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La búsqueda del hermano en César Vallejo (página 2)


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Pero, aquel año nefasto para César Vallejo, en que moría el ser entrañable en todos los asuntos que comparten dos niños y adolescentes del mismo género y que son hermanos ¿dónde se encontraba?, ¿qué hacía?, ¿cuál era su situación y cómo orientaba su vida? En ese período César Vallejo está culminando sus estudios de Letras en la Universidad Nacional de La Libertad, en Trujillo y, además, se ha matriculado en el 1er  año de Jurisprudencia en esa misma casa de estudios.

Desde el año 1913 publica continuamente poemas en la revista Cultura Infantil, algunos de carácter pedagógico y otros de índole sentimental, con algunos rasgos románticos pero más ubicados en la corriente modernista. Ya en aquel tiempo ha establecido estrechos vínculos con un grupo de intelectuales que cultivan las letras, entre los cuales destacan Antenor Orrego, quien es Jefe de Redacción del diario La Reforma, y José Eulogio Garrido, quien ocupa idéntico cargo en el diario La Industria, periódicos ambos editados en Trujillo.

El año anterior, el 15 de setiembre de 1914, Néstor de Paula Vallejo Mendoza, ha sustentado su tesis titulada La delincuencia de los menores, a fin de obtener su Grado Académico de Bachiller en Jurisprudencia en la misma universidad donde estudia su hermano César, sustentación que fuera calificada de sobresaliente, hecho que consolidó el aprecio que se tenía en Santiago de Chuco por los dos hermanos que estudiaban en la universidad liberteña.

En 1915, además, César –que desde años antes se desempeñaba como maestro en el Centro Escolar 241 de Trujillo, conocido más familiarmente como Centro Viejo– consigue ser nombrado profesor de Educación Primaria en el Colegio Nacional San Juan, por jubilación de la docente Sofía Pfluker, pasando a hacerse cargo del Primer Grado de ese nivel educativo en el citado plantel. Su trabajo intelectual fue arduo también en otro aspecto, cual es que se abocó intensamente, desde los primeros meses de aquel año, a la redacción de su tesis para obtener el grado de Bachiller en Letras.

En estas circunstancias es que llega 'un propio', enviado desde su casa en Santiago de Chuco, con la noticia terrible y demoledora para los dos hermanos acerca de la muerte inesperada de Miguel Ambrosio. Ni Néstor ni César pudieron estar presentes en el entierro, pues las cabalgatas de Trujillo a Santiago demoraban de cuatro a cinco días de travesía y cuando recién se enteraban su hermano Miguel ya estaba sepultado. Sin embargo, días más tarde en la iglesia de San Agustín de la capital departamental donde ellos dos residían, convocaron a participar de una misa de honras fúnebres dedicadas al hermano muerto, a la cual asistieron familiares, coterráneos, conocidos de la familia, así como la mayoría de compañeros de estudios compañeros de estudios –algunos de ellos destacados intelectuales– de Trujillo. 

Recuerdan sus amigos que, después de la muerte de su hermano Miguel, César Vallejo se recluyó totalmente y luego acentuó mucho más su deambular solitario y su carácter taciturno; vistió de luto riguroso, vestimenta que mantuvo por lo menos todo el tiempo que permaneció en Trujillo, hasta el 27 de diciembre de 1917 en que él emprendió viaje a Lima. Juan Espejo Asturrizaga anotando este detalle escribe que su presencia era de "negro unánime, luto que llevaba por el fallecimiento de su hermano Miguel".

Al siguiente mes de aquel aciago suceso, más precisamente el 22 de septiembre, César sustentó su tesis El romanticismo en la poesía castellana, que obtuvo la calificación de 19, "Cum láudes", motivando comentarios elogiosos en los periódicos de aquella ciudad capital.

El día siguiente, 23 del mismo mes, desde un balcón y ante el desfile escolar en marcha celebrando la fiesta de la primavera, declama su poema titulado "Primaveral" compuesto de 18 cuartetos de versos endecasílabos, el mismo que se publicó íntegro dos días después en el diario La Reforma, el 25 de septiembre de aquel año.

Terminados los compromisos académicos, tanto en la universidad como en el Colegio Nacional San Juan, César viaja a pasar la Navidad y el Año Nuevo en Santiago de Chuco. La paz eglógica, la calidez y la ternura familiar de aquella etapa debió estar impregnada de un dolor lacerante por la desaparición de Miguel, considerando que dicha muerte fue de un hondo impacto en la familia, porque: a), ocurrió en la casa paterna; puesto que a esa edad Miguel todavía era soltero; b), no se había apartado por ningún motivo del seno de su hogar matriz; c), su presencia era muy grande y fuerte para todos sus seres queridos, por la edad avanzada del padre y por ser hermanas mujeres aquellas que lo antecedían; y, sobre todo, d), porque moría sano y robusto en la flor de su edad, aparte de ser de temperamento carismático, alegre y expresivo.

Es seguro que la primera versión del poema "A mi hermano Miguel" fuera escrita en los primeros días de la llegada de César Vallejo al seno del hogar, entre la Navidad y el Año Nuevo de fines de 1915 o, a más tardar, en los primeros días del año 1916 cuando llegó a su pueblo natal donde la ausencia del hermano debió ser desgarradora para él y todos los miembros de su familia, pero muy especialmente para César por la cercanía y el grado de confianza que existía entre ambos.

2. Primera hermandad: Aguedita, Nativa, Miguel

  Ahora bien, y en primer lugar, el asunto que inspira este poema coincide sustancialmente con el espíritu y los significados contenidos en el poema "Los heraldos negros" que da título general al libro que lo incluye y donde se dice: "Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé!"

En el "Yo no sé!" de Vallejo están comprendidos precisamente esos golpes, como sin duda fue para él la circunstancia de la muerte de Miguel Ambrosio, que "Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte…", donde con esa sola enunciación del "Yo no sé!", que son tres palabras enfiladas como los maderos de una cruz, cuelgan elementos tan oscuros como puede ser el absurdo, significados mayores como los designios divinos, como también se condensan allí inexplicables acontecimientos personales; como igualmente el devenir incierto de todo un pueblo, raza, generación y hasta de íntegros períodos de la historia humana.

Es tanto ese "Yo no sé!" que incluso alcanza a definir al hombre o al mundo; caben en él momentos o trances como la muerte de un hermano y también etapas decisivas, críticas y trascendentes de la humanidad. Es portentoso cómo en tres palabras y sobre todo en el tono y el contexto que el poema genera puede caber algo tan íntimo y particular, como todas las incertidumbres y tinieblas. Pero también ¡compulsivamente avizorar esperanzas y una que otra certeza y hasta redención que nos incumbe a todos!

El poema "A mi hermano Miguel" empieza con una invocación: "Hermano", que suena limpia, pura y directa; porque es un vocablo hondo, nativo, en estado franco y original; desprovisto de todo ropaje, adorno y sutileza; y más bien aparece íntegro y pleno. Este "Hermano" es casi un doble, un gemelo y tan cercano que constituye una soledad de dos, una soledad de todos juntos y reunidos.

Pero hay otro poema de hogar muy cercano al que comentamos, el III de Trilce, donde reina el mismo espíritu y se recuerda nuevamente a Miguel, pero rodeado allí de otra hermandad más simple pero a la vez compleja y simbólica que suman, con Miguel, cuatro entrañables hermanos: Aguedita, Nativa, Miguel y César. Dice:

Las personas mayores ¿a qué hora volverán? Da las seis el ciego Santiago, y ya está muy oscuro.

Madre dijo que no demoraría.

Aguedita, Nativa, Miguel, cuidado con ir por allí, por donde acaban de pasar gangueando sus memorias dobladoras penas,

Casi sin apartarnos nada del poema "A mi hermano Miguel", en la densidad que aquí se teje, aparece una hermandad bajo el conjuro del número cuatro, que era además una cifra de un simbolismo cabalístico para César Vallejo y toda la cultura andina. Recordemos que el imperio incaico era Tahuan(cuatro)tinsuyo. Esta hermandad constituye su escudo, su defensa y –por así decirlo– su refugio, clan o grupo a quien advierte: no vayan a sucumbir, no vayan a fallar, "No me vayan a haber dejado solo, / y el único recluso sea yo".

Porque lo único que nos puede librar de la muerte es la hermandad –para él y para nosotros–. Y sus hermanos más cercanos en el afecto y en la intimidad entrañable son Aguedita, Nativa y Miguel. Si ellos se extravían, sI ellos se equivocan, o si ellos se tardan, si los coge en sus redes el misterio o el vacío, entonces me quedaré solo, en la oscuridad y nadie me hallará.

Pudiera ser que parte de su orfandad y frustración es cuando –aparte de sentir la fragilidad y posterior desaparición de sus padres– presiente que sus cuatro bastiones se derrumban. Aguedita, Nativa y Miguel han quedado en la poesía como un grito y una consigna, quizá también como una súplica y un alarido. De allí que cuando Miguel muere y a Aguedita y Natividad algo les pasa –por lo menos él no las encuentra– le invade entonces la oscuridad definitiva y la desolación como niño indefenso que lo fue siempre.

Aguedita, Natividad, Miguel? Llamo, busco al tanteo en la oscuridad…

Los cuatro hermanos, dos mujeres y dos varones, contándolo a él, son su milicia, su grupo de combate, su baluarte de solidaridad. O, por lo menos, su compañía en la oscuridad. Defendían los cuatro flancos amenazantes como vigías de cada torre que da a la noche tenebrosa de los puntos cardinales. Tanto es así que él había hecho su nomenclatura familiar dividiendo a los doce hermanos que fueron, de cuatro en cuatro: "los viejos", "los mayores" y "los pequeños", tocándole a él cerrar lazos y defensas con Aguedita, Nativa y Miguel.

Fueron estos últimos hermanos de la descendencia Vallejo-Mendoza, los inseparables en los juegos en la casa paterna, por los corredores, el zaguán, la cocina y el patio, fletando y echando a navegar barquitos de papel en el pozo de agua, símbolo éste que vincula inmediatamente a la idea de aventura y de destino. Por eso, cuando ellos se demoran, no llegan, no aparecen, se hace tarde y llega la noche, se produce entonces el miedo al vacío, viene la cerrazón, la resquebrajadura y la brecha de la oscuridad que se abre ensanchando sus fauces y cubriendo con su amenaza al mundo entero.

Hay otro poema, el XXIII de Trilce donde vuelven a aparecer los cuatro, ante la madre muerta, pero esta vez como cuatro "mendigos" de amor:

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos pura yema infantil innumerable, madre.

Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente mal plañidas, madre: tus mendigos. Las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto y yo arrastrado todavía una trenza por cada letra del abecedario.

En la sala de arriba nos repartías de mañana, de tarde, de dual estiba, aquellas ricas hostias de tiempo, para que ahora nos sobrasen cáscaras de relojes en flexión de las 24 en punto parados. ….. Tal la tierra oirá en tu silenciar cómo nos van cobrando todos el alquiler del mundo donde nos dejas y el valor de aquel pan inacabable. Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros pequeños entonces, como tú verías, no se lo podíamos haber arrebatado a nadie; cuando tú nos lo diste, ¿di, mamá?

3. Lo evidente y lo oculto en una casa

En el poema "A mi hermano Miguel" a continuación del invocativo "Hermano", expresa: "…hoy estoy en el poyo de la casa", frase en la cual hay varios elementos que tienen un trasfondo enorme, el más destacado el concepto de casa. Y tanto es la casa, o el hogar, que en las líneas que siguen se recorren incluso las habitaciones, el zaguán, el patio, el corredor. Pero, dentro de la casa hay un sitio que es el poyo, un lugar que es eje en los significados trascendentes del poema, porque el poyo es el lugar donde se tienen los recuerdos, los pensamientos, las contemplaciones y, sobre todo, donde se espera, se sueña despierto y se unen el mundo de afuera y el mundo de adentro.

Es con la muerte de Miguel, anterior a la composición del poema "Los heraldos negros", que César Vallejo empieza a reconocer que es en el propio hogar donde se abre el vacío sin fondo, se cierne el hueco negro, se cava y descubre el pozo de la fatalidad y la irremediable condenación a deambular solos. Porque la muerte no está lejos sino más bien dentro de las habitaciones que eran aparentemente el seguro regazo y el dominio inalienable del amor, que de repente aparece asediado por la muerte y la desgracia agazapada y escondida en los rincones en donde los niños son sorprendidos y, algo peor, está en el centro de su propio grupo de defensa que son los cuatro hermanos rituales.

Porque ¿hay algo que pudiera ser oculto en una casa? La respuesta es: ¡Nada! Todo en ella es conocido y evidente, para todos los miembros que pertenecen a ella; porque, lo oculto es lo ajeno, lo distante, lo que no es nuestro. O, sino, lo ambiguo y anómalo; lo opuesto a casa que es amor y cariño luminoso y transparente. Lo natural en ella es el afecto sin sombras ni escondrijos. Lo oculto y distinto es el reino de afuera, lleno de pavor, misterio y contrario a lo que es el sentimiento de casa. Sin embargo, en estos poemas ella está invadida por aquello que esencialmente la niega, provisionalmente diremos que la muerte y el espandto.

Y es esto precisamente lo que él esta mirando desde el poyo, contemplando y doliéndose tanto hasta el punto de herirse y hacerse sangrar el alma. Es al fondo de su casa donde siente que golpea más fuerte la desdicha y la fatalidad; por ser quizás, y también, el lugar más dulce y amoroso, en donde se da la gracia de la ternura y la ilusoria salvaguarda y protección de la nada, el abandono y la oscuridad. Es allí que siente que todo ello no durará, donde zumba el adiós y la partida, la nada y el no–ser, como acaba de hacerse evidente con la muerte de Miguel, que simboliza el derrumbe de una de sus cuatro torres de defensa dejando roto y desvencijado su esquema de ¿cómo enfrentar entonces el mundo?, expresando en el siguiente verso:

donde nos haces una falta sin fondo!

Lo que aparece aquí, de plano, es la muerte, definida o percibida como "una falta sin fondo". Pero, ¡qué manera de apreciarla, sentirla y captarla, con una idea tan exacta y tenaz, porque eso es precisamente la muerte: una falta y una tardanza inacabable y eterna!; una ausencia sin final una falta sin fondo. Y fijémonos bien que con quien habla es con la muerte, o con alguien muerto que es lo mismo; con un ser querido que ahora es fantasma y sombra; con algo que existe –porque duele y ese dolor es inmenso– pero a la vez que ya jamás existe.

Lo extraño y raro es que habla con él, hasta coloquialmente, porque ha sido y es un hermano, aunque él en este caso solo sea ya eclipse y espectro. Esta manera de ser es natural, y hasta corriente, en la mayoría de seres humanos a quienes se les ha muerto un ser querido. Lo genial es hacer evidente aquello que es claro y sencillo y que por estar ahí, tan cerca, no se lo entiende. Y hacer de lo atroz lo común y de lo común lo atroz, como lo hace Vallejo.

Es la muerte la marca de nuestra fatalidad, y la negación fiel y puntual del amor. Y ¡qué extraña creación en este contexto es la vida afectiva! Basta que alguien llegue, que esté a nuestro lado, que ocupe un lugar en nuestro corazón, para que sea inolvidable. Porque si no hubiera estado en nuestra experiencia –por designio o casualidad– no lo extrañaríamos. Pero estuvo, surgió, tocó nuestra vida que es una fibra muy honda, fina y débil. Y por eso, sea o no nuestro hermano, ocupó un espacio en nuestro corazón para que ya sea irremplazable y constituya parte esencial del ser que nos conforma. ¡He allí cómo se agrega y se desgrana la vida, como se teje y desteje esta hilacha misteriosa hecha de maravilla y asombro!

El hogar es, en el caso de César Vallejo, y de todos, la estructura y nomenclatura de los seres que lo integran ligados por el afecto y el cariño. Y basta que uno de ellos llegue hasta su centro y habite su seno para que un espacio inmenso se revele. Y cuando esa persona se ausenta para siempre, ya no está, entonces "una falta sin fondo" se impone y evidencia infinita. Porque una vida hace una presencia ya para siempre inacabable, sea esa persona un hermano, un amigo, una amada o un amado que cavan un hueco muy hondo y un espacio muy vasto en el alma.

Miguel se ha ido. ¡Capricho el de los que se van y se adelantan llevándonos la delantera!, dejándonos en este valle de lágrimas, huérfanos y tristes, sin tomar en cuenta que al irse hiere al que se queda. Quizá ello era muy tangible en el ser de César Vallejo, de allí esa actitud siempre de apartarse, alejarse y de continua despedida con que se comportó de modo permanente. Algo que refuerza esta anotación es lo que Ernesto More precisa, que él siempre se sentaba en los últimos lugares, en los sitios escondidos, oscuros y sombríos, quizá porque allí sintonizaba con estos cariños inolvidables y con aquellas "faltas sin fondo". 

En el poema "La violencia de las horas", escrito una década después, en donde resuenan con idéntica barbarie "los potros de bárbaros atilas" y "las caídas hondas de los Cristos del alma", Vallejo hace un recuento de personas muertas e inolvidables en su recuerdo, todas ellas de Santiago de Chuco, su pueblo. Pero, entre todas ellas establece un triángulo emblemático, cuales son las muertes signadas por una marca especial de pena, cuando en una de las estrofas deja establecido:

Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.

4. La muerte, el juego de las escondidas y la madre como una gallina que cuida y guarda sus polluelos

Continúa en el verso siguiente del poema que venimos comentando:

Me acuerdo que jugábamos esta hora.

Por contraste, la muerte duele y espanta mucho más aquí, porque se interpone en un juego de niños. Y hasta quizá el juego de las escondidas resulta ser la muerte misma. Porque, el acto ingenuo de esconderse, es cumplir con el rito y el signo que nos está trazando la muerte; lo que acentúa lo horrendo de esta condición, porque: ¿en dónde podría resultar más dramática, burlesca y patética la muerte que en la ingenuidad y pureza de un juego de niños? ¿En qué momento podría hincar más atrozmente sus cuchillos que en el acto de abrazarse dos hermanos?

Me acuerdo…,

Dice; evocando y haciendo nostalgia de lo vivido, con lo que traza un arco que tiende la memoria desde el pasado hasta el tiempo presente, cuando expresa: "hoy estoy", momento en el cual se recrea el juego infantil pero ya como un rito grave y dramático de adultos. Y como tal, trágico. Como si los adultos al replicar un juego rindiéramos tributo a toda una dimensión cruel y hasta macabra de la existencia, transplantando el plano de lo concreto y real al plano de lo fantasmagórico.

Es en las voces de los niños donde se siente que se cierne más totalmente el peligro, por ser voces desprevenidas y candorosas. Más aún en el juego de las escondidas donde cae siempre la noche con sus sombras silentes, donde se siente más la amenaza del adiós y la partida porque a esas horas se divide el mundo en claridad y penumbra, ámbito donde retumba más el bullicio inocente. En ningún otro momento podría darse un golpe más feroz.

Y es que en Vallejo existía un don que se agregaba a su naturaleza amplia y abismal, el don que hizo que conservara siempre su niño propio. Y no sólo eso, sino que supo hablar desde el niño y dirigirse hacia el niño de al lado y de al frente. ¡Tanto que su testamento final es a los niños del mundo! Los tuvo presentes siempre, y él actuó con su alma y su ser de infante, como cuando dice:

    …si la madre España cae –digo, es un decir– salid, niños del mundo; id a buscarla…!

Otro detalle es: qué muriendo Miguel a los 26 años y teniendo César 23, escribe el poema "A mi hermano Miguel"  situándolo en una edad infantil, donde él es un niño añorante y dolido, ¿Por qué es así? La respuesta es ésta: porque así se lo plantea y dicta la ternura, la de evocar al hermano niño, y que es donde adquiere más significación el simbolismo del juego de las escondidas, porque en ese mundo ideal y de amor, que "tú nos los diste: 'di mamá'"; es una ofrenda de amor sublime, porque nos lo ha dado un ser que es toda ternura: la madre, es donde más salvaje puede ser el golpe del destino. Al final se cierne el pesar, el martirio y todo se torna dolor, donde surge natural la queja: "Tú nos lo diste, –mamá– pero otros nos lo cobran".

En el juego de las escondidas se oculta el secreto de la muerte en su estado más penoso, entresijado y críptico; porque de la anécdota de ocultarse de engaños se pasa al esconderse de a verdad y para siempre. De allí que produzca estremecimiento cada evocación de este texto porque en él, de lo ingenuo, se pasa a la impresión del horror; donde el juego mismo encierra lo fatal, cuando todo es, aparentemente voces en calma y hasta de aparente alegría, pero en el fondo campea y domina el silencio y donde al buscar refugio nos encontramos con la guadaña que cercena y el cuchillo que corta y arrebata. Y continúa el poema:

   …y que mamá nos acariciaba: "Pero, hijos…".

En primer lugar, debemos reconocer aquí la presencia de la madre mítica y significativa en cuanto ella es origen y sentido profundo del amor, y que los acaricia diciéndoles: "Pero, hijos…" Esta expresión es tan amplia y misteriosa como el "Yo no sé!" de "Los heraldos negros". Porque, ¿qué es? ¿Queja, reproche, llanto? Sí, es eso, una voz que viene desde muy adentro, que abarca desde muy lejos; surge desde la sabiduría, que todo lo ve y reconoce. Es una voz protectora, que observa todos los alcances de los juegos y sus significados.

Pero dentro del inmenso cariño, dentro del amor infinito y multánime hay un silencio, pasos sigilosos; mudez llena de culpa. El "Pero, hijos…" de la madre es todo cariño y piedad, expresión de la condolencia y la protección de quien está sobre todas las cosas, ante quien somos niños que, sin duda, se equivocan, caen, pelean, pero a quien vamos con un ruego porque es la madre y hasta nos atreveríamos a decir, la divinidad. Por algo esta parte tiene el tono de súplica y de extrema afectividad… Pero, cuando más protección haya, por antítesis, se siente más la inminencia del peligro y del abandono. Cuando se siente más intensamente el alimento es cuando más se teme el día en que aquello nos falte, se acabe y cunda el hambre.

"Pero, hijos…"

Nada más dice. No explica: hijos no se hagan daño, no se hagan llorar, no sean traviesos, no rompan las cosas. Nada de eso. Se plasma el lenguaje connotativo llevado a su máxima potencia. Porque es solo un "Pero, hijos…" que a la vez es todo, porque lo que importa aquí es la presencia de la madre protectora y sabia, que mira el antes, el hoy y el después; depositaria del saber popular que abriga y cobija; el eje en el cual se apoyan y alrededor del cual juegan los niños.

mamá / nos acariciaba…

He allí por qué una madre se hace grande: porque protege como una gallina cuida y guarda a sus polluelos, con amor, cubriéndolos con las alas hasta el infinito. Pero, pese a esa protección y al amor de la madre y de los hijos, se asesta indefectible e implacable el hacha de la desgracia y de la destrucción.

5. La fatalidad del desencuentro

Sin embargo, en la segunda estrofa del poema es donde se sitúa la idea central de "A mi hermano Miguel", que trata, más que de la muerte misma, de otra realidad peor: del desencuentro:

Ahora yo me escondo, como antes, todas estas oraciones vespertinas, y espero que tú no des conmigo.

Cuando modula aquello de "Ahora yo me escondo", está diciendo: tomo la iniciativa de ocultarme tanto de ti, como tú de mí –pese a que yo estoy en la superficie de lo visible–, que tú no darás conmigo. ¿No hay aquí, acaso, una determinación de lo que la vida le ha de deparar posteriormente a Vallejo, haciéndola honda, grande y profunda?, como si ya presintiera, adivinara o proyectara lo que le ocurriría como un destino de vuelo inalcanzable.

Aquí, repetimos, es cuando el poema trata de algo peor que la muerte: del desencuentro, del no hallarse nunca nuestros destinos; de aquella determinación de que, pese a estar signados y hechos el uno para el otro, nunca podremos alcanzarnos ni coincidir en el tiempo ni en el espacio. Y esto es más doloroso y frustrante que la misma muerte, porque es la fatalidad en lo más esencial de la vida: la devastación de la hermandad y el fracaso total del verdadero amor. No nos encontramos y si lo hacemos es tarde, cuando todo está perdido. Ese es el trasfondo que hay en el juego de las escondidas, cuando éste se lo atraviesa de la sensación, de la intuición y de la visión espeluznante del desencuentro.

Ahora yo me escondo… y… tú no das conmigo,

Esto es: voy más al fondo de mi pena, de mi dolor y mi herida, tanto que no podrás hallarme. Entraré más que tú a ese misterio y aquello ignoto, caigo tanto que tú no sabrás de mí. Me voy al fondo. Soy yo quien, estando en vida, seré capaz de ir mas allá de dónde tú te has ido; y tú serás quien me busque y no has de encontrarme pese a que eres espíritu y lo traspasas todo con tu muerte. ¿Y qué hizo Vallejo con su vida sino ir hacia ese secreto, avanzar hasta ese refugio que es habitar la incógnita que para siempre se ha convertido? Y se aventuró tanto por escondrijos que será Miguel y nosotros mismos quienes lo busquemos tratando de encontrarlo a tientas y a oscuras.

Tiene este pasaje la queja del resentido por amor, cuando el ser querido falta a una cita y ello nos duele mucho. ¿Y qué actitud se adopta? Hacernos inubicables. La tragedia de esta vida y la búsqueda inútil es anhelarnos tanto sin poder hallarnos con quien es nuestro exacto complemento, de unirnos con quien nos estaba asignada; de coincidir las almas gemelas, hayamos o no nacido juntos, estemos o no hermanados; incluso partiendo desde puntos distantes y siendo el uno para el otro debiéramos encontrarnos. Lo atroz es que, pese a buscarnos, nos crucemos sin decirnos nada.

Porque las esferas en las cuales moramos son distintas y no nos reconocemos al pasar cerca. Vamos de largo sin vernos. Es el juego de las escondidas llevado a su grado metafísico, planteamiento en el cual toda búsqueda es vana, extravío donde reside la dimensión trágica del destino humano: el no estar con quien deberíamos estar; en un punto que no es nuestro lugar, faltando al mismo tiempo, y sin saberlo, a la cita fundamental en donde el alma gemela nos busca y espera inútilmente.

Lo penoso –como ocurre en este caso– es pasar invisibles en un lugar íntimo, como puede ser al interior de un hogar donde buscarnos en el sitio donde el hermano debería estar, como es el poyo de la casa, lugar a plena luz del sol, y allí él o ella no está, no nos encontramos. Y ésta es la marca de nuestra desventura. Ya no es el desencuentro en el espacio y en el tiempo entreverados, disímiles y dispersos, sino la marca fatal de lo que es nuestra esencia y nuestro destino de hombres arrojados a un descomunal e ineluctable desencuentro, habita en la casa.

Este hecho, esencial y tremendo, se da al mismo tiempo en otra dimensión más estrecha e íntima cual es el juego, y en el poyo de la casa, que convoca el mundo de adentro y el mundo de afuera, en donde es vana la espera del hermano:

después te ocultas tú y yo no doy contigo.

El desencuentro es la contrapartida, el divorcio de que está hecho y trenzado el mundo. Éramos los que teníamos que coincidir, los únicos predestinados por la suerte y los hados y sin embargo mira dónde estamos, solos y en lugares y tiempos distantes y desvencijados y ¿con quienes?. El sitio donde me esperas está vacío y es imposible que llegue en el instante en el que tú me aguardas, porque estoy aquí donde tú debieras estar. Es el desengaño total y la negación plena del amor. Así se torna roto el mundo, deshecho y vuelto pedazos. Pero, ¿puede significar menos la muerte de un hermano, un padre o de un hijo?

Pero esto va más allá: puede ser que tú estés aquí, incluso frente a mí, o a mi costado, pero es imposible que nos encontremos, porque estamos en mundos diferentes. Y es atroz pensar que, pese a reconocernos hermanos, hijos, padres o esposos y pese a que estemos en este momento juntos no podamos hacer coincidir ni atar nuestros destinos, porque aquello es imposible, por cualquier cosa, pequeña o grande, con o sin significado. Porque es así, ese es el signo y ese es el juego al cual hemos sido empujados.

O quizá ocurra de este otro modo: nos hemos avistado por breve instante, pero es una unión imposible porque somos sombras que deambulan en dos planos distintos. De allí que, sabiéndolo todo, "mamá / nos acariciaba: "Pero hijos…". Y eso, que en todo está la madre, la eterna protectora, que siempre permanece al lado de quienes son sus hijos, aunque ellos se hagan llorar, quizá más por el espanto de no encontrarse y del no coincidir. Aún así, con la madre y todo se da aquello de perdernos para siempre.

Me acuerdo que nos hacíamos llorar, hermano, en aquel juego.

Se hacían llorar por la desesperación de no hallarse. Por el miedo de perderse ante este misterio irrevocable, del tú y del yo; del sentimiento de ser gemelos –el uno para el otro– y sentir el desencuentro; llanto de la desolación, del que al final se levanta y se va para siempre y del otro que se queda en el poyo insalvable. Más adelante César Vallejo lo dirá de otro modo:

– dos aguas encontradas que jamás han de istmarse– dos días que no se juntan, que no se alcanzan jamás,– dos puertas abriéndose, cerrándose.

6. La hora en que doblan las campanas

Después expresa:

Ahora yo me escondo, como antes, todas estas oraciones vespertinas, y espero que tú no des conmigo.

Como se comprueba, la hora en que se desenvuelve el poema es el atardecer, el momento de la oración y del ángelus, cuando el día muere y doblan las campanas. La hora de las despedidas, del responso y del adiós. Es un poema de la tarde y del tiempo fenecido, de nostalgias o añoranzas, pero también del tiempo futuro cuando dice: "y espero que tú no des conmigo", donde es más hondo el juego de las escondidas en la medida en que el otro se ha ubicado en un lugar ignoto que es imposible hallar porque ese lugar es el futuro, salvo que esperemos pero toda espera es desencuentro. Porque el juego de las escondidas es la destreza de la imaginación para hacerse sombra o espíritu, trepar o subir a un altillo, a una escalera, a un terrado mudando de lugar, en donde hasta el futuro tiene el signo de una pérdida.

 Hay una evidente superposición de tiempos que forma parte del esquema desarticulado del mundo y la vida; donde están contenidos el pasado, el presente y el futuro pero en el pavor de perder el sentido del destino humano en cuanto morada de amor y de afecto. La muerte de Miguel ha ocurrido hace meses, sin embargo el presente reúne a los dos hermanos y el futuro se ofrece pero tampoco en él, ni tú, ni yo daremos por encontrarnos. "Ahora yo me escondo", es retrotraer al presente, pero: "tú no darás conmigo", es la superposición del futuro.

Miguel, tú te escondiste una noche de agosto, al alborear pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.

"Una noche… al alborear" señala una agonía con la frente puesta hacia el futuro, que es el amanecer: un tránsito que es una noche oscura del alma que no tiene salida; una expiación y un doloroso calvario hacia la nada.

Pero en vez de estar riendo estabas triste.

¿Qué más fraternidad se desprende y desgarra que cuando se ve a un hermano triste? Pero lo que más significación tiene aquí es la transgresión del juego; o sea, el espanto y escalofrío que produce quien al jugar ¡en vez de estar alegre está triste! Al mismo tiempo, ¡qué dolorosa ternura hay en esta expresión!, en esta antinomia, que pese a su simplicidad, señala toda la densidad del hecho que se evoca, en la alucinación de verlo en vez de alegre triste, lo cual es una contraposición absoluta del juego, deviniendo el desencuentro metafísico al plano del atentado cotidiano donde se da el juego.

De allí que éste sea un poema estremecedor por la pena inmensa que suscita el evocar al hermano que juega, pero triste; con lo que se quiere simbolizar, ya no sólo que somos inocentes frente a la muerte, que asedia y nos coge cuando más indefensos estamos, sino que cuando blande su guadaña, toca su flauta de hueso y nos coge y empina de los pies en el aire hacia la fosa, el alma no se entrega indemne y el sentimiento de hermandad lo siente, lo sufre y se aflige. Para luego anotar:

Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte

Somos 'corazones gemelos', porque nos amamos, sólo que en el juego de la vida –que es el de las escondidas– no nos hemos de poder encontrar; pese a que nos acaricia a ambos mamá, pese a que nos hacemos llorar. ¡Y es esa rara fascinación de encantarnos tanto en el ser amado lo que nos hará llorar por siempre! Es mirarnos y extrañarnos en el fondo de uno y otro, al doble diferente, a nuestro espejo en el amor. Como lo plantea el poema, espejo hacia la ausencia y la pena; donde no cabe imaginar nada más polar y desgarradoramente dialéctico y opuesto al amor que el desencuentro. Por eso se llora, ante la mamá, y ella nos dice una frase precaria y a la vez absoluta dentro de esta orfandad: "Pero, hijos…".

En la historia real uno de ellos está muerto y el otro sentado en el poyo de la casa. El hermano muerto es sombra a quien se le invierte el cuadrante de no poder encontrar al que lo busca. ¿Qué mejor planteamiento instintivo para la defensa que jugar a esconderse de esta pena en otra pena más inmensa? En la pena del mundo. Dice, sentado en el poyo, en el tiempo presente: por hacerme llorar de no encontrarte yo me escondo y eres tú el que ha de llorar por no dar conmigo:

y ya cae sombra en el alma;

Esta sombra en el alma después del desencuentro es otra vez la muerte; u otros misterios que se suman, otros enigmas de otros mundos pero que están en éste, porque además de tú y yo que somos dos, que se aman y se anhelan, hay sombras en otros planos en el imperio omnímodo de la esfinge. Para finalmente expresar:

Oye hermano, no tardes en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.

Este "Puede inquietarse mamá" es decirle a la muerte: oye, no seas así,  hay un ser que puede enojarse, que puede encontrarte allí donde tú te has escondido, cual es, mamá. Y ella nos castigaría por esta pena que nos causamos. Esta expresión suena a esperanza, a última instancia y refugio, a una tabla de salvación en este desventurado naufragio en que se convierte la vida.

Hay un último recurso, hay alguien a quien recurrir y es la madre, que es como decir, en el juego más abrupto: voy a decirle a mamá. Y eso es lo hermoso, aunque desde fuera sepamos que esta ingenuidad es aún peor por ser aún más dolorosa. Ese "Puede inquietarse mamá" es más desgarrador, porque la madre es también mortal y a nadie como a ella le ronda más la muerte, por ser la dadora de vida. Pero esa es la nota conmovedora de la verdadera infancia, aferrarnos a una esperanza.

En este punto hay que considerar todo el inmenso dolor que puede haber causado la muerte de un hermano, que tiene 26 años de edad, con toda una historia henchida de expresiones, anécdotas y aventuras; que ya ha colgado su cuerda de oro dentro del hogar. La gravedad de la vida es por un lado la felicidad, la placidez, la ignorancia de lo terrible y horrenda que puede ser la realidad, en el "no tardes" y, en el trasfondo, el hecho tremendo y a la vez simple, de la muerte cotidiana sobre el telón oscuro y tenebroso de aquello que no da respuestas a ninguna pregunta: la eternidad.

7. Poesía de la gran historia cotidiana

En otro plano, el título del poema "A mi hermano Miguel" es directo, franco y natural, donde no hay composición ni rebuscamiento literario. Ni un solo grumo de artificialidad artística. Es un nombre fluido, exacto y preciso, como cabe serlo ante un hecho tan doloroso, que nos compromete como seres humanos, cual es la muerte. Dice: "A mi hermano Miguel", y no hay más. Pero eso sí, es un título comprometido, personal y afectuoso al poner el nombre propio de la persona, con el posesivo mi, tan entrañable, adelante.

A nivel de lenguaje el poema todo es sencillo, no predominan los adjetivos sino los verbos y sustantivos que es lo mismo a decir la acción y el sentimiento; porque el turbión del río corre por dentro. No hay una sola palabra de bisutería, que pretenda adornar, ni mucho menos una sola que represente un lujo verbal. Pero bajo su aparente cotidianeidad hay un mundo abismal, roto y fracturado, donde toda la expresión es sincera y en función de la pena. No hay nada que no sea común y corriente, con lo cual se logra una fuerza expresiva intensa y tremenda.

Hay en él austeridad de vocablos, como cabe al tomar pie y pararse frente a la muerte, donde sólo se puede ser sobrios y lacónicos. Pero más frente a lo que hemos descrito como el centro y esencia del poema, como es el desencuentro donde se busca y no se halla al ser amado, cuando esperamos encontrar al ser que anhelamos y él nunca aparece, ni tampoco llega jamás una explicación de su torturante ausencia. El título en su simplicidad es más bien una antítesis: "A mi hermano Miguel" como si, pese a este desencuentro doloroso, de todos modos le acercáramos una ofrenda, como si convirtiéramos lo amargo e inevitable en un ramo de flores.

Este es un poema paralelo a aquel otro titulado "Aldeana", que motivó el bautismo que le diera, a César Vallejo, el esteta y filósofo Antenor Orrego al expresar que con esta pieza literaria se inauguraba una poesía auténticamente nuestra y que con él aparecía en el horizonte una luz y una voz inédita para toda la América hispánica. Y es cierto, hay en ambos poemas la misma música, el coloquialismo y el aire propio de lo que es nuestra identidad.

Poesía de antara y quena, de armonía profunda entre sonido y sentido y tanto es así que parece éste ser un poema del libro Trilce, simple y descarnado; donde se siente a un Vallejo asomado sobre abismos, estremecido y temblando, con el alma herida y el corazón transido. Poesía del yo al tú; oral, conversacional, monologal; como si se tratara de una carta personal e íntima que atravesara mundos, por lo menos éste de la vida acoplada con el inframundo de la muerte, hablando con alguien muy nuestro, de persona a persona y en una dimensión trascendente.

Poema quieto, de espacio cerrado; de contemplación triste, pero sin quejumbre, de memoria acongojada por lo vivido, embargado por una inmensa pena: "ya cae sombra en el alma", candoroso al punto de existir al final incluso una receta de bien vivir, una especie de complicidad, un rasgo de absoluta e inmensa ternura, al decir: "No tardes", sabiendo que todo es irreparable, que está muerto. Este candor es silencioso llanto, y fuerte.

Inspira siempre a Vallejo grandes cariños y pasiones límites. La suya, sin embargo, es una poesía personal, del hombre no como entelequia sino como ser humanos de carne y hueso y cosas concretas, como la muerte que es objetiva, el hambre, la justicia y el adiós que fueron en su vida hechos ineludibles. Él eleva estos elementos cotidianos, a una dimensión asombrosa y deriva de ellos categorías universales para el entendimiento.

Inspiraron sus poemas los hermanos, los padres, su sobrina Otilia, su cuñado Lucas, los vecinos del burgo, los arrieros, los mineros, los voluntarios que defendieron la causa del hombre en una contienda bélica, el músico Méndez, las mujeres que amasan y hornean el pan, el ciego campanero; seres a los cuales recuerda, quiere y rezarse de la muerte definitiva, porque, ¿quién no tiene un ser querido que se va? Pero, son raros o pocos los poetas que los inmortalizan, porque en general se distancia y hasta separa la escritura de la experiencia, hecho que en Vallejo no sucede puesto que parte de lo común y corriente y hacia allí otra vez llega.

De allí que su poesía resulte profundamente familiar, debido a que fueron las circunstancias históricas aquellas que él recogió a fin de encontrarle su sentido a través de la poesía, la misma que es su biografía cotidiana. Escribe lo que cree, siente o padece. Sus minutos, sus horas y sus días es parte de un Evangelio, donde cada uno de sus pasos tienen un significado trascendente, predeterminado y profético. Y hasta su blasfemia ante Dios parece partir de la encarnación de un Cristo que vuelve a asumir su tragedia humana, con igual entereza, pero sin ampararse en la gracia divina ni sentir que le uniera el lazo íntimo de ser hijo de un Dios padre amoroso.

Partes: 1, 2, 3, 4
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