La experiencia de Dios en la explicación del mal: Leibniz, Job y Voltaire.
Enviado por Matías Ahumada
- Introducción
- El mejor de los universos posibles
- Maldito el día en que nací
- Se necesita un Dios que hable al género humano
- A modo de conclusión: Sobre la libertad
- Bibliografía utilizada
Introducción
Cuando la cultura europea occidental asumió el paradigma de la Razón como garante de un orden universal susceptible de ser progresivamente comprendido, la problemática del mal se mostró como un nuevo intento de dar cuenta de la contrapartida oscura de la luz ilustrada. La época exigía pensar que el mal ya no podía tomar la forma de un ente sobrenatural a la manera de las fantasmagorías diabólicas del Medioevo, pero cabalgaba a la vez sobre una tradición espiritual cristiana todavía fuerte y sobre los anhelos de la ciencia por encontrar la verdad aquí, en el mundo, donde se vive y sobretodo se sufre la crudeza del mal. En la etapa ilustrada el hombre europeo intenta desligarse de la razón teológica y busca religarse a una razón científica.
Situados entonces en una perspectiva científica, la pregunta más pertinente para elaborar respuestas epistemológicamente aceptables sería ¿Qué es verificable? Y si, por esto, nos atenemos a la simple empiria, el hecho es que hay males en el mundo en la forma de sufrimiento físico y mental, en la forma de un dolor vivido individualmente o sometiendo a otros en el ejercicio del poder, y en la forma de los acontecimientos naturales que escapan al control humano… Frente a este tipo de hechos surgen indefectiblemente más preguntas acerca de los grados o niveles posibles de injerencia en esos diferentes tipos de males: ¿Qué papel juega el hombre? ¿Qué papel juega Dios? La divinidad todavía es interpelada, en la forma de la defensa o del cuestionamiento, de la pregunta o de la explicación, aunque esta divinidad ya asumirá las características propias del hombre ilustrado. Los filósofos que voy a tratar aún querían hablar de Dios a la hora de preguntarse el porqué de la existencia del mal.
Mi tesis es que las diferentes posiciones que se toman frente al problema del mal se fundamentan en última instancia en una particular noción de Dios que se defiende, con lo cual pretendo examinar en Leibniz y Voltaire dos posiciones teológicas en pugna filosófica. El dios de Leibniz habla racionalmente; el dios de Voltaire se asemeja al del Job desesperado: es, por lo menos, un dios que calla, aunque más allá de posturas conceptuales se encuentra la experiencia místico-existencial de Job que dice de una actitud frente al fenómeno del mal que trasciende toda especulación, pregunta o sometimiento silencioso.
Por esto tengo la intuición de que lo que dicen estos pensadores no tiene porqué ser totalmente incompatible. Creo que ambas posiciones reflejan preguntas y respuestas válidas para una determinada situación existencial ya que el mal es problema que no se agota desde el lado de la indagación filosófica, porque trasciende a ésta al situarse en el ámbito de la voluntad, sea humana o divina. Acerca del ámbito de la voluntad podemos reflexionar, estudiar, pensar… pero no ir más allá porque el concepto no puede aferrar plenamente el acto libre, sino quizás contemplarlo. Y es precisamente aquí, en la acción y la contemplación, donde se juega lo malo y lo bueno.
El mejor de los universos posibles
En un pensamiento de la totalidad lógica como el leibniziano, donde las partes deben conectarse en función de una armonía preestablecida por la naturaleza del todo, aquello que desde una perspectiva significa un mal, un error o un problema, no tiene tal significación desde lo global. Ahora bien, ¿qué recursos tenemos nosotros, los seres humanos finitos y siempre situados, para pretender dar cuenta de esta totalidad y su supuesta armonía? La razón. La racionalidad lógica que se fundamenta en principios indubitables es la facultad digna de confianza para entender la estructura del universo, incluso en sus manifestaciones adversas a los intereses humanos particulares, porque sólo por el pensamiento el hombre es capaz de apresar las características necesarias de tal universo[1]que se fundamentan en la naturaleza divina, como veremos más adelante. Sobre esta confianza Leibniz estructura su pensamiento y defensa de Dios, ya que significa la defensa de una legalidad racional como base del sistema universal:
"La razón tiene que asistir a la fe. Está tan vigorizada en su conciencia de sí misma, que se considera capaz de esta asistencia. Con ello la defensa de Dios, es decir, la teodicea, se convierte a la vez en una logodicea, en una defensa del "logos". La razón se dispone a demostrar que puede comprender el todo del mundo, incluidos el mal y Dios. La teodicea puede haber sido proyectada para la gloria de Dios, pero es también la obra de una razón triunfante."[2]
Podemos pensar el mundo, y pensar posibilidades de mundos, esto es, estructuras diversas cuyos sistemas no se correspondan con el nuestro necesariamente desde el punto de vista empírico, aunque sí respondan todos a una estructuración lógica que es lo que los hace posibles, esto es, pensables sin contradicción. Lo que no es posible no puede ser pensado sin contradicción, no puede concebirse. Y si es posible, entonces es factible su existencia, pero esto no implica por sí mismo que se de efectivamente un ingreso a la existencia. Ahora bien, sólo este universo existe, dice Leibniz, por lo tanto, su razón de existir debe ser la mejor. Esto es así porque se supone que el principio inteligente creador de universos, la divinidad, es absolutamente buena y perfecta. Por lo tanto, si queremos entender el sentido de la expresión "lo mejor" debemos reflexionar acerca de la naturaleza de la divinidad que sostiene el sistema propuesto por Leibniz.
1.1. Un Dios que sólo intenciona el bien.
La característica principal de la naturaleza de Dios es su perfección absoluta. Más precisamente, dice Leibniz, Dios posee en grado sumo, esto es, infinitamente, todas las perfecciones. Lo perfecto en Dios no sería "perfectibilidad" en el sentido de progresión indefinida hacia lo máximo que es propia de lo matemático/geométrico:
"[…] Aquellas formas o naturalezas no susceptibles de alcanzar el grado máximo, no son perfecciones, como por ejemplo, la naturaleza del número o de la figura. En efecto, el número más elevado, como la figura mayor, implican contradicción."[3]
El concepto de "último número" (el máximo) es una contradicción porque en la misma idea de número se encuentra implicada la noción de sucesión, esto es, la posibilidad de enumerar siempre otra unidad posterior a la concebida. De la misma manera siempre es posible concebir una figura mayor a una anteriormente estipulada. Esta susceptibilidad de progresión indefinida tiene su imposibilidad de completitud, de plenitud. Esta completitud es la perfección que Dios posee. Si Dios es perfecto entonces el conocimiento y el poder que posee también lo son, por lo tanto es omnisciente y omnipotente.
Aquí es donde Leibniz introduce la piedra fundamental que le permitirá edificar su estructura argumentativa, y que consiste en deducir la acción más perfecta de la divinidad del absoluto conocimiento y poder de que Dios dispone. Habiendo conocido Dios de manera sublime la totalidad, y estando en su poder hacer u omitir cualquier cosa, su acto creador del mundo tuvo que ser el más perfecto (la totalidad de sus actos son perfectos). En Dios se conectan entendimiento, poder y voluntad creadora de manera óptima, es decir, en función de lo bueno:
"[…] Como Dios posee sabiduría suprema e infinita, obra de la manera más perfecta no sólo en sentido metafísico sino además moralmente hablando."[4]
La divinidad leibniziana se guía por la razón, esto es, el conjunto de todos los principios por los cuales elegir la verdad y lo bueno. Se trata de la misma razón que ilumina al hombre y le permite captar el sentido del universo como una armonía. Dios, entonces, obra en razón del bien pero no porque esté necesitado en su naturaleza a elegir lo mejor, sino porque al ver racionalmente el mejor de los mundos posibles de ser creados, lo quiso y lo creó. El hecho de que este mundo sea (su existencia) se fundamenta en la libertad divina, puesto que Dios pudo no haber creado nada; pero lo que el mundo efectivamente es (su esencia) está determinada por su entendimiento, es decir, su conocer la posibilidad lógica de tal mundo. La voluntad no está ligada metafísicamente al entendimiento, pero, cuando obra está supeditada a sus reglas:
"Por eso encuentro además absolutamente extraña la manifestación de otros filósofos que afirman que las verdades eternas de la metafísica y de la geometría y por consiguiente también las reglas de la bondad, de la justicia y de la perfección sólo son efectos de la voluntad de Dios. Por el contrario me parece que sólo son consecuencias de su entendimiento el cual no depende sin duda de su voluntad como tampoco su esencia depende de su voluntad."[5]
Dios es libre pero, digámoslo así, su libertad es racional, lo que significa que sus acciones u omisiones están dirigidas por su infinito conocimiento acerca de la disposición de los sucesos en función del bien, ya que a su esencia le pertenece la bondad. En virtud de esta bondad es que elige, digamos, las consecuencias óptimas de sus actos. Lo contrario sería concebir un Dios que se anularía a sí mismo, esto es, contradictorio, pues si proyectara lo peor para su creación esto implicaría un rasgo de intencionalidad maligna, lo cual no conviene a su concepto.
Podría alguien objetar que al guiarse por principios racionales, sean cuales fueren, Dios se vería constreñido en su libertad, es decir, necesitado de crear lo mejor. Contra esto Leibniz responde que Dios no está necesitado a elegir, porque esto significaría equiparar necesidad metafísica con necesidad lógica/geométrica. El principio de lo mejor lo inclina, pero no lo determina metafísicamente. Así quedan deslindados los ámbitos divinos del "hacer", que es crear, llevar a la existencia (Voluntad); y del "ver las reglas de lo mejor por hacer", esto es, los principios que, de ser llevados a la obra la rigen de la manera óptima (Entendimiento).
1.2. Los límites de la filosofía especulativa.
Dios creó: tenemos el hecho de nuestra existencia en este universo. La pregunta por el mal, que es pregunta humana y que habíamos dirigido a la naturaleza divina, vuelve a su origen. En la materia que ha tomado conciencia de sí misma ha surgido la pregunta por el germen de destrucción, de inacabamiento, de sufrimiento, de error y de pecado que habita en distintos niveles de sí misma. ¿Cómo es posible que desde la voluntad divina compelida a elegir lo mejor se desprenda como esto óptimo una existencia humana capaz de los más atroces crímenes, una existencia también víctima de los más horrorosos desastres naturales? Cuando el ser humano utiliza su poder en cualquiera de las formas de la violencia para beneficio propio ocasionando la aniquilación de sus semejantes, de su entorno y de sus propias creaciones, ¿existe alguna explicación? Si volvimos a interrogar a la criatura y la encontramos siendo precisamente parte de un sistema mayor que pende de un poder trascendente, la pregunta por el mal vuelve a su fuente primordial: Dios.
Creo que tan fundamental como los principios de lo mejor y de la economía en la creación divina es el concepto de "permisión" que Leibniz esgrime en su pensamiento. Es en función de lo mejor que Dios permite en el universo la existencia y efectos del mal físico y moral, pero este permiso no es un dejar pasar las consecuencias nefastas de los acontecimientos como si éstos se tratasen de "daños colaterales". No creo que sea ésta la idea que está jugando en el pensamiento de Leibniz porque él tiene siempre presente que la totalidad de las acciones divinas es conforme con su gloria. ¿Qué significa esto sino que esta filosofía de la providencia le otorga al mal un papel a jugar dentro del sistema del plan divino?
"Sigo en esto la opinión de san Agustín que ha dicho cien veces que Dios permitió el mal para sacar de él un bien, es decir, un bien mayor; y la opinión de santo Tomás de Aquino quien dice que la permisión del mal tiende al bien del universo."[6]
Filosóficamente lo más que Leibniz puede decir es que Dios eligió este mundo valiéndose del principio de lo mejor, que incluía el mal, el sufrimiento y el error en su posibilidad. El mal en su conjunto es parte constitutiva de lo óptimo, lo mejor. Lo que se ha efectivizado como existente tiene que ser lo más perfecto posible. Perfección en la optimización de recursos empleados, esto es, de la cantidad de principios racionales utilizados para concebir su posibilidad, y perfección en su esencia por ser producto de la bondad divina. Lo creado, en su totalidad, es bueno porque incluso lo malo en ella es funcional a esa totalidad.
Es porque se asume esta Bondad y Perfección es que se colige que las consecuencias totales de la obra divina son buenas y perfectas, pero esto no nos permite ver racionalmente a nosotros, seres creados, la finalidad última del papel que el mal juega en tal obra. El límite contra el que choca la filosofía de Leibniz está aquí: se puede llegar a entender que, puesto que se ha efectivizado, entre todos los mundos posibles, éste nuestro universo, el mal tiene que jugar un papel racional, pero lo que no podemos apresar racionalmente es qué papel específicamente juega y en qué medida. Aquí la reflexión filosófica debe dar paso a la fe o al ateísmo:
"Basta pues con confiar en Dios en esto: él hace todo de la mejor forma y nada puede dañar a quienes lo aman. Pero conocer en particular las razones que pueden haberlo movido a elegir este orden del universo, a padecer por los pecados, a dispensar sus gracias saludables de cierta manera, esto supera las fuerzas de un espíritu finito…"[7]
Conforme al postulado de perfección divina a la manera de un geómetra excelente, todas las acciones de Dios son ordinarias, es decir, sujetas a una lógica propia del mundo que efectivamente creó. Tales acciones cuya mayoría trasciende nuestro finito entendimiento, son percibidas por nosotros como extraordinarias, milagrosas, no sujetas a orden alguno comprensible, azarosas. Pero esto sería sólo una ilusión propia de nuestra perspectiva. Desde nuestra dimensión no podemos abarcar la totalidad del sistema:
"¿Qué? ¿Habéis visto el mal? El mal es como el reverso de un bordado. Todos estamos sentados en un taburete bajo…"[8]
La complejidad del universo es tal que se presenta a nuestros ojos en muchos de sus aspectos como irregular, dice Leibniz, e incluso lo que llamamos milagros son en realidad eventos naturales, es decir, según la naturaleza dispuesta en otros niveles por Dios. La apuesta es por el orden y la regularidad últimos de la creación, porque estas nociones son las que más convienen a la idea de un Dios entendido como un programador. La cuestión entonces se traslada al hecho de que el diseño que Dios escoge contiene un componente de libertad humana, esto es, que abre, con este plan, la posibilidad de que incluso las creaturas puedan ir en contra de los planes divinos.
El dios de Leibniz se asemeja a la figura del Arquitecto que ha configurado la lógica mecanicista e ilusoria de la Matrix, en la cual el héroe humano tiene poder de quebrar o manipular las leyes de ese Programa porque tiene libertad:
"Arquitecto: Hola Neo.
Neo: Quien es usted.
Arquitecto: Yo soy el arquitecto. Soy el creador de Matrix. Te estaba esperando. Tienes muchas preguntas, y aunque el proceso ha alterado tu conciencia sigues siendo indefectiblemente humano ergo habrá respuestas que comprendas y habrá otras que no. De igual modo aunque tu primera pregunta tal vez sea la más pertinente es posible que seas consciente de que también es la más irrelevante.
Neo: ¿Porque estoy aquí?
Arquitecto: Tu vida sólo es la sombra del resto de una ecuación no balanceada connatural a la programación de Matrix, eres el producto eventual de una anomalía que a pesar de mis denodados esfuerzos no he sido capaz de suprimir de esta armonía de precisión matemática. Aunque sigues siendo una incomodidad que evito con frecuencia, es previsible, y no escapa a unas medidas de control que te han conducido inexorablemente hasta aquí.
Neo: No ha respondido a mi pregunta.
Arquitecto: Muy cierto. Interesante. Eres más rápido que los otros. Matrix es más antiguo de lo que crees. Yo prefiero datarlo desde que aparece una anomalía integral hasta que surge la siguiente, en cuyo caso ésta seria la sexta versión.
Neo: Sólo hay dos explicaciones: O nadie me lo dijo… O es que nadie lo sabe.
Arquitecto: Exacto. Como sin duda estarás deduciendo la anomalía es sistémica y por eso crea fluctuaciones hasta en las ecuaciones más simples.
Neo: Elección, ¡el problema es la elección!"[9]
La analogía es limitada porque el diseñador de Leibniz es una divinidad todopoderosa y calculadora pero bondadosa y creadora del ser humano, mientras que en la película mencionada quien configura el mundo es una máquina fría con rasgos de malignidad al buscar aniquilar los restos de cualquier tipo de libertad humana, siendo en definitiva una creación del ser humano. De todas maneras, nos contentamos con la similitud porque también hay un rasgo de frialdad en Leibniz que reside en su forma de argumentar y que no puede colmar la pregunta que se origina existencialmente desde un sufrimiento personal:
"(…) Es muy distinto que el "sentido" y la "bondad" del mundo se defiendan contra el naturalismo y el mecanicismo, o sea, contra la negación teórica del sentido en el mundo, o bien que las argumentaciones a favor del sentido vayan dirigidas contra la desesperación de un hombre que, como Job, padece injustamente y por eso desespera de Dios. Hay una desesperación cálida, existencial, del orden divino del mundo, y hay una respuesta fría, teórica, a la pregunta por la bondad del mundo."[10]
El límite para esta razón ilustrada, insinuábamos, radica en la finitud humana que se patentiza en la dimensión existencial del sufrimiento singular y encarnado. No se trata entonces, para el sufriente, de un convencer racional, sino de vivir el hecho puro del dolor. Por esto tal argumentación puede presentarse, por su estructuración lógico-matemática, como clausura intelectual al buscar integrar en un sistema total tanto el hecho del bien como el hecho del mal, y a la vez quedarse siempre de este lado de la experiencia, siempre corta para alcanzar el no-sentido del mal real sufrido.
Maldito el día en que nací
Cualquier estructura, conceptual o vivencial, supone un acomodamiento, un asegurarse una determinada verdad que efectivamente sirve de sostén y marco de sentido para la propia existencia, y esto de por sí es necesario para cada viviente precisamente por su finitud característica. El ser vivo necesita situarse y contar con sus propias coordenadas existenciales, y este esquema no consiste sólo en una seguridad biofísica sino también filosófica y espiritual en el más amplio sentido. El ser humano se hace a sí mismo de un entorno que le asegura su propia supervivencia y desarrollo y lo protege de aquellos acontecimientos que atentan contra su integridad. Pero esta protección, por un lado no es infalible y por el otro puede transformarse en una seguridad tal que devenga en un encierro que imposibilite al individuo deshacerse de paradigmas que en un determinado momento se hayan vuelto obsoletos y opresivos. Así, la misma experiencia de seguridad cuya más acabada referencia es la noción de la divinidad que cada cultura brinda a sus integrantes, se ve desestabilizada ante el acontecimiento del dolor individual y/o colectivo. Cuando el sufrimiento toma la forma del desajuste cultural que se produce al comenzar a experimentar, a través de alguna desgracia vivida, otra posible presencia de lo divino, de una trascendencia que excede las seguridades previas, el individuo pierde pie y desespera.
En la tradición hebrea de Job era sinónimo de bendición, y por lo tanto, testimonio de santidad, la posesión de bienes materiales, salud y descendencia. Dios estaba con quien prosperaba en sus empresas y era fecundo en su familia, así como efectivamente maldecía a aquellos que sufrían la enfermedad, la pobreza o la infertilidad. Y Job se contaba entre los santos, tenía la seguridad de los prósperos. Sin embargo también en toda la Biblia se relata en diferentes contextos cómo existe, digamos, otro tipo de bendición aún más profunda y sutil que aquella venerada por el pueblo, y que precisamente consiste en la asistencia directa de lo divino para quienes sufren el abandono en cualquiera de sus formas. Ya en la historia de Abraham es signo de Dios su promesa de fertilidad y descendencia "como las arenas del mar y las estrellas del cielo" para quien había demostrado una entrega incondicional. Pero la inflexión que marca la historia de Job es mostrar hasta qué punto puede llegar a sentirse el aguijón del mal como maldición divina y al mismo tiempo posibilitar, como por un pasaje de iniciación que prueba la fortaleza y valía del hombre, a través del mismo sufrimiento el conocimiento directo de Dios, esto es, la posesión de la seguridad última que sólo se logra habiendo perdido todo apoyo.
La genuina experiencia de Job es esa experiencia del sufrimiento real que habla, según muchos comentadores del texto bíblico, de una presencia de lo sagrado que traspone incluso los límites racionales de su propio concepto. En este sentido, Dios no es sólo bendición, sino también maldición, ya que en su persona se encuentra también el misterio del mal universal y el sufriente vive materialmente la inclemencia de lo infinito sobre lo finito:
"Yavé respondió a Job en medio de la tempestad, y dijo:
"¿Quién es ese que oscurece mis obras con palabras insensatas? Amárrate los pantalones como hombre; voy a preguntarte y tú tendrás que enseñarme. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¡Habla, si es que sabes tanto! (…) ¿Has llegado hasta donde nace el mar y paseado por el fondo del abismo? ¿Se te han mostrado las puertas de la muerte? (…) Si lo sabes, entonces ya habías nacido y grande es el número de tus días.""[11]
En la materialidad del mal la absoluta trascendencia de lo divino es capaz de oprimir existencialmente al hombre lastimado y hacerle sentir así su propia finitud, y a la vez de situar su vida más allá de todo bien gozado o mal padecido, una vez que ese hombre ha conocido de la presencia de su Dios, no en su "forma intelectual" sino en su verdad:
"Y Job respondió a Yavé: "Reconozco que lo puedes todo, y que eres capaz de realizar todos tus proyectos. Hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias, superiores a mí. Yo te conocía sólo de oídas; pero ahora te han visto mis ojos.""[12]
El libro de Job nos habla del mal como una experiencia vivida en toda la magnitud posible para un ser humano hasta el extremo de transformar totalmente nuestra relación con Dios, con el mundo y con nosotros mismos. Sólo el mal logra trastocar nuestras seguridades físicas, psicológicas, intelectuales y religioso-existenciales de manera que puede llevarnos a una vivencia directa ("ahora te han visto mis ojos") del misterio de la existencia.
Pero, ¿qué es esta "presencia" o "visión de Dios"? La consolación de Job no brota de una sanación física de sus llagas y tampoco de una pura aprehensión psicológico-intelectual porque la dimensión trascendente de lo sagrado continúa siendo para el hombre algo incomprensible, esto es, no apresable por la razón[13]sino por la contemplación. Cuando el numen se oculta (silencio de Dios), el inocente tiene el margen de libertad de la queja, el reproche, la duda, la pregunta, la rebeldía… Cuando el numen se manifiesta (Dios habla), a Job, y a aquellos que han atravesado su experiencia, sólo les queda el silencio, pero un silencio cargado de sentido, silencio sacralizado.
"(…) La recompensa del varón de Hus no está en que sus bienes, sus hijos o sus años de vida dupliquen, está en su experiencia religiosa, en la enigmática voz que le habla desde la tormenta. (…) La aceptación es la etapa final de un movimiento que oscila entre diversos estados de ánimo: la desesperación, la ira, el temor, la esperanza. Por eso es sólo el Job impaciente que nunca renuncia a su integridad, el único que podría convencer a satán y el único que podría también convencernos a nosotros."[14]
La seguridad del primer Job, del Job santo y paciente, está fundada en definitiva en sí mismo, o más específicamente, en la imagen que se forjó de Dios según su cultura, en la cual bendición y maldición, cercanía o lejanía de lo divino se hallaban en exacta proporción al grado de santidad del individuo. Malditos eran los enfermos, los pobres y los estériles, por lo tanto podemos pensar que este primer Job, si bien es un hombre correcto, su bondad se fundamenta en una legalidad que se exterioriza en determinadas liturgias. El hombre está acomodado, aburguesado en su bienestar y estima que la fuente de su bienaventuranza radica en su propia capacidad, en su propia pureza. Este pequeño burgués puede muy bien estar seguro de un mundo donde todo está necesariamente bien porque efectivamente vive en un lugar así, como la quinta del barón en el Cándido de Voltaire. Toda la filosofía leibniziana, sugerimos, es posible desde el bienestar de los sectores acomodados del siglo XVIII y su optimista confianza en el progreso del universo.
Sin embargo Job logra trascender esta primera posición existencial precisamente gracias a la experiencia de sufrimiento que destronca su religiosidad burguesa y lo lanza al abismo de un Dios desconocido. El hilo que mantiene la integridad de este hombre no es la razón sino esta contemplación que mencionamos.
El sistema argumentativo leibniziano termina apoyándose incondicionalmente en una concepción judeo-cristiana de la divinidad según la cual el sentido definitivo del bien y del mal se sitúa en un mas allá del acontecer humano y terrenal. Sin embargo, esta concepción se afianza en última instancia sobre la experiencia de nulidad de la especie humana: Nosotros no sabemos nada, salvo que, dado que el principio divino es bondadoso, sus fines deben ser los mejores. La razón llega a su otro límite al reconocer, ante el problema del mal, su propia incapacidad de explicación última, aunque logra solapar esta debilidad al presentarse con tan perfecto sistema como contrapartida de un fundamento tan oscuro.
La afirmación del principio de lo mejor supone que podemos situarnos de alguna manera en la perspectiva divina, aunque la única forma para hacer esto que encuentra Leibniz sea por medio del razonamiento matemático-deductivo, deudor de una lógica retributiva en donde la ecuación siempre debe equilibrarse (Si se da en algún lado, entonces se quita del otro: "El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó…").
La lógica del intercambio justo también impregna la religiosidad judeo-cristiana, aunque en la experiencia de Job comienza a resquebrajarse ya que aquí Dios excede todo parámetro de justicia, de reciprocidad. Sólo después de haber atravesado no sólo el dolor sino también la propia duda y la esperanza de tal manera de haber abandonado toda certeza, toda confianza en una compensación, Job puede pasar de la relación con un Dios-comerciante/programador que asegura la prosperidad y santidad, a la relación con un Dios-persona/trascendente que no asegura propiamente nada, pero colma con su presencia a aquél que ha defendido su integridad sosteniendo su mirada sobre el abismo.
Desde este punto de vista, la finitud que vive el hombre sufriente no puede comprenderse a través de la aceptación de una economía universal que compensa dolor y alegría, ya que esta compensación nunca se da totalmente sino en esa trascendencia experimentada que llamamos "lo sagrado" o el "numen", que Leibniz llama "la gloria de Dios" y que Job contempla en la Tempestad.
Se necesita un Dios que hable al género humano
Las preguntas que Voltaire dirige a Leibniz buscan destacar el sinsentido que representa el mal para el entendimiento humano. De esta manera se muestra que no es por la vía de la lógica que puede abordarse tal cuestión y que la problemática del mal siempre significará una tensión conceptual, un vacío que rompe la cadena de los razonamientos de un universo ordenado en función de lo óptimo. Por esto el optimismo leibniziano es repudiado con tanta fuerza, ya que, según Voltaire, no logra proporcionar una respuesta existencial satisfactoria. Cuando el mal acontece, la filosofía debe guardar silencio:
"En los intervalos de nuestros males vos y yo podemos razonar en verso y en prosa. Pero en este momento disculpadme si dejo todas estas discusiones filosóficas que son sólo entretenimientos. Vuestra carta es muy bella; pero tengo conmigo a una de mis sobrinas, que desde hace tres semanas está en un grave peligro: estoy como enfermero, y yo mismo muy enfermo."[15]
Dado este límite radical al filosofar especulativo, y por fidelidad a un filosofar más auténtico y comprometido con el hombre y el mundo, ¿Cómo trasponer esta frontera? ¿Qué caminos del lenguaje utilizar para continuar filosofando genuinamente, esto es, preguntando existencialmente?
Así como en el libro de Job, Voltaire recurre a la poesía, o al relato satírico en su "Cándido", para examinar los postulados de Leibniz y de la tradición a la que éste responde. Junto con la mística, que abordábamos en el apartado anterior, el arte y el humor parecen ser alternativas considerables a la hora de enfrentar la problemática del mal desde un lado más humano, desde el lugar del sufriente, porque también aquí se trata de vivencias existenciales antes que puras argumentaciones filosófico-teológicas.
Con esto sugerimos que tomar la palabra para decir algo significativo luego de un desastre como un terremoto o una enfermedad sólo parece posible si esa palabra es dicha desde el lenguaje poético, porque éste permite expresar sentimientos tales como la impotencia y la rabia de un ser finito, entre otros. La tranquila reflexión filosófica, tradicionalmente entendida como desligada del acontecer vital por darse desde una posición de mera observación (notemos la postura de los amigos de Job, de Leibniz y del personaje de Pangloss en "Cándido"), adolece de una fría distancia que no logra colmarse por el sólo razonamiento.
"[Los amigos teólogos de Job] En lugar de sentarse en las cenizas y desesperarse con él, aducen sus buenas razones. Para Job el orden del mundo está perturbado, los amigos, en cambio, como no han sido sometidos a ninguna prueba todavía[16]defienden con firmeza la existencia de un orden."[17]
En este sentido la crítica de Voltaire se centra en dar cuenta de cómo frente a la vivencia del mal en carne propia no hay razonamiento que valga, ya que en ese momento, más que el raciocinio habla la sensibilidad. El dolor se aloja en la sensibilidad, allí donde el concepto no puede hacer nada, sino a lo sumo fingir:
"Tristes calculadores de las miserias humanas,
No me consoléis más, amargáis mis penas;
Y sólo veo en vosotros el esfuerzo impotente
De un infortunado soberbio que finge estar contento."[18]
Filosofía será, en su Cándido, el uso de lenguaje en un estilo plenamente irónico, parodia de modelos literarios y filosóficos. Así como en la supuesta y metafísica cadena natural del mundo la violencia y el mal trastocan toda certeza definitiva sobre un tejido perfecto de lo real, así este relato vertiginoso refleja ese mundo desencajado y grotesco, hablando así de una desconfianza profunda en toda palabra que se pretenda poseedora de interpretaciones acabadas de la realidad. Esto se ve, por ejemplo, hacia el final de la aventura cuando el mismo filósofo Pangloss, portavoz del pensamiento leibniziano, es bruscamente interrumpido cada vez que inicia su perorata reflexiva: El acontecimiento del dolor choca directamente con todo encadenamiento deductivo y rompe los discursos totalitarios de la tradición. El derviche, aquél símbolo de una ancestral sabiduría oriental, apela al silencio como única actitud posible. Este silencio es también violencia contra la filosofía occidental que no termina de comprender porque no se resigna a ver interrumpido el hilo de sus razonamientos. La filosofía entonces, en este texto, antes que hablar y discurrir, consiste en mostrar, en indicar. No se busca entonces tapar con el lenguaje de la razón los acontecimientos que estremecen la vida de individuos y pueblos, sino precisamente presentar casi fotográficamente todas las desdichas efectivamente sufridas:
"La maldad del mundo aparece tanto más nítida y obstinada en un clima de sequedad que no da lugar a ternura ni consuelo. En Cándido, nada atroz es inventado: Voltaire extiende un acta, algo simplificada y estilizada, que constituye empero la antología de las atrocidades que las gacetas traían a conocimiento de todo europeo atento. Pudiera ser que en Cándido nos encontremos ante el primer ejemplo, en clave de ficción, de una actitud que hoy ha venido a ser común en Occidente en proporción directa al auge de los medios de información: la percepción de todas las heridas de la humanidad mediante una especie de sensibilidad al dolor que extiende su red nerviosa por toda la superficie del globo."[19]
Sin embargo no se trata, para Voltaire, de situarse en la postura exactamente opuesta al "todo está bien" leibniziano, tal como lo interpreta Rousseau, sino de colocar en su lugar la realidad trágica del dolor, realidad que provoca un corte en la "necesaria" cadena de los acontecimientos. Este corte, decíamos, se produce porque el sentido del mal no puede ser comprendido y por esto no encuentra su lugar en el supuesto ordenamiento del universo.
Por otro lado su crítica teológica al optimismo se centra en el problema de la caída del hombre. Voltaire argumenta, sobre la base no sólo de la religión judeo-cristiana sino de otras espiritualidades y concepciones, que el sistema universal sufrió una alteración en su programa original y esto mismo refuta la noción de que todo está bien porque todo es como debería haber sido desde el principio. Casi en el mismo razonamiento introduce una modificación significativa al axioma leibniziano: En un futuro se dará una reparación del mal actual, por lo tanto es más apropiado decir y pensar que "un día todo estará bien"[20], con lo cual se desplaza el sentido del bien y del mal hacia un porvenir.
"(…) Si todo está bien, si todo ha sido como debía ser, entonces no existe una naturaleza caída. Por el contrario, si hay mal en el mundo, el mal muestra la corrupción pasada y la reparación futura. He aquí la consecuencia absolutamente natural. Me diréis que yo no extraigo esa consecuencia y que dejo al lector en la tristeza y en la duda. ¡Pues bien! Sólo hay que añadir la palabra esperar a la de adorar, y poner:
Mortales, hay que sufrir,
someterse, adorar, esperar, y morir."[21]
Así se preserva el hecho del mal, se respeta el sufrimiento real de las víctimas y, ya que la Naturaleza enmudece, como un Job moderno Voltaire pide directamente a Dios que restituya el sentido del mal antes que escuchar las elucubraciones humanas. Es necesario que hable un dios Providencia que trascienda el cristiano dios racional-legalista de Leibniz y de la tradición que está enredado en el fatal y contradictorio nudo de ser o un castigador, o indiferente, o enfrentado a una materia del mundo igualmente poderosa y rebelde o un provocador de la fortaleza humana con el fin de compensar a los más aptos. He aquí una dimensión de esta esperanza.
Mientras espera la palabra de este dios, Voltaire confía en el trabajo como una posibilidad concreta de superación de las dificultades y penalidades humanas. La obra humana que se abre paso en el mundo parece ser el refugio, el bálsamo necesario para una existencia inevitablemente marcada por el dolor, como se aprecia al final del "Cándido". Este trabajo con las propias manos ("cultivemos nuestro propio jardín") parece oponerse irónicamente a la acomodada vida del paraíso terrenal de quienes pretenden alejarse del mal construyéndose palacios como aquel de donde expulsan al protagonista.
Prefiero interpretar el recurso de Voltaire al trabajo y el símbolo del cultivo del propio jardín antes que un llamado a la producción que devendría industrial y cada vez más desenfrenada y que finalmente caracteriza a nuestro mundo, una indicación de la valencia que debe contener toda acción humana significativa: no se trata de producir meros objetos sino de lograr el fruto, como diría Rodolfo Kusch.
"(…) [Los seres humanos] Necesitan obtener el fruto, sea como simple alimento o sea como un hijo o como un libro: para vivir. (…) El fruto es la razón misma del hecho de vivir, le da significado y sentido. Robemos la posibilidad de obtener el fruto a un sujeto y morirá en vida."[22]
"(…) Pudo no haberse dado la vida. Pero porque se dio también se dieron, como evidentes, las hembras y los machos. Y la razón de vida de machos y hembras es la obtención del fruto. El fruto es el único término común entre vida y mundo, aunque siempre en el plano del azar. Puede haber fruto o no y eso depende del mundo, del caos o, como decía el yamqui, de la cruz o chacana, que caía en maíz o en maleza."[23]
Se trata de engendrar vida por la propia energía creadora que reside en cada individuo y que se potencia aún más si se efectúa en comunidad. Esta comunidad será más fructífera en el sentido que presento, en la medida en que haya vivido efectivamente las inclemencias de un mundo cargado de objetos y violencia que excluye a quienes no se ajustan a sus parámetros. El trabajo aquí no es entonces reproductividad artificiosa y macabra para un sistema mundial fundado en la mera efusión de múltiples sucedáneos que sólo aplastan más y más a los pueblos e individuos, sino la genuina actividad humana que nace de la nueva actitud de quien descubre su verdadera pasión y misión vital. Quizás sin quererlo conscientemente, Voltaire descubre que por más que el ser humano viaje por todas las violentas circunstancias de un mundo hastiado de objetos y de otros seres humanos que persiguen su acumulación, la sencilla paz llega cuando decide detenerse a lograr el fruto, el precario pero significativo fruto de su acción libre.
"(…) -Lo que sé -dijo Cándido- es que debemos cultivar nuestra huerta.
-Tenéis razón -dijo Pangloss-; porque el hombre fue puesto en el jardín del Edén, "ut operaretur eum", para que lo cultivara; y eso prueba que el hombre no ha nacido para vivir ocioso.
-Trabajemos y no pensemos -dijo Martín-; así la vida será soportable.
Aquella diminuta sociedad se empeñó en este loable designio y cada cual se puso a ejercitar sus capacidades. La escasa tierra dio frutos en abundancia. Efectivamente, Cunegunda era muy fea, pero se convirtió en una excelente repostera; Paquita se dedicó a bordar; la vieja se encargaba de la ropa. No había nadie que no fuera útil y hasta el hermano Alhelí se hizo un buen carpintero y llegó a ser un hombre honrado.
Pangloss le decía algunas veces a Cándido:
-Todo tiene relación en el mejor de los mundos posibles: porque si no os hubiesen expulsado del castillo por amor a la señorita Cunegunda, si no hubieseis sido entregado a la Inquisición, si no hubieseis atravesado América andando, si no hubieseis dado una gran estocada al barón y si no hubieseis perdido todos vuestros carneros de aquella buena tierra de Eldorado, no estaríais comiendo ahora mermelada de cidra y pistachos.
-Muy bien dicho -contestó Cándido-, pero lo importante es cultivar nuestra huerta."[24]
El mal provocado por hombres contra otros hombres y contra la naturaleza es un asunto humano, una tarea a realizar sin mediar razonamientos que involucren a la divinidad, de la que esperamos mientras tanto que hable al género humano, esto es, que revele el sentido del mal en el mundo. La violencia que genera la búsqueda incansable de los objetos del mundo para saciar la propia ambición se troca en última instancia en una profunda náusea, un hastío que significa el peor de los males: el vacío existencial. En su intento por secularizar la esperanza, esto es, por desconectar la visión del futuro de una intervención trascendente, la confianza está puesta en la tarea humana.
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