Descargar

Resumen del libro Decameron (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20

_Señora, no os desconsoléis antes que sea necesario; si os place, contadme vuestras desventuras y qué vida habéis tenido; por ventura vuestros asuntos podrán encaminarse de manera que les encontremos, con ayuda de Dios, buena solución.

_Antígono _dijo la hermosa mujer_, me pareció al verte ver a mi padre, y movida por el amor y la ternura que a él le he tenido, pudiéndome ocultar me manifesté a ti, y a pocas personas me habría podido suceder haber visto de que tan contenta fuese cuanto estoy de haberte, antes que a ningún otro, visto y reconocido; y por ello, lo que en mi mala fortuna siempre he tenido escondido, a ti como a padre te lo descubriré. Si ves, después de que oído lo hayas, que puedas de algún modo a mi debida condición hacerme volver, te ruego que lo pongas en obra; si no lo ves, te ruego que jamás a nadie digas que me has visto o que nada has oído de mí.

Y dicho esto, siempre llorando, lo que sucedido le había desde que naufragó en Mallorca hasta aquel punto le contó; de lo que Antígono, movido a piedad, empezó a llorar, y luego de que por un rato hubo pensado, dijo:

_Señora, puesto que oculto ha estado en vuestros infortunios quién seáis, sin falta os devolveré más querida que nunca a vuestro padre, y luego como mujer al rey del Algarbe.

Y preguntado por ella que cómo, ordenadamente lo que había de hacer le enseñó; y para que ninguna otra fuese a sobrevenir si se demoraba, en el mismo momento volvió Antígono a Famagusta y se fue al rey, al que dijo:

_Señor mío, si os place, podéis al mismo tiempo haceros grandísimo honor a vos, y a mí (que soy pobre por vos) gran provecho sin que os cueste mucho.

El rey le preguntó cómo. Antígono entonces dijo:

_A Pafos ha llegado la hermosa joven hija del sultán, de la que ha corrido tanto la fama de que se había ahogado; y, por preservar su honestidad, grandísimas privaciones ha sufrido largamente, y al presente se encuentra en pobre estado y desea volver a su padre. Si a vos os pluguiera mandársela bajo mi custodia, sería un gran honor para vos, y un gran bien para mí; y no creo que nunca tal servicio se le olvidase al sultán.

El rey, movido por real magnanimidad, súbitamente repuso que le placía: y honrosamente enviando a por ella, a Fainagusta la hizo venir, donde por él y por la reina con indecible fiesta y con magnífico honor fue recibida; a la cual, después, por el rey y la reina siéndole preguntadas sus desventuras, según los consejos dados por Antígono repuso y contó todo. Y pocos días después, pidiéndolo ella, el rey, con buena y honorable compañía de hombres y de mujeres, bajo la custodia de Antígono la devolvió al sultán; por el cual si fue celebrada su vuelta nadie lo pregunte, y lo mismo la de Antígono con toda su compañía. La que, luego de que reposó algo, quiso el sultán saber cómo estaba viva, y dónde se había detenido tanto tiempo sin nunca haberle hecho nada saber sobre su condición.

La joven, que óptimamente las enseñanzas de Antígono había aprendido, a su padre así comenzó a hablar:

_Padre mío, sería el vigésimo día después que partí de vuestro lado cuando, por fiera tempestad nuestra nave resquebrajada, encalló en ciertas playas allá en Occidente, cerca de un lugar llamado Aguasmuertas, una noche, y lo que de los hombres que en nuestra nave iban sucediese no lo sé ni lo supe nunca; de cuanto me acuerdo es de que, llegado el día y yo casi de la muerte a la vida volviendo, habiendo sido ya la rota nave vista por los campesinos, corrieron a robarla de toda la comarca, y yo con dos de mis mujeres primero sobre la orilla puestas fuimos, e incontinenti cogidas por los jóvenes que, quién por aquí con una y quién por ahí con otra, empezaron a huir. Qué fue de ellas no lo supe nunca; pero habiéndome a mí, que me resistía, cogido entre dos jóvenes y arrastrándome por los cabellos, llorando yo fuertemente, sucedió que, pasando los que me arrastraban un camino para entrar en un grandísimo bosque, cuatro hombres en aquel momento pasaban por allí a caballo, a los cuales, como vieron los que me arrastraban, soltándome, prestamente se dieron a la fuga. Los cuatro hombres, que por su semblante me parecían de autoridad, visto aquello, corrieron a donde yo estaba y mucho me preguntaron, y yo mucho dije, pero ni por ellos fui entendida ni a ellos los entendí. Ellos, luego de larga consulta, subiéndome a uno de sus caballos, me llevaron a un monasterio de mujeres según su ley religiosa, y yo, por lo que les dijeran, fui allí benignísimamente recibida y siempre honrada, y con gran devoción junto con ellas he servido desde entonces a san Crescencio_en_la_cueva, a quien las mujeres de aquel país mucho aman. Pero luego de que algún tiempo estuve con ellas, y ya habiendo algo aprendido de su lengua, preguntándome quién yo fuese y de dónde, y sabiendo yo dónde estaba y temiendo, si dijese la verdad, ser perseguida como enemiga de su ley, repuse que era hija de un gran gentilhombre de Chipre, el cual habiéndome mandado a Creta para casarme, por azar allí habíamos sido llevados y naufragamos. Y muchas veces en muchas cosas, por miedo a lo peor, observé sus costumbres; y preguntándome la mayor de aquellas señoras, a la que llamaban «abadesa», si a Chipre me gustaría volver, contesté que nada deseaba tanto; pero ella, solícita de mi honor, nunca me quiso confiar a nadie que hacia Chipre viniera sino, hace unos dos meses, cuando llegados allí ciertos hombres buenos de Francia con sus mujeres, entre los cuales algún pariente tenía la abadesa, y oyendo ella que a Jerusalén iban a visitar el sepulcro donde aquel a quien tienen por Dios fue enterrado después de que fue matado por los judíos, a ellos me encomendó, y les rogó que en Chipre quisieran entregarme a mi padre. Cuánto estos gentileshombres me honraron y alegremente me recibieron junto con sus mujeres, larga historia sería de contar. Subidos, pues, en una nave, luego de muchos días llegamos a Pafos; y allí viéndome llegar, sin conocerme nadie ni sabiendo qué debía decir a los gentileshombres que a mi padre me querían entregar, según les había sido impuesto por la venerable señora, me aparejó Dios, a quien tal vez daba lástima de mí, sobre la orilla a Antígono en la misma hora que nosotros en Pafos bajábamos; al que llamé prestamente y en nuestra lengua, para no ser entendida por los gentileshombres ni las señoras, le dije que como hija me recibiera. Él me entendió enseguida; y haciéndome gran fiesta, a aquellos gentileshombres y a aquellas señoras según sus pobres posibilidades honró, y me llevó al rey de Chipre, el cual con qué honor me recibió y aquí a vos me ha enviado nunca podría yo contar. Si algo por decir queda, Antígono, que muchas veces me ha oído esta mi peripecia, lo cuente.

Antígono, entonces, volviéndose al sultán, dijo:

_Señor mío, ordenadísimamente, tal como me lo ha contado muchas veces y como aquellos gentileshombres con los que vino me contaron, os lo ha contado; solamente una parte ha dejado por deciros, que estimo que, porque bien no le está decirlo a ella, lo haya hecho: y ello es cuánto aquellos gentileshombres y señoras con quienes vino hablaron de la honesta vida que con las señoras religiosas había llevado y de su virtud y de sus loables costumbres, y de las lágrimas y del llanto que hicieron las señoras y los gentileshombres cuando, restituyéndola a mí, se separaron de ella. De las cuales cosas si yo quisiera enteramente decir lo que ellos me dijeron, no el presente día sino la noche siguiente no nos bastaría; tanto solamente creo que basta que, según sus palabras mostraban y aun aquello que yo he podido ver, os podéis gloriar de tener la más hermosa hija y la más honrada y la más valerosa que ningún otro señor que hoy lleve corona.

Estas cosas celebró el sultán maravillosamente y muchas veces rogó a Dios que le concediese gracia para poder dignas recompensas conceder a cualquiera que hubiera honrado a su hija, y máximamente al rey de Chipre por quien honradamente le había sido devuelta; y luego de algunos días, habiendo hecho preparar grandísimos dones para Antígono, le dio licencia de volverse a Chipre, dándole al rey con cartas y con embajadores especiales grandísimas gracias por lo que había hecho a la hija. Y después de esto, queriendo que lo que comenzado había sido tuviese lugar, es decir, que ella fuese la mujer del rey del Algarbe, a éste todo hizo saber enteramente, escribiéndole además de ello que, si le pluguiera tenerla, a por ella mandase.

Mucho celebró esto el rey del Algarbe y, mandando honorablemente a por ella, alegremente la recibió. Y ella, que con otros ocho hombres unas diez mil veces se había acostado, a su lado se acostó como doncella, y le hizo creer que lo era, y, reina, con él alegremente mucho tiempo vivió después. Y por ello se dice: «Boca besada no pierde fortuna, que se renueva como la luna».

NOVELA OCTAVA El conde de Amberes, acusado en falso, va al exilio; deja a dos hijos suyos en diversos lugares de Inglaterra y él, al volver de Escocia, sin ser conocido, los encuentra en buen estado; entra como palafrenero en el ejército del rey de Francia y, reconocida su inocencia, es restablecido en su primer estado. Mucho suspiraron las señoras por las diversas desventuras de la hermosa mujer: pero ¿quién sabe qué razón movía los suspiros? Tal vez las había que no menos por anhelo de tan frecuentes nupcias que por lástima de ella suspiraban. Pero dejando esto por el momento presente, habiéndose alguna reído por las últimas palabras dichas por Pánfilo, y viendo por ellas la reina que su novela había terminado, vuelta hacia Elisa, le impuso que continuara el orden con una de las suyas; la cual, alegremente haciéndolo, comenzó Amplísimo campo es este por el cual hoy nos estamos paseando, y no hay nadie que, no una justa sino diez pudiese contender en él asaz fácilmente pues tan abundante lo ha hecho la fortuna en sus extraños y dolorosos casos; y por ello, viniendo de ellos, que infinitos son, a contar alguno, digo que:

Al ser el imperio de Roma de los franceses a los tudescos transportado, nació entre una nación y la otra grandísima enemistad y acerba y continua guerra, por la cual, tanto para defender su país como para atacar a los otros, el rey de Francia y un hijo suyo, con toda la fuerza de su reino y junto con los amigos y parientes con quienes hacer lo pudieron, organizaron un grandísimo ejército para ir contra los enemigos; y antes de que a ello procedieran, para no dejar el reino sin gobierno, sabiendo que Gualterio, conde de Amberes, era un hombre noble y sabio y muy fiel amigo y servidor suyo, y que aunque también era conocedor del arte de la guerra les parecía a ellos más apto para las cosas delicadas que para las fatigosas, a él en el lugar de ellos dejaron como vicario general sobre todo el gobierno del reino de Francia, y se fueron a sus campañas.

Comenzó, pues, Gualterio con juicio y con orden el oficio encomendado, siempre en todas las cosas con la reina y con su nuera consultando; y aunque bajo su custodia y jurisdicción hubiesen sido dejadas, no menos como a sus señoras y principales en lo que podía las honraba. Era el dicho Gualterio hermosísimo de cuerpo y de edad de unos cuarenta años, y tan amable y cortés cuanto más pudiese serlo hombre noble, y además de todo esto, era el más galante y el más delicado caballero que en aquel tiempo se conociese, y el que más adornado iba.

Ahora, sucedió que, estando el rey de Francia y su hijo en la guerra ya dicha, habiendo muerto la mujer de Gualterio y habiéndole dejado con un hijo varón y una hija, niños pequeños, y sin nadie más, frecuentando él la corte de las dichas señoras y hablando con ellas frecuentemente de las necesidades del reino, la mujer del hijo del rey puso en él sus ojos y con grandísimo afecto considerando su persona y sus costumbres, con oculto amor fervientemente se inflamó por él; y viéndose joven y fresca y a él sin mujer, pensó que sería fácil realizar su deseo. Y pensando que ninguna cosa se oponía a aquello sino la vergüenza de manifestárselo, se dispuso del todo a desecharla de sí, y estando un día sola y pareciéndole oportuno, como si otras cosas con él hablar quisiese, mandó a por él. El conde, cuyo pensamiento estaba muy lejos del de la señora, sin ninguna dilación se fue a donde ella; y sentándose, como ella quiso, con ella sobre una cama, en una cámara los dos solos, habiéndola ya el conde preguntado sobre la razón por la que le hubiese hecho venir, y ella callando, finalmente, empujada por el amor, toda roja de vergüenza, casi llorando y temblando toda, con palabras entrecortadas, así comenzó a decir:

_Carísimo y dulce amigo y señor mío, vos podéis, como hombre sabio, fácilmente conocer cuánta sea la fragilidad de los hombres y de las mujeres, y por diversas razones más en una que en otra; por lo que debidamente, ante un justo juez, un mismo pecado en diversa cualidad de personas no debe recibir la misma pena. ¿Y quién sería quien dijese que no debiese ser mucho más reprensible un pobre hombre o una pobre mujer que con su trabajo tuviesen que ganar lo que necesitasen para vivir, si fuesen por el amor estimulados y lo siguiesen, que una señora rica y ociosa y a quien nada que agradase a sus deseos faltara? Creo ciertamente que nadie. Por la razón que juzgo que grandísima parte de excusa deban prestar las dichas cosas de aquella que las posee, si por ventura se deja llevar a amar; y lo restante debe tenerlo el haber elegido a un sabio y valeroso amador, si lo ha hecho así aquella que ama. Las cuales cosas, como quiera que ambas según mi parecer, se dan en mí, y además de ellas otras más que a amar deben inducirme, como es mi juventud y el alejamiento de mi marido, deben ahora venir en mi ayuda a la defensa de mi fogoso amor ante vuestra consideración; y si pueden lo que en la presencia de los sabios deben poder, os ruego que consejo y ayuda en lo que os pida me prestéis. Es verdad que, por el alejamiento de mi marido no pudiendo yo a los estímulos de la carne ni a la fuerza del amor oponerme (los cuales son de tanto poder, que a los fortísimos hombres, no ya a las tiernas mujeres, han vencido muchas veces y vencen todos los días), estando yo en las comodidades y los ocios en que me veis, a secundar los placeres de amor y a enamorarme me he dejado llevar: y como tal cosa, si sabida fuese, yo sepa que no es honesta, no menos, siendo y estando escondida en nada la juzgo ser deshonesta, pues me ha sido Amor tan complaciente que no solamente no me ha quitado el debido juicio al elegir el amante sino que mucho me ha dado, mostrándome que sois digno vos de ser amado por una mujer tal como yo; que, si no me engaño, os reputo por el más hermoso, el más amable y más galante y el más sabio caballero que en el reino de Francia pueda encontrarse; y tal como yo puedo decir que sin marido me veo, vos también sin mujer. Por lo que yo os ruego, por tan grande amor como es el que os tengo, que no me neguéis el vuestro y que se acreciente con mi juventud, la cual verdaderamente, como el hielo al fuego, se consume por vos.

Al llegar a estas palabras le acometieron tan abundantemente las lágrimas que ella, que todavía más ruegos intentaba interponer, no tuvo más poder para hablar, sino que bajado el rostro y abatida, llorando, en el seno del conde dejó caer la cabeza. El conde, que lealísimo caballero era, con gravísima reprimenda empezó a reprender un tan loco amor y a rechazarla porque ya al cuello quería echársele, y con juramentos a afirmar que primero sufriría él ser descuartizado que tal cosa contra el honor de su señor ni en sí mismo ni en otro consintiera. Lo que oyendo la señora, súbitamente olvidado el amor y en fiero furor encendida dijo:

_¿Será, pues, ruin caballero, de esta guisa escarnecido por vos mi deseo? No plazca a Dios, puesto que queréis hacerme morir, que yo morir arrojar del mundo no os haga.

Y diciendo así, al punto se echó las manos a los cabellos, enmarañándoselos y descomponiéndoselos todos, y después de haberse desgarrado las vestiduras en el pecho, comenzó a gritar fuerte:

_¡Ayuda, ayuda, que el conde de Amberes quiere forzarme! El conde, viendo esto, y temiendo mucho más la envidia de los cortesanos que a su conciencia, y temiendo que aquélla fuese a dar más fe a la maldad de la señora que a su inocencia, se levantó y lo más aprisa que pudo, de la cámara y del palacio salió y escapó a su casa, donde, sin tomar otro consejo, puso a sus hijos a caballo y montándose él también, lo más aprisa que pudo se fue hacia Calais. Al ruido de la señora corrieron muchos, los cuales, viéndola y oyendo la razón de sus gritos, no solamente por aquello dieron fe a sus palabras, sino que añadieron que la galanura y la adornada manera del conde había sido por él largamente buscada para poder llegar a aquello. Se corrió, pues, con furia a los palacios del conde para arrestarlo; pero no encontrándole a él, primero los saquearon todos y luego hasta los cimientos los hicieron derribar.

La noticia, tan torpe como se contaba, llegó en las huestes al rey y al hijo, los cuales, muy airados, a perpetuo exilio a él y a sus descendientes condenaron, grandísimos dones prometiendo a quien vivo o muerto se lo llevase. El conde, pesaroso de que, de inocente, al huir, se había hecho culpable, llegado sin darse a conocer o ser conocido, con sus hijos a Calais, prestamente pasó a Inglaterra y en pobres vestidos fue hacia Londres, donde antes de entrar, con muchas palabras adoctrinó a los dos pequeños hijos suyos, y máximamente en dos cosas: primera, que pacientemente soportasen el estado pobre al que sin culpa de ellos la fortuna, junto con él, les había llevado, y luego que con toda prudencia se guardasen de manifestar a nadie de dónde eran ni hijos de quién, si amaban la vida.

Era el hijo, llamado Luigi, de unos nueve años, y la hija, que tenía por nombre Violante, tenía unos siete, los cuales, según lo que permitía su tierna edad, muy bien comprendieron la lección del padre, y en las obras lo mostraron después. Y para que aquello mejor pudiese hacerse le pareció deber cambiarles los nombres; y lo hizo así, y llamó al varón Perotto y Giannetta a la niña; y llegados a Londres con pobres vestidos, del modo que vemos hacer a los pordioseros franceses, se dieron a andar pidiendo limosna.

Y estando por acaso en tal ocupación una mañana en una iglesia, sucedió que una gran dama, que era mujer de uno de los mariscales del rey de Inglaterra, al salir de la iglesia, vio al conde y a sus dos hijitos que limosna pedían, al que preguntó de dónde era y si suyos eran aquellos dos niños. A quien repuso que él era de Picardía y que, por un delito de un hijo mayor, había tenido que hacerse vagabundo con aquellos dos, que suyos eran. La dama, que era piadosa, puso los ojos en la muchacha y le gustó mucho porque hermosa y gentil y agraciada era, y dijo:

_Buen hombre, si te contentase dejar aquí conmigo a esta hijita tuya, porque buen aspecto tiene, la enseñaré de buena gana, y si se hace mujer virtuosa la casaré en el tiempo que sea conveniente de manera que estará bien.

Al conde mucho le plugo esta petición, y prestamente repuso que sí, y con lágrimas se la dio y recomendó mucho. Y habiendo así colocado a la hija y sabiendo bien a quién, deliberó no quedarse allí, y pidiendo limosna atravesó la isla y con Perotto llegó a Gales no sin gran fatiga, como quien a andar a pie no está acostumbrado. Allí había otro de los mariscales del rey, que gran estado y muchos servidores tenía, en cuya corte el conde alguna vez, él y el hijo, para tener de qué comer, mucho se detenían. Y estando en ella algún hijo del dicho mariscal y otros muchachos de gente noble, y jugando a algunos juegos de muchachos como de correr y de saltar, Perotto comenzó a mezclarse con ellos y a hacerlo tan diestramente, o más, que cualquiera de los otros hiciese alguna de las pruebas que entre ellos se hacían. Lo que viendo alguna vez el mariscal, y gustándole mucho la manera y los modos del muchacho, preguntó que quién fuese. Le fue dicho que era hijo de un pobre hombre que alguna vez por limosna venia allá adentro.

Al cual el mariscal se lo hizo pedir y el conde, como quien a Dios otra cosa no rogaba, libremente se lo concedió, por mucho disgusto que le causase separarse de él. Teniendo, pues, el conde el hijo y la hija colocados, pensó que más no quería quedarse en Inglaterra sino que como mejor pudo se pasó a Irlanda, y llegado a Stanford, con un caballero de un conde campesino se colocó como criado, todas aquellas cosas haciendo que a un criado o a un palafrenero pueden convenir; y allí sin ser nunca por nadie conocido, con asaz disgusto y fatiga se quedó largo tiempo.

Violante, llamada Giannetta, con la noble señora en Londres fue creciendo en años y en persona y en belleza, y en tanto favor de la señora y de su marido y de cualquiera otro de la casa y de quienquiera que la conociese, que era cosa maravillosa de ver; y no había nadie que sus costumbres y sus maneras mirase que no dijese que debía ser digna de todo grandísimo bien y honor. Por la cual cosa, la noble señora que la había recibido de su padre, sin haber podido nunca saber quién era él de otra manera que por lo que él decía, se había propuesto casarla honradamente según la condición de que estimaba que era. Pero Dios, justo protector de los méritos de los demás, sabiendo que era mujer noble, y llevaba sin culpa la penitencia del pecado ajeno, lo dispuso de otra manera: y para que a manos de un hombre vil no viniese la noble joven, debe creerse que, lo que sucedió, Él por su misericordia lo permitió. Tenía la noble señora con la que Giannetta vivía un único hijo de su marido a quien ella y el padre sumamente amaban, tanto porque era su hijo como porque por virtud y méritos lo valía, como quien más que nadie cortés y valeroso y arrogante y hermoso de cuerpo era. El cual, teniendo unos seis años más que Giannetta y viéndola hermosísima y graciosa, tanto se enamoró de ella que más allá de ella nada veía.

Y porque imaginaba que debía ser de baja condición, no solamente no osaba pedirla a su padre y a su madre por mujer, sino que temiendo ser reprendido por haberse puesto a amar bajamente, cuanto podía su amor tenía escondido. Por la cual cosa, mucho más que si descubierto lo hubiera, lo estimulaba; y ocurrió que por exceso de angustia enfermó, y gravemente. Habiendo sido llamados varios médicos a su cuidado, y habiendo un signo y otro observado en él y no pudiendo su enfermedad conocer, todos juntos desesperaban de su salvación; por lo que el padre y la madre del joven tenían tanto dolor y melancolía que mayor no habría podido tenerse; y muchas veces con piadosos ruegos le preguntaban la razón de su mal, a los que o suspiros por respuesta daba o que todo se sentía desfallecer.

Sucedió un día que, estando sentado junto a él un médico asaz joven, pero en ciencia muy profundo, y teniéndole cogido por el brazo en aquella parte donde buscan el pulso, Giannetta, que, por respeto por la madre, solícitamente le servía, por alguna razón entró en la cámara en la que el joven estaba echado. A la cual, cuando el joven vio, sin ninguna palabra o ademán hacer, sintió con más fuerza en el corazón el amoroso ardor, por lo que el pulso más fuerte comenzó a latirle de lo acostumbrado; lo que el médico sintió incontinenti y maravillóse, y estuvo quedo por ver cuánto aquel latir durase. Al salir Giannetta de la cámara el latir se calmó: por lo que le pareció al médico haber entendido algo de la razón de la enfermedad del joven; y poco después, como si algo quisiera preguntar a Giannetta, siempre teniendo al enfermo por el brazo, la hizo llamar. A lo que ella vino incontinenti; no había entrado en la cámara cuando el latir del pulso volvió al joven, y partida ella, cesó. Con lo que, pareciendo al médico tener plena certeza, levantóse y llevando aparte al padre y a la madre del joven, les dijo:

_La salud de vuestro hijo no en los remedios de los médicos sino en las manos de Giannetta está, a la cual, tal como he conocido manifiestamente por ciertos signos, el joven ama ardientemente aunque ella no se haya dado cuenta por lo que yo veo. Sabéis ya lo que tenéis que hacer si su vida os es querida.

El noble señor y su mujer, oyendo esto, se pusieron contentos en cuanto algún modo se encontraba para su salvación, aunque mucho les pesase que lo que temían fuera aquello, esto es, tener que dar a Giannetta a su hijo por esposa. Ellos, pues, partido el médico, se fueron al enfermo, y díjole la señora así:

_Hijo mío, no habría yo creído nunca que me escondieses algún deseo tuyo, y especialmente viéndote, por no tenerlo, desfallecer, por lo que debías estar cierto, y debes, que nada hay que por contentarte hacer pudiese, aunque menos que honesto fuera, que como por mí misma no lo hiciese; pero pues que lo has hecho así ha sucedido que Nuestro Señor se ha compadecido de ti más que tú mismo, y para que de esta enfermedad no te mueras me ha mostrado la razón de tu mal, que no es otra cosa que un excesivo amor que sientes por alguna joven, sea quien sea ella. Y en verdad, de manifestar esto no deberías avergonzarte porque tu edad lo pide, y si no estuvieras enamorado yo te tendría en bastante poco. Por lo que, hijo mío, no te escondas de mí sino que con confianza descúbreme todo tu deseo, y la melancolía y el pensamiento que tienes y del que esta enfermedad procede, arrójalos fuera, y consuélate y persuádete de que nada habrá por satisfacción tuya, que tú me impongas, que yo no haga si está en mi poder, como quien más te ama que a la vida mía. Desecha la vergüenza y el temor, y dime si puedo por tu amor hacer algo; y si no encuentras que sea solícita en ello y logre tal efecto tenme por la más cruel madre que ha parido un hijo.

El joven, oyendo las palabras de la madre, primero se avergonzó; luego, pensando que nadie mejor que ella podría satisfacer su placer, desechada la vergüenza, le dijo así:

_Madama, nada me ha hecho teneros escondido mi amor sino haberme apercibido de que la mayoría de las personas, después de que entran en años, de haber sido jóvenes no quieren acordarse. Pero pues que en esto os veo discreta, no solamente no negaré que es verdad aquello de que os habéis apercibido, sino que os haré manifiesto de quién; con tal condición de que el efecto siga a vuestra promesa en todo cuanto esté en vuestro poder y así podréis sanarme.

A lo que la señora, confiando demasiado en que debía suceder en la forma en que ella misma pensaba, libremente repuso que con confianza su pecho le abriese, que ella sin tardanza alguna se pondría a actuar para que él su placer tuviera.

_Madama _dijo entonces el joven_, la alta hermosura y las loables maneras de nuestra Giannetta y el no poder manifestárselo ni hacerla apiadarse de mi amor y el no haber osado jamás manifestarlo a nadie me han conducido donde me veis: y si lo que me habéis prometido de un modo u otro no se sigue, estaos por segura de que mi vida será breve.

La señora, a quien más parecía momento aquel de consuelo que de reprensiones, sonriendo dijo:

_¡Ay, hijo mío!, ¿así que por esto te has dejado enfermar? Consuélate y déjame a mí hacer, pues curado serás.

El joven, lleno de esperanza, en brevísimo tiempo mostró signos de grandísima mejoría, por lo que la señora, muy contenta, se dispuso a intentar el modo en que pudiera cumplirse lo que prometido le había; y llamando un día a Giannetta, con bromas y asaz discretamente le preguntó si tenía algún amador. Giannetta, toda colorada, repuso:

_Madama, a una doncella pobre y echada de su casa, como soy yo, y que está al servicio ajeno, como hago yo, no se le pide ni le está bien servir a Amor.

A lo que la señora dijo:

_Pues si no lo tenéis, queremos daros uno, con el que contenta viváis y más os deleitéis con vuestra beldad, porque no es conveniente que tan hermosa damisela como vos sois esté sin amante.

A lo que Giannetta repuso:

_Madama, vos sacándome de la pobreza de mi padre, me habéis criado como hija, y por ello debo hacer todo vuestro gusto; pero no os complaceré en esto, creyendo que me hago bien. Si os place darme marido, a él entiendo amar pero no a otro; porque si de la herencia de mis abuelos nada me ha quedado sino la honra, entiendo guardarla y observarla cuanto mi vida dure.

Estas palabras parecieron a la señora muy contrarias a lo que quería conseguir para cumplir la promesa hecha a su hijo, aunque, como mujer discreta, mucho estimase en su interior a la doncella; y dijo:

_Cómo, Giannetta, si monseñor el rey, que es joven caballero, y tú eres hermosísima doncella, buscase en tu amor algún placer, ¿se lo negarías? Y ella súbitamente le respondió:

_Forzarme podría el rey, pero nunca con mi consentimiento, sino lo que fuera honesto, podría tener.

La dama, comprendiendo cuál fuese su ánimo, dejó de hablar y pensó ponerla a prueba; y le dijo a su hijo que, en cuanto estuviera curado, la haría ir con él a una cámara y que él se ingeniase en conseguir de ella su placer, diciendo que le parecía deshonesto, a guisa de alcahueta, hablar por el hijo y rogar a su doncella. Con lo que el joven no estuvo contento en ninguna guisa y de súbito empeoró gravemente; lo que viendo la señora, manifestó su intención a Giannetta pero, encontrándola más constante que nunca, contando a su marido lo que había hecho, aunque duro les pareciese, de mutuo consentimiento deliberaron dársela por esposa, queriendo mejor a su hijo vivo con mujer que no le correspondía que muerto sin ninguna; y así, luego de muchas historias, lo hicieron. Con lo que Giannetta estuvo muy contenta y con piadoso corazón agradeció a Dios que no la había olvidado; pero, con todo, no dijo nunca que era sino hija de un picardo. El joven curó y celebró las nupcias más contento que ningún otro hombre, y empezó a darse buena vida con ella.

Perotto, que se había quedado en Gales con el mariscal del rey de Inglaterra, igualmente creciendo halló la gracia de su señor y se hizo hermosísimo de persona y gallardo cuanto cualquiera otro que hubiese en la isla, tanto que ni en los torneos ni en las justas ni en cualquier otro hecho de armas había nadie en el país que valiese lo que él; por lo que por todos, que le llamaban Perotto el picardo, era conocido y famoso. Y así como Dios no había olvidado a su hermana, así demostró igualmente tenerlo a él en el pensamiento; porque, sobrevenida en aquella comarca una pestilente mortandad, a la mitad de la gente se llevó consigo, sin contar que grandísima parte de los que quedaron huyeron, por miedo, a otras comarcas, por lo que el país todo parecía abandonado.

En la cual mortandad el mariscal su señor y su mujer y un hijo suyo y otros muchos hermanos y sobrinos y parientes todos murieron, y no quedó sino una doncella ya en edad de casarse, y con algunos otros servidores Perotto. Al cual, cesada un tanto la pestilencia, la doncella, porque era hombre honrado y valeroso, con placer y con el consejo de algunos campesinos que habían quedado vivos, por marido lo tomó, y de todo aquello que a ella por herencia le había correspondido, le hizo señor; y poco tiempo pasó hasta que, enterándose el rey de Inglaterra de que el mariscal había muerto, y conociendo el valor de Perotto el picardo, en el lugar del que muerto había lo puso y lo hizo mariscal suyo. Y así, en breve, fue de los dos hijos del conde de Amberes, dejados por él como perdidos.

Ya había pasado el año decimoctavo desde que el conde de Amberes, huyendo, se había ido de París cuando, habitante de Irlanda él, habiendo, en una vida asaz mísera, sufrido muchas cosas, viéndose ya viejo, le vino el deseo de saber, si pudiese, lo que hubiera sucedido con sus hijos. Por lo que, por completo en el aspecto que soler tenía viéndose cambiado, y sintiéndose por el mucho ejercicio más fuerte de cuerpo de lo que era cuando joven viviendo en el ocio, partió, asaz pobre y mal vestido, de donde largamente había estado y se fue a Inglaterra y allá donde a Perotto había dejado se fue, y encontró que éste era mariscal y gran señor, y lo vio sano y fuerte y hermoso en su aspecto; lo que le agradó mucho, pero no quiso darse a conocer hasta que hubiera sabido qué había sido de Giannetta.

Por lo que, poniéndose en camino, no descansó hasta llegar a Londres; y allí preguntando cautamente por la señora a quien había dejado su hija por su estado, encontró a Giannetta mujer del hijo, lo que mucho le plugo; y todas sus adversidades pretéritas reputó por pequeñas puesto que vivos había encontrado a sus hijos y en buen estado. Y deseoso de poderla ver empezó, como pobre, a acercarse junto a su casa, donde, viéndole un día Giachetto Lamiens, que así se llamaba el marido de Giannetta, teniendo compasión de él porque pobre y viejo lo vio, mandó a uno de los sirvientes que a su casa lo llevase y le hiciera dar de comer por Dios; lo que el sirviente hizo de buena gana.

Había Giannetta tenido ya de Giachetto varios hijos, de los que el mayor no tenía más de ocho años, y eran los más hermosos y los más graciosos niños del mundo; los cuales, como vieron comer al conde, todos juntos se le pusieron en derredor y empezaron a hacerle fiestas, como si por oculta virtud hubiesen conocido que aquél era su abuelo. El cual, sabiendo que eran sus nietos, empezó a demostrarles amor y a hacerles caricias; por lo que los niños de él no querían separarse, por mucho que quien atienda a su vigilancia les llamase. Por lo que Giannetta, oyéndolo, salió de una cámara y vino allí donde el conde, amenazándoles con pegarlos si lo que su maestro quería no hiciesen. Los niños empezaron a llorar y a decir que querían quedarse con aquel hombre honrado, que les quería más que su maestro; de lo que la señora y el conde se rieron. Se había levantado el conde, no a guisa de padre sino de mendigo, para saludar a la hija como a señora y un maravilloso placer al verla había sentido en el alma.

Pero ella ni entonces ni después le conoció en nada, porque sobremanera estaba cambiado de lo que ser solía, como quien viejo y canoso y barbudo estaba, y magro y moreno vuelto, y más otra persona parecía que el conde. Y viendo la señora que los niños no querían separarse de él, sino que al quererlos separar lloraban, dijo al maestro que un rato los dejase quedarse. Estando, pues, los niños con el hombre honrado, sucedió que el padre de Giachetto volvió, y por el maestro se enteró de aquello; por lo que, como despreciaba a Giannetta, dijo:

_Dejadlos con la mala ventura que Dios les dé, que son imagen de donde han nacido: por su madre descienden de vagabundos y no hay que maravillarse si con los vagabundos les gusta estar.

Estas palabras escuchó el conde, y mucho le dolieron; pero encogiéndose de hombros sufrió aquella injuria como muchas otras había sufrido. Giachetto, que oído había las fiestas que los hijos hacían al hombre honrado, es decir al conde, aunque le desagradó, tanto les amaba que, antes de verlos llorar mandó que si el hombre honrado quisiera quedarse para hacer algún servicio, que fuese recibido. El cual respondió que se quedaba de buena gana pero que otra cosa no sabía hacer sino cuidar caballos, a lo que toda su vida estaba acostumbrado. Dándole, pues, un caballo, cuando lo había atendido, se ponía a jugar con los niños.

Mientras la fortuna de esta guisa que se ha contado conducía al conde de Amberes y a sus hijos, sucedió que el rey de Francia, concertadas muchas treguas con los alemanes, murió, y en su lugar fue coronado el hijo de quien era mujer aquélla por quien el conde había sido perseguido. Éste, habiendo expirado la última tregua con los tudescos, comenzó de nuevo muy cruda guerra; en cuya ayuda, como de nuevo pariente, el rey de Inglaterra mandó mucha gente bajo las órdenes de Perotto su mariscal y de Giachetto Lamiens, hijo del otro mariscal: con el cual, el hombre honrado, es decir el conde, fue, y sin ser reconocido por nadie se quedó en el ejército por largo espacio como palafrenero, y allí, como hombre de pro, con consejos y obras, más de lo que le correspondía prestó ayuda.

Sucedió durante la guerra que la reina de Francia enfermó gravemente; y conociendo ella misma que iba a morir, arrepentida de todos sus pecados se confesó devotamente con el arzobispo de Rouen, que por todos era tenido por hombre bueno y santísimo, y entre los demás pecados le contó el gran daño que por su culpa había sufrido el conde de Amberes. Y no solamente se contentó con decirlo, sino que delante de muchos otros hombres de pro contó todo como había sucedido, rogándoles que con el rey intercediesen para que al conde, si estaba vivo, y si no a alguno de sus hijos se les restituyese en su estado; y mucho después, ya finada su vida, honrosamente fue sepultada.

Y contándole al rey su confesión, después de algunos dolorosos suspiros por las injurias hechas sin razón al valeroso hombre, le movió a hacer publicar por todo el ejército, y además en otras muchas partes, el bando de que a quien sobre el conde de Amberes o alguno de sus hijos le diese noticias, maravillosamente por cada uno sería recompensado, porque él lo tenía por inocente de aquello que le había hecho expatriarse por la confesión hecha por la reina y entendía restituirle en el estado que tenía y aún en mayor. Las cuales cosas oyendo el conde transformado en palafrenero y comprendiendo que eran verdad, súbitamente fue a Giachetto y le rogó que con él y con Perotto fuese porque quería mostrarles lo que el rey andaba buscando. Reunidos, pues, los tres, dijo el conde a Perotto, que ya tenía el pensamiento en descubrirse:

_Perotto, Giachetto que aquí está tiene a tu hermana por mujer; y nunca tuvo ninguna dote; y por ello, para que tu hermana no esté sin dote, entiendo que sea él y no otro quien obtenga el beneficio que el rey promete que es tan grande, por ti, y te declare como hijo del conde de Amberes, y por Violante, tu hermana y su mujer, y por mi, que el conde de Amberes y vuestro padre soy.

Perotto, oyendo esto y mirándole fijamente, enseguida lo reconoció, y llorando se arrojó a sus pies y lo abrazó diciendo:

_¡Padre mío, seáis muy bien venido! Giachetto, oyendo primero lo que había dicho el conde y viendo luego lo que Perotto hacía, fue acometido en un punto por tanta maravilla y tanta alegría que apenas sabía qué se debía hacer; pero dando fe a las palabras y avergonzándose mucho de las palabras injuriosas que había usado con el conde palafrenero, llorando se dejó caer a sus pies y humildemente de todas las ofensas pasadas le pidió perdón; lo que el conde, muy benignamente, levantándolo en pie, le concedió. Y luego de que los varios casos de cada uno se hubieron contado los tres, y habiendo llorado y habiéndose regocijado mucho juntos, queriendo Perotto y Giachetto vestir al conde, de ninguna manera lo sufrió, sino que quiso que, teniendo primero Giachetto la seguridad de obtener la recompensa prometida, tal como estaba y en aquel hábito de palafrenero, para hacerlo más avergonzarse, se lo llevase.

Giachetto, pues, con el conde y con Perotto se presentó al rey y ofreció llevarle al conde y a su hijo si, según el bando publicado, quisiera recompensarle. El rey prestamente hizo traer una maravillosa recompensa ante los ojos de Giachetto y mandó que se la llevase si con verdad le mostraba, como prometía, al conde y a sus hijos. Giachetto entonces, retrocediendo y haciendo poner delante de él al conde su palafrenero y a Perotto dijo:

_Monseñor, he aquí al padre y al hijo; la hija, que es mi mujer y no está aquí, pronto vendrá con la ayuda de Dios.

El rey, oyendo aquello, miró al conde, y por muy cambiado que estuviera de lo que ser solía, sin embargo luego de haberlo mirado un tanto lo reconoció, y con lágrimas en los ojos a él, que arrodillado estaba, le hizo poner en pie y lo abrazó y lo besó, y amigablemente recibió a Perotto; y mandó que incontinenti el conde con vestidos, servidores y caballos y arneses fuese convenientemente provisto, según requería su nobleza; la cual cosa inmediatamente fue hecha. Además de esto, mucho honró el rey a Giachetto y quiso saber todo sobre sus aventuras pretéritas. Y cuando Giachetto tomó las altas recompensas por haber mostrado al conde y a sus hijos, le dijo el conde:

_Toma estos dones de la magnificencia de monseñor el rey, y acuérdate de decir a tu padre que tus hijos, nietos suyos y míos, no son por su madre nacidos de vagabundo.

Giachetto tomó los dones e hizo venir a París a su mujer y a su suegra; vino la mujer de Perotto; y allí en grandísima fiesta estuvieron con el conde, al cual el rey había restituido todos sus bienes y le había hecho más de lo que antes fuese; después, cada uno con su venia se volvió a su casa, y él hasta la muerte vivió en París con más honor que nunca.

NOVELA NOVENA Bernabó de Génova, engañado por Ambruogiuolo, pierde lo suyo y manda matar a su mujer, inocente; ésta se salva y, en hábito de hombre, sirve al sultán; encuentra al engañador y conduce a Bernabó a Alejandría donde, castigado el engañador, volviendo a tomar hábito de mujer, con el marido y ricos vuelven a Génova. Habiendo Elisa con su lastímera historia cumplido su deber, la reina Filomena, que hermosa y alta de estatura era, más que ninguna otra amable y sonriente de rostro, recogiéndose en sí misma dijo:

_El pacto hecho con Dioneo debe ser respetado y, así, no quedando más que él y que yo por novelar, diré yo mi historia primero y él, como lo pidió por merced, será el último que la diga.

Y dicho esto, así comenzó:

Se suele decir frecuentemente entre la gente común el proverbio de que el burlador es a su vez burlado; lo que no parece que pueda demostrarse que es verdad mediante ninguna explicación sino por los casos que suceden. Y por ello, sin abandonar el asunto propuesto, me ha venido el deseo de demostraros al mismo tiempo que esto es tal como se dice; y no os será desagradable haberlo oído, para que de los engañadores os sepáis guardar.

Había en París, en un albergue, unos cuantos importantísimos mercaderes italianos, cuál por un asunto cuál por otro, según lo que es su costumbre; y habiendo cenado una noche todos alegremente, empezaron a hablar de distintas cosas, y pasando de una conversación en otra, llegaron a hablar de sus mujeres, a quienes en sus casas habían dejado; y bromeando comenzó a decir uno:

_Yo no sé lo que hará la mía, pero sí sé bien que, cuando aquí se me pone por delante alguna jovencilla que me plazca, dejo a un lado el amor que tengo a mi mujer y gozo de ella el placer que puedo.

Otro repuso:

_Y yo lo mismo hago, porque si creo que mi mujer alguna aventura tiene, la tiene, y si no lo creo, también la tiene; y por ello, lo que se hace que se haga: lo que el burro da contra la pared, eso recibe.

El tercero llegó, hablando, a la mismísima opinión: y, en breve, todos parecía que estuviesen de acuerdo en que las mujeres por ellos dejadas no perdían el tiempo. Uno solamente, que tenía por nombre Bernabó Lomellin de Génova, dijo lo contrario, afirmando que él, por especial gracia de Dios, tenía por esposa a la mujer más cumplida en todas aquellas virtudes que mujer o aun caballero, en gran parte, o doncella puede tener, que tal vez en Italia no hubiera otra igual: porque era hermosa de cuerpo y todavía bastante joven, y diestra y fuerte, y nada había que fuese propio de mujer, como bordar labores de seda y cosas semejantes, que no hiciese mejor que ninguna. Además de esto no había escudero, o servidor si queremos llamarlo así, que pudiera encontrarse que mejor o más diestramente sirviese a la mesa de un señor de lo que ella servía, como que era muy cortés, muy sabía y discreta. Junto a esto, alabó que sabía montar a caballo, gobernar un halcón, leer y escribir y contar una historia mejor que si fuese un mercader; y de esto, luego de otras muchas alabanzas, llegó a lo que se hablaba allí, afirmando con juramento que ninguna más honesta ni más casta se podía encontrar que ella; por lo cual creía él que, si diez años o siempre estuviese fuera de casa, ella no se entendería con otro hombre en tales asuntos.

Había entre estos mercaderes que así hablaban un joven mercader llamado Ambruogiuolo de Piacenza, el cual a esta última alabanza que Bernabó había hecho de su mujer empezó a dar las mayores risotadas del mundo, y jactándose le preguntó si el emperador le había concedido aquel privilegio sobre todos los demás hombres. Bernabó, un tanto airadillo, dijo que no el emperador sino Dios, quien tenía algo más de poder que el emperador, le había concedido aquella gracia. Entonces dijo Ambruogiuolo:

_Bernabó, yo no dudo que no creas decir verdad, pero a lo que me parece, has mirado poco la naturaleza de las cosas, porque si la hubieses mirado, no te creo de tan torpe ingenio que no hubieses conocido en ella cosas que te harían hablar más cautamente sobre este asunto. Y para que no creas que nosotros, que muy libremente hemos hablado de nuestras mujeres, creamos tener otra mujer o hecha de otra manera que tú, sino que hemos hablado así movidos por una natural sagacidad, quiero hablar un poco contigo sobre esta materia. Siempre he entendido que el hombre es el animal más noble que fue creado por Dios entre los mortales, y luego la mujer; pero el hombre, tal como generalmente se cree y ve en las obras, es más perfecto y teniendo más perfección, sin falta debe tener mayor firmeza, y la tiene por lo que universalmente las mujeres son más volubles, y el porqué se podría por muchas razones naturales demostrar; que al presente entiendo dejar a un lado. Si el hombre, que es de mayor firmeza, no puede ser que no condescienda, no digamos a una que se lo ruegue, sino a no desear a alguna que a él le plazca, y además de desearla a hacer todo lo que pueda para poder estar con ella, y ello no una vez al mes sino mil al día le sucede, ¿qué esperas que una mujer, naturalmente voluble, pueda hacer ante los ruegos, las adulaciones y mil otras maneras que use un hombre entendido que la ame? ¿Crees que pueda contenerse? Ciertamente, aunque lo afirmes no creo que lo creas; y tú mismo dices que tu esposa es mujer y que es de carne y hueso como son las otras. Por lo que, si es así, aquellos mismos deseos deben ser los suyos y las mismas fuerzas que tienen las otras para resistir a los naturales apetitos; por lo que es posible, aunque sea honestísima, que haga lo que hacen las demás: y no es posible negar nada tan absolutamente ni afirmar su contrario como tú lo haces.

A lo que Bernabó repuso y dijo:

_Yo soy mercader y no filósofo, y como mercader responderé; y digo que sé que lo que dices les puede suceder a las necias, en las que no hay ningún pudor; pero que aquellas que sabias son tienen tanta solicitud por su honor que se hacen más fuertes que los hombres, que no se preocupan de él, para guardarlo, y de éstas es la mía.

Dijo entonces Ambruogiuolo:

_Verdaderamente si por cada vez que cediesen en tales asuntos les creciese un cuerno en la frente, que diese testimonio de lo que habían hecho creo yo que pocas habría que cediesen, pero como el cuerno no nace, no se les nota a las que son discretas ni pisada ni huella y la vergüenza y en deshonor no están sino en las cosas manifiestas; por lo que, cuando pueden ocultamente las hacen, o las dejan por necedad. Y ten esto por cierto; que sólo es casta la que no fue por nadie rogada, o si rogó ella, la que no fue escuchada. Y aunque yo conozca por naturales y diversas razones que las cosas son así, no hablaría tan cumplidamente como lo hago si no hubiese muchas veces y a muchas puesto a prueba; y te digo que si yo estuviese junto a esa tu santísima esposa, creo que en poco espacio de tiempo la llevaría a lo que ya he llevado a otras.

Bernabó, airado, repuso:

_El contender con palabras podría extenderse demasiado: tú dirías y yo diría, y al final no serviría de nada. Pero puesto que dices que todas son tan plegables y que tu ingenio es tanto, para que te asegures de la honestidad de mi mujer estoy dispuesto a que me corten la cabeza si jamás a algo que te plazca en tal asunto puedas conducirla; y si no puedes no quiero sino que pierdas mil florines de oro.

Ambruogiuolo, ya calentado sobre el asunto, repuso:

_Bernabó, no sé qué iba a hacer con tu sangre si te ganase; pero si quieres tener una prueba de lo que te he explicado, apuesta cinco mil florines de oro de los tuyos, que deben serte menos queridos que la cabeza, contra mil de los míos, y aunque no pongas ningún límite, quiero obligarme a ir a Génova y antes de tres meses luego de que me haya ido, haber hecho mi voluntad con tu mujer, y en señal de ello traer conmigo algunas de sus cosas más queridas, y tales y tantos indicios que tú mismo confieses que es verdad, a condición de que me des tu palabra de no venir a Génova antes de este límite ni escribirle nada sobre este asunto.

Bernabó dijo que le placía mucho; y aunque los otros mercaderes que allí estaban se ingeniasen en estorbar aquel hecho, conociendo que gran mal podía nacer de él, estaban sin embargo tan encendidos los ánimos de los dos mercaderes que, contra la voluntad de los otros, por buenos escritos con sus propias manos se comprometieron el uno con el otro. Y hecho el compromiso, Bernabó se quedó y Ambruogiuolo lo antes que pudo se vino a Génova.

Y quedándose allí algunos días y con mucha cautela informándose del nombre del barrio y de las costumbres de la señora, aquello y más oyó que le había oído a Bernabó; por lo que le pareció haber emprendido necia empresa. Pero sin embargo, habiendo conocido a una pobre mujer que mucho iba a su casa y a la que la señora quería mucho, no pudiéndola inducir a otra cosa, la corrompió con dineros y por ella, dentro de un arca construida para su propósito, se hizo llevar no solamente a la casa sino también a la alcoba de la noble señora: y allí, como si a alguna parte quisiese irse la buena mujer, según las órdenes dadas por Ambruogiuolo, le pidió que la guardase algunos días.

Quedándose, pues, el arca en la cámara y llegada la noche, cuando Ambruogiuolo pensó que la señora dormía, abriéndola con ciertos instrumentos que llevaba, salió a la alcoba silenciosamente, en la que había una luz encendida; por lo cual la situación de la cámara, las pinturas y todas las demás cosas notables que en ella había empezó a mirar y a guardar en su memoria. Luego, aproximándose a la cama y viendo que la señora y una muchachita que con ella estaba dormían profundamente, despacio la descubrió toda y vio que era tan hermosa desnuda como vestida, y ninguna señal para poder contarla le vio fuera de una que tenía en la teta izquierda, que era un lunar alrededor del cual había algunos pelillos rubios como el oro; y visto esto, calladamente la volvió a tapar, aunque, viéndola tan hermosa, las ganas le dieron de aventurar su vida y acostársele al lado.

Pero como había oído que era tan rigurosa y agreste en aquellos asuntos no se arriesgó y, quedándose la mayor parte de la noche por la alcoba a su gusto, una bolsa y una saya sacó de un cofre suyo, y unos anillos y un cinturón, y poniendo todo aquello en su arca, él también se metió en ella, y la cerró como estaba antes: y lo mismo hizo dos noches sin que la señora se diera cuenta de nada. Llegado el tercer día, según la orden dada, la buena mujer volvió a por su arca, y se la llevó allí de donde la había traído; saliendo de la cual Ambruogiuolo y contentando a la mujer según le había prometido, lo antes que pudo con aquellas cosas se volvió a París antes del término que se había puesto.

Allí, llamando a los mercaderes que habían estado presentes a las palabras y a las apuestas, estando presente Bernabó dijo que había ganado la apuesta que había hecho, puesto que había logrado aquello de lo que se había gloriado: y de que ello era verdad, primeramente dibujó la forma de la alcoba y las pinturas que en ella había, y luego mostró las cosas de ella que se había llevado consigo, afirmando que se las había dado. Confesó Bernabó que tal era la cámara como decía y que, además, reconocía que aquellas cosas verdaderamente habían sido de su mujer; pero dijo que había podido por algunos de los criados de la casa saber las características de la alcoba y del mismo modo haber conseguido las cosas; por lo que, si no decía nada más, no le parecía que aquello bastase para darse por ganador. Por lo que Ambruogiuolo dijo:

_En verdad que esto debía bastar; pero como quieres que diga algo más, lo diré. Te digo que la señora Zinevra, tu mujer, tiene debajo de la teta izquierda un lunar grandecillo, alrededor del cual hay unos pelillos rubios como el oro.

Cuando Bernabó oyó esto, le pareció que le habían hundido un cuchillo en el corazón, tal dolor sintió, y con el rostro demudado, aún sin decir palabra, dio señales asaz manifiestas de ser verdad lo que Ambruogiuolo decía; y después de un poco dijo:

_Señores, lo que dice Ambruogiuolo es verdad, y por ello, habiendo ganado, que venga cuando le plazca y será pagado.

Y así fue al día siguiente Ambruogiuolo enteramente pagado: y Bernabó, saliendo de París, con crueles designios contra su mujer, hacia Génova se vino. Y acercándose allí, no quiso entrar en ella sino que se quedó a unas veinte millas en una de sus posesiones; y a un servidor suyo, de quien mucho se fiaba, con dos caballos y con sus cartas mandó a Génova, escribiéndole a la señora que había vuelto y que viniera a su encuentro: al cual servidor secretamente le ordenó que, cuando estuviese con la señora en el lugar que mejor le pareciese, sin falta la matase y volviese a donde estaba él.

Llegado, pues, el servidor a Génova y entregadas las cartas y hecha su embajada, fue por la señora con gran fiesta recibido; y ella a la mañana siguiente, montando con el servidor a caballo, hacia su posesión se puso en camino; y caminando juntos y hablando de diversas cosas, llegaron a un valle muy profundo y solitario y rodeado por altas rocas y árboles; el cual, pareciéndole al servidor un lugar donde podía con seguridad cumplir el mandato de su señor, sacando fuera el cuchillo y cogiendo a la señora por el brazo dijo:

_Señora, encomendad vuestra alma a Dios, que, sin proseguir adelante, es necesario que muráis.

La señora, viendo el cuchillo y oyendo las palabras, toda espantada, dijo:

_¡Merced, por Dios! Antes de que me mates dime en qué te he ofendido para que debas matarme.

_Señora _dijo el servidor_, a mí no me habéis ofendido en nada: pero en qué hayáis ofendido a vuestro marido yo no lo sé, sino que él me mandó que, sin teneros ninguna misericordia, en este camino os matase: y si no lo hiciera me amenazó con hacerme colgar. Sabéis bien qué obligado le estoy y que a cualquier cosa que él me ordene no puedo decirle que no: sabe Dios que por vos siento compasión, pero no puedo hacer otra cosa.

A lo que la señora, llorando, dijo:

_¡Ay, merced por Dios!, no quieras convertirte en homicida de quien no te ofendió por servir a otro. Dios, que todo lo sabe, sabe que no hice nunca nada por lo cual deba recibir tal pago de mi marido. Pero dejemos ahora esto; puedes, si quieres, a la vez agradar a Dios, a tu señor y a mí de esta manera: que cojas estas ropas mías, y dame solamente tu jubón y una capa, y con ellas vuelve a tu señor y el mío y dile que me has matado; y te juro por la salvación que me hayas dado que me alejaré y me iré a algún lugar donde nunca ni a ti ni a él en estas comarcas llegará noticia de mí.

El servidor, que contra su gusto la mataba, fácilmente se compadeció; por lo que, tomando sus paños y dándole un juboncillo suyo y una capa con capuchón, y dejándole algunos dineros que ella tenía, rogándole que de aquellas comarcas se alejase, la dejó en el valle a pie y se fue a donde su señor, al que dijo que no solamente su orden había sido cumplida sino que el cuerpo de ella muerto había arrojado a algunos lobos. Bernabó, luego de algún tiempo, se volvió a Génova y, cuando se supo lo que había hecho, muy recriminado fue.

La señora, quedándose sola y desconsolada, al venir la noche, disimulándose lo mejor que pudo fue a una aldehuela vecina de allí, y allí, comprándole a una vieja lo que necesitaba, arregló el jubón a su medida, y lo acortó, y se hizo con su camisa un par de calzas y cortándose los cabellos y disfrazándose toda de marinero, hacia el mar se fue, donde por ventura encontró a un noble catalán cuyo nombre era señer en Cararh, que de una nave suya, que estaba algo alejada de allí, había bajado a Alba a refrescarse en una fuente; con el cual, entrando en conversación, se contrató por servidor, y subió con él a la nave, haciéndose llamar Sicurán de Finale. Allí, con mejores paños vestido con atavío de gentilhombre, lo empezó a servir tan bien y tan capazmente que sobremanera le agradó.

Sucedió a no mucho tiempo de entonces que este catalán con su carga navegó a Alejandría y llevó al sultán ciertos halcones peregrinos, y se los regaló; y habiéndole el sultán invitado a comer alguna vez y vistas las maneras de Sicurán que siempre a atenderle iba, y agradándole, se lo pidió al catalán, y éste, aunque duro le pareció, se lo dejó. Sicurán en poco tiempo no menos la gracia y el amor del sultán conquistó, con su esmero, que lo había hecho los del catalán; por lo que con el paso del tiempo sucedió que, debiéndose hacer en cierta época del año una gran reunión de mercaderes cristianos y sarracenos, a manera de feria, en Acre, que estaba bajo la señoría del sultán, y para que los mercaderes y las mercancías seguras estuvieran, siempre había acostumbrado el sultán a mandar allí, además de sus otros oficiales, algunos de sus dignatarios con gente que atendiese a la guardia; para cuya necesidad, llegado el tiempo, deliberó mandar a Sicurán, el cual ya sabía la lengua óptimamente, y así lo hizo.

Venido, pues, Sicurán a Acre como señor y capitán de la guardia de los mercaderes y las mercancías, y desempeñando allí bien y solícitamente lo que pertenecía a su oficio, y andando dando vueltas vigilando, y viendo a muchos mercaderes sicilianos y pisanos y genoveses y venecianos y otros italianos, con ellos de buen grado se entretenía, recordando su tierra. Ahora, sucedió una vez que, habiendo él un día descabalgado en un depósito de mercaderes venecianos, vio entre otras joyas una bolsa y un cinturón que enseguida reconoció como que habían sido suyos, y se maravilló; pero sin hacer ningún gesto, amablemente preguntó de quién eran y si se vendían. Había venido allí Ambruogiuolo de Piacenza con muchas mercancías en una nave de venecianos; el cual, al oír que el capitán de la guardia preguntaba de quién eran, dio unos pasos adelante y, riendo, dijo:

_Micer, las cosas son mías, y no las vendo, pero si os agradan os las daré con gusto.

Sicurán, viéndole reír, sospechó que le hubiese reconocido en algún gesto; pero, poniendo serio rostro, dijo:

_Te ríes tal vez porque me ves a mí, hombre de armas, andar preguntando sobre estas cosas femeninas.

Dijo Ambruogiuolo:

_Micer, no me río de eso sino que me río del modo en que las conseguí.

A lo que Sicurán dijo:

_¡Ah, así Dios te dé buena ventura, si no te desagrada, di cómo las conseguiste! _Micer _dijo Ambruogiuolo_, me las dio con alguna otra cosa una noble señora de Génova llamada señora Zinevra, mujer de Bernabó Lomellin, una noche que me acosté con ella, y me rogó que por su amor las guardase. Ahora, me río porque me he acordado de la necedad de Bernabó, que fue de tanta locura que apostó cinco mil florines de oro contra mil a que su mujer no se rendía a mi voluntad; lo que hice yo y vencí la apuesta; y él, a quien más por su brutalidad debía castigarse que a ella por haber hecho lo que todas las mujeres hacen, volviendo de París a Génova, según lo he oído, la hizo matar.

Sicurán, al oír esto, pronto comprendió cuál había sido la razón de la ira de Bernabó contra ella y claramente conoció que éste era el causante de todo su mal; y determinó en su interior no dejarlo seguir impune. Hizo ver, pues, Sicurán haber gustado mucho de esta historia y arteramente trabó con él una estrecha familiaridad, tanto que, por sus consejos, Ambruogiuolo, terminada la feria, con él y con todas sus cosas se fue a Alejandría, donde Sicurán le hizo hacer un depósito y le entregó bastantes de sus dineros; por lo que él, viéndose sacar gran provecho, se quedaba de buena gana.

Sicurán, preocupado por demostrar su inocencia a Bernabó, no descansó hasta que, con ayuda de algunos grandes mercaderes genoveses que en Alejandría estaban, encontrando raras razones, le hizo venir; y estando éste en asaz pobre estado, por algún amigo suyo le hizo recibir ocultamente hasta el momento que le pareciese oportuno para hacer lo que hacer entendía. Había ya Sicurán hecho contar a Ambruogiuolo la historia delante del sultán, y hecho que el sultán gustase de ella; pero luego que vio aquí a Bernabó, pensando que no había que dar largas a la tarea, buscando el momento oportuno, pidió al sultán que llamase a Ambruogiuolo y a Bernabó, y que en presencia de Bernabó, si no podía hacerse fácilmente, con severidad se arrancase a Ambruogiuolo la verdad de cómo había sido aquello de lo que él se jactaba de la mujer de Bernabó.

Por la cual cosa, Ambruogiuolo y Bernabó venidos, el sultán en presencia de muchos, con severo rostro, a Ambruogiuolo mandó que dijese la verdad de cómo había ganado a Bernabó cinco mil florines de oro; y estaba presente allí Sicurán, en el que Ambruogiuolo más confiaba, y él con rostro mucho más airado le amenazaba con gravísimos tormentos si no la decía. Por lo que Ambruogiuolo, espantado por una parte y otra, y obligado, en presencia de Bernabó y de muchos otros, no esperando más castigo que 1a devolución de los cinco mil florines de oro y de las cosas, claramente cómo había sido el asunto todo lo contó. Y habiéndolo contado Ambruogiuolo, Sicurán, como delegado del sultán en aquello, volviéndose a Bernabó dijo:

_¿Y tú, qué le hiciste por esta mentira a tu mujer? A lo que Bernabó repuso:

_Yo, llevado de la ira por la pérdida de mis dineros y de la vergüenza por el deshonor que me parecía haber recibido de mi mujer, hice que un servidor mío la matara, y según lo que él me contó, pronto fue devorada por muchos lobos.

Dichas todas estas cosas en presencia del sultán y por él oídas y entendidas todas, no sabiendo él todavía a dónde Sicurán (que esto le había pedido y ordenado) quisiese llegar, le dijo Sicurán:

_Señor mío, asaz claramente podéis conocer cuánto aquella buena señora pueda gloriarse del amante y del marido; porque el amante en un punto la priva del honor manchando con mentiras su fama y aparta de ella al marido; y el marido, más crédulo de las falsedades ajenas que de la verdad que él por larga experiencia podía conocer, la hace matar y comer por los lobos y además de esto, es tanto el cariño y el amor que el amigo y el marido 1e tienen que, estando largo tiempo con ella, ninguno la conoce. Pero porque vos óptimamente conocéis lo que cada uno de éstos ha merecido, si queréis por una especial gracia, concederme que castiguéis al engañador y perdonéis al engañado, la haré que venga ante vuestra presencia.

El sultán, dispuesto en este asunto a complacer a Sicurán en todo, dijo que le placía y que hiciese venir a la mujer. Se maravillaba mucho Bernabó, que firmemente la creía muerta; y Ambruogiuolo, ya adivino de su mal, de más tenía miedo que de pagar dineros y no sabía si esperar o si temer más que la señora viniese, pero con gran maravilla su venida esperaba. Hecha, pues, la concesión por el sultán a Sicurán, éste, llorando y arrojándose de rodillas ante el sultán, en un punto abandonó la masculina voz y el querer parecer varón, y dijo:

_Señor mío, yo soy la mísera y desventurada Zinevra, que seis años llevo rodando disfrazada de hombre por el mundo, por este traidor Ambruogiuolo falsamente y criminalmente infamada, y por este cruel e inicuo hombre entregada a la muerte a manos de su criado y a ser comida por los lobos.

Y rasgándose los vestidos y mostrando el pecho, que era mujer al sultán y a todos los demás hizo evidente; volviéndose luego a Ambruogiuolo, preguntándole con injurias cuándo, según se jactaba, se había acostado con ella. El cual, ya reconociéndola y mudo de vergüenza, no decía nada.

El sultán, que siempre por hombre la había tenido, viendo y oyendo esto, tanto se maravilló que más creía ser sueño que verdad aquello que oía y veía. Pero después que el asombro pasó, conociendo la verdad, con suma alabanza la vida y la constancia y las costumbres y la virtud de Zinevra, hasta entonces llamada Sicurán, loó. Y haciéndole traer riquísimas vestiduras femeninas y damas que le hicieran compañía según la petición hecha por ella, a Bernabó perdonó la merecida muerte; el cual, reconociéndola, a los pies se le arrojó llorando y le pidió perdón, lo que ella, aunque mal fuese digno de él, benignamente le concedió, y le hizo levantarse tiernamente abrazándolo como a su marido.

El sultán después mandó que incontinenti Ambruogiuolo en algún lugar de la ciudad fuese atado al sol a un palo y untado de miel, y que de allí nunca, hasta que por sí mismo cayese, fuese quitado; y así se hizo. Después de esto, mandó que lo que había sido de Ambruogiuolo fuese dado a la señora, que no era tan poco que no valiera más de diez mil doblas: y él, haciendo preparar una hermosísima fiesta, en ella a Bernabó como a marido de la señora Zinevra, y a la señora Zinevra como valerosísima mujer honró, y le dio, tanto en joyas como en vajilla de oro y de plata como en dineros, tanto que valió más de otras diez mil doblas.

Y haciendo preparar un barco para ellos, luego que terminó la fiesta que les hacía, les dio licencia para poder volver a Génova si quisieran; adonde riquísimos y con gran alegría volvieron, y con sumo honor fueron recibidos y especialmente la señora Zinevra, a quien todos creían muerta; y siempre de gran virtud y en mucho, mientras vivió, fue reputada. Ambruogiuolo, el mismo día que fue atado al palo y untado de miel, con grandísima angustia suya por las moscas y por las avispas y por los tábanos, en los que aquel país es muy abundante, fue no solamente muerto sino devorado hasta los huesos; los que, blancos y colgando de sus tendones, por mucho tiempo después, sin ser movidos de allí, de su maldad fueron testimonio a cualquiera que los veía. Y así el burlador fue burlado.

NOVELA DÉCIMA Paganín de Mónaco roba la mujer a micer Ricciardo de Chínzica, el cual, sabiendo dónde está ella, va y se hace amigo de Paganín; le pide que se la devuelva y él, si ella quiere, se lo concede, ella no quiere volver con él, y muerto micer Ricciardo, se casa con Paganín. Todos los de la honrada compañía alabaron por buena la historia contada por su reina, y mayormente Dioneo, el único a quien faltaba novelar por la presente jornada; el cual, luego de hacer muchas alabanzas de ella, dijo:

Hermosas señoras, una parte de la historia de la reina me ha hecho mudar la opinión de contar una que tenía en el ánimo a decir otra: y es la bestialidad de Bernabó (aunque terminase bien) y de todos los demás que se dan a creer lo que él mostraba que creía: es decir, que ellos, yendo por el mundo con ésta y con aquélla ahora una vez y ahora otra solazándose, se imaginan que las mujeres dejadas en casa se estén de brazos cruzados, como si no supiésemos, quienes entre ellas nacemos y crecemos y estamos, qué es lo que les gusta. Y contándola os mostraré cuál sea la estupidez de estos tales, y cuánto mayor sea la de quienes, estimándose más poderosos que la naturaleza, se persuaden (con fantásticos razonamientos) de poder hacer lo que no pueden y se esfuerzan por traer a otro a lo que ellos son, no sufriéndolo la naturaleza de quien es arrastrado.

Hubo, pues, un juez en Pisa, más que de fuerza corporal dotado de ingenio, cuyo nombre fue micer Ricciardo de Chínzica, el cual, creyendo tal vez satisfacer a su mujer con las mismas obras que hacía para sus estudios, siendo muy rico, con no poca solicitud buscó a una mujer hermosa y joven por esposa, cuando de lo uno y lo otro, si hubiese sabido aconsejarse él mismo como hacía a los demás, debía huir. Y lo consiguió, porque micer Lotto Gualandi le dio por mujer a una hija suya cuyo nombre era Bartolomea, una de las más hermosas y vanidosas jóvenes de Pisa, aun cuando allí haya pocas que no parezcan lagartijas gusaneras. A la cual, el juez, llevándola con grandísima fiesta a su casa, y celebrando unas bodas hermosas y magníficas, acertó la primera noche a tocarla una vez para consumar el matrimonio, y poco faltó para que hiciera tablas; el cual, luego por la mañana, como quien era magro y seco y de poco espíritu, tuvo que confortarse con garnacha y con dulces, y con otros remedios volverse a la vida.

Pues este señor juez, habiendo aprendido a estimar mejor sus fuerzas que antes, empezó a enseñarle a ella un calendario bueno para los niños que aprenden a leer, y quizás hecho en Rávena; porque, según le enseñaba, no había día en que no tan sólo una fiesta sino muchas se celebrasen; en reverencia de las cuales, por diversas razones le enseñaba que el hombre y la mujer debían abstenerse de tales ayuntamientos, añadiendo a ellos los ayunos y las cuatro témporas y vigilias de los apóstoles y de mil otros santos, y viernes y sábados, y el domingo del Señor, y toda la Cuaresma, y ciertas fases de la luna y otras muchas excepciones, pensando tal vez que tanto convenía descansar de las mujeres en la cama como descansos él se tomaba al pleitear sus causas. Y esta costumbre, no sin gran melancolía de la mujer, a quien tal vez tocaba una vez al mes, y apenas, por mucho tiempo mantuvo; siempre guardándola mucho, para que ningún otro fuera a enseñarle los días laborables tan bien como él le había enseñado las fiestas.

Sucedió que, haciendo mucho calor, a micer Ricciardo le dieron ganas de ir a recrearse a una posesión suya muy hermosa cercana a Montenero, y allí, para tomar el aire, quedarse algunos días. Y llevó consigo a su hermosa mujer, y estando allí, por entretenerla un poco, mandó un día salir de pesca; y en dos barquillas, él en una con los pescadores y ella en otra con las otras mujeres, fueron a mirar y, sintiéndose a gusto, se adentraron en el mar unas cuantas millas casi sin darse cuenta. Y mientras estaban atentos mirando, de improviso una galera de Paganín de Mónaco, entonces muy famoso corsario, apareció, y vistas las barcas, se enderezó a ellas; y no pudieron tan pronto huir que Paganín no llegase a aquella en que iban las mujeres, en la cual viendo a la hermosa señora, sin querer otra cosa, viéndolo micer Ricciardo que estaba ya en tierra, subiéndola a ella a su galera, se fue. Viendo lo cual micer el juez, que era tan celoso que temía al aire mismo, no hay que preguntar si le pesó. Sin provecho se quejó, en Pisa y en otras partes, de la maldad de los corsarios, sin saber quién le había quitado a la mujer o dónde la había llevado.

A Paganín, al verla tan hermosa, le pareció que había hecho un buen negocio; y no teniendo mujer pensó quedarse con ella siempre, y como lloraba mucho empezó a consolarla dulcemente. Y, venida la noche, habiéndosele a él el calendario caído de las manos y salido de la memoria cualquier fiesta o feria, empezó a consolarla con los hechos, pareciéndole que de poco habían servido las palabras durante el día; y de tal modo la consoló que, antes de que llegasen a Mónaco, el juez y sus leyes se le habían ido de la memoria y empezó a vivir con Paganín lo más alegremente del mundo; el cual, llevándola a Mónaco, además de los consuelos que de día y de noche le daba, honradamente como a su mujer la tenía.

Después de cierto tiempo, llegando a los oídos de micer Ricciardo dónde estaba su mujer, con ardentísimo deseo, pensando que nadie sabía verdaderamente hacer lo que se necesitaba para aquello, se dispuso a ir él mismo, dispuesto a gastar en el rescate cualquier cantidad de dineros; y haciéndose a la mar, se fue a Mónaco, y allí la vio y ella a él, la cual por la tarde se lo dijo a Paganín e informó de sus intenciones. A la mañana siguiente, micer Ricciardo, viendo a Paganín, se acercó a él y estableció con él en un momento gran familiaridad y amistad, fingiendo Paganín no reconocerlo y esperando a ver a dónde quería llegar. Por lo que, cuando pareció oportuno a micer Ricciardo, como mejor supo y del modo más amable, descubrió la razón por la que había venido, rogándole que tomase lo que pluguiera y le devolviese a la mujer. A quien Paganín, con alegre rostro, repuso:

_Micer, sois bien venido; y respondiéndoos brevemente, os digo: es verdad que tengo en casa a una joven que no sé si es vuestra mujer o de algún otro, porque a vos no os conozco, ni a ella tampoco sino en tanto en cuanto, conmigo ha estado algún tiempo. Si sois vos su marido, como decís, yo, como parecéis gentilhombre amable, os llevaré donde ella, y estoy seguro de que os reconocerá. Si ella dice que es como decís, y quiere irse con vos, por amor de vuestra amabilidad, me daréis de rescate por ella lo que vos mismo queráis; si no fuera así, haríais una villanía en querérmela quitar porque yo soy joven y puedo tanto como otro tener una mujer, y especialmente ella que es la más agradable que he visto nunca.

Dijo entonces micer Ricciardo:

_Por cierto que es mi mujer, y si me llevas donde ella esté, lo verás pronto: se me echará al cuello incontinenti; y por ello te pido que no sea de otra manera que como tú has pensado.

_Pues entonces _dijo Paganín_ vamos.

Fueron, pues, a la casa de Paganín y, estando ella en una cámara suya, Paganín la hizo llamar; y ella, vestida y dispuesta, salió de una cámara y vino a donde micer Ricciardo con Paganín estaba, e hizo tanto caso a micer Ricciardo como lo hubiera hecho a cualquier otro forastero que con Paganín hubiera venido a su casa. Lo que viendo el juez, que esperaba ser recibido por ella con grandísima fiesta, se maravilló fuertemente, y empezó a decirse:

«Tal vez la melancolía y el largo dolor que he pasado desde que la perdí me ha desfigurado tanto que no me reconoce».

Por lo que le dijo:

_Señora, caro me cuesta haberte llevado a pescar, porque un dolor semejante no sentí nunca al que he tenido desde que te perdí, y tú no pareces reconocerme, pues tan hurañamente me diriges la palabra. ¿No ves que soy tu micer Ricciardo, venido aquí a pagarle lo que quiera a este gentilhombre en cuya casa estamos, para recuperarte y llevarte conmigo; y él, su merced, por lo que quiera darle te devuelve a mí? La mujer, volviéndose a él, sonriéndose una pizquita, dijo:

_Micer, ¿me lo decís a mí? Mirad que no me hayáis tomado por otra porque yo no me acuerdo de haberos visto nunca.

Dijo micer Ricciardo:

_Mira lo que dices: mírame bien; si bien te acuerdas bien verás que soy tu micer Ricciardo de Chínzica.

La señora dijo:

_Micer, perdonadme: puede que no sea a mí tan honesto miraros mucho como os imagináis, pero os he mirado lo bastante para saber que nunca jamás os he visto.

Imaginóse micer Ricciardo que hacía esto de no querer confesar en su presencia reconocerlo por temor a Paganín por lo que, luego de algún tanto, pidió por merced a Paganín que le dejase hablar en una cámara a solas con ella. Paganín dijo que le placía a cambio de que no la besase contra su voluntad, y mandó a la mujer que fuese con él a la alcoba y escuchase lo que quisiera decirle, y le respondiera como quisiese. Yéndose, pues, a la alcoba solos la señora y micer Ricciardo, en cuanto se sentaron, empezó micer Ricciardo a decir:

_¡Ah!, corazón de mi cuerpo, dulce alma mía, esperanza mía, ¿no reconoces a tu Ricciardo que te ama más que a sí mismo? ¿Cómo puede ser? ¿Estoy tan desfigurado? ¡Ah!, bellos ojos míos, mírame un poco.

La mujer se echó a reír y sin dejarlo seguir, dijo:

_Bien sabéis que no soy tan desmemoriada que no sepa que sois micer Ricciardo de Chínzica, mi marido; pero mientras estuve con vos mostrasteis conocerme muy mal, porque si erais sabio o lo sois, como queréis que de vos se piense, debíais haber tenido el conocimiento de ver que yo era joven y fresca y gallarda, y saber por consiguiente lo que las mujeres jóvenes piden (aunque no lo digan por vergüenza) además de vestir y comer; y lo que hacíais en eso bien lo sabéis. Y si os gustaba más el estudio de las leyes que la mujer, no debíais haberla tomado; aunque a mí me parezca que nunca fuisteis juez sino un pregonero de ferias y fiestas, tan bien os las sabíais, y de ayunos y de vigilias. Y os digo que si tantas fiestas hubierais hecho guardar a los labradores que labraban vuestras tierras como hacíais guardar al que tenía que labrar mi pequeño huertecillo, nunca hubieseis recogido un grano de trigo. Me he doblegado a quien Dios ha querido, como piadoso defensor de mi juventud, con quien me quedo en esta alcoba, donde no se sabe lo que son las fiestas, digo aquellas que vos, más devoto de Dios que de servir a las damas, tantas celebrabais; y nunca por esta puerta entraron sábados ni domingos ni vigilia ni cuatro témporas ni cuaresma, que es tan larga, sino que de día y de noche se trabaja y se bate la lana; y desde que esta noche tocaron maitines, bien sé cómo anduvo el asunto más de una vez. Y, así, entiendo quedarme con él y trabajar mientras sea joven, y las fiestas y las peregrinaciones y los ayunos esperar a hacerlos cuando sea vieja; y vos idos con buena ventura lo más pronto que podáis y, sin mí, guardad cuantas fiestas gustéis.

Micer Ricciardo, oyendo estas palabras, sufría un dolor insoportable, dijo, luego que vio que callaba:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente