El, creyendo esto, y agradándole, engañado por la falsa confianza, quedarse con ella, se quedó. Fue, pues, después de la cena, la conversación mucha y larga, y no mantenida sin razón: y habiendo ya pasado parte de la noche, ella, dejando a Andreuccio dormir en su alcoba con un muchachito que le ayudase si necesitaba algo, con sus mujeres se fue a otra cámara. Y era el calor grande; por lo cual Andreuccio, al ver que se quedaba solo, prontamente se quedó en justillo y se quitó las calzas y las puso en la cabecera de la cama; y siéndole menester la natural costumbre de tener que disponer del superfluo peso del vientre, dónde se hacía aquello preguntó al muchachito, quien en un rincón de la alcoba le mostró una puerta, y dijo:
_Id ahí adentro.
Andreuccio, que había pasado dentro con seguridad, fue por acaso a poner el pie sobre una tabla la cual, de la parte opuesta desclavada de la viga sobre la que estaba, volcándose esta tabla, junto a él se fue de allí para abajo: y tanto lo amó Dios que ningún mal se hizo en la caída, aun cayendo de bastante altura; pero todo en la porquería de la cual estaba lleno el lugar se ensució. El cual lugar, para que mejor entendáis lo que se ha dicho y lo que sigue, cómo era os lo diré. Era un callejón estrecho como muchas veces lo vemos entre dos casas: sobre dos pequeños travesaños, tendidos de una a la otra casa, se habían clavado algunas tablas y puesto el sitio donde sentarse; de las cuales tablas, aquella con la que él cayó era una.
Encontrándose, pues, allá abajo en el callejón Andreuccio, quejándose del caso comenzó a llamar al muchacho: pero el muchacho, al sentirlo caer corrió a decirlo a su señora, la cual, corriendo a su alcoba, prontamente miró si sus ropas estaban allí y encontradas las ropas y con ellas los dineros, los cuales, por desconfianza tontamente llevaba encima, teniendo ya aquello a lo que ella, de Palermo, haciéndose la hermana de un perusino, había tendido la trampa, no preocupándose de él, prontamente fue a cerrar la puerta por la que él había salido cuando cayó.
Andreuccio, no respondiéndole el muchacho, comenzó a llamar más fuerte, pero sin servir de nada; por lo que, ya sospechando y tarde empezando a darse cuenta del engaño, súbito subiéndose sobre una pared baja que aquel callejón separaba de la calle y bajando a la calle, a la puerta de la casa, que muy bien reconoció, se fue y allí en vano llamó largamente, y mucho la sacudió y golpeó. Sobre lo que, llorando como quien clara veía su desventura, empezó a decir:
_¡Ay de mí, triste!, ¡en qué poco tiempo he perdido quinientos florines y una hermana! Y después de muchas otras palabras, de nuevo comenzó a golpear la puerta y a gritar; y tanto lo hizo que muchos de los vecinos circundantes, habiéndose despertado, no pudiendo sufrir la molestia, se levantaron, y una de las domésticas de la mujer, que parecía medio dormida, asomándose a la ventana, reprobatoriamente dijo:
_¿Quién da golpes abajo? _¡Oh! _dijo Andreuccio_, ¿y no me conoces? Soy Andreuccio, hermano de la señora Flordelís.
A lo que ella respondió:
_Buen hombre, si has bebido de más ve a dormirte y vuelve por la mañana; no sé qué Andreuccio ni qué burlas son esas que dices: vete en buena hora y déjame dormir, si te place.
_¿Cómo? _dijo Andreuccio_, ¿no sabes lo que digo? Sí lo sabes bien; pero si así son los parentescos de Sicilia, que en tan poco tiempo se olvidan, devuélveme al menos mis ropas que he dejado ahí, y me iré con Dios de buena gana.
A lo que ella, casi riéndose, dijo:
_Buen hombre, me parece que estás soñando.
Y el decir esto y el meterse dentro y cerrar la ventana fue todo uno. Por lo que la gran ira de Andreuccio, ya segurísimo de sus males, con la aflicción estuvo a punto de convertirse en furor, y con la fuerza se propuso reclamar aquello que con las palabras recuperar no podía, por lo que, para empezar, cogiendo una gran piedra, con mucho mayores golpes que antes, furiosamente comenzó a golpear la puerta. Por lo cual, muchos de los vecinos antes despertados y levantados, creyendo que fuese algún importuno que aquellas palabras fingiese para molestar a aquella buena mujer, fastidiados por el golpear que armaba, asomados a la ventana no de otra manera que a un perro forastero todos los del barrio le ladran detrás, empezaron a decir:
_Es gran villanía venir a estas horas a casa de las buenas mujeres a decir estas burlas; ¡bah!, vete con Dios, buen hombre; déjanos dormir si te place; y si algo tienes que tratar con ella vuelve mañana y no nos des este fastidio esta noche.
Con las cuales palabras tal vez tranquilizado uno que había dentro de la casa, alcahuete de la buena mujer, y a quien él no había visto ni oído, se asomó a la ventana y con una gran voz gruesa, horrible y fiera dijo:
_¿Quién está ahí abajo? Andreuccio, levantando la cabeza a aquella voz, vio uno que, por lo poco que pudo comprender, parecía tener que ser un pez gordo, con una barba negra y espesa en la cara, y como si de la cama o de un profundo sueño se levantase, bostezaba y refregaba los ojos. A lo que él, no sin miedo, repuso:
_Yo soy un hermano de la señora de ahí dentro.
Pero aquél no esperó a que Andreuccio terminase la respuesta sino que, más recio que antes, dijo:
_¡No sé qué me detiene que no bajo y te doy de bastonazos mientras vea que te estás moviendo, asno molesto y borracho que debes ser, que esta noche no nos vas a dejar dormir a nadie! Y volviéndose adentro, cerró la ventana. Algunos de los vecinos, que mejor conocían la condición de aquél, en voz baja decían a Andreuccio:
_Por Dios, buen hombre, ve con Dios; no quieras que esta noche te mate éste; vete por tu bien.
Por lo que Andreuccio, espantado de la voz de aquél y de la vista, y empujado por los consejos de aquéllos, que le parecía que hablaban movidos por la caridad, afligido cuanto más pudo estarlo nadie y desesperando de recuperar sus dineros, hacia aquella parte por donde de día había seguido a la criadita, sin saber dónde ir, tomó el camino para volver a la posada.
Y disgustándose a sí mismo por el mal olor que de él mismo le llegaba, deseoso de llegar hasta el mar para lavarse, torció a mano izquierda y se puso a bajar por una calle llamada la Ruga Catalana; y andando hacia lo alto de la ciudad, vio que por acaso venían hacia él dos con una linterna en la mano, los cuales, temiendo que fuesen de la guardia de la corte u otros hombres a hacer el mal dispuestos, por huirlos, en una casucha de la cual se vio cerca, cautamente se escondió. Pero éstos, como si a aquel mismo lugar fuesen enviados, dejando en el suelo algunas herramientas que traía, con el otro empezó a mirarlas, hablando de varias cosas sobre ellas. Y mientras hablaban dijo uno:
_¿Qué quiere decir esto? Siento el mayor hedor que me parece haber sentido nunca.
Y esto dicho, alzando un tanto la linterna, vieron al desdichado de Andreuccio y estupefactos preguntaron:
_¿Quién está ahí? Andreuccio se callaba; pero ellos, acercándose con la luz, le preguntaron que qué cosa tan asquerosa estaba haciendo allí, a los que Andreuccio, lo que le había sucedido les contó por entero. Ellos, imaginándose dónde le podía haber pasado aquello, dijeron entre sí:
_Verdaderamente en casa del matón de Buottafuoco ha sido eso.
Y volviéndose a él, le dijo uno:
_Buen hombre, aunque hayas perdido tus dineros, tienes mucho que dar gracias a Dios de que te sucediera caerte y no poder volver a entrar en la casa; porque, si no te hubieras caído, está seguro de que, al haberte dormido, te habrían matado y habrías perdido la vida con los dineros. ¿Pero de qué sirve ya lamentarse? No podrías recuperar un dinero como que hay estrellas en el cielo: y bien podrían matarte si aquél oye que dices una palabra de todo esto.
Y dicho esto, hablando entre sí un momento, le dijeron:
_Mira, nos ha dado compasión de ti, y por ello, si quieres venir con nosotros a hacer una cosa que vamos a hacer, parece muy cierto que la parte que te toque será del valor de mucho más de lo que has perdido.
Andreuccio, como desesperado, repuso que estaba pronto. Había sido sepultado aquel día un arzobispo de Nápoles, llamado micer Filippo Minútolo, y había sido sepultado con riquísimos ornamentos y con un rubí en el dedo que valía más de quinientos florines de oro, y que éstos querían ir a robar; y así se lo dijeron a Andreuccio, con lo que Andreuccio, más codicioso que bien aconsejado, con ellos se puso en camino. Y andando hacia la iglesia mayor, y Andreuccio hediendo muchísimo, dijo uno:
_¿No podríamos hallar el modo de que éste se lavase un poco donde sea, para que no hediese tan fieramente? Dijo el otro:
_Sí, estamos cerca de un pozo en el que siempre suele estar la polea y un gran cubo; vamos allá y lo lavaremos en un momento.
Llegados a este pozo, encontraron que la soga estaba, pero que se habían llevado el cubo; por lo que juntos deliberaron atarlo a la cuerda y bajarlo al pozo, y que él allí abajo se lavase, y cuando estuviese lavado tirase de la soga y ellos le subirían; y así lo hicieron. Sucedió que, habiéndolo bajado al pozo, algunos de los guardias de la señoría (o por el calor o porque habían corrido detrás de alguien) teniendo sed, a aquel pozo vinieron a beber; los que, al ver a aquellos dos incontinenti se dieron a la fuga, no habiéndolos visto los guardias que venían a beber.
Y estando ya en el fondo del pozo Andreuccio lavado, meneó la soga. Ellos, con sed, dejando en el suelo sus escudos y sus armas y sus túnicas, empezaron a tirar de la cuerda, creyendo que estaba colgado de ella el cubo lleno de agua. Cuando Andreuccio se vio del brocal del pozo cerca, soltando la soga, con las manos se echó sobre aquél; lo cual, viéndolo aquéllos, cogidos de miedo súbito, sin más soltaron la soga y se dieron a huir lo más deprisa que podían. De lo que Andreuccio se maravilló mucho, y si no se hubiera sujetado bien, habría otra vez caído al fondo, tal vez no sin gran daño suyo o muerte: pero salió de allí y, encontradas aquellas armas que sabía que sus compañeros no habían llevado, todavía más comenzó a maravillarse.
Pero temeroso y no sabiendo de qué, lamentándose de su fortuna, sin nada tocar, deliberó irse; y andaba sin saber adónde. Andando así, vino a toparse con aquellos sus dos compañeros, que venían a sacarlo del pozo; y, al verle, maravillándose mucho, le preguntaron quién del pozo le había sacado. Andreuccio respondió que no lo sabía y les contó ordenadamente cómo había sucedido y lo que había encontrado fuera del pozo. Por lo que ellos, dándose cuenta de lo que había sido, riendo le contaron por qué habían huido y quiénes eran aquellos que le habían sacado.
Y sin más palabras, siendo ya medianoche, se fueron a la iglesia mayor, y en ella muy fácilmente entraron, y fueron al sepulcro, el cual era de mármol y muy grande; y con un hierro que llevaba la losa, que era pesadísima, la levantaron tanto cuanto era necesario para que un hombre pudiese entrar dentro, y la apuntalaron. Y hecho esto, empezó uno a decir:
_¿Quién entrará dentro? A lo que el otro respondió:
_Yo no.
_Ni yo _dijo aquél_, pero que entre Andreuccio.
_Eso no lo haré yo _dijo Andreuccio.
Hacia el cual aquéllos, ambos a dos vueltos, dijeron:
_¿Cómo que no entrarás? A fe de Dios, si no entras te daremos tantos golpes con uno de estos hierros en la cabeza que te haremos caer muerto.
Andreuccio, sintiendo miedo, entró, y al entrar pensó:
«Ésos me hacen entrar para engañarme porque cuando les haya dado todo, mientras esté tratando de salir de la sepultura se irán a sus asuntos y me quedaré sin nada».
Y por ello pensó quedarse ya con su parte; y acordándose del precioso anillo del que les había oído hablar, cuando ya hubo bajado se lo sacó del dedo al arzobispo y se lo puso él; y luego, dándoles el báculo y la mitra y los guantes, y quitándole hasta la camisa, todo se lo dio, diciendo que no había nada más.
Ellos, afirmando que debía estar el anillo, le dijeron que buscase por todas partes; pero él, respondiendo que no lo encontraba y fingiendo buscarlo, un rato les tuvo esperando. Ellos que, por otra parte, eran tan maliciosos como él, diciéndole que siguiera buscando bien, en el momento oportuno, quitaron el puntal que sostenía la losa y, huyendo, a él dentro del sepulcro lo dejaron encerrado. Oyendo lo cual lo que sintió Andreuccio cualquiera puede imaginarlo. Trató muchas veces con la cabeza y con los hombros de ver si podía alzar la losa, pero se cansaba en vano; por lo que, de gran valor vencido, perdiendo el conocimiento, cayó sobre el muerto cuerpo del arzobispo; y quien lo hubiese visto entonces malamente hubiera sabido quién estaba más muerto, el arzobispo o él.
Pero luego que hubo vuelto en sí, empezó a llorar sin tino, viéndose allí sin duda a uno de dos fines tener que llegar: o en aquel sepulcro, no viniendo nadie a abrirlo, de hambre y de hedores entre los gusanos del cuerpo muerto tener que morir, o viniendo alguien y encontrándolo dentro, tener que ser colgado como ladrón. Y en tales pensamientos y muy acongojado estando, sintió por la iglesia andar gentes y hablar muchas personas, las cuales, como pensaba, andaban a hacer lo que él con sus compañeros habían ya hecho; por lo que mucho le aumentó el miedo.
Pero luego de que aquéllos tuvieron el sepulcro abierto y apuntalado, cayeron en la discusión de quién debiese entrar, y ninguno quería hacerlo; pero luego de larga disputa un cura dijo:
_¿Qué miedo tenéis? ¿Creéis que va a comeros? Los muertos no se comen a los hombres; yo entraré dentro, yo.
Y así dicho, puesto el pecho sobre el borde del sepulcro, volvió la cabeza hacia afuera y echó dentro las piernas para tirarse al fondo.
Andreuccio, viendo esto, poniéndose en pie, cogió al cura por una de las piernas y fingió querer tirar de él hacia abajo. Lo que sintiendo el cura, dio un grito grandísimo y rápidamente del arca se tiró afuera: de lo cual, espantados todos los otros, dejando el sepulcro abierto, no de otra manera se dieron a la fuga que si fuesen perseguidos por cien mil diablos. Lo que viendo Andreuccio, alegre contra lo que esperaba, súbitamente se arrojó fuera y por donde había venido salió de la iglesia.
Y aproximándose ya el día, con aquel anillo en el dedo andando a la aventura, llegó al mar y de allí se enderezó a su posada, donde a sus compañeros y al posadero encontró, que habían estado toda la noche preocupados por lo que podría haber sido de él. A los cuales contándoles lo que le había sucedido, pareció por el consejo de su posadero que él incontinenti debía irse de Nápoles; la cual cosa hizo prestamente y se volvió a Perusa, habiendo invertido lo suyo en un anillo cuando a lo que había ido era a comprar caballos.
NOVELA SEXTA Madama Beritola, con dos cabritillos en una isla encontrada, habiendo perdido dos hijos, se va de allí a Lunigiana,, allí, uno de los hijos va a servir a su señor y con la hija de éste se acuesta, y es puesto en prisión; Sicilia rebelada contra el rey Carlos, y reconocido el hijo por la madre, se casa con la hija de su señor y encuentra a su hermano, y vuelven a tener una alta posición. Habían las señoras al igual que los jóvenes reído mucho de los casos de Andreuccio por Fiameta narrados, cuando Emilia, advirtiendo la historia terminada, por mandato de la reina así comenzó:
Graves cosas y dolorosas son los movimientos varios de la fortuna, sobre los cuales (porque cuantas veces alguna cosa se dice, tantas hay un despertar de nuestras mentes, que fácilmente se adormecen con sus halagos) juzgo que no desagrade tener que oír tanto a los felices como a los desgraciados, por cuanto a los primeros hace precavidos y a los segundos consuela. Y por ello, aunque grandes cosas hayan sido dichas antes, entiendo contaros una historia no menos verdadera que piadosa, la cual, aunque alegre fin tuviese, fue tanta y tan larga su amargura, que apenas puedo creer que alguna vez la dulcificase la alegría que la siguió:
Carísimas señoras, debéis saber que después de la muerte de Federico II el emperador, fue coronado rey de Sicilia Manfredo, junto al cual en grandísima privanza estuvo un hombre noble de Nápoles llamado Arrighetto Capece, el cual tenía por mujer a una hermosa y noble dama igualmente napolitana llamada madama Beritola Caracciola. El cual Arrighetto, teniendo el gobierno de la isla en las manos, oyendo que el rey Carlos primero había vencido en Benevento y matado a Manfredo, y que todo el reino se volvía a él, teniendo poca confianza en la escasa lealtad de los sicilianos no queriendo convertirse en súbdito del enemigo de su señor, se preparaba huir. Pero conocido esto por los sicilianos, súbitamente él y muchos otro amigos y servidores del rey Manfredo fueron entregados como prisionero al rey Carlos, y el dominio de la isla después.
Madama Beritola, en tan gran mudanza de las cosas, no sabiendo que fuese de Arrighetto y siempre temiendo lo que había sucedido, por temor a ser ultrajada, dejadas todas sus cosas, con un hijo suyo de edad de unos ocho años llamado Giuffredi, y preñada y pobre, montando en una barquichuela, huyó a Lípari, y allí parió otro hijo varón al que llamó el Expulsado; y tomada una nodriza, con todos en un barquichuelo montó para volverse a Nápoles con sus parientes. Pero de otra manera sucedió que como pensaba; porque por la fuerza del viento el barco, que a Nápoles ir debía, fue transportado a la isla de Ponza, donde, entrados en una pequeña caleta, se pusieron a esperar oportunidad para su viaje. Madama Beritola, tomando tierra en la isla como los demás, y en ella un lugar solitario y remoto encontrado, allí a dolerse por su Arrighetto se retiró sola. Y haciendo lo mismo todos los días, sucedió que, estando ella ocupada en su aflicción, sin que nadie, ni marinero ni otro, se diese cuenta, llegó una galera de corsarios, quienes a todos capturaron a mansalva y se fueron.
Madama Beritola, terminado su diario lamento, volviendo a la playa para ver de nuevo a sus hijos, como acostumbraba hacer, a nadie encontró allí, de lo que se maravilló primero, y luego, súbitamente sospechando lo que había sucedido, los ojos hacia el mar dirigió y vio la galera, todavía no muy alejada, que remolcaba al barquichuelo, por lo que óptimamente conoció que, al igual que al marido, había perdido a los hijos; y pobre y sola y abandonada, sin saber dónde a nadie pudiese encontrar jamás, viéndose allí, desmayada, llamando al marido y a los hijos, cayó sobre la playa.
No había aquí quien con agua fría o con otro medio a las desmayadas fuerzas llamase, por lo que a su albedrío pudieron los espíritus andar vagando por donde quisieron; pero después de que en el mísero cuerpo las partidas fuerzas junto con las lágrimas y el llanto volvieron, largamente llamó a los hijos y mucho por todas las cavernas los anduvo buscando. Pero luego que conoció que se fatigaba inútilmente y vio caer la noche, esperando y no sabiendo qué, por sí misma se preocupó un tanto y, yéndose de la playa, a aquella caverna donde acostumbraba a llorar y a dolerse volvió.
Y luego de que la noche con mucho miedo y con incalculable dolor fue pasada y el nuevo día venido, y ya pasada la hora de tercia, como la noche antes cenado no había, obligada por el hambre, se dio a pacer la hierba; y paciendo como pudo, llorando, a diversos pensamientos sobre su futura vida se entregó. Y mientras estaba en ellos, vio venir una cabrilla y entrar allí cerca en una caverna, y luego de un poco salir de ella e irse por el bosque; por lo que, levantándose, allí entró donde había salido la cabrilla, y vio dos cabritillos tal vez nacidos el mismo día, los cuales le parecieron la cosa más dulce del mundo y la más graciosa; y no habiéndosele todavía del reciente parto retirado la leche del pecho, los cogió tiernamente y se los puso al pecho.
Los cuales, no rehusando el servicio, así mamaban de ella como hubiesen hecho de su madre, y de entonces en adelante entre la madre y ella ninguna distinción hicieron; por lo que, pareciéndole a la noble señora haber en el desierto lugar alguna compañía encontrado, pastando hierbas y bebiendo agua y tantas veces llorando cuantas del marido y de los hijos y de su pretérita vida se acordaba, allí a vivir y a morir se había dispuesto, no menos familiar con la cabrilla vuelta que con los hijos. Y, viviendo así, la noble señora en fiera convertida, sucedió que, después de algunos meses, por fortuna llegó también un barquito de pisanos allí donde ella había llegado antes, y se quedó varios días.
Había en aquel barco un hombre noble llamado Currado de los marqueses de Malaspina con una mujer suya valerosa y santa; y venían en peregrinación de todos los santos lugares que hay en el reino de Apulia y a su casa volvían. El cual, por entretener el aburrimiento, junto con su mujer y con algunos servidores y con sus perros, un día a bajar a la isla se puso; y no muy lejano del lugar donde estaba madama Beritola, empezaron los perros de Currado a seguir a los dos cabritillos, los cuales, ya grandecitos, andaban paciendo; los cuales cabritillos, perseguidos por los perros, a ninguna parte huyeron sino a la caverna donde estaba madama Beritola. La cual, viendo esto, poniéndose en pie y cogiendo un bastón, hizo retroceder a los perros; y allí Currado y su mujer, que a sus perros seguían, llegando, viéndola morena y delgada y peluda como se había puesto, se maravillaron, y ella mucho más que ellos.
Pero luego de que a sus ruegos hubo Currado sujetado a sus perros, después de muchas súplicas le hicieron que dijese quién era y qué hacía aquí, la cual enteramente toda su condición y todas sus desventuras y su rigurosa resolución les comunicó. Lo que, oyendo Currado, que muy bien a Arrighetto Capece conocido había, lloró de compasión y con muchas palabras se ingenió en apartarla de decisión tan rigurosa, ofreciéndola llevarla a su casa o tenerla consigo con el mismo honor que a su hermana, y que allí se quedase hasta que Dios más alegre fortuna le deparara. A cuyas ofertas no plegándose la señora, Currado dejó con ella a su mujer y le dijo que mandase traer aquí de qué comer, y a ella, que estaba en harapos, con alguno de sus vestidos vistiese, e hiciese todo para llevarla con ellos.
Quedándose con ella la noble señora, habiendo primero con madama Beritola llorado mucho de sus infortunios, hechos venir vestidos y viandas, con la mayor fatiga del mundo a tomarlos y a comer la indujo: y por fin, luego de muchos ruegos, afirmando ella nunca querer ir a donde conocida fuera, la indujo a irse con ellos a Lunigiana junto con los dos cabritillos y con la cabrilla, la que en aquel entretanto había vuelto y no sin gran maravilla de la noble señora le había hecho grandísimas fiestas. Y así, venido el buen tiempo, madama Beritola con Currado y con su mujer en su barco montó, y junto con ellos la cabrilla y los dos cabritillos; por los cuales no sabiendo todos su nombre, fue Cabrilla llamada; y, con buen viento, pronto llegaron hasta la desembocadura del Magra, donde bajándose, a sus castillos subieron.
Allí, junto a la mujer de Currado, madama Beritola, en trajes de viuda, como una damisela suya, honesta y humilde y obediente estuvo, siempre a sus cabritillos teniendo amor y haciéndoles alimentar.
Los corsarios que habían en Ponza tomado el barco en que madama Beritola había venido dejándola a ella como a quien no habían visto, con toda la demás gente se fueron a Génova; y allí dividida la presa entre los amos de la galera, tocó por ventura, entre otras cosas, en suerte a un micer Guasparrino de Oria la nodriza de madama Beritola y los dos niños con ella; el cual, a ella junto con los dos niños mandó a su casa para tenerlos como siervos en los trabajos de la casa.
La nodriza, sobremanera afligida por la pérdida de su ama y por la mísera fortuna en la que veía haber caído a los dos niños, lloró amargamente; pero después que vio que las lágrimas de nada servían y que ella era sierva junto con ellos, aunque pobre mujer fuese, era sin embargo sabia y sagaz; por lo que, consolándose lo mejor que pudo, y mirando a donde habían llegado, pensó que si los dos niños eran reconocidos, por acaso podrían con facilidad recibir molestias, y además de ello, esperando que, cuando fuese podría cambiar la fortuna y ellos podrían, si vivos estuvieran, al perdido estado volver, pensó no descubrir a nadie quiénes fueran, si no veía que fuese oportuno: y a todos decía (los que le habían preguntado por ello) que eran sus hijos. Y al mayor, no Giuffredi, sino Giannotto de Prócida llamaba; al menor no se preocupó de cambiarle el nombre; y con suma diligencia enseñó a Giuffredi por qué le había cambiado el nombre y en qué peligro podía estar si fuera reconocido, y esto no una vez sino muchas y con frecuencia le recordaba: lo que el muchacho, que era buen entendedor, según la enseñanza de la sabia nodriza óptimamente hacía.
Se quedaron, pues, mal vestidos y peor calzados, ocupados en todos los trabajos viles, junto con la nodriza, pacientemente muchos años los dos muchachos en casa de micer Guasparrino. Pero Giannotto, ya de edad de dieciséis años, teniendo mayor ánimo del que pertenecía a un siervo, desdeñando la vileza de la condición servil, subiendo a unas galeras que iban a Alejandría, del servicio de micer Guasparrino se fue y anduvo en muchos lugares, sin poder mejorar en nada. Al final después de unos tres o cuatro años de haberse ido de casa de micer Guasparrino, siendo un buen mozo y habiéndose hecho grande de estatura, y habiendo oído que su padre, al que creía muerto, estaba todavía vivo aunque en cautividad tenido por el rey Carlos, casi desesperando de la fortuna, andando vagabundo, llegó a Lunigiana, y allí entró por acaso como criado de Currado Malaspina sirviéndole con diligencia y agrado.
Y como raras veces a su madre, que con la señora de Currado estaba, viese, ninguna la conoció, ni ella a él: tanto la edad al uno y al otro, de lo que solían ser cuando se vieron por última vez, había transformado.
Estando, pues, Giannotto al servicio de Currado, sucedió que una hija de Currado cuyo nombre era Spina, que había enviudado de Niccolb de Grignano, volvió a casa del padre; la cual, siendo muy bella y agradable y joven de poco más de dieciséis años, por ventura le echó los ojos encima a Giannotto y él a ella, y ardentísimamente el uno del otro se enamoraron. El cual amor no estuvo largamente sin efecto, y muchos meses pasaron antes de que nadie se apercibiese; por lo cual, ellos, demasiado seguros, comenzaron a actuar de manera menos discreta que la que para tales hechos se requería.
Y yendo un día por un hermoso bosque de muchos árboles, la joven junto con Giannotto, dejando a toda la demás compañía, se fueron delante, y pareciéndoles que habían dejado muy lejos a los demás, en un lugar deleitoso y lleno de hierbas y flores, y rodeado de árboles, descansando, a tomar el amoroso placer el uno del otro empezaron. Y cuando ya habían estado juntos largo tiempo, que el gran deleite les hizo encontrar muy breve, en esto por la madre de la joven primero, y luego por Currado, fueron alcanzados. El cual, afligido sobremanera al ver esto, sin nada decir del porqué, a los dos hizo coger por tres de sus servidores y a un castillo suyo llevarlos atados; y de ira y de disgusto gimiendo andaba, dispuesto a hacerles vilmente morir.
La madre de la joven, aunque muy enojada estuviese y digna reputase a su hija por su falta de cualquier cruel penitencia, habiendo por algunas palabras de Currado comprendido cuál era su intención respecto a los culpables, no pudiendo soportar aquello, apresurándose alcanzó al airado marido y comenzó a rogarle que quisiese agradarla no corriendo furiosamente a convertirse en su vejez en homicida de su hija y a mancharse las manos con la sangre de un criado suyo, y que encontrase otra manera de satisfacer su ira, así como hacerles encarcelar y en la prisión penar y llorar por el pecado cometido. Y tanto estas y otras palabras le estuvo diciendo la santa mujer que apartó de su ánimo el propósito de matarlos; y mandó que en distintos lugares cada uno de ellos fuese encarcelado, y allí guardado bien, y con poca comida y muchas incomodidades mantenidos hasta que decidiese hacer otra cosa de ellos; y así se hizo.
Y cuál fuese su vida en cautiverio y en continuas lágrimas y en más largos ayunos de los que serían menester, cualquiera puede pensarlo. Llevando, pues, Giannotto y Spina una vida tan dolorosa, y habiendo ya un año sin acordarse Currado de ellos pasado, sucedió que el rey Pedro de Aragón, por un acuerdo con micer Gian de Prócida, sublevó a la isla de Sicilia y la quitó al rey Carlos; por lo que Currado, como gibelino, hizo una gran fiesta. De la que oyendo hablar Giannotto a alguno de aquellos que le custodiaban, dio un gran suspiro y dijo:
_¡Ay, triste de mí!, ¡que hace hoy ya catorce años que ando arrastrándome por el mundo, no esperando otra cosa que ésta, y ahora que es venida, y para que ya no espere tener ningún bien, me ha encontrado en prisión, de la que nunca sino muerto espero salir! _¿Y qué? _dijo el carcelero_. ¿Qué te importa a ti lo que hagan los altísimos reyes? ¿Qué tienes tú que hacer en Sicilia? A lo que Giannotto dijo:
_Parece que se me rompe el corazón acordándome de lo que mi padre tuvo que hacer allí, el cual, aunque yo niño chico era cuando huí de allí, aún me acuerdo que lo vi señor en vida del rey Manfredo.
Siguió el carcelero:
_¿Y quién fue tu padre? _Mi padre _dijo Giannotto_ puedo ya asaz seguramente manifestarlo pues que me veo a cubierto del peligro que temía descubriéndolo, se llamó y se llama aún, si vive, Arrighetto Capece, y yo no Giannotto sino Giuffredi me llamo; y nada dudo, si de aquí saliera, que volviendo a Sicilia, no tuviese allí todavía una altísima posición.
El buen hombre, sin más decir, en cuanto hubo lugar todo se lo contó a Currado. Lo que oyendo Currado, aunque mostró no preocuparse del prisionero, se fue a ver a madama Beritola y placenteramente le preguntó si había tenido algún hijo de Arrighetto que se llamase Giuffredi. La señora, llorando, respondió que, si el mayor de los dos suyos que había tenido estuviera vivo, así se llamaría y sería de edad de veintidós años. Oyendo esto, Currado pensó que podía de una vez hacer una gran misericordia y borrar su vergüenza y la de su hija dándosela a aquél por mujer; y por ello, haciendo venir secretamente a Giannotto, le examinó detalladamente sobre toda su pasada vida. Y hallando abundancia de indicios manifiestos de que verdaderamente era Giuffredi, hijo de Arrighetto, le dijo:
_Giannotto, sabes cuán grande y cuál ha sido la ofensa que me has hecho en mi propia hija cuando, habiéndote yo tratado bien y amistosamente, como debe hacerse con los servidores, debías mi honor y el de mis cosas siempre buscar y servir; y muchos serían los que si tú les hubieras hecho lo que a mí me hiciste, con vituperio te habrían hecho morir, lo que mi piedad no sufrió. Ahora, puesto que así como me dices eres hijo de un hombre noble y de una noble señora, quiero a tus angustias, si tú lo quieres, poner fin y quitarte de la miseria y del cautiverio en los que estás, y al mismo tiempo tu honor y el mío reintegrar a su debido sitio. Como sabes, Spina, a quien con amorosa (aunque poco conveniente para ti y para ella) amistad tomaste, es viuda, y su dote es grande y buena; cuáles sean las costumbres de su padre y de su madre las conoces, de tu presente estado nada digo. Por lo que, cuando quieras, estoy dispuesto a que, ya que deshonestamente fue tu amiga se convierta honestamente en tu mujer, y que a guisa de hijo mío aquí conmigo y con ella cuanto te plazca vivas.
Había la prisión macerado las carnes de Giannotto, pero el generoso ánimo propio de su origen no había disminuido nada en él, ni tampoco el verdadero amor que tenía a su mujer; y aunque fervientemente desease lo que Currado le ofrecía y lo viese a su alcance, en nada atenuó lo que la grandeza de su ánimo le mostraba tener que decir, y repuso:
_Currado, ni avidez de señorío ni deseo de dineros ni alguna otra razón me hizo nunca contra tu vida y tus cosas obrar como traidor. Amé a tu hija y la amo y la amaré siempre, porque la reputo digna de mi amor; y si yo con ella me conduje menos que honestamente según la opinión de los vulgares, aquel pecado cometí que siempre lleva aparejada la juventud, y que si se quisiera hacer desaparecer habría que hacer desaparecer a la juventud, y éste, si los viejos se quisieran acordar de haber sido jóvenes y los defectos de los demás midiesen con los suyos, no sería tenido por grave como lo es por ti y por otros muchos; y como amigo, no como enemigo, lo cometí. Lo que me ofreces hacer, siempre lo deseé, y si hubiera creído que me habría podido ser concedido, largo tiempo hace que lo habría pedido; y tanto más caro me será ahora cuando la esperanza de ello es menor. Si no tienes en el ánimo lo que tus palabras demuestran, no me alimentes con vanas esperanzas; hazme volver a la prisión, y hazme allí afligir cuanto te plazca, que mientras ame a Spina te amaré a ti por amor suyo, hagas lo que hagas, y te tendré reverencia.
Currado, habiéndole oído, se maravilló y le tuvo por de gran ánimo y reputó a su amor como ardiente, y más lo quiso: por ello, poniéndose en pie, lo abrazó y lo besó, y sin poner más dilación a la cosa, mandó que aquí fuese Spina traída secretamente. Ella en la prisión se había puesto delgada y pálida y débil, y otra mujer distinta de la que solía y parecía ser, y del mismo modo Giannotto otro hombre; los cuales, en presencia de Currado, con consentimiento mutuo contrajeron los esponsales según nuestra costumbre. Y luego que pasaron algunos días sin que nadie se enterase de lo que pasado había y les hubo proporcionado todo aquello que necesitaban y les placía, pareciéndole tiempo de hacer alegrarse a las dos madres, llamando a su mujer y a la Cabrilla así les dijo:
_¿Qué diríais, señora, si yo os devolviera a vuestro hijo mayor casado con una de mis hijas? A lo que la Cabrilla respondió:
_No podría deciros sino que, si pudiese estaros más obligada de lo que os estoy, tanto más os estaría cuanto vos una cosa que me es querida más que yo misma me devolveríais; y devolviéndomela en la guisa que decís, algo haríais de volver a mí mi perdida esperanza.
Y llorando, se calló. Entonces dijo Currado a su mujer:
_¿Y a ti qué te parecería, mujer, si te diese un tal yerno? A lo que la señora respondió:
_No uno de ellos, que son nobles, sino cualquier miserable si a vos os pluguiese, me placería.
Entonces dijo Currado:
_Espero dentro de pocos días haceros alegrar por ello.
Y viendo ya a los dos jóvenes vueltos a su anterior aspecto, vistiéndolos honradamente, preguntó a Giuffredi:
_¿Qué te gustaría más, además de la alegría que tienes, si vieses aquí a tu madre? A lo que Giuffredi respondió:
_No me es posible creer que los dolores de sus desventurados accidentes la hayan dejado viva: pero si así fuese, sumamente me gustaría, como a quien aún, con su consejo, creería que podría recobrar en Sicilia gran parte de mis bienes.
Entonces Currado hizo venir allí a la una y la otra señora. Las dos hicieron maravillosas fiestas a la recién casada, maravillándose no poco de la inspiración a que podía deberse que Currado hubiese llegado a ser tan benigno que hubiese hecho su pariente a Giannotto; al cual, madama Beritola, por las palabras oídas a Currado, empezó a mirar, y, por oculta virtud, se despertó en ella algún recuerdo de las pueriles facciones del rostro de su hijo, sin esperar otra demostración, con los brazos abiertos se le echó al cuello, ni el desbordante amor y la alegría materna le permitieron poder decir palabra alguna, sino que la privaron de toda virtud sensitiva hasta tal punto que como muerta cayó en los brazos del hijo.
El cual, aunque mucho se maravillase de haberla visto muchas veces antes en aquel mismo castillo sin nunca reconocerla, no dejó de conocer incontinenti el aroma materno y reprochándose su pretérito descuido, recibiéndola en sus brazos llorando, tiernamente la besó. Pero luego de que madama Beritola, piadosamente ayudada por la mujer de Currado y por Spina y con agua fría y con otras artes suyas le devolvieron las desmayadas fuerzas empezó de nuevo a abrazar al hijo con muchas lágrimas y muchas dulces palabras; y llena de piedad materna mil veces más le besó, y él y a ella reverentemente mucho la miró y la abrazó. Pero después de que los honestos y alegres agasajos se repitieron tres o cuatro veces, no sin contento y placer de los circunstantes, y el uno hubo al otro narrado sus desventuras, habiendo ya Currado a sus amigos comunicado, con gran placer de todos, el nuevo parentesco por él contraído, y ordenando una hermosa y magnífica fiesta le dijo Giuffredi:
_Currado, me habéis contentado con muchas cosas y largamente habéis honrado a mi madre: ahora, para que nada, en lo que podáis, quede por hacer, os ruego que a mi madre, a mis invitados y a mí alegréis con la presencia de mi hermano, que como siervo tiene en su casa micer Guasparrino de Oria, quien, como ya os he dicho, de él y de mí se apoderó pirateando y luego, que mandéis a Sicilia para que se informe plenamente de las condiciones y del estado del país, y averigüe lo que ha sido de Arrighetto, mi padre, si está vivo o muerto, y si está vivo, en qué estado; y plenamente informado de todo, vuelva a nosotros.
Plugo a Currado la petición de Giuffredi, y sin tardanza alguna a discretísimas personas mandó a Génova y a Sicilia. El que fue a Génova, hallado micer Guasparrino, de parte de Currado le rogó vehementemente que al Expulsado y a su nodriza le enviase, contándole lo que Currado había hecho con Giuffredi y con su madre. A lo que Micer Guasparrino se maravilló mucho oyéndolo, y dijo:
_Es verdad que haré por Currado cualquier cosa que esté en mi poder que le agrade; y ciertamente he tenido en casa, desde hace catorce años, al muchacho que me pides y a su madre, los cuales te enviaré de buena gana; pero le dirás de mi parte que cuide de no haber creído demasiado o de no creer las fábulas de Giannotto, que dices que hoy se hace llamar Giuffredi, porque es mucho más malo de lo que él piensa.
Y dicho esto, haciendo honrar al valiente hombre, hizo llamar a la nodriza en secreto, y cautamente la interrogó sobre aquel asunto. La cual, habiendo oído la rebelión de Sicilia y oyendo que Arrighetto estaba vivo, desechando el miedo que hasta entonces había tenido, ordenadamente le contó todo y le mostró las razones por las que aquella manera de conducirse había seguido. Micer Guasparrino, viendo que las cosas dichas por la nodriza con las del embajador de Currado se convenían óptimamente, empezó a dar fe a las palabras; y de una manera y de otra, como hombre astutísimo que era, haciendo averiguaciones sobre este asunto y cada vez encontrando más cosas que más le hacían creer en ello, avergonzándose del vil trato que le había dado al muchacho, para enmendarlo, teniendo una bella hija de once años de edad, sabiendo quién Arrighetto había sido y era, con una gran dote se la dio por mujer, y luego de una gran fiesta, con el muchacho y con la hija y con el embajador de Currado y con la nodriza, subiendo a una galera bien armada, se vino a Lérici; donde recibido por Currado, con toda su compañía se fue a un castillo de Currado no muy alejado de allí, donde estaba preparada una gran fiesta.
Qué fiestas hizo la madre al volver a ver a su hijo, cuáles las de los dos hermanos, cuál la de los tres a la fiel nodriza, cuál la hecha por todos a micer Guasparrino y a su hija, y por él a todos, y de todos juntos con Currado y su mujer y con sus hijos y sus amigos, no se podría explicar con palabras, ni con pluma escribir; por lo que a vosotras, señoras, os dejo que lo imaginéis. Para lo cual, para que fuese completa, quiso Dios, generosísimo donante cuando empieza, hacer llegar las alegres nuevas de la vida y el buen estado de Arrighetto Capece.
Por lo que, siendo grande la fiesta y los convidados, las mujeres y los hombres estando a la mesa todavía al primer plato, llegó aquel que había sido enviado a Sicilia, y entre otras cosas contó de Arrighetto, que, estando en Catania encarcelado por el rey Carlos, cuando se levantó contra el rey la revuelta en aquella tierra, el pueblo enfurecido corrió a la cárcel y, matando a los guardias, le habían sacado de allí, y como a capital enemigo del rey Carlos lo habían hecho su capitán y le habían seguido en expulsar y matar a los franceses; por la cual cosa, se había hecho sumamente grato al rey Pedro, quien todos sus bienes y todo su honor le había restituido, por lo que estaba en grande y buena posición; añadiendo que a él le había recibido con sumo honor y había hecho indecibles fiestas por las noticias de su mujer y del hijo, de los cuales después de su prisión nada había sabido, y además de ello, mandaba a por ellos una saetía con algunos gentileshombres, que venían detrás.
Fue con gran alegría y fiesta éste recibido; y prontamente Currado con algunos de sus amigos salieron al encuentro de los gentileshombres que a por madama Beritola y por Giuffredi venían, y recibidos alegremente, a su banquete, que todavía no estaba mediado, les introdujo. Allí a la señora y a Giuffredi y además de a ellos a todos los otros con tanta alegría los vieron, que nunca mayor fue oída; y ellos, antes de sentarse a comer, de parte de Arrighetto saludaron y agradecieron como mejor supieron y pudieron a Currado y a su mujer por el honor hecho a su mujer y a su hijo, y a Arrighetto y a cualquier cosa que por medio de él se pudiese hacer pusieron a su disposición. Luego, volviéndose a micer Guasparrino, cuyos favores eran inesperados, dijeron que estaban certísimos de que, en cuanto lo que habían hecho por el Expulsado supiese Arrighetto, gracias semejantes y mayores le daría. Después de lo cual, muy contentos, en el banquete de las recién casadas y con los recién casados comieron.
Y no sólo aquel día festejó Currado al yerno y a sus otros parientes amigos, sino muchos otros; y después que hubieron cesado los festejos, pareciéndole a madama Beritola y a Giuffredi y a los demás que tenían que irse, con muchas lágrimas de Currado y de su mujer y de micer Guasparrino subiendo a la saetía, llevándose consigo a Spina, se fueron. Y teniendo próspero el viento, pronto llegaron a Sicilia, donde con tan gran fiesta por Arrighetto (todos por igual, los hijos y las mujeres) fueron en Palermo recibidos que decir no se podría; y allí se cree que mucho tiempo todos vivieron feliz mente, y reconocidos por el beneficio recibido, en amistad con Dios Nuestro Señor.
NOVELA SÉPTIMA El sultán de Babilonia manda a una hija suya como mujer al rey del Algarbe, la cual, por diversas desventuras, en el espacio de cuatro años llega a las manos de nueve hombres en diversos lugares, por último, restituida al padre como doncella, vuelve de su lado al rey del Algarbe como mujer, como primero iba. Tal vez no se habría extendido mucho más la historia de Emilia sin que la compasión sentida por las jóvenes por los casos de madama Beritola no les hubiera conducido a derramar lágrimas. Pero luego de que a aquélla se puso fin, plugo a la reina que Pánfilo siguiera, contando la suya; por lo cual él, que obedientísimo era, comenzó:
Difícilmente, amables señoras, puede ser conocido por nosotros lo que nos conviene, por lo que, como muchas veces se ha podido ver, ha habido muchos que, estimando que si se hicieran ricos podrían vivir sin preocupación y seguros, lo pidieron a Dios no sólo con oraciones sino con obras, no rehusando ningún trabajo ni peligro para buscar conseguirlo: y cuando lo hubieron logrado, encontraron que por deseo de tan gran herencia fueron a matarles quienes antes de que se hubieran enriquecido deseaban su vida. Otros, de bajo estado subidos a las alturas de los reinos por medio de mil peligrosas batallas, por medio de la sangre de sus hermanos y de sus amigos, creyendo estar en ellas la suma felicidad, además de los infinitos cuidados y temores de que llenas las vieron y sintieron, conocieron (no sin su muerte) que en el oro de las mesas reales se bebía el veneno. Muchos hubo que la fuerza corporal y la belleza, y ciertos ornamentos con apetito ardentísimo desearon, y no se percataron de haber deseado mal hasta que aquellas cosas no les fueron ocasión de muerte o de dolorosa vida.
Y para no hablar por separado de todos los humanos deseos, afirmo que ninguno hay que con completa precaución, como por seguro de los azares de la fortuna pueda ser elegido por los vivos; por lo que, si queremos obrar rectamente, a tomar y poseer deberíamos disponernos lo que nos diese Aquél que sólo lo que nos hace falta conoce y nos puede dar. Pero si los hombres pecan por desear varias cosas, vosotras, graciosas señoras, sobremanera pecáis por una, que es por desear ser hermosas, hasta el punto de que, no bastándoos los encantos que por la naturaleza os son concedidos, aún con maravilloso arte buscáis acrecentarlos, y me place contaros cuán desventuradamente fue hermosa una sarracena que, en unos cuatro años, tuvo, por su hermosura, que contraer nuevas bodas nueve veces.
Ya ha pasado mucho tiempo desde que hubo un sultán en Babilonia que tuvo por nombre Beminedab, al que en sus días bastantes cosas de acuerdo con su gusto sucedieron. Tenía éste, entre sus muchos hijos varones y hembras, una hija llamada Alatiel que, por lo que todos los que la veían decían, era la mujer más hermosa que se viera en aquellos tiempos en el mundo; y porque en una gran derrota que había causado a una gran multitud de árabes que le habían caído encima, le había maravillosamente ayudado el rey del Algarbe, a éste, habiéndosela pedido él como gracia especial, la había dado por mujer; y con honrada compañía de hombres y de mujeres y con muchos nobles y ricos arneses la hizo montar en una nave bien armada y bien provista, y mandándosela, la encomendó a Dios. Los marineros, cuando vieron el tiempo propicio, dieron al viento las velas y del puerto de Alejandría partieron y muchos días navegaron felizmente; y ya habiendo pasado Cerdeña, pareciéndoles que estaban cerca del fin de su camino, se levantaron súbitamente un día contrarios vientos, los cuales, siendo todos sobremanera impetuosos, tanto azotaron a la nave donde iba la señora y los marineros que muchas veces se tuvieron por perdidos.
Pero, como hombres valientes, poniendo en obra toda arte y toda fuerza, siendo combatidos por el infinito mar, resistieron durante dos días; y empezando ya la tercera noche desde que la tempestad había comenzado, y no cesando ésta sino creciendo continuamente, no sabiendo dónde estaban ni pudiendo por cálculo marinesco comprenderlo ni por la vista, porque oscurísimo de nubes y de tenebrosa noche estaba el cielo, estando no mucho más allá de Mallorca, sintieron que se resquebrajaba la nave. Por lo cual, no viendo remedio para su salvación, teniendo en el pensamiento cada cual a sí mismo y no a los demás, arrojaron a la mar una chalupa, y confiando más en ella que en la resquebrajada nave, allí se arrojaron los patrones, y después de ellos unos y otros de cuantos hombres había en la nave (aunque los que primero habían bajado a la chalupa con los cuchillos en la mano trataron de impedírselo) se arrojaron, y creyendo huir de la muerte dieron con ella de cabeza: porque no pudiendo con aquel mal tiempo bastar para tantos, hundiéndose la chalupa, todos perecieron.
Y la nave, que por impetuoso viento era empujada, aunque resquebrajada estuviese y ya casi llena de agua _no habiéndose quedado en ella nadie más que la señora y sus mujeres, y todas por la tempestad del mar y por el miedo vencidas, yacían en ella como muertas_ corriendo velocísimamente, fue a vararse en una playa de la isla de Mallorca, con tanto y tan gran ímpetu que se hundió casi entera en la arena, a un tiro de piedra de la orilla aproximadamente; y allí, batida por el mar, sin poder ser movida por el viento, se quedó durante la noche. Llegado el día claro y algo apaciguada la tempestad, la señora, que estaba medio muerta, alzó la cabeza y, tan débilmente como estaba empezó a llamar ora a uno ora a otro de su servidumbre, pero en vano llamaba: los llamados estaban demasiado lejos.
Por lo que, no oyéndose responder por nadie ni viendo a nadie, se maravilló mucho y empezó a tener grandísimo miedo; y como mejor pudo levantándose, a las damas que eran de su compañía y a las otras mujeres vio yacer, y a una ahora y a otra después sacudiendo, luego de mucho llamar a pocas encontró que tuvieran vida, como que por graves angustias de estómago y por miedo se habían muerto: por lo que el miedo de la señora se hizo mayor. Pero no obstante, apretándole la necesidad de decidir algo, puesto que allí sola se veía (no conociendo ni sabiendo dónde estuviera), tanto animó a las que vivas estaban que las hizo levantarse; y encontrando que ellas no sabían dónde los hombres se hubiesen ido, y viendo la nave varada en tierra y llena de agua, junto con ellas dolorosamente comenzó a llorar. Y llegó la hora de nona antes de que a nadie vieran, por la orilla o en otra parte, a quien pudiesen provocar piedad y les diese ayuda.
Llegada nona, por azar volviendo de una tierra suya pasó por allí un gentilhombre cuyo nombre era Pericón de Visalgo, con muchos servidores a caballo; el cual, viendo la nave, súbitamente se imaginó lo que era y mandó a uno de los sirvientes que sin tardanza procurase subir a ella y le contase lo que hubiera. El sirviente, aunque haciéndolo con dificultad, allí subió y encontró a la noble joven, con aquella poca compañía que tenía, bajo el pico de la proa de la nave, toda tímida escondida. Y ellas, al verlo, llorando pidieron misericordia muchas veces, pero apercibiéndose de que no eran entendidas y de que ellas no le entendían, por señas se ingeniaron en demostrarle su desgracia. El sirviente, como mejor pudo mirando todas las cosas, contó a Pericón lo que allí había, el cual prontamente hizo traer a las mujeres y las más preciosas cosas que allí había y que pudieron coger, y con ellas se fue a un castillo suyo; y allí con víveres y con reposo reconfortadas las señoras, comprendió, por los ricos arneses, que la mujer que había encontrado debía ser una grande y noble señora, y a ella la conoció prestamente al ver los honores que veía a las otras hacerle a ella sola. Y aunque pálida y asaz desarreglada en su persona por las fatigas del mar estuviese entonces la mujer, sin embargo sus facciones le parecieron bellísimas a Pericón, por lo cual deliberó súbitamente que si no tuviera marido la querría por mujer, y si por mujer no pudiese tenerla, la querría tener por amiga.
Era Pericón hombre de fiero aspecto y muy robusto; y habiendo durante algunos días a la señora hecho servir óptimamente, y por ello estando ésta toda reconfortada, viéndola él sobremanera hermosísima, afligido desmedidamente por no poder entenderla ni ella a él, y así no poder saber quién fuera, pero no por ello menos desmesuradamente prendado de su belleza, con obras amables y amorosas se ingenió en inducirla a cumplir su placer sin oponerse. Pero era en vano: ella rehusaba del todo sus familiaridades, y mientras tanto más se inflamaba el ardor de Pericón. Lo que, viéndolo la mujer, y ya durante algunos días estando allí y dándose cuenta por las costumbres de que entre cristianos estaba, y en lugar donde, si hubiera sabido hacerlo, el darse a conocer de poca cosa le servía, pensando que a la larga o por la fuerza o por amor tendría que llegar a satisfacer los gustos de Pericón, se propuso con grandeza de ánimo hollar la miseria de su fortuna, y a sus mujeres, que más de tres no le habían quedado, mandó que a nadie manifestasen quiénes eran, salvo si en algún lugar se encontrasen donde conocieran que podrían encontrar una ayuda manifiesta a su libertad; además de esto, animándolas sumamente a conservar su castidad, afirmando haberse ella propuesto que nunca nadie gozaría de ella sino su marido. Sus mujeres la alabaron por ello, y le dijeron que observarían en lo que pudieran su mandato.
Pericón, inflamándose más de día en día, y tanto más cuanto más cerca veía la cosa deseada y muchas veces negada, y viendo que sus lisonjas no le valían, preparó el ingenio y el arte, reservándose la fuerza para el final. Y habiéndose dado cuenta alguna vez que a la señora le gustaba el vino, como a quien no estaba acostumbrada a beber, porque su ley se lo vedaba, con él, como ministro de Venus pensó que podía conseguirla, y, aparentando no preocuparse de que ella se mostrase esquiva, hizo una noche a modo de solemne fiesta una magnífica cena, a la que vino la señora; y en ella, siendo por muchas cosas alegrada la cena, ordenó al que la servía que con varios vinos mezclados le diese de beber. Lo que él hizo óptimamente; y ella, que de aquello no se guardaba, atraída por el agrado de la bebida, más tomó de lo que habría requerido su honestidad; por lo que, olvidando todas las advertencias pasadas, se puso alegre, y viendo a algunas mujeres bailar a la moda de Mallorca, ella a la manera alejandrina bailó.
Lo que, viendo Pericón, estar cerca le pareció de lo que deseaba, y continuando la cena con más abundancia de comidas y de bebidas, por gran espacio durante la noche la prolongó. Por último, partiendo los convidados, solo con la señora entró en su alcoba; la cual, más caliente por el vino que templada por la honestidad, como si Pericón hubiese sido una de sus mujeres, sin ninguna contención de vergüenza desnudándose en presencia de él, se metió en la cama. Pericón no dudó en seguirla sino que, apagando todas las luces, prestamente de la otra parte se echó junto a ella, y cogiéndola en brazos sin ninguna resistencia, con ella empezó amorosamente a solazarse. Lo que cuando ella lo hubo probado, no habiendo sabido nunca antes con qué cuerpo embisten los hombres, casi arrepentida de no haber accedido antes a las lisonjas de Pericón, sin esperar a ser invitada a tan dulces noches, muchas veces se invitaba ella misma, no con palabras, con las que no se sabía hacer entender, sino con obras. A este gran placer de Pericón y de ella, no estando la fortuna contenta con haberla hecho de mujer de un rey convertirse en amiga de un castellano, opuso una amistad más cruel.
Tenía Pericón un hermano de veinticinco años de edad, bello y fresco como una rosa, cuyo nombre era Marato; el cual, habiéndola visto y habiéndole agradado sumamente, pareciéndole, según por sus actos podía comprender, que gozaba de su gracia, y estimando que lo que él deseaba nada se lo vedaba sino la continua guardia que de ella hacía Pericón, dio en un cruel pensamiento: y al pensamiento siguió sin tregua el criminal efecto. Estaba entonces, por acaso, en el puerto de la ciudad, una nave cargada de mercancía para ir a Clarentza, en Romania, de la que eran patrones dos jóvenes genoveses, y tenía ya la vela izada para irse en cuanto buen viento soplase; con los cuales concertándose Marato, arregló cómo la siguiente noche fuese recibido con la mujer. Y hecho esto, al hacerse de noche, a casa de Pericón, quien de él nada se guardaba, secretamente fue con algunos de sus fidelísimos compañeros, a los cuales había pedido ayuda para lo que pensaba hacer, y en la casa, según lo que habían acordado, se escondió. Y luego que fue pasada parte de la noche, habiendo abierto a sus compañeros, allá donde Pericón con la mujer dormía se fue, y abriéndola, a Pericón mataron mientras dormía y a la mujer, despierta y gimiente, amenazándola con la muerte si hacía algún ruido, se llevaron; y con gran cantidad de las cosas más preciosas de Pericón, sin que nadie les hubiera oído, prestamente se fueron al puerto, y allí sin tardanza subieron a la nave Marato y la mujer, y sus compañeros se dieron la vuelta.
Los marineros, teniendo viento favorable y fresco, se hicieron a la mar. La mujer, amargamente de su primera desgracia y de ésta se dolió mucho; pero Marato, con el San_Crescencio_en_mano que Dios le había dado empezó a consolarla de tal manera que ella, ya familiarizándose con él, olvidó a Pericón; y ya le parecía hallarse bien cuando la fortuna le aparejó nuevas tristezas, como si no estuviese contenta con las pasadas. Porque, siendo ella hermosísima de aspecto, como ya hemos dicho muchas veces, y de maneras muy dignas de alabanza, tan ardientemente de ella los dos patrones de la nave se enamoraron que, olvidándose de cualquier otra cosa, solamente a servirla y a agradarla se aplicaban, teniendo cuidado siempre de que Marato no se apercibiese de su intención. Y habiéndose dado cuenta el uno de aquel amor del otro, sobre aquello tuvieron juntos una secreta conversación y convinieron en adquirir aquel amor común, como si Amor debiese sufrir lo mismo que se hace con las mercancías y las ganancias.
Y viéndola muy guardada por Marato, y por ello impedido su propósito, yendo un día la nave con vela velocísima, y Marato estando sobre la popa y mirando al mar, no sospechando nada de ellos, se fueron a él de común acuerdo y, cogiéndolo prestamente por detrás lo arrojaron al mar; y estuvieron más de una milla alejados antes de que nadie se hubiera dado cuenta de que Marato había caído al mar; lo que oyendo la mujer y no viendo manera de poderlo recobrar, nuevo duelo empezó a hacer en la nave. Y a su consuelo los dos amantes vinieron incontinenti, y con dulces palabras y grandísimas promesas, aunque ella poco los entendiese, a ella, que no tanto por el perdido Marato como por su desventura lloraba, se ingeniaban en tranquilizar. Y luego de largas consideraciones una y otra vez dirigidas a ella, pareciéndoles que la habían consolado, vino la hora de discutir entre sí cuál de ellos la fuera a llevar primero a la cama.
Y queriendo cada uno ser el primero y no pudiendo en aquello llegar a ningún acuerdo entre ambos, primero con palabras graves y duras empezaron un altercado y encendiéndose en ira con ellas, echando mano a los cuchillos, furiosamente se echaron uno sobre el otro; y muchos golpes, no pudiendo los que en la nave estaban separarlos, se dieron uno al otro, de los que uno cayó muerto incontinenti, y el otro en muchas partes de su cuerpo gravemente herido, quedó con vida; lo que desagradó mucho a la mujer, como a quien allí sola, sin ayuda ni consejo alguno se veía, y mucho temía que contra ella se volviese la ira de los parientes y de los amigos de los dos patrones; pero los ruegos del herido y la pronta llegada a Clarentza del peligro de muerte la libraron. Donde junto con el herido descendió a tierra, y estando con él en un albergue, súbitamente corrió la fama de su gran belleza por la ciudad, y a los oídos del príncipe de Morea, que entonces estaba en Clarentza, llegó: por lo que quiso verla, y viéndola, y más de lo que la fama decía pareciéndole hermosa, tan ardientemente se enamoró de ella que en otra cosa no podía pensar.
Y habiendo oído en qué guisa había llegado allí, se propuso conseguirla para él, y buscándole las vueltas y sabiéndolo los parientes del herido, sin esperar más se la mandaron prestamente; lo que al príncipe fue sumamente grato y otro tanto a la mujer, porque fuera de un gran peligro le pareció estar. El príncipe, viéndola además de por la belleza adornada con trajes reales, no pudiendo de otra manera saber quién fuese ella, estimó que sería noble señora, y por lo tanto su amor por ella se redobló; y teniéndola muy honradamente, no a guisa de amiga sino como a su propia mujer la trataba. Lo que, considerando la mujer los pasados males y pareciéndole bastante bien estar, tan consolada y alegre estaba mientras sus encantos florecían que de nada más parecía que hubiera que hablar en Romania.
Por lo cual, al duque de Atenas, joven y bello y arrogante en su persona, amigo y pariente del príncipe, le dieron ganas de verla: y haciendo como que venía a visitarle, como acostumbraba a hacer de vez en cuando, con buena y honorable compañía se vino a Clarentza, donde fue honradamente recibido con gran fiesta. Después, luego de algunos días, venidos a hablar de los encantos de aquella mujer, preguntó al duque si eran cosa tan admirable como se decía; a lo que el príncipe respondió:
_Mucho más; pero de ello no mis palabras sino tus ojos quiero que den fe.
A lo que, invitando al duque el príncipe, juntos fueron allá donde ella estaba; la cual, muy cortésmente y con alegre rostro, habiendo antes sabido su venida, les recibió. Y habiéndola hecho sentar entre ellos, no se pudo de hablar con ella tomar ningún agrado porque poco o nada de aquella lengua entendía; por lo que cada uno la miraba como a cosa maravillosa, y mayormente el duque, el cual apenas podía creer que fuese cosa mortal, y sin darse cuenta, al mirarla, con el amoroso veneno que con los ojos bebía, creyendo que su gusto satisfacía mirándola, se enviscó a sí mismo, enamorándose de ella ardentísimamente.
Y luego que de ella, junto con el príncipe, se hubo partido y tuvo espacio de poder pensar por sí solo, juzgaba al príncipe más feliz que a nadie teniendo una cosa tan bella a su disposición; y luego de muchos y diversos pensamientos, pesando más su fogoso amor que su honra, determinó, sucediera lo que fuese, privar al príncipe de aquella felicidad y hacerse feliz con ella a sí mismo si pudiese. Y, teniendo en el ánimo apresurarse, dejando toda razón y toda justicia aparte, a los engaños dispuso todo su pensamiento; y un día, según el malvado plan establecido por él, junto con un secretísimo camarero del príncipe que tenía por nombre Ciuriaci, secretísimamente todos sus caballos y sus cosas hizo preparar para irse, y viniendo la noche, junto con un compañero, todos armados, llevado fue por el dicho Ciuriaci a la alcoba del príncipe silenciosamente. Al que vio que, por el gran calor que hacía, mientras dormía la mujer, él todo desnudo estaba a una ventana abierta al puerto, tomando un vientecillo que de aquella parte venía; por la cual cosa, habiendo a su compañero antes informado de lo que tenía que hacer, silenciosamente fue por la cámara hasta la ventana, y allí con un cuchillo hiriendo al príncipe en los riñones, lo traspasó de una a otra parte, y cogiéndolo prestamente, lo arrojó por la ventana abajo.
Estaba el palacio sobre el mar y muy alto, y aquella ventana a la que estaba entonces el príncipe daba sobre algunas casas que habían sido derribadas por el ímpetu del mar, a las cuales raras veces o nunca alguien iba; por lo que sucedió, tal como el duque lo había previsto, que la caída del cuerpo del príncipe ni fue ni pudo ser oída por nadie. El compañero del duque, viendo que aquello estaba hecho, rápidamente un cabestro que llevaba para aquello, fingiendo hacer caricias a Ciuriaci, se lo echó a la garganta y tiró de manera que Ciuriaci no pudo hacer ningún ruido; y reuniéndose con él el duque, lo estrangularon, y adonde el príncipe arrojado había, lo arrojaron. Y hecho esto, manifiestamente conociendo que no habían sido oídos ni por la mujer ni por nadie, tomó el duque una luz en la mano y la levantó sobre la cama, y silenciosamente a la mujer toda, que profundamente dormía, descubrió; y mirándola entera la apreció sumamente, y si vestida le había gustado sobre toda comparación le gustó desnuda. Por lo que, inflamándose en mayor deseo, no espantado por el reciente pecado por él cometido, con las manos todavía sangrientas, junto a ella se acostó y con ella toda soñolienta, y creyendo que el príncipe fuese, yació.
Pero luego de que algún tiempo con grandísimo placer estuvo con ella, levantándose y haciendo venir allí a algunos de sus compañeros, hizo coger a la mujer de manera que no pudiera hacer ruido, y por una puerta falsa, por donde entrado había él, llevándola y poniéndola a caballo, lo más silenciosamente que pudo, con todos los suyos se puso en camino y se volvió a Atenas. Pero como tenía mujer, no en Atenas sino en un bellísimo lugar suyo que un poco a las afueras de la ciudad tenía junto al mar, dejó a la más dolorosa de las mujeres, teniéndola allí ocultamente y haciéndola honradamente, de cuanto necesitaba, servir.
Habían a la mañana siguiente los cortesanos del príncipe esperado hasta la hora de nona a que el príncipe se levantase; pero no oyendo nada, empujando las puertas de la cámara que solamente estaban entornadas, y no encontrando allí a nadie, pensando que ocultamente se hubiera ido a alguna parte para estarse algunos días a su gusto con aquella su hermosa mujer, más no se preocuparon. Y así las cosas, sucedió que al día siguiente, un loco, entrando entre las ruinas donde estaban el cuerpo del príncipe y el de Ciuriaci, por el cabestro arrastró afuera a Ciuriaci, y lo iba arrastrando tras él. El cual, no sin maravilla fue reconocido por muchos, que con lisonjas haciéndose llevar por el loco allí de donde lo había arrastrado, allí, con grandísimo dolor de toda la ciudad, encontraron el del príncipe, y honrosamente lo sepultaron; e investigando sobre los autores de tan grande delito, y viendo que el duque de Atenas no estaba, sino que se había ido furtivamente, estimaron, como era, que él debía haber hecho aquello y llevádose a la mujer.
Por lo que prestamente sustituyendo a su príncipe con un hermano del muerto, le incitaron con todo su poder a la venganza; el cual, por muchas otras cosas confirmado después haber sido tal como lo habían imaginado, llamando en su ayuda a amigos y parientes y servidores de diversas partes, prontamente reunió una grande y buena y poderosa hueste, y a hacer la guerra al duque de Atenas se enderezó.
El duque, oyendo estas cosas, en su defensa semejantemente aparejó todo su ejército, y vinieron en su ayuda muchos señores, entre los cuales, enviados por el emperador de Constantinopla, estaban Costanzo su hijo y Manovello su sobrino con buenas y grandes gentes, los cuales fueron recibidos honradamente por el duque, y más por la duquesa, porque era su hermana. Aprestándose las cosas para la guerra más de día en día, la duquesa, en tiempo oportuno, a ambos a dos hizo venir a su cámara, y allí con lágrimas bastantes y con muchas palabras toda la historia les contó, mostrándoles las razones de la guerra y la ofensa hecha contra ella por el duque con la mujer a la que creía tener ocultamente; y doliéndose mucho de aquello, les rogó que al honor del duque y al consuelo de ella ofreciesen la reparación que pensasen mejor. Sabían los jóvenes cómo había sido todo aquel hecho y, por ello, sin preguntar demasiado, confortaron a la duquesa lo mejor que supieron y la llenaron de buena esperanza, e informados por ella de dónde estaba la mujer, se fueron.
Y habiendo muchas veces oído hablar de la mujer como maravillosa, desearon verla y al duque pidieron que se la enseñase; el cual, mal recordando lo que al príncipe había sucedido por habérsela enseñado a él, prometió hacerlo: y hecho aparejar en un bellísimo jardín, en el lugar donde estaba la mujer, un magnífico almuerzo, a la mañana siguiente, a ellos con algunos otros compañeros a comer con ella los llevó. Y estando sentado Costanzo con ella, la comenzó a mirar lleno de maravilla, diciéndose que nunca había visto nada tan hermoso, y que ciertamente por excusado podía tenerse al duque y a cualquiera que para tener una cosa tan hermosa cometiese traición o cualquier otra acción deshonesta: y una vez y otra mirándola, y celebrándola cada vez más, no de otra manera le sucedió a él lo que le había sucedido al duque. Por lo que, yéndose enamorado de ella, abandonado todo el pensamiento de guerra, se dio a pensar cómo se la podría quitar al duque, óptimamente a todos celando su amor. Pero mientras él se inflamaba en este fuego, llegó el tiempo de salir contra el príncipe que ya a las tierras del duque se acercaba; por lo que el duque y Costanzo y todos los otros, según el plan hecho en Atenas saliendo, fueron a contender a ciertas fronteras, para que más adelante no pudiera venir el príncipe.
Y deteniéndose allí muchos días, teniendo siempre Costanzo en el ánimo y en el pensamiento a aquella mujer, imaginando que, ahora que el duque no estaba junto a ella, muy bien podría venir a cabo de su placer, por tener una razón para volver a Atenas se fingió muy indispuesto en su persona; por lo que, con permiso del duque, delegado todo su poder en Manovello, a Atenas se vino junto a la hermana, y allí, luego de algunos días, haciéndola hablar sobre la ofensa que del duque le parecía recibir por la mujer que tenía, le dijo que, si ella quería, él la ayudaría bien en aquello, haciendo de allí donde estaba sacarla y llevársela. La duquesa, juzgando que Costanzo por su amor y no por el de la mujer lo hacía, dijo que le placía mucho siempre que se hiciese de manera que el duque nunca supiese que ella hubiera consentido en esto. Lo que Costanzo plenamente le prometió; por lo que la duquesa consintió en que él como mejor le pareciese hiciera.
Costanzo, ocultamente, hizo armar una barca ligera, y aquella noche la mandó cerca del jardín donde vivía la mujer, informados los suyos que en ella estaban de lo que habían de hacer, y junto con otros fue al palacio donde estaba la mujer, donde por aquellos que allí al servicio de ella estaban fue alegremente recibido, y también por la mujer; y con ésta, acompañada por sus servidores y por los compañeros de Costanzo, como quisieron, fueron al jardín. Y como si a la mujer de parte del duque quisiera hablarle, con ella, hacia una puerta que salía al mar, solo se fue; a la cual, estando ya abierta por uno de sus compañeros, y allí con la señal convenida llamada la barca, haciéndola coger prestamente y poner en la barca, volviéndose a sus criados, les dijo:
_Nadie se mueva ni diga palabra, si no quiere morir, porque entiendo no robar al duque su mujer sino llevarme la vergüenza que le hace a mi hermana.
A esto nadie se atrevió a responder; por lo que Costanzo, con los suyos en la barca montado y acercándose a la mujer que lloraba, mandó que diesen los remos al agua y se fueran; los cuales, no bogando sino volando, casi al alba del día siguiente llegaron a Egina. Bajando aquí a tierra y descansando Costanzo con la mujer, que su desventurada hermosura lloraba, se solazó; y luego, volviéndose a subir a la barca, en pocos días llegaron a Quíos, y allí, por temor a la reprensión de su padre y para que la mujer robada no le fuese quitada, plugo a Costanzo como en seguro lugar quedarse; donde muchos días la mujer lloró su desventura, pero luego, consolada por Costanzo, como las otras veces había hecho, empezó a tomar el gusto a lo que la fortuna le deparaba.
Mientras estas cosas andaban de tal guisa, Osbech, entonces rey de los turcos, que estaba en continua guerra con el emperador, en aquel tiempo vino por acaso a Esmirna, y oyendo allí cómo Costanzo en lasciva vida, con una mujer suya a quien robado había, sin ninguna precaución estaba en Quíos, yendo allí con unos barquichuelos armados una noche y ocultamente con su gente entrando en la ciudad, a muchos cogió en sus camas antes de que se diesen cuenta de que los enemigos habían llegado; y por último a algunos que, despertándose, habían corrido a las armas, los mataron, y, prendiendo fuego a toda la ciudad, el botín y los prisioneros puestos en las naves, hacia Esmirna se volvieron.
Llegados allí, encontrando Osbech, que era hombre joven, al revisar el botín, a la hermosa mujer, y conociendo que aquélla era la que con Costanzo había sido cogida durmiendo en la cama, se puso sumamente contento al verla; y sin tardanza la hizo su mujer y celebró las bodas, y con ella se acostó contento muchos meses.
El emperador, que antes de que estas cosas sucedieran había tenido tratos con Basano, rey de Capadocia, para que contra Osbech bajase por una parte con sus fuerzas y él con las suyas le asaltara por la otra, y no había podido cumplirlo aún plenamente porque algunas cosas que Basano pedía, como menos convenientes no había podido hacerlas, oyendo lo que a su hijo había sucedido, triste se puso sobremanera y sin tardanza lo que el rey de Capadocia le pedía hizo, y él cuanto más pudo solicitó que descendiese contra Osbech, aparejándose él de la otra parte a irle encima. Osbech, al saber esto, reunido su ejército, antes de ser cogido en medio por los dos poderosísimos señores, fue contra el rey de Capadocia, dejando en Esmirna al cuidado de un fiel familiar y amigo a su bella mujer; y con el rey de Capadocia enfrentándose después de algún tiempo combatió y fue muerto en la batalla y su ejército vencido y dispersado.
Por lo que Basano, victorioso, se puso libremente a venir hacia Esmirna; y al venir, toda la gente como a vencedor le obedecía. El familiar de Osbech, cuyo nombre era Antíoco, a cargo de quien había quedado la hermosa mujer, por templado que fuese, viéndola tan bella, sin observar a su amigo y señor lealtad, de ella se enamoró; y sabiendo su lengua (lo que mucho le agradaba, como a quien varios años a guisa de sorda y de muda había tenido que vivir, por no haberla entendido nadie y ella no haber entendido a nadie), incitado por el amor, comenzó a tomar tanta familiaridad con ella en pocos días que, no después de mucho, no teniendo consideración a su señor que en armas y en guerra estaba, hicieron su trato no solamente en amistoso sino en amoroso transformarse, tomando el uno del otro bajo las sábanas maravilloso placer.
Pero oyendo que Osbech estaba vencido y muerto, y que Basano venía pillando todo, tomaron juntos por partido no esperarlo allí sino que cogiendo grandísima parte de las cosas más preciosas que allí tenía Osbech, juntos y escondidamente, se fueron a Rodas; y no habían vivido allí mucho tiempo cuando Antíoco enfermó de muerte. Estando con el cual por acaso un mercader chipriota muy amado por él y sumamente su amigo, sintiéndose llegar a su fin, pensó que le dejaría a él sus cosas y su querida mujer. Y ya próximo a la muerte, a ambos llamó, diciéndoles así:
_Veo que desfallezco sin remedio; lo que me duele, porque nunca tanto me gustó vivir como ahora me gustaba. Y cierto es que de una cosa muero contentísimo, porque, teniendo que morir, me veo morir en los brazos de las dos personas a quienes amo más que a ninguna otra que haya en el mundo, esto es en los tuyos, carísimo amigo, y en los de esta mujer a quien más que a mí mismo he amado desde que la conocí. Es verdad que doloroso me es saber que se queda forastera y sin ayuda ni consejo, al morirme yo; y más doloroso me sería todavía si no te viese a ti que creo que cuidado de ella tendrás por mi amor como lo tendrías de mi mismo; y por ello, cuanto más puedo te ruego que, si me muero, que mis cosas y ella queden a tu cuidado, y de las unas y de la otra haz lo que creas que sirva de consuelo a mi alma. Y a ti, queridísima mujer, te ruego que después de mi muerte no me olvides, para que yo allá pueda envanecerme de que soy amado aquí por la más hermosa mujer que nunca fue formada por la naturaleza. Si de estas dos cosas me dieseis segura esperanza, sin ninguna duda me iré consolado.
El amigo mercader y semejantemente la mujer, al oír estas palabras, lloraban; y habiendo callado él, le confortaron y le prometieron por su honor hacer lo que les pedía, si sucediera que él muriese; y poco después murió y por ellos fue hecho sepultar honorablemente. Después, luego de pocos días, habiendo el mercader chipriota todos sus negocios en Rodas despachado y queriendo volverse a Chipre en una coca de catalanes que allí había, preguntó a la hermosa mujer que qué quería hacer, como fuera que a él le convenía volverse a Chipre.
La mujer repuso que con él, si le pluguiera, iría de buena gana, esperando que por el amor de Antíoco sería tratada y mirada por él como una hermana. El mercader repuso que de lo que a ella gustase estaría contento: y, para de cualquier ofensa que pudiese sobrevenirle antes de que a Chipre llegasen, defenderla, dijo que era su mujer. Y subido a la nave, habiéndoles dado un camarote en la popa, para que las obras no pareciesen contrarias a las palabras, con ella en una litera bastante pequeña dormía. Por lo que sucedió lo que ni por el uno ni por el otro había sido acordado al partir de Rodas; es decir que, incitándoles la oscuridad y la comodidad y el calor de la cama, cuyas fuerzas no son pequeñas, olvidada la amistad y el amor por Antíoco muerto, atraídos por igual apetito, empezando a hurgonearse el uno al otro, antes de que a Pafos llegasen, de donde era el chipriota, se habían hecho parientes; y llegados a Pafos, mucho tiempo estuvo con el mercader.
Sucedió por acaso que a Pafos llegó por algún asunto suyo un gentilhombre cuyo nombre era Antígono, cuyos años eran muchos pero cuyo juicio era mayor, y pocas las riquezas, porque habiéndose en muchas cosas mezclado al servicio del rey de Chipre, la fortuna le había sido contraria. El cual, pasando un día por delante de la casa donde la hermosa mujer vivía, habiendo el mercader chipriota ido con su mercancía a Armenia, le sucedió por ventura ver a una ventana de su casa a esta mujer; a quien, como era hermosísima, empezó a mirar fijamente, y empezó a querer acordarse de haberla visto otras veces, pero dónde de ninguna manera acordarse podía.
La hermosa mujer, que mucho tiempo habla sido juguete de la fortuna, acercándose al término en que sus males debían hallar fin, al ver a Antígono se acordó de haberlo visto en Alejandría al servicio de su padre, en no baja condición; por lo cual, concibiendo súbita esperanza de poder aún volver al estado real con sus consejos, no sintiendo a su mercader, lo antes que pudo hizo llamar a Antígono. Al cual, venido a ella, tímidamente preguntó si él fuese Antígono de Famagusta, como creía. Antígono repuso que sí, y además de ello dijo:
_Señora, a mí me parece conoceros, pero por nada puedo acordarme de dónde; por lo que os ruego, si no os es enojoso, que a la memoria me traigáis quién sois.
La mujer, oyendo que era él, llorando fuertemente le echó los brazos al cuello, y, luego de un poco, a él, que mucho se maravillaba, le preguntó si nunca en Alejandría la había visto. Cuya pregunta oyendo Antígono reconoció incontinenti que era aquélla Alatiel la hija del sultán que muerta en el mar se creía que había sido, y quiso hacerle la reverencia debida; pero ella no lo sufrió, y le rogó que con ella se sentase un poco. Lo que, hecho por Antígono, le preguntó reverentemente cómo y cuándo y de dónde había venido aquí, como fuera que en toda la tierra de Egipto se tuviese por cierto que se había ahogado en el mar, hacía ya algunos años. A lo que dijo la mujer:
_Bien querría que hubiera sido así más que haber tenido la vida que he tenido, y creo que mi padre querría lo mismo, si alguna vez lo supiera.
Y dicho así, volvió a llorar maravillosamente; por lo que Antígono le dijo:
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