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Resumen del libro Decameron (página 14)


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_Así no hubiera ido, porque creyendo que eras tú me ha molido con un bastón y dicho las mayores injurias que nunca se han dicho a una mala mujer. Y así yo me maravillaba mucho de que él te hubiese dicho aquellas palabras con ánimo de hacer algo que fuese en vergüenza mía; sino que porque te vio tan alegre y cordial, quiso probarte.

_Entonces _dijo la señora_, alabado sea Dios porque a mí me ha probado con palabras y a ti con obras; y creo que podría decir que yo soporto con más paciencia las palabras que tú las obras. Mas puesto que tal lealtad te tiene, hay que tenerlo en estima y honrarle.

Egano dijo:

_Por cierto que dices la verdad.

Y basándose en aquello, era de la opinión de que tenía la mujer más leal y el más fiel servidor que nunca había tenido un noble; por la cual cosa, como luego muchas veces con Aniquino, éste y la señora riesen de este hecho, Aniquino y la señora tuvieron mucha más facilidad de la que por ventura habrían tenido para hacer aquello que les daba deleite y placer mientras que a Aniquino le plugo quedarse con Egano en Bolonia.

NOVELA OCTAVA Uno siente celos de la mujer, y ella, atándose una cuerda a un dedo por la noche, siente llegar a su amante, el marido se da cuenta, y, mientras persigue al amante, la mujer pone en el lugar suyo en la cama a otra mujer, a quien el marido pega y corta las trenzas, y luego va a buscar a sus hermanos; los cuales, encontrando que aquello no era verdad, le injurian. Extrañamente maliciosa parecía a todos que doña Beatriz había sido al burlarse de su marido y todos afirmaban que el miedo de Aniquino debía de haber sido muy grande cuando, sujetándolo fuertemente la señora, la oyó decir que él le había requerido de amores.

Pero luego de que el rey vio callarse a Filomena, volviéndose hacia Neifile, dijo:

_Decid vos.

La cual, sonriendo primero un poco, comenzó:

Hermosas señoras, gran peso me incumbe si quiero con una buena historia daros gusto como os lo han dado aquellas que antes han hablado; del cual, con la ayuda de Dios, espero descargarme asaz bien.

Debéis, pues, saber que en nuestra ciudad hubo un riquísimo mercader llamado Arriguccio Berfinghieri, el cual neciamente, tal como ahora hacen cada día los mercaderes, pensó ennoblecerse por su mujer y tomó a una joven señora noble (que mal le convenía) cuyo nombre fue doña Sismonda. La cual, porque él tal como hacen los mercaderes andaba mucho de viaje y poco estaba con ella, se enamoró de un joven llamado Roberto que largamente la había cortejado; y habiendo llegado a tener intimidad con él, y teniéndola menos discretamente porque sumamente le deleitaba, sucedió (o porque Arriguccio oyese algo o como quiera que fuese) que se hizo el hombre más celoso del mundo y dejó de ir de viaje y todos sus demás negocios, y toda su solicitud la había puesto en guardar bien a aquélla, y nunca se hubiera dormido si no la hubiese sentido antes meterse en la cama; por la cual cosa la mujer sintió grandísimo dolor, porque de ninguna guisa podía estar con su Roberto.

Pero habiendo dedicado muchos pensamientos a encontrar algún modo de estar con él, y siendo también muy solicitada por él, le vino el pensamiento de hacer de esta manera: que, como fuese que su alcoba daba a la calle y ella se había dado cuenta muchas veces de que a Arriguccio le costaba mucho dormirse, pero que después dormía profundísimamente, ideó hacer venir a Roberto a la puerta de su casa a medianoche e ir a abrirle y estarse con él mientras su marido dormía profundamente.

Y para sentir ella cuándo llegaba de guisa que nadie se apercibiese, inventó echar una cuerdecita fuera de la ventana de la alcoba que por uno de los extremos llegase cerca del suelo, y el otro extremo bajarlo hasta el pavimento y llevarlo hasta su cama, y meterlo bajo las ropas, y cuando ella estuviese en la cama atárselo al dedo gordo del pie; y luego, mandando decir esto a Roberto, le ordenó que, cuando viniera, tirase de la cuerda y ella, si su marido durmiese, lo soltaría e iría a abrirle, y si no durmiese, lo cogería y lo tiraría hacia sí, a fin de que él no esperase. La cual cosa plugo a Roberto; y habiendo ido muchas veces, alguna le sucedió estar con ella y alguna no.

Por último, continuando con este artificio de esa manera, sucedió una noche que, durmiendo la señora, y estirando Arriguccio el pie por la cama, dio con este cordel; por lo que, llevando a él la mano y encontrándolo atado al pie de su mujer, se dijo a sí mismo:

«Por cierto que esto debe ser algún engaño».

Y dándose cuenta luego de que el cordel salía por la ventana lo tuvo por cierto; por lo que cortándolo quedamente del dedo de la mujer, lo ató al suyo, y estuvo atento para ver qué quería decir esto.

No mucho después vino Roberto, y tirando del cordel como acostumbraba, Arriguccio lo sintió; y no habiendo sabido atárselo bien, y habiendo Roberto tirado fuertemente y habiéndose quedado con el cordel en la mano, entendió que debía esperar; y así hizo.

Arriguccio, levantándose prestamente y cogiendo sus armas, corrió a la puerta para ver quién era aquél y para hacerle daño. Ahora, Arriguccio era, aunque fuese mercader, un hombre fiero y fuerte; y llegado a la puerta, y no abriéndola suavemente como solía hacer la mujer, y Roberto, que esperaba, sintiéndolo, se dio cuenta que era quien era, es decir, que quien abría la puerta era Arriguccio; por lo que prestamente comenzó a huir y Arriguccio a perseguirlo. Hasta que por fin habiendo Roberto huido un gran trecho y no cesando él de seguirlo, estando también Roberto armado, sacó la espada y se volvió hacia él, y comenzaron el uno a querer herir al otro y a defenderse.

La mujer, al abrir Arriguccio la alcoba, desvelándose y encontrándose cortado el cordel del dedo, incontinenti se dio cuenta de que su engaño estaba descubierto; y sintiendo que Arriguccio había corrido tras de Roberto, levantándose prestamente, dándose cuenta de lo que podía suceder, llamó a su criada, la cual sabía todo, y tanto le rogó que la puso en su lugar en la cama, rogándole que, sin darse a conocer, los golpes que le diera Arriguccio recibiese pacientemente porque ella se los devolvería con tamaña recompensa que no tendría razón de quejarse.

Y apagada la luz que en la alcoba ardía, se fue de allí y, escondida en un lugar de la casa, se puso a esperar lo que iba a suceder. Siguiendo la riña entre Arriguccio y Roberto, los vecinos del barrio, sintiéndola y levantándose, comenzaron a insultarlos, y Arriguccio, por temor a ser reconocido, sin haber podido saber quién fuese el joven ni herirlo de alguna manera, airado y de mal talante, dejándolo en paz, se fue hacia su casa; y llegando a la alcoba, airadamente comenzó a decir:

_¿Dónde estás, mala mujer? ¡Has apagado la luz para que no te encuentre, pero te equivocas! Y yendo a la cama, creyendo coger a la mujer, cogió a la criada, y cuando pudo menear las manos y los pies tantos puñetazos y tantas patadas le dio que le marcó toda la cara, y por último le cortó los cabellos, diciéndole siempre las mayores injurias que jamás se han dicho a una mala mujer.

La criada lloraba mucho como quien tenía de qué, y aunque alguna vez dijese: «¡Ay! ¡Por el amor de Dios!» o «¡Basta!», estaba la voz tan rota por el llanto y Arriguccio tan ciego de furor que no podía distinguir que aquélla fuese de otra mujer que la suya.

Apaleándola, pues, con todo derecho y cortándole los cabellos, como decimos, dijo:

_Mala mujer, no entiendo tocarte de otro modo, sino que iré a por tus hermanos y les contaré tus buenas obras; y luego que vengan a por ti y que hagan lo que crean que corresponde a su honor y te lleven de aquí, que en esta casa ten por cierto que no estarás nunca más.

Y dicho esto, saliendo de la alcoba, la cerró por fuera y se fue él solo.

Cuando doña Sismonda, que todo había oído, sintió que el marido se había ido, abrió la alcoba y, encendida la luz, encontró a su criada toda machacada que lloraba fuertemente; a la cual, como mejor pudo la consoló y la llevó a su alcoba, donde después ocultamente haciéndola cuidar y curar, tanto con lo de Arriguccio mismo la recompensó que ella se tuvo por contenta. Y cuando a la criada hubo llevado a su alcoba, rápidamente hizo la cama de la suya y la arregló toda y la puso en orden, como si ninguna persona se hubiera acostado allí esa noche, y volvió a encender la lámpara, y se vistió y arregló, como si todavía no se hubiese acostado; y encendiendo un candil y tomando sus telas, se fue a sentar arriba de la escalera y se puso a coser y a esperar en qué paraba aquello.

Arriguccio, al salir de su casa, lo antes que pudo se fue a la casa de los hermanos de la mujer, y allí tantos golpes dio que le sintieron y le abrieron. Los hermanos de la mujer, que eran tres, y su madre, sintiendo que era Arriguccio se levantaron todos, y haciendo encender las luces vinieron a su encuentro y le preguntaron qué iba buscando a aquella hora y tan solo. A quienes Arriguccio, empezando con el cordel que había encontrado atado al dedo del pie de doña Sismonda hasta lo último que encontrado y hecho había, se lo contó; y para darles entero testimonio de lo que había hecho, los cabellos que creía haberle cortado a su mujer se los puso en las manos, añadiendo que viniesen a por ella y que le hiciesen lo que creyeran que correspondía a su honor, porque él no pensaba tenerla más en casa.

Los hermanos de la mujer, muy enojados de lo que habían oído y teniéndolo por cierto, contra ella enardecidos, hechas encender antorchas, con intención de jugarle una mala partida, con Arriguccio se pusieron en camino y fueron a su casa. Lo que viendo su madre, llorando comenzó a seguirlos, ora a uno ora al otro rogando que no creyesen aquellas cosas tan súbitamente sin ver ni saber nada más, porque el marido podía por alguna razón estar enojado con ella y haberle hecho daño, y ahora decirles aquello en excusa de sí mismo, diciendo además que ella se maravillaba mucho de cómo podía haber sucedido aquello porque conocía bien a su hija, como quien la había criado desde pequeñita, y muchas otras cosas semejantes.

Llegados, pues, a casa de Arriguccio y entrando dentro, comenzaron subir las escaleras; y oyéndolos venir doña Sismonda, dijo:

_¿Quién anda ahí? A quien uno de los hermanos repuso:

_Bien lo sabrás tú, mala mujer, quién es.

Dijo entonces doña Sismonda:

_¿Pero qué querrá decir esto? ¡Señor, ayúdame! _Y poniéndose en pie, dijo_: Hermanos míos, sed bien venidos; ¿qué andáis buscando a esta hora los tres aquí dentro? Ellos, habiéndola visto sentada y cosiendo y sin ninguna marca en el rostro de haber sido golpeada, cuando Arriguccio había dicho que la había dejado machacada, algo al primer embite se maravillaron y refrenaron el ímpetu de su ira, y le preguntaron que cómo había sido aquello de lo que Arriguccio se quejaba de ella, amenazándola mucho si no les decía todo.

La mujer dijo:

_No sé qué deba deciros, ni de qué tenga que haberse quejado de mí Arriguccio.

Arriguccio, al verla, la miraba como estupidizado, acordándose de que le había dado tal vez mil puñetazos en la cara y la había arañado y le había hecho todas las maldades del mundo, y ahora la veía como si no hubiera pasado nada de aquello. En resumen, los hermanos le dijeron lo que Arriguccio les había dicho del cordel y de los golpes y de todo.

La mujer, volviéndose a Arriguccio, dijo:

_¡Ay, marido mío! ¿Qué es lo que oigo? ¿Por qué haces tenerme por mala mujer para tu gran vergüenza, cuando no lo soy, y a ti por hombre malo y cruel, que no eres? ¿Y cuándo has estado esta noche en casa, no ya conmigo? ¿O cuándo me pegaste? En cuanto a mí, no me acuerdo.

Arriguccio comenzó a decir:

_¿Cómo, mala mujer, no nos fuimos a la cama juntos anoche? ¿No he vuelto luego, después de haber estado corriendo tras tu amante? ¿No te he dado muchos golpes y cortado los cabellos? La mujer repuso:

_En esta casa no te acostaste anoche tú, pero dejemos esto, que no puedo dar otro testimonio que mis palabras verdaderas, y vengamos a lo que dices que me pegaste, y cortaste los cabellos. A mí no me has pegado nunca, y cuantos hay aquí y tú también, fijaos en mí, si en todo el cuerpo tengo alguna señal de paliza; ni te aconsejaría que fueses tan atrevido que me pusieses la mano encima que, por la cruz de Cristo te abofetearía. Ni tampoco me cortaste los cabellos, que yo lo haya sentido o lo haya visto, pero tal vez lo hiciste sin que me diese cuenta; déjame ver si los tengo cortados o no.

Y quitándose los velos de la cabeza, mostró que cortados no los tenía, sino enteros; las cuales cosas viendo y oyendo los hermanos y la madre, comenzaron a decirle a Arriguccio:

_¿Qué dices, Arriguccio? Esto no es ya lo que nos viniste a decir que habías hecho; y no sabemos cómo puedes probar lo que queda.

Arriguccio estaba como quien soñase, y quería hablar; pero viendo que lo que creía que podía probar no era así, no se atrevía a decir nada.

La mujer, volviéndose a sus hermanos, dijo:

_Hermanos míos, veo que ha andado buscando que yo haga lo que no querría haber hecho nunca, esto es, que os cuente sus miserias y su maldad; y lo haré. Creo firmemente que lo que os ha contado le haya pasado, y oíd cómo. Este hombre de pro, a quien por mi mal me disteis por mujer, que se dice mercader y que quiere ser respetado y que debería tener más templanza que un religioso y más honestidad que una doncella, pocas son las noches que no vaya emborrachándose por las tabernas, y ahora con esta mala mujer, ahora con aquélla enredándose; y a mí se me hace hasta medianoche y a veces hasta el amanecer esperándole de la manera que me habéis encontrado. Estoy segura de que, estando bien borracho, se fue a la cama con alguna mujerzuela y a ella, al despertarse, le encontró el cordel en el pie y luego hizo todas esas gallardías que dice, y por último volvió a ella y la pegó y le cortó los cabellos; y no habiendo vuelto en sí todavía, se creyó, y estoy segura de que lo cree todavía, que estas cosas me las había hecho a mí; y si os fijáis bien en su cara, todavía está medio borracho. Pero sea lo que haya dicho de mí, no quiero que se lo toméis en cuenta más que como a un borracho; y que como yo le perdono lo perdonéis vosotros también.

Su madre, oyendo estas palabras, comenzó a alborotarse y a decir:

_Por la cruz de Cristo, hija mía, eso no debía hacerse sino que debía matarse a ese perro fastidioso y desconsiderado, que no es digno de tener una tal moza como tú. ¡Bueno está! ¡Ni aunque te hubiese recogido del fango! Mal rayo le parta si debes aguantar las podridas palabras de un comerciantucho en heces de burro que vienen del campo y salen de las pocilgas vestidos de pardillo con las calzas de campana y con la pluma en el culo y en cuanto tienen tres sueldos quieren a las hijas de los gentileshombres y de las buenas damas por mujeres, y usan armas y dicen: «Soy de los tales» y «Los de mi casa hicieron esto». Bien querría que mis hijos hubiesen seguido mi consejo, que tan honorablemente te podían colocar en casa de los condes Guido por un pedazo de pan; y en cambio quisieron darte esta valiosa joya que, siendo tú la mejor moza de Florencia y la más honesta, no se ha avergonzado de decir a medianoche que eres una puta, como si no te conociésemos; pero a fe que si me hiciesen caso se le haría un escarmiento que lo pudriese. _Y volviéndose a sus hijos, dijo_: Hijos, bien os decía yo que esto no podía ser. ¿Habéis oído cómo vuestro cuñado trata a vuestra hermana, ese comerciantuelo de cuatro al cuarto? Que, si yo fuese vosotros, habiendo dicho lo que ha dicho de ella y haciendo lo que hace, no estaría contenta ni satisfecha mientras no lo hubiera quitado de en medio; y si yo fuese hombre en vez de mujer no querría que otro en mi lugar lo hiciese. ¡Señor, haz que le pese, borracho asqueroso que no tiene vergüenza! Los jóvenes, vistas y oídas estas cosas, volviéndose a Arriguccio le dijeron las mayores injurias que nunca se le han dicho a ningún malvado, y por último dijeron:

_Te perdonamos ésta porque estás borracho, pero cuida de que en toda tu vida de aquí en adelante no oigamos más noticias de éstas, que si alguna nos viene a los oídos por cierto que nos la pagarás por ésta y por aquélla.

Y dicho esto, fueron.

Arriguccio, que se quedó como estúpido, no sabiendo él mismo si lo que había hecho era verdad o si lo había soñado, sin decir una palabra más dejó a su mujer en paz; la cual no solamente con su sagacidad escapó al peligro inminente sino que se abrió el camino para poder hacer en el tiempo por venir todos sus gustos sin tener miedo al marido nunca más.

NOVELA NOVENA Lidia, mujer de Nicostrato, ama a Pírro, el cual, para poder creerla, le pide tres cosas, todas las cuales ella le hace, y además de esto, en presencia de Nicostrato se solaza con él y a Nicostrato hace creer que no es verdad lo que ha visto. Tanto había agradado la historia de Neifile que ni de reírse ni de hablar de ella podían dejar las señoras, aunque el rey muchas veces silencio les hubiera ordenado, habiendo mandado a Pánfilo que la suya contase; pero luego que callaron, así comenzó Pánfilo:

No creo yo, reverendas señoras, que haya nada por grave y peligroso que sea, que a hacer no se atreva quien ardientemente ama; la cual cosa, aunque haya sido probada en muchas historias, no por ello creo que dejaré de probar mejor con una que entiendo contaros, donde oiréis sobre una señora que en sus obras tuvo mucho más favorable la fortuna que sensato el juicio. Y por ello no aconsejaría a ninguna que las huellas de quien hablar entiendo se arriesgase a seguir, porque no siempre la fortuna está dispuesta de un modo, ni todos los hombres del mundo son ofuscados igualmente.

En Argos, ciudad antiquísima de Acaya, por sus antiguos reyes mucho más famosa que grande, hubo un hombre noble el cual fue llamado Nicostrato, a quien ya cercano a la vejez la fortuna concedió por mujer a una gran señora no menos osada que hermosa, llamada por nombre Lidia. Tenía éste, como hombre noble y rico, muchos criados y perros y aves de caza, y grandísimo deleite sentía en las cacerías; y tenía entre sus otros domésticos un jovencito cortés y adornado y hermoso de cuerpo y diestro en cualquier cosa que hubiera querido hacer, llamado Pirro, a quien Nicostrato más que a ningún otro amaba y mucho se fiaba de él. De éste, Lidia se enamoró ardientemente, tanto que ni de día ni de noche podía tener el pensamiento en otra parte sino en él; del cual amor, o que Pirro no se apercibiese o que no lo quisiese, nada mostraba preocuparse. De lo que la señora un dolor intolerable llevaba en el ánimo; y del todo dispuesta a hacérselo saber llamó a una camarera suya llamada Lusca, en la cual confiaba mucho, y le dijo así:

_Lusca, los beneficios que has recibido de mí te deben hacer obediente y fiel, y por ello cuida de que lo que ahora voy a decirte, ninguna persona lo oiga nunca sino aquel a quien yo te ordene. Como ves, Lusca, yo soy mujer joven y fresca, y llena y colmada de todas las cosas que cualquiera puede desear, y en resumen, excepto de una, no puedo quejarme; y ésta es que los años de mi marido son demasiados si se miden con los míos, por la cual cosa, de aquello de que las mujeres jóvenes más disfrutan vivo poco contenta; y sin embargo, deseándolo como las otras, hace mucho tiempo que deliberé no querer (si la fortuna me ha sido poco amiga al darme tan viejo marido) ser yo enemiga de mí misma al no saber encontrar manera a mis deleites y mi salvación. Y para tenerlos tan satisfecho en esto como en las demás cosas, he tomado el partido de querer, como más digno de ello que ninguno otro, que nuestro Pirro con sus brazos los supla, y he puesto en él tanto amor que nunca me siento bien sino cuando lo veo o pienso en él; y si sin él, y sin tardanza no me reúno con él, ciertamente creo que me moriré. Y por ello, si mi vida te es cara, por el medio que mejor te parezca le significarás mi amor y también le rogarás de mi parte que le plazca venir a mí cuando tú vayas a buscarle.

La camarera dijo que lo haría de buen grado; y cuando primero le parecieron tiempo y lugar oportunos, llevando a Pirro aparte, cuanto mejor supo, la embajada le dio de su señora. La cual cosa, oyendo Pirro, se maravilló mucho, como quien nunca de nada se había apercibido, y temió que la señora quisiera decírselo por probarlo; por lo que súbita y rudamente repuso:

_Lusca, no puedo creer que estas palabras vengan de mi señora, y por ello cuida lo que dices; y si viniesen de ella, no creo que con ánimo de cumplirlas sea; pero si con ese ánimo las dijese, mi señor me honra más de lo que merezco; no le haré tal ultraje por mi vida, y tú cuida de no hablarme de tales cosas.

Lusca, no asustada por sus duras palabras, le dijo:

_Pirro, de éstas y de cualquiera otra cosa que mi señora me ordene te hablaré cuantas veces ella me lo encomiende, te sea gustoso o molesto; pero eres un animal.

Y enfadada, con las palabras de Pirro se volvió a la señora, la cual, al oírlas deseó morir; y luego de algunos días volvió a hablar a la camarera y dijo:

_Lusca, sabes que con el primer golpe no cae la encina; por lo que me parece que vuelvas de nuevo a aquel que en mi perjuicio inusitadamente quiere ser leal, y hallando tiempo conveniente, muéstrale enteramente mi ardor e ingéniate en todo en hacer que la cosa tenga efecto, porque si así se dejase, yo me moriré y él se creería que había sido por probarlo; y de lo que buscamos que es su amor se seguiría odio.

La camarera consoló a la señora y, buscando a Pirro, lo encontró alegre y bien dispuesto, y así le dijo:

_Pirro, yo te mostré pocos días ha en qué gran fuego tu señora y mía está por el amor que te tiene, y ahora otra vez te lo repito, que si tú en la dureza que el otro día mostraste sigues, vive seguro de que vivirá poco; por lo que te ruego que te plazca consolarla en su deseo; y si en tu obstinación continuases emperrado, cuando yo por sabio te tenía, te tendré por un bobalicón. ¿Qué gloria puede serte mayor que una tal señora, tan hermosa, tan noble, tan rica, te ame sobre todas las cosas? Además de esto, ¡cuán obligado debes sentirte a tu fortuna pensando que te ha puesto delante tal cosa, para los deleites de tu juventud apropiada, y aun semejante refugio para tus necesidades! ¿Qué semejante tuyo conoces que en cuanto a deleite esté mejor que tú estarás, si eres sabio? ¿Cuál otro encontrarás que en armas, en caballos, en ropas y en dineros pueda estar como tú estarás, si quieres concederle tu amor? Abre, pues, el ánimo a mis palabras y vuelve en ti; acuérdate de que puede suceder sólo una vez que la fortuna salga a tu encuentro con rostro alegre y con los brazos abiertos; la cual, quien entonces no sabe recibirla, al hallarse luego pobre y mendigo, de sí mismo y no de ella debe quejarse. Y además de esto, no se debe la misma lealtad usar entre los servidores y los señores que se usa entre los amigos y los parientes; tal deben tratarlos los servidores, en lo que pueden, como son tratados por ellos. ¿Esperas tú, si tuvieses mujer hermosa o madre o hija o hermana que gustase a Nicostrato, que él iba a tropezar en la lealtad que quieres tú guardarle con su mujer? Necio eres si lo crees; ten por cierto que si las lisonjas y los ruegos no bastasen, fuera lo que fuese lo que pudiera parecerte, usaría la fuerza. Tratemos, pues, a ellos y a sus cosas como ellos nos tratan a nosotros y a las nuestras; toma el beneficio de la fortuna, no la alejes; sal a su encuentro y recíbela cuando viene, que por cierto si no lo haces, dejemos la muerte que sin duda seguirá de tu señora, pero tú te arrepentirás tantas veces que querrías morirte.

Pirro, que muchas veces en las palabras que Lusca le había dicho había vuelto a pensar, había tomado por partido que, si ella volviese a él otra vez, le daría otra respuesta y del todo plegarse a complacer a la señora, si pudiera asegurarse de no estar siendo puesto a prueba; y por ello repuso:

_Mira, Lusca, todas las cosas que me dices sé que son verdaderas; pero yo sé por otra parte que mi señor es muy sabio y muy perspicaz, y como pone en mi mano todos sus asuntos, mucho temo que Lidia, con su consejo y voluntad haga esto para querer probarme, y por ello, si tres cosas que yo le pida quiere hacer para esclarecerme, por cierto que nada me mandará después que yo no haga prestamente. Y las tres cosas que quiero son éstas: primeramente, que en presencia de Nicostrato mate ella misma a su bravo halcón; luego, que me mande un mechoncito de la barba de Nicostrato, y, por último, una muela de la boca de él mismo, de las más sanas.

Estas cosas parecieron duras a Lusca y a la señora durísimas; pero Amor, que es buen consolador y gran maestro de consejos, la hizo deliberar hacerlo, y por su camarera le envió a decir que aquello que le había pedido completamente haría, y pronto; y además de ello, por lo muy sabio que él reputaba a Nicostrato, dijo que en presencia suya con Pirro se solazaría y a Nicostrato haría creer que no era verdad.

Pirro, pues, se puso a esperar lo que iba a hacer la noble señora; la cual, habiendo de allí a pocos días Nicostrato dado un gran almuerzo, como acostumbraba a hacer con frecuencia, a algunos gentileshombres, y habiendo ya levantado los manteles, vestida de terciopelo verde y muy adornada, y saliendo de su cámara, a aquella sala vino donde estaban ellos, y viéndola Pirro y todos los demás, se fue a la percha donde el halcón estaba, al que Nicostrato amaba tanto, y soltándolo como si en la mano lo quisiera llevar, y tomándolo por las pihuelas lo golpeó contra el muro y lo mató. Y gritándole Nicostrato: «¡Ay, mujer! ¿Qué has hecho?», nada le respondió, sino que volviéndose a los nobles hombres que con él habían comido, dijo:

_Señores, mala venganza tomaría de un rey que me afrentase, si de un halcón no tuviera el atrevimiento de tomarla. Debéis saber que esta ave todo el tiempo que debe ser prestado por los hombres al placer de las mujeres me ha quitado durante mucho tiempo; porque no apenas suele aparecer la aurora, Nicostrato está levantado y montado a caballo, con su halcón en la mano yendo a las llanuras abiertas para verlo volar; y yo, como veis, sola y descontenta, en la cama me he quedado; por la cual cosa muchas veces he tenido deseos de hacer lo que ahora he hecho, y ninguna otra razón me ha retenido sino esperar a hacerlo en presencia de hombres que justos jueces sean en mi querella, como creo que lo seréis vosotros.

Los nobles señores que la oían, creyendo que no de otra manera era su afecto por Nicostrato que lo que decían sus palabras, riendo todos y hacia Nicostrato volviéndose, que airado estaba, comenzaron a decir:

_¡Ah, qué bien ha hecho la señora al vengar su afrenta con la muerte del halcón! Y con diversas bromas sobre tal materia habiendo ya la señora vuelto a su cámara, en risa volvieron el enojo de Nicostrato.

Pirro, visto esto, se dijo a sí mismo:

«Altos principios ha dado la señora a mis felices amores: ¡Dios haga que persevere!» Matado, pues, por Lidia el halcón, no pasaron muchos días cuando, estando ella en su alcoba junto con Nicostrato, haciéndole caricias, con él comenzó a chancear, y él, por juego tirándole un tanto de los cabellos, le dio ocasión de poner en efecto la segunda cosa pedida por Pirro; y prestamente cogiéndole por un pequeño mechón de la barba, y riendo, tan fuerte le tiró que se lo arrancó todo del mentón; de lo que quejándose Nicostrato, ella dijo:

_¿Y qué tienes que poner tal cara porque te he quitado unos seis pelos de la barba? ¡No sentías lo que yo cuando me tirabas poco ha de los cabellos! Y así continuando de una palabra en otra su solaz, la mujer cautamente guardó el mechón de la barba que le había arrancado, y el mismo día la mandó a su querido amante.

La tercera cosa le dio a la señora más que pensar, pero también (como a quien era de alto ingenio y amor la hacía tener más) encontró el modo que debía seguir para darle cumplimiento. Y teniendo Nicostrato dos muchachitos confiados por su padre para que en casa, aunque fuesen gentileshombres, aprendiesen buenas maneras, de los cuales, cuando Nicostrato comía, el uno le cortaba en el plato y el otro le daba de beber, haciendo llamar a los dos, les dio a entender que les olía la boca y les enseñó que, cuando sirviesen a Nicostrato, echasen la cabeza hacia atrás lo más que pudieran, y no le dijesen esto nunca a nadie.

Los jovencitos, creyéndolo, comenzaron a seguir aquella manera que la señora les había enseñado; por lo que ella una vez preguntó a Nicostrato:

_¿Te has dado cuenta de lo que hacen estos muchachitos cuando te sirven? Dijo Nicostrato:

_Claro que sí, así les he querido preguntar que por qué lo hacían.

La señora le dijo:

_No lo hagas, que yo te lo diré, y te lo he ocultado mucho tiempo para no disgustarte; pero ahora que me doy cuenta de que otros comienzan a percatarse, ya no debo ocultártelo. Esto no te sucede sino porque la boca te hiede fieramente, y no sé cuál será la razón, porque esto no solía ser; y ésta es cosa feísima, teniendo que tratar tú con gentileshombres, y por ello se debía ver el modo de curarla.

Dijo entonces Nicostrato:

_¿Qué podría ser ello? ¿Tendré en la boca alguna muela estropeada? A quien Lidia dijo:

_Tal vez sí.

Y llevándolo a una ventana le hizo abrir bien la boca y luego de que le hubo de una parte y otra mirado, dijo:

_Oh, Nicostrato, ¿y cómo puedes haberla sufrido tanto? Tienes una de esta parte la cual, a lo que me parece, no solamente está dañada, sino que está toda podrida, y con seguridad si la tienes en la boca estropeará las que están al lado; por lo que te aconsejaría que te la sacases antes de que el asunto vaya más adelante.

Dijo entonces Nicostrato:

_Puesto que te parece así, y ello me agrada, mándese sin tardanza por un maestro que me la saque.

A quien la señora dijo:

_No plazca a Dios que por esto venga un maestro; me parece que está de manera que sin ningún maestro yo misma te la arrancaré óptimamente. Y, por otra parte, estos maestros son tan crueles al hacer estos servicios que el corazón no me sufriría de ninguna manera verte o saberte en las manos de ninguno; y por ello quiero absolutamente hacerlo yo misma, que al menos, si te duele demasiado yo te soltaré incontinenti, cosa que el maestro no haría.

Haciéndose, pues, traer los instrumentos propios de tal servicio y haciendo salir de la cámara a todas las personas, solamente retuvo consigo a Lusca; y encerrándose dentro hicieron echarse a Nicostrato sobre una mesa y poniéndole las tenazas en la boca y cogiéndole una muela, por muy fuerte que él de dolor gritase, sujetado firmemente por la una la otra le arrancó una muela a viva fuerza; y guardándola y cogiendo otra que cuidadosamente dañada Lidia tenía en la mano, a él doliente y casi medio muerto se la mostraron diciendo:

_Mira lo que has tenido en la boca hace tanto tiempo.

Creyéndolo él, aunque gravísimo dolor aguantado hubiese y mucho se quejase, sin embargo, luego que fuera estaba, le pareció estar curado, y con una cosa y con otra reconfortado, aliviándose su dolor, salió de la cámara.

La señora, tomando la muela, enseguida a su amante la mandó; el cual, ya seguro de su amor, se ofreció dispuesto a todo su gusto. La señora, deseando asegurarlo más y pareciéndole aún cada hora mil antes de estar con él, queriendo lo que le había prometido cumplir, fingiendo estar enferma y estando un día después de comer Nicostrato visitándola, no viendo con él a nadie más que a Pirro, le rogó, para alivio de sus molestias, que la ayudase a ir hasta el jardín. Por lo que Nicostrato de uno de los lados y Pirro del otro cogiéndola, la llevaron al jardín y en un pradecillo al pie de un buen peral la dejaron; donde estando sentados algún rato, dijo la señora, que ya había hecho informar a Pirro de lo que tenía que hacer:

_¡Pirro, tengo gran deseo de tener algunas de aquellas peras, y así súbete allá arriba y échame unas cuantas! Pirro, prestamente subiendo, comenzó a echar abajo peras, y mientras las echaba, comenzó a decir:

_Eh, mi señor, ¿qué es eso que hacéis? ¿Y vos, señora, cómo no os avergonzáis de sufrirlo en mi presencia? ¿Creéis que sea ciego? Vos estabais hace un momento muy enferma, ¿cómo os habéis curado tan pronto que hagáis tales cosas? Las cuales, si las queréis hacer tenéis tantas hermosas alcobas; ¿por qué no os vais a alguna de ellas a hacer esas cosas? Y será más honesto que hacerlo en mi presencia.

La señora, volviéndose al marido, dijo:

_¿Qué dice Pirro? ¿Desvaría? Dijo entonces Pirro:

_No desvarío, no, señora; ¿no creéis que vea? Nicostrato se maravillaba fuertemente, y dijo:

_Pirro, verdaderamente creo que sueñas.

A quien Pirro repuso:

_Señor mío, no sueño nada, y vos tampoco soñáis; sino que os meneáis tanto que si así se menease este peral ninguna pera quedaría en él.

Dijo la señora entonces:

_¿Qué puede ser esto? ¿Podría ser verdad que le pareciese verdad lo que dice? Así me guarde Dios si estuviera sana como lo estaba antes, que subiría allí arriba para ver qué maravillas son esas que éste dice que ve.

Pero Pirro, arriba en el peral, hablaba y continuaba este discurso; a quien Nicostrato dijo:

_Baja aquí.

Y él bajó; y le dijo:

_¿Qué dices que ves? Dijo Pirro:

_Creo que me tenéis por estúpido o por desvariado; os veía a vos encima de vuestra mujer, puesto que debo decirlo; y luego, al bajar, os vi levantaros y poneros así donde estáis sentados.

_Ciertamente _dijo Nicostrato_, eres estúpido en esto, que no nos hemos movido un punto desde que subiste al peral, de como tú ves.

Al cual dijo Pirro:

_¿Por qué vamos a hacer una cuestión? Que os vi, os vi, pero os vi sobre lo vuestro.

Nicostrato se maravillaba más a cada momento, tanto que dijo:

_¡Bien quiero ver si ese peral está encantado y quien está ahí arriba ve maravillas! Y se subió a él; y en cuanto estuvo arriba su mujer junto con Pirro empezaron a solazarse. Lo que viendo Nicostrato comenzó a gritar:

_¡Ay, mala mujer! ¿Qué estás haciendo? ¿Y tú, Pirro, de quien yo más fiaba? Y diciendo esto comenzó a bajar del peral. La señora y Pirro decían:

_Estamos aquí sentados.

Y al verlo bajar volvieron a sentarse en la misma guisa que él dejado los había. Al estar abajo Nicostrato y verlos donde los había dejado, comenzó a injuriarlos.

Y Pirro le decía:

_Nicostrato, ahora verdaderamente reconozco yo que, como vos decíais antes, vi engañosamente mientras estaba subido al peral; y no lo conozco por otra cosa sino por ésta, que veo y sé que equivocadamente habéis visto vos. Y que yo digo la verdad nada puede demostrároslo sino tener sensatez y pensar por qué motivo vuestra mujer, que es honestísima y más prudente que ninguna, si quisiera con tal cosa haceros ultraje, iría a hacerlo bajo vuestros ojos; nada quiero decir de mí, que primero me dejaría descuartizar que pensar en ello, no ya que viniese a hacerlo en presencia vuestra. Por lo que, por cierto, la maña de este falso ver debe proceder del peral, porque nada en el mundo me hubiese hecho creer que vos no estuvisteis aquí yaciendo carnalmente con vuestra mujer si no os oyera decir qué os ha parecido que yo he hecho lo que estoy certísimo de que, no ya nunca lo hice, sino que ni lo pensé.

La señora, después, que como toda enojada se había puesto en pie, comenzó a decir:

_Mala ventura haya si me tienes por tan poco sensata que, si quisiera llegar a esas miserias que tú dices haber visto viniera a hacerlas delante de tus ojos. Está seguro de esto, de que si alguna vez el deseo me viniera, no vendría aquí, sino que me creería capaz de estar escondidamente en una de nuestras alcobas, de guisa y de manera que asombroso me parecía que tú nunca llegases a saberlo.

Nicostrato, a quien verdadero parecía lo que decían el uno y el otro, que delante de él a tal acto no iban a haberse dejado ir, dejando las palabras y las reprensiones sobre aquel asunto, comenzó a razonar sobre la extrañeza del hecho y del milagro de la vista que así cambiaba a quien subía encima.

Pero la señora, que de la opinión que Nicostrato mostraba haber tenido de ella se mostraba airada, dijo:

_Verdaderamente este peral no hará ninguna más, ni a mí ni a otra mujer, de estas deshonras, si yo puedo; y por ello, Pirro, ve y busca un hacha y en un punto a ti y a mí vénganos cortándolo, aunque mucho mejor estaría darle con ella en la cabeza a Nicostrato, que sin consideración alguna tan pronto se dejó cegar los ojos del intelecto; que, aunque a los que tienes en la cara les pareciese lo que dices, por nada debías haber consentido ni creído con el juicio de tu mente que fuese así.

Pirro, prestísimo, fue por el hacha y cortó el peral, el que como la señora viese caído, dijo a Nicostrato:

_Pues que veo abatido al enemigo de mi honestidad, mi ira se ha terminado.

Y a Nicostrato, que se lo rogaba, benignamente perdonó ordenándole que no le sucediese pensar de aquella que más que a ella le amaba, semejante cosa nunca más.

Así, el mísero marido escarnecido, junto con ella y con su amante se volvieron a su casa, en la cual, luego, muchas veces Pirro de Lidia y ella de él, con más calma disfrutaron placer y deleite. Dios nos lo dé a nosotros.

Novela décima Dos sieneses aman a una mujer comadre de uno, muere el compadre y vuelve al compañero según la promesa que le habían hecho, y le cuenta cómo se está en el más allá.

Quedaba solamente al rey tener que novelar; el cual después que vio a las señoras calmadas (que se dolían del peral cortado, que no había tenido culpa), comenzó:

Manifestísima cosa es que todo justo rey el primer guardador debe ser de las leyes hechas por él, y si otra cosa hace, siervo digno de castigo y no rey debe juzgarse; en el cual pecado y reprimenda a mí, que vuestro rey soy, como obligado me conviene caer. Es verdad que ayer di yo la ley para nuestros razonamientos de hoy, con intención de no querer este día usar de mi privilegio sino sujetarme con vosotros a ella y razonar de aquello que todos habéis razonado; pero no solamente ha sido contado aquello sobre lo que yo imaginaba que iba a hablar, sino que han sido dichas sobre ello tantas otras cosas y tanto mejores, que yo, en cuanto a mí, por mucho que en la memoria busque, recordar no puedo ni saber que sobre tal materia algo pueda decir que a las contadas pueda compararse. Y por ello, debiendo contravenir la ley por mí mismo dada, como digno de castigo, desde ahora a toda reparación que me sea ordenada me declaro aparejado, y a mi acostumbrado privilegio volveré; y digo que la historia dicha por Elisa sobre el compadre y la comadre, y también la mentecatez de los sieneses, tienen tanta fuerza, carísimas señoras que, dejando las burlas que a sus maridos necios hacen las mujeres discretas, me llevan a contaros una historieta sobre ellos la cual, aunque en sí tenga mucho de lo que no debe creerse, no menos será en parte placentera de escuchar.

Hubo, pues, en Siena, dos jóvenes pueblerinos de los cuales uno tuvo por nombre Tingoccio Mini y el otro fue llamado Meuccio de Tura; y casi nunca estaban el uno sin el otro, y a lo que parecía se amaban mucho. Y yendo, como los hombres van, a la iglesia y a los sermones, muchas veces oído habían la gloria y la miseria que a las almas de quienes morían era según sus méritos, concedida en el otro mundo; de las cuales cosas deseando saber segura noticia, y no encontrando el modo, se prometieron el uno al otro que quien primero de ellos muriese, al que quedase vivo volvería si podía y le daría noticia de lo que deseaba; y esto lo confirmaron con juramento. Habiéndose, pues, esta promesa hecho y continuando juntos, como se ha dicho, sucedió que Tingoccio emparentó como compadre con un Ambruoggio Anselmini, que estaba en Camporeggi; el cual, de su mujer llamada doña Mita había tenido un hijo. El cual Tingoccio, junto con Meuccio visitando alguna vez a esta su comadre, que era una hermosísima y atrayente mujer, no obstante el compadrazgo se enamoró de ella; y Meuccio semejantemente, placiéndole ella mucho y mucho oyéndola alabar a Tingoccio, se enamoró de ella. Y en este amor el uno se ocultaba del otro, pero no por la misma razón: Tingoccio se guardaba de descubrirlo a Meuccio por la maldad que a él mismo le parecía ser amar a su comadre, y se habría avergonzado de que alguien lo hubiera sabido; Meuccio no se guardaba por esto sino porque ya se había apercibido de que le placía a Tingoccio, por lo que decía: «Si yo le descubro esto, tomará celos de mí, y pudiéndole hablar cuanto guste, como compadre, en lo que pueda la hará odiarme, y así nunca nada que me plazca tendré de ella». Ahora, amando estos dos jóvenes como se ha dicho, sucedió que Tingoccio, a quien era más fácil poder abrir a la mujer todos sus deseos, tanto supo hacer con actos y con palabras que consiguió de ella su gusto; de lo que Meuccio bien se percató, y aunque mucho le desagradase, sin embargo, esperando alguna vez llegar al objeto de su deseo, para que Tingoccio no tuviera materia ni ocasión de estropear o impedir algún asunto suyo, hacía semblante de no enterarse. Amando, así, los dos compañeros, el uno más felizmente que el otro, sucedió que, encontrando Tingoccio en las tierras de la comadre el terreno blando, tanto labró y tanto cavó en él que le vino una enfermedad, la cual después de algunos días se agravó tanto que, no pudiendo soportarla, se fue al otro mundo. Y ya difunto, tres días después, que tal vez primero no había podido, vino, según la promesa hecha, una noche a la alcoba de Meuccio, al cual, que dormía profundamente, llamó. Meuccio, despertándose, dijo:

_¿Quién eres tú? A quien respondió:

_Soy Tingoccio que, según la promesa que te hice, he vuelto a darte noticias del otro mundo.

Algo se espantó Meuccio al verlo, pero tranquilizándose luego dijo:

_¡Seas bienvenido, hermano mío! Y luego le preguntó si se había perdido; al que Tingoccio repuso:

_Perdidas están las cosas que no se encuentran: ¿y cómo iba a estar yo aquí en medio si estuviera perdido? _¡Ah! _dijo Meuccio_, yo no digo eso: sino que te pregunto si estás entre las almas condenadas en el fuego atormentador del infierno.

A quien Tingoccio repuso:

_Eso no, pero sí estoy, por los pecados cometidos por mí, en penas gravísimas y muy angustiosas.

Preguntó entonces Meuccio particularmente a Tingoccio qué penas se daban allá por cada uno de los pecados que aquí se cometen; y Tingoccio se las dijo todas. Luego le preguntó Meuccio si él podía aquí hacer por él alguna cosa; a quien Tingoccio respondió que sí, y era que hiciera decir por él misas y oraciones y dar limosnas, porque estas cosas mucho ayudaban a los de allá. A quien Meuccio dijo que lo haría de buena gana; y separándose Tingoccio de él, Meuccio se acordó de la comadre, y levantando algo la cabeza, dijo:

_Ahora que me acuerdo, oh Tingoccio: ¿por la comadre con la que te acostabas cuando estabas aquí, qué pena te han dado allá? A quien Tingoccio repuso.

_Hermano mío, cuando llegué allí, había uno que parecía que todos mis pecados sabía de memoria, el cual me mandó que fuese a aquel lugar (donde lloré con grandísimas penas mis culpas), donde encontré a muchos amigos a la misma pena que yo condenados; y estando yo entre ellos, y acordándome de lo que había hecho con la comadre, y esperando por ello mucha mayor pena que la que me había sido dada, aunque estuviese en un gran fuego y muy ardiente, todo de miedo temblaba. Lo que sintiendo uno que había a mi lado, me dijo: «¿Qué tienes más que los demás que aquí están que tiemblas estando en el fuego?». «¡Oh! _dije yo_, amigo mío, tengo gran miedo del juicio que espero de un gran pecado que he hecho.» Aquél me preguntó entonces que qué pecado era aquél; y le dije: «El pecado fue tal, que me acostaba con una comadre mía: y tanto me acosté que me despellejé». Y él entonces, burlándose de aquello, me dijo: «Anda, tonto, no temas, que aquí no se lleva ninguna cuenta de las comadres», lo que oyéndolo yo, todo me tranquilicé.

Y dicho esto, acercándose el día, dijo:

_Meuccio, quédate con Dios, que yo no puedo ya estar contigo _y súbitamente se fue.

Meuccio, habiendo oído que ninguna cuenta se llevaba de las comadres, comenzó a burlarse de su necedad, pues ya había dejado pasar a unas cuantas; por lo que, abandonando su ignorancia, en aquello en adelante fue sabio. Las cuales cosas, si fray Rinaldo las hubiese sabido, no habría tenido necesidad de andar con silogismos cuando persuadió a hacer su gusto a su buena comadre.

Estaba Céfiro siendo levantado por el sol que al poniente se avecinaba cuando el rey, terminada su historia y no quedándole nada por decir, quitándose la corona de la cabeza, sobre la cabeza la puso de Laureta, diciendo:

_Señora, con vos misma os corono reina de nuestra compañía; aquello que de ahora en adelante creáis que sea placer y consuelo de todos, como señora mandaréis _y volvió a sentarse.

Laureta, hecha reina, hizo llamar al senescal, a quien ordenó que mandase que en el placentero valle un tanto antes de lo acostumbrado se pusiesen las mesas, para que después con tiempo se pudiera volver a la casa; y luego, lo que tenía que hacer mientras su gobierno durase, le expuso. Luego, vuelta a la compañía, dijo:

_Dioneo quiso ayer que hoy se hablase de las burlas que las mujeres hacen a sus maridos; y si no fuese que yo no quiero mostrar ser de casta de can gruñidor, que incontinenti quiere vengarse, diría yo que mañana se razonase sobre las burlas que los hombres hacen a sus mujeres. Pero dejando esto, digo que cada uno piense en contar burlas de esas que todos los días o la mujer al hombre o el hombre a la mujer, o un hombre a otro hombre hacen; y creo que sobre esto será no menos placentero razonar que ha sido hoy.

Y dicho esto, poniéndose en pie, hasta la hora de la cena licenció a la compañía.

Levantándose, pues, las señoras y los hombres por igual, algunos de ellos, descalzos, comenzaron a andar por el agua clara y otros entre los bellos y derechos árboles sobre el verde prado se andaban entreteniendo. Dioneo y Fiameta un buen rato cantaron juntos sobre Arcita y Palemón; y así, en varios y diversos deleites recreándose, el tiempo hasta la hora de la cena con grandísimo placer pasaron; venida la cual, y a lo largo del pequeño piélago puestas las mesas, allí al canto de mil pájaros, refrescados siempre por un aura suave que de aquellas montañitas de alrededor nacía, sin ninguna mosca, reposadamente y con alegría cenaron. Y levantadas las mesas, luego de que algún tiempo por el placentero valle hubieron dado vueltas, estando ahora el sol alto a medio crepúsculo, como plugo a su reina, hacia su acostumbrada morada con lento paso volvieron a ponerse en camino, y bromeando y charlando de mil cosas, tanto de las que durante el día se había hablado como de otras, a la hermosa casa, bastante cerca de la noche, llegaron. Donde con fresquísimos vinos y con dulces alejando la fatiga del escaso camino, en torno de la bella fuente ahora rompieron a danzar, unas veces al son de la cornamusa de Tíndaro y otras a otros sones carolando; pero al final la reina ordenó a Filomena que cantase una canción, la cual comenzó así.

¡Ay de mi infeliz vida!¿Alguna vez podría regresaral lugar del que fui desposeída? No estoy segura, y es tan ardorosoel afán de mi pechopor retornar a do vivir solía,oh caro bien, oh mi único reposo,que me tiene maltrecho. ¡Ah, dime tú, que no preguntaríaa otro, ni sabría!Ah, señor mío, házmelo esperar,que es el consuelo de mi alma afligida. No sé bien repetir cuál fue el placerque me tiene infamadasin poder descansar noche ni día,porque el sentir, el escuchar y el ver,con fuerza desusada,cada uno en su hoguera me encendía,donde ardo todavía:y sólo tú me puedes animary devolverme la virtud perdida. ¡Ah, dime tú si ocurrirá algún díaque te encuentre quizásdonde los ojos que causan mi duelo;dímelo, caro bien, dulce alma mía,dime cuándo vendrás,que al decir «Pronto» ya me das consuelo;pase el tiempo en un vueloque he de esperarte, y largo sea tu estar,para curarme, que es grande mi herida! Si sucede que alguna vez te tengano sé si seré locacomo antes fui y te dejaré partir,te retendré, y que venga lo que venga,pues de la dulce bocami deseo se debe bien nutrir;no más quiero decir;así, ven pronto, venme ya a abrazar,que con pensarlo el canto cobra vida. Juzgar hizo esta canción a toda la compañía que un nuevo y placentero amor a Filomena asediase; y porque por sus palabras parecía que más hubiera probado de él que la sola vista, teniéndola por muy feliz, envidia le tuvieron algunos de los que allí estaban. Pero luego de que su canción hubo terminado, acordándose la reina de que el día siguiente era viernes, así a todos placenteramente dijo:

_Sabéis, nobilísimas señoras, y vosotros jóvenes, que mañana es el día que a la pasión de Nuestro Señor está consagrado, el cual, si bien os acordáis, devotamente celebramos siendo reina Neifile; y las entretenidas narraciones suspendimos; y lo mismo hicimos el sábado subsiguiente. Por lo que, queriendo el buen ejemplo dado por Neifile seguir, estimo que honesta cosa sea que mañana y el día siguiente, como los pasados días hicimos, nos abstengamos de nuestro deleitoso novelar, trayendo a la memoria lo que en semejantes días por la salvación de nuestras almas sucedió.

Plugo a todos el devoto hablar de su reina; por la cual dados licencia, habiendo ya pasado buen pedazo de la noche, todos se fueron a reposar.

TERMINA LA SÉPTIMA JORNADA

Octava jornada

COMIENZA LA OCTAVA JORNADA DEL DECAMERON, EN LA CUAL, BAJO EL GOBIERNO DE LAURETA, SE RAZONA SOBRE CUALQUIER BURLA QUE O LA MUJER AL HOMBRE O EL HOMBRE A LA MUJER O UN HOMBRE A OTRO SE HACEN CON FRECUENCIA.

YA en la cumbre de los más altos montes aparecían, el domingo por la mañana, los rayos de la surgiente luz y, partidas todas las sombras, manifiestamente las cosas se conocían, cuando la reina, levantándose, con su compañía primeramente un tanto sobre las hierbecillas llenas de rocío anduvieron, y luego hacia la mitad de tercia, visitando una iglesia vecina, en ella oyeron el divino oficio; y volviéndose a casa, luego que con alegría y fiesta hubieron comido, cantaron y bailaron un tanto y luego, licenciados por la reina, quien quiso ir a descansar, pudo hacerlo. Pero habiendo el sol pasado ya el círculo meridiano, cuando a la reina plugo, para el acostumbrado novelar sentados todos junto a la bella fuente, por mandato de la reina así comenzó Neifile:

NOVELA PRIMERA Gulfardo toma dineros prestados de Guasparruolo, y concertándose con la mujer de éste para acostarse con ella a cambio de ellos, se los da; y luego, en presencia de él, dice que se los dio a ella, y ella dice que es verdad Si así ha dispuesto Dios que deba yo dar comienzo a la presente jornada con mi historia, ello me place; y por ello, amorosas señoras, como sea que mucho se ha dicho de las burlas hechas por las mujeres a los hombres, una hecha por un hombre a una mujer me place contar, no ya porque yo entienda con ella censurar lo que el hombre hizo, o de decir que a la mujer no le estuvo bien empleado, sino por alabar al hombre y reprochar a la mujer, y por mostrar que también los hombres saben burlarse de quienes creen en ellos, como son burlados por aquellas en quienes ellos creen. Aunque, quien quisiese hablar más propiamente, lo que debo contar no llamaría burla sino que llamaría pago, porque como sea que toda mujer debe ser honestísima y guardar su castidad como su vida, y no dejarse ir a mancharla por razón alguna, y no pudiendo esto, sin embargo, completamente hacerse como se debería por nuestra fragilidad, afirmo que es digna del fuego aquella que a esto por dinero llega; mientras que quien por amor (conociendo sus fuerzas grandísimas) llega a ello, por un juez no demasiado riguroso merece ser perdonada, como, hace pocos días, mostró Filostrato que había sucedido a doña Filipa en Prato.

Había en Milán un tudesco a sueldo cuyo nombre fue Gulfardo, arrogante en su persona y muy leal a aquellos a cuyo servicio se ponía, lo que raras veces suele suceder a los tudescos; y porque era, en los préstamos de dinero que se le hacían, lealísimo pagador, muchos mercaderes habría encontrado que por pequeño rendimiento cualquier cantidad de dinero le habrían prestado. Puso éste, viviendo en Milán, su amor en una señora muy hermosa llamada doña Ambruogia, mujer de un rico mercader que tenía por nombre Guasparruolo Cagastraccio, el cual era asaz conocido suyo y amigo; y amándola muy discretamente, sin apercibirse el marido ni otros, le pidió un día hablar con ella, rogándole que le pluguiera ser cortés con su amor, y que él estaba por su parte presto a hacer lo que ella le ordenase.

La señora, luego de muchos discursos, vino a la conclusión de que estaba presta a hacer lo que a Gulfardo pluguiera si de ello se siguiesen dos cosas: una que esto no fuese manifestado por él a nadie; la otra que, como fuese que ella tuviera para alguna hacienda suya necesidad de doscientos florines de oro, quería que él, que era rico, se los diese, y después, siempre estaría a su servicio. Gulfardo, oyendo la codicia de ésta, asqueado por la vileza de quien creía que fuese una mujer valerosa, en odio cambió su ardiente amor; y pensó que tenía que burlarla, y le mandó a decir que de muy buena gana, y que aquello y toda otra cosa que ella quisiese le placería; y por ello que le mandase a decir cuándo quería que fuese a ella, que se los llevaría, y que nunca nadie sabría de esta cosa sino un compañero suyo de quien se fiaba mucho y que siempre andaba en su compañía en lo que hiciese. La señora, como una mala mujer, al oír esto estuvo contenta, y le mandó a decir que Guasparruolo su marido debía, de allí a pocos días, ir por sus negocios hasta Génova, y entonces ella se lo haría saber y le mandaría a buscar. Gulfardo, cuando le pareció oportuno, se fue a Guasparruolo y le dijo así.

_Tengo que hacer un negocio para el que necesito doscientos florines de oro, los cuales quiero que me prestes con el interés con que sueles prestarme otros.

Guasparruolo dijo que de buena gana, y en el momento le contó los dineros. De allí a pocos días Guasparruolo se fue a Génova, como la señora había dicho; por la cual cosa, la señora mandó a decir a Gulfardo que viniese a ella y le trajese los doscientos florines de oro. Gulfardo, tomando a su compañero, se fue a casa de la señora, y encontrándola que lo esperaba, la primera cosa que hizo fue ponerle en la mano los doscientos florines de oro, estando viéndolo su amigo, y así le dijo:

_Señora, tened estos dineros y se los daréis a vuestro marido cuando vuelva.

La señora los tomó, y no se apercibió de por qué Gulfardo hablaba así, sino que creyó que lo hacía para que su compañero no se percatase de que ella se daba a él por dinero; por lo que dijo:

_Lo haré con gusto, pero quiero ver cuántos son.

Y echándolos sobre una mesa y encontrando que eran doscientos, muy contenta los volvió a guardar; y se volvió a Gulfardo, y llevándolo a su alcoba, no solamente aquella vez, sino otras muchas, antes de que su marido volviese de Génova, con su persona le satisfizo. Vuelto Guasparruolo de Génova, enseguida Gulfardo habiéndole hecho espiar para asegurarse de que estaba con su mujer, se fue a verlo y, en la presencia de ella, le dijo:

_Guasparruolo, los dineros que el otro día me prestaste, no los necesité, porque no pude hacer el trato para el que los tomé; y por ello se los traje aquí enseguida a tu mujer y se los di, y por ello cancelarás mi cuenta.

Guasparruolo, vuelto a su mujer, le preguntó si los había recibido. Ella, que allí veía al testigo, no lo pudo negar, sino que dijo:

_Cierto que los recibí, y no me había acordado todavía de decírtelo.

Dijo entonces Guasparruolo:

_Gulfardo, estoy contento; idos con Dios, que yo arreglaré bien vuestra cuenta.

Ido Gulfardo, y la mujer quedando burlada, le dio al marido el deshonesto precio de su maldad; y así el sagaz amante gozó sin costo de su avara señora.

NOVELA SEGUNDA El cura de Varlungo se acuesta con doña Belcolor, le deja en prenda un tabardo, y pidiéndole un mortero, se lo devuelve y le manda a pedir el tabardo dejado en prenda; se lo devuelve la buena mujer con unas palabras de doble sentido. Alababan por igual los hombres y las señoras lo que Gulfardo hecho había a la ansiosa milanesa, cuando la reina, a Pánfilo volviéndose, sonriendo le ordenó que siguiese; por la cual cosa Pánfilo comenzó:

Hermosas señoras, se me ocurre contar una historieta contra aquellos que continuamente nos ofenden sin poder por nosotros ser ofendidos de la misma manera; es decir, contra los curas, los cuales contra nuestras mujeres han predicado una cruzada, y les parece no de otra manera haber ganado la indulgencia plenaria cuando a una pueden humillar bajo ellos que si de Alejandría hubieran traído a Aviñón al sultán maniatado. Lo que los desdichados seglares no les pueden hacer a ellos, aunque en sus madres, sus hermanas, sus amigas y sus hijas (con no menos ardor que ellos asaltan a sus mujeres) venguen sus iras. Y por ello entiendo contaros un amartelamiento campesino, más propio de risa por la conclusión que largo en palabras, del cual también podréis recoger como fruto que a los curas no hay que creerles siempre en todo.

Digo, pues, que en Varlungo, pueblo asaz cercano de aquí, como todas vosotras o sabe o puede haber oído, hubo un valeroso sacerdote (y gallardo en su persona) al servicio de las damas que, aunque leer no supiese mucho, sin embargo, con mucho bueno y santo palabreo, los domingos al pie del olmo recreaba a sus parroquianos; y mejor visitaba a sus mujeres (cuando ellos se iban a alguna parte) que ningún otro cura que hubiera habido allí, llevándoles cosas de la fiesta y agua bendita y a veces algún cabo de vela a su casa, dándoles su bendición. Ahora sucedió que, entre las demás parroquianas suyas que primero le habían gustado, una sobre todas le gustó que tenía por nombre doña Belcolor, mujer de un labrador que se llamaba Bentivegna del Mazzo, la cual en verdad era una agradable y fresca rusticaza, morenota y maciza y más apropiada para poder moler que ninguna otra; y además de ello era la que mejor sabía tocar el címbalo y cantar El agua va por el barranco y conducir el corro y el saltarelo, cuando se terciaba, de todas las vecinas que tuviese, con un bueno y elegante moquero en la mano. Por las cuales cosas, el señor cura se encaprichó por ella tanto que andaba delirante y todo el día andaba correteando para poder verla; y cuando el domingo por la mañana la sentía en la iglesia, decía un kyrie y un Sanctus esforzándose bien en mostrarse un gran maestro de canto, que parecía un asno que rebuznase mientras que, cuando no la veía allí, salía del lance con bastante facilidad; pero lo sabía hacer tan bien que Bentivegna del Mazzo no se apercibía, ni aún ninguna vecina que ella tuviese. Y para poder gozar más del trato de doña Belcolor, de cuando en cuando le mandaba obsequios, y una vez le mandaba un manojillo de ajos frescos, que tenía los más hermosos del barrio en un huerto suyo que labraba con sus manos, y otra vez una canastilla de habas, y ahora un manojillo de cebollas de mayo o de escalonias; y cuando le parecía oportuno mirándola con rostro adusto, con blandura la reprendía, y ella un tanto salvaje, fingiendo no darse cuenta, se iba a otra parte desdeñosamente; por lo que el señor cura no podía venir al asunto. Ahora, sucedió un día que, andando el cura en pleno mediodía de un lado a otro por el barrio, sin ir a ningún sitio, se encontró con Bentivegna del Mazzo con un burro muy cargado, y dirigiéndole la palabra, le preguntó dónde iba. A quien Bentivegna repuso:

_A fe mía, sire, que en verdad voy hasta la ciudad para un trasunto mío, y le llevo estas cosas a sir Bonacotti de Cinestreto, que mi ayuda para no sé qué me ha mandado a pedir para una comparación del parentorio, por su pericolator el juez del dificio.

El cura, contento, dijo:

_Haces bien, hijo; vete con mi bendición y vuelve pronto; y si vieses por casualidad a Lapuccio o Naldino, no se te vaya de la cabeza decirles que me traigan aquellas correas para los mayales.

Bentivegna dijo que lo haría; y viniéndose hacia Florencia, pensó el cura que era el momento de ir a la Belcolor y de probar fortuna; y echándose al camino, no paró hasta que estuvo en su casa, y entrando adentro, dijo:

_Dios os guarde; ¿quién vive? Belcolor, que había subido al desván, al oírlo dijo:

_Oh, sire, sed bienvenido; ¿qué hacéis por ahí con este calor? El cura repuso:

_Así Dios me guarde, que me vengo a estar un rato contigo, porque me he encontrado con tu hombre que se iba a la ciudad.

Belcolor, bajando, se sentó y comenzó a escoger simientes de unas coles que su marido había cogido poco hacía. El cura comenzó a decirle:

_Bien, Belcolor, ¿vas a hacerme siempre morir de esta manera? Belcolor comenzó a reírse y a decir:

_¿Qué os hago? Dijo el cura:

_No me haces nada, pero no me dejas hacerte lo que yo querría y Dios mandó.

Dijo Belcolor:

_Ah, vaya, vaya: ¿pues los curas hacen tales cosas? El cura repuso:

_Mejores las hacemos que los demás hombres, ¿pues por qué no? Y te digo más, que nosotros hacemos mucho mejor trabajo; ¿y sabes por qué? Porque molemos sólo cuando el caz está colmado. Pero, en verdad, muy para tu provecho, si te estás quieta y me dejas hacer.

Dijo Belcolor:

_¿Y qué provecho iba yo a sacar de ahí, que sois todos más avaros que el demontre? Entonces dijo el cura:

_No lo sé; tú pide, ¿quieres un par de escarpines, o quieres una cinta del pelo o quieres un buen cinturón de estambre?, o lo que quieras.

Dijo Belcolor:

_¡Basta, hermano! Esas cosas las tengo; pero si me amáis tanto, ¿por qué no me prestáis un servicio y yo haré lo que queráis? Entonces dijo el cura:

_Di lo que quieras y lo haré de buena gana.

Belcolor dijo entonces:

_Tengo que ir a Florencia el sábado a entregar una lana que he hilado y a llevar a arreglar el telar; y si me prestáis cinco liras, que sé que las tenéis, recogeré en el usurero mi saya color púrpura y el cinturón de fiesta que traje de dote, que veis que no puedo ir de romería ni a ningún lugar porque no lo tengo; y luego siempre haré lo que queráis.

Repuso el cura:

_Así Dios me dé salud como que no las llevo encima; pero créeme que, antes que llegue el sábado, haré que las tengas de muy buena gana.

_Sí _dijo Belcolor_, todos prometéis mucho y luego no lo mantenéis: ¿creéis que vais a hacerme como le hicisteis a Biliuzza, que se fue con el dominus vobiscum? Por Dios que no lo haréis, que ella es una mujer perdida a cuenta de ello; ¡si no las tenéis, idos a buscarlas! _¡Ah! _dijo el cura_, no me hagas ahora ir hasta casa, que ves que tengo tan derecha la suerte y hasta que no hay nadie, y tal vez cuando volviese habría aquí alguien que lo impediría; y no sé cuándo va a ponérseme tan bien como ahora.

Y ella dijo:

_Basta: si queréis ir, iros; si no, aguantaos.

El cura, viendo que no estaba dispuesta a hacer nada que él quisiera sino salvum me fac y él lo quería hacer sine custodia, dijo:

_Mira, tú no me crees que te las traiga; para que me creas te dejaré en prenda este tabardo mío de paño turqués.

Belcolor levantó la vista y dijo:

_Así este tabardo, ¿y qué vale? Dijo el cura:

_¿Cómo qué vale? Quiero que sepas que es de dulleta y hasta de trelleta, y hay en nuestro pueblo quien lo tiene por de cuadralleta; y no hace todavía quince días que me costó en Lotto el revendedor mis buenas siete liras, y me ahorré unas cinco liras por lo que me dijo Buglietto del Erta que sabes que es tan entendido en estos paños turqueses.

_¡Ah!, ¿es así? _dijo Belcolor_, así me ayude Dios como que nunca lo hubiese pensado; pero dádmelo como primicias.

El señor cura, que tenía la ballesta cargada, quitándose el tabardo se lo dio; y ella que lo hubo guardado, dijo:

_Sire, idos a aquella cabaña, que allí nunca entra nadie.

Y así hicieron; y allí el cura, dándole los más dulces besazos del mundo y haciéndola pariente de Dios Nuestro Señor, con ella un gran rato se solazó; luego, yéndose en sotana, que parecía que viniese de oficiar en unas bodas, se volvió a sagrado. Allí, pensando que cuantos cabos de vela recogía en todo el año de oferta no valían la mitad de cinco liras, le pareció haber hecho mal, y se arrepintió de haber dejado el tabardo y comenzó a pensar en qué modo podía recuperarlo sin costos. Y porque era un tanto maliciosillo, pensó muy bien qué debía hacer para recuperarlo, y lo hizo; porque al día siguiente, que era fiesta, mandó a un muchacho de un vecino suyo a casa de esta doña Belcolor y le pidió que le pluguiera prestarle su mortero de piedra, porque almorzaba con él Binguccio del Poggio y Nuto Buglietti, y que quería hacer una salsa. Belcolor se lo mandó; y cuando llegó la hora de almorzar, el cura mandó averiguar cuándo se ponían a la mesa Bentivegna del Mazzo y Belcolor, y llamado su monaguillo, le dijo:

_Coge aquel mortero y devuélvelo a Belcolor, y dile: «Dice el sire que os lo agradece mucho, y que le devolváis el tabardo que el muchachito os dejó en prenda».

El monaguillo fue a casa de Belcolor con el mortero y la encontró con Bentivegna a la mesa almorzando, y dejando allí encima el mortero, dio el recado del cura. Belcolor, al oírse pedir el tabardo quiso contestar; pero Bentivegna, con mal gesto, dijo:

_¿Desde cuándo le tomas nada en prenda al sire? Voto a Cristo que me vienen ganas de darte un gran pescozón; ve y devuélveselo pronto, mala fiebre te dé, y cuida que de nada que quiera alguna vez, aunque quisiese nuestro burro, no ya otra cosa, le digas que no.

Belcolor se levantó barbotando y, yendo al arcón, sacó de allí el tabardo y se lo dio al monaguillo, y dijo:

_Dirás esto al sire de mi parte: «Belcolor dice que promete a Dios que no machacaréis más salsas en su mortero, que no le habéis hecho ningún honor con esto».

El monaguillo se fue con el tabardo y dio el recado al sire; al que el cura, riendo, dijo:

_Le dirás cuando la veas que, si no me presta el mortero yo no le prestaré el mazo; vaya lo uno por lo otro.

Bentivegna creyó que la mujer había dicho aquellas palabras porque él la había reprendido, y no se preocupó por ello; pero Belcolor, que había quedado burlada, se encolerizó con el cura y le negó la palabra hasta la vendimia; después, habiéndola amenazado el cura con hacerla ir a la boca del mayor de los Luciferes, por puro miedo, con el mosto y con las castañas se reconcilió con él, y muchas veces luego estuvieron juntos de juerga; y a cambio de las cinco liras le hizo el cura poner un pergamino nuevo al címbalo y le colgó de él un cascabelillo, y ella se contentó.

NOVELA TERCERA Calandrino, Bruno y Buffalmacco van por el Muñone abajo en busca del heliotropo, y Calandrino cree haberlo encontrado; se vuelve a casa cargado de piedras, la mujer le regaña y él, airado, la golpea, y a sus compañeros les cuenta lo que ellos saben mejor que él.

Terminada la historia de Pánfilo, con la que las señoras habían reído tanto que todavía se ríen, la reina a Elisa ordenó que siguiese; la cual, todavía riendo, comenzó:

Yo no sé, amables señoras, si me será dado haceros con una historieta mía no menos verdadera que entretenida reír tanto cuanto os ha hecho Pánfilo con la suya, pero me esforzaré en ello.

En nuestra ciudad, que siempre en maneras varias y en gentes extraordinarias ha sido abundante, hubo, no hace todavía mucho tiempo, un pintor llamado Calandrino hombre simple y de costumbres bizarras, el cual la mayor parte del tiempo con otros dos pintores trataba, llamados el uno Bruno y el otro Buffalmacco hombres muy bromistas pero por otra parte avisados y sagaces, los cuales trataban con Calandrino porque de sus maneras y de su simpleza con frecuencia gran fiesta hacían. Había también en Florencia entonces un joven de maravillosa gracia y en todas las cosas que hacer quería hábil y afortunado, llamado Maso del Saggio, el cual, oyendo algunas cosas sobre la simpleza de Calandrino, se propuso divertirse de sus cosas haciéndole alguna burla o haciéndole creer alguna cosa extraordinaria; y por acaso encontrándolo un día en la iglesia de San Giovanni y viéndole estar atento mirando las pinturas y los bajorrelieves del tabernáculo que está sobre el altar de la iglesia, puesto no hacía mucho tiempo allí, pensó que le había llegado lugar y tiempo para su intención. E informando a un compañero suyo de aquello que entendía hacer, juntos se acercaron a donde Calandrino estaba sentado solo, y haciendo semblante de no verlo, juntos comenzaron a razonar sobre las virtudes de diversas piedras, de las que Maso hablaba tan autorizadamente como si hubiera sido un famoso y gran lapidario; a los cuales razonamientos dando oídos Calandrino y luego de un rato poniéndose en pie, viendo que no era secreto, se unió a ellos, lo que mucho agradó a Maso. El cual, siguiendo con sus palabras, fue preguntado por Calandrino que dónde estas piedras tan llenas de virtud se encontraban. Maso repuso que las más se encontraban en Berlinzonia, tierra de los vascos, en una comarca que se llamaba Bengodi en la que las vides se atan con longanizas y se tiene una oca por un dinero y un pato además, y había allí una montaña toda de queso parmesano rallado en lo alto de la que había gentes que nada hacían sino macarrones y raviolis y cocerlos en caldo de capones, y luego los arrojaban desde allí abajo, y quien más cogía más tenía; y allí al lado corría un arroyuelo de vernaza del mejor que puede beberse, sin una gota de agua mezclada.

_¡Oh! _dijo Calandrino_, ése es un buen país; pero dime, ¿qué hacen de los capones que ésos cuecen? Repuso Maso:

_Todos se los comen los vascos.

Dijo entonces Calandrino:

_¿Has ido allí alguna vez? A quien Maso respondió:

_¿Dices que si he estado? ¡Sí, así he estado una vez como mil! Dijo entonces Calandrino:

_¿Y cuántas millas tiene? _Tiene más de un millón cantando a pleno pulmón Dijo Calandrino:

_Pues debe ser más allá de los Abruzzos.

_Ah, sí _dijo Maso_, así de nones.

El simple de Calandrino, viendo a Maso decir estas palabras con un rostro serio y sin reírse, les daba la fe que puede darse a la verdad más manifiesta, y por tan ciertas las tenía; y dijo:

_Demasiado lejos está de mis asuntos; pero si más cerca estuviese, sí te digo que iría una vez allí contigo para ver rodar a esos macarrones y darme un hartazgo de ellos. Pero dime, así seas feliz; ¿en estas comarcas no se encuentran ninguna de esas piedras maravillosas? A quien Maso repuso:

_Si, dos clases de piedras se encuentran de grandísima virtud. La una son los pedruscos de Settignano y de Montisci por virtud de los cuales, cuando se hacen muelas, se hace la harina, y por ello se dice en los países de allá que de Dios vienen las gracias y de Montisci las piedras de molino; pero hay de estas piedras de amolar tan gran cantidad, que entre nosotros es poco apreciada, como entre ellos las esmeraldas, de las cuales hay allí una montaña mayor que Montemorello que relucen a la medianoche y vete con Dios; y sabe que quien puliera las muelas de molino y las hiciera engastar en anillos antes de que se las agujerease, y se las llevase al sultán, tendría lo que quisiera. La otra es una piedra que nosotros los lapidarios llamamos heliotropo, piedra de mucha mayor virtud, porque quien la lleve encima, mientras la tenga no es de ninguna otra persona visto donde no está.

Entonces Calandrino dijo:

_Grandes virtudes son éstas; ¿pero esa segunda dónde se encuentra? A quien Maso repuso que en el Muñone se solía encontrar. Dijo Calandrino:

_¿De qué tamaño es esa piedra y qué color es el suyo? Repuso Maso:

_Es de varios tamaños, que alguna es mayor, alguna menor; pero todas son de color casi como negro.

Calandrino, habiendo todas estas cosas advertido para sí, fingiendo tener otra cosa que hacer, se separó de Maso, y se propuso buscar esta piedra; pero deliberó no hacerlo sin que lo supiesen Bruno y Buffalmacco, a quienes especialísimamente amaba. Se dio, pues, a ir en su busca, para que sin dilación y antes de ningún otro fueran a buscarlas, y todo el resto de aquella mañana consumió buscándolos. Por último, siendo ya pasada la hora de nona, acordándose de que trabajaban en el monasterio de las señoras de Faenza, aunque el calor fuese grandísimo, dejando toda otra ocupación, casi corriendo se fue donde ellos, y llamándoles les dijo:

_Compañeros, si queréis creerme podemos convertirnos en los hombres más ricos de Florencia, porque le he oído a un hombre digno de fe que en el Muñone hay una piedra que quien la lleva encima no es visto de nadie; por lo que me parece que sin tardanza, antes que otra persona pueda ir, fuésemos a buscarla. Por cierto que la encontraremos, porque la conozco; y cuando la hayamos encontrado, ¿qué tendremos que hacer sino meterla en la escarcela e ir a las mesas de los cambistas, que sabéis que están siempre cargadas de monedas de plata y de florines, y coger cuantos queramos? Nadie nos verá: y así podremos enriquecernos súbitamente sin tener todo el santo día que embadurnar los muros del modo que lo hace el caracol.

Bruno y Buffalmacco, al oírle, empezaron a reírse por dentro; y mirándose el uno al otro pusieron cara de maravillarse mucho y alabaron la idea de Calandrino; pero preguntó Buffalmacco qué nombre tenía esta piedra. A Calandrino, que era de mollera dura, ya se le había ido el nombre de la cabeza; por lo que respondió:

_¿Qué nos importa el nombre, puesto que sabemos la virtud? Yo diría que fuésemos a buscarla sin más esperar.

_Pero bien _dijo Bruno_, ¿cómo es? Calandrino dijo:

_Las hay de distintas formas, pero todas son casi negras; por lo que me parece que debemos coger todas aquellas que veamos negras, hasta que lleguemos a ella; así que no perdamos tiempo, vamos.

A quien Bruno dijo:

_Pero espera.

Y vuelto a Buffalmacco dijo:

_A mí me parece que Calandrino dice bien; pero no me parece que sea hora de ello porque el sol está alto y da dentro del Muñone y ha secado todas las piedras; por lo que tales de ellas parecen ahora blancas, algunas que hay allí, que por la mañana, antes de que el sol las haya secado, parecen negras; y además de ello, mucha gente por diversas razones hay hoy, que es día laborable, en el Muñone, que, al vernos, podrían adivinar lo que anduviéramos haciendo y tal vez hacerlo ellos también; y podría venir a sus manos y nosotros habríamos perdido el santo por la limosna. A mí me parece, si os parece a vosotros, que éste es asunto de hacer por la mañana, que se distinguen mejor las negras de las blancas, y en día festivo, que no habrá allí nadie que nos vea.

Buffalmacco alabó la opinión de Bruno, y Calandrino concordó con ellos, y decidieron que el domingo siguiente por la mañana irían los tres juntos a buscar aquella piedra; pero sobre todas las cosas les rogó Calandrino que con nadie en el mundo hablasen de aquello, porque a él se lo habían dicho en secreto. Y hablando esto, les contó lo que había oído de la comarca de Bengodi, con juramentos afirmando que era así. Cuando Calandrino se separó de ellos, lo que sobre este asunto iban a hacer lo arreglaron entre ellos. Calandrino esperó con ansiedad el domingo por la mañana; venida la cual, se levantó al salir el día y, llamando a sus compañeros, saliendo por la puerta de San Gallo y bajando al Muñone, comenzaron a andar por él abajo, buscando piedras. Calandrino iba, como más afanoso, delante y prestamente saltando ora aquí ora allí, donde alguna piedra negra veía se arrojaba y cogiéndola se la metía en el seno. Sus compañeros andaban detrás, y de vez en cuando una u otra cogían; pero Calandrino no había andado mucho camino cuando tuvo el regazo lleno; por lo que, alzándose las faldas del sayo, que no seguía la moda de Hainaut, y haciendo con ellas una amplia halda, habiéndolo sujetado bien con el cinturón por todas partes, no mucho después la llenó y semejantemente, después de algún rato, haciendo halda de la capa, la llenó de piedras. Por lo que, viendo Buffalmacco y Bruno que Calandrino estaba cargado y la hora de comer se avecinaba, según lo establecido entre ellos, dijo Bruno a Buffalmacco:

_¿Dónde está Calandrino? Buffalmacco, que lo veía allí junto a ellos, volviéndose en torno, y mirando acá y allá, repuso:

_No lo sé, pero hasta hace un momento estaba aquí delante de nosotros.

Dijo Bruno:

_¡Que hace poco! Me parece estar seguro de que ahora está en casa almorzando y nos ha dejado a nosotros en el frenesí de andar buscando las piedras negras por el Muñone abajo.

_¡Ah!, qué bien ha hecho _dijo entonces Buffalmacco_, burlándose de nosotros y dejándonos aquí, ya que hemos sido tan tontos como para creerle. ¿Crees que habría alguien tan tonto como nosotros que hubiera creído que en el Muñone iba a encontrarse una piedra tan milagrosa? Calandrino, al oír estas palabras, imaginó que aquella piedra había llegado a sus manos y que, por la virtud de ella misma, aunque estuviese él presente no lo veían. Contento, pues, sobremanera de tal suerte, sin decirles nada, pensó en volver a su casa; y volviendo sobre sus pasos, comenzó a irse. Viendo esto, Buffalmacco dijo a Bruno:

_¿Qué hacemos nosotros? ¿Por qué no nos vamos? A quien Bruno respondió:

_Vámonos; pero juro a Dios que Calandrino no me hace ni una más; y si estuviese junto a él como lo he estado toda la mañana, le daría tal con este guijarro en el calcañar que se acordaría un mes de esta broma.

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