía comenzó a solicitarle lo que deseaba de ella.

La buena señora, viéndose solicitar mucho y pareciéndole tal vez fray Rinaldo más guapo de lo que solía, siendo un día muy importunada por él, recurrió a lo mismo que todas aquellas que tienen deseos de conceder lo que se les pide, y dijo:

_¿Cómo, fray Rinaldo, y es que los frailes hacen esas cosas? A quien el fraile contestó:

_Señora, cuando yo me quite este hábito, que me lo quito muy fácilmente, os pareceré un hombre hecho como los otros, y no un fraile.

La señora se rió y dijo:

_¡Ay, triste de mí! Sois compadre mío, ¿cómo podría ser esto? Estaría demasiado mal, y he oído muchas veces que es un pecado demasiado grande; y en verdad que si no lo fuese haría lo que quisierais.

A quien fray Rinaldo dijo:

_Sois tonta si lo dejáis por eso. No digo que no sea pecado, pero otros mayores perdona Dios a quienes se arrepienten. Pero decidme: ¿quién es más pariente de vuestro hijo, yo que lo sostuve en el bautismo o vuestro marido que lo engendró? La señora repuso:

_Más pariente suyo es mi marido.

_Decís verdad _dijo el fraile_. ¿Y vuestro marido no se acuesta con vos? _Claro que sí _repuso la señora.

_Pues _dijo el fraile_ y yo, que soy menos pariente de vuestro hijo que vuestro marido, tanto debo poder acostarme con vos como vuestro marido.

La señora, que no sabia lógica y de pequeño empujón necesitaba, o creyó o hizo como que creía que el fraile decía verdad; y respondió:

_¿Quién sabría contestar a vuestras palabras? Y luego, no obstante el compadrazgo, se dejó llevar a hacer su gusto; y no comenzaron una sola vez sino que con la tapadera del compadrazgo teniendo más facilidad porque la sospecha era menor, muchas y muchas veces estuvieron juntos. Pero entre las demás sucedió una que, habiendo fray Rinaldo venido a casa de la señora y viendo que allí no había nadie sino una criadita de la señora, asaz hermosa y agradable, mandando a su compañero con ella al aposento de las palomas a enseñarle el padrenuestro, él con la señora, que de la mano llevaba a su hijito, se metieron en la alcoba y, cerrando por dentro, sobre un diván que en ella había comenzaron a juguetear; y estando de esta guisa sucedió que volvió el compadre, y sin que nadie lo sintiese se fue a la puerta de la alcoba, y dio golpes y llamó a la mujer.

Doña Agnesa, oyendo esto, dijo:

_Muerta soy, que aquí está mi marido, ahora se dará cuenta de cuál es la razón de nuestro trato.

Estaba fray Rinaldo desnudo, esto es sin hábito y sin escapulario, en camiseta; el cual esto oyendo, dijo tristemente:

_Decís verdad; si yo estuviese vestido alguna manera encontraría; pero si le abrís y me encuentra así no podrá encontrarse ninguna excusa.

La señora, por una inspiración súbita ayudada, dijo:

_Pues vestíos; y cuando estéis vestido coged en brazos a vuestro ahijado y escuchad bien lo que voy a decirle, para que vuestras palabras estén de acuerdo con las mías; y dejadme hacer a mí.

El buen hombre no había dejado de llamar cuando la mujer repuso:

_Ya voy. _Y levantándose, con buen gesto se fue a la puerta de la alcoba y, abriéndola, dijo_: Marido mío, te digo que fray Rinaldo nuestro compadre ha venido y que Dios lo mandó porque seguro que si no hubiese venido habríamos perdido hoy a nuestro niño.

Cuando el estúpido santurrón oyó esto, todo se pasmó, y dijo:

_¿Cómo? _Oh, marido mío _dijo la mujer_, le vino antes de improviso un desmayo que me creí que estaba muerto, y no sabía qué hacerme ni qué decirme, si no llega a aparecer entonces fray Rinaldo nuestro compadre y, cogiéndolo en brazos, dijo: «Comadre, esto son lombrices que tiene en el cuerpo que se le están acercando al corazón y lo matarían con seguridad; pero no temáis, que yo las conjuraré y las haré morir a todas y antes de que yo me vaya de aquí veréis al niño tan sano como nunca lo habéis visto». Y porque te necesitábamos para decir ciertas oraciones y la criada no pudo encontrarte se las mandó decir a su compañero en el lugar más alto de la casa, y él y yo nos entramos aquí dentro; y porque nadie más que la madre del niño puede estar presente a tal servicio, para que otros no nos molestasen aquí nos encerramos; y ahora lo tiene él en brazos, y creo que no espera sino a que su compañero haya terminado de decir las oraciones, y estará terminando, porque el niño ya ha vuelto en sí del todo.

El santurrón, creyendo estas cosas, tanto el cariño por su hijo lo conmovió que no se le vino a la cabeza el engaño urdido por la mujer, sino que dando un gran suspiro dijo:

_Quiero ir a verle.

Dijo la mujer:

_No vayas, que estropearías lo que se ha hecho; espérate, quiero ve si puedes entrar y te llamaré.

Fray Rinaldo, que todo había oído y se había vestido a toda prisa y había cogido al niño en brazos, cuando hubo dispuesto las cosas a su modo llamó:

_Comadre, ¿no es el compadre a quien oigo ahí? Repuso el santurrón:

_Señor, sí.

_Pues _dijo fray Rinaldo_, venid aquí.

El santurrón allá fue y fray Rinaldo le dijo:

_Tomad a vuestro hijo, salvado por la gracia de Dios, cuando he creído poco ha, que no lo veríais vivo al anochecer; y bien haríais en hacer poner una figura de cera de su tamaño a la gloria de Dios delante de la estatua del señor San Ambrosio, por los méritos del cual Dios os ha hecho esta gracia.

El niño, al ver a su padre, corrió hacia él y le hizo fiestas como hacen los niños pequeños; el cual, cogiéndolo en brazos, llorando no de otra manera que si lo sacase de la fosa, comenzó a besarlo y a darle gracias a su compadre que se lo había curado.

El compañero de fray Rinaldo, que no un padrenuestro sino más de cuatro había enseñado a la criadita, y le había dado una bolsa de hilo blanco que le había dado a él una monja, y la había hecho devota suya, habiendo oído al santurrón llamar a la alcoba de la mujer, calladamente había venido a un sitio desde donde pudiera ver y oír lo que allí pasaba.

Y viendo la cosa en buenos términos, se vino abajo, y entrando en la alcoba dijo:

_Fray Rinaldo, las cuatro oraciones que me mandasteis las he dicho todas.

A quien fray Rinaldo dijo:

_Hermano mío, tienes buena madera y has hecho bien. En cuanto a mí, cuando mi compadre llegó no había dicho sino dos, pero Nuestro Señor por tu trabajo y el mío nos ha concedido la gracia de que el niño sea curado.

El santurrón hizo traer buen vino y dulces, e hizo honor a su compadre y a su compañero con lo que ellos tenían necesidad más que de otra cosa; luego, saliendo de casa junto con ellos, los encomendó a Dios, y sin ninguna dilación haciendo hacer la imagen de cera, la mandó colgar con las otras delante de la figura de San Ambrosio, pero no de la de aquel de Milán.

NOVELA CUARTA Tofano le cierra una noche la puerta de su casa a su mujer, la cual, no pudiendo hacérsela abrir con súplicas, finge tirarse a un pozo y arroja a él una gran piedra; Tofano sale de la casa y corre allí, y ella entra en casa y le cierra a él la puerta y con gritos lo injuria. El rey, al sentir que terminaba la novela de Elisa, sin esperar más, volviéndose hacia Laureta, le mostró que le placía que ella narrase; por lo que ella, sin tardar, así comenzó a decir:

¡Oh, Amor, cuántas y cuáles son tus fuerzas, cuántos los consejos y cuántas las invenciones! ¿Qué filósofo, qué artista habría alguna vez podido o podría mostrar esas sagacidades, esas invenciones, esas argumentaciones que inspiras tú súbitamente a quien sigue tus huellas? Por cierto que la doctrina de cualquiera otro es tarda con relación a la tuya, como muy bien comprender se puede en las cosas antes mostradas; a las cuales, amorosas señoras, yo añadiré una, puesta en práctica por una mujercita tan simple que no sé quién sino Amor hubiera podido mostrársela.

Hubo hace tiempo en Arezzo un hombre rico, el cual fue llamado Tofano. A éste le fue dada por mujer una hermosísima mujer cuyo nombre fue doña Ghita, de la cual él, sin saber por qué, pronto se sintió celoso, de lo que apercibiéndose la mujer sintió enojo; y habiéndole preguntado muchas veces sobre la causa de sus celos y no habiéndole sabido señalar él sino las generales y malas, le vino al ánimo a la mujer hacerlo morir del mal que sin razón temía. Y habiéndose apercibido de que un joven, según su juicio muy de bien, la cortejaba, discretamente comenzó a entenderse con él; y estando ya las cosas tan avanzadas entre él y ella que no faltaba sino poner en efecto las palabras con obras, pensó la señora encontrar semejantemente un modo para ello.

Y habiendo ya conocido entre las malas costumbres de su marido que se deleitaba bebiendo, no solamente comenzó a alabárselo sino arteramente a invitarle a ello muy frecuentemente. Y tanto tomó aquello por costumbre que casi todas las veces que le venía en gana lo llevaba a embriagarse bebiendo; y cuando lo veía bien ebrio, llevándolo a dormir, por primera vez se reunió con su amante y luego seguramente muchas veces continuó encontrándose con él, y tanto se confió en las embriagueces de éste, que no solamente había llegado al atrevimiento de traer a su amante a casa sino que ella a veces se iba con él a estarse gran parte de la noche en la suya, la cual no estaba lejos de allí.

Y de esta manera continuando la enamorada mujer, sucedió que el desgraciado marido vino a darse cuenta de que ella, al animarle a beber, sin embargo, no bebía nunca; por lo que le entraron sospechas de que fuese a ser lo que era, esto es, de que la mujer le embriagase para poder hacer su gusto mientras él estaba dormido. Y queriendo de ello, si fuese así, tener pruebas, sin haber bebido en todo el día, mostrándose una tarde el hombre más ebrio que pudiera haber en el hablar y en las maneras, creyéndolo la mujer y no juzgando que necesitase beber más, para dormir bien prestamente lo preparó. Y hecho esto, según acostumbraba a hacer algunas veces, saliendo de casa, a la casa de su amante se fue y allí hasta medianoche se quedó.

Tofano, al no sentir a la mujer, se levantó y yéndose a la puerta la cerró por dentro y se puso a la ventana, para ver a la mujer cuando volviese y hacerle manifiesto que se había percatado de sus costumbres; y tanto estuvo que la mujer volvió, la cual, volviendo a casa y encontrándose la puerta cerrada, se dolió sobremanera y comenzó a tratar de ver si por la fuerza podía abrir la puerta.

Lo que, luego de que Tofano lo hubo sufrido un tanto, dijo:

_Mujer, te cansas en vano porque dentro no podrás volver. Vuélvete allí adonde has estado hasta ahora; y ten por cierto que no volverás nunca aquí hasta que de esto, en presencia de tus parientes y de los vecinos, te haya hecho el honor que te conviene.

La mujer empezó a suplicar por el amor de Dios que hiciese el favor de abrirle porque no venía de donde él pensaba sino de velar con una vecina suya porque las noches eran largas y ella no podía dormirlas enteras ni velar sola en casa. Los ruegos no servían de nada porque aquel animal estaba dispuesto a que todos los aretinos supieran su vergüenza cuando ninguno la sabía.

La mujer, viendo que el suplicar no le valía, recurrió a las amenazas y dijo:

_Si no me abres te haré el hombre más desgraciado que existe.

A quien Tofano repuso:

_¿Y qué puedes hacerme? La mujer, a quien Amor había ya aguzado con sus consejos el entendimiento, repuso:

_Antes de sufrir la vergüenza que quieres hacerme pasar sin razón, me arrojaré a este pozo que está cerca, en el cual luego cuando me encuentren muerta, nadie creerá sino que tú, en tu embriaguez me has arrojado allí, y así, o tendrás que huir y perder lo que tienes y ser puesto en pregones, o te cortarán la cabeza como al asesino mío que realmente habrás sido.

Nada se movió Tofano de su necia opinión con estas palabras; por la cual cosa, la mujer dijo:

_Pues ya no puedo sufrir este fastidio tuyo, ¡Dios te perdone! Pon en su sitio esta rueca mía, que la dejo aquí.

Y dicho esto, siendo la noche tan oscura que apenas habrían podido verse uno al otro por la calle, se fue la mujer hacia el pozo; y, cogiendo una grandísima piedra que había al pie del pozo, gritando «¡Dios, perdóname!», la dejó caer dentro del pozo.

La piedra, al llegar al agua, hizo un grandísimo ruido, el que al oír Tofano creyó firmemente que se había arrojado dentro; por lo que, cogiendo el cubo con la soga, súbitamente se lanzó fuera de casa para ayudarla y corrió al pozo.

La mujer, que junto a la puerta de su casa se había escondido, al verlo correr al pozo se refugió en casa y se cerró dentro y se fue a la ventana y comenzó a decir:

_Hay que echarle agua cuando uno lo bebe, no luego por la noche.

Tofano, al oírla, se vio burlado y volvió a la puerta; y no pudiendo entrar, le comenzó a decir que le abriese.

Ella, dejando de hablar bajo como hasta entonces había hecho, gritando comenzó a decir:

_Por los clavos de Cristo, borracho fastidioso, no entrarás aquí esta noche; no puedo sufrir más estas maneras tuyas: tengo que hacerle ver a todo el mundo quién eres y a qué hora vuelves a casa por la noche.

Tofano, por su parte, irritado, le comenzó a decir injurias y a gritar; de lo que sintiendo el ruido los vecinos se levantaron, hombres y mujeres, y se asomaron a las ventanas y preguntaron qué era aquello.

La mujer comenzó a decir llorando:

_Es este mal hombre que me vuelve borracho por la noche a casa o se duerme por las tabernas y luego vuelve a estas horas; habiéndolo aguantado mucho y no sirviendo de nada, no pudiendo aguantar más, he querido hacerle pasar esta vergüenza de cerrarle la puerta de casa para ver si se enmienda.

El animal de Tofano, por su parte, decía cómo había sido la cosa y la amenazaba.

La mujer a sus vecinos les decía:

_¡Ved qué hombre! ¿Qué pensaríais si yo estuviera en la calle como está él y él estuviese en casa como estoy yo? Por Dios que dudo que no creyeseis que dice la verdad: bien podéis ver el seso que tiene. Dice que he hecho lo que yo creo que ha hecho él. Creyó que me asustaría arrojando no sé qué al pozo, pero quisiera Dios que se hubiese tirado él de verdad y ahogado, que el vino que ha bebido de más se habría aguado muy bien.

Los vecinos, hombres y mujeres, comenzaron todos a reprender a Tofano y a echarle la culpa a él y a insultarle por lo que decía contra su mujer; y en breve tanto anduvo el rumor de vecino en vecino que llegó hasta los parientes de la mujer. Los cuales llegados allí, y oyendo la cosa a un vecino y a otro, cogieron a Tofano y le dieron tantos palos que lo dejaron molido; luego, entrando en la casa, tomaron las cosas de la mujer y con ella se volvieron a su casa, amenazando a Tofano con cosas peores. Tofano, viéndose malparado y que sus celos le habían llevado por mal camino, como quien bien quería a su mujer, recurrió a algunos amigos de intermediarios; y tanto anduvo, que en paz volvió a llevarse la mujer a su casa, a la que prometió no ser celoso nunca más; y además de ello, le dio licencia para que hiciese cuanto gustase, pero tan prudentemente que él no se apercibiera. Y así, a modo del tonto villano quedó cornudo y apaleado. Y viva el amor (y muera la avaricia) y viva la compañía.

NOVELA QUINTA Un celoso disfrazado de cura confiesa a su mujer, al cual ésta da a entender que ama a un cura que viene a estar con ella todas las noches, con lo que, mientras el celoso ocultamente hace guardia a la puerta, la mujer hace entrar a un amante suyo por el tejado y está con él. A su argumento puso fin Laureta; y habiendo ya cada uno alabado a la mujer porque había obrado bien y como a aquel desdichado convenía, el rey, para no perder tiempo, volviéndose hacia Fiameta, placenteramente le encargó novelar; por la cual cosa, ella comenzó así:

Nobilísimas señoras, la precedente historia me lleva a razonar, semejantemente, sobre un celoso, estimando que lo que sus mujeres les hacen, y máximamente cuando tienen celos sin motivo está bien hecho. Y si todas las cosas hubiesen considerado los hacedores de las leyes, juzgo que en esto deberían a las mujeres no haber adjudicado otro castigo sino el que adjudicaron a quien ofende a alguien defendiéndose: porque los celosos son hostigadores de la vida de las mujeres jóvenes y diligentísimos procuradores de su muerte. Están ellas toda la semana encerradas y atendiendo a las necesidades familiares y domésticas. Deseando, como todos hacen, tener luego los días de fiesta alguna distracción, algún reposo, y poder disfrutar algún entretenimiento como lo toman los labradores del campo, los artesanos de la ciudad y los regidores de los tribunales, como hizo Dios cuando el día séptimo descansó de todos sus trabajos, y como lo quieren las leyes santas y las civiles, las cuales al honor de Dios y al bien común de todos mirando, han distinguido los días de trabajo de los de reposo. A la cual cosa en nada consienten los celosos, y aquellos días que para todas las otras son alegres, a ellas, teniéndolas más encerradas y más recluidas, hacen sentir más míseras y dolientes; lo cual, cuánto y qué consunción sea para las pobrecillas sólo quienes lo han probado lo saben. Por lo que, concluyendo, lo que una mujer hace a un marido celoso sin motivo, por cierto no debería condenarse sino alabarse.

Hubo, pues, en Rímini, un mercader muy rico en posesiones y en dinero el cual, teniendo una hermosísima mujer por esposa, llegó a estar sobremanera celoso de ella; y no tenía otra razón para ello sino que, como mucho la amaba y la tenía por muy hermosa y sabía que ella con todo su afán se ingeniaba en agradarle, juzgaba que todos la amaban y que a todos les parecía hermosa y también que ella se ingeniaba tanto en agradar a otros como a él (argumento que era de hombre desdichado y de poco sentimiento). Y así con estos celos tanta vigilancia tenía de ella y tan sujeta la tenía como tal vez están los que a la pena capital están condenados, que no están vigilados con tanta severidad por los carceleros. La mujer, no ya a bodas o a fiestas o a la iglesia no podía ir sino que no osaba ponerse a la ventana ni mirar fuera de casa por ningún motivo; por la cual cosa su vida era desdichadísima, y aguantaba tanto más impacientemente este fastidio cuanto menos culpable se sentía.

Por lo que, viéndose maltratar sin razón por su marido, decidió para consuelo propio encontrar el modo, si alguno pudiera encontrar, de que con justicia le viese hecho. Y porque no podía asomarse a la ventana y así no tenía modo de poder mostrarse contenta del amor de alguno que se lo hubiese manifestado pasando por su barrio, sabiendo que en la casa de al lado de la suya había un joven apuesto y amable, pensó que, si algún agujero hubiese en el muro que dividía su casa de aquélla, mirar por él tantas veces que llegase a ver al joven en manera de poder hablarle y de darle su amor si quería recibirlo; y, si pudiese encontrarse el modo, encontrarse con él alguna vez y de esta manera pasar su desdichada vida hasta tanto que el diablo saliese de su marido.

Y yendo de una parte a otra, cuando su marido no estaba, mirando el muro de la casa, vio por acaso en una parte asaz secreta de ella el muro abierto un tanto por una grieta; por lo que, mirando por ella, aunque muy mal pudiese discernir la otra parte, llegó a darse cuenta de que era una alcoba allí donde daba la grieta y se dijo:

«Si fuese ésta la alcoba de Filippo (es decir, del joven vecino suyo), estaría casi servida.» Y cautamente a una criada suya, que le tenía lástima, la hizo espiar, y encontró que verdaderamente el joven allí dormía solo; por lo que, acercándose con frecuencia a la grieta, y cuando sentía al joven allí, dejando caer piedrecitas y algunas ramitas secas, tanto hizo que, por ver qué era aquello, el joven se acercó allí. Al cual ella llamó suavemente y él, que su voz conoció, le respondió; y ella, teniendo tiempo, en breve le abrió sus pensamientos. De los que muy contento el joven, hizo de tal manera que de su lado el agujero se hizo mayor, aunque de manera que nadie pudiese apercibirlo; y por allí muchas veces se hablaban y se tocaban la mano, pero más adelante no se podía ir por la rígida guardia del celoso.

Ahora, acercándose la fiesta de Navidad, la mujer dijo al marido que, si le placía, quería ir la mañana de Pascua a la iglesia y confesarse y comulgar como hacen los otros cristianos; a lo que el celoso dijo:

_¿Y qué pecado has hecho que quieres confesarte? Dijo la mujer:

_¿Cómo? ¿Crees que soy santa porque me tienes encerrada? Bien sabes que cometo pecados como las otras personas que así viven; pero no quiero decírtelos a ti, que no eres cura.

El celoso sintió sospechas con estas palabras y decidió saber qué pecados había cometido aquélla y pensó el modo en que podría hacerlo; y respondió que le parecía bien, pero que no quería que fuese a otra iglesia sino a su capilla, y que allí fuese por la mañana temprano y se confesase con su capellán o con el cura que el capellán le dijese y no con otro, y se volviera enseguida a casa.

A la mujer le pareció que medio había entendido; pero sin decir nada respondió que así lo haría.

Venida la mañana de Pascua, la mujer se levantó al amanecer y se arreglo y se fue a la iglesia que el marido le había mandado. El celoso, por otra parte, se levantó y se fue a aquella misma iglesia y llegó allí antes que ella; y habiendo ya con el cura de allí adentro arreglado lo que quería hacer, poniéndose rápidamente una de las sotanas del cura con un capuchón grande como el que vemos que llevan los curas, habiéndoselo echado un poco hacia adelante, se sentó en el coro. La mujer, al llegar a la iglesia, hizo preguntar por el cura. El cura vino, y oyendo a la mujer que quería confesarse, dijo que no podía oírla, pero que le mandaría a un compañero suyo; y yéndose, mandó al celoso a su desgracia. El cual, viniendo muy gravemente, aunque no fuese muy de día y él se hubiese puesto el capuchón sobre los ojos, no pudo ocultarse tan bien que no fuese reconocido prestamente por la mujer; la cual, al ver aquello, se dijo a sí misma:

«Alabado sea Dios, que éste de celoso se ha hecho cura; pero dejadlo, que le daré lo que está buscando.» Fingiendo, pues, no conocerlo, se sentó a sus pies. Micer celoso se había metido algunas piedrecitas en la boca para que le dificultasen algo el habla, de manera que la mujer no le reconociese, pareciéndole que en todas las demás cosas estaba del todo tan transformado que no creía ser reconocido de ningún modo. Pero viniendo a la confesión, entre las demás cosas que la señora le dijo, habiéndole dicho primero que estaba casada, fue que estaba enamorada de un cura el cual todas las noches iba a acostarse con ella.

Cuando el celoso oyó esto le pareció que le habían dado una cuchillada en el corazón; y si no fuera que le azuzó el deseo de saber más de aquello, habría abandonado la confesión e ídose; pero quedándose quieto preguntó a la mujer:

_¿Y cómo? ¿No se acuesta con vos vuestro marido? La mujer contestó:

_Señor, sí.

_Pues _dijo el celoso_ ¿cómo puede también acostarse el cura? _Señor _dijo la mujer_, el arte con que lo hace el cura no lo sé; pero no hay en casa una puerta tan cerrada que, al tocarla él, no se abra; y me dice él que, cuando ha llegado a la de mi alcoba, antes de que la abra, dice ciertas palabras por las que mi marido se duerme incontinenti, y al sentirlo dormido, abre la puerta y se viene dentro y está conmigo; y esto nunca falla.

Dijo entonces el celoso:

_Señora, esto está mal hecho y tenéis que absteneros por completo de ello.

La mujer le dijo:

_Señor, esto no creo poder hacerlo nunca porque lo amo demasiado.

_Pues yo no podré absolveros.

Le dijo la mujer:

_Lo siento mucho: no he venido aquí para decir mentiras; si creyese que podría hacerlo os lo diría.

Dijo entonces el celoso:

_En verdad, señora, me dais lástima, que os veo perder el alma con estas cosas; pero en vuestro servicio quiero pasar trabajos diciendo mis oraciones especiales a Dios en vuestro nombre, las cuales tal vez os ayuden; y os mandaré alguna vez un monaguillo mío a quien diréis si os han ayudado o no; y si os ayudan, continuaremos.

La mujer le dijo:

_Señor, no hagáis tal de mandarme nadie a casa que, si mi marido lo supiese, es tan celoso que nadie en el mundo le quitaría de la cabeza que venía sino para algo malo, y nunca más tendré paz con él.

El celoso le dijo:

_Señora, no temáis por esto, que lo haré de tal manera que nunca os dirá una palabra.

Dijo entonces la señora:

_Si eso os dice el corazón, estoy de acuerdo.

Y dicha la confesión y recibida la penitencia y poniéndose en pie, se fue a oír misa.

El celoso con su desgracia, resoplando, se fue a quitarse las ropas de cura y se volvió a casa, deseoso de encontrar el modo de poder encontrar juntos al cura y a la mujer para jugarles una mala pasada al uno y al otro. La mujer volvió de la iglesia y bien vio en la cara de su marido que le había dado las malas pascuas; pero él se ingeniaba cuanto podía por ocultar lo que había hecho y lo que le parecía saber.

Y habiendo deliberado consigo mismo pasar la noche siguiente junto a la puerta de la calle y esperar por si venía el cura, dijo a la mujer:

_Esta noche tengo que ir a cenar y a dormir fuera, y por ello cerraré bien la puerta de la calle y la de mitad de la escalera y la de la alcoba, y cuando quieras acuéstate.

La mujer repuso:

_En buena hora.

Y cuando tuvo tiempo se fue a la abertura e hizo el signo usado, el cual, al sentirlo Filippo de inmediato vino allí; la mujer le dijo lo que había hecho por la mañana y lo que el marido le había dicho después de comer, y luego dijo:

_Estoy segura de que no saldrá de casa sino que se pondrá de guardia a la puerta, y por ello encuentra el modo de venir esta noche aquí por el tejado, de manera que estemos juntos. El joven, muy contento de esto, dijo: _Señora, dejadme hacer.

Venida la noche, el celoso con sus armas se ocultó silenciosamente en una alcoba del piso bajo. Y la mujer, habiendo hecho cerrar todas las puertas y máximamente la de mitad de la escalera para que el celoso no pudiera subir, cuando le pareció oportuno el joven por un camino muy cauto por su lado se vino, y se fueron a la cama, dándose el uno al otro satisfacción y buenos ratos; y venido el día, el joven se volvió a su casa.

El celoso, doliente y sin cenar, muriéndose de frío, casi toda la noche estuvo con sus armas junto a la puerta esperando que llegase el cura; y acercándose el día, no pudiendo velar más, en la alcoba del piso bajo se durmió. Luego, cerca de tercia levantándose, estando ya abierta la puerta de la casa, fingiendo venir de fuera, subió a su casa y almorzó. Y poco después, mandando un muchachito a guisa del monaguillo del cura que la había confesado, le preguntó si quien ella sabía había vuelto allí. La mujer, que muy bien conoció al mensajero, repuso que no había venido aquella noche y que, si así hacia, podría írsele de la cabeza por más que ella no querría que de la cabeza se le fuese.

¿Qué debo deciros ahora? El celoso estuvo muchas noches queriendo coger el cura a la entrada, y la mujer continuamente con su amante pasándoselo bien. Al final el celoso, que más no podía aguantar, con airado rostro preguntó a la mujer qué le había dicho al cura la mañana que se había confesado. La mujer repuso que no quería decírselo porque no era cosa honesta ni conveniente.

El celoso le dijo:

_Mala mujer, a pesar tuyo sé lo que le dijiste, y tengo que saber quién es el cura de quién estás tan enamorada y que contigo se acuesta todas las noches por sus ensalmos, o te cortaré las venas.

La mujer dijo que no era verdad que estuviera enamorada de un cura.

_¿Cómo? _dijo el celoso_. ¿No le dijiste esto y esto al cura que te confesó? La mujer dijo:

_No que te lo hubiera contado sino que hubieras estado presente parece; pero sí que se lo dije.

_Pues dime _dijo el celoso_, quién es ese cura y pronto.

La mujer se echó a reír y dijo:

_Me agrada mucho cuando a un hombre sabio lo lleva una mujer simple como se lleva a un borrego por los cuernos al matadero; aunque tú no eres sabio ni lo fuiste desde aquel momento en que dejaste entrar en el pecho al maligno espíritu de los celos sin saber por qué; y cuanto más tonto y animal eres mi gloria es menor. ¿Crees tú, marido mío, que soy ciega de los ojos de la cara como tú lo eres de los de la mente? Cierto que no; y mirando supe quién fue el cura que me confesó y sé que fuiste tú; pero me propuse darte lo que andabas buscando y te lo di. Pero si hubieses sido sabio como crees, no habrías de aquella manera intentado saber los secretos de tu honrada mujer, y sin sentir vanas sospechas te habrías dado cuenta de que lo que te confesaba era la verdad sin que en ella hubiera nada de pecado. Te dije que amaba a un cura; ¿y no eras tú, a quien equivocadamente amo, cura? Te dije que ninguna puerta de mi casa podía estar cerrada cuando quería acostarse conmigo; ¿y qué puerta te ha resistido alguna vez en tu casa donde allí donde yo estuviera has querido venir? Te dije que el cura se acostaba conmigo todas las noches; ¿y cuándo ha sido que no te acostases conmigo? Y cuantas veces me mandaste a tu monaguillo, tantas sabes, cuantas no estuviste conmigo, te mandé a decir que el cura no había estado. ¿Qué otro desmemoriado sino tú, que por los celos te has dejado cegar, no habría entendido estas cosas? ¡Y te has estado en casa vigilando la puerta y crees que me has convencido de que te has ido fuera a cenar y a dormir! ¡Vuelve en ti ya y hazte hombre como solías ser y no hagas hacer burla de ti a quien conoce tus costumbres como yo, y deja esa severa guarda que haces, que te juro por Dios que si me vinieran ganas de ponerte los cuernos, si tuvieras cien ojos en vez de dos, me daría el gusto de hacer lo que quisiera de guisa, que tú no te enterarías! El desdichado celoso, a quien le parecía haberse enterado muy astutamente del secreto de la mujer, al oír esto se tuvo por burlado; y sin responder nada tuvo a la mujer por sabia y por buena, y cuando tenía que ser celoso se despojó de los celos, así como se los había vestido cuando no tenía necesidad de ellos. Por lo que la discreta mujer, casi con licencia para hacer su gusto, sin hacer venir a su amante por el tejado como los gatos sino por la puerta, discretamente obrando luego, muchas veces se dio con él buenos ratos y alegre vida.

NOVELA SEXTA Doña Isabela, estando con Leonetto, y siendo amada por un micer Lambertuccio, es visitada por éste, y vuelve su marido; a micer Lambertuccio hace salir de su casa puñal en mano, y su marido acompaña luego a Leonetto.

Maravillosamente había agradado a todos la novela de Fiameta, afirmando cada uno que la mujer había obrado óptimamente y hecho lo que convenía a aquel animal de hombre. Pero luego de que hubo terminado, el rey a Pampínea ordenó que siguiese; la cual comenzó a decir:

Son muchos quienes, hablando como simples, dicen que Amor le quita a uno el juicio y que a los que aman hace aturdidos. Necia opinión me parece; y bastante las ya dichas cosas lo han mostrado, y yo intento mostrarlo también.

En nuestra ciudad, copiosa en todos los bienes, hubo una señora joven y noble y muy hermosa, la cual fue mujer de un caballero muy valeroso y de bien. Y como muchas veces ocurre que siempre el hombre no puede usar una comida sino que a veces desea variar, no satisfaciendo a esta señora mucho su marido, se enamoró de un joven que Leonetto era llamado, muy amable y cortés, aunque no fuese de gran nacimiento, y él del mismo modo se enamoró de ella: y como sabéis que raras veces queda sin efecto lo que las dos partes quieren, en dar a su amor cumplimiento no se interpuso mucho tiempo.

Ahora, sucedió que, siendo esta mujer hermosa y amable, de ella se enamoró mucho un caballero llamado micer Lambertuccio, al cual ella, porque hombre desagradable y cargante le parecía, por nada del mundo podía disponerse a amarlo; pero solicitándola él mucho con embajadas y no valiéndole, siendo hombre poderoso, la mandó amenazar con difamarla si no hacía su gusto, por la cual cosa la señora, temiéndolo y sabiendo cómo era, se plegó a hacer su deseo.

Y habiendo la señora (que doña Isabela tenía por nombre) ido, como es costumbre nuestra en verano, a estarse en una hermosísima tierra suya en el campo, sucedió, habiendo su marido ido a caballo a algún lugar para quedarse algún día, que mandó ella a por Lionetto para que viniese a estar con ella; el cual, contentísimo, fue incontinenti. Micer Lambertuccio, oyendo que el marido de la señora se había ido fuera, solo, montando a caballo, se fue a donde ella estaba y llamó a la puerta.

La criada de la señora, al verlo, se fue incontinenti a ella, que estaba en la alcoba con Lionetto y, llamándola, le dijo:

_Señora, micer Lambertuccio está ahí abajo él solo.

La señora, al oír esto, fue la más doliente mujer del mundo; pero temiéndole mucho, rogó a Leonetto que no le fuera enojoso esconderse un rato tras la cortina de la cama hasta que micer Lambertuccio se fuese.

Leonetto, que no menor miedo de él tenía de lo que tenía la señora, allí se escondió; y ella mandó a la criada que fuese a abrir a micer Lambertuccio; la cual, abriéndole y descabalgando él de su palafrén y atado éste allí a un gancho, subió arriba.

La señora, poniendo buena cara y viniendo hasta lo alto de la escalera, lo más alegremente que pudo le recibió con palabras y le preguntó qué andaba haciendo. El caballero, abrazándola y besándola, le dijo:

_Alma mía, oí que vuestro marido no estaba, así que me he venido a estar un tanto con ella.

Y luego de estas palabras, entrando en la alcoba y cerrando por dentro, comenzó micer Lambertuccio a solazarse con ella.

Y estando así con ella, completamente fuera de los cálculos de la señora, sucedió que su marido volvió: el cual, cuando la criada lo vio junto a la casa, corrió súbitamente a la alcoba de la señora y dijo:

_Señora, aquí está el señor que vuelve: creo que está ya en el patio.

La mujer, al oír esto y al pensar que tenía dos hombres en casa (y sabía que el caballero no podía esconderse porque su palafrén estaba en el patio), se tuvo por muerta; sin embargo, arrojándose súbitamente de la cama, tomó un partido y dijo a micer Lambertuccio:

_Señor, si me queréis algo bien y queréis salvarme de la muerte, haced lo que os diga. Cogeréis en la mano vuestro puñal desnudo, y con mal gesto y todo enojado bajaréis la escalera y os iréis diciendo: «Voto a Dios que lo cogeré en otra parte»; y si mi marido quisiera reteneros u os preguntase algo, no digáis nada sino lo que os he dicho, y, montando a caballo, por ninguna razón os quedéis con él.

Micer Lambertuccio dijo que de buena gana; y sacando fuera el puñal, todo sofocado entre las fatigas pasadas y la ira sentida por la vuelta del caballero, como la señora le ordenó así hizo. El marido de la señora, ya descabalgando en el patio, maravillándose del palafrén y queriendo subir arriba, vio a micer Lambertuccio bajar y asombróse de sus palabras y de su rostro y le dijo:

_¿Qué es esto, señor? Micer Lambertuccio, poniendo el pie en el estribo y montándose encima, no dijo sino:

_Por el cuerpo de Dios, lo encontraré en otra parte.

Y se fue.

El gentilhombre, subiendo arriba, encontró a su mujer en lo alto de la escalera toda espantada y llena de miedo, a la cual dijo:

_¿Qué es esto? ¿A quién va micer Lambertuccio tan airado amenazando? La mujer, acercándose a la alcoba para que Leonetto la oyese, repuso:

_Señor, nunca he tenido un miedo igual a éste. Aquí dentro entró huyendo un joven a quien no conozco y a quien micer Lambertuccio seguía con el puñal en la mano, y encontró por acaso esta alcoba abierta, y todo tembloroso dijo: «Señora, ayudadme por Dios, que no me maten en vuestros brazos». Yo me puse de pie de un salto y al querer preguntarle quién era y qué le pasaba, hete aquí micer Lambertuccio que venía subiendo diciendo: «¿Dónde estás, traidor?». Yo me puse delante de la puerta de la alcoba y, al querer entrar él, le detuve; en eso fue cortés que, como vio que no me placía que entrase aquí dentro, después de decir muchas palabras se bajó como lo visteis.

Dijo entonces el marido.

_Mujer, hicisteis bien; muy gran deshonra hubiera sido que hubiesen matado a alguien aquí dentro, y micer Lambertuccio hizo una gran villanía en seguir a nadie que se hubiera refugiado aquí dentro.

Luego preguntó dónde estaba aquel joven.

La mujer contestó:

_Señor, yo no sé dónde se haya escondido.

El caballero dijo:

_¿Dónde estás? Sal con confianza.

Leonetto, que todo lo había oído, todo miedoso como quien miedo había pasado de verdad, salió fuera del lugar donde se había escondido.

Dijo entonces el caballero:

_¿Qué tienes tú que ver con micer Lambertuccio? El joven repuso:

_Señor, nada del mundo; y por ello creo firmemente que no esté en su juicio o que me haya tomado por otro, porque en cuanto me vio no lejos de esta casa, en la calle, echó mano al puñal y dijo: «Traidor, ¡muerto eres!». Yo no me puse a preguntarle que por qué razón sino que comencé a huir cuanto pude y me vine aquí, donde, gracias a Dios y a esta noble señora, me he salvado.

Dijo entonces el caballero:

_Pues anda, no tengas ningún miedo; te pondré en tu casa sano y salvo, y luego entérate bien de lo que tienes que ver con él.

Y en cuanto hubieron cenado, haciéndole montar a caballo, se lo llevó a Florencia y lo dejó en su casa; el cual, según las instrucciones recibidas de la señora, aquella misma noche habló con micer Lambertuccio ocultamente y con él se puso de acuerdo de tal manera que, por mucho que se hablase de aquello después, nunca por ello se enteró el caballero de la burla que le había hecho su mujer.

NOVELA SÉPTIMA Ludovico descubre a doña Beatriz el amor que le tiene, la cual manda a Egano, su marido, a un jardín vestido como ella y se acuesta con Ludovico; el cual, luego, levantándose, va y apalea a Egano en el jardín. Esta invención de doña Isabela contada por Pampínea fue por todos los de la compañía tenida por maravillosa; pero Filomena, a quien el rey había ordenado que siguiese, dijo:

Amorosas señoras, si no estoy engañada, creo que contaré una no menos buena, y prestamente.

Debéis saber que en París vivió un hombre noble florentino, el cual, por su pobreza, se había hecho mercader, y le había ido tan bien con el comercio que se había hecho en él riquísimo; y tenía de su mujer un solo hijo al que había llamado Ludovico. Y para que a la nobleza del padre y no al comercio saliese, no lo había el padre querido poner en ningún negocio sino que lo había puesto con otros hombres nobles al servicio del rey de Francia, donde muchas buenas maneras y buenas cosas había aprendido. Y estando allí, sucedió que ciertos caballeros que volvían del Sepulcro, mezclándose en una conversación de los jóvenes entre los que estaba Ludovico, y oyéndolos razonar entre sí sobre las damas hermosas de Francia y de Inglaterra y de otras partes del mundo, comenzó uno de ellos a decir que ciertamente de cuanto mundo él había recorrido y de cuantas mujeres había visto, nunca una hermosura semejante a la mujer de Egano de los Galluzzi de Bolonia, llamada doña Beatriz, había visto; en lo que todos sus compañeros que junto con él la habían visto en Bolonia, concordaron, 1a cual cosa escuchando Ludovico, que todavía no se había enamorado de ninguna, se inflamó en tanto deseo de verla que en otra cosa no podía fijar el pensamiento; y del todo dispuesto a ir hasta Bolonia a verla, y allí quedarse si a ella le placía, dio a entender a su padre que quería ir al Sepulcro, lo que consiguió con gran dificultad.

Poniéndose, pues, de nombre Aniquino, llegó a Bolonia, y como quiso la fortuna, al día siguiente vio a esta señora en una fiesta, y con mucho le pareció más hermosa de lo que pensado había; por lo que, enamorándose ardentísimamente de ella, se propuso no irse nunca de Bolonia si no conseguía su amor. Y pensando en qué camino debía seguir para ello, dejando cualquier otro decidió que, si pudiera hacerse criado del marido de ella, que tenía muchos, por acaso podría sucederle lo que deseaba.

Vendidos, pues, sus caballos, y colocados sus criados de manera que estaban bien, habiéndoles ordenado que fingiesen no conocerlo, habiendo hecho amistad con su posadero, le dijo que de buena gana entraría como servidor de algún señor de bien, si alguno pudiese encontrar; al cual dijo el posadero:

_Tú eres propiamente un sirviente que debía de ser muy apreciado por un hombre noble de esta tierra que tiene por nombre Egano, el cual tiene muchos, y todos los quiere aparentes como eres tú; yo le hablaré de ello.

Y como dijo, así lo hizo; y antes que se separase de Egano, hubo colocado con él a Aniquino, el cual le agradó lo más que podía ser. Y viviendo con Egano y teniendo oportunidades de ver con mucha frecuencia a su gobierno, tan bien y tan de grado comenzó a servir a Egano que éste le tomó tanto amor que sin él no sabía hacer ninguna cosa; y no solamente de sí sino de todas las cosas le había encomendado el gobierno.

Sucedió un día que, habiendo ido Egano de cetrería y quedándose Aniquino en casa, doña Beatriz, que de su amor no se había apercibido todavía por mucho que para sí misma, mirándole a él y a sus maneras, muchas veces le había elogiado y le agradase, se puso con él a jugar al ajedrez; y Aniquino, que agradarle deseaba, muy diestramente se dejaba vencer; de lo que la señora hacía maravillosas fiestas. Y habiéndose apartado de mirarlos jugar todas las damas de la señora y dejándolos jugando solos, Aniquino lanzó un grandísimo suspiro.

La señora, mirándolo, dijo:

_¿Qué tienes, Aniquino? ¿Tanto te duele que te venza? _Señora _repuso Aniquino_, mucho mayor cosa que lo es ésta fue la razón de mi suspiro.

Dijo entonces la señora:

_¡Ah! Dímela, si me quieres bien.

Cuando Aniquino se oyó rogar «si la quería bien» por quien sobre todas las cosas amaba, lanzó uno mucho mayor de lo que lo había sido el primero; por lo que la señora otra vez le rogó que le pluguiese decirle cuál era la razón de sus suspiros.

A quien Aniquino dijo:

_Señora, mucho temo que os sea molesta si os la digo y además temo que la digáis a otra persona.

A quien la señora dijo:

_Por cierto que no me será enojoso; y estate seguro de esto, que nada que tú me digas, sino cuando te plazca, le diré a nadie nunca.

Entonces dijo Aniquino:

_Puesto que así me lo prometéis, os lo diré.

Y con las lágrimas en los ojos le dijo quién era él, lo que de ella había oído y dónde, y cómo de ella se había enamorado y cómo venido, y por qué había entrado como servidor del marido; y luego, humildemente le rogó que si podía ser le pluguiera tener piedad de él y complacerle en este su secreto y tan ferviente deseo; y que, si esto no quería hacer, que, dejándolo estar en el traje en que estaba, le permitiese amarla. ¡Oh, singular dulzura de la sangre boloñesa, que digna de alabanza has sido siempre en tales casos! Nunca te enorgulleciste de las lágrimas y los suspiros y continuamente has sido sensible a las súplicas, y a los amorosos deseos doblegable; si yo tuviera dignas loas para alabarte, nunca saciada se vería mi voz.

La noble señora, al hablar Aniquino, le miraba; y dando plena fe a sus palabras, con tanta fuerza recibió por sus ruegos el amor en la mente, que también ella comenzó a suspirar, y luego de algún suspiro repuso:

_Dulce Aniquino mío, ten buen ánimo: ni dones ni promesas ni cortejar de nobles ni de señor alguno ni de ningún otro (que he sido y soy cortejada por muchos) nunca pudo mover mi ánimo tanto que amase a alguno; pero tú en tan poco tiempo como han durado tus palabras me has hecho más tuya que lo soy mía. Juzgo que óptimamente has ganado mi amor, y por ello te lo doy y te prometo que te haré gozar de él antes de que termine esta noche que viene. Y para que esto tenga lugar, hacia la medianoche vendrás a mi alcoba; yo dejaré la puerta abierta; sabes de qué lado de la cama duermo yo; vendrás allí y si durmiere, tócame hasta que me despierte, y te consolaré de tan largo deseo como has sentido; y para que lo creas quiero darte un beso en prenda.

Y echándole un brazo al cuello, amorosamente lo besó, y Aniquino a ella.

Dichas estas cosas, Aniquino, dejando a la señora, se fue a hacer algunas de sus obligaciones, esperando con la mayor alegría del mundo que llegase la noche.

Egano volvió de la caza, y cuando hubo cenado, como estaba cansado se fue a dormir, y la señora tras él; y como había prometido dejó la puerta de la alcoba abierta; a la cual, a la hora que le había sido dicha, vino Aniquino y calladamente entrando en la alcoba y volviendo a cerrar la puerta por dentro, del lado donde dormía la señora se fue, y poniéndole la mano en el pecho la encontró que no dormía. La cual, como sintió llegar a Aniquino, tomando su mano con las dos suyas y sujetándolo fuerte, dándose vueltas en la cama tanto hizo que despertó a Egano que dormía; al cual dijo:

_No quise decirte nada anoche porque me pareciste cansado; pero dime, así te guarde Dios, Egano, ¿a cuál tienes tú por el mejor criado y el más leal, y quién amas más, de los que tienes en casa? Repuso Egano:

_¿Qué es eso, mujer, qué me preguntas? ¿No lo sabes? No hay ni ha habido nunca ninguno de quien tanto me fiase o me fíe o ame, cuanto me fío y amo a Aniquino. Pero ¿por qué me lo preguntas? Aniquino, sintiendo despierto a Egano y oyendo hablar de él, había muchas veces tirado de la mano hacia sí para irse, temiendo mucho que la señora quisiese engañarle; pero ésta lo había sujetado y lo sujetaba de manera que no había podido alejarse ni podía.

La señora repuso a Egano, y dijo:

_Yo te lo diré. Yo creía que era que fuese como tú dices y que más fiel que ninguno otro te fuera; pero me ha engañado, porque cuando te fuiste hoy de cetrería, él se quedó aquí, y cuando le pareció oportuno no se avergonzó de pedirme que consintiera en hacer su gusto; y yo, para que esta cosa no necesitase probarte con demasiadas pruebas, y para hacértelo tocar y ver, repuse que me parecía bien y que esta noche, pasada la medianoche, iré al jardín nuestro y le esperaré al pie del pino. Ahora, en cuanto a mi yo no entiendo ir allí, pero si tienes ganas de conocer la fidelidad de tu criado, puedes fácilmente, poniéndote encima una de mis sayas y en la cabeza un velo, ir allá abajo a esperar si viene, que estoy segura de que sí.

Egano, oyendo esto, dijo:

_Por cierto que conviene que lo vea.

Y levantándose como mejor pudo en la oscuridad, se puso una saya de la señora en la cabeza, y se fue al jardín y al pie de un pino se puso a esperar a Aniquino.

La señora, como lo sintió levantado y fuera de la alcoba, se levantó y cerró la puerta por dentro. Aniquino, que el mayor miedo que nunca había sentido sintió, y que cuanto podía se había esforzado en salir de las manos de la señora y cien mil veces a ella y a su amor y a sí mismo, que confiado se había, había maldito, oyendo lo que al final había hecho, fue el hombre más feliz que nunca hubo; y habiendo la señora vuelto a la cama, como quiso ella, como ella se desnudó, y juntos se solazaron y disfrutaron por buen espacio de tiempo.

Luego, no pareciendo a la señora que Aniquino debiese quedarse más, lo hizo levantarse y volver a vestirse, y así le dijo:

_Dulces labios míos, coge un buen bastón y vete al jardín, y fingiendo haberme requerido para tentarme, como si fuese yo misma, dirás insultos a Egano y me lo sacudirás bien con el bastón, porque de ello se seguirá luego maravilloso deleite y placer.

Levantándose Aniquino y yendo al jardín con una vara de sauce en la mano, cuando llegó junto al pino y Egano lo vio venir, y levantándose como si quisiese recibirlo con grandísima fiesta, le salió al encuentro; al cual dijo Aniquino:

_¡Ay, mala mujer, así que has venido! ¿Y has creído que yo quisiera o quiero a mi señor hacerle esta afrenta? ¡Seas mil veces mal venida! Y alzando el bastón, comenzó a sacudirlo.

Egano, al oír esto y ver el bastón, sin decir palabra comenzó a huir, y tras él Aniquino, siempre diciendo:

_Fuera, que Dios te dé malahora, mala mujer, que por cierto que mañana se lo diré a Egano.

Egano, habiendo recibido dos de las buenas, lo antes que pudo se volvió a la alcoba; al cual preguntó la señora si Aniquino había venido al jardín.

Egano dijo:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20
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