_¡Ah, vete a por mi criada y haz de manera que ella pueda venir aquí arriba a buscarme! El labrador, conociéndola, dijo:
_¡Ay, señora!, ¿y quién os subió ahí? Vuestra criada está todo el día buscándoos; ¿pero quién hubiera pensado que estuvieseis ahí? Y cogiendo los largueros de la escala, comenzó a ponerla en donde estar solía y a atarlos con vilortas y palos de un lado a otro; y en éstas, la criada apareció y, entrando en la torre, no pudiendo ya contener la voz, dándose golpes con las palmas de las manos, comenzó a gritar:
_¡Ay, dulce señora mía!, ¿dónde estáis? La señora, oyéndola, lo más fuerte que pudo, dijo:
_¡Oh, hermana mía, estoy aquí arriba! No llores sino que tráeme pronto mis ropas.
Cuando la criada la oyó hablar, casi por completo consolada, subió por la escala ya casi completamente arreglada por el labrador, y ayudada por él, llegó al terrado; y viendo a su señora que no parecía tener cuerpo humano sino ser el tronco de una vid achicharrado por el fuego, toda vencida, toda inerte, yaciendo desnuda en tierra, arañándose el rostro comenzó a llorar sobre ella no de otra manera que si estuviese muerta. Pero la señora le rogó por Dios que se callara y le ayudase a vestirse; y habiendo sabido por ella que nadie sabía dónde había estado sino los que le habían llevado las ropas y el labrador que al presente estaba allí, un tanto consolada por ello, les rogó por Dios que nunca a nadie dijesen nada de aquello. El labrador, luego de mucha charla, llevando a la señora en brazos, porque no podía andar, seguramente la sacó de la torre. La desdichada criada, que detrás se había quedado, bajando menos cuidadosamente, se torció un pie y cayó de la escala al suelo rompiéndose una cadera, y con el dolor que sentía comenzó a bramar que parecía un león. El labrador, dejando a la señora en un prado, fue a ver qué tenía la criada, y hallándola con la cadera rota, igualmente la llevó al prado y la dejó junto a su señora; la cual, viendo esto añadirse a sus males, y haberse roto la cadera aquella por quien esperaba ser ayudada más que por nadie, triste sin medida comenzó de nuevo su llanto tan miserablemente que no sólo el labrador no pudo consolarla sino que también él comenzó a llorar. Pero estando ya bajo el sol, para que aquí no les cogiese la noche, tal como plugo a la desconsolada señora, fue a su casa y llamando a dos de sus hermanos y a la mujer, y volviendo allí con una tabla, sobre ella colocaron a criada y señora y a casa las llevaron; y reconfortada la señora con un poco de agua fresca y con buenas palabras, cogiéndola el labrador en brazos, la llevó a su alcoba. La mujer del labrador, habiéndole dado de comer pan ensopado y desnudándola luego, la metió en la cama, y organizaron las cosas de manera que ella y su criada fuesen de noche llevadas a Florencia; y así se hizo. Allí, la señora, que gran acopio de embustes tenía, inventando una fábula muy diferente de las cosas sucedidas, tanto de ella como de su criada hizo creer a sus hermanos, y a sus cuñadas y a todas las demás personas, que por arte de los demonios esto les había sucedido. Los médicos fueron prestamente y no sin grandísimo dolor y sufrimiento de la señora, que toda la piel dejó muchas veces pegada a las sábanas, de una grave fiebre y de otros accidentes la curaron, y semejantemente a la criada de la cadera; por la cual cosa la señora, olvidado su amante, de entonces en adelante de hacer burlas y de amar se guardó prudentemente; y el escolar, oyendo que a la criada se le había roto la pierna y pareciéndole haber logrado completa venganza, contento, dejó las cosas así. Así pues, esto fue lo que sucedió a la necia joven por sus burlas, por creer que podía divertirse con un escolar como habría podido con otros, no sabiendo que éstos (no digo todos pero sí la mayor parte) saben dónde tiene la cola el diablo. Y, por ello, señoras, guardaos de las burlas, y especialmente a los escolares.
Novela octava De dos amigos que siempre están juntos uno se acuesta con la mujer del otro, este otro, apercibiéndose, de acuerdo con su mujer lo encierra en un arcón sobre el cual, estando aquél dentro, con la mujer de él se acuesta. Graves y dolorosos habían sido los casos de Elena a los oídos de las señoras, pero porque en parte estimaban que le habían ocurrido justamente, con más moderada compasión los habían sobrellevado, aunque inflexible y fieramente constante, así como cruel, reputasen al escolar. Pero habiendo Pampínea llegado al fin, la reina ordenó a Fiameta que continuase; la cual, deseosa de obedecer, dijo:
Amables señoras, como me parece que os ha causado alguna amargura la severidad del ofendido escolar, estimo que sea conveniente ablandar con alguna cosa más deleitable los exasperados espíritus; y por ello entiendo contaros una historieta sobre un joven que con ánimo más manso recibió una injuria, y la vengó con una acción más moderada; por la cual podréis comprender que cada uno debe contentarse, como el asno, con recibir cuanto ha dado contra la pared, sin desear (sobrepasando las conveniencias de la venganza) injuriar cuando lo que pretende es vengar la recibida injuria.
Debéis, pues, saber, que en Siena, como he oído decir, hubo dos jóvenes asaz acomodados y de buenas familias plebeyas, de los cuales uno se llamaba Spinelloccio de Távena y el otro Zeppa de Mino, y los dos eran vecinos en Cainollia. Estos dos jóvenes siempre estaban juntos y, a lo que parecía se amaban como si fuesen hermanos o más; y cada uno tenía por mujer a una muy hermosa. Ahora bien, sucedió que yendo Spinelloccio muy frecuentemente a casa de Zeppa, estando allí Zeppa o sin estar, de tal manera intimó con la mujer de Zeppa que comenzó a acostarse con ella; y así continuaron durante bastante tiempo sin que nadie se apercibiese. Pero al cabo, estando un día Zeppa en casa y no sabiéndolo su mujer, Spinelloccio vino a buscarlo. La mujer dijo que no estaba en casa; con lo que Spinelloccio, subiendo prestamente y encontrando a la mujer en la sala, y viendo que nadie más había, abrazándola, comenzó a besarla, y ella a él. Zeppa, que esto vio, no dijo palabra sino que se quedó escondido para ver a dónde llegaba aquel juego; y en breve vio a su mujer y a Spinelloccio irse así abrazados a la alcoba y encerrarse en ella; de lo que mucho se enfureció. Pero sabiendo que ni por hacer un alboroto ni por otra cosa se aminoraría su ofensa, sino que crecería el deshonor, se puso a pensar qué venganza podría tomar que, sin divulgarse, tranquilizase a su ánimo. Y después de mucho pensar, pareciéndole haber encontrado el modo, estuvo tanto tiempo escondido cuanto Spinelloccio estuvo con su mujer; y en cuanto se hubo ido entró él en su alcoba, donde encontró a su mujer que todavía no había terminado de colocarse en la cabeza la toca, que jugueteando Spinelloccio le había desordenado; y dijo:
_Mujer, ¿qué haces? A lo que la mujer respondió:
_¿No lo ves? Dijo Zeppa:
_Bien lo veo, ¡y también he visto otra cosa que no querría! Y con ella empezó a hablar de las cosas ocurridas; y ella, con grandísimo temor, después de mucho darle vueltas, habiéndole confesado lo que claramente negar no podía de su intimidad con Spinefloccio, llorando comenzó a pedirle perdón. A quien Zeppa dijo:
_Mira, mujer, has hecho mal; y si quieres que te lo perdone piensa en hacer obedientemente lo que voy a ordenarte, que es esto: quiero que digas a Spinelloccio que mañana por la mañana hacia la hora de tercia encuentre alguna razón para separarse de mí y venir contigo; y cuando esté aquí, yo volveré, y al oírme, hazlo meterse en este arcón y enciérralo dentro; luego, cuando hayas hecho esto, te diré lo demás que tienes que hacer; y en hacer esto no tengas ningún temor porque te prometo que no le haré ningún mal.
La mujer, por satisfacerle, dijo que lo haría; y así lo hizo. Llegado el día siguiente, estando Zeppa y Spinelloccio juntos, hacia la hora de tercia, Spinelloccio, que había prometido a la mujer ir a verla a aquella hora, dijo a Zeppa:
_Esta mañana tengo que ir a almorzar con un amigo a quien no quiero hacer esperar, así que quédate con Dios.
Dijo Zeppa:
_Todavía no es hora de almorzar hasta dentro de un rato.
Spinelloccio dijo:
_No importa; tengo también que hablar con él de un asunto mío; de manera que me conviene estar temprano.
Separándose, pues, Spinelloccio de Zeppa, dando una vuelta, se fue a su casa con su mujer; y había acabado de entrar en la alcoba cuando Zeppa volvió; el cual, al sentirlo la mujer, mostrándose muy miedosa, le hizo meterse en el arcón que su marido le había dicho, y lo encerró dentro y salió de la alcoba. Zeppa, llegando arriba, dijo:
_Mujer, ¿es hora de almorzar? La mujer respondió:
_Si, ya es.
Dijo entonces Zeppa:
_Spinelloccio ha ido a almorzar con un amigo suyo y ha dejado sola a su mujer; asómate a la ventana y llámala, y dile que venga a almorzar con nosotros.
La mujer, temiendo por ella misma, y por eso muy obediente, hizo lo que el marido le ordenaba. La mujer de Spinelloccio, rogándoselo mucho la mujer de Zeppa, vino allí al oír que su marido no venía a almorzar; y cuando ella hubo llegado, Zeppa, haciéndole grandes halagos y cogiéndola familiarmente por la mano, mandó en voz baja a su mujer que se fuese a la cocina, y a ella se la llevó a la alcoba; y cuando estuvo allí quedándose atrás, cerró la alcoba por dentro. Cuando la mujer le vio cerrar la alcoba por dentro, dijo:
_¡Ay, Zeppa!, ¿qué quiere decir esto? ¿Éste es el amor que tenéis a Spinelloccio y la leal compañía que me hacéis? A quien Zeppa, acercándose al arcón donde estaba encerrado su marido y agarrándola bien, dijo:
_Señora, antes de quejarte, escucha lo que voy a decirte: yo he amado y amo a Spinelloccio como a un hermano; y ayer, sin saberlo él, me encontré con que la confianza que yo tenía en él había llegado a que él con mi mujer se acuesta como lo hace contigo; ahora bien, como le amo, no entiendo tomar otra venganza contra él sino la que iguale a la ofensa: él ha tenido a mi mujer y yo entiendo tenerte a ti. Si tú no quieres, tendré que cogerlo en ello y como no pienso dejar esta ofensa sin castigo, le daré uno con el que ni tú ni él estaréis nunca contentos.
La mujer, al oír esto, y luego de muchas confirmaciones que le dio Zeppa, creyéndole, dijo:
_Zeppa mío, puesto que esta venganza debe caerme encima, estoy contenta de ello, siempre que hagas que esto que debemos hacer no me enemiste con tu mujer tal como yo espero seguir en paz con ella a pesar de lo que me ha hecho.
A quien Zeppa contestó:
_Con seguridad eso haré; y además de ello te daré una joya tan hermosa y preciada como ninguna otra tienes.
Y dicho esto, abrazándola y comenzando a besarla, la echó sobre el arcón donde estaba encerrado su marido, y allí encima, cuanto le plugo se solazó con ella y ella con él. Spinelloccio, que en el arcón estaba y había oído todas las palabras dichas por Zeppa y la respuesta de su mujer, y luego había sentido la danza trevisana que le bailaban sobre la cabeza, durante un rato grandísimo sintió tal dolor que le parecía morir; y si no fuese porque temía a Zeppa, le habría gritado a su mujer un gran insulto, así encerrado como estaba. Luego, pensando mejor que la injuria la había empezado él y que Zeppa tenía razón en hacerle lo que le hacía y que hacia él se había comportado humanamente y como amigo, se dijo a sí mismo que debía ser más amigo que nunca de Zeppa, si éste quería. Zeppa, después de estar con la mujer cuanto quiso, bajó del arcón, y pidiéndole la mujer la joya prometida abriendo la alcoba, hizo venir a su mujer, la cual no dijo otra cosa sino:
_Señora me habéis dado un pan por unas tortas _y lo dijo riéndose.
A quien Zeppa dijo:
_Abre ese arcón _y ella lo hizo; dentro del cual enseñó a la señora a su Spinelloccio. Y largo sería de decir cuál de los dos se avergonzó más, si Spinelloccio viendo a Zeppa y sabiendo que sabía lo que él había hecho, o la mujer viendo a su marido y conociendo que él había oído y sentido lo que le había hecho sobre la cabeza.
A la cual dijo Zeppa:
_Aquí está la joya que te doy.
Spinelloccio, saliendo del arcón, sin gastar muchas palabras, dijo:
_Zeppa, estamos igualados, y por ello está bien, como le decías antes a mi mujer, que sigamos siendo amigos como solíamos: y no teniendo entre nosotros nada que no sea común sino las mujeres, que también las mujeres compartamos.
Zeppa estuvo contento, y en la mayor paz del mundo almorzaron los cuatro juntos; y de entonces en adelante cada una de aquellas mujeres tuvo dos maridos y cada uno de ellos tuvo dos mujeres sin que tuvieran nunca ninguna discusión ni enfado por aquello.
NOVELA NOVENA El maestro Simón, médico, habiendo sido hecho ir por Bruno y Buffalmacco (para entrar en una compañía que van de corsarios) de noche a cierto lugar, es arrojado por Buffalmacco en una fosa de inmundicias y abandonado allí. Luego de que las señoras un rato hubieron hablado de la comunidad de mujeres establecida por los dos sieneses, la reina, a quien sólo quedaba el novelar (si no quería hacerse injuria a Dioneo), comenzó:
Muy merecidamente, amorosas señoras, ganó Spinelloccio la burla que le fue hecha por Zeppa; por la cual cosa no me parece que agriamente deba ser reprendido, como Pampínea quiso hace poco demostrar, quien burla a quien lo va buscando o que se lo mereció. Spinelloccio se lo mereció, y yo entiendo hablar de uno que lo fue buscando, estimando que quienes se la gastaron no fueron dignos de reproche sino de alabanzas. Y aquel a quien se la gastaron fue un médico que de Bolonia volvió a Florencia todo cubierto de pieles de armiño.
Tal como todos los días vemos, nuestros conciudadanos vuelven aquí de Bolonia cuál juez, cuál médico, cuál notario, con las ropas largas y anchas y con las escarlatas y con los armiños y con otras muchas apariencias de grandeza, a las cuales cómo siguen los hechos también lo vemos todos los días. Entre los cuales, un maestro Simón de la Villa, más rico en bienes paternos que en ciencia, no hace mucho tiempo, vestido de escarlata y con una gran beca, doctor en medicina como él mismo se decía, aquí volvió, y se aposentó en la calle que nosotros llamamos hoy Vía del Cocomero. Este maestro Simón, recientemente llegado, como se ha dicho, entre sus otras costumbres notables tenía la costumbre de preguntar a quien con él estuviese quién era cualquier hombre que hubiese visto pasar por la calle; y como si de los actos de los hombres debiese componer la medicina que tenía que dar a sus enfermos, en todos se fijaba y lo recordaba todo. Y entre los demás en quienes con más interés puso los ojos, hubo dos pintores sobre los que aquí se ha hablado hoy dos veces, Bruno y Buffalmacco, que siempre estaban juntos y eran sus vecinos. Y pareciéndole que estos dos menos preocupaciones que nadie en el mundo tenían y vivían muy alegremente, cómo vivían y cuál era su condición preguntó a muchas personas; y oyéndoles a todos que aquéllos eran hombres pobres y pintores, se le metió en la cabeza que no debía poder ser que tan alegremente viviesen en su pobreza sino que pensó (porque había oído que eran hombres astutos) que de algún otro lugar no sabido por los hombres lograban grandísimos beneficios, y por ello dio en el deseo de querer, si podía, con los dos o por lo menos con uno tener amistad, y le ocurrió hacer amistad con Bruno. Y Bruno, conociendo en las pocas veces que con él había estado que este médico era un animal, comenzó a divertirse con él cuanto podía con sus historias; y semejantemente el médico comenzó a tomar de él maravilloso placer. Y habiéndolo una vez invitado a comer con él y por ello creyendo que podía hablar con él en confianza, le dijo la maravilla que le causaban él y Buffalmacco que, siendo hombres pobres, tan alegremente vivían, y le rogó que le enseñase cómo hacían. Bruno, oyendo al médico y pareciéndole la pregunta una de las suyas, necias e insípidas, comenzó a reírse y pensó en responderle según a su borreguez correspondía, y dijo:
_Maestro, no le diría a muchas personas lo que hacemos, pero de decírselo a vos, que sois amigo y que sé que a nadie más lo diréis, no me guardaré. Es verdad que mi compañero y yo vivimos tan alegremente y tan bien como os parece, y mucho más; y no es de nuestro oficio ni de ningún otro fruto que podamos sacar de nuestras posesiones, de donde no podríamos pagar ni siquiera el agua que necesitamos; y no quiero por ello que creáis que andamos robando sino que andamos de corsarios, y de esto todo lo que necesitamos y nos gusta, sin daño de un tercero, lo sacamos todo; y de esto viene el alegre vivir que nos veis.
El médico, al oír esto, y sin saber qué era, creyéndolo, se maravilló mucho, y súbitamente entró en ardentísimo deseo de saber qué era andar de corsarios, afirmándole que por cierto nunca se lo diría a ninguna persona.
_¡Ay! _dijo Bruno_, maestro, ¿qué me pedís? Es un secreto demasiado grande el que queréis saber, y es cosa que me destruiría y me arrojaría del mundo y también que me pondría en boca del Lucifer de San Gallo si otra persona lo supiese: pero es tan grande el amor que siento por vuestra cualitativa melonez de Legnaia y la fe que en vos tengo, que no puedo negaros nada que queráis; y por ello os lo diré, con la condición de que me juréis por la cruz de Montesori que nunca, como lo habréis prometido, lo diréis.
El maestro afirmó que no lo haría.
_Debéis, pues, saber _dijo Bruno_, endulzado maestro mío, que no hace mucho que hubo en esta ciudad un gran maestro de nigromancia que tuvo por nombre Michele Scotto, porque era de Escocia y que de muchos gentileshombres de los cuales pocos están hoy vivos, recibió grandísimo honor; y queriendo irse de aquí, a instancia de sus ruegos dejó a dos de sus capaces discípulos, a quienes ordenó que a todos los gustos de estos tales gentileshombres que le habían honrado estuviesen siempre dispuestos. Éstos, pues, servían a los dichos gentileshombres en ciertos amores suyos y en otras cosas libremente; luego, gustándoles la ciudad y las costumbres de los hombres, se dispusieron a estar siempre unidos en grande y estrecha amistad con algunos, sin mirar que fuesen más o menos nobles que no nobles, ni más ricos que pobres, solamente que fuesen hombres conforme a su gusto. Y por complacer a estos tales amigos suyos, organizaron una compañía de unos veinticinco hombres, los cuales al menos dos veces al mes tuvieran que reunirse en algún lugar concertado entre ellos; y estando allí, cada uno les dice a éstos su deseo y prestamente ellos lo satisfacen por aquella noche; con los cuales dos teniendo Buffalmacco y yo singular amistad y confianza, por ellos en la tal compañía fuimos incluidos, y somos. Y os digo que siempre que sucede que nos reunamos, es cosa maravillosa de ver los tapices que cuelgan en torno a la sala donde comemos y las mesas puestas a la real y la cantidad de nobles y apuestos servidores, tanto hombres como mujeres, al servicio de todos cuantos están en la compañía, y las palanganas, los aguamaniles, los frascos y las copas y las demás vajillas de oro y de plata en las cuales comemos y bebemos; y además de esto los muchos y variados manjares, según lo que cada uno desea, que traen delante de cada uno a su tiempo. No podré jamás pintaros cuántos y cuáles son los dulces sones de los instrumentos infinitos y los cantos llenos de armonía que se oyen allí, ni os podré decir cuánta sea la cera que arde en estas cenas ni cuántos sean los dulces que en ellas se consumen y qué preciados son los vinos que allí se beben. Y no querría, sabrosa calabaza mía, que creyerais que estamos nosotros allí con este traje o con estas ropas que veis; no hay allí ninguno tan desdichado que no parezca un emperador, pues así estamos con ricos vestidos y hermosas cosas adornados. Pero sobre todos los demás placeres que hay allí está el de las mujeres bellas, las cuales inmediatamente, si uno las quiere, le son traídas de cualquier parte del mundo. Veríais allí a la señora de los barbáricos, la reina de los vascos, la mujer del sultán, la emperatriz de Osbech, la charlánfora de Norrueca, la seminstante de Berlinzonia y la astuciertra de Narsia. ¿Y por qué enumerarlas? Están allí todas las reinas del mundo, digo que hasta la chinchimurria del Preste Juán: ¡así que mirad! Y después de que han bebido y han comido dulces, bailado una danza o dos, cada una con aquel a cuyas instancias se la ha hecho venir se va a la alcoba; ¡y sabed que aquellas alcobas parecen un paraíso a la vista, de bellas que son! Y no son menos odoríferas que los tarritos de especias de vuestra tienda cuando mandáis machacar el comino; y tienen camas que parecen más hermosas que las del dogo de Venecia, y a ellas van a reposar. ¡Pues el tejemaneje con las estriberas y las viaderas que se traen las tejedoras para hacer el paño cerrado, os dejaré que lo imaginéis! Pero entre quienes mejor están, según mi parecer, estamos Buffalmacco y yo, porque Buffalmacco la mayoría de las veces hace venir para él a la reina de Francia y yo a la de Inglaterra, las cuales son dos de las más hermosas reinas del mundo; y tanto hemos sabido hacer que no miran más que por nuestros ojos; por lo que por vos mismo debéis juzgar si es que podemos y debemos vivir y andar mucho más contentos que los demás hombres pensando que tenemos el amor de tales dos reinas; sin contar que, cuando queremos que nos den mil o dos mil florines, no los conseguimos. Y esto es lo que vulgarmente llamamos «ir de corsarios» porque como los corsarios les cogen las cosas a todos, así hacemos nosotros; sino que somos diferentes de ellos en que ellos jamás las devuelven mientras que nosotros las devolvemos en cuanto las usamos. Ahora habéis, maestro mío bueno, entendido lo que decíamos por «ir de corsario», pero lo secreto que esto debe quedar, podéis verlo vos mismo, y por ello más no os digo ni os ruego.
El maestro, cuya ciencia no llegaba tal vez sino para medicar las pupas de los niños, prestó tanta fe a las palabras de Bruno cuanta sería debida a cualquier verdad, y en tan gran deseo se inflamó de que le recibiesen en esta compañía cuanto en cualquier otra cosa más deseable podría haberse encendido. Por la cual cosa, repuso a Bruno que con certeza no era maravilla que estuviesen tan contentos y con gran trabajo se contuvo de pedirle que lo hiciera entrar allí hasta tanto que, habiéndole hecho mayores honores, pudiera con más confianza exponerle sus súplicas. Habiéndose, pues, contenido, comenzó a frecuentarlo mucho y a tenerlo mañana y tarde comiendo en su casa y a mostrarle desmesurado amor; y era tan grande y tan continua esta intimidad suya que no parecía sino que sin Bruno el maestro no podía ni sabía vivir. Bruno, pareciéndole que le iba bien, para no parecer ingrato a este honor que le hacía el médico, le habla pintado en el comedor suyo a la Cuaresma, y un agnus dei a la entrada de la alcoba y sobre la puerta de entrada de la calle un orinal, para que quienes tuviesen necesidad de su consejo pudieran distinguirla de las otras; y en un balconcito le habla pintado la batalla de los ratones y los gatos, que cosa muy hermosa parecía al médico; y además de esto, decía algunas veces al maestro, cuando no había cenado con él:
_Anoche estuve con la compañía, y habiéndome cansado un poco de la reina de Inglaterra, me hice traer la gudmedra del Gran Kahn de Altarisi.
Decía el maestro:
_¿Qué quiere decir gudmedra? No conozco esa palabra.
_Oh, maestro mío _decía Bruno_, no me maravillo de ello, que bien he oído decir que ni Hipograto ni Vanacena dicen nada de ello.
Dijo el maestro:
_Quieres decir Hipócrates y Avicena.
Dijo Bruno:
_Por mi madre que no lo sé, de vuestros nombres entiendo tan poco como vos de los míos; pero «gudmedra» en la lengua del Gran Khan quiere decir tanto como «emperatriz» en la nuestra. ¡Ah, qué buena hembra os parecería! Bien sé deciros que os haría olvidar las medicinas y las lavativas y todos los emplastos.
Y así diciéndole alguna vez por más azuzarlo, sucedió que, pareciéndole al señor maestro (una noche que estaba de conversación con Bruno mientras le sostenía la luz para que pintase la batalla de los ratones y de los gatos) que bien lo había conquistado con sus honores, se dispuso a abrirle su ánimo; y estando solos, dijo:
_Bruno, sabe Dios que no hay nadie por quien no hiciese yo cualquier cosa que haría por ti: y por poco, si me dijeses que fuera andando de aquí a Perétola, creo que iría; y por ello no quiero que te maravilles de lo que familiarmente y humildemente y con confianza voy a pedirte. Como bien sabes, no hace mucho que me hablaste de los modos de vuestra alegre compañía, a la que me ha entrado tan gran deseo de pertenecer, que ninguna otra cosa he deseado tanto. Y no está fuera de razón, como verás, que pertenezca, porque desde ahora quiero que te burles de mí si no hago que venga allí la más hermosa criatura que has visto hace mucho tiempo, que yo he visto el año pasado en Cacavincigli, a la que quiero todo el bien del mundo; y por el cuerpo de Cristo que querría darle diez boloñeses gordos si me los consintiera, y no lo consiente. Y por ello lo más que puedo te ruego que me enseñes lo que tengo que hacer para poder entrar en ella, y que además hagas y obres de manera que entre; y en verdad tendréis conmigo un buen y fiel compañero y honorable. Tú aquí mismo puedes ver qué apuesto soy y cómo tengo las piernas bien plantadas, y que tengo una cara que parece una rosa; y además de ello soy doctor en medicina, que no creo que tengáis ninguno, y sé muchas buenas cosas y bellas cancioncillas, y voy a decirte una _y de golpe se puso a cantar. Bruno tenía tan grande gana de reír que no cabía en sí, pero se contuvo.
Y terminada la canción dijo el maestro:
_¿Qué te parece? Dijo Bruno:
_Por cierto que con vos perderían las cítaras de saína, tan ortogóticamente recancanilláis.
Dijo el maestro:
_Digo que no lo habrías creído nunca si no me hubieseis oído.
_Por cierto decís verdad _dijo Bruno.
Dijo el maestro:
_Muchas otras sé; pero dejemos ahora esto. Así como me ves, mi padre fue hombre noble, aunque viviese en el campo, y también por parte de madre he nacido de los de Vallecchio; y como has podido ver, tengo mejores libros y mejores ropas que ningún médico en Florencia. A fe que tengo ropa que costó, todas las cuentas echadas, cerca de cien liras de bagatines, ya hace más de diez años. Por lo que lo más que puedo te ruego que hagas que entre; y a fe que si lo haces, si te pones enfermo alguna vez, nunca por mi oficio te cobraré un dinero.
Bruno, oyéndole, y pareciéndole, tal como otras veces ya le había parecido, un babieca, dijo:
_Maestro, acercad un poco más la luz acá, y no os canséis hasta que les haya pintado el rabo a estos ratones, y luego os responderé.
Terminados los rabos, Bruno, haciendo que mucho le pesaba la petición, dijo:
_Maestro mío, grandes cosas son las que haríais por mí, y yo lo sé; pero aun la que me pedís, aunque para la grandeza de vuestro cerebro sea pequeña, para mí es grandísima, y no sé de nadie en el mundo por quien, pudiendo yo, la hiciera si no la hiciese por vos, tanto porque os amo como es debido cuanto por vuestras palabras, las cuales están condimentadas con tanto buen juicio que quitarían las sandalias a las penitentes, no ya a mí mi propósito; y cuanto más os trato más sabio me parecéis. Y os digo ahora que, si otra cosa no me hiciera amaros, os amo tanto porque veo que estáis enamorado de cosa tan bella como me habéis dicho. Pero sólo quiero deciros: en estas cosas yo no tengo el poder que pensáis, y por ello no puedo hacer por vos lo que necesitaría hacerse; pero si me prometéis por vuestra grande y cauterizada fe guardarme el secreto, os diré el modo en que debéis obrar y me parece estar seguro, teniendo vos tan buenos libros y las demás cosas que antes me habéis dicho, que lo conseguiréis.
A quien el maestro dijo:
_Di con confianza. Veo que no me conoces bien y no sabes todavía cómo sé guardar un secreto. Había pocas cosas que micer Guasparruolo de Saliceto hiciese, cuando era juez del podestá de Forimpópoli, que no me las comunicase, tan buen secretario me encontraba. ¿Y quieres saber si digo la verdad? Yo fui el primer hombre a quien dijo que iba a casarse con Bergamina: ¡mira tú! _Pues está muy bien _dijo Bruno_ si ese tal se fiaba, bien puedo fiarme yo. Lo que tenéis que hacer será esto: en nuestra compañía tenemos siempre un capitán con dos consejeros, que de seis en seis meses cambian, y sin falta Buffalmacco será capitán en las calendas, y así está establecido; y quien es capitán mucho poder tiene para hacer entrar o hacer que entre quien él quiera; y por ello me parece a mí que vos, lo antes que podáis, os hagáis amigo de Buffalmacco y le honréis. Él es hombre que viéndoos tan sabio se enamorará de vos incontinenti; y cuando le hayáis, con vuestro juicio y con estas cosas buenas que tenéis, un poco ablandado, se lo podréis pedir: él no podrá decir que no. Yo le he hablado ya de vos y os quiere lo más del mundo; y cuando hayáis hecho esto, dejadme a mí con él.
Entonces dijo el maestro:
_Mucho me place lo que dices; y si él es hombre que se deleite con los hombres sabios, y habla conmigo un poco, haré de manera que me estará siempre buscando, porque tanto juicio tengo que podría abastecer a una ciudad entera y seguir siendo sapientísimo.
Arreglado esto, Bruno le contó, por su orden, todo a Buffalmacco; con lo que a Buffalmacco le parecían mil años lo que faltaba para poder hacer lo que este maestro arrope andaba buscando. El médico, que desmesuradamente deseaba ir de corsario, no cejó hasta que se hizo amigo de Buffalmacco, lo que le fue fácil hacer, y comenzó a ofrecerle las mejores cenas y los mejores almuerzos del mundo, y a Bruno junto con él, y se garapiñaban como señores, probando bonísimos vinos y gordos capones y otras muchas cosas buenas, no se le separaban; y sin esperar a que los invitase, diciendo siempre que con ningún otro lo harían, se quedaban con él. Pero cuando pareció oportuno al maestro, como había hecho con Bruno requirió a Buffalmacco; con lo que éste se mostró muy enojado y le hizo a Bruno un gran alboroto, diciendo:
_Voto al alto Dios de Pasignano que me tengo en poco si no te doy tal en la cabeza que te hunda la nariz hasta los calcañares, traidor, que nadie sino tú ha podido manifestar estas cosas al maestro.
Pero el maestro lo excusaba mucho, diciendo y jurando que lo había sabido por otro lado; y luego de muchas de sus sabias palabras, lo pacificó. Buffalmacco, volviéndose al maestro, dijo:
_Maestro mío, bien se ve que habéis estado en Bolonia y que a esta ciudad habéis traído la boca cerrada; y aún os digo más: que no habéis aprendido el abecé en una manzana, como quieren hacer muchos necios, sino que en un melón la aprendisteis bien, que es tan largo; y si no me engaño, fuisteis bautizado en domingo. Y aunque Bruno me había dicho que habíais estudiado allí medicina, me parece a mí que lo que aprendisteis fue a domesticar a los hombres, lo que mejor que ningún hombre que yo haya visto sabéis hacer con vuestro juicio y vuestras palabras.
El médico, cortándole la palabra en la boca, dijo a Bruno:
_¡Qué cosa es hablar y tratar con los sabios! ¿Quién habría tan pronto comprendido todas las particularidades de mi sentimiento como lo ha hecho este hombre de valer? Tú no te enteraste tan pronto de lo que yo valía como ha hecho él; pero al menos di lo que te dije yo cuando me dijiste que Buffalmacco se deleitaba con los hombres sabios: ¿te parece que lo he conseguido? Dijo Bruno:
_¡Aun mejor! Entonces el maestro dijo a Buffalmacco:
_Otra cosa hubieras dicho si me hubieses visto en Bolonia, donde no había ninguno, grande ni pequeño, ni doctor ni escolar, que no me amase lo más del mundo, tanto podían aprender con mi razonar y con mi sabiduría. Y te digo más, que nunca dije palabra que no hiciese reír a todos, tanto les agradaba; y cuando me fui de allí todos lloraron el mayor llanto del mundo, y todos querían que me quedase, y a tanto llegó la cosa para que me quedase que quisieron dejarme a mí solo para que leyese, a cuantos escolares allí había, la medicina, pero no quise porque estaba dispuesto a venirme aquí a recibir la grandísima herencia que aquí tenía que ha sido siempre de los de mi familia; y así lo hice.
Dijo entonces Bruno a Buffalmacco:
_¿Qué te parece? No me lo creías cuando te lo decía. ¡Por el Evangelio, no hay en esta ciudad médico que entienda de orina de asno como éste, y ciertamente no encontrarías otro de aquí a París! ¡Vete y cuídate de ahora en adelante de no hacer lo que dice! Dijo el médico:
_Bruno dice verdad, pero aquí no soy estimado. Vosotros sois más bien gente ruda, pero querría que me vieseis entre los doctores como suelo estar.
Entonces dijo Buffalmacco:
_Verdaderamente, maestro, sabéis mucho más de lo que yo habría creído, y hablándoos como debe hablarse a sabios como lo sois Vos, faramalladamente os digo que conseguiré sin falta que seáis de nuestra compañía.
Los honores hechos por el médico a éstos después de esta promesa se multiplicaron; por lo que ellos, divirtiéndose, le hacían comulgar con las mayores necedades del mundo, y prometieron darle por mujer a la condesa Civillari, que era la cosa más hermosa que podía encontrarse en todas las culeras de la generación humana. Preguntó el médico quién era esta condesa; al cual dijo Buffalmacco:
_Gran pepino mío, es una gran señora y pocos casos hay en el mundo en los que ella no tenga una gran jurisdicción; y no digo otros, sino hasta los frailes menores con repique de atabales le rinden tributo. Y suele decirse que cuando anda por la calle bien se hace sentir por muy encerrada que vaya; y no hace mucho que os pasó por delante de la puerta una noche que iba al Arno a lavarse los pies y para tomar un poco el aire; pero su más continua habitación es Laterina. Muchos de sus sargentos van por ahí de guardia, y todos, para mostrar su señorío, llevan la vara y la bola. Por todas partes se ven a sus barones, como Tamañin de la Puerta, don Boñiga, Mango de la Escoba, Diarrea y otros, los cuales creo que son conocidos vuestros, pero ahora no os acordáis. A tan gran señora, pues (dejando a un lado a la de Cacavincigli), si el pensamiento no nos engaña, pondremos en vuestros dulces brazos.
El médico, que había nacido y crecido en Bolonia, no entendía los vocablos de éstos, por lo que con aquello de la mujer se tuvo por contento; y no mucho después de estas historias le dijeron los pintores que había sido admitido. Y llegado el día cuya noche siguiente debían reunirse, el maestro les invitó a los dos a almorzar, y cuando hubieron almorzado, les preguntó el modo que tenía que seguir para entrar en aquella compañía. Al cual Buffalmacco dijo:
_Mirad, maestro, a vos os conviene encontrar la manera de estar esta noche a la hora del primer sueño sobre uno de esos sepulcros altos que hace poco tiempo han puesto fuera de Santa María la Nueva, con uno de vuestros trajes mejores puesto para que comparezcáis por primera vez honorablemente ante la compañía; y también porque, por lo que se ha dicho (que nosotros no hemos estado allí) como sois noble, la condesa entiende haceros caballero bañado a su costa, y allí esperad hasta tanto que vaya a por vos quien mandemos. Y para que estéis informado de todo vendrá a por vos una bestia negra y cornuda no muy grande, e irá haciendo por la plaza, delante de vos, gran soplar y gran saltar para espantaros; pero luego, cuando vea que no os espantáis, se os acercará despacio; y cuando esté a vuestro lado, vos, entonces, sin ningún miedo bajaos del sepulcro, y sin acordaros de Dios ni de los santos, saltad encima, y en cuanto estéis acomodado encima, a modo de hacer cortesía, poneos las manos sobre el pecho sin más tocar a la bestia. Ella entonces se moverá suavemente y os traerá a nosotros; pero desde ahora os digo que si os acordáis de Dios o los santos, o si sentís miedo, podrá arrojaros o golpearos en algún lugar que lo sentiríais; y por ello, si os da el corazón que vais a sentir temor no vengáis, que os haréis daño a vos sin hacernos a nosotros ningún favor.
Entonces dijo el médico:
_No me conocéis aún: miráis tal vez que llevo puestos guantes y ropas largas. Si supierais lo que he hecho yo de noche en Bolonia, cuando a veces iba de mujeres con mis compañeros os maravillaríais. A fe que hubo una noche, no queriendo una venir con nosotros (y era una desgraciadilla, lo que es peor, que no levantaba un palmo del suelo) y le di primero muchos puñetazos, luego, cogiéndola en vilo creo que la llevaría, así como un tiro de ballesta y en fin, hice de manera que tuvo que venirse con nosotros. Y otra vez me acuerdo de que, sin estar conmigo más que un criado, allá un poco después del avemaría pasé junto al cementerio de los frailes menores: y aquel mismo día habían enterrado allí a una mujer y no sentí ningún miedo; así que no desconfiéis de mí, que soy muy valiente y sin miedo. Y os digo que, para estar bien honorable, me pondré la toga escarlata con la que me doctoré, y veréis si la compañía se alegra cuando me vea y si me hacen enseguida capitán. Ya veréis cómo va el negocio cuando haya estado yo allí si sin haberme visto esa condesa quiere ya hacerme caballero bañado, tanto se ha enamorado de mí, ¿y es que la caballería me sentará mal?, ¿y la sabré llevar tan mal, o bien? Dejadme hacer a mí.
Buffalmacco dijo:
_Muy bien decís; pero cuidad de no burlarnos y no venir allí, o que no os encuentren en el lugar cuando mandemos a por vos; y os digo esto porque hace frío y vosotros los señores médicos os guardáis mucho de él.
_¡No quiera Dios! _dijo el médico_. Yo no soy de esos frioleros, no me preocupa el frío; pocas veces hay que me levante de noche para hacer de cuerpo, como hay que hacer a veces, y me ponga más de una pelliza sobre el jubón; y por ello, con seguridad estaré allí.
Yéndose, pues, éstos, cuando se iba haciendo de noche, el maestro encontró excusas en su casa, para decirle a su mujer; y llevándose ocultamente su bella toga, cuando le pareció oportuno, poniéndosela encima, se subió a uno de los dichos sepulcros; y encogido sobre aquellos mármoles, siendo grande el frío, comenzó a esperar a la bestia. Buffalmacco, que era grande y robusto de persona, encargó una de esas máscaras que suelen usarse en algunos juegos que hoy no se hacen, y se puso encima una pelliza negra del revés, y se la puso de tal manera que parecía un oso, a no ser que la máscara tenía el rostro del diablo y era cornuda. Y así preparado, viniendo Bruno detrás para ver cómo iba el asunto, se fue a la plaza nueva de Santa María la Nueva; y cuando se dio cuenta de que el señor médico estaba allí, empezó a brincar de tal manera y a dar tales saltos grandísimos por la plaza y a resoplar y a gritar y a chillar de guisa que parecía endemoniado. Al cual, como el maestro sintió y vio, todos los pelos se le pusieron de punta, y comenzó a temblar todo él como quien era más miedoso que una hembra, y hubo un momento en que hubiese querido más estar en su casa que allí; pero, sin embargo, puesto que había ido allí, se esforzó en tener valor, pues tanto podía el deseo de llegar a ver las maravillas contadas por aquéllos. Pero después de que Buffalmacco hubo diableado un tanto, como se ha dicho, pareciendo que se tranquilizaba se acercó al sepulcro sobre el que estaba el maestro y se quedó quieto. El maestro, como quien todo temblaba de miedo, no sabía qué hacerse, si montar encima o quedarse. Por último, temiendo que le hiciera daño si no se subía, con el segundo miedo venció el primero y, bajando del sepulcro diciendo en voz baja: «¡Dios me asista!», se subió encima, y se dispuso muy bien; y siempre temblando cruzó los brazos en forma cortés como le habían dicho. Entonces Buffalmacco comenzó a enderezarse despacio hacia Santa María de la Scala, y yendo a cuatro patas lo llevó hasta las señoras de Rípoli. Estaban entonces por aquel barrio los fosos donde los labradores de aquellos campos hacían echar a la condesa de Civillari para abonar sus campos; a los cuales, cuando Buffalmacco se acercó, acercándose a la boca de uno y buscando el momento oportuno, poniendo una mano bajo uno de los pies del médico y con ella levantándolo en vilo, de un empujón lo tiró de cabeza allí y comenzó a gruñir mucho y a saltar y a parecer endemoniado, y por Santa María de la Scala se fue hacia el prado de Ognisanti, donde se encontró con Bruno que, por no poder contener la risa, se había escapado; y haciéndose fiestas el uno al otro, se pusieron a mirar desde lejos lo que hacía el médico rebozado. El señor médico, al sentirse en aquel lugar tan abominable, se esforzó en levantarse y en intentar salir, y ora aquí, ora allí volviendo a caer, todo rebozado de pies a cabeza, doloroso y desdichado, habiéndose tragado algunos gramos, pudo salir fuera, y dejó allí el capuchón; y desempastándose con las manos como mejor podía, no sabiendo qué otra cosa hacer, se volvió a su casa y tanto llamó que le abrieron. Y no acababa de entrar así de hediondo cerrándose la puerta de nuevo, cuando Bruno y Buffalmacco estaban allí para oír cómo era acogido el maestro por su mujer; y estando escuchando oyeron a la mujer decirle los mayores insultos que nunca se han dicho a un desgraciado, diciendo:
_¡Ah, qué bien te está! Te has ido con cualquiera otra y querías aparecer muy honorable con la toga escarlata. ¿Pues no te bastaba yo? Hermano, yo sería suficiente a un barrio entero, no ya a ti. ¡Ah, si como te tiraron allí donde eras digno de que te tirasen, te hubieran ahogado! ¡Aquí está el médico honrado, tiene mujer y anda por la noche tras las mujeres ajenas! Y con estas y con otras muchas palabras, haciéndose el médico lavar todo entero, hasta la medianoche no calló su mujer de atormentarlo. Después, a la mañana siguiente, Bruno y Buffalmacco, habiéndose pintado todo el cuerpo bajo las ropas de cardenales como los que suelen hacer los golpes, vinieron a casa del médico y lo encontraron ya levantado; y, entrando a verle, sintieron que todas las cosas hedían, que todavía no se había podido limpiar todo de manera que no hediese. Y oyéndolos venir el médico, salió a su encuentro diciéndoles que Dios les diese buenos días; al cual Bruno y Buffalmacco, como habían acordado, respondieron con airado gesto:
_Esto no os lo decimos nosotros, sino que rogamos a Dios que os dé tan mala ventura que seáis muerto a espada, como el mayor desleal y el mayor traidor vivo, porque por vos no ha quedado (queriendo nosotros honraros y daros gusto) que no hayamos sido muertos como perros. Y por vuestra deslealtad nos han dado tantos golpes esta noche que con menos andaría un burro hasta Roma; sin contar con que hemos estado en peligro de ser echados de la compañía en la que habíamos arreglado que os recibiesen. Y si no nos creéis, mirad nuestras carnes cómo están.
Y a una luz macilenta que allí había abriéndose las ropas, le mostraron los pechos todos pintados y se los taparon sin tardanza. El médico quería excusarse y hablar de sus desgracias y de cómo y dónde lo habían arrojado; al cual Buffalmacco dijo:
_Yo querría que os hubiesen tirado al Arno desde el puente; ¿por qué invocasteis a Dios o los santos?, ¿no os lo habíamos dicho antes? Dijo el médico que a fe no se acordaba.
_¡Cómo! _dijo Buffalmacco_, ¿no os acordáis? Bien los invocabais, que nos dijo nuestro mensajero que temblabais como una vara y que no sabíais dónde estabais. Pues vos bien nos la habéis jugado, pero jamás nos la jugará nadie; y a vos os daremos vuestro merecido.
El médico comenzó a pedirles por Dios que no lo difamaran, y con las mejores palabras que pudo se ingenió en calmarlos; y por miedo de que su vergüenza descubriesen si hasta entonces los había honrado, mucho más los honró y regaló con convites y otras cosas de allí en adelante. Así pues, como habéis oído, se enseña a quien tanto no aprendió en Bolonia.
NOVELA DÉCIMA Una siciliana quita arteramente a un mercader lo que éste ha llevado a Palermo, el cual, fingiendo haber vuelto con mucha más mercancía que la primera vez, tomando de ella dineros prestados, le deja agua y borra. Cuánto hizo reír a las señoras la historia de la reina en distintas ocasiones, no hay que preguntarlo: no había ninguna allí a quien la incontenible risa no le hubiese hecho venir a los ojos las lágrimas doce veces. Pero luego que ella terminó, Dioneo, que sabía que a él le tocaba el turno, dijo:
Graciosas señoras, manifiesta cosa es que tanto más gustan las artimañas cuanto a artífice más apurado artificiosamente burlan. Y por ello, aunque hermosísimas cosas todas hayáis contado, entiendo yo contaros una que tanto más que algunas de las contadas deba agradar cuanto que quien en ella fue burlada era mayor maestra en burlar a otros que fue ninguno de aquellos o de aquellas de quienes habéis contado que fueron burlados.
Solía haber (y tal vez todavía la hay hoy) en todas las ciudades marinas que tienen puerto, la costumbre de que todos los mercaderes que llegan a ellas con sus mercancías, al descargarlas, todas las llevan a un almacén al que en muchos lugares llaman aduana, que es del ayuntamiento o del señor de la ciudad; y allí, dando a aquellos que están a su cargo, por escrito, toda la mercancía y el precio de ésta, es dado por los dichos al mercader una bodega en la cual pone su mercancía y la cierra con llave; y los dichos aduaneros luego escriben en el libro de la aduana a cuenta del mercader toda su mercancía, haciéndose luego pagar sus derechos por el mercader o de toda o de parte de la mercancía que éste saque de la aduana. Y por este libro de la aduana muchas veces se informan los corredores de la calidad y la cantidad de las mercancías que hay allí, y también están allí los mercaderes que las tienen, con quienes después ellos, según les viene a mano, hablan de los cambios, los trueques, y de las ventas y de otros asuntos. La cual costumbre, como en muchos otros lugares, la había en Palermo de Sicilia; donde también había, y todavía hay, muchas mujeres de hermosísimo cuerpo pero enemigas de la honestidad, las cuales, por quienes no las conocen serían y son tenidas por grandes y honestísimas damas. Y estando dedicadas por completo no a rasurar sino a desollar a los hombres, en cuánto ven a un mercader forastero allí, en el libro de la aduana se informan de lo que tiene y de cuanto puede ganar, y luego con sus placenteros y amorosos actos y con palabras dulcísimas se ingenian en seducir y en atraer su amor; y ya a muchos han atraído a quienes buena parte de sus mercancías han quitado de las manos, y a bastantes toda ella; y de ellos ha habido quienes no sólo la mercancía, sino también el navío y las carnes y los huesos les han dejado, tan suavemente la barbera ha sabido pasarles la navaja. Ahora bien, no hace mucho tiempo sucedió que aquí, mandado por sus maestros, llegó uno de nuestros jóvenes florentinos llamado Niccolo de Cignano, aunque Salabaetto fuese llamado, con tantas piezas de paño de lana que le habían entregado en la feria de Salerno que podían valer unos quinientos florines de oro; y entregando la tasa de ellos a los aduaneros, los metió en una bodega, y sin mostrar mucha prisa en despacharlos, comenzó a irse algunas veces de diversión por la ciudad. Y siendo él blanco y rubio y muy apuesto, y de muy gentil talle, sucedió que una de estas mujeres barberas, que se hacía llamar madama Iancofiore, habiendo algo oído de sus asuntos, le puso los ojos encima; de lo que apercibiéndose él, estimando que ella era una gran señora, pensó que por su hermosura le agradaba, y pensó en llevar muy cautamente este amor; y sin decir cosa alguna a nadie, comenzó a pasear por delante de la casa de aquélla. La cual, apercibiéndose, luego de que un tanto le hubo bien inflamado con sus miradas, mostrando que se consumía por él, secretamente le mandó una mujer de su servicio que óptimamente conocía el arte de la picardía, la cual, casi con las lágrimas en los ojos, luego de muchas historias, le dijo que con su hermosura y su amabilidad había conquistado a su señora de tal manera que no encontraba reposo ni de día ni de noche; y por ello, cuando le pluguiese, deseaba más que otra cosa poder encontrarse con él secretamente en un baño; y después de esto, sacando un anillo de la bolsa, de parte de su señora se lo dio. Salabaetto, al oír esto fue el hombre más alegre que nunca hubo; y cogiendo el anillo y frotándose con él los ojos y luego besándolo, se lo puso en el dedo y repuso a la buena mujer que, si madama Iancofiore le amaba, que estaba bien retribuida porque él la amaba más que a su vida propia, y que estaba dispuesto a ir donde a ella le fuese grato y a cualquier hora. Vuelta, pues, la mensajera a su señora con esta respuesta, a Salabaetto le dijeron enseguida en qué baño al día siguiente, después de vísperas, debía esperarla; el cual, sin decir nada a nadie, prontamente a la hora ordenada allí se fue, y encontró que la sala de baños había sido alquilada por la señora. Y casi acababa de entrar en ella cuando aparecieron dos esclavas cargadas de cosas: la una llevaba sobre la cabeza un grande y hermoso colchón de guata y la otra un grandísimo cesto lleno de cosas; y extendiendo este colchón sobre un catre en una alcoba de la sala, pusieron encima un par de sábanas sutilísimas listadas de seda y luego un cobertor de blanquísimo cendal de Chipre con dos almohadones bordados a maravilla; y después de esto, desnudándose y entrando en el baño, lo lavaron y barrieron óptimamente. Y poco después la señora, seguida por otras dos esclavas, vino al baño; donde ella, en cuanto pudo, hizo grandes fiestas a Salabaetto, y luego de los mayores suspiros del mundo, después de que mucho lo hubo abrazado y besado, le dijo:
_No sé quién hubiera podido traerme a esto más que tú; que me has puesto fuego al arma, chiquillo toscano.
Después de esto, cuando ella quiso, los dos desnudos entraron en el baño, y con ellos dos de las esclavas. Allí, sin dejar que nadie más le pusiera la mano encima, ella misma con jabón almizclado y con uno perfumado con clavo, maravillosamente y bien lavó por completo a Salabaetto, y luego se hizo lavar y refregar por sus esclavas. Y hecho esto, trajeron las esclavas dos sábanas blanquísimas y sutiles de las que salía tan grande olor a rosas que todo lo que había parecía rosas; y una le envolvió en una a Salabaetto y la otra en la otra a la señora, y cogiéndolos en brazos a los dos llevaron a la cama preparada. Y allí, luego que hubieron dejado de sudar, quitándoles las esclavas aquellas sábanas, se quedaron desnudos sobre las otras. Y sacando del cesto pomos de plata bellísimos y llenos cuál de agua de rosas, cuál de agua de azahar, cuál de agua de flor de jazmines y cuál de aguanafa, todas aquellas aguas derramaron; y luego, sacando cajas de dulces y preciadísimos vinos, un tanto se confortaron. A Salabaetto le parecía estar en el paraíso; y mil veces había mirado a aquélla, que con certeza era hermosísima, y cien años le parecía cada hora para que las esclavas se fuesen y poder encontrarse en sus brazos. Las cuales, después de que, por mandato de la señora, dejando una antorcha encendida en la alcoba, se fueron de allí, ésta abrazó a Salabaetto y él a ella; y con grandísimo placer de Salabaetto, a quien parecía que se derretía por él, estuvieron una larga hora. Pero después de que a la señora le pareció tiempo de levantarse, haciendo venir las esclavas, se vistieron, y de nuevo bebiendo y comiendo dulces se reconfortaron un poco, y habiéndose lavado el rostro y las manos con aquellas aguas odoríferas, y queriendo irse, dijo la señora a Salabaetto:
_Si te agradase, me parecería un favor grandísimo que esta noche vinieras a cenar conmigo y a dormir.
Salabaetto, que ya de la hermosura y de las amables artimañas de ella estaba preso, creyendo firmemente que era para ella como el corazón del cuerpo amado, repuso:
_Señora, todo vuestro gusto me es sumamente grato, y por ello tanto esta noche como siempre entiendo hacer lo que os plazca y lo que por vos me sea ordenado.
Volviéndose, pues, la señora a casa, y haciendo bien adornar su alcoba con sus ropas y sus enseres, y haciendo preparar de cenar espléndidamente, esperó a Salabaetto; el cual, cuando se hizo algo oscuro, allá se fue, y alegremente recibido, con gran fiesta y bien servido cenó con la señora. Después, entrando en la alcoba, sintió allí un maravilloso olor de madera de áloe y vio la cama adornadísima con pajarillos de Chipre, y muchas buenas ropas colgando de las vigas; las cuales cosas, todas juntas y cada una por sí sola le hicieron pensar que debía ser aquélla una grande y rica señora; y por mucho que hubiese oído hablar sobre su vida y sus costumbres, no quería creerlo por nada del mundo, y si llegaba a creer algo en que a alguno hubiese burlado, por nada del mundo podía creer que esto pudiese pasarle a él. Con grandísimo placer se acostó aquella noche con ella, inflamándose más cada vez. Venida la mañana, le ciñó ella un hermoso y elegante cinturón de plata con una bella bolsa, y le dijo así:
_Dulce Salabaetto mío, me encomiendo a ti; y así como mi persona está a tu disposición, así está todo lo que hay, y lo que yo puedo, a lo que gustes mandar.
Salabaetto, contento, besándola y abrazándola, salió de su casa y fue a donde acostumbraban estar los demás mercaderes. Y yendo una vez y otra con ella sin que le costase nada, y enviscándose cada día más, sucedió que vendió sus paños al contante y con buenas ganancias; lo que la buena mujer no por él, sino por otros supo incontinenti. Y habiendo ido Salabaetto a su casa una tarde, comenzó ella a bromear y a retozar con él, y a besarlo y a abrazarlo, mostrándose tan inflamada de amor que parecía que iba a morírsele en los brazos; y quería darle dos bellísimas copas de plata que tenía, las cuales Salabaetto no quería coger, como quien entre unas veces y otras bien había recibido de ella lo que valdría sus treinta florines de oro sin haber podido hacer que ella recibiera de él nada que llegase a valer un grueso. Al final, habiéndole bien inflamado con el mostrarse inflamada y desprendida, una de sus esclavas, tal como ella lo había preparado, la llamó; por lo que ella, saliendo de la alcoba y estando fuera un poco, volvió dentro llorando, y echándose sobre la cama boca abajo, comenzó a lanzar los mas dolorosos lamentos que jamás lanzase mujer alguna. Salabaetto maravillándose, la cogió en brazos y comenzó a llorar con ella y a decirle:
_¡Ah!, corazón de mi cuerpo, ¿qué tenéis tan de repente?, ¿cuál es la razón de este dolor? ¡Ah, decídmelo, alma mía! Luego de que la mujer se hubo hecho rogar bastante, dijo:
_¡Ay, dulce señor mío! No sé qué hacer ni qué decir. Acabo de recibir cartas de Mesina, y me escribe mi hermano que, aunque debiese vender y empeñar todo lo que tengo, que sin falta le mande antes de ocho días mil florines de oro y que si no le cortarán la cabeza; y yo no sé qué puedo hacer para poder tenerlos tan rápidamente; que, si tuviese al menos quince días de tiempo, encontraría el modo de proveerme de ellos de un lugar donde debo tener muchos más, o vendería algunas de nuestras posesiones; pero no pudiendo, querría estar muerta antes de que me llegase aquella mala noticia.
Y dicho esto, mostrándose grandemente atribulada, no dejaba de llorar. Salabaetto, a quien las amorosas llamas habían quitado gran parte del debido conocimiento, creyendo aquellas lágrimas veracísimas y las palabras de amor más verdaderas, dijo:
_Señora, yo no podré ofreceros mil, pero sí quinientos florines de oro, si creéis podérmelos devolver de aquí a quince días; y vuestra ventura es que precisamente ayer vendí mis paños: que, si no fuese así, no podría prestaros ni un grueso.
_¡Ay! _dijo la mujer_, ¿así que has sufrido incomodidad de dinero? ¿Por qué no me lo pedías? Porque si no tenía mil sí tenía ciento y hasta doscientos para darte; me has quitado el valor para aceptar el servicio que me ofreces.
Salabaetto, mucho más que apresado por estas palabras, dijo:
_Señora, por eso no quiero que lo dejéis; que si tanto los hubiese necesitado como los necesitáis vos, bien os los habría pedido.
_¡Ay! _dijo la señora_, Salabaetto mío, bien sé que tu amor por mí es verdadero y perfecto cuando, sin esperar a que te lo pidiese, con tan gran cantidad de dinero espontáneamente me provees en tal necesidad. Y con certeza era yo toda tuya sin esto, y con esto lo seré mucho mayormente; y nunca dejaré de agradecerte la cabeza de mi hermano. Pero sabe Dios que de mala gana la tomo considerando que eres mercader y que los mercaderes necesitan el dinero para sus negocios; pero como me aprieta la necesidad y tengo firme esperanza de devolvértelo pronto, lo cogeré, y por lo que falta, si otro modo más rápido no encuentro, empeñaré todas estas cosas mías.
Y dicho esto, derramando lágrimas, sobre el rostro de Salabaetto se dejó caer. Salabaetto comenzó a consolarla; y pasando la noche con ella, para mostrarse bien magnánimamente su servidor, sin esperar a que se lo pidiese le llevó quinientos buenos florines de oro, los cuales ella, riendo con el corazón y llorando con los ojos tomó, contentándose Salabaetto con una simple promesa suya. En cuanto la mujer tuvo los dineros empezaron a mudar las indicciones; y cuando antes la visita a la mujer era libre todas las veces que a Salabaetto le agradaba, empezaron a aparecer razones por las cuales de siete veces le sucedía no poder entrar ni una, ni le ponían la cara ni le hacían las caricias ni las fiestas que antes. Y pasado en un mes y en dos el plazo (no ya llegado) en que sus dineros debían serle devueltos, al pedirlos le daban palabras en pago; por lo que, percatándose Salabaetto del engaño de la malvada mujer y de su poco juicio, y conociendo que de aquello nada que pudiese serle provechoso podía decir, como quien no tenía de ello escritura ni testimonio, y avergonzándose de lamentarse con nadie, tanto porque le habían prevenido antes como por las burlas que merecidamente por su brutalidad le vendrían de ello, sobremanera doliente, consigo mismo lloraba su necedad. Y habiendo recibido muchas cartas de sus maestros para que cambiase aquellos dineros y se los mandase, para que, por hacerlo no fuese descubierta su culpa, deliberó irse, y montándose en un barquito, no a Pisa como debía, sino a Nápoles se vino. Estaba allí en aquel tiempo nuestro compadre Pietro del Canigiano, tesorero de madama la emperatriz de Constantinopla, hombre de gran talento y sutil ingenio, grandísimo amigo de Salabaetto y de los suyos; con el cual, como persona discretísima, lamentándose Salabaetto luego de algunos días, le contó lo que había hecho y su desdichada aventura, y le pidió ayuda y consejo para poder allí ganarse la vida afirmando que nunca entendía volver a Florencia. Canigiano, entristecido por estas cosas, dijo:
_Mal has hecho, mal te has portado, mal has obedecido a tus maestros, demasiado dinero de un golpe has gastado en molicies; pero ¿qué? Está hecho, y hay que pensar en otra cosa.
Y como hombre avisado prestamente hubo pensado lo que había que hacer y se lo dijo a Salabaetto; al cual, gustándole el plan, se lanzó a la aventura de seguirlo. Y teniendo algún dinero y habiéndole prestado Canigiano un poco, mandó hacer varios embalajes bien atados y bien ligados, y comprar veinte toneles de aceite y llenarlos, y cargando con todo ello se volvió a Palermo; y entregando la relación de los embalajes a los aduaneros y semejantemente la de los toneles, y haciendo anotar todas las cosas a su cuenta, las metió en las bodegas, diciendo que hasta que otra mercancía que estaba esperando no llegase no quería tocar aquélla. Iancofiore, habiéndose enterado de esto y oyendo que valía bien dos mil florines de oro o más, aquello que al presente había traído, sin contar lo que esperaba, que valía más de tres mil, pareciéndole que había apuntado a poco, pensó en restituirle los quinientos para poder tener la mayor parte de los cinco mil; y mandó a buscarle. Salabaetto, ya con malicia, allí fue; al cual ella, fingiendo no saber nada de lo que había traído, hizo maravillosa acogida, y dijo:
_Aquí tienes, si te habías enojado conmigo porque no te devolví en el plazo preciso tu dinero…
Salabaetto se echó a reír y dijo:
_Señora, en verdad me desagradó un poco, como que me hubiese arrancado el corazón para dároslo si creyese que os habría complacido con ello; pero quiero que sepáis lo enojado que estoy con vos. Es tanto y tal el amor que os tengo que he hecho vender la mayor parte de mis posesiones, y ahora he traído aquí tanta mercancía que vale más de dos mil florines, y espero de Occidente tanta que valdrá más de tres mil, y quiero hacer en esta ciudad un almacén y quedarme aquí para estar siempre cerca de vos, pareciéndome que estoy mejor con vuestro amor que creo que nadie pueda estar con el suyo.
A quien la mujer dijo:
_Mira, Salabaetto, todo este arreglo tuyo me place mucho, como de quien amo más que a mi vida, y me place mucho que hayas vuelto con intención de quedarte porque espero pasar todavía muchos buenos ratos contigo; pero quiero excusarme un poco porque, en aquellos tiempos en que te fuiste algunas veces quisiste venir y no pudiste, y algunas viniste y no fuiste tan alegremente recibido como solías, y además de esto, de que en el plazo convenido no te devolví tu dinero. Debes saber que entonces estaba yo en grandísima aflicción; y quien está en tal estado, por mucho que ame a otro no le puede poner tan buena cara ni atender aun a él como quisiera; y además debes saber que es muy penoso a una mujer poder encontrar mil florines de oro, y todos los días le dicen mentiras y no se cumple lo que se ha prometido, y por esto necesitamos también nosotras mentir a los demás; y de ahí viene, y no de otro defecto, que yo no te devolviese tu dinero. Pero lo tuve poco después de tu partida y si hubiera sabido dónde mandártelo ten por cierto que te lo habría hecho mandar; pero como no lo supe, te lo he guardado.
Y haciéndose traer una bolsa donde estaban aquellos mismos que él le había dado, se la puso en la mano y dijo:
_Cuenta si son quinientos.
Salabaetto nunca se sintió tan contento, y contándolos y viendo que eran quinientos, y volviéndolos a guardar, dijo:
_Señora, sé que decís verdad, pero bastante habéis hecho; y os digo que por ello y por el amor que os tengo nunca solicitaríais de mí para cualquiera necesidad vuestra una cantidad que pudiese yo dar que no os la diera; y en cuanto me haya establecido podréis probarme en ello.
Y de esta guisa restablecido con ella el amor en palabras, comenzó de nuevo Salabaetto a frecuentarla galantemente, y ella a darle los mayores gustos y hacerle los mayores honores del mundo, y mostrarle el mayor amor. Pero Salabaetto, queriendo con su engaño castigar el engaño que ella le había hecho, habiéndole ella invitado un día para que fuese a cenar y a dormir con ella, fue tan melancólico y tan triste que parecía que quisiera morirse. Iancofiore, abrazándolo y besándolo, comenzó a preguntarle que por qué tenía aquella melancolía. Él, luego de que un buen rato se había hecho rogar, dijo:
_Estoy arruinado, porque el barco en que está la mercancía que yo esperaba ha sido apresado por los corsarios de Mónaco y para rescatarlo se necesitan diez mil florines de oro, de los cuales yo tengo que pagar mil; y no tengo un dinero porque los quinientos que me devolviste los mandé incontinenti a Nápoles para invertirlos en telas que traer aquí. Y si quisiera ahora vender la mercancía que tengo aquí, como no es la temporada apenas me darán un dinero por dos géneros; y todavía no soy aquí lo bastante conocido para que encuentre quien me preste, y por ello no sé qué decir ni qué hacer; y si no mando pronto los dineros me llevarán a Mónaco la mercancía y nunca más la recuperaré.
La mujer, muy contrariada por esto, como a quien le parecía perder todo, pensando qué podía ella hacer para que no fuese a Mónaco, dijo:
_Dios sabe lo que me duele por amor tuyo; ¿pero de qué sirve atribularse tanto? Si yo tuviese esos dineros sabe Dios que te los prestaría incontinenti, pero no los tengo; es verdad que hay una persona que hace tiempo me proveyó de quinientos que me faltaban, pero con fuerte usura, que no quiere menos de a razón de treinta por cien; si de esa tal persona los quisieras, necesitarías de garantía un buen empeño; y en cuanto a mí yo estoy dispuesta a empeñar todas estas ropas y mi persona por cuanto quieran prestarme, para poder servirte, pero el remanente, ¿cómo lo asegurarías? Vio Salabaetto la razón que movía a ésta a hacerle tal servicio y se percató de que de ella debían ser los dineros prestados; lo que, placiéndole, primero se lo agradeció y luego dijo que ya por grueso interés no lo dejaría, pues le apretaba la necesidad; y luego dijo que lo aseguraría con la mercancía que tenía en la aduana, haciéndola escribir a nombre de quien el dinero le prestase, pero que quería conservar la llave de la bodega, tanto para poder mostrar su mercancía si se lo pedían como para que nada le pudiera ser tocado ni permutado ni cambiado. La mujer dijo que esto estaba bien dicho y era muy buena garantía; y por ello, al venir el día mandó a buscar a un corredor de quien se fiaba mucho y hablando con él sobre este asunto le dio mil florines de oro, los cuales el corredor prestó a Salabaetto, e hizo inscribir a su nombre lo que Salabaetto tenía dentro, y habiendo hecho sus escrituras y contraescrituras juntos, y quedando en concordia, se fueron a sus demás asuntos. Salabaetto, lo antes que pudo, subiendo a un barquito, con mil quinientos florines de oro se fue a ver a Pietro del Canigiano a Nápoles, y desde allí les mandó una fiel y completa cuenta a Florencia a sus maestros, los que le habían enviado con los paños; y pagando a Pietro y a cualquiera otro a quien debiese algo, muchos días con Canigiano lo pasó bien con el engaño hecho a la siciliana; después, de allí, no queriendo ya ser mercader, se vino a Ferrara. Iancofiore, no encontrando a Salabaetto en Palermo empezó a asombrarse y entró en sospechas; y luego de que le hubo esperado unos buenos dos meses, viendo que no venía, hizo que el corredor mandase desclavar las bodegas. Y primeramente examinando los toneles que se creía que estaban llenos de aceite, encontró que estaban llenos de agua del mar, habiendo en cada uno como un barril de aceite encima, junto a la boca; luego, desatando los embalajes, todos menos dos, que eran paños, llenos los encontró de borra; y en breve, entre todo lo que había no valía más de doscientos florines; por lo que Iancofiore, sintiéndose burlada, largamente lloró los quinientos florines devueltos y mucho más los mil prestados, diciendo muchas veces:
_Quien trata con toscano no puede ser cegato.
Y así, quedándose con la pérdida y las burlas, se encontró con que tan listos eran el uno como el otro.
Al terminar Dioneo su novela, Laureta, conociendo que había llegado el límite más allá del cual reinar no podía, alabados los consejos de Pietro Canigiano, que por sus efectos se habían visto ser buenos, y la sagacidad de Salabaetto, que no fue menor al ponerlo en obra, quitándose de la cabeza el laurel lo puso en la cabeza de Emilia, señorilmente diciendo:
_Señora, no sé cuán placentera reina tendremos en vos, pero la tendremos hermosa, haced, pues, que a vuestra hermosura respondan vuestras obras.
Y volvió a sentarse. Emilia, no tanto por haber sido hecha reina como por verse así alabar en público en aquello de que las mujeres suelen ser más deseosas, un poquillo se avergonzó y tal se volvió su rostro cual sobre la aurora son las nubecillas rosas; pero sin embargo, luego de que hubo tenido los ojos bajos un tanto y hubo pasado el sonrojo, habiendo con sus senescales organizado los asuntos pertinentes a la compañía, así comenzó a hablar:
_Deleitables señoras, asaz manifiestamente vemos que, luego de que los bueyes se han cansado durante parte del día, sujetos al yugo, son del yugo aliviados y desuncidos, y libremente donde más les agrada, se les deja por los bosques ir a pastar; y vemos también que no son menos hermosos, sino mucho más, los jardines con varias plantas frondosos que los bosques en los cuales solamente vemos encinas; por las cuales cosas estimo yo, considerando los días que bajo una firme ley hemos hablado, que, como a quien está necesitado de vagar algún tanto, y vagando recuperar las fuerzas para someterse de nuevo al yugo, no solamente sea útil, sino también oportuno. Y por ello, lo que mañana, siguiendo vuestro deleitoso razonar deba decirse, no entiendo limitaros bajo ninguna especificación, sino que quiero que cada uno según guste hable, firmemente creyendo que la variedad de las cosas que se cuenten no menos graciosa será que el haber hablado solamente de una; y habiendo hecho así, quien venga después de mí en el reinado, como a más fuertes podrá con mayor seguridad constreñirnos a las acostumbradas leyes.
Y dicho esto, hasta la hora de la cena concedió libertad a todos.
Todos alabaron a la reina por las cosas dichas, como a prudente; y poniéndose en pie, quién a un entretenimiento y quién a otro se entregó: las señoras a hacer guirnaldas y a solazarse, los jóvenes a jugar y a cantar; y así estuvieron hasta la hora de la cena, venida la cual, en torno a la hermosa fuente con regocijo y con placer cenaron, y después de cenar, del modo acostumbrado un buen rato se divirtieron cantando y bailando. Al final la reina, para seguir el estilo de sus predecesores, sin reparar en las que voluntariamente habían cantado muchos de ellos, ordenó a Pánfilo que cantase una; el cual, libremente comenzó así:
Tanto es, Amor, el bieny el contento que estoy por ti sintiendoque soy feliz en tus llamas ardiendo. Mi corazón tal alegría rebosa,tan de gozo está llenopor lo que me has donado,que esconderlo sería grave cosa y en el rostro serenomuestra mi alegre estado:que estando enamoradode un bien tan elevado y estupendoleve se me hace estar en él ardiendo. Yo no sé con mi canto demostrarni indicar con el dedo,Amor, el bien que siento;y aunque supiera debería callarque, sin dejarlo quedo,se volvería tormento:pues estoy tan contentoque todo hablar iría palideciendoantes de un poco irlo descubriendo. ¿Quién pensaría ya que estos mis brazospodrían retornardonde los he tenido,y que mi rostro sin sufrir rechazosvolvería a acercara donde es bendecido? Nunca hubiera creídomi fortuna, aunque esté todo yo ardiendoy mi placer y gozo esté escondiendo. La canción de Pánfilo terminaba; la cual, por mucho que fuese por todos debidamente coreada, no hubo ninguno que, con más atenta solicitud que le correspondía, no tomase nota de sus palabras, esforzándose en adivinar aquello que él cantaba que le convenía tener escondido; y aunque varios anduviesen imaginando varias cosas, ninguno llegó por ello a la verdad del asunto. Y la reina, después que vio que la canción de Pánfilo había terminado y a las jóvenes señoras y los hombres deseosos de descansar, mandó que todos se fuesen a dormir.
TERMINA LA OCTAVA JORNADA
COMIENZA LA NOVENA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE EMILIA, DISCURRE CADA UNO SOBRE LO QUE LE GUSTA Y SOBRE LO QUE MÁS LE AGRADA.
La luz, cuyo esplendor ahuyenta la noche, había ya cambiado todo el octavo cielo de azulino a color celeste, y comenzaban por los prados a erguirse las florecillas, cuando Emilia, levantándose, hizo llamar a sus compañeras e igualmente a los jóvenes; los cuales, venidos y poniéndose en camino tras los lentos pasos de la reina, hasta un bosquecillo no lejano de la villa fueron, y entrando en él, vieron que animales como los cabritillos, ciervos y otros, que no temían a la caza por la existente pestilencia, los esperaban no de otra manera que si en domésticos y sin temor se hubiesen convertido. Y ora a éste, ora a aquél acercándose, como si debieran unirse a ellos, haciéndolos correr y saltar, por algún tiempo se recrearon; pero elevándose ya el sol, a todos pareció oportuno volver. Iban todos engalanados con guirnaldas de encina, con las manos llenas de hierbas odoríferas y flores; y quien los hubiese encontrado nada hubiera podido decir sino: «O éstos no serán por la muerte vencidos o los matará alegres». Así pues, paso a paso viniendo, cantando y bromeando y diciendo agudezas, llegaron a la villa, donde todas las cosas ordenadamente dispuestas y a sus servidores alegres y festejantes encontraron. Allí, descansando un tanto, no se pusieron a la mesa antes de que seis cancioncillas (la una mejor que la otra) fuesen cantadas por los jóvenes y las señoras; después de las cuales, lavándose las manos, a todos colocó el mayordomo a la mesa según el gusto de la reina; donde, traídas las viandas, todos alegres comieron; y levantándose de ello, a carolar y a tocar sus instrumentos se dieron, por algún espacio; y después, ordenándolo la reina, quien quiso se fue a descansar. Pero llegada la hora acostumbrada, todos en el lugar acostumbrado se reunieron para contar sus historias, y la reina, mirando a Filomena, dijo que diese principio a las historias del presente día; la cual, sonriendo, comenzó de esta guisa:
Novela primera Doña Francesca, amada por un tal Rinuccio y un tal Alessandro, y no amando a ninguno, haciendo entrar a uno como muerto en una sepultura y al otro sacar a aquél como a un muerto, y no pudiendo ellos llegar a hacer lo ordenado, sagazmente se los quita de encima. Señora, mucho me agrada, puesto que os complace, ser quien corra la primera lid en este campo abierto y libre del novelar en que vuestra magnificencia nos ha puesto; lo que si yo hago bien, no dudo que quienes vengan después no lo hagan bien y mejor.
Muchas veces, encantadoras señoras, se ha mostrado en nuestros razonamientos cuántas y cuáles sean las fuerzas de Amor, pero no creo que plenamente se hayan dicho, y no se dirían si estuviésemos hablando desde ahora hasta dentro de un año; y porque él no solamente conduce a los amantes a diversos peligros de muerte, sino también a entrar en las casas de los muertos para sacar a los muertos, me agrada hablaros de ello con una historia (además de las que ya han sido contadas), en la cual el poder de Amor no solamente comprenderéis, sino también el talento de una valerosa señora aplicado a quitarse de encima a dos que contra su gusto la amaban.
Digo, pues, que en la ciudad de Pistoya hubo una hermosísima señora viuda a la cual dos de nuestros florentinos que por estar desterrados de Florencia vivían en Pistoya, llamados el uno Rinuccio Palermini y el otro Alessandro Chiarmontesi, sin saber el uno del otro, por azar prendados de ella, sumamente la amaban, haciendo cuidadosamente cada uno lo que podía para poder conquistar su amor. Y siendo esta noble señora, cuyo nombre fue Francesca de los Lázzari frecuentemente solicitada por embajadas y por ruegos de cada uno de éstos, y habiéndoles poco discretamente prestado oídos muchas veces, y queriendo discretamente dejar de hacerlo y no pudiendo, le vino un pensamiento para quitarse de encima su importunidad: y fue pedirles que le hiciesen un servicio que pensó que ninguno podría hacerle por muy posible que fuese, para que, al no hacerlo, tuviese ella honrosa y verosímil razón para no querer escuchar más sus embajadas; y el pensamiento fue el siguiente. Había, el día en que le vino este pensamiento, muerto en Pistoya uno que, por muy nobles que hubiesen sido sus antepasados, era reputado el peor hombre que hubiese no ya en Pistoya, sino en todo el mundo; y además de esto, era tan contrahecho y de rostro tan desfigurado que quien no lo hubiese conocido al verlo por primera vez hubiese tenido miedo; y había sido enterrado en un sepulcro fuera de la iglesia de los frailes menores. El cual pensó ella que podría ser de gran ayuda para su propósito; por la cual cosa dijo a una criada suya:
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |